El anillo del rey Leyenda tradicional

I

Vivía en la ciudad de Córdoba, a fines del siglo XV, un ilustre caballero, vástago esclarecido de una de las principales familias de aquel reino, tan distinguido en naturales prendas como en alcurnia, y tan dotado de nobles sentimientos como de caudal, por todo lo que disfrutaba de mucho prestigio entre sus conciudadanos.

Conocíale el rey de Castilla y Aragón, don Fernando, y tratábale con mucha amistad, con lo que le mostraba la gran estimación en que le tenía, así por sus buenos servicios, como por los que sus antepasados prestaran en guerra de moros.

Hernando Alonso de Córdoba tenía por nombre aquel caballero, y más comúnmente conocíasele entre el vulgo por el Veinticuatro de Córdoba, honroso título que llevaba.

Diole su buena suerte por esposa a una hermosa dama, por nombre Beatriz, en la que asimismo parecían haberse reunido las gracias corporales con las más ejemplares virtudes.

Jóvenes ambos y enamorados, compartían los goces de su buena suerte con los pobres y menesterosos, que en gran número acudían a las puertas del castillo que los esposos habitaban, bendiciéndolos y pagando con la gratitud el beneficio que de aquellos recibían.

Ayudábales en tan buenas obras el obispo de Córdoba, que lo era a la sazón D. Pedro de Córdoba y Solier, tío de Hernando, y unían sus esfuerzos para remediar las desventuras del afligido.

Quiso la mala suerte que por aquel tiempo llegase a Córdoba un D. Jorge, primo del Veinticuatro, sujeto de relevantes prendas, caballero del Orden de Calatrava y comendador de las casas de Córdoba. Y unidas estas condiciones a la circunstancia del deudo, franqueáronle las puertas de la casa de D. Hernando.

Tratábanle los esposos con tanto cariño y delicadeza, que más parecía hermano que no primo, disputándose siempre Beatriz y su esposo el placer de servir al Comendador y acompañarle en fiestas y paseos.

Pero suele la buena suerte mudarse y acariciar con ánimo siniestro al que se juzga su protegido, para mejor burlarse cuando él más seguro se confía. Y así sucedió con la estrecha amistad de D. Jorge, que parecía a los esposos una nueva causa de contento. Porque, mudado el afecto del caballero en torpe sentimiento, prendose de D.ª Beatriz de tal modo, que no pudieran contenerle los sagrados respetos que a ella o a D. Fernando debía.

Y como el freno de la propia dignidad faltase a D. Jorge, una vez resuelto a no escuchar otros consejos que los de su desaforada pasión, intentó, por medio de un esclavo que a su servicio tenía el Veinticuatro, sorprender a la noble dama y sacarla de aquel castillo. Mas sucedieron las cosas muy al contrario de lo que el desleal amigo y deudo se prometía.

II

Queriendo distinguir el Rey a D. Hernando, en una ocasión en que este pasara a la corte, diole, al despedirle, un su anillo, que en el dedo llevaba, diciéndole de esta suerte:

—Donaros quiero, D. Hernando, este, que es para mí sagrado recuerdo de mi madre, porque con ello podáis apreciar cuánta es la amistad que os profeso.

—Y juraros he —respondió el caballero— antes perder la vida que tan preciosa prueba con que me honráis.

Vuelto a Córdoba D. Hernando, y hallándose a solas con su esposa, hízole relato de aquel agasajo del monarca, y tomándole una mano entre las propias, colocó en uno de los delicados dedos de la noble señora el anillo real.

—Nadie mejor que tú pudiera guardarlo —le dijo—, y a ti te lo confío.

—Tenerlo he en tanta estimación —respondió la esposa— como mi propia honra y la vuestra.

III

Vencido con las dádivas de D. Jorge el esclavo de don Hernando, concertáronse en el medio y ocasión que deberían escoger para llegar al fin apetecido. Fue esta la partida del Veinticuatro para la corte, encargado por el Consejo de la ciudad de Córdoba de representar al Rey a favor de un asunto que aquella ciudad en la corte tenía.

