Las nubes Historia de bastidores
Se formaron dos nubes en el cielo. Era la caída de la tarde. Todos han visto que las nubes toman aspectos y figuras extrañas.
Una de las dos, a través de sus blancos vapores, dejaba ver trasparencias sonrosadas. Dijérase una mujer desnuda hermosísima, tendida en un camarín azul sobre una hamaca de gasas que la mecía por encima de los lagos, las selvas y los torrentes.
Recibía del sol poniente el último beso con que se separan los amantes.
Si la muerte tuviera color, el color de la otra nube dijérase en un todo parecido al de la muerte violenta. Color de plomo o de acero en la sombra.
Sus formas eran las de un gigante cuya frente se inclina, no tanto para no tocar con la cabeza en los astros, como para evitar todo rayo de luz directa. Aquellos vapores sombríos adelantaban cautelosamente hacia los otros vapores blancos, ligeros, sonrosados, que perezosamente se dejaban llevar por el viento.
Caminaba la nube de la tormenta con la precaución del que lleva un revólver con el gatillo levantado o una navaja abierta. Con el cuidado cobarde del que tiene valor para herir a otro y teme herirse a sí propio.
El sol estaba cada vez más lejos, allá en el límite del horizonte, envolviéndose en franjas de oro, para sumergirse en un baño de fuego.
Corría por la tierra un rumor cada vez más creciente, que era el fuerte siseo del viento en las hojas de los árboles, semejando ruido de besos en la espesura.
Aquellas dos nubes estaban formadas con el agua evaporada de nuestros ríos, con el llanto que asomó a nuestras pupilas, con el sudor que humedeció la frente del obrero, con todo eso que es nuestro trabajo, nuestro dolor, nuestra sed insaciable de lo infinito, lo que tiene que subir, porque es su destino, y sube, y parece que enturbia la pureza del cielo.
Las nubes siempre son algo humano, ocultando en parte lo divino.
Por eso Dios hiere con el rayo al titán de la tierra que quiere escalar el cielo, lo precipita en los mares, y pone sobre esta inmensa tumba líquida el arco iris, ¡la palma de bíblicos colores!
La nubecilla blanca seguía meciendo en el espacio sus formas de mujer desnuda. ¡Una rosa humana sobre una concha de nácar!; y aquella mujer parecía la amante del sol, que de aquel astro no separaba las miradas. A medida que este se alejaba iba palideciendo ella, incorporándose para verle mejor, extendiendo hacia él sus redondos brazos en tan supremo momento.
La nube grande y sombría continuaba adelantando, cubriendo el espacio, y por donde pasaba levantábanse bandadas de pajarillos asustados, que corrían a refugiarse en los aleros de los tejados, en los huecos de las peñas, en lo más escondido del ramaje.
Podía representarse en aquellos dos vapores el eterno poema de amor y celos, de muerte acechando siempre a la vida.
¿Qué historia era la suya? Acaso las gasas ligeras que formaban una nube, rozaron como un beso la inclinada cabeza de Jesús espirando en el madero, antes de que los negros nubarrones, la electricidad y la cólera, acumuladas en la otra, llenaran de espanto a la misma Roma, estallando en aquella gran tormenta que siguió a la muerte del divino Maestro. Tal vez una fue la nube que, ocultando el sol, prolongaba las noches de Romeo y Julieta, y otra la que veló la luna en el momento de herir Otelo a su infeliz amada. Algo había en ellas de todo lo que sucedió en el mundo; dijérase que llevaban, la nube negra, el humo del último cañonazo de Waterloo, del incendio de Numancia, de todos los grandes desastres; la nube blanca, las galas despreciadas por María Magdalena, el poderoso aliento de la Edad Moderna, el incienso del templo y el vapor de la fábrica; algo, en fin, de todas las grandes redenciones.
Llegó un momento en que el sol se hundió por completo donde parecían estar los límites de la tierra, donde está el límite de la mirada. Hubo como un gran grito de despedida en aquella parte del mundo para la cual venía la noche, como un estertor de todas las cosas, como un sollozo de niño que de repente se encuentra a oscuras y solo. Y después reinó un silencio terrible; la respiración se hizo anhelante, contenida, sin embargo, en espera de algún cataclismo inmediato.
La nube negra acababa de llegar con sus bordes a la blanca y sonrosada nubecilla. Pareció que levantaba, sobre aquel gentil y hermoso cuerpo, su brazo de atleta, con toda la fuerza de la musculatura y del odio. Viose como el brillo de un arma, rápido, intenso, y bajar todo aquel fulgor siniestro sobre la mujer de la hamaca. Sonó el trueno, semejando el ruido de un cuerpo que cae rodando desde gran altura, y algunas gotas mojaron la tierra.
—¡A ese, a ese! —oí que gritaban en la calle al mismo tiempo.
—¿Qué sucede? —pregunté a uno que pasaba.
—¡Es horrible! Uno que ha matado a una mujer. Dicen que es su marido.
— Y ella ¿quién es?
—Una bailarina italiana. Parece que el asesino tenía celos del tenor de la compañía.
—Y ¿quién era el marido?
—Un tramoyista.