El diamante negro Cuento de hadas
En los tiempos en que las hadas reinaban, que eran hermosos tiempos y hermosísimos reinados, hubo un príncipe enamorado de una princesa, cuya princesa fue dechado de todas las perfecciones humanas, reuniéndose en su persona la gracia, el talento, la virtud y la hermosura.
El príncipe se llamaba Amur; tenía escasamente veintidós años, agradable figura, ojos negros y cabellos rizados. Adorábanle los súbditos de su padre, el rey Kamar, a quien todos respetaban, incluso los magnates de la corte, cosa rara aun en la época primitiva a que se remonta nuestra historia. Amur montaba a caballo con la elegancia de un inglés y la soltura de un gaucho; tiraba a las armas con la gracia y el aplomo de Benvenuto Cellini; sobresalía en todos los ejercicios de destreza y fuerza, y además se consagraba con aprovechamiento al estudio de la Filosofía y de las ciencias conocidas entonces. Vestía un brillante uniforme de color azul celeste, con bordados de plata, como jefe que era del primer cuerpo de ejército del reino, y daba gusto verle recorrer al frente de sus tropas las calles de la capital, y dirigir luego, con grande acierto, un simulacro, en que siempre, por mucho cuidado que se tuviera, había alguna desgracia, ni más ni menos que acontece en la actualidad.
Pero todos estos atractivos con que para ser amado dotó la Naturaleza a nuestro joven príncipe no lograron conmover el corazón de la princesa Besalia, que era rubia como las candelas, con los ojos azules y la tez blanca y sonrosada, pero que también era, a lo que parece, muy descontentadiza en materia de adoradores, pues incluso la del príncipe Amur, había desechado más de cincuenta bodas, a cual más ventajosa, entre los hijos de los reyes vecinos, y aun entre estos mismos reyes, así como entre los magnates y potentados que de luengas tierras, y a la fama de tal belleza, acudieron en demanda de su blanca mano. La madre de nuestra heroína se desesperaba con esta conducta, porque en aquellos tiempos, lo mismo que en el siglo XIX, todas las madres deseaban casar a sus hijas. En vano consultó a los astrólogos más afamados y a los quirománticos de mayor saber. Ninguno pudo decirle en qué secreto arte de encantamiento estribaba la causa de aquella frialdad con que Besalia acogía todas las rendidas muestras de cariño que le prodigaban sus admiradores.
Celebráronse entonces en la corte grandes fiestas con motivo del centenario de un grande hombre, que por cierto murió en la miseria, y hubo lucidas cabalgatas, procesiones, fuentes de leche y vino para la plebe, y por último, un torneo, en el cual hicieron gala de su destreza y valor, a pie y a caballo, con lanza y espada, todos los caballeros, y más que todos ellos el príncipe Amur, mantenedor del palenque. Por la noche hubo baile en el palacio Real, y como es de suponer, fue convidada Besalia con su madre.
A este baile, del cual se conserva memoria todavía, por no haber faltado cronistas que lo consignaran, grabando con la punta de su estilo una descripción detallada; a este baile acudieron también las hadas que reinaban sobre los reyes, y era cosa de verlas vestidas de luz, adornadas con estrellas del cielo, y calzadas con sus zapatitos de oro, de la misma hechura y del mismo tamaño que tenían los zapatitos famosos que regalaron a la Cenicienta.
Sabido es que las hadas tuvieron siempre la misión de proteger a los enamorados, y bajo este concepto, el príncipe Amur era su protegido, porque nadie tenía más derechos que él a pedirles ayuda en aquel terrible trance en que estaba empeñado, tratando de conquistar el corazón de la hermosa Besalia.
El joven Príncipe era, en efecto, muy desgraciado. Amaba a la Princesa con el más acendrado cariño, no resignándose, como los otros pretendientes, a dejar abandonado el campo por la frialdad e indiferencia con que Besalia acogiera sus galanteos.
Aquella noche Amur estaba decidido a declararse por centésima vez; pero antes, para poner de su parte todos los buenos auspicios, acercose al estrado desde donde presidían la fiesta sus protectoras, y sentándose en un escabel, pidioles consejo para saber lo que debía decir a su adorada.
—Difícil es que contestemos con acierto —replicó la más hermosa—; ante el corazón de una mujer insensible se estrellan todos los talismanes y es inútil nuestro poder; pero de todas maneras, para que aprecies nuestro buen deseo, procuraremos hacer esta noche en tu obsequio todo lo que tú quieras. Es preciso que nos obedezcas ciegamente desde este momento.
