Capítulo VI

Clarissa miraba el exterior a través de la ventana de la habitación de su padre; él ahora dormía después de pasar una mala noche. La enfermedad pulmonar era cada vez más avanzada, y su estado de salud estaba cada vez más afectado. El médico dijo que solo era cuestión de horas.

Estaba destrozada, su padre agonizaba, y su marido estaba disfrutando de lo lindo con Anette Riopold como si ella fuese su esposa. ¿Qué podía hacer? Eso era lo que se merecía por estúpida, ese era el precio a pagar por aferrarse a un hombre que siempre le demostró que no estaba interesado en ella… Un par de lágrimas resbalaron por sus tersas mejillas; jamás en su vida imaginó sentir tanto dolor…

—Clarissa, hija, acércate —pidió con dificultad su padre.

Ella se limpió las lágrimas, se giró y avanzó hacia él.

—Tranquilo, papá, no debes hacer esfuerzos.

—Es la hora, mi niña, tu madre por fin ha venido por mí. —Tosió—. No olvides nunca que eres fruto del amor, eres la prueba viviente de la unión entre tu madre y yo. —Le acarició el rostro con adoración—. Clarissa, eres lo que más hemos amado y quiero que sepas que estoy muy orgulloso de ti… Te amo, mi niña —su voz se apagó, y Clarissa comprendió que su padre ya no habitaba más este mundo; ahora era pasajero del viaje sin retorno.

Con amor le besó los ojos.

—Lo sé, papá, ve tranquilo al encuentro con mamá.

Presa del llanto amargo y abrazada al cuerpo inerte de su padre fue como la encontró su fiel nana, la cual de inmediato comprendió lo que acababa de ocurrir. Salió de la habitación y se dispuso a arreglar todo para el funeral.

Clarissa había mandado un par de cartas a su marido, aunque Erick no la quisiera, siempre dijo profesar por su padre un profundo y sincero afecto, y solo por eso se atrevió a informarle de lo ocurrido; de lo contrario, jamás lo habría hecho.

Erick, por su parte, estaba preocupado, habían pasado varios días y no tenía noticias de su esposa y de la salud de su suegro, por lo que, intrigado, escribió en busca de noticias.

Ajenos los dos a la red de conspiración en su contra que Anette les había tendido, esperaban respuesta uno del otro. Respuesta que, por supuesto, jamás recibirían, pues la viuda sobornó al encargado de la oficina postal para que las cartas de Clarissa jamás llegaran a Erick, y las de Erick jamás las recibiera Clarissa...

Sentada en su cómodo sillón junto a la chimenea, Anette miraba furiosa el sobre que sostenía en sus delicadas manos. Hacía bastante tiempo que el mensajero le había llevado la carta que Erick pretendió enviar a su esposa.

Recordó con ira el viaje, el cual había sido como ella jamás lo esperó, pues Erick se había pasado todo el tiempo hablándole de Clarissa y cómo ella con sus hazañas logró salvar a los pequeños niños y el establo en llamas. Orgulloso contaba cómo gracias al increíble valor y ayuda de su esposa lograron apagar el fuego…

Sentía nauseas ante la imagen del rostro de Erick mientras hablaba de esa mujer, él resplandecía y mostraba admiración, cosa que para ella no pasó desapercibida. Con manos temblorosas rasgó el sobre y comenzó a leer.

Querida Clarissa,

Los días pasan y aún no he recibido noticias de ti. Estoy muy preocupado por la salud de tu padre, quiero suponer que si no has escrito, es porque no hay novedades que contar.

Aquí todavía hay mucho por hacer, pero te prometo que trataré de dar prisa a todos mis asuntos para regresar a tu lado cuanto antes.

La soledad nunca antes me desagradó, pues desconocía el peso de tu ausencia.

Sé que te es difícil creer en mis palabras después de lo mal que me he portado contigo; me avergüenza mi actitud, pues comprendo que no es la de un caballero, sino la de un patán e imbécil.

Prometo que cuando regrese, hablaremos con calma. Espero puedas perdonarme y comprenderme.

¡Te extraño demasiado!

Tuyo, Erick Raven, Conde de Green Hill.

Anette se puso de pie hecha una auténtica fiera, la rabia y los celos la carcomían por completo. La carta era corta pero concisa; Erick se había enamorado de la gorda asquerosa. «¿Cómo es eso posible?», pensó indignada. No estaba dispuesta a dejar así como así lo que consideraba suyo, y él era suyo. Ni esa maldita gorda ni nadie le iba a ganar la partida. No señor.

Arrojó la carta a las llamas de la chimenea y la vio consumirse como si así pudiera borrar el significado de lo que esta llevaba escrito.

—¡Maldita gorda! —gritó con rabia. Se dirigió a la mesita donde las cartas de Clarissa la esperaban. Las leyó una a una y después las quemó.

En general, Clarissa informaba a Erick, primero la gravedad de su padre, y segundo la muerte del conde Castelló.

Anette estaba convencida que si Erick no asistía al funeral, Clarissa nunca no se lo perdonaría, y así esos dos terminarían por sacarse los ojos. Situación que por supuesto ella aprovecharía al máximo; su plan no tenía lugar a fallos: Clarissa jamás pasaría por alto que Erick la dejara sola cuando más lo necesitaba, y él no aprobaría que su esposa no le avisara sobre la muerte del Conde.

Sonrió complacida. Su plan era genial, pues no había poder más grande que el de una duda…

Desesperada porque Erick no acudía a visitarla ni siquiera por curiosidad, Anette lo mandó llamar pretextando una tontería, esperaba que como siempre él se echara encima de su cuerpo con esa pasión tan propia, pero sucedió todo lo contrario, el muy imbécil apenas sí la había mirado y se marchó de inmediato después de solucionar el problema.

Clarissa permanecía en silencio al pie de la tumba de su padre, los asistentes al funeral poco a poco fueron retirándose, y ella agradeció poder quedar a solas para llorar y despedirse de su amado padre.

Devastada, se dejó caer al suelo de rodillas, se sentía más sola que nunca; Erick ni siquiera se había dignado a presentarse, aunque fuera por mera cortesía.

Pensó en su padre; él era el único que la amaba de forma incondicional y ahora había terminado su vida terrenal para reunirse con su amada esposa. Al menos tenía el consuelo que sus padres por fin estaban juntos, el de ellos era un amor que ni la misma muerte lograba disipar, un amor de esos que eran para siempre.

Estaba sumida en su dolor cuando sintió una mano fuerte y cálida posarse sobre su hombro, levantó deprisa el rostro, y la decepción que sus hermosos ojos de místico jade mostraron no pasó desapercibida para el hombre que, parado junto a ella, la miraba con sincero cariño.

—¡Jeremy! —Se puso en pie y se abrazó a ese hombre que era su único y verdadero amigo, su hermano. ¡Dios! Cómo necesitaba de él, sentirse protegida y acompañada.

—¿Acaso esperabas a alguien más? —preguntó estrechándola con ternura—. ¿En verdad creíste que te dejaría sola en este momento? En cuanto fui notificado, regresé de inmediato del condado de Orange. En verdad lo siento, Clarissa, no debí haberme marchado sabiendo que tu padre...

Shhh. No digas nada, comprendo que tenías asuntos urgentes por resolver. Lo importante es que ya estás aquí —lo interrumpió y se aferró a él, sintiéndose a salvo y querida. Lloró en el hombro de su amigo sin saber que a la distancia un par de ojos inyectados en ira y celos los observaban mientras permanecían abrazados…

Isabel caminaba hacia Clarissa para darle el pésame cuando vio a Jeremías Sanders acercarse, entonces fue testigo de cómo ella lo abrazaba y él la consolaba con ternura.

«Jeremy se ve tan guapo vestido de negro absoluto», pensó mientras lo contemplaba abrazar a Clarissa. «¿Cómo es que nunca me permití tratarlo?», se preguntó arrepentida.

Se suponía que no lo soportaba, pero a raíz del baile en que Jeremy la ignoró por irse con Clarissa, algo cambió. Después, en la boda de Erick, volvió a ignorarla, y una molestia constante se apoderó de ella mientras que él estaba de lo más atento con Constanza Hattawell.

No sabía con exactitud qué sentía por Jeremy, pero de lo que si tenía seguridad era que no soportaba verlo con otra mujer, y más aún si se trababa de Clarissa, la esposa de su primo Erick.

Jeremy miraba a Clarissa con tanto afecto y ternura mientras le susurraba palabras de consuelo, que Isabel sintió un dolor sofocante en el pecho. De inmediato se retiró hecha una fiera.

No entendía cómo era posible que Erick no estuviera al pendiente de su esposa y del espectáculo que esta estaba ofreciendo al dejarse abrazar en público por un hombre que no era su esposo.

Seguro su primo ignoraba lo que estaba sucediendo. ¡Sí! ¡Eso tenía que ser! No encontraba otra explicación lógica… Quizás a Clarissa ya se le había pasado el capricho por Erick y ahora estaba interesada en su Jeremy... ¿Su Jeremy? Se sorprendió ante su descubrimiento.

¡Por Dios! ¡Estaba enamorada de Jeremías Sanders! Por eso era que le dolía en el alma que él la ignorara y rechazara, al fin lo comprendía todo. ¡Estaba celosa! Sí, ella, la inalcanzable Isabel Raven, estaba enamorada hasta los huesos de un hombre que al parecer se había cansado de rogarle y ahora se dedicaba a consolar a la pobre de Clarissa…

Clarissa y Jeremy se encontraban en el despacho del difunto conde Castelló donde, minutos antes, el abogado había dado lectura al testamento y última voluntad del padre de Clarissa.

—¿Has pensado en mi propuesta? —preguntó Jeremy preocupado.

—Sí. Estoy harta de las murmuraciones hirientes de personas que no tienen nada mejor que hacer que especular sobre el por qué Erick no se apareció en el funeral de mi padre y me ha dejado sola… —Se desplomó en el sofá y lloró con amarga decepción—. Lo que más me hiere es que es la más absoluta verdad. A él ni siquiera le importa mi suerte, está tan feliz con la bruja de Anette que ni siquiera se presentó, ya no por mí, sino al menos por el profundo afecto que decía sentir por mi padre.

—Entonces, ¿qué decisión has tomado? —preguntó Jeremy expectante.

—Por ahora no puedo estar en esta casa, está llena de dulces recuerdos, lo sé, pero duele estar aquí y saber que mi padre no estará más. —Hizo una pausa y tomó aire para calmarse—. A la mansión Raven no pienso regresar nunca más, ese lugar no es mi hogar, allí me siento una intrusa, estar ahí me ahoga… —Se paseó por el despacho, meditando—. Tienes razón en todo cuanto has dicho Jeremy, necesito respirar, alejarme de todo esto que tanto daño me hace. —Se paró frente a él y, decidida, le dijo—: Me iré al condado de Orange y cuando esté lista, regresaré para enfrentar las consecuencias de mi capricho, como lo ha llamado Erick…

El abuelo materno de Clarissa había regalado a sus padres como regalo de bodas una hermosa propiedad en el condado de Orange. A ella le encantaba ir allí, era un lugar hermoso y tenía tantos recuerdos maravillosos de su infancia. Si a eso le sumaba que la propiedad de los Sanders colindaba con la de los Castelló, Jeremy y Suzanne podrían estar al pendiente de su bienestar y no se sentiría sola…

Isabel pensaba que lo mejor sería darle a su primo Erick los pormenores del comportamiento de su esposa en persona y no por medio de una carta. Después de mucho mediarlo, empacó y se marchó a Green Hill.

Erick, al ver llegar el carruaje que portaba el escudo de su familia, pensó que Clarissa regresaba, y su corazón comenzó a latir desbocado ante la sola idea de volver a verla, pero grande fue su sorpresa al descubrir que se trataba de Isabel. Se acercó a ella, y su prima lo recibió con una cara de velorio, por lo que supuso que no era portadora de buenas noticias.

—¿Qué pasa, prima? ¿Por qué esa cara? —preguntó sonriente tratando de animarla.

—Será mejor que pasemos, lo que vengo a decirte es muy delicado y no creo que te agrade en lo más mínimo.

Preocupado e intrigado, Erick la siguió al despacho. Una vez ahí, Isabel contaba su versión de los hechos, dejando salir toda la rabia e impotencia que sentía.

Erick fue testigo de cómo los celos carcomían a su prima, pero no dijo nada al respecto, no era el mejor momento, solo le interesaba saber lo concerniente a su esposa. En un principio estaba atónito, no podía creer lo que Isabel le contaba.

El conde Castelló había muerto, y Clarissa ni siquiera se había dignado en notificarle. Entonces, la rabia se apoderó de él cuando Isabel le habló de cómo Clarissa se dejó consolar por Jeremías Sanders y como este no se apartó de ella ni un instante.

—¿Estás segura de todo lo que estás diciendo? —preguntó incrédulo, tratando de calmarse.

—¡Sí! Pero eso no es lo peor… —guardó silencio al ver la mirada de furia de su primo.

—¿Aún hay más?

—Sí, Clarissa se marchó al condado de Orange con los Sanders —el solo repetirlo le hervía la sangre.

—¿Qué? ¿Cómo que se ha ido? —¡Clarissa no podía hacerle eso! Erick pensó que tenía que tratarse de una mentira, un mal entendido. Su esposa no podía marcharse así nada más, y menos con Jeremías Sanders.

Se paseó nervioso por el despacho, no podía creer que Clarissa lo dejara después de lo que habían compartido. No podía imaginarla con otro hombre, el solo pensamiento le causaba náuseas.

No podía sacar de su cabeza los besos y esa pasión tan incandescente y única que lo tenía loco de deseo. Pensaba en ella todo el tiempo, en ese rostro dulce y angelical cuando lo cuidó mientras deliraba por la fiebre. Estaba en constante ansiedad por el anhelo de volver a tocarla, de perderse en su ser. Clarissa era suya, era su mujer y su esposa.

Se desplomó en el sillón, porque sentía que sus piernas no tenían fuerza para sostenerlo, se cubrió el rostro con las manos y después de unos instantes miró a su prima suplicante.

—Por favor, dime que todo lo que has dicho no es verdad, di que todo esto no es más que un mal entendido.

—Qué más quisiera, primo, pero aunque nos pese, esa es la verdad. —Hizo una pausa y lo miró con curiosidad—. ¿Qué pasó entre ustedes para que Clarissa no quiera ni verte?

Erick se pasó la mano por su negra y abundante cabellera, estaba nervioso.

—Me porté con ella como el peor de los patanes… Creí que con los días que pasamos juntos, Clarissa se daría cuenta que he cambiado de parecer respecto a nuestro matrimonio, que ahora deseo un futuro a su lado.

—¿Qué quieres decir con eso de que te portaste como un patán? —preguntó incrédula.

Erick le habló con lujo de detalles de su comportamiento con Clarissa, se sentía avergonzado por su proceder y de las palabras tan hirientes que utilizó para desquitar su rabia.

—¿En verdad hiciste eso? —No podía creerlo—. Ahora entiendo por qué no quiere ni verte, con razón apenas si me dirigió la palabra cuando fue por sus pertenencias a la mansión. Por cierto, te dejó una carta. —Sacó el sobre de su bolso, y Erick lo tomó.

Erick,

En verdad lo siento, ahora entiendo que no soportes y desees estar a mi lado. Sé que no debí forzarte a cumplir con tu palabra.

Comprendo la gravedad de mi error; como bien me advertiste, mi capricho ha costado demasiado caro, estoy pagando con creces el haberme aferrado a un hombre que no me correspondía.

Mi alma está destrozada, la pérdida de mi padre me ha dejado devastada y siento que no puedo más. No quiero juzgarte por no haber venido al funeral ni estar a mi lado en este momento tan difícil. Tus motivos habrás tenido…

Me voy a la finca en el condado de Orange, ese lugar está lleno de hermosos recuerdos para mí y ahora más que nunca necesito sentirme tranquila y en paz.

Espero que algún día puedas perdonarme por haberte forzado a cumplir con una promesa absurda que jamás debió ser.

Si quieres hablar o necesitas de mí, las puertas de mi hogar siempre estarán abiertas para ti.

Clarissa

Erick palideció, Clarissa dejó ver entre líneas que lo esperaba para el funeral de su padre como si él estuviera enterado, así como el dolor de saberse rechazada, y el único culpable era él.

No era de extrañar que su esposa tuviera la certeza que no le guardaba el más mínimo afecto, pues con sus actos pasados él había sembrado eso, y ahora la vida le estaba cobrando por sus errores.

Leyó la carta de Clarissa un par de veces, como si así pudiera encontrar algún mensaje oculto, pues algo no le convencía. Era verdad que no conocía del todo a la Clarissa adulta, pero su sexto sentido le decía que algo estaba mal. ¿Pero qué?

«Aquí hay gato encerrado», pensó.

—¿Qué te dice? —preguntó Isabel después de darle un tiempo prudente.

—Lee tu misma… —Erick le tendió la carta.

Isabel leyó de prisa y, al igual que Erick, entendió que Clarissa sí lo esperaba para el funeral de su padre. Sin poder evitarlo, sintió pena por lo herida que parecía ella al expresarse respecto a su matrimonio, pero con lo que Erick acababa de contarle comprendió que era lo más lógico.

—¿Crees que ella trató de avisarte? —Isabel se puso de pie intrigada.

—No lo sé, tú sabes que a veces las cartas se pierden. No sé qué pensar Isabel, en verdad estoy muy confundido. ¿Si ella trató de avisarme y yo no recibí su carta? ¿Te imaginas si eso resulta cierto? Clarissa estará pensando que no asistí aun sabiendo y que la dejé sola cuando más contaba… ¡Dios! Jamás me perdonará por eso...

—¿Qué vas a hacer, primo?

—Por lo pronto, voy a regresar a la ciudad, arreglaré unos asuntos que urgen allí, y después partiré al condado de Orange a buscar a mi mujer —remarcó esas palabras—. Tenemos mucho de qué hablar y muchas cosas por aclarar. No creo que entre ella y Jeremías Sanders haya algo más que una relación fraternal —dijo tratando de convencerse más a sí mismo que a su prima.

Isabel lo miró incrédula. ¿Acaso su primo se había enamorado de su esposa?…