La boda

Voy a contarte —me decía Arturo— el drama horrible de mi vida de estudiante. En él hallarás la clave de esa melancolía que a veces me subyuga, y que ha sido en varias ocasiones objeto de tus burlas, y las de nuestros amigos. Por él sabrás si tiene o no fundamento mi resistencia a asistir como testigo de tu boda y el horror que me inspira esta ceremonia, solo comparable al que las gentes de Triana sienten en presencia de un entierro.

Yo estaba en Sevilla estudiando leyes en aquella Universidad, amando a una sevillana de ojos negros, vestido de percal y flores en la cabeza. Los ojos eran rasgados, el talle esbelto y los cabellos sedosos y abundantes, cabellos de mujer andaluza que, desatados, cubren la morena espalda y esparcen en el ambiente el perfume de las flores recién cortadas.

Entre el aula de la Universidad y la reja de mi novia pasaba yo la vida. Me sabía de memoria Las Siete Partidas y estas siete frases que Lola tenía para su repertorio.

1.ª frase.—¡Cuánto has tardado hoy!

2.ª id.—¿Has pensado mucho en mí?

3.ª id.—¿Di, me quieres mucho?

4.ª id.—¡Ay, nene, cuándo nos casaremos!

5.ª id.—Anoche soñé contigo.

6.ª id.—Te quiero con toda mi alma.

7.ª id.—Si no me quieres, me muero.

Con esto y un ¡adiós! a las tres de la madrugada íbamos formando una historia de amor que, escrita impresa bajo el título de Las Adormideras, hubiera sido el mejor específico contra el insomnio.

Así es que una noche Lola acudió a la reja y yo al café donde mis amigos, que me tuvieron resucitado, celebraron con cañas de manzanilla lo que ellos llamaban mi acto de independencia.

Lola y yo no volvimos a vernos. Supe que estaba triste, me dijeron que había estado enferma y me burlé de aquel romanticismo de quince años, que expliqué por medio de los folletines de los periódicos.

Pero una noche pasé por su casa, y vi la reja abierta, las macetas en la reja, un hombre al pie de ellas y una figura blanca y esbelta en la sombra, detrás de los hierros, hablando con el rondador.

¡Detrás de la reja estaba Lola!

En lugar de acudir al café regresé a mi casa y pasé la noche en vela, a vueltas con mi amor propio, que no concebía cómo era posible lo que acababan de ver mis ojos.

Después de un duro batallar entre el corazón y la cabeza, formé mi resolución inquebrantable. ¡Lola no podía ser de nadie más que mía! ¡Lola me juraba amor eterno, y aquella reja, altar de nuestros juramentos, no podía abrirse más que para mí! ¡Yo era un insensato, pero la amaba!

Apenas anocheció, al día siguiente me encaminé a la casa de mi antigua novia, y en la celosía, con los nudillos hice la señal convenida.

—¡Tú aquí! ¡Vete, por Dios! —fueron las palabras que Lola pronunció al reconocerme.

Yo le eché en cara su ingratitud, cogí sus manos, lloré como un niño, y por último, manifesté mi firme propósito de no dejar el puesto al rival que pretendía robar mi dicha y arrebatarme el cariño de aquella mujer incomparable.

Tuve un lance, salí de él herido, pero recobré mi preeminencia, volviendo a reinar en el corazón de la hermosa sevillana.

Cuando dos amantes riñen y vuelven y hacen la paz, ángeles y serafines cuánta envidia les tendrán.

Este cantar fue el compendio de nuestras primeras entrevistas. Lola se puso en la cabeza más claveles que nunca, del pretil de la reja quitó una hilera de macetas para estar más cerca de mí, y sus siete frases llegaron a tener más variaciones que la música de una malagueña para piano.

En un principio, mi felicidad era un verdadero lujo, pero aquel lujo me arruinaba, y me quedé en pocos días sin un real de pasión, mientras que Lola me colmaba de juramentos y tiernas despedidas, parodiando a las de Julieta, que sin duda había visto en el teatro de San Fernando a cualquier compañía de ópera italiana.

Me reproché mi impresionabilidad y el momento de arrebato que me había conducido nuevamente a la prisión de aquellos amores poéticos como la luna, pero también pálidos y tristes como ella.

Y aunque era más violenta una segunda separación, esta se realizó entre lágrimas y sollozos sin cuento.