—Manda —contestó Amur.
—Indudablemente, Besalia no se ha de enamorar nunca, ni de la juventud, ni de los honores, ni del valor, ni de ninguno de los bienes que tú posees, puesto que con todos ellos te ha rechazado.
—Demasiado lo sé —suspiró el joven.
—No basta ser príncipe, hermoso y valiente para conmover su alma.
—No basta —repitió el enamorado como un eco.
—Pues bien, en este próximo baile invítala a ser tu pareja, y entabla con ella un diálogo, en el cual debes procurar con maña averiguar cuáles son sus gustos e inclinaciones. En cuanto los sepas ven a decírmelos, que muy raros serán si yo no tengo poder bastante para satisfacerlos. Anda, hijo mío, y ten la suerte que te deseo.
El príncipe Amur no se hizo repetir la orden, y bajando del estrado, acercose al sitio donde su ídolo estaba, a quien rodeaban los más apuestos caballeros de la corte, desesperados con sus desdenes.
Nuestro protagonista llegose tímido como un adolescente, y en el momento en que resonaban los primeros acordes de la orquesta formuló su petición en términos tan corteses, que la Princesa no pudo excusarse, y aceptó el brazo que el joven le ofrecía.
Cuando se confundieron entre las parejas de bailarines, Amur, clavando en ella una mirada ardiente, le dijo:
—Cesa, hermosa Besalia, de hacerme sufrir con tu desvío. Bien veo que no te conmueven los extremos de mi pasión ni el horrible sufrimiento a que me condenan tus rigores. Hasta ahora todos mis esfuerzos para vencerlos se han reducido a ponderar este mismo cariño, demostrándote mi constancia, triunfante siempre de tus enojos y desaires. Hoy quiero probarte a cuánto llega la adoración que siento por tus encantos y de cuánto soy capaz por satisfacer el menor de tus caprichos: mi nombre, mi fortuna, el reino de mi padre, del cual soy heredero; la gloria que he sabido conquistar, todo lo tienes a tu merced; manda, y será tuyo.
—Es inútil —replicó Besalia con dulcísima voz, pero con duro acento—; nada de lo que me ofreces puede tentar mi codicia; por ninguno de esos bienes se deja alucinar mi mente, ni entrego mi corazón.
—¡Oh, adorada mía!, harto lo sé, y por eso el fin que llevan mis palabras es otro. Acabo de consultar a las hadas, mis madrinas, con cuya decidida protección cuento, y ellas me envían a preguntarte qué es lo que puedo yo hacer para conseguir tu amor. Dime lo que deseas, y por imposible que fuera tu capricho, esperan ellas satisfacerlo.
—¡Ah! ¿Las hadas te han dicho eso? Siendo así, quiero poner a prueba tu cariño, y te juro que contarás con el mío por entero desde el momento en que consigas lo que voy a pedirte.
—Dímelo pronto, para tardar menos en llegar a tan dulce recompensa.
—Pues bien: yo no daré mi mano más que al hombre que me traiga el diamante negro.
—¡El diamante negro! Yo conozco todas las piedras preciosas. En el joyero del Real Patrimonio las hay de varias clases y distintos tamaños; pero el diamante negro no existe. Pides un imposible.
—El diamante negro no existe, porque no se busca; pero ten por seguro que existirá, y yo quiero ser la primera que lo vea. Si me amas como dices, dedícate a buscarlo desde esta noche.
—Es imposible; el diamante negro es un mito, de que habla la tradición como de la leyenda del anillo invisible, de las gafas para ver el alma, de la piel de zapa y otras cosas por el estilo. Las mismas hadas no tienen poder para crearlo.
—Escucha, Amur: yo he leído esas tradiciones, y sé lo que significan. El diamante negro, lo mismo que el anillo invisible y las gafas maravillosas, no hay que buscarlos tomando la descripción de sus cualidades al pie de la letra. Son otros tantos símbolos que solo el talento puede descifrar. Tú me has dicho que te pidiera un imposible, y lo realizarías. Pues bien: busca el diamante negro, que es lo único que yo no he podido encontrar, y soy tuya.
—¿Y has encontrado el anillo invisible?
