Morito
Tres horas largas empleamos en visitar la Exposición. Mi amigo Julio, gran aficionado a la raza canina, mostraba singular complacencia en explicarme el mayor o menor mérito de este o del otro animalito, ensalzando las buenas cualidades de cada casta, al propio tiempo que me señalaba los defectos de que adolecían algunos ejemplares.
En aquella visita aprendí que la raza podenca, exclusiva de nuestro país, es verdaderamente notable por su sobriedad, resistencia, fina nariz y ligereza; que el perro de presa mallorquín, en punto a bravura, nada tiene que envidiar al bull-dog inglés; que el pachón es una raza degenerada que se deja dominar por el cansancio fácilmente; y que el sabueso, raza española pura, próxima a desaparecer, ha servido de patrón a los ingleses para sus mejores castas.
Al salir de la Exposición, mi amigo Julio me invitó a comer en Fornos, a donde nos dirigimos, haciendo alto a la entrada de la calle del Barquillo, en la casa en que vive mi anfitrión. Este me dijo:
—¿Me permite usted que suba a recoger mi abrigo? Ha refrescado un poco la tarde y preveo que entrada la noche me va a hacer verdadera falta.
—Con mucho gusto —le contesté.
—Y si quiere usted tomarse la molestia de subir unos cuantos escalones, le enseñaré un perro, que para mí, vale él solo por los ciento sesenta que forman la Exposición que acabamos de ver.
Seguí a mi amigo, y minutos después me hallaba en su cuarto frente a frente de un perro maravillosamente disecado.
—Presento a usted al pobre Morito, perro que, como le he dicho al invitarle a subir, no lo cambiaría muerto como está, por todos los vivos que contiene la Exposición. Morito no solo salvó la vida de una persona queridísima para mí, sino que de poco le dio una lección que siempre tendrá presente.
—Sabe usted, amigo mío, que esas palabras despiertan mi curiosidad…
—Que será satisfecha, si usted lo desea, a los postres de la comida.
—Aceptado.
Y ansioso ya por conocer la historia de Morito, al salir a la calle, apreté el paso para llegar cuanto antes a Fornos. Mi impaciencia duró tanto como la comida.
Servido el café, Julio ofreciome un veguero, encendió otro, y comenzó la ansiada historia.
Hace veintitantos años que en un pueblo de la ribera del Tajo vivía una pobre viuda con dos hijos: Juan y Diego.
Juan era el mayor de los dos, y apenas contaba ocho años. Diego no llegaba a siete.
El corazón de Juan era de una sensibilidad extremada. Los gorjeos de las aves, las súplicas de los mendigos que llamaban a sus puertas, el llanto de un niño, le hacían tal impresión, que en seguida se llenaban de lágrimas sus ojos.
Diego era el reverso de la medalla.
Tenía el alma más dura que la roca, no habiendo nadie en el pueblo que pudiera alabarse de haberle visto llorar, aunque fue muchas veces castigado por su padre y por su maestro, a causa de sus infinitas travesuras.
Hay que desconfiar de los niños, cuyos ojos permanecen siempre enjutos. Las lágrimas en los pequeñuelos son un suave rocío que refresca el alma, una prueba cierta de sensibilidad.
La madre de ambos niños, la pobre Teresa, trabajaba sin descanso para mantenerlos y darles educación. Viuda en lo mejor de su edad, se había consagrado por completo a sus hijos.
Juan comprendía todos los sacrificios de que le era deudor a la que le dio el ser, y se los pagaba de la manera que le era dado poder pagarlo a su edad: con un cariño infinito.
No así Diego, que no tenía para su madre ni una palabra afectuosa, ni una tierna caricia. Siempre adusto, siempre descontentadizo, parecía vivir en guerra abierta, no tan solo con la infeliz Teresa que le había llevado en sus entrañas, sino también con su hermano que le quería en extremo.
—¡Diego! ¡Hijo mío! —solía exclamar a veces la pobre madre—. ¡Si no procuras enmendarte, Dios te castigará más tarde o más temprano, porque Dios no puede ser misericordioso con los malos hijos!…
Pero Diego maldito el caso que hacía de los consejos de su madre, y cada vez más adusto y malo, era una verdadera calamidad para todos los que estaban al lado suyo.
La viuda conservaba y cuidaba con esmero a Morito, perro fiel y humilde, que había pertenecido a su esposo, circunstancia más que sobrada para que Teresa le profesase gran cariño.
El perro, por otra parte, se lo merecía, pues era una verdadera alhaja.
