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CAPÍTULO 13


Bell metió las manos en los bolsillos y miró sombríamente al grupo de choferes.

—¿Es muy serio, Sam? —interrogó Donna.

—Bastante —contestó.

—Si Juan trae su cadena, lo desatascaré —aseguró Alberto, solícito.

—No hay caso, Alberto —dijo Bell—, la rueda está encajada. Necesitarías una grúa suficientemente grande como para levantar una locomotora.

Alberto frunció el ceño.

—Mi tío se sentirá muy disgustado —dijo.

—¡Al diablo con tu tío! —estalló Bell—. Lo siento, Alberto, pero por ahora tu tío es el menor de nuestros problemas.

—Sam, ¿qué haremos? —preguntó Donna, sucintamente.

—Déjame pensar un momento —pidió Sam.

Respiró hondo y se obligó a sí mismo a pensar con calma. No era sencillo el problema. Estaba agotado y lo único que deseaba era apoyar la cabeza en algún lugar y dormir. Trató de organizarse mentalmente. Había dicho a Alberto que ordenara a los choferes apagar las luces de los camiones, y envió a Juan Uno al final del convoy con una linterna.

—Si viene alguien, debe indicarle que continúe —ordenó Bell— si ofrecen ayuda, digan que estamos, simplemente, cambiando una rueda.

Y si son cinco hombres en un Chevelle verde, comiencen a correr, agregó para sí. Si venían detrás de Chato, y si habían conseguido que el coche funcionara, aparecerían en un par de horas. Se preguntó si debía decírselo a Donna, pero decidió no hacerlo. Todavía tenía esperanza de que no fuera así y, en caso de que estuviera en lo cierto, disponía de dos horas para mover el convoy.

Regresó al Volkswagen y estudió el mapa y el cuenta kilómetros. Calculó que se hallaba a menos de veinte kilómetros de Linares. El símbolo, en el mapa, indicaba que Linares era una ciudad relativamente importante. Sería lo suficientemente grande como para conseguir los elementos que necesitaba para descargar el Dina número dos, que era lo más conveniente y lo que harían. Eran las dos menos cuarto y todo debía estar cerrado, pero en una ciudad de esa magnitud alguna estación de servicio permanecería abierta toda la noche.

Hizo alejar al Dina número uno y al Internacional para que Mono pudiera retroceder el Mack hasta colocarlo junto a la parte trasera de la caja del Dina inutilizado. A Alberto no le agradó que su relevo hiciera su trabajo, pero quedose callado. Bell indicó a Mono que se acercara hasta que el Mack estuvo exactamente ubicado contra el Dina. La parte derecha delantera del Dina estaba hundida, pero la trasera se hallaba a la altura normal y nivelada de ambos lados. El piso de ambos camiones estaba casi a la misma altura, con lo cual Bell confirmó su presunción.

Llamó a Donna aparte y le dijo:

—Voy a llegarme hasta Linares a buscar varios elementos, quiero que permanezcas aquí.

—¡Completamente sola con todos estos hombres! —exclamó la muchacha.

—No hables en voz tan alta —aconsejó Bell—, ¿quieres ofenderlos?

—¿Cómo puedes bromear en este momento? —inquirió.

—¿Quieres que me siente y me eche a llorar? Te necesito aquí. Quiero que controles la descarga de los mosaicos del camión, mientras voy y vengo.

—¿Por qué?

—Para ganar tiempo. Vamos a cambiar la carga al Mack. Suspende el trabajo antes de que lleguen hasta Chato. ¿Entendido?

—Creo que sí —contestó Donna de mala gana.

—Juan Uno te cuidará —le dijo Bell—, nadie te tocará.

—No es eso lo que me preocupa, idiota. Llevo conmigo mucho dinero.

—Me hiciste acordar. Dame unos cinco mil pesos.

—¿Cinco mil pesos? ¿Para qué?

—Mira te devolveré lo que sobre, junto con un resumen de lo gastado, ¿de acuerdo?

Entraron al coche y cerraron las puertas para que la joven sacara el dinero de su bolso sin que la observaran.

