23

Encuentros y expedientes

—Creo, querida, que finalmente podemos asegurar que Arabel se ha vuelto verdaderamente civilizada —declaró Darlutheene Ambershields, abriendo exageradamente sus ojos violeta y agitando en el aire una mano llena de anillos. Las gemas relampaguearon y reflejaron la luz del sol durante un cegador instante, antes de bajarla y volverla a levantar para llevarse a los labios un vaso lleno de licor.

—Vamos, Darlutheene… ¿Ese enclave poblado por alcornoques incultos? —preguntó sorprendida Blaerla Roaringhorn, abriendo también sus ojos marrones cuanto pudo—. ¿A qué te refieres?

—Bien. —Darlutheene sorbió del vaso—. Después de las nuevas de esta mañana, de esos nobles a los que han encontrado apuñalados en sus propias camas, con los cuchillos aún clavados, cuyos mangos lucían los escudos de armas de las familias rivales, ¡diría que las intrigas de Arabel están alcanzando finalmente a las de Suzail!

—¡Jamás! —exclamó Blaerla, cuyas mejillas se sonrojaron y sus ojos brillaron febriles a causa de la excitación—. ¿Nobles? ¿Acuchillados en sus camas? Pero ¿por qué?

Darlutheene agitó la mano, lánguida y cordial, con la que a continuación se acarició los bucles de su pelo. Aquella mañana se los había empolvado en tonos dorados.

—Dicen que la princesa Alusair condujo a su pandilla de nobles golfos al interior de la ciudad por los tejados, para… —y aquí bajó el tono de voz para dar a su explicación un toque melodramático— emprender su particular carnicería.

—¿Por qué iba a hacer tal cosa? —preguntó Blaerla, frunciendo sus cejas castañas con extrañeza. Entonces añadió, juguetona—: Creí que gustaba de tener a los nobles en su cama… y cuantos más, mejor.

Darlutheene lanzó un graznido que pretendía ser una carcajada, lo cual empujó a sus diversas papadas a moverse al unísono. A continuación, azotó juguetona el brazo de su confidente con sus dedos perfumados.

—Ah, muy bien dicho, Blaerla. ¡Qué ingeniosa!

Blaerla se sonrojó invadida por el placer que le proporcionaban aquellas palabras, y levantó el vaso para que su anfitriona lo llenara. Darlutheene la obsequió con un chorrito delicado de su mejor licor color rubí de elixir du Vole, y continuó:

—Vamos, querida, ¿es que no lo ves? Está eliminando nobles que han ofrecido su lealtad a nuestro querido mago de la corte, porque algunas familias de la nobleza, según he oído, están contratando magos en Sembia, Puerta Oeste, y aún más lejos, para organizar un asalto a palacio. Necesita asegurarse de que las familias que están de parte del mago no le impidan alcanzar sus objetivos.

Blaerla lanzó un gritito de los nervios, y a punto estuvo de derramar el licor al dar un brinco por la sorpresa, pero no llegó a ello. Su traje de talle corto mostró un movimiento similar al de un barco al romper contra él los cachones. Darlutheene tan sólo pudo observarla fascinada, inundada por una nube de perfume que surgía de la frente adornada de gemas y cadenitas. Blaerla preguntó:

—¿Asaltar el palacio? ¿Por qué? ¡Oh, Darlutheene Ambershields, por los dioses, dime por qué!

—He oído que van a por el rey, por supuesto —explicó somera Darlutheene—. Quieren liberarlo, con cama y todo, de las garras de Vangerdahast. Aunque a estas alturas, con la de hechizos diabólicos que habrá empleado el mago, ya será demasiado tarde. ¡Por lo que sabemos, en este momento Azoun podría haberse convertido en un zombi, controlado por nuestro querido mago supremo!

—¡Oh! —Blaerla volvió a chillar, apretando el vaso contra su generoso pecho—, ¡todo esto es tan emocionante! —Sintió el vaso frío al contacto con su piel, recordando lo que tenía en las manos, y apuró su contenido de un solo trago.

—¡Creo que tenemos una suerte increíble al vivir en Suzail cuando las miradas de todo el mundo están pendientes de lo que suceda aquí, y mientras acontecen todas estas cosas tan… dramáticas e importantes! —exclamó en tono triunfal, sosteniendo el vaso en alto para que le sirviera más.

Darlutheene dio unas palmaditas a su amiga en la mejilla, aparentando no ver el vaso vacío que le tendía.

—Sí, sí, querida —dijo cariñosamente—. Claro que somos afortunadas.

De no haber estado tan nerviosa Blaerla, ambas señoras vestidas de forma tan exquisita podrían haber oído el breve altercado que se produjo en la calle. El capitán de los Dragones Púrpura, Lareth Gulur, veterano de la Guerra Tuigana, acababa de saludar con una inclinación de cabeza a un mago guerrero que conocía de vista, de nombre Ensibal Threen, hombre de costumbres reservadas, cuando de entre la muchedumbre apareció un noble vestido de terciopelo azul y con los dedos repletos de anillos. «Uno de los Silversword», pensó Lareth, frunciendo el entrecejo mientras buceaba en su memoria intentando recordar su nombre. Era más bien chaparro, tenía una larga melena de pelo rubio y un mostacho puntiagudo del mismo tono. «Dioses, me pregunto si estos estúpidos jóvenes se mirarán al espejo antes de salir a la calle; con lo barbilampiño que es».

—¡Que sepas, Vangerdahast, mago querido, que soy yo, Ammanadas Silversword, quien da al traste con tus planes y te da lo que mereces! —espetó el joven petimetre.

¡Ammanadas, eso es! Lareth estuvo a punto de sonreír ante la figura arrogante del cachorrito, por el ridículo que estaba haciendo… hasta que vio la larga hoja del cuchillo abandonar la manga del noble.

El mago Ensibal se había vuelto al oír aquella declaración tan estridente, y al hacerlo expuso su garganta a la hoja del cuchillo, de modo que el Silversword tan sólo tuvo que empujarla un poco. Brotó la sangre a borbotones, y el mago guerrero cayó al suelo como un roble recién talado, mientras se producían gritos por doquier y la gente echaba a correr de un lado a otro, ya fuera para desaparecer, o para ver mejor lo sucedido.

