Un verdadero misterio
Nadie volvió a hablar de la supuesta visión de Jack. El mismo Jack empezó a creer que nunca había existido aquel ser misterioso. Tal vez fue la sombra de una nube o algo por el estilo. Siguieron jugando al escondite y no se volvió a ver nada misterioso por los alrededores de la cueva.
—Es la hora de volver a casa —dijo Peter poco después—. ¡Hay que ver cómo lo hemos revuelto todo en el poco tiempo que hemos estado aquí! Vamos a poner un poco de orden.
Las chicas sacudieron los cojines y los chicos recogieron la basura y la pusieron en una bolsa para llevársela a casa. Janet recogió lo que había sobrado de comida y lo puso en los estantes de la despensa. Luego ordenó la colección de «Los Cinco» y la colocó en la biblioteca.
—Ya está —dijo Janet—. Cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa. Si vinieran nuestras madres, se quedarían boquiabiertas.
Todos se echaron a reír. Luego salieron de la cueva y Peter volvió a echar con todo cuidado la cortina de follaje. Acto seguido, emprendieron el regreso.
—Mañana, aquí a la misma hora —ordenó Peter cuando sus compañeros se despedían de él, de Janet y de «Scamper», en la verja de su casa.
—Mañana a la misma hora no puede ser —dijo Colin—. Recuerda que hemos de ir todos en bicicleta a Penton para ver pasar el circo. Quedamos en que nos veríamos a las once en mi casa.
—¡Es verdad! ¿Cómo he podido olvidarlo? Entonces iremos a la cueva por la tarde, después de comer. Allí nos reuniremos.
Al día siguiente pasaron una mañana muy divertida en Penton. El largo desfile de la caravana hizo las delicias de los siete. Luego, pedaleando en sus bicicletas, regresaron a sus casas a comer, y después se volvieron a reunir todos en la cueva.
Pamela y Bárbara fueron las primeras en llegar. Pamela estaba contentísima porque su abuela le había regalado una caja de chicle mentolado para el «Club de los Siete Secretos».
—La pondré al lado de los botes —dijo alegremente. Y en seguida exclamó—: ¡Mira, Bárbara! Hay un bote en el suelo. ¿Quién lo habrá tirado? Hoy no ha llegado nadie antes que nosotras. ¿Verdad que es raro?
—Puede haber resbalado —dijo Bárbara.
—¡Otra cosa! Ayer dejamos una pastilla entera de chocolate. Yo misma la puse aquí, y ha desaparecido.
—A lo mejor está en otra parte —supuso Bárbara. Pero en este momento también ella observó algo extraño—. ¡Dios mío! Faltan tres cojines. ¿Habrá venido alguien no estando nosotros aquí?
—Seguro que ha sido Sussy —gruñó Pamela, indignada—. Te apuesto lo que quieras a que ha sido ella. Como no ha venido con nosotros a Penton, bien ha podido venir aquí. Habrá espiado a Jack y al fin ha descubierto nuestro escondite. ¡La tengo atragantada! Ha de meter las narices en todo.
—Ya llegan los demás —observó Bárbara—. Vamos a dar la noticia.
Dos voces dijeron ante la entrada de la cueva:
—Huevo de Pascua.
En el acto se descorrió la cortina y entraron Colin y Jorge.
—Sussy ha estado aquí —exclamó Pamela, indignada—. Mirad: faltan tres cojines y ha desaparecido la pastilla de chocolate que dejamos aquí ayer. Además hemos encontrado este bote en el suelo.
—Y fijaos en estos bollos que teníamos guardado para hoy —dijo Bárbara mostrando un bote medio vacío—. Se los han comido casi todos. Si no lo viera, no lo creería.
No tardaron en llegar Peter, Janet y Jack. Sus cuatro compañeros les explicaron nerviosamente lo ocurrido.
—Pero no hay ninguna prueba de que la culpable haya sido Sussy —observó Peter, con el deseo de ser justo, aunque en el fondo estaba también convencido de que había sido ella—. A lo mejor todo es obra de un vagabundo.
—Un vagabundo se habría llevado muchas más cosas —exclamó Pamela—, pero no habría robado los cojines. Además de que es una cosa sin valor, habría infundido sospechas al que lo viera cargado con ellos. No creo que haya un vagabundo tan tonto que pueda hacer estas cosas.
—Es verdad —asintió Peter—. Oye, Jack, tendrás que averiguar si la culpable de todo esto ha sido Sussy.
—Conforme —aceptó Jack, contrariado—. Ahora mismo voy a hablar con mi hermana. Pero estoy convenido de que esta vez no ha sido ella. No puedo olvidar a la persona que vi entrar en la cueva.
Jack se fue en busca de Sussy.
Sus compañeros empezaron a masticar chicle de la caja que les ofreció Pamela, mientras se enfrascaban en la lectura. Colin terminó su libro y fue a cambiarlo por otro. Entonces se le oyó exclamar:
—¡Ha desaparecido un libro de mi colección: «Los cinco junto al mar»! ¿Lo tenéis alguno de vosotros?
Ninguno lo tenía.
—Pues Jack tampoco lo tiene —dijo Colin—, porque lo acababa de leer. Lo sé seguro. Si verdaderamente ha sido Sussy la culpable de todo esto, se las tendrá que ver conmigo. ¡Palabra!
Jack regresó una hora después. Dicha la contraseña, el consabido «Huevo de Pascua», Peter le dejó entrar.
—¡Qué mal rato he pasado! —dijo, echándose sobre el arenoso suelo—. Sussy me ha asegurado que no ha puesto los pies aquí porque no sabía dónde estaba nuestro escondite. Se enfadó tanto cuando la acusé de los robos que se han cometido aquí, que mi madre oyó sus gritos y vino a ver qué pasaba.
—¡Es para matarte! —exclamó Peter—. Debiste evitar que tu madre se mezclara en esto. Bueno, ¿qué más pasó?
—Mi madre me obligó a declarar dónde nos reuníamos ahora —confesó Jack, compungido— No pude evitarlo, Peter; créeme. No pude negar. Mi madre me obligó.
A esta espeluznante declaración siguió un silencio de muerte. Todos sabían cuán imposible es resistirse a una orden materna. Pero ¡era tan espantoso que Jack hubiera revelado el secreto de los Siete!
—¿Estaba Sussy delante cuando hiciste la revelación? —preguntó Peter.
—Sí —confesó Jack—, estaba delante y, como no se le había pasado el mal humor, me ha amenazado con venir aquí y revolverlo todo por haberla acusado. Ha pasado la mañana en el jardín con Jeff, y no se ha movido de allí, según me ha dicho mi madre. O sea que no ha podido venir aquí.
—Entonces, ¿quién habrá sido el intruso? —preguntó Peter. Y añadió—: Desde luego, es un ladrón rarísimo. ¡Robar tres cojines!
Todos callaron. Opinaban lo mismo que Peter. Pamela, atemorizada, miró hacia el fondo de la cueva. ¿Quién sería? Jack aseguraba haber visto a alguien entrar en la cueva; ahora sabían positivamente que alguien había estado en la cueva antes que ellos. ¿Quién sería?
—Ahora que Sussy sabe que nos reunimos aquí, creo que alguno de nosotros debe quedarse de guardia, cuando los demás nos vayamos —opinó Peter—. No debemos permitir que Sussy cumpla su amenaza. Si en verdad no es la culpable, estará furiosa contra nosotros por haber sospechado de ella.
—No me sorprendería que se trajera a Jeff para que la ayudase a destrozar nuestro refugio —exclamó Jack amargamente—. La conozco tan bien como a mí mismo.
—Pues vamos a prepararles un buen recibimiento. Pondremos un cubo de agua en la repisa que forma la roca sobre la cortina, y al entrar recibirán una ducha que los dejará empapados de pies a cabeza.
Pamela brincó alegremente.
—También podemos prepararles una trampa que tendió mi primo a un tío antipatiquísimo —propuso Colin—. Se trata de colocar una serie de hilos cerca de la entrada, de modo que crucen la cueva a diversas alturas. Estos hilos estarán impregnados de miel. Cuando entren los intrusos se les pegarán los hilos y creerán que están a merced de una gigantesca araña.
—¡Que horrible! —exclamó Pamela, estremeciéndose—. ¡Sólo de pensar que podría verme envuelta en esos hilos pegajosos me dan escalofríos!
—Para Sussy sería un buen escarmiento —dijo Bárbara—: odia las telas de araña. Pero ¿de dónde sacaremos los hilos y la miel?
—Puedo ir a casa a buscarlos —ofreció Janet—. Tengo una madeja de seda en la caja de labor y sé que en la despensa hay un tarro de miel. Pero ¿no será demasiado duro el castigo? ¿No seremos demasiado crueles con Sussy?
—No —contestó Pamela—. Sussy sólo caerá en la trampa si viene a la cueva con malas intenciones. Ella se lo habría buscado.
—No debemos ser blandos con mi hermana —dijo Jack—. A veces creo que es más lista que todos nosotros.
Janet se fue corriendo en busca de la miel y del hilo. Bárbara se quejó de la desaparición de su cojín: se había quedado sin apoyo para su cabeza.
—Supongo que quien se ha llevado nuestros cojines ha querido gastarnos una broma pesada. Seguro que los ha escondido entre la maleza.
—Voy a mirarlo —dijo Colin, levantándose.
Pero no vio los cojines por ninguna parte. Pronto regresó, compungido y acompañado de Janet, que volvía con la miel y la madeja.
—Dejemos las trampas preparadas antes de irnos a casa a merendar —propuso Peter—. Después de la merienda me daré una vuelta por aquí para ver si hay novedades, y al anochecer volveré.
Pronto estuvieron preparadas las trampas. Janet impregnó el hilo de miel y los chicos lo tendieron a través de la entrada, de arriba abajo y de derecha a izquierda, atándolo a las plantas que crecían dentro de la cueva.
—Ya está todo listo —dijo Peter—. Nadie podrá entrar sin enredarse en estos hilos pegajosos. ¡Menudo susto se llevará el intruso! Además, al apartar la cortina le caerá encima un verdadero torrente. He colocado el cubo de modo que forzosamente se ha de volcar al menor movimiento de las ramas.
Todos brincaban de alegría y habrían querido estar presentes cuando el intruso cayera en las trampas.
—Ojalá venga Jeff con Sussy —dijo Jack—. No puedo tragar a ese chico y me reiría de buena gana si volvieran los dos a casa pegajosos. ¡Ahora ya nos podemos ir!
Después de la merienda, Peter se acercó solo a la cueva para ver si había alguna novedad. Todo seguía igual. El cubo de agua estaba en su sitio, disimulado entre el follaje, y a través de la verde cortina de ramas vio el hilo gris impregnado de miel.
—Sussy y Jeff no han ido todavía a la cueva —dijo a Janet cuando regresó a su casa—. Me acercaré de nuevo cuando oscurezca.
Así lo hizo. Las trampas continuaban intactas.
—«Hoy ya no vendrá Sussy —pensó Peter—. Mañana por la mañana vendré antes de las nueve y la esperaré escondido para sorprenderla si se presenta aquí».