Sam llevó a Alberto consigo en el Mack para que le sirviera de intérprete. Javier y Juan Dos, los choferes del Dina accidentado, iban, también, en la caja del camión. Si todo se desarrollaba como esperaba, pensaba dejarlos en Linares.

Había un edificio con techo de tejas y una antena de radio, exactamente a la entrada de Linares. Parecía una estación de policía. Eso era, justamente, lo que le faltaba, pensó Sam. Interrogó a Alberto, quien le aseguró que era Simplemente un edificio público. Una estación Pemex, situada en la misma calle de dicho edificio, tenía una luz encendida. Cuando se aproximaron la encontraron cerrada. Entraron en la ciudad. Debieron frenar súbitamente ante un pozo. Varios trozos de metal, colocados de un lado a otro de la calle, los obligaron a cruzar lentamente, evitando caer dentro del bache.

Linares era una ciudad más grande y moderna que Tlacotalpán, aunque Bell le encontró cierta similitud, debido a los edificios bajos, de adobe, a ambos lados de la calle, situados uno junto a otro, formando una hilera.

Sam siguió la ruta de camiones, la calle Constitución. Si alguna estación de servicio permanecía abierta día y noche, debía estar sobre esa calle. Recién después de cruzar toda la zona comercial, encontraron una estación Mobil iluminada, en el empalme del camino de camiones con la calle principal de Linares. Estaba abierta pero no se veía a nadie. Bell hizo sonar la débil corneta en el momento en que alguien apareció en la puerta de la oficina, restregándose los ojos y con el cabello en desorden.

—Pregúntale si tienen un malacate y un compresor de aire portátiles —indicó a Alberto.

Tenían ambos. Cuando Sam vio el malacate, comprendió que no era lo suficientemente fuerte corno para levantar la sección de Chato. Debía buscar otra forma de transbordarla del Dina al Mack. Sacó su libreta e hizo una lista.

—Averigua dónde podemos conseguir cables de remolque, soga gruesa, barras con espolón, un lienzo alquitranado y diez o doce postes largos para cercas —le dijo a Alberto.

Éste lo miró horrorizado.

—No entiendo, señor —observó.

—Simplemente pregúntele al empleado —fue la respuesta.

Finalmente habló al dependiente, quien se limitó a mover la cabeza.

—Tiene cables para remolque —tradujo Alberto—, las otras cosas, imposible conseguirlas antes de las siete u ocho de la mañana, cuando abran los negocios.

Eran casi las 2:30 A.M. Bell no pensaba esperar otras cinco horas con el convoy varado en la carretera.

Aunque nadie estuviera siguiéndolos, quería que el trozo de Chato pasara del Dina al Mack, mientras estaba oscuro. Además, estaban a una distancia de 400 kilómetros de Nuevo Laredo, y no podían perder horas en el camino, si pretendían llegar allí antes de que el vista de la aduana y las oficinas del gobierno, cerraran durante el fin de semana.

—Pregúntale desde dónde podemos telefonear para conseguir que alguien abra su comercio —dijo Bell. Otra vez conferenciaron los dos hombres y el dependiente siguió negando con la cabeza.

—Teme despertar a la gente a esta hora —explicó Alberto.

Bell sacó tres billetes de cien pesos.

—Dile que son para él si busca en seguida a las personas que necesitamos —dijo—, y si se enojan con él, que les aclare que pagaremos el doble del precio habitual.

El empleado miró, codicioso, el dinero. Probablemente más de lo que ganaba en una semana, pensó Sam.

—Sí, señor —aceptó.

Los llevó hasta el teléfono, en la misma estación de servicio. Hizo varias llamadas. Sin comprender el pañol, Bell reparó que el hombre hablaba persuasivamente y pedía disculpas. Cuando terminó de hablar, Alberto confirmó lo que Sam suponía, todo estaba solucionado.

—Pero me parece que por más del doble del precio corriente —agregó.

—No los censuro —comentó Bell—, si alguien me saca de la cama a las tres de la mañana, les cobraría un precio bien alto.

Dejó un depósito de dinero por el cable y el compresor de aire. Primero fueron a un depósito donde vendían barras con espolones, soga y, seguramente lienzos. Les resultó fácil llegar. Era, además, el único local iluminado a esa hora.