El noble Silversword profirió una exclamación y saltó hacia atrás, casi en brazos del Dragón Púrpura. A aquellas alturas, Lareth ya había desenvainado su propia daga, con cuyo pomo asestó un golpetazo de tomo y lomo en la nuca del noble, dejándolo inconsciente. Ammanadas Silversword cayó sobre los guijarros, y Lareth se acercó al mago para examinarlo.

No era necesario que Lareth Gulur recurriera a sus recuerdos del campo de batalla para saber que la vida de Ensibal Threen pendía del más imperceptible de los hilos. Envainó la daga y agitó los brazos para que la gente se apartara, por si la muerte del mago pudiera provocar un estallido espontáneo de toda clase de magia violenta.

—¿Gulur? ¡Gulur! Por el bien del trono, hombre, ¿qué ha pasado aquí? —La voz airada, conmocionada, que habló a su espalda pertenecía a Hathlan, un oficial superior de los Dragones Púrpura.

—¡Vaya a por un clérigo! Un noble acaba de acuchillar a este mago, porque lo confundió por el mago supremo de Cormyr, o al menos eso dijo. Lo he dejado inconsciente, y quizá pierda un poco la memoria, pero vivirá —respondió Lareth sin volverse. Tenía la mirada clavada en la muchedumbre; quizá buscara a otro noble, a cualquiera que pudiera huir.

—Todos están un poco majaretas —se burló Hathlan—. Estos últimos días se han registrado asaltos como éste por todo el reino. Los nobles no desperdician ninguna oportunidad, y ajustan cuentas, ya sean reales o imaginarias. —Entonces se alejó, pidiendo ayuda a un sanador a voz en cuello.

Lareth observó a su superior, y después al mago guerrero que había sido herido.

—Cormyr pende del filo de una espada —murmuró—, nos esperan años de guerra sangrienta, caigamos de un lado, caigamos del otro.

—¿Ha oído las noticias? ¡Un noble acaba de asesinar a un mago guerrero en plena calle! —Quien así hablaba, acababa de irrumpir en la sala del Morro, estaba sin aliento de los nervios, pero no tanto como para no poder divulgar la noticia a los cuatro vientos.

—Entonces, es que está empezando —masculló Rhauligan. Tenía aspecto de acabar de presenciar cómo se derrumbaba sobre sus cimientos cualquiera de las torres que vendía.

Dauneth Marliir, el joven noble procedente de Arabel, miró boquiabierto al recién llegado cuando éste irrumpió en la sala del Morro para dar la noticia. Las palabras de aquel hombre habían distraído al noble del cálido tacto de la rodilla de cierta bailarina de taberna, que poseía además unos encantos de lo más reveladores, y que se sentaba en la misma mesa que él, bebiendo algo. Era una vieja amiga de Rhauligan, había dicho el mercader con cierta efusividad, pese a que en aquel momento la muchacha dedicara toda su atención a Dauneth.

La bailarina, Emthrara, besó a Dauneth en la mejilla con la intención de recuperar su atención. Dauneth se sonrojó y rogó para que no se notara demasiado lo mucho que la deseaba. Tragó saliva. ¿Qué hacía pensando en mujeres, cuando en Cormyr estaba a punto de estallar la guerra?

—Dicen allí, en palacio, que la princesa Alusair se ha adentrado aún más en las Tierras de Piedra —dijo Emthrara en voz baja y aterciopelada. Dauneth sintió la piel suave de la muchacha al rozarla con su brazo, y tuvo que tragar saliva por segunda vez.

El mercader de torres rió quedo. Rhauligan sabía exactamente qué sentía Dauneth respecto a la bailarina, y no quiso ocultar lo divertido que le parecía. Dauneth simuló no ver la sonrisa del mercader, sentado al otro lado de la mesa.

—También he oído más acerca de la posible traición de Vangerdahast —dijo Emthrara en voz baja.

Aquello sorprendió, y mucho, a Dauneth. Volvió la cabeza para mirarla y descubrió que sus labios apenas distaban unos centímetros de los suyos. Pudo sentir el cálido roce de su aliento en el rostro. Volvió a tragar saliva, e hizo una mueca. ¡Basta, Dauneth, esto es demasiado importante!

—¿Entraste en palacio? —preguntó en un tono de voz más elevado de lo que pretendía. Emthrara le sonrió y asintió. Dauneth intentó no reparar en cómo su pelo rubio como la miel acariciaba su mejilla.

—Voy a menudo a palacio, Dauneth —dijo con una voz profunda y musical, imbuida de misterio—. Yo… tengo cosas que hacer allí.

—Oh —dijo Dauneth, antes de darse cuenta de a qué se refería—. ¡Oh! —Deseaba no haberse sonrojado mucho, y dio gracias a los dioses porque ni Rhauligan ni la propia bailarina se rieron de él en aquella ocasión. Se esforzó por pensar en lo que parecía más importante, y se descubrió preguntando, casi con total tranquilidad—: ¿Podrías introducirme en palacio… sin que nadie me vea?

—¿Para qué? —Rhauligan se inclinó hacia adelante apoyado en la mesa, para plantear aquella pregunta en un susurro. Dauneth se sorprendió de la repentina proximidad de sus cejas pobladas, de la frente surcada de arrugas, y se encogió.

—Ah… Esto… —empezó a decir, suspicaz, cuando entonces, irritado por sus temores, descargó un golpe en la mesa con el puño cerrado y dijo en tono inflexible—: Algo oscuro y solapado amenaza la seguridad del reino, y pienso hacer algo por desenmascararlo.

Los otros dos lo miraron, y Dauneth sintió de pronto una sensación de orgullo. Tampoco aquella vez se rieron de él, pues tan sólo se apreciaba una solemne seriedad en los ojos que lo miraban pensativos.

—Conozco un modo de introducirme en palacio —dijo Emthrara—, donde pocos os verán llegar. Un pasadizo que conozco por… motivos profesionales.

—Yo no soy de los que esperan demasiado —le dijo Dauneth, con firmeza.