Aceptó D. Hernando aquella misión que se le confiaba, atendiendo a su mucha discreción y gran amistad con el monarca, y dispuso la partida.

Apenas se consideraban libres de su presencia, D. Jorge y el esclavo decidieron acometer la empresa; y llegada la noche, que fue muy en breve, y aprovechando el momento en que la noble señora dormía tranquilamente, penetraron en un aposento que antes de su alcoba se hallaba.

Sobre una mesa, como vivísima luz, resplandecía un anillo orlado de diamantes de gran valor, que, visto por el esclavo, y con el mayor disimulo que pudo, lo trasladó a su bolsillo, encaminándose después al cuarto donde la hermosa Beatriz dormía.

IV

Ellos en aquesto estando, el esposo, que llegó al castillo, se dirigía a la habitación de doña Beatriz; y como se apercibiesen por el ruido de algunos pasos y oyesen la voz de D. Hernando, el desleal caballero y el esclavo que le acompañaba pusiéronse en fuga, para evitar el encuentro con el Veinticuatro.

Volvía este a su casa conducido por varios de sus criados, que quiso su buena estrella que, como salía de Córdoba y a muy poco trecho, fuese derribado por el caballo. Y buena estrella fue que tan grave suceso le aviniese, que de mayor daño le libraba.

Azorada la noble señora, y apenas cubierta con sus vestidos, saltó del lecho y salió a recibir a D. Hernando, que procuraba tranquilizarla con sus palabras.

Extendiose el rumor de la desgracia por el castillo, y don Jorge acudió solícito al auxilio de su deudo. Dilatábase la curación de D. Hernando, y apretaba la urgencia del asunto de la ciudad; con que el Veinticuatro suplicó a su primo pasase en su lugar a la corte para representar al monarca el deseo de aquellos ciudadanos.

Admitió este, no sin repugnancia, el encargo, porque retardaba el logro de sus traidores intentos, y no sin vanidad porque tan grave misión se le encomendase.

Desconfiando del esclavo, que durante la ausencia pudiera venderle, suplicó D. Jorge a su deudo le permitiese llevarlo en su compañía; en lo cual vinieron muy gustosos tanto el Veinticuatro como el mismo esclavo, temeroso de que el hurto del anillo se descubriese.

Partiéronse el Comendador y los que le acompañaban, y llegados a la corte, refirió el criado de D. Hernando al desleal caballero de Calatrava lo del anillo, suplicándole le dejase escapar para librarse del castigo que temía, y entregando a D. Jorge aquella joya, para que de ella hiciese como mejor le pareciera. Pero este, recogiendo el anillo, negose a conceder al esclavo lo que le pedía, ofreciéndole salvarle de aquella situación en cambio de su apoyo para el logro de su amoroso deseo.

Recibido por el Rey, hizo el Comendador el relato de su instancia, y manifestándole la causa de que el mismo don Hernando no hubiese pasado a la corte. Vino el monarca en lo que se le pedía, y observó que llevaba el su anillo que diera al Veinticuatro, el Comendador de Calatrava. Diole dos pliegos para D. Hernando, cerrados cuidadosamente, y le despachó con mucha afabilidad y cortesía.

Entre tanto, algo restablecido D. Hernando, había notado la falta del anillo, y preguntado a su esposa, la cual, no menos inquieta, procuraba apartar la atención del caballero de aquel asunto, que también a ella mortificaba. Pero el esposo no podía borrar de su imaginación la pérdida del anillo, y la confusión de D.ª Beatriz fomentaba en el alma del celoso D. Hernando un infierno de dudas y desesperación.

—Acordaos, señora —le dijo por fin un día—, que prometisteis guardarlo con tanto cuidado como vuestra propia honra y la mía.

Las dudas aumentaron con la certeza de la desaparición del anillo, y los criados de la casa fueron consultados bajo juramento acerca de aquel hurto, aseverando todos con sagrados votos no haber tenido parte en semejante crimen.