Las barras de hierro y el lienzo parecían de buena calidad. El dueño pedía ochenta pesos el kilogramo de pulgada y media de cuerda de Manila. Primero rato de engañarlos y venderles mercadería usada. La cuerda de pulgada y media pesaba un poco menos de 5 kilogramos los 50 metros. Daba un promedio, aproximado, de $ 1,70 los treinta centímetros, más del doble de lo que costaba en los Estados Unidos. Bell pagó el recio solicitado y compró 15 metros de soga, insistiendo en que debía ser nueva.

Los postes los compraron en un aserradero. El propietario los esperaba frente al local, con el saco de un traje sobre los hombros, ansioso, Bell revisó una enorme pila de postes, seleccionó los más derechos, fuertes y sin protuberancias. Después que Javier y Juan Dos los cargaron, regresó a la calle principal de Linares, en busca de un hotel.

—Quiero que Javier y Juan Dos permanezcan en la ciudad —le dijo a Alberto—, esperarán a mañana a la tarde y, entonces, buscarán quién recoja al Dina. Si no está en condiciones de seguir camino, se quedarán en Linares hasta que lo reparen y luego lo llevarán de regreso a Veracruz. ¿Comprendiste bien?

—Sí, señor —respondió Alberto—, pero, ¿quién pagará los gastos? Mi tío no lo hará, me parece.

—Por supuesto que no —replicó Bell—, ¿Se puede dejar el dinero en manos de estos muchachos, sin inconveniente?

—Sí, señor —contestó Alberto, ofendido—, son personas honestas. No piense que por ser mejicanos...

—Déjate de sandeces —lo interrumpió Sam—, haría la misma pregunta acerca de cualquier persona desconocida.

Alberto recibió 2.500 pesos, para entregarles. Servirían para cubrir los gastos personales en Linares, así como los que ocasionara el Dina.

—Si sobra algo —le dijo—, lo entregarán a Ochoa como compensación por los inconvenientes ocasionados.

Alberto parecía más convencido. Bell presintió que, de sobrar algún dinero, no llegaría a Ochoa sino que terminaría en el bolsillo de Alberto. Eso reafirmaba el concepto que tenía de él. Actualmente le interesaba más que estuviera contento Alberto, en vez de Ochoa. Aquél llevaría un trozo de Chato, de aquí en adelante. Confiaba en que Alberto y el Mack fueran capaces de hacerlo.

A las 3:45 A.M. regresaron junto al convoy. Parecía que no había problemas. Tanto mejor, pensó Sam. Los choferes dormían en sus camiones. Donna se había acomodado en el asiento posterior del Volks y roncaba. Su maleta grande había desaparecido. Los mosaicos del Dina número dos estaban prolijamente apilados a un costado. Había sido una delicadeza de Donna, pensó Bell, no necesitaría cambiarlos de lugar para que el Mack se apareara con el Dina. Se lo agradeció cuando la despertó.

—Fue idea de Juan Uno —explicó la chica—, querían desparramarlos de cualquier manera. ¿Conseguiste algo para cambiar el trozo?

—Confiemos en que servirá —dijo Bell.

Donna casi se desmaya cuando vio lo que. guardaba en el Mack.

—Pensé que traerías algo similar a lo que usaron en Tlacotalpán —musitó.

Estaba tan alterada que se olvidó de reclamar el dinero sobrante de sus cinco mil pesos, o el resumen de lo gastado. Ya lo hará, se dijo Bell.

—¿Qué pasó con tu maleta? —preguntó.

—Juan la colocó en su camión para que tuviera más espacio —le explicó—, tenías razón, es el mejor del grupo.

Mandó a Alberto a dormir en uno de los camiones detenidos fuera de la carretera. No procedía cautelosamente, pero tampoco deseaba que Alberto anduviera por ahí cuando él y Juan quitaran los últimos mosaicos que cubrían la nariz de Chato. Alberto no quería irse, estaba encantado de poder ayudar; Bell insistió.