—Claro —apuntó secamente Rhauligan—. Ya me había percatado.

Entonces sí se sonrojó.

—Vamos, pues —murmuró Emthrara, apoyando una mano en su hombro.

Dauneth la siguió de cerca. Ya nada parecía importar tanto como aquello. Finalmente andaba a la zaga de algo importante, casi tenía la piel erizada de lo nervioso que estaba. Después de todos aquellos años, volvió a sentirse vivo.

—Agáchate aquí, a mi lado —dijo a su oído la bailarina de la taberna, y de pronto se puso con pies y manos en el suelo para gatear oculta entre unos arbustos. Dauneth echó un rápido vistazo alrededor de los jardines reales, donde vio algunos yelmos de los Dragones Púrpura, que no estaban muy lejos; entonces la siguió. El suelo parecía desnudo de vegetación a lo largo de un sendero estrecho que, a juzgar por la hierba aplastada, no era la primera vez que se transitaba. Emthrara estaba tumbada boca abajo, estirada junto a una pared—. A mi lado —murmuró de nuevo, y Dauneth se apresuró a obedecer cuando ella le metió prisa. Emthrara añadió—: Echa un ojo, y después sígueme deprisa. —Y estiró la punta de su bota para tocar cierta piedra de la pared, que cedió un poco. La cogió y estiró el brazo para tocar otra piedra que se movió apenas un dedo, momento en que todas las piedras de la pared que tenían ante ellos se doblaron hacia dentro, para dar paso a una abertura de techo bajo que se adentraba en la oscuridad. Sin titubear siquiera, la bailarina giró sobre su cuerpo dejando al descubierto las piernas pálidas y desnudas.

Dauneth se arrojó tras ella y, al topar con la bailarina, sintió el tacto de su piel suave en la oscuridad que los envolvió. A su espalda se produjo un ruido mecánico cuando las piedras volvieron a colocarse en su lugar. Se hizo una completa oscuridad.

Allí estaba él, oliendo la tierra fría y húmeda, la piedra y todas aquellas sensaciones que, al menos en aquel momento, lo llevaron a preguntarse por qué hacía todo aquello.

—Coge esto —dijo Emthrara a su oído, pareciendo saber exactamente dónde estaba, pese a la oscuridad—, y ponlo en tu bolsillo interior, el mismo en el que guardas las gemas y las cartas de recomendación que te dio tu padre.

Dauneth se quedó petrificado. ¿Cómo conocía ella todos aquellos detalles? Él… entonces se tranquilizó. Lo más probable es que todos los nobles que visiten la corte lleven, más o menos, las mismas cosas. Sintió algo liso que rozaba sus dedos: un tubo de lona… un pergamino, atado con un lazo.

—No lo aplastes —murmuró la bailarina de la taberna—. Si alguien cuestiona tu presencia, muéstralo y diles que has sido contratado por alguien cuyo nombre no te atreves a revelar, Alusair, si te obligan a responder, para entregar este mensaje al mago supremo de Cormyr, a Vangerdahast en persona. Si gateas todo recto en la oscuridad, encontrarás al final una escalera que te conducirá arriba. Entonces podrás levantarte, pero no antes, y subir las escaleras. Hay una puerta dos pasos más allá; se abre hacia dentro si tiras de la anilla y conduce a un espacio intermedio entre las cortinas de la sala de los Estandartes Azules. Procura que nadie te vea salir; después, camina sin prisas pero con garbo, como si supieras adónde vas y estuvieras familiarizado con el lugar. No corras si algún guardia te llama la atención… Ah, y procura no quemar el palacio ni matar a mucha gente. Buena suerte, joven esperanza del reino.

Entonces unos labios suaves y cálidos se fundieron en su boca en medio de la oscuridad, unos labios que lo besaron cariñosa e intensamente, antes de que ella desapareciera. Dauneth oyó el suave susurro de sus zapatos al rozar la piedra, después otro sonido imperceptible y, finalmente, nada en absoluto. Estaba a solas en la oscuridad, bajo la muralla de palacio. Aquella vía y forma de entrar no era, precisamente, lo que todos los miembros de la familia Marliir habían pretendido en un principio. Dauneth sonrió al pensar en ello, se aseguró de tener el pergamino, y gateó hacia adelante adentrándose aún más en la oscuridad. El reino lo necesitaba, le esperaba una aventura de las de verdad. ¿Qué valor podía tener Emthrara al lado de todo eso?

—Oh, aunque sólo sea una sonrisa —sollozó la princesa real de Cormyr—, ¡quiero que me sonría!

—Vuestro padre el rey aún sigue con vida —dijo suavemente Aunadar, que apoyó una mano en su hombro, con intención de consolarla—. ¿Acaso no supone eso una prueba fehaciente de su fortaleza?

Tanalasta se echó a llorar con la fuerza con que llora la mujer que no hace esfuerzo alguno por ocultarlo, ni por guardarse nada dentro. Se puso de rodillas en el banquillo que tenía ante ella. Aunadar la rodeó para tomarla en sus brazos de frente, y ella hundió el rostro en el pecho de él, donde sollozó con tal fuerza que le temblaba todo el cuerpo. Sus dedos eran como garras, y Aunadar se agachó un poco para murmurar a su oído, mientras el otro brazo la rodeaba hasta cogerla por los hombros:

—Mi señora, no todo está perdido. Suceda lo que suceda a este bello reino y a vuestro siempre valeroso padre, mi mano y mi corazón os pertenecerán. Yo os serviré con todo lo que poseo, nunca os fallaré en momentos de necesidad, sobre todo ahora, cuando la necesidad es aún más apremiante. Ahora que los lobos merodean por todo Cormyr, a la espera de que deis alguna muestra de debilidad, ¡sed fuerte, Tanalasta, reina de mi corazón! ¡Sed fuerte, soberana de este reino!

Su voz se alzó apasionada, y Tanalasta levantó unos ojos húmedos y desesperados para mirarlo, mientras las lágrimas surcaban sus mejillas. Rodeó su cuello con ambos brazos y murmuró su nombre entre sollozos.

¿Acaso había muerto el rey? Una mujer parecía muy turbada, allí delante de él. Dauneth casi apartó de un manotazo la cortina, y se acercó para ofrecer todo el consuelo de que fuera capaz, pero la palabra «soberana» se lo impidió una y otra vez. Aquella cortina le pareció de pronto un escudo afortunado, pero quizá demasiado volátil. Había vagabundeado a través de más estancias de las que podía recordar, ocultándose siempre tras todas aquellas cortinas, hasta llegar a aquélla en particular. Debía de encontrarse, con toda seguridad, en el ala real.

Miró hacia abajo para asegurarse de no tropezar ni hacer ruido. El suelo estaba despejado. «¡Si hasta quitan el polvo detrás de las cortinas!», pensó, asombrado. Entonces, de repente, reparó en la coletilla: «¿Cuándo fue la última vez que lo hicieron? ¿Sacarían el polvo muy a menudo?».

Sin embargo, las voces volvieron a llamar su atención, y distinguió claramente el nombre de Tanalasta. ¡La princesa de la corona! Recurría a su… pretendiente, en busca de consuelo. Un poco más allá las cortinas se separaban un poco; con mucho cuidado, Dauneth se acercó con la espalda pegada a la pared, dispuesto a echar un vistazo…

Una mujer vestida con sobriedad y elegancia permanecía arrodillada sobre un banquillo, y apoyaba la cabeza en el pecho de un hombre que la rodeaba con ambos brazos, doblada la cabeza sobre la suya mientras murmuraba algunas palabras de consuelo. Dauneth lo conocía ligeramente; era Aunadar, de la familia Bleth. Entonces, todo lo que había oído era cierto. Por encima de la cabeza de la princesa, le pareció que Aunadar sonreía un instante, momento en que decidió prestarle más atención que a ella.

No volvió a ver ni rastro de aquella sonrisa, si es que en verdad fue tal y no una mueca de cansancio; sin embargo, la mirada del hombre cuyos brazos rodeaban a la princesa era muy fría, y parecía tener un brillo que, de algún modo, le pareció triunfal.

¿Si yo estuviera tan enamorado y sintiera tanto dolor por mi amada, tendría ese aspecto? Dauneth se apartó, inquieto, pese a no saber qué hacer, qué decir. El hecho de que alguien lo descubriera en aquel lugar podía suponer su muerte. De modo que permaneció inmóvil, sin apenas atreverse a respirar, sin dejar por ello de prestar atención.

—De no ser por ti, Aunadar, no sabría qué hacer…

—Pero el caso es que estoy aquí, mi señora, aquí… ¡y dispuesto a serviros eternamente, si así lo queréis! Dejad que sea el escudo firme que reposa a vuestra espalda, el perro fiel que os acompaña entre tinieblas… ¡y juntos viviremos para ver los amaneceres que nos aguardan en el camino!

Dauneth hizo una mueca. ¿De dónde sacaría ese tipo palabras semejantes? ¿De alguna colección perfumada con los mejores poemas de amor de Sembia?

—¡Oh, Aunadar, debo ir a verlo! Podría encontrarse mejor, y si despierta de nuevo me gustaría estar a su lado.

—¡Vayamos pues, alteza! —exclamó Aunadar, grandilocuente, abriendo la puerta de par en par.

—¡Oh, Aunadar! —dijo la princesa real, que a juzgar por el tono de su voz se moría por sus huesos.

—¡Tana! —replicó él, apasionadamente—. ¡Tana mía!

—Sí —aspiró ella con fervor. Ambos, hombro con hombro y cogidos de la mano, salieron por la puerta.

Dauneth los observó alejarse, pensativo y silencioso. Estaba claro que algo se había torcido en la casa real, aunque él ignoraba los detalles cotidianos de la corte, tanto que no podía dar con la pieza que faltaba en aquel rompecabezas. No tenía otro remedio que hablarlo con alguien. ¡Por supuesto! ¡Rhauligan! El mercader sabría qué hacer. Dauneth respiró profundamente, se cuadró de hombros y atravesó la cortina para después caminar como si tuviera todo el derecho del mundo para estar allí. Caminó aprisa, pues el suyo era un negocio crucial para el destino del reino.

Después de todo, era la pura verdad.

—Glarasteer Rhauligan, señor, comerciante de techos para torres y chapiteles, tanto de madera como de piedra: usted nos lo encarga, nosotros lo construimos, rápido y barato, ¡para después instalarlo sin temor a que pueda caerse! —Se presentó el mercader haciendo uso de toda su verborrea, cuando el recién llegado intentó sentarse entre él y Dauneth.

Lo miró con suspicacia, soltó un bufido y se dirigió a otra mesa.

—Espero a otra persona —se limitó a decir por encima de su espalda, dejando en paz al joven y al mercader. Rhauligan lo saludó de forma que al final el saludo se convirtió en un gesto más bien soez, lo que no hizo sino provocar las risotadas de quienes se sentaban a las demás mesas, risas que llevaron al recién llegado a volverse de nuevo, mientras Rhauligan llamaba la atención al servicio para que los atendieran.

Una camarera con las piernas más largas y suaves que Dauneth había visto en una mujer humana se acercó a su mesa.

—¿Señor?

—Una botella de Firedrake —pidió el mercader—, y dos vasos largos, uno para mi amigo.

Cuando la camarera hizo ademán de volverse hacia la barra, Dauneth le ofreció una sonrisa que, a su vez, se vio recompensada por otra igual de franca y admirable. Después, ella se alejó para calentar el vino de Firedrake, y enfriar un par de vasos.

—¿Y bien, muchacho? —preguntó Rhauligan en voz baja, cuando el cachorro de la familia Marliir adoptó una postura más cómoda en la silla.

Dauneth lanzó una mirada oscura a quien se sentaba al otro lado de la mesa.

—No hay cadáveres por los suelos, ni bandas de nobles enmascarados acechando en las esquinas, armados con dagas —murmuró—, pero he oído a Aunadar Bleth consolar a la princesa.

—¿Y bien?

—Algo no me ha parecido normal —murmuró Dauneth—. Me ha dado la impresión de que no lamentaría la muerte del rey.

—¿Y por qué no? —se encogió de hombros Rhauligan—. Si es el favorito de Tanalasta y ella se convierte en reina, podrá gobernar Cormyr sin correr ninguno de los peligros que entraña la titularidad de ese gobierno. No será el primer noble que se enamora de la posición de una mujer más que de la moza en cuestión, ¿me equivoco?

—Cierto —admitió Dauneth un poco a regañadientes, mientras se recostaba en la silla. Lanzó un suspiro y se recuperó a tiempo de forzar una sonrisa cuando la camarera se agachó para servir las bebidas en la mesa, apretar su hombro amistosamente y volver a desaparecer. Pese a que estaba decidido a contenerse, se volvió para verla marchar.

Rhauligan esbozó una sonrisa, hizo un gesto condescendiente y sirvió en ambos vasos un poco de vino Firedrake, observando el vapor que ocupaba la superficie cristalina, y el humo que despedían ambos vasos cuando el líquido calentó la superficie congelada de cristal. Ah… ¿qué no daría yo por volver a ser tan buen mozo?

—Ésta corre de mi cuenta, muchacho —dijo cuando el noble centró de nuevo su atención en la mesa. Dauneth ni siquiera había abierto la boca para insistir en que le tocaba a él, es más, en que hacía un par de rondas que le tocaba pagar a él, cuando el mercader preguntó—: ¿Lo vio alguien? ¿Debo sorprenderme si los Dragones Púrpura irrumpen en la sala del Morro para aprehender a cualquier miembro de los Marliir?

Dauneth respondió con un gesto de negación.

—¿Se vio usted en la necesidad de mostrar el pergamino a alguien?

Dauneth repitió el gesto, después frunció el entrecejo, dejó la copa en la mesa y se llevó la mano a la camisa, se desabrochó algunos botones y se aseguró de tener la bolsa bien cerrada. Cuando sacó el pergamino, vio que tan sólo se había arrugado un poco en uno de sus extremos. Lo contempló con una mirada llena de curiosidad, y lo giró entre sus dedos.

—Me pregunto qué dirá —dijo lentamente, en voz baja.

—Pues ábralo —urgió el mercader, sorbiendo un trago de vino.

—Oh, pero Emthrara… —protestó.

—Ella se lo dio a usted para que lo leyera cualquier guardia que pudiera cruzarse en su camino —aseguró el mercader—. ¿Y…?

Dauneth lo miró sin saber qué hacer, y como si fuera una decisión exclusivamente suya, cerró los dedos en torno al lazo que lo ataba, lo deslizó para evitar deshacer el nudo que había hecho Emthrara, y dejó que el pergamino se abriera a sus anchas. Entonces, impaciente, el joven noble lo extendió en la parte seca de la mesa para leerlo.

Tan sólo había algunas líneas escritas, en una caligrafía suelta y elegante.

«El portador de esta nota es Dauneth Marliir, de estirpe noble y empeñado en una misión de la mayor relevancia para la corona. Si desea que el futuro de Cormyr sea tan brillante como una noche de invierno cubierta de estrellas sobre las Tierras de Piedra, acudirá a una cita con quien lleva la máscara azul celeste en la sala del Morro de la taberna del Dragón Errante, cuando los candelabros se enciendan al anochecer. Déjenlo pasar, en nombre de Alusair».

Debajo del texto figuraba algo parecido a una marca, quizás una runa personal, que más bien parecía una flor roja de tres pétalos, aunque quizá fuera una corona estilizada.

Dauneth levantó la mirada para clavarla en Rhauligan.

—¡Aquí! ¡Léalo! —Empujó el pergamino a lo largo de la mesa. El mercader lo leyó, enarcando las cejas. Lo enrolló cuidadosamente, volvió a poner el lazo y se lo entregó al noble—. Bien, vaya, esto sí que resulta útil, muchacho… No creo que tarden mucho en encender los candelabros.

—Sí, pero… ¡Emthrara fue quien me lo dio! —farfulló el noble—. ¿Cómo sabía que yo estaría aquí? ¿Y ahora? —Abrió los ojos como platos—. ¡Usted se lo dijo!

—Por los dioses, muchacho —protestó el mercader—, ¡empieza usted a ver conspiraciones detrás de todas y cada una de las cosas que suceden en Suzail! Eche un trago y piense un poco; todo tiende a ir mejor cuando los pensamientos de uno corren más que la lengua… si entiende a qué me refiero.

—Pero ¿para quién trabaja? —preguntó intrigado Dauneth—. ¿De veras este pergamino es de la princesa Alusair?

El mercader se sirvió un poco más de vino.

—Muchacho, quien alcanza una larga vida es porque domina el arte de encontrar respuestas a preguntas como ésa, sin necesidad de hacérselas a nadie más… ¿me entiende?

—Cierto —suspiró Dauneth, agarrado a su vaso—, estoy dispuesto a oír cuantos consejos tenga a bien darme.

El mercader obedeció, encogiéndose de hombros.

—Tiene que recurrir a una mujer para que le muestre la forma de acceder a palacio. Yo mismo conozco más de una docena de pasadizos secretos para introducirme en palacio, ¡y eso que no soy ningún mago de guerra ni ningún cortesano, joven amigo de las conspiraciones!

Dauneth observó fijamente a Rhauligan durante un momento, y después sonrió lentamente.

—De acuerdo, señor mercader. Acaba usted de dar en el blanco. —Sorbió un trago de vino Firedrake, momento en que volvió a arrugar el entrecejo—. ¿Más de una docena?

Pero el mercader no llegó a responder ante la súbita aparición de la camarera, que se inclinó sobre la mesa —obligando a Dauneth a tragar saliva, así como a hacer un soberano esfuerzo por no mirarla—, decidida a encender las velas que descendían sobre una estupenda lámpara del techo. Recurrió a su mandil para apagar el fuego, y se volvió para sonreír al joven noble.

—El probador de la esquina en Urgan: Botas de Calidad, tan pronto como pueda llegarse allí —dijo con una voz que quizá no fuera la suya, mientras una máscara azul celeste cubría su cara. Después el rostro pareció tornarse borroso, y al cabo apareció desnudo de nuevo, momento en que guiñó el ojo a Dauneth y se alejó.

