Una aventura imprevista

Al día siguiente Peter y Janet no cesaron de hablar del ingenioso ardid de Sussy. ¿Cómo se habían podido dejar engañar tan fácilmente? Scamper escuchaba tristemente sus voces apesadumbradas, e iba del uno al otro moviendo la cola.

—Quiere darnos a entender que lo siente mucho dijo Janet, sonriendo. —¡Oh, Scamper! Si te hubiéramos llevado con nosotros, seguro que te hubieras dado cuenta de que Sussy y sus estúpidos amigos estaban en aquel cobertizo, y habrías encontrado el modo de hacérnoslo comprender.

Scamper dejó escapar un lamento. Después se echó boca arriba y empezó a mover las patas vivamente, como si estuviera pedaleando en una bicicleta vuelta del revés. Scamper hacía esto cuando quería divertir a los niños. Janet y Peter se echaron a reír y le acariciaron. ¡Ah, simpático Scamper!

En este momento la madre de Peter y Janet asomó la cabeza por la puerta.

—No os olvidéis de que esta tarde tenéis que ir a tomar el té a casa de la señora Penton.

—Mi «bici» tiene un pinchazo, mamá —dijo Janet—, y esa casa está demasiado lejos para ir a pie ¿Es preciso que vaya?

—Como esta tarde papá tiene que sacar el coche, os podrá llevar y luego recoger —dijo la madre.

—Irá a recogeros a las seis. No le hagáis esperar. Aquella tarde el coche, con papá al volante, esperó a Janet ante el colegio de las niñas. Luego fueron a buscar a Peter, y finalmente a casa de la señora Penton. Esta señora había sido aya de la madre de los niños, y les quería mucho.

Al ver la magnífica merienda que les había preparado la señora Penton, se les olvidó el disgusto que les había dado Sussy.

—¡Oh! ¡Bollos rellenos de crema! ¿Dónde los has comprado? —dijo Janet—. Y buñuelos de chocolate… ¿Le gustaban a mamá cuando era pequeña?

—Sí. Una vez comió demasiados y tuve que pasarme la noche en vela —repuso la señora Penton.

—Era muy traviesa. Aquel día se puso mala por no hacerme caso. Era un demonio. ¡Qué noche me dio!

A Peter y Janet les pareció imposible que su madre hubiera sido traviesa y hubiese comido demasiados bollos y buñuelos de chocolate. Sin embargo, Janet, al ver la crema que rebosaba de los bollos, reconoció que no era difícil comerse una docena de ellos. Y sintió gran simpatía por aquella niña que se había hecho mayor y era su madre.

Después de merendar jugaron con la gran caja de música y estuvieron mirando un álbum en el que había unas fotos antiguas muy graciosas. De pronto, el reloj dio las seis.

—¡Papá dijo que teníamos que estar preparados a las seis! —exclamó Peter levantándose de un salto—. ¡Date prisa, Janet! Muchas gracias, señora Penton. Ha sido una merienda pistonuda.

¡Buuuu Buuuuu! Papá los llamaba haciendo sonar la bocina. La señora Penton les dio un beso a cada uno.

—¡Muchas gracias! —dijo Janet—. ¡Lo he pasado estupendo!

Salieron corriendo por el camino y subieron a la parte trasera del coche. Había oscurecido ya, y los faros del automóvil proyectaban anchos haces de luz sobre la carretera.

—Habéis sido buenos chicos —dijo el padre—. Sólo he tenido que esperar medio minuto.

Arrancó y pisó el acelerador. El coche se deslizó suavemente por la carretera.

—Tengo que ir un momento a la estación a buscar unos paquetes —dijo papá—. Dejaré el coche en el patio de la estación. Vosotros no bajaréis. No tardaré ni un minuto.

Llegaron a la estación. El padre aparcó el coche en un extremo del patio de la estación. Bajó de un salto y desapareció por la gran puerta iluminada.

Peter y Janet se recostaron en el asiento. Empezaban a notar que habían comido demasiado. Janet tenía un poco de sueño y cerró los ojos. Peter empezó a pensar en la noche anterior y en la broma de la avispada Sussy.

De pronto, oyó pasos presurosos y supuso que era su padre que volvía. Una de las portezuelas de la parte delantera del coche se abrió y subió un hombre. Después se abrió la portezuela del lado opuesto, y otro hombre se sentó frente al volante.

Peter creyó que su padre se había traído un amigo para llevarle a su casa y se preguntó quién sería. El patio de la estación estaba muy oscuro y Peter no podía verle la cara. Se encendieron los focos y el coche se puso en marcha rápidamente.

Al pasar el auto junto a un farol, Peter se estremeció de pies a cabeza. ¡El que conducía el coche no era su padre! Era un desconocido que llevaba el ala del sombrero echada sobre la cara y un pelo tan largo que le llegaba hasta el cuello del abrigo. El padre de Peter nunca había llevado el pelo largo. ¿Quién diablos sería aquel hombre?

El chico permanecía inmóvil. Cuando pasaron de nuevo junto a un farol, miró al otro hombre. ¡Tampoco éste era su padre! Era un hombre al que no había visto en su vida. No llevaba sombrero, y su pelo, al contrario que el de su compañero, era muy corto.

Peter sintió que se le oprimía el corazón. ¿Quiénes serían aquellos hombres? ¿Pretendían robar el coche de su padre? ¿Qué podría hacer él?

Janet se estiró un poco. Peter se inclinó sobre ella y le aplicó los labios al oído.

—Janet —susurró—. ¿Estás despierta? Escúchame. Creo que dos hombres han robado el coche de papá y no saben que nosotros estamos aquí. Déjate caer poco a poco hasta el fondo del coche: así, si miran hacia atrás, no nos verán. ¡Pronto, pronto!