Después que Alberto se alejó, Sam le entregó el lienzo a Juan y trepó a la caja del Dina número dos. Colocó una linterna en el piso para que iluminara dentro de la caja. La sección de piedra estaba al fondo, cubierta con una delgada capa de mosaicos. El piso tenía hojas de caña de azúcar. La retiraron con el pie y comenzaron a sacar los mosaicos. Juan miró, interrogante, a Bell cuando la parte superior del trozo de piedra surgió de entre la caña de azúcar. Miró, maravillado, cuando los ojos y la nariz estuvieron completamente a la vista. Su cara mostraba un sentimiento similar al pavor. También Bell estaba impactado por el espectáculo que ofrecían los enormes ojos sin vida y la nariz grande y chata. La piedra maciza, aunque era solamente una parte de la cara, tenía vida en sí misma. Bell llevó un dedo a los labios e hizo un gesto de advertencia. Juan movió la cabeza en señal de asentimiento.

Sam tenía las manos lastimadas por los bordes de los mosaicos. Cuando Juan reparó en que las apretaba cuidadosamente, le ofreció sus guantes. Bell los rehusó y Juan, sonriendo, le mostró sus manos para que las tocara. Las palmas estaban cubiertas de callos, Sam aceptó los guantes.

Ayudado por Juan, cubrió el trozo de Chato con el lienzo. En ese momento apareció Donna en la puerta de la caja para saber si el trabajo progresaba, y avisarles que los demás dormían aún. Miró de hito en hito el bulto impresionante que ocultaba el trozo de piedra.

—No entiendo cómo piensas moverlo —dijo.

—Voy a levantarla de un lado y Juan hará otro tanto del otro extremo —replicó Bell.

—Me lo imaginaba —le contestó displicente.

Bell sospechaba que deseaba intervenir y dirigir.

—Oye, nena —dijo—, ¿querrías alejarte y dejarnos continuar?

Buscó, ayudado por Juan, los cables y la cuerda, en el Mack. Juntos ataron el lienzo alrededor de la piedra, con la soga, dejando los extremos del mismo largo. Cuando Sam ató su extremo a un cable, Juan hizo lo mismo con el suyo. Trabajando uno al lado del otro habían obtenido un alto grado de comunicación silenciosa.

Deslizaron los ganchos al otro extremo de los cables, sujetándolos a los paragolpes traseros del Mack. Con gestos, Bell explicó a Juan lo que debía hacer. Éste subió a la cabina del Mack, lo puso en marcha y lo deslizó suavemente hacia adelante. Las cuerdas se tensaron y arrastraron el bulto hacia adelante corriéndolo sobre las franjas de acero del suelo del Dina, amontonando a ambos lados hojas de caña. El Mack gimió y el motor hizo ruidos en el filtro, pero no falló. Cuando el trozo estaba casi hasta la mitad, fuera del Dina, Sam hizo señas para que apagara el motor. Juan, que había mirado permanentemente por el espejo lateral, obedeció la orden.

El chofer regresó junto a Bell y lo ayudó a desatar los cables. Las ligaduras de un extremo estaban demasiado apretadas y no consiguieron soltarlas. Juan sacó su cuchillo y, después de mirar a Bell, para asegurarse de su aprobación, las cortó y liberó la cuerda. Juntos sacaron el compresor de aire del otro camión y lo dejaron a un costado del Dina. Juan acercó el Mack, marcha atrás, al trozo de Chato que sobresalía de la caja del Dina. Éste estaba más bajo que el Mack, debido al peso del bulto, y Sam debió desinflar un poco el par de ruedas traseras del Mack para que pudiera deslizarse debajo de Chato. Cuando finalizaron esa parte del trabajo, pidió a Donna que despertara a Alberto y los demás choferes.

Al verlos tan descansados, Bell tuvo conciencia del tiempo que llevaba sin dormir y su sensación de agotamiento aumentó. Y todavía debía soportar durante unas horas.

Los hombres al observar la masa cubierta con el lienzo, comenzaron a cuchichear. Todos, excepto Alberto. Este miró fijo a Bell y desvió, rápidamente los ojos, cuando reparó en que era observado, a su vez. No podía apartar los ojos del lienzo.

—Alberto, que entren todos, menos Juan, en el Dina —ordenó Bell.

Mientras Alberto cumplía la orden, Sam llevó aparte a Juan y a Donna.