—¿Ha oído eso? —preguntó Dauneth, pestañeando.

—Cosa de magia, seguro —respondió el mercader, apurando el vaso y señalando el de Dauneth—. Va a necesitar a alguien que lo lleve allí. ¡Vamos!

Ya era de noche cuando la mayoría de las tiendas de Suzail cerraron las puertas, las aseguraron con las barras y apagaron las luces de las lámparas, pero a lo largo de una calle lateral, que al parecer carecía de nombre, estaba la tienda Urgan: Botas de Calidad que aún tenía encendida una luz sobre la puerta.

—Yo tengo que irme, muchacho. Procure no meterse en demasiados líos —dijo Rhauligan, dándole una palmada en la espalda.

—¡Ni usted! —respondió Dauneth, haciendo un gesto de asentimiento. Respiró profundamente y llevó una mano a la empuñadura de la espada y otra al picaporte.

Echó un vistazo a su alrededor antes de entrar. Rhauligan ya había desaparecido, como engullido por la magia. La calle estaba desierta. El noble frunció el entrecejo, se encogió de hombros y entró en la tienda.

Al parecer Urgan también había desaparecido. La tienda estaba iluminada, pero desierta. Dauneth miró con suspicacia a su alrededor, vio un probador cubierto por una cortina y se dirigió hacia él, presa de los nervios.

Apartó la cortina que cubría la entrada al probador con precaución, usando la vaina de la espada. En su interior había una mujer vestida con un traje azul que le daba la espalda. Tenía una de las piernas apoyada en un banquillo y parecía estar desvistiéndose.

—Ah, lo siento —murmuró Dauneth. La mujer volvió la cabeza hacia él con un movimiento similar al de una serpiente. Unos ojos esmeralda brillaron en la penumbra, mientras que el resto de sus facciones quedaban ocultas por una máscara azul.

—¿Por qué motivo? Su rapidez es encomiable. —Fue la respuesta serena cuando la mujer se volvió para mirarlo y dejó caer su vestido. Debajo llevaba unos calzones y una túnica del mismo tono azul—. Si es usted Dauneth Marliir, me interesa mucho trabajar con usted.

—Yo… tengo la suerte de ser Dauneth Marliir, buena señora —respondió él, inclinándose ante ella. Echó un vistazo atrás al levantarse, pero la tienda seguía estando vacía de Dragones Púrpura y demás gente que pudiera estar interesada en apresarlo—. ¿Y usted es…?

—Una amiga de la corona —respondió la enmascarada. Su voz no era la de Emthrara, pero tenía un deje ronco. La enmascarada recogió el vestido del suelo y lo colgó de una percha en la pared—. Sé que ha visitado usted el palacio esta tarde. ¿Estaría dispuesto a acompañarme de nuevo?

—No lo dude, señora —respondió Dauneth sin titubeos. Tampoco parecía la princesa Alusair, aunque desde luego nunca la había visto tan de cerca.

La mujer pareció percatarse de cuál era la naturaleza de sus pensamientos.

—No soy de sangre real —dijo—, pero sí debo lealtad a la corona. ¿Y usted?

—Así es, señora —respondió Dauneth, manteniendo la mirada de aquellos ojos verdes—. Estoy dispuesto a jurárselo por lo que usted más quiera.

—No será necesario nada tan formal. Me basta con la palabra de un hombre… si en verdad es el hombre adecuado.

Aquellas palabras hicieron que el primogénito de la familia Marliir se sintiera de maravilla. Cogió con fuerza la empuñadura de la espada, y sonrió henchido de un orgullo cuyo espejismo tan sólo duró un instante. La enmascarada hizo a un lado la mesa como si fuera de papel, enrolló el borde de una alfombra con el pie, e introdujo dos dedos en un agujero que había en el suelo. Tiró con fuerza y una baldosa cuadrada de madera cedió. Aquellas trampillas eran habituales en las tiendas de la ciudad, donde por regla general se utilizaban como almacenes.

—Sígame —ordenó al deslizarse por la trampilla. Dauneth obedeció y descubrió que había unos escalones de piedra que conducían abajo, a una pequeña habitación que olía a cuero viejo. Por un momento tuvo oportunidad de ver estanterías y estanterías repletas de botas, gracias a la súbita luz que surgió de la palma de la mano de la mujer. ¡Era un mago!

Los ojos verdes volvieron a posarse en los suyos y, entonces, sin decir una sola palabra, la mujer se alejó caminando en la oscuridad. Dauneth la siguió a lo largo de un túnel de piedra excavado y bastante estrecho. No era muy normal encontrar túneles así en los almacenes de las tiendas, aquél olía a tierra y sentina. El túnel siguió y siguió durante un buen trecho, antes de cruzarse con un segundo pasadizo. Dauneth y la enmascarada giraron a la izquierda, dieron unos pasos y, entonces, volvieron a tomar un desvío a la derecha antes de continuar todo recto. La caminata fue incluso más larga en aquella ocasión, y finalizó al pie de unos escalones desgastados que conducían arriba, donde aparecieron en una estancia llena de polvorientas telarañas y cajas apiladas.

La hechicera enmascarada se volvió a Dauneth, y el fulgor de su mano se atenuó al apretar la palma contra la base del cuello.

—No se separe de mí, y no haga ningún ruido —murmuró—. Nos encontramos en las bodegas situadas debajo de La corte de la nobleza.

El noble asintió y mantuvo la mano alrededor de la empuñadura de la espada para impedir que con el vaivén pudiera rozar o golpear algo. Atravesaron una sucesión de habitaciones oscuras y polvorientas, y en dos ocasiones vieron el fulgor que despedían unas linternas a lo lejos; entonces, la mujer de azul levantó la mano para que se detuviera, y echó un vistazo al otro lado de una esquina. Satisfecha, le hizo un gesto para que se acercara, y juntos pasaron por al lado de dos guardias despatarrados en el suelo, junto a unos dados y cartas.

—No seguirán dormidos mucho tiempo —murmuró ella—. Debemos apresurarnos. —Más allá de donde estaban los guardias había unos escalones, que conducían a una puerta cerrada con un listón de hierro, cerrada con llave desde el otro lado. Dauneth y la mujer levantaron la barra, y después ella tocó la cerradura con un solo dedo. La puerta despidió un crujido metálico, y se abrió una rendija.

Al otro lado había otro túnel.

—Podría moverme como pez en el agua por estos túneles —murmuró Dauneth—, de no haber tantos. —Los ojos esmeralda de la enmascarada parecieron ofrecerle una sonrisa por respuesta, al volver un instante la cabeza. Continuaron por un pasadizo polvoriento, en cuyo extremo parecía haber una estatua.

Al acercarse, Dauneth comprobó que se trataba de un bloque de piedra casi del tamaño de un hombre, que había caído del techo. Levantó la mirada. Parecía encajar perfectamente en la cavidad de la que se había desprendido; es más, vio una cadena cubierta de polvo que descendía en la penumbra desde la cavidad hasta el propio bloque. Entonces aquello no era fruto de la casualidad, sino que se trataba de una trampa mortífera. Bajó la mirada y vio unos huesos amarillentos y marrones que surgían por debajo de la piedra, así como un brazo esquelético que parecía querer alcanzar algo en vano. Algo que estaba más allá de su alcance por toda la eternidad.

De nuevo volvió a mirar hacia arriba para descubrir que la enmascarada lo miraba.

—No camine por aquí sin que yo lo acompañe —dijo en voz baja—. Hay dos más como ésa en el camino.

Dauneth asintió sombrío, y siguieron adelante. Llegados a un determinado lugar, que para el noble no parecía muy distinto del resto del pasadizo, la mago enmascarada se detuvo y se volvió hacia la pared que había junto a ella. Tocó algo y se limitó a adentrarse en la pared, pues su cuerpo atravesó la piedra sólida como si no existiera.

El joven noble observó fascinado la mano que reapareció a través de la pared, y que lo atraía con gesto impaciente. Obedeció después de coger la mano con fuerza, y se sintió atraído hacia la… hacia la nada. Se encontraban en un pasaje lateral. Pestañeó al rostro de la enmascarada, y a la mano luminosa que lo tenía cogido, y luego se volvió para mirar por donde había venido. Era una especie de velo o cortina mística, que parecía colgar en la boca del túnel en el que se encontraban. Extendió la mano a través de aquel velo, y movió los dedos. No notó ninguna resistencia. El velo debía de tener un carácter mágico, debía ser una ilusión, la imagen de una pared de piedra, que en realidad ocultaba una entrada.

Una mano firme lo cogió del hombro. Se volvió y siguió de nuevo a la enmascarada hasta que lo condujo a una escalera empinada y estrecha, que desembocaba en una habitación, donde se detuvo de nuevo para volverse hacia él.

—Ahora estamos en palacio —explicó—, es decir, debajo de palacio, en las criptas que la princesa de la corona ordenó sellar. Hemos seguido este último pasadizo secreto para evitar un puesto de guardia. No puedo arriesgarme a seguir manteniendo esta luz; espere.

El fulgor cedió en intensidad, y Dauneth tuvo la última impresión de que sus dedos habían trazado en el aire unos gestos intrincados antes de que dos yemas frías rozaran sus párpados. Retrocedió un paso, sorprendido, pestañeó, sólo para comprobar que podía ver claramente en lo que no era sino una completa oscuridad.

Los ojos esmeralda parecían sonreír de nuevo.

—Pero si estamos en las criptas reales, ¿cómo vamos a movernos por aquí? —preguntó Dauneth—. ¡Los bardos siempre aseguran que tan sólo lord Vangerdahast y la familia real tienen llaves! Nosotros…

Se guardó sus palabras al ver que los dedos gráciles de la enmascarada sacaban de su corpiño una cadena con tres llaves alargadas, negras y vistosas.

—Yo diría que los bardos se han equivocado, al menos en esta ocasión —dijo ella en voz baja—. Desenvaine la espada y no se distraiga. Nos espera el peligro.

Tres arcadas conducían fuera de aquella habitación; la enmascarada escogió la de la izquierda y entraron en una habitación llena de pequeños barriles, decorados con el símbolo del pájaro volador inscrito en un círculo de estrellas. La siguiente estancia estaba llena de cajones, y también contaba con un desván en lo alto, apuntalado por tres columnas. Una escalera con ruedas permanecía apoyada contra la columna central, y al acercarse algo pareció surgir del raíl y las plataformas que había en la parte alta del desván. Eran como tentáculos de humo, e incluso parecía que se movieran a voluntad.

—¡Atáquelo… Dauneth! —dijo la enmascarada, que dio un paso atrás. Sin titubeos, el noble hundió la punta de la espada en el corazón de aquella masa humeante. Su compañera pronunció algunas palabras, y algo parecido a un rayo surgió de sus manos para acariciar la espada.

Fue como si el arma saltara encabritada de sus manos, tanto es así que estuvo a punto de perderla; sin embargo, a su alrededor aquella cosa pareció resquebrajarse y desaparecer.

Un instante después había desaparecido por completo, dejando la cripta en silencio a excepción de los jadeos de Dauneth. Éste miró a su alrededor y vio que la mago ya se dirigía a la puerta que había al otro lado, y se apresuró a seguirla.

—¿Qué era eso? —preguntó entre jadeos.

—Un guardián —respondió— contra el que mis hechizos poco podrían haber hecho. Ahora, silencio.

La mujer de la máscara azul murmuró algunas palabras, y la puerta se hizo a un lado. Algo se movió en la oscuridad al otro lado: era el yelmo de una armadura, que colgaba suspendido del aire como si alguien lo llevara puesto. Se volvió ligeramente y, entonces, recorrió volando la habitación planeando como un pájaro, pasando por encima de la enmascarada.

Los ojos del yelmo despidieron fuego, dos haces de fuego que alcanzaron a Dauneth. El noble se ocultó detrás de la columna más cercana, susurrando algo a medio camino entre el ruego y la maldición. El fuego chamuscó la piedra, y las chispas que produjo brotaron como el agua de una fuente a ambos lados de la columna, cerca de la cabeza de Dauneth, que se tiró al suelo rodando sin soltar la espada, y recuperó pie de inmediato, momento en que una llamarada púrpura explotó por encima de su cabeza y la habitación tembló hasta los cimientos, sin producir ruido alguno.

