PARTE TRES:
EL CASO DEL LADRÓN DE CADÁVERES.
(LAHISTORIA DE ANNE YTOMÁS)

Vampiros que fingen ser humanos que fingen ser vampiros. Anne rice (Entrevista con el vampiro) 01. La visita del vampiro.

A simple vista, la vida de Tomás Echevarría no había cambiado demasiado desde su secuestro. Seguía compitiendo el lecho conyugal con su esposa Cristina, aunque, como muchos otros matrimonios agotados por el paso de los años y la rutina, el tiempo de batallar bajo las sábanas se empleaba ahora solamente a dormir; seguía comprando diarios de economía y viendo partidos de fútbol en pay per view; jugaba al póker on−line en sus escasos tiempos muertos y, por supuesto, dirigía con mano de hierro ECH Inc. La única sutil diferencia con respecto a su rutina anterior a su secuestro es que lo hacía todo por la noche. Pasaba las horas de sol encerrado en su dormitorio, con las persianas bien bajadas. Cristina, procurando que no entrase nada de luz en la habitación, acudía a la cama a media tarde para poder compartir un poco de contacto corporal con su esposo y despertaba siempre acompañada por la soledad. Él le decía que era un residuo que le había quedado de las penurias sufridas en aquella cabaña perdida en medio de los Pirineos, y que sin duda se le pasaría en breve, aunque cuando el sargento Solana, a raíz de los comentarios de la mujer, le ofreció ayuda psicológica, el empresario la rechazó. Ya iba a su propio psicólogo, alegó, aunque tras su muerte, apenas unas semanas después del mediático secuestro, no se encontró, al registrar sus papeles personales, factura alguna que lo confirmase. Una extravagancia de millonario, decían algunos. Y a Cristina, que lo que más le preocupaba en esos momentos era que su marido, chiflado o no, continuase siendo millonario, no le costó demasiado acostumbrarse a la nueva rutina.

Quien sí se vio afectado por este nuevo horario fue Christian Serrano, el mejor amigo de Tomás aparte de su asesor personal, secretario y mano derecha en Industrias ECH Inc. Desde la liberación de su compañero de fatigas tuvo que hacer encajes de bolillos para conseguir que sus asociados aceptasen que las reuniones fuesen en horas tan poco convencionales, aunque por otro lado ayudaba a poder tener encuentros digitales vía Skype con inversores extranjeros de distinto huso horario. De todas formas, que Tomás Echevarría se encargase en persona de gestionar el peliagudo asunto de la auditoría que tanto temía y lo resolviese con éxito le sirvió para ganarse un voto de confianza con el resto de asociados. Nadie relacionó esta victoria con el hecho de que el jefe del equipo de auditores ingresara en un centro mental poco después con delirios sobre seres demoníacos que lo acosaban en la madrugada.

Marta Saldaña había trabajado para Echevarría los últimos cuatro años, demostrando ser una secretaria eficaz y fiable. Tomás no se resignaba a perderla, pero tenía un hijo pequeño y un exmarido irresponsable, mala combinación para pedirle que ampliara su horario laboral hasta altas horas de la noche. Sin embargo, hay pocas cosas que un buen plus en nómina no ayude a lograr, sobre todo si con él superaba con creces el precio de una canguro que cubriese su ausencia.

Esa noche, Marta miraba con impaciencia los parpadeantes números digitales del reloj de pared que había frente al cubículo de la recepción, esperando que su jefe no se retrasara otra vez y pudiese marcharse puntual. Las oficinas de la sucursal de ECH Inc. en Barcelona, ubicadas en la cuarta planta del World Trade Center, estaban prácticamente vacías a esas horas. Manuel Salvador, un chileno que vaciaba las papeleras y hacía una limpieza superficial por los respectivos despachos (a las seis de la mañana llegaba el equipo de limpieza, pero no era poco frecuente que algún empleado se dejase olvidado los restos de su cena y al día siguiente oliese todo a pescado podrido), se había marchado hacía media hora ysolo Christian Serrano permanecía en el interior, revisando unos informes y mandando un par de mails urgentes.