—Dile que retroceda hasta que me oiga golpear el piso con el pie —explicó Sam a Donna—, entonces que se detenga. Cuando golpee nuevamente, que comience a moverse.

Trepó al camión e hizo rodar un poste contra el frente del bulto. Parecía que el trozo de piedra se deslizaría encima de él. Golpeó el suelo con el pie y el camión comenzó a retroceder. La parte delantera del bulto golpeó contra el poste y éste volvió a su posición anterior. Bell golpeó, otra vez, y el camión frenó inmediatamente. Sam tomó una barra y calzó, con ella, el poste bajo el bulto. Sujetándolo con la barra, golpeó nuevamente. El camión se movió, lentamente, hacia atrás. El extremo de Chato subió al poste. Bell liberó la barra. El poste giró mientras la piedra avanzaba encima. Detuvo el Mack y colocó otro poste. Enseguida, el Mack quedó pegado al Dina. La parte delantera del trozo de piedra descansaba dentro de él, sobre cuatro postes paralelos. Ahora estaba completamente oscuro dentro de los camiones que estaban acoplados, formando una sola e inmensa caja. Bell controló a su alrededor con la linterna en el preciso momento en que Alberto trataba de levantar el lienzo. El muchacho se irguió con aspecto culpable.

—Manda tres hombres, Alberto —ordenó.

Dos quedaron en el Mack junto a Bell y el tercero regresó llevando tres barras.

—Todos ustedes tomen una barra y cálcenla en aquel extremo de la carga —explicó Sam a Alberto—. Diles a los hombres que me acompañan que sujeten un extremo de la soga.

Cuando lo hicieron, continuó:

—Cuando grite “Jalen”, tú y tus hombres empujen. Diles a los míos que en ese momento deben tirar.

—Sí, señor —contestó Alberto.

—Jalen —gritó Bell.

Los hombres empujaron y jalaron gruñendo. No sirvió de nada. El trozo de piedra era demasiado pesado para ellos, aún con los postes debajo, para hacerlo rodar.

—Paren —dijo Bell,

Se sentó sobre el bulto y secó el sudor de su frente. Debía levantar la piedra lo suficiente para que se deslizara fácilmente sobre los postes.

—Donna —llamó.

—¿Si? —le contestó la joven, desde afuera.

—Haz que Juan saque un poco de aire a las ruedas traseras del Dina.

Tomó una barra y se acercó a Alberto, dentro del Dina.

—Que todos me imiten —ordenó.

Calzó su barra bajo el borde del bulto. Alberto tradujo y los hombres hicieron lo mismo con sus respectivas barras.

—Húndanlas —les dijo—, continúen trabajando y metiéndolas debajo.

El piso del Dina bajó lentamente mientras se desinflaban las gomas. Cuando la parte inferior de la piedra estuvo en el aire. Bell gritó a Donna para que Juan dejara de sacar aire a las ruedas, y pidió a Alberto que mandara un hombre con un poste del Mack,

—¿Dónde tienes tu cuchillo, Alberto? —preguntó.

—En el bolsillo, señor —dijo el muchacho dificultosamente a causa del esfuerzo realizado al empujar su barra—. En el derecho.

Bell sacó el cuchillo del bolsillo de Alberto y desgastó la punta del poste. El cuchillo estaba afilado pero el trabajo avanzaba lentamente. Se detuvo sólo lo necesario para envolver el mango de hueso del cuchillo con su pañuelo, para acolcharlo, cuando sus manos lastimadas, empezaron a dolerle y a sangrar. Una vez afilado el extremo del poste, lo calzó debajo de la piedra y lo hundió con ayuda de la barra.

—Donna —llamó—, saquen más aire.

Continuó empujando el extremo del poste con la barra, mientras el Dina se estabilizaba. Cuando la parte más gruesa del poste calzó debajo de la piedra, gritó nuevamente:

—Suficiente, Donna. Dile a Juan que comience a inflar las gomas del Dina otra vez.

Tenía a Alberto y a otros dos hombres, sujetando el poste con las barras.

—Sepárenlas para no romper el poste —les advirtió.

El. compresor de aire infló las gomas y Sam regresó al Mack, llevando a su hombre consigo, les dio, a cada uno de sus dos ayudantes, un extremo de la soga.

—Igual que hace un rato, Alberto —dijo—, cuando diga “jalen” tus hombres empujan por encima del poste, los míos tiran de las sogas.

Cuando el compresor se detuvo, preguntó:

—¿De acuerdo, Alberto? ¿Todos listos?

—Sí, señor —contestó Alberto.

—¡Jalen! —gritó Bell. El trozo de piedra se movió lentamente hacia adelante, rodando sobre los postes. Bell colocó otro poste debajo del borde delantero. Dejó que los hombres descansaran unos minutos, aunque estaba ansioso por terminar y continuar el viaje. Eran más de las cinco, no tardaría mucho en amanecer. Si los obligaba a trabajar demasiado rápido, no servirían para nada el resto del día. Sabía que él mismo, no resistía más. Cada músculo le dolía, sus manos desolladas ardían y picaban, y sus piernas parecían de goma, debido a la fatiga.

Aunque deseaba terminar el trabajo antes de la salida del sol, recibiría alborozado la luz del alba. Había menos posibilidades de que trataran de robarles en pleno día.

Sentado sobre la piedra, cerró los ojos. A despecho de las dos benzedrinas, se quedaría dormido donde se sentara, si no estaba alerta. Se sacudió despertándose, y se puso de pie, debiendo apoyarse con ambos brazos para levantarse, porque las piernas no podían levantar, por si solas, el peso del cuerpo.

—Alberto —llamó—, sigamos.

Enseguida, todo el trozo de piedra quedó dentro del Mack, sobre ocho postes. Hizo que los cinco hombres lo empujaran un poco más adelante. A medida que rodaba, sacaba los postes que quedaban libres por el desplazamiento del bulto, y los deslizaba bajo el borde delantero para que siguiera sin detenerse, siempre sobre siete postes, como mínimo. Por fin, la carga descansó contra el frente del camión. No tenía cómo quitar los postes. Calzó una barra debajo del último para evitar que rodara hacia atrás cuando el camión estuviera en movimiento.

—Donna —llamó Bell, fatigado pero triunfante—, dile a Juan que separe el Mack para poder cargar los mosaicos.

El camión se alejó del Dina que había quedado vacío. Cuando saltó al suelo, Sam sintió que sus piernas se doblaban y manchas blancas bailaron delante de sus ojos. Se sujetó antes de caerse.

—¿Te sientes bien? —le preguntó Donna, solícita.

—Estoy bien —contestó.

—¿Estás seguro?

—Sí. Dime Donna, ¿aún consideras que me pagan demasiado?

—No —contestó la joven, con un dejo de disculpa en la voz.

—¿Puedes hacerte cargo de lo que falta mientras duermo un rato? —le preguntó Sam—, estoy rendido.

—Por supuesto —replicó Donna.

Le recordó que Juan debía inflar las ruedas traseras del Mack y después volver a colocar los mosaicos en la caja del camión.

—Asegúrate de que coloquen la pulpa de caña para proteger la carga —le dijo—, despiértame cuando estemos listos para partir.

Se acomodó en el asiento trasero y, pese al entumecimiento de sus miembros, quedó dormido al instante. Soñó con Chato. Estaba amarrado con un arnés a la cabeza Olmeca, ahora en una sola pieza, bien sólida, y la arrastraba detrás de sí. Los labios de Chato, en lugar de ser hoscos, le sonreían de manera muy amigable. Tuvo la impresión de que lo estaban llevando al cautiverio.

—Señor —decía Chato.

Bell se agitó.

—Señor —dijo una voz, y alguien ir movió el pie.

Abrió los ojos con dificultad, aún sumido en el sueño. Era pleno día. Una cara, que no era la de Chato, lo miraba desde la ventanilla del coche, y junto a la cara, había una mano. Los labios sonreían, aunque no como los de Chato. Eran labios finos, y entre ellos asomaban dientes muy blancos, uno de los cuales estaba recubierto en oro. Ahora estaba completamente despierto, le parecía haber visto esa cara en alguna parte anteriormente.

En un automóvil Chevelle verde.

—Señor —dijo el hombre por tercera vez, haciendo señas con la mano a través de la ventanilla.

Tenía una pistola en la mano.