Juan era el inseparable de Morito; no cesaba de acariciarle, era su amigo, su protector, digámoslo así; en tanto que Diego, dejándose llevar de sus malos instintos, siempre que podía lo maltrataba. Como era natural que sucediese, Morito huía de aquel enemigo que no desperdiciaba ocasión de pisarle la cola cuando más descuidado estaba, de pincharle el lomo con alfileres, o de apedrearle con un tino diabólico. Apenas veía Morito a su pequeño verdugo, lejos de volverse contra él, como hubiera sido lógico, y estando como estaba de su parte la razón y la fuerza, corría con el rabo entre piernas a ampararse de su buen amigo Juan, el que reprendía dulcemente a su hermano, procurando hacerle comprender que el perro es el animal más noble de la creación, que ellos no debían olvidar que Morito había pertenecido al que les dio el ser, y que lejos de martirizarle, debía tratarle con cariño.
Pero a Diego todos estos consejos le entraban por un oído y le salían por el otro.
Se hacía necesario que la Providencia tomase cartas en el asunto, para darle una terrible y severa lección al desnaturalizado niño, y al fin y al cabo la tomó.
La vivienda de la viuda estaba situada casi a orillas del Tajo, en una parte en que la corriente era muy impetuosa.
Una mañana, Diego, que había concebido hacia Morito un odio tan cruel e implacable como impropio del corazón de un chico, determinó ahogarle atándole una piedra al cuello y precipitándolo al río. Aprovechando la ausencia de su madre y hermano, que habían ido al pueblo, puso su plan en ejecución echando a Morito a la garganta un nudo corredizo y arrastrándolo luego hacia el río.
Morito aullaba de un modo lastimero, adivinando quizás lo que se proponía hacer su verdugo, pero sin lograr que el corazón de Diego se condoliese.
Llegaron a la orilla del río.
Diego, después de elegir el lugar donde la corriente le pareció más rápida, ató una gran piedra al extremo de la cuerda que oprimía el cuello del animal, y lanzó a este a las aguas.
En su rostro se retrataba un gozo satánico.
Por fortuna del desdichado Morito, la piedra no fue bien atada, y poco después de sumergirse el animal hasta el fondo del río, se desprendió, y el perro logró salir a flor de agua, poniéndose a nadar entonces hacia la orilla opuesta.
Diego, al observar esto, bramaba de coraje.
Con la dañada intención de acertarle con alguna, empezó a tirarle las piedras más grandes que hallaba a mano.
—¡Si le diera en la cabeza! —murmuraba el bribonzuelo—. ¡Qué alegría! ¡Verme libre de él!
Pero en lugar de esto sucedió que, ocupado en su odiosa tarea, se descuidó un tanto, no pudo conservar el equilibrio y… ¡zas!, se le escurrió un pie y cayó al río.
Sintió Morito el ruido que produjo el cuerpo al chocar con el agua, y volvió instintivamente la cabeza.
Al ver a Diego que desaparecía entre las aguas, aquel animalito, que tanto daño había recibido de su enemigo, empezó a nadar vigorosamente hacia donde flotaba el cuerpo de este.
La corriente del río arrastraba a Diego, pero el valeroso Morito, luchando con la impetuosidad de las aguas, logró, sin embargo, llegar a donde estaba, y cogiendo con los dientes el chaquetón del muchacho que ya empezaba a ahogarse, a costa de increíbles esfuerzos pudo de nuevo ganar la orilla, dejando en ella sano y salvo a Diego, que había perdido el conocimiento. Después se tendió a su lado y empezó a lamerle el rostro, como si con su lengua quisiera devolverle a la vida.
¡Oh, sabia mano de la Providencia!
Sin aquel noble animal, su cruel e incansable enemigo hubiera irremediablemente perecido. Morito, dando con esto una lección al niño, devolvía bien por mal.
Cuando Diego recobró el conocimiento y vio a su lado al perro, que le miraba con esa dulce e inteligente mirada, que es peculiar a los de su especie, sintió por la primera vez de su vida que el corazón le latía con precipitación, y que de su pecho empezaban a apoderarse ciertos sentimientos de ternura. Entonces dulces lágrimas, que a no dudarlo debían hacer sonreír de gozo a los ángeles, brotaron de sus ojos.
Morito ladraba alegremente y daba grandes saltos alrededor de Diego.
Este exclamó entonces:
—¡Ven acá, noble animal! Te debo la vida y te debo también este dulce sentimiento que ha brotado en mi corazón. Perdóname el mal que te he hecho y sé mi amigo.
Esto diciendo, abrazaba estrechamente al perro, que se dejaba acariciar, como si comprendiese lo que le decía el chico.
—Desde aquel día —me dijo Julio cambiando de tono— mi hermano Diego fue otro hombre; tanto, que hoy le tiene usted en Nueva York, rico y feliz, siendo apreciado de todos por la bondad de su corazón y sus generosos sentimientos. ¿Comprende usted ahora que sea yo tan aficionado a la raza canina, y sobre todo, que a la muerte de Morito lo mandase disecar para tenerle siempre presente?
Excuso decir a ustedes que mi respuesta fue afirmativa.