Los días pasaron; el caballero de Calatrava volvió a Córdoba; traía dos pliegos del monarca para D. Hernando Alonso: en uno otorgábase su petición a la ciudad; en otro se leían las siguientes palabras: «Poco estimáis las prendas reales, D. Hernando: he visto el anillo que os doné en la mano de vuestro deudo D. Jorge».

No fuera tan terrible el huracán que todo lo arrastra, ni tan profundo el seno de los mares, como fueron terribles y profundos los sentimientos que se apoderaron del ánimo del esposo, y los deseos de venganza que de su corazón nacieron.

Sin aguardar a un completo restablecimiento, dispuso el Veinticuatro una cacería para el día siguiente, y haciendo que todos sus criados le acompañasen, dejó sola en el castillo a la infortunada esposa, que le rogó inútilmente, a un tiempo solícita por la salud de D. Hernando y sin acertar a explicarse el motivo de aquella extraña resolución.

Invitó el esposo a D. Jorge para aquella cacería, y el caballero de Calatrava se negó a admitir el ofrecimiento, ganoso de aprovechar los instantes, y felicitándose por la ausencia de D. Hernando, que, según este, habría de ser bastante larga.

Llegada la noche, partiose el Veinticuatro, seguido de sus criados: el esclavo le acompañaba también. Poca distancia habían andado, y la noche era muy entrada, cuando el caballero dio orden a los de su séquito para que continuasen, puesto que él se sentía delicado y se quedaba a descansar un momento, que presto podría alcanzarles.

Hiciéronlo según dispuso D. Hernando, y este, acompañado del esclavo, quedó oculto a la entrada de un olivar muy cercano de la ciudad.

—¿Quieres ser libre y rico? —preguntó el caballero al que le acompañaba.

—Señor… —murmuró este.

—Habla francamente —interrumpió el Veinticuatro.

—Sí —contestó, turbado, el miserable.

—Pues sígueme y prepárate a imitarme.

Y montando de nuevo en su corcel, tomó el caballero la dirección de la ciudad.

El esclavo le seguía con temor.

V

Pocos momentos habrían trascurrido, cuando llegaban don Hernando Alonso y el esclavo a los muros del castillo.

Salta el caballero y se dirige a la puerta; abre y penetra silenciosamente, seguido del miserable esclavo.

Llega a la habitación de Beatriz, y un hombre sale azorado; ella viene tras él.

Un instante después, ambos caen atravesados.

—¡Tú a ese —grita D. Hernando, designando al esclavo el hombre que hallan a su paso— y yo a ella!

Y esto diciendo, sepulta en el pecho de la hermosa e inocente dama el acero que agita en su mano.

VII

Desde aquella noche nada se supo del caballero.

Pasan algunos años, y un pobre caminante se ve próximo a espirar de hambre y de frío en una de las sendas que conducen a través de la sierra. Un austero y virtuoso monje aparece en aquel momento y auxilia al infeliz.

El monje reconoce al desdichado, y este, fijando en el religioso los turbios ojos, solo puede exclamar:

—¡Señor, perdonadme: D. Hernando Alonso de Córdoba, vuestra esposa murió inocente!

—¡Inocente!

—¡Sí, os lo juro en presencia de Dios!

Y esto murmurando, espira entre los brazos del monje, que, abandonándole, huye despavorido.

Nada más se supo de D. Hernando.

En las calladas noches del estío, y en medio de la tranquilidad de la naturaleza, se oían en aquel que fue castillo del Veinticuatro de Córdoba lastimeras quejas y doloridos ecos.

Y eran, según la opinión de las gentes sencillas, los espíritus de D.ª Beatriz y D. Hernando, que vagaban por aquellos contornos, haciendo resonar los plañideros acentos de su dolor el arrebatado esposo, y las dulcísimas plegarias la inocente víctima; con siniestro tono el primero, y la segunda con encantadora melancolía.