Se puso en pie de un salto sin dejar de alejarse de la columna, y vio que la enmascarada le hacía un gesto para que permaneciera inmóvil. Obedeció, mirando a su alrededor como un poseso. Una esfera que despedía una luz purpúrea colgaba en pleno aire, no muy lejos de donde se encontraban. Dauneth la miró fijamente. En mitad de la esfera había una especie de sombra circular.

—¿Y el yelmo volador? —preguntó, consciente de que tenía la boca seca.

—Ahora nos servirá de guía —respondió la mago, haciendo un gesto de asentimiento—. Lo seguiremos de cerca a través de las siguientes estancias, y los guardias que encontremos a nuestro paso nos dejarán en paz, siempre y cuando no los toquemos.

Atravesaron una serie de estancias hasta descender por otras escaleras que desembocaban en un recibidor angosto, cuyas paredes parecían resquebrajadas en diversos nichos, cada uno de los cuales servía de morada a una armadura negra e inmóvil. La esfera púrpura flotaba por delante de ellos, y en dos ocasiones, a lo largo del pasadizo, las barreras mágicas invisibles despidieron primero un súbito fulgor violeta, seguido de un destello blanco, franqueándoles finalmente el paso.

La enmascarada hizo caso omiso de cuanto sucedía a su alrededor, y siguió caminando sin detenerse hasta alcanzar una puerta de piedra cerrada. Dauneth la observó con curiosidad; a excepción de un tirador redondo y una cerradura, no tenía ninguna otra marca. ¿Sería aquélla la puerta que buscaban?

La hechicera escogió una de las llaves, murmuró algo con ella en la mano, se la llevó a los labios y acto seguido la deslizó por la cerradura.

Dauneth no sabía qué encontrarían al otro lado: quizás a Vangerdahast y a una docena de importantes magos guerreros atados y amordazados, puesto que siempre había dado por hecho que la cripta donde la realeza guardaba el tesoro tendría unas puertas auténticas, inscripciones y guardias.

La enmascarada vestida de azul celeste entró sin titubear, echó un rápido vistazo a su alrededor y acto seguido se hizo a un lado, mientras la esfera púrpura se movía con ella. Dauneth la siguió, con la espada en alto y dispuesto para lo que pudiera suceder. Al andar levantó el polvo del suelo, excepto en algunos lugares donde no lo había, como si alguien —de hecho, se trataba sin duda de varias personas— hubiera entrado y atravesado aquella estancia recientemente. Algunos hombres enfundados en armadura los estaban esperando… No, tan sólo eran armaduras antiguas y ornamentadas, cubiertas de gemas y toda suerte de joyas. Dauneth las observó cansado, y después se volvió para mirar a su alrededor.

A lo largo de las paredes había una fila de arcones enormes, excepto a la derecha, donde la fila era de cráneos de dragón. Unas gemas pequeñas de color púrpura brillaban en el ceño de cada una de las cabezas de hueso enormes.

Un minotauro de considerables proporciones montaba guardia sobre una mesa baja, donde habían dispuesto una línea de coronas, todas ellas más espléndidas que el aro sencillo que prefería el rey Azoun. Dauneth pestañeó al ver el tamaño de algunas de las gemas que lucían, sobre todo al reparar en un rubí que tendría las dimensiones de su puño; después echó un rápido vistazo a su alrededor, esperando ser atacado. En otra pared se exponían espadas, alabardas y mazas. Entre ellas había una pequeña urna de cristal donde reposaba la punta quemada de un martillo.

Las huellas en el polvo conducían a un armarito de electrum empañado, que despedía un brillo azulado e intermitente, señal inequívoca de que estaba protegido mágicamente. Encontraron abierta la puerta doble, que daba paso a un interior devorado por las llamas, donde todo lo susceptible de fundirse se había fundido, precipitándose al suelo donde hacía tiempo se había vuelto a solidificar.

La enmascarada observaba con cuidado el mapa amarillento. Al volverse Dauneth para mirarlo, ella lo dobló y volvió a introducirlo en su corpiño.

—Bien… Ahora toca salir de aquí —dijo la enmascarada—. Mi esfera perderá fuerza, y en cuanto se evapore, el yelmo volverá a las andadas.

—¿Nos vamos? —preguntó Dauneth, frunciendo el entrecejo—. ¿No habíamos venido aquí para encontrar algo… algo con que salvar la vida del rey?

—Así es, y eso precisamente hemos hecho —dijo la enmascarada, volviéndose para irse—. Vinimos aquí para averiguar si había desaparecido algo de esta habitación, y así es. Ahora sabemos mucho más de lo que sabíamos antes.

—¿De veras? —inquirió Dauneth, enarcando las cejas, incrédulo—. Porque yo sigo igual.

—Vamos —se limitó a decir la enmascarada, volviéndose hacia él, mientras caminaba hacia la puerta, siguiendo a la esfera púrpura. Dauneth se encogió de hombros y obedeció.

Al alcanzarla en el umbral, la enmascarada retrocedió unos pasos y susurró unas palabras que hicieron volar todo el polvo, de modo que al sentarse de nuevo ocultara sus huellas.

—El toro dorado que ha postrado al rey —dijo secamente al cerrar las puertas— era un autómata llamado abraxus, una criatura construida y animada gracias a la magia. Una bestia así apareció en Cormyr en el pasado, y acabó, desmontada, en esta misma habitación. Ahora ha desaparecido, lo cual significa…

—Que alguien con acceso a las criptas es el responsable del estado en que se encuentra el rey —concluyó Dauneth—. O bien se trata de alguien capaz de obrar la misma magia que usted ha utilizado para que sorteáramos guardianes y barreras, o alguien en palacio… —su mirada se clavó en los ojos esmeralda de ella— es un traidor.

—Eso es —admitieron los labios que se ocultaban tras la máscara—. Lo cual nos lleva a emprender una tarea mucho más difícil…