—El anillo invisible, que muchos han creído que era el anillo de Saturno, lo tengo yo, lo puedes tener tú; porque el anillo invisible, con el cual, según dice la leyenda, se pueden conseguir todos los bienes y todos los males de este mundo, se puede ser impunemente un criminal y sin recompensa un santo, no es otra cosa que la ciencia con la que se domina al vulgo, se convierte el barro en oro, se hacen verdaderos milagros, y el hombre que la posee, empleándola para el bien, puede ser como un redentor; empleándola para fines depravados, produce mayores catástrofes que el mismo Luzbel cuando lanza sobre la humanidad todos los genios y furias del averno.
—¿Y las gafas para ver el alma humana?
—Esas se adquieren a la vejez. Se llaman la experiencia.
—¿Pero el diamante negro?…
—Se resiste a todas mis interpretaciones. Unas veces me ha parecido que, como las otras tradiciones, es un símbolo nada más, de alguna virtud; otras he llegado a creer que era, en realidad, una piedra preciosa no descubierta todavía por los lapidarios.
—¿Y cómo he de encontrarla yo?…
—Eso lo ignoro; estudia la leyenda, instrúyete, viaja, tráemelo, en fin, y seré tuya —terminó la Princesa, encaminándose a su asiento, rendida del baile y deseosa de poner fin a este diálogo.
Amur en cuanto la dejó en su sitio corrió en busca de las hadas.
—Besalia me pide un imposible —exclamó con desesperado acento.
—Di lo que deseas —replicó el hada más hermosa, sonriendo al ver la desolación del joven—, tal vez podamos conseguirlo.
—Besalia quiere el diamante negro.
—¡El diamante negro! —dijeron todas a un tiempo—, ¿por qué no pide también el anillo invisible, las gafas para ver el alma y todas esas paparruchas? Esta chicuela es tonta.
—Porque esas paparruchas —interrumpió el Príncipe algo amostazado al ver que trataban así a la mujer que amaba—, porque esas paparruchas las tiene ya.
—No puede ser.
Entonces el Príncipe contó su conversación con Besalia, y cómo su adorada le había explicado el sentido oculto de aquellos símbolos y emblemas.
Las hadas quedaron pensativas.
—Hijo mío —dijo la que hasta entonces había hablado con él en nombre de sus compañeras—. Besalia ha descubierto lo que nosotras ignorábamos, y si ella no sabe lo que es el diamante negro, teniendo más alta inteligencia, nada podemos hacer las hadas para averiguarlo.
Y disimulando mal el enojo por haber tenido que confesar su inferioridad ante los mortales, se levantaron para despedirse de la reunión.
Una sola, la más vieja de todas, que hasta entonces había permanecido sin desplegar los labios, las dejó marchar y continuó en su sitial mirando compasivamente al príncipe Amur, a quien parecía que el abismo acababa de abrirse bajo sus pies, viendo que provocaba la fuga y el rencor de sus protectoras.
Cuando la última de estas desapareció en su carro de marfil, tirado por palomas blancas, la vieja hechicera puso una mano en el hombro del joven, que continuaba atónito en el mismo sitio, y le dijo con una voz más armoniosa todavía que la de Besalia, y que sorprendía oír saliendo de aquellos labios descoloridos por la vejez.
—No te desesperes, hijo mío, y puesto que aquí no has de encontrar lo que buscas, vente conmigo, y yo te prometo que no harás un viaje inútil.
Y al decir esto la hechicera condujo al Príncipe hasta la escalera de Palacio, a cuyo pie estaba una carroza tirada por dos magníficos caballos negros y alados.
Amur se dejó llevar como un autómata, subió y sentose en los cojines del vehículo al lado de la hechicera, y en el acto los caballos desplegaron sus alas, hendiendo el aire entre los aplausos de la muchedumbre de curiosos que rodeaban el edificio, para ver a los que entraban y salían de aquella maravillosa fiesta.
—¿A dónde vamos? —preguntó el atribulado mancebo, a quien las ráfagas frías hicieron volver de su atonía.
—A mi casa, príncipe. Yo soy la decana de las hadas, y yo sé cuál es el diamante negro. La mano de Besalia será tuya, te lo prometo.
Amur lanzó un grito de inmensa alegría y tuvo intentos de caer de hinojos y abrazar a la hechicera.
El trayecto que mediaba entre el Palacio Real y la casa de la hechicera lo recorrieron los caballos en un vuelo, como es natural, y en aquel momento la carroza se detuvo a la entrada de una cueva que había entre los riscos de la montaña.
—Aquí es —dijo Kadul, que así se llamaba la nueva protectora de nuestro héroe, y bajando por el estribo, imitola su acompañante, el cual quedó muy sorprendido al ver el aspecto miserable que tenía la vivienda de quien era nada menos que poseedora del diamante negro.