Alas once menos cuarto apareció por recepción, con un té en un vaso de plástico de la máquina de vending en una mano.
−Acabo de hablar con el jefe −le dijo−. Está a punto de llegar.
Marta recibió la noticia con una sonrisa. No solo porque esa noche se podría ir a casa a su hora, sino porque siempre sentía un cosquilleo en el estómago cuando estaba a solas con Christian. Era un tipo bien parecido y muy educado, todo lo opuesto al cafre con quien cometió el error de casarse y concebir una criatura. Había oído rumores sobre que perdía aceite, pero hacía tiempo que había decidido ignorar los chismorreos. Quizá una noche lo invitase a una copa y decidiera averiguarlo por sí misma.
Desenchufó su cargador de móvil y lo guardó en el bolso para no olvidarlo y estaba ya cerrando programas en su ordenador cuando se abrió la puerta de entrada y apareció el señor Echevarría. Pese a que lo veía a diario desde su rescate todavía no se había acostumbrado a su delgadez ni al aspecto pálido y cansado que ofrecía. Vestía impecable, como siempre, pero portaba una barba de varios días que no entonaba demasiado bien con esa elegancia. La saludó distraído, preocupado seguramente por sus propios asuntos, y le dijo que ya podía irse si lo deseaba. Saludó con un apretón de mano a Christian y desaparecieron ambos por el pasillo que llevaba a su oficina. Marta apagó el ordenador y realizó una última inspección visual a su mesa para confirmar que no se olvidaba nada. Se colgó el bolso al hombro, haciendo tiempo estúpidamente por si regresaba Christian. Alos pocos minutos este apareció con su abrigo bajo el brazo.
− ¿Vas en coche? −le preguntó. Ella asintió con la cabeza−. Te acompaño al parking entonces. No son horas para andar por ahí sola.
Ella sintió que se ruborizaba como una colegiala y aceptó la compañía. Christian abrió la puerta y le cedió el paso como el caballero que era yla chica salió, perdida en sus ensoñaciones. Apunto estuvo de chocar de bruces con un tipo de aspecto estrafalario y varios tics nerviosos en su rostro que pretendía entrar.

Tomás estaba sentado ante su mesa, leyendo el correo del día en su portátil. A su lado, un amplio ventanal ofrecía una espectacular vista del puerto de Barcelona. Un crucero de lujo se abría camino entre las oscuras aguas, iluminando la noche con sus miles de luces de cubierta. Alguna embarcación pequeña avanzaba a su lado, con un punto rojo parpadeando en lo alto de su mástil para ser visible.

Alguien tocó con los nudillos a su puerta y la cabeza de Marta apareció, tímida.
−Disculpe que le moleste, señor Echevarría. Hay un hombre aquí que pregunta por usted.
Tomás levantó la mirada de la pantalla y observó a la pizpireta administrativa, una chiquilla que había tomado siempre malas decisiones ya la que la vida tampoco había querido ayudar demasiado.
−Le he dicho que usted no atiende a nadie sin visita previa, pero ha insistido mucho. Dice que es algo de vida o muerte.
Otro chiflado que quiere venderle alguna patente, pensó el empresario. El que sea un hombre de negocios peculiar que solo quiera trabajar por la noche no es sinónimo de que esté dispuesto a tratar con toda la fauna de frikis nocturnos que haya por ahí fuera.
−Me ha dicho… −la chica se lo pensó mucho antes de proseguir, avergonzada− que se trata de algo relacionado con vampiros. ¿Quiere que llame a seguridad, señor?
Vampiros. La palabra misma ya creó una alerta en el cerebro de Tomás. ¿Es posible que alguien hubiera descubierto su secreto? No lo creía probable. Había tenido cuidado en sus cacerías, eligiendo a sus víctimas entre aquellas cuya desaparición o bