III
l día diecisiete de junio, el hermoso féretro de madera de roble de Santa Winifreda, con sus adornos de plata y su interior revestido de plomo con todos los sellos intactos, fue sacado de su lugar de honor y trasladado en solemne ceremonia a su lugar provisional de descanso en la capilla del hospital de San Gil donde esperaría, como ya hiciera anteriormente, la fausta jornada del veintidós de junio. El tiempo era soleado y sereno, sin apenas una nube en el cielo, pero lo suficientemente fresco como para viajar con comodidad, el mejor tiempo con que pudieran soñar los peregrinos. El día dieciocho empezaron a llegar unos cuantos peregrinos desperdigados, los primeros de la riada que no tardaría mucho en producirse.
Fray Cadfael observó la partida del relicario en su viaje conmemorativo con cierto remordimiento, por más que se dijera honradamente que no hubiera podido hacer otra cosa que lo que hizo aquella noche de verano en Gwytherin. Había sentido profundamente y por encima de todo el carácter galés de la santa y la predilección que ésta debía de experimentar por la lengua galesa que la rodeaba y por el tranquilo discurrir de las estaciones en la soledad donde tanto tiempo y tan a gusto había dormido en su bienaventuranza, obrando tantos pequeños y deliciosos milagros para su gente. No, no podía creer que se hubiera equivocado en su elección. ¡Si ella se dignara mirarle con una sonrisa y decirle, bien hecho!
El primer peregrino llegó al huerto de hierbas medicinales, siguiendo las indicaciones de fray Dionisio, en busca de un colega de sus propios misterios. Cadfael estaba ocupado desyerbando a última hora de la tarde los planteles de menta, tomillo y salvia, una tediosa y entretenida tarea en la plenitud de un favorable mes de junio tras una primavera en la que el sol y los aguaceros habían estado muy bien repartidos, dando lugar a un verde campo de batalla. Cadfael irguió la espalda para apartarse de un plantel ya desyerbado y topó con una sólida forma que lo indujo a levantarse sobresaltado. Al volverse, vio a un monje de negro hábito deslustrado muy parecido a sí mismo, aunque probablemente quince años más joven. Ambos se miraron en silencio, dos sólidos y rechonchos monjes de la misma orden, mirándose el uno al otro en inmediato reconocimiento y aceptación.
—Vos debéis de ser fray Cadfael —dijo el monje forastero con una profunda y melodiosa voz de bajo—. El monje hospitalario me ha indicado dónde encontraros. Me llamo Adán y soy un monje de Reading. Ocupo allí el mismo puesto que vos ocupáis aquí y he oído hablar de vos en nuestra lejana casa del sur.
Mientras hablaba, sus ojos recorrieron algunos de los tesoros más insólitos de Cadfael, las adormideras orientales que éste se había traído de Tierra Santa y había conseguido cultivar en su huerto con amoroso cuidado, la delicada higuera que aún pervivía contra el refugio del muro norteño donde el sol la iluminaba y le daba calor. Cadfael le cobró inmediata simpatía al ver la celeridad de su mirada y la leve codicia que le arreboló el redondo semblante pulcramente rasurado. Era un hombre fuerte y vigoroso que se movía como si tuviera plena confianza en las facultades de su cuerpo y fuera muy capaz de utilizar las manos en caso de que lo desafiaran. Tenía, además, el rostro curtido por la intemperie propio de los hombres acostumbrados al aire libre.
—Seáis bienvenido, hermano —contestó cordialmente Cadfael—. ¿Estaréis aquí para la fiesta de la santa? ¿Os han encontrado sitio en el dormitorio? Hay algunas celdas desocupadas para cuando viene alguno de los nuestros, como vos.
—Mi abad me envía desde Reading por una misión a nuestra casa filial de Leominster —contestó fray Adán, hurgando con un experto dedo gordo del pie la negra y bien abonada tierra arcillosa del plantel de menta de Cadfael y arqueando respetuosamente una ceja ante su calidad—. Preguntó si podía prolongar mi misión para asistir a la traslación de Santa Winifreda y me concedieron el necesario permiso. Raras veces me envían tan al norte y me pareció una lástima perderme semejante acontecimiento.
—¿Y os han encontrado acomodo en el dormitorio de los monjes?
Aquel hortelano y herbolario benedictino no se podía desperdiciar en una alcoba de la hospedería. A fray Cadfael le interesaba su compañía tras haber observado el brillo de la mirada con la cual el recién llegado había admirado los mejores frutos de sus esfuerzos.
—El monje hospitalario ha sido muy amable. Me ha instalado en una celda cercana a las de los novicios.
—Seremos casi vecinos —dijo Cadfael, satisfecho—. Venid, os mostraré todo lo que tenemos, el vergel principal se encuentra al fondo de la barbacana, a lo largo de la orilla del río. Pero aquí tengo mi propio huerto de hierbas medicinales. Si hay alguna cosa que os queráis llevar a Reading, podréis cortar los esquejes que os interesen antes de iros.
Ambos iniciaron una amena y animada conversación mientras recorrían todas las veredas del huerto y comparaban experiencias de cultivo y utilización. Fray Adán de Reading tenía muy buen ojo para identificar las plantas curiosas y probablemente regresaría a casa con un considerable botín. Admiró la pulcritud y el orden de la cabaña de Cadfael, la colección de susurrantes haces de hierbas colgados de las vigas del techo o de los aleros para que se secaran y la disposición de las botellas, los tarros y las jarras de los estantes. Hizo varias sugerencias y comentarios y la amable contienda de conocimientos mantuvo entretenidos a ambos monjes durante toda la tarde. Cuando regresaron juntos al gran patio antes de vísperas, el ambiente estaba muy animado, como si el ajetreo de las celebraciones ya hubiera comenzado. Los mozos conducían los caballos al patio de los establos y los criados transportaban los fardos a la hospedería. Un robusto anciano, muy bien equipado para cabalgar, se estaba dirigiendo a la iglesia con el fin de rezar sus primeras oraciones, seguido de cerca por un criado.
Los más jóvenes pupilos de fray Pablo, todo ojos y curiosidad, se habían congregado en las inmediaciones de la caseta de vigilancia para presenciar las primeras llegadas, pero fray Jerónimo, muy ocupado como siempre con los encargos del prior, los apartó a un lado. Sin embargo, los muchachos no se alejaron demasiado y volvieron a formar un corro en cuanto Jerónimo se alejó. Unos cuantos ciudadanos de la barbacana también se habían reunido en la calle para contemplar el espectáculo mientras unos perros alborotados correteaban entre sus piernas.
—Mañana —dijo Cadfael, observando la escena—, habrá muchos más. Eso es sólo el principio. Si el tiempo nos acompaña, celebraremos unos lucidos festejos en honor de nuestra santa. Y ella comprenderá que todo se hace en su honor aunque se encuentre muy lejos de aquí. ¿Quién sabe si no se dignará visitarnos por la generosidad de su corazón? ¿Qué es la distancia para una santa que puede estar donde ella quiera en un abrir y cerrar de ojos?
Al día siguiente, la hospedería se llenó a rebosar. A lo largo de todo el día, los peregrinos fueron llegando en solitario o bien en grupos formados por los que habían trabado amistad por el camino. Algunos iban a pie y otros montados en jacas, los había sanos y fuertes como robles y mientras unos habían recorrido unas pocas leguas otros, en cambio, venían de muy lejos y, entre todos ellos, figuraban varios tullidos con muletas, varios ciegos acompañados por amigos con mejor visión que ellos y numerosos seres contrahechos y personas aquejadas de enfermedades de la piel o dolencias debilitantes. Todos esperaban alivio a sus males.
Cadfael cumplió sus habituales deberes de la jornada, repartidos entre la iglesia y el herbario, pero constantemente con el ojo avizor ante cualquier detalle curioso cada vez que cruzaba el gran patio colmado de actividad. Cada persona que llegaba, cada rostro le llamaba la atención aunque de un modo distante puesto que ignoraba su nombre y no los podía identificar. Aquéllos que precisaran de sus servicios le serían enviados y los que tropezaran con él por casualidad tendrían derecho a toda su atención, voluntariamente ofrecida.
En quien primero se fijó fue en la mujer, atravesando el patio desde la caseta de vigilancia hasta la hospedería con una canasta colgada del brazo, recién llegada del mercado de la barbacana con pan recién hecho y unos pastelillos; era inmediatamente después de prima. Una hacendosa ama de casa que había salido a comprar al mercado de buena mañana a pesar de ser un día de fiesta, para conseguir lo que quería sin fiarse demasiado de poder encontrarlo en la tahona de la hospedería. Era una lozana mujer de unos cincuenta y tantos años que conservaba la sonrosada flor de la plenitud de la edad. Vestía con sobria sencillez, pero los tejidos eran de buena calidad, con una toca blanca como la nieve bajo un pardo velo de lino. No era alta, pero iba tan erguida que lo parecía, y poseía un redondo rostro en el que destacaban unos grandes ojos, unos pronunciados pómulos y una decidida barbilla.
La mujer desapareció rápidamente en el interior de la hospedería y, a pesar de que Cadfael sólo la había visto fugazmente, el recuerdo perduró en su mente a lo largo de todos los oficios y quehaceres de la mañana.
Cuando los fieles abandonaron la iglesia después de la misa, Cadfael la volvió a ver, conduciendo a dos mozos parcialmente ocultos en la generosa amplitud de sus faldas como una gallina que protegiera a sus polluelos. La mujer era toda ella de una amplitud un tanto desmesurada: su tocado parecía más alto y ancho de lo necesario, sus caderas estaban cubiertas por varias enaguas y el aire de dominio que le envolvía era análogamente generoso y exuberante. Cadfael admiró su energía y vigor y experimentó una oleada de simpatía por aquellos polluelos protegidos por tan amplias y abrumadoras alas.
Por la tarde, ocupado en su pequeño reino mientras reunía las medicinas que debería llevar a San Gil, al final de la barbacana, a la mañana siguiente, para asegurarse de que el hospital tuviera suficientes provisiones durante los festejos, Cadfael no pensó en ella ni en ninguno de los moradores de la hospedería, ya que ninguno había tenido ocasión todavía de solicitar sus servicios. Estaba colocando unas pastillas para la sequedad y las irritaciones de garganta en una cajita cuando una voluminosa sombra bloqueó la puerta abierta de su cabaña y una enérgica y cristalina voz le dijo:
—Disculpadme, hermano, pero fray Dionisio me ha aconsejado que acudiera a vos y me ha enviado aquí.
Allí estaba ella, llenando toda la puerta, con los hombros echados hacia atrás, las manos entrelazadas a la altura del talle y la cabeza inclinada hacia adelante. Sus grandes y separados ojos eran de un intenso color azul, estaban orlados de pálidas pestañas y miraban con firme determinación.
—Veréis, hermano, vengo por mi sobrino —añadió confiadamente la mujer—, el hijo de mi hermana, a la que se le ocurrió de ir a casarse con un galés de Builth que andaba siempre de un lado para otro; ahora su marido ha muerto y ella también, la pobrecilla, y ha dejado a sus dos hijos huérfanos y sin nadie que les cuide más que yo. A mí se me ha muerto el marido y yo tengo que llevar el negocio sin un hijo que me consuele. No es que se me dé mal el trabajo y el trato con los tejedores porque en estos últimos veinte años he aprendido todo lo que hay que saber sobre los telares, pero, aun así, echo de menos un hijo. Como no lo he tenido de mi esposo, el hijo de mi hermana es igualmente bienvenido tanto si está sano como si no. Es el chico más bueno que os podáis imaginar. Pero sufre mucho, hermano, y yo no quiero verle sufrir, aunque él nunca se queja. Por eso he acudido a vos.
Cadfael se apresuró a introducir una cuña en la primera rendija de su locuacidad, insertando unas cuantas palabras en la brecha.
—Pasad, señora, y sed bienvenida. Decidme de qué naturaleza es el dolor del mozo y yo haré todo lo que pueda por ayudaros. Pero primero sería mejor que le viera y hablara con él, porque él mejor que nadie sabe dónde le duele. Sentaos y contadme de qué se trata.
La mujer entró y se acomodó en el banco adosado a la pared, extendiendo a su alrededor sus holgadas faldas. Su mirada recorrió los estantes llenos de tarros y frascos, las hierbas que colgaban del techo, el brasero y las marmitas, mostrando un gran interés y una enorme curiosidad, aunque en modo alguno intimidada por Cadfael o sus misterios.
—Soy de la región de Campden, hermano, la tierra famosa por sus paños; Weaver[3], de apellido y de oficio, era mi esposo, lo mismo que su padre y su abuelo; yo me llamo Alicia Weaver y llevo el taller como él lo llevaba. Pero esa insensata hermana mía se fue con un galés; ahora los dos han muerto y yo mandé llamar a los hijos para que vinieran a vivir conmigo. La chica tiene ahora dieciocho años, es una joven muy buena y trabajadora; creo que, al final, conseguiremos arreglarle una buena boda, aunque yo echaré de menos su ayuda porque es muy habilidosa y es fuerte y sana, a diferencia del chico. Le impusieron el extravagante nombre de una santa galesa, Melangell, ¡habrase oído jamás cosa igual!
—Yo soy galés, —dijo jovialmente Cadfael—. Sé que nuestros nombres galeses suenan muy raros a los ingleses.
—Bueno, menos mal que al chico lo bautizaron con un nombre corto y sencillo. Rhun le pusieron por nombre. Ahora tiene dieciséis años, dos menos que la hermana, pero al pobrecillo le falta el vigor que a ella le sobra. Está muy crecido y es muy guapo, pero algo le ocurrió de niño en la pierna derecha que la tiene torcida y debilitada y sólo puede poner el dedo gordo en el suelo y aun vuelto hacia un lado y sin apoyar el peso del cuerpo, simplemente rozando. Camina con dos muletas. Y yo le he traído aquí con la esperanza de que la bienaventurada santa Winifreda haga algo por él. Pero le ha costado mucho recorrer el camino, pese a que lo emprendimos hace tres días y hemos ido muy despacio.
—¿Hizo todo el viaje a pie? —preguntó Cadfael consternado.
—No soy tan próspera que pueda permitirme el lujo de un caballo, aparte el que tenemos para el negocio en casa. Dos veces por el camino un buen carretero lo llevó hasta el lugar adonde él se dirigía, pero el resto lo ha hecho renqueando con sus muletas. Muchos que están en la misma situación o en otra peor habrán hecho otro tanto, hermano. Pero ahora ya está aquí, sano y salvo en la hospedería, y, si mis plegarias por él son escuchadas, regresará a casa con las piernas tan sanas como jamás las haya podido tener el hombre más saludable de este mundo. Sin embargo, estos días sufre tanto como antes.
—Le hubierais tenido que traer con vos —dijo Cadfael—. ¿Qué suerte de dolor sufre el mozo? ¿Cuándo se mueve o cuando está quieto? ¿Le duelen los huesos de la pierna?
—Lo peor es por la noche en la cama. En casa le he oído llorar de dolor por la noche, aunque él procura disimularlo para no molestarnos. Muchas veces no consigue dormir. Le duelen los huesos, es cierto, pero, además, sufre unos calambres en la pantorrilla que lo hacen gemir de dolor.
—Algo se podrá hacer sin duda —dijo Cadfael, reflexionando—. Por lo menos, podemos intentarlo. En cualquier caso, hay pociones que pueden mitigar el dolor y ayudarle a dormir.
—No es que yo no confíe en la santa —se apresuró a explicar la señora Weaver—, pero yo me digo que, mientras espera, mejor que descanse, si puede. ¿Por qué un mozo que sufre no puede buscar también la ayuda de los hombres corrientes, de hombres buenos como vos que tienen fe y conocimientos a la vez?
—¿Por qué no, en efecto? —convino Cadfael—. El más humilde de nosotros puede ser un instrumento de gracia, aunque no lo merezca. Mejor que el chico venga aquí. En la hospedería habrá mucha gente y aquí estaremos más tranquilos.
La mujer se levantó satisfecha y dispuesta a retirarse, pero aún tenía muchas cosas que contar sobre el largo y lento viaje, las buenas gentes con quienes se habían cruzado por el camino y los peregrinos, algunos de los cuales les habían adelantado y habían llegado a la abadía antes que ellos.
—Allí hay alguien más que necesitará vuestra ayuda, aparte de mi Rhun —dijo, señalando con la cabeza hacia el alto muro posterior de la hospedería—. Dos jóvenes nos acompañaron en el último trecho del camino. Podíamos seguirles el paso porque iban tan despacio como nosotros. Uno de ellos estaba fuerte y sano, pero no quería adelantarse a su amigo, el cual había caminado descalzo más leguas de las que había recorrido Rhun con sus muletas y tenía los pies hechos una pena, pero no quiso ni siquiera vendárselos con unos trapos. ¡Ni hablar! Dijo que había hecho una promesa y que tenía que ir descalzo hasta el final del viaje. Por si fuera poco, llevaba una pesada cruz alrededor del cuello y el roce del cordón se lo había dejado en carne viva, pero él decía que eso también formaba parte de su promesa. No veo razón para que un joven elija tales tormentos por su propia voluntad, pero la gente hace cosas muy raras y me imagino que el chico espera obtener una gran merced a cambio de su sacrificio. Aun así, ¿no os parece que no le vendría mal un ungüento para los pies, aprovechando que está aquí? ¿Queréis que os lo envíe? Me gustaría hacerles un pequeño favor a estos mozos. El otro, Mateo, el más fuerte, apartó a mi chica del camino cuando unos insensatos jinetes cabalgando al galope estuvieron a punto de arrojarnos a todos a una zanja, y después cargó con los fardos que ella llevaba. Bastante trabajo tenía yo ayudando a Rhun. A decir verdad, creo que el chico se encariñó un poco con nuestra Melangell, porque estuvo muy atento con ella a partir de entonces. Más que con su amigo, aunque en ningún momento le adelantó. Una promesa es una promesa, supongo, y, si un hombre decide aceptar voluntariamente todos estos sufrimientos, ¿qué puede hacer otro por impedirlo? Simplemente hacerle compañía, y eso es lo que él hace, sin apartarse nunca de su lado.
La mujer ya había salido y estaba aspirando el grato perfume de las hierbas iluminadas por el sol cuando, de pronto, se volvió para añadir:
—Hay otros que, por muy peregrinos que se llamen, no me inspiran la menor confianza. Supongo que pícaros hay en todas partes, incluso entre los santos, desgraciadamente.
—Dondequiera que los santos guarden dinero en la bolsa o cualquier otra cosa que merezca la pena robar —convino tristemente Cadfael—, los pícaros no andarán lejos.
Tanto si la señora habló con su extraño compañero de viaje como si no, fue éste el que se presentó en la cabaña de Cadfael al cabo de media hora, antes incluso de que apareciera Rhun. Cadfael había reanudado su tarea en los planteles de hierbas medicinales cuando les oyó llegar o, mejor dicho, oyó las lentas y pacientes pisadas del más fuerte sobre la grava de la vereda. El otro caminaba sin hacer ruido sobre la hierba del borde que le refrescaba los maltrechos pies. Los únicos sonidos que hubieran podido traicionar su presencia hubieran sido sus profundos suspiros, su afanosa respiración y el leve y sibilante jadeo de dolor. En cuanto Cadfael enderezó la espalda y volvió la cabeza, supo quiénes eran.
Tenían aproximadamente la misma edad e incluso se parecían un poco por la figura y el color de la tez, con una estatura superior a la media, aunque uno de ellos caminara encorvado en su dificultoso avance, ambos con el pelo castaño y los ojos oscuros y de unos veinticinco o veintiséis años. Sin embargo, no eran tan semejantes como para ser hermanos o parientes próximos. El más fuerte estaba más moreno, como si hubiera permanecido más tiempo al aire libre y bajo el sol, tenía unos pómulos más pronunciados, una firme mandíbula y un orgulloso rostro curiosamente inexpresivo y enigmático. El rostro del doliente era alargado, móvil y apasionado, con unos altos pómulos, unas hundidas mejillas y una boca fuertemente apretada, ya fuera por el presente olor o por la constante pasión. Tal vez la cólera fuera una de sus habituales compañías y la ardiente vehemencia fuera otra. El joven Mateo caminaba detrás de él, vigilándole con diligente y silencioso cuidado.
Recordando las locuaces confidencias de la señora Weaver, Cadfael miró desde los hinchados y magullados pies hasta el escotado cuello. En la parte interior del cuello de su sencilla chaqueta oscura el penitente había enrollado un lienzo de lino para aliviar el roce del fino cordón del cual pendía una pesada cruz de hierro con unos adornos en forma de hojas aparentemente labrados en oro. A juzgar por la línea roja que marcaba el lienzo, o éste era nuevo o no había cumplido su propósito. El cordón era inmisericordemente delgado y la cruz pesaba muchísimo. ¿Con qué desesperada finalidad podía un joven torturarse de semejante forma? ¿Y qué placer, pensaba él, podría experimentar Dios o Santa Winifreda, contemplando su sufrimiento?
Unos febriles ojos le miraron y una voz le preguntó en un susurro:
—¿Sois vos fray Cadfael? Es el nombre que me ha indicado el monje hospitalario. Dijo que vos tendríais ungüentos y bálsamos que me aliviarían. Siempre y cuando —añadió, mirando con ardiente fijeza a Cadfael— haya algo que me pueda aliviar.
Cadfael le estudió en silencio y no preguntó nada hasta que hubo acompañado a ambos jóvenes a su cabaña y hubo acomodado al doliente para examinarle con la debida atención. El joven Mateo permaneció de pie junto a la puerta abierta, evitando bloquear el paso de la luz, pero sin entrar.
—Habéis caminado mucho descalzo —dijo Cadfael, arrodillándose para inspeccionar las heridas—. ¿Era necesaria semejante crueldad?
—Lo era. Lo que más lamentaría es tener que sufrir estas penas inútilmente —el silencioso joven de la puerta se movió ligeramente, pero no dijo nada—. He cumplido una promesa —añadió su compañero— y no la quiero romper —a Cadfael le pareció que necesitaba dar explicaciones para evitar de ese modo las preguntas—. Me llamo Ciaran, soy galés por parte de madre y regreso al lugar donde nací para terminar mi vida tal como la empecé. Padezco una cruel dolencia que no constituye ningún peligro para los demás, pero que muy pronto acabará conmigo.
Bien podía ser cierto, pensó Cadfael mientras limpiaba con aceite las hinchadas plantas y los dedos heridos por la grava y las piedras. La febril mirada de sus profundos ojos negros hubiera podido ser un reflejo del fuego que ardía en su interior. Su joven cuerpo, ahora ya más descansado, no había perdido carne y estaba muy bien configurado, pero eso no era una señal inequívoca de buena salud. Ciaran hablaba en voz baja, pero firme y segura. Si sabía que iba a morir, lo había aceptado con resignación.
—Por eso vengo en peregrinación penitencial por la salvación de mi alma, que es lo que más me preocupa. Descalzo y cargado caminaré hasta Aberdaron para que, después de mi muerte, me entierren en la santa isla de Ynys Enlli, cuyo suelo está formado por los huesos y el polvo de millares y millares de santos.
—Yo creía —dijo serenamente Cadfael— que semejante privilegio también se podía adquirir, yendo allí tranquilamente calzado como todo el mundo —sin embargo, tratándose de un hombre devoto de origen galés cuyo fin ya estaba muy próximo, aquel deseo era muy comprensible. Aberdaron, en el extremo de la península de Lleyn, de cara al embravecido mar y a la isla más sagrada de la iglesia galesa, había sido el último lugar de descanso de muchos hombres, y la hospitalidad de los canónigos de la casa jamás se negaba a nadie—. No quisiera poner en duda el valor de vuestro sacrificio, pero los sufrimientos que uno mismo se impone me parecen una forma de arrogancia y no ya de humildad.
—Puede que así sea —replicó Ciaran con la voz distante—. Pero ahora ya no hay remedio, me he comprometido.
—Es cierto —dijo Mateo desde la puerta. Su voz era mesurada, pero áspera y más profunda que la de su compañero—. ¡Fuertemente comprometido! Ambos lo estamos, yo no menos que él.
—Aunque no será con la misma promesa —dijo secamente Cadfael.
Mateo iba perfectamente calzado con unas botas de tacones un poco gastados, pero suficientes para protegerle de las piedras del camino.
—No, no es la misma. Pero me vincula con análoga fuerza. Y ni yo olvido la mía ni él olvida la suya.
Cadfael dejó el pie que había untado de aceite sobre un lienzo doblado y colocó el otro sobre su rodilla.
—Dios me libre de tentar a un hombre para que quebrante su promesa. Ambos deberéis cumplir con vuestra obligación. Pero, por lo menos, vos podréis reposar los pies aquí hasta después de la fiesta y dispondréis de tres días para que cicatricen las heridas. Aquí dentro el suelo no es tan áspero. Y, una vez curado, tengo un fuerte alcohol que os entumecerá las plantas cuando os echéis de nuevo al camino. ¿Por qué no, a no ser que hayáis prometido absteneros de la ayuda de los hombres? Y, pues habéis venido a mí, deduzco que aún no habéis llegado a ese extremo. Bueno, ahora quedaos sentado un ratito hasta que se os sequen los pies.
Cadfael se levantó para inspeccionar su labor con espíritu crítico y dirigió su atención al lienzo de lino que rodeaba el cuello de Ciaran. Tomó deliberadamente con ambas manos el cordón del que pendía la cruz e hizo ademán de levantarlo por encima de la cabeza del joven.
—¡No, no, dejadlo! —gritó Ciaran alarmado, asiendo la cruz y el cordón, cada uno con una mano, y abrazándolos contra su pecho—. ¡No lo toquéis! ¡Dejadlo! Os lo ruego.
—Estoy seguro de que lo podréis levantar mientras os curo la herida que os ha producido —dijo Cadfael, extrañado—. Será sólo un momento, ¿por qué no?
—¡No! —Ciaran asió la cruz con ambas manos y la apretó contra su pecho—. ¡No, ni por un instante, ni de día ni de noche! ¡No! ¡Dejadlo!
—Levantadlo, pues, y sostenedlo mientras os curo este corte —dijo Cadfael resignado—. No, no temáis, no os engañaré. Permitidme que retire este lienzo para ver qué daños tenéis aquí.
—Se lo hubiera tenido que quitar —terció Mateo en voz baja—, y así se lo he pedido constantemente. ¿Cómo va a librarse si no de sus dolores?
Cadfael retiró el lienzo, examinó la línea de sangre medio reseca, pero que todavía rezumaba, y la limpió, primero con una loción que escocía mucho para eliminar el polvo y los fragmentos de piel escoriada, y después con un ungüento de tréboles. Dobló nuevamente el lienzo y lo volvió a colocar cuidadosamente bajo el cordón.
—Bueno, pues, no habéis roto la promesa. Ya os podéis volver a colocar la carga. Si sostenéis el peso con las manos al caminar y lo soltáis al iros a la cama, se os curará la herida antes de que os marchéis.
A Cadfael le pareció que ambos jóvenes tenían prisa en retirarse, ya que cuando el uno apoyó delicadamente los pies en el suelo, después de haber sido curado y sosteniendo obedientemente la cruz con ambas manos, el otro salió al soleado huerto, para esperar fuera a su amigo. El uno no le debía ninguna gratitud especial y el otro se limitó a darle distraídamente las gracias.
—Os quiero recordar a los dos —dijo Cadfael, estudiándolos con aire pensativo— que estáis presentes en la fiesta de una santa que ha obrado muchos milagros, desafiando incluso a la muerte. Una santa que puede regalar la vida incluso a un hombre sin esperanza —añadió con firmeza. ¡Tenedlo en cuenta porque es muy posible que ahora nos esté escuchando!
Los jóvenes no contestaron y ni siquiera se miraron el uno al otro. Desde la perfumada claridad del huerto se volvieron a mirarle con recelo y después echaron a andar bruscamente como un solo hombre y se alejaron renqueando por la vereda.