¡Con qué placer volví a mi antigua vida y a los brazos de mis alegres camaradas, ahogando mis remordimientos en el estruendo de la orgía, que agitaba sobre nuestras cabezas los cascabeles de la locura! {Yo volví} a la libertad, y Lola quedó convertida en una mujer legendaria, de cuya existencia dudaba yo al poco tiempo.

Hasta creo que llegué a olvidar su nombre, porque hubo después muchos nombres de mujeres que se fueron barajando y aglomerando en mis recuerdos.

Solo sé que se consoló de mi segundo abandono, y que por esta razón, yo, que estudiaba entonces francés, la llamé Calipso, celebrándome todos esta ocurrencia.

Cuando me anunciaron que reanudaba sus relaciones con el rival de marras, hízome gracia, aunque no mucha, la repetición de este incidente.

Y no me hizo gracia porque me acordé de la copla:

Cuando dos amantes riñen y vuelven y hacen la paz, ángeles y serafines cuánta envidia les tendrán,

que creía yo escrita para mí solo y resultaba aplicable también al nuevo rondador.

Pero supe resistir recordando que si alguno había digno de que le envidiaran ángeles y serafines, no era ciertamente el que consagraba su tiempo a pelar la pava, tormento horrible en mi concepto por su monotonía, sino quien como yo lanzábase desligado de todo juramento de fidelidad a los amores fáciles de la gente de trueno.

—¡Lola se casa! —me dijeron al cabo de un mes.

Esta noticia, lo confieso francamente, me llenó de estupor.

Era lo inesperado, y para mí lo inverosímil.

Lola, con su traje de percal de coco, (según las sevillanas), detrás de la reja hablando con mi rival, me inspiraba risa.

Lola, con sus hermosos ojos negros y rasgados, la corona de azahar y el traje de desposada, me parecía que se burlaba, que se reía de mí.

—¡No es posible! —fue mi contestación.

Y tan posible era, que una noche en la mesa del café exclamó uno de mis compañeros:

—¡Mañana se casa Lola!

Sentí un terrible latido. Toda la sangre afluyó a mi corazón, y tuve que apoyarme en la mesa para no caer al suelo.

—¿En qué parroquia? —pregunté haciendo un esfuerzo para aparentar indiferencia.

—En la de San Lorenzo, a las ocho —me dijeron.

Lancé una horrorosa carcajada, cambié el tema de conversación, y a los pocos momentos me despedí de todos ellos.

No sabía a dónde dirigir mis pasos. Pasé la noche recorriendo las calles, esperando con ansiedad el amanecer.

—¡Juro que este sol no ha de alumbrar su boda! —exclamé al ver la salida del astro del día.

A las ocho estaba yo en la parroquia de San Lorenzo. Allí, de hinojos ante el sacerdote, en la capilla del Señor del Gran Poder, estaban los novios.

Mi resolución fue rápida. En el momento en que el ministro del Señor preguntaba a mi antigua novia si quería por esposo a… no puedo recordar el nombre del marido… en aquel momento me coloqué delante de todos y la miré.

Ella también, fijos sus ojos en los míos, púsose en extremo pálida, y con voz casi imperceptible, como un suspiro:

—¡Sí! —dijo, y cayó exánime.

Frenético, loco, corriendo por la ancha nave de la iglesia, salí a la calle, ignorando si todo aquello era una pesadilla o una realidad que extraviaba mi razón, debilitada por el insomnio.

Llegó la noche.

Ignoro cómo fue; pero recuerdo que me encontré con una pistola en la mano delante de los balcones de su casa, por los cuales salía la claridad de las luces.

—¡Ahí está ella! ¡Ella! Esa es la fiesta. Ese es el baile de boda. Allí están los convidados.

Y pensando así, me paseaba en el foco de luz que la iluminación proyectaba en la calle como una fiera dentro de su jaula.

Y la imaginación se la figuraba más hermosa que nunca, entregándose a una voluptuosa danza en brazos de mi rival.

—Entra —me decía una voz interior; y la pistola parecía completar la frase—. ¡Entra y mata!

Y entré.

Reinaba en las habitaciones por donde iba pasando, como la sombra de Otelo, un silencio tal, que me aterré del ruido de mis pasos.

Vi luz, un resplandor vivísimo que pasaba por las junturas de una puerta.

—¡Allí está! —Y me precipité, pistola en mano, en donde las luces se veían.

Y allí estaba con su traje de desposada; pero sola, y rodeada de cirios amarillentos que chisporroteaban al arder.

Lola había muerto.