Kadul, que adivinó lo que pensaba el joven, se sonrió de una manera extraña y dijo:
—Te figurabas encontrar un palacio, y extrañas que yo habite en una cueva. Entra, y verás cómo los palacios de mis hermanas no valen nada en comparación de este. Aquellos son magníficos en su exterior, tienen fachadas de oro y brillantes; yo tengo dentro esas magnificencias y muchas más. Sígueme.
Kadul dijo la verdad, y su protegido apenas daba crédito a sus ojos cuando penetraron en la que creyó guarida propia de una alimaña o de un bandolero, y era, por el contrario, la más espléndida y rica morada que alcanza a soñar la fantasía.
No hemos de detenernos en describir todas las maravillas que vio el Príncipe, porque llegamos al término de nuestro relato.
Una vez en el salón principal del palacio, hecho en el centro de la tierra, Kadul hizo sentar al Príncipe sobre un taburete construido con un solo bloque de oro y tapizado con las pieles más costosas y raras del mundo, y sentándose enfrente de él, le dijo con tono solemne:
—Besalia te ha pedido un tesoro inmenso que yo guardaba en este palacio, con mis esclavos los gnomos, para dárselo a la humanidad cuando la humanidad fuera digna de poseerlo. Pero la inmensa pasión de que te encuentras dominado ha vencido y deshecho todos mis escrúpulos. Vas a ser dueño del diamante negro, más precioso que los tesoros de todas las naciones, aun las más ricas y poderosas. Vas a dotar a tu país de bienes tales que lo envidiarán los Estados del continente, porque el descubrimiento del diamante negro es mejor que un criadero de perlas o una mina de oro inagotable. Hazte digno de esta fortuna, y cuando reines sobre tus súbditos, sobre los que son ahora los súbditos de tu padre, no olvides nunca que debes tú y deberá tu país todo su brillo a las facetas de esta misteriosa piedra.
—¿Y esa piedra —exclamó el Príncipe entusiasmado—; esa piedra la tenéis aquí cerca?, ¿podéis dármela ahora mismo?
—Esta piedra es de colosal tamaño, coge la extensión de esta montaña; hay que buscarla en el centro de la tierra, sacarla a pedazos y hacerla valer con el engaste del trabajo del hombre.
—¿De manera que el diamante negro es, como suponía Besalia, nada más que un símbolo?
—El diamante negro existe real y positivamente. El diamante negro, que hace más rico y más poderoso que todos al país que lo posee, está bajo tus plantas, en el territorio que miden los Estados de tu padre. El diamante negro es el carbón: haz de tu nación una nación minera, porque yo te aseguro que nada tendrán que envidiar las riquezas carboníferas a las que produzcan los más puros filones de California.
Y el hada, acompañando de nuevo al joven hasta la entrada humilde de aquel suntuoso palacio, lo despidió con estas palabras:
—Dile a Besalia tu descubrimiento y entrégale de mi parte este anillo para vuestra boda. Es el diamante negro. El carbón engastado en oro.
Y al mismo tiempo ponía en sus manos un estuche primoroso, haciéndole subir a la carroza, que partió en seguida de regreso a la corte.
Amur iba loco de contento. Al llegar al Palacio Real, y al pie de la escalera, dio una cariñosa palmada a los caballos alados y subió apresuradamente hasta penetrar en el salón.
El baile no había terminado. Amur se acercó a Besalia, y sin pronunciar una palabra, doblando ante ella la rodilla puso en sus manos el estuche regalo de Kadul.
—¿Qué es esto? —preguntó la Princesa, y abriendo con esa impaciencia de la curiosidad femenina el estuche, exclamó al contemplar la joya—: ¡El diamante negro!
Y en seguida, con un movimiento adorable, dijo, tendiendo la mano a su amador.
—Tomadla, es vuestra.
Amur y Besalia se casaron. Hubo fiestas que duraron tres días, y desde el siguiente a su boda vinieron de lejanos países los más inteligentes mineros, que bajo la dirección de Amur socavaron la tierra encontrando riquísimos filones de carbón de piedra, que constituyen hoy día la riqueza de aquel país, riqueza fabulosa como las que se deben a las buenas hadas.
Cuando pasaron los tiempos maravillosos y se cambiaron los nombres de las naciones, aquella en que reinó Kamar, y a quien sucedió Amur, su hijo, y esposo de Besalia, fue conocida con el nombre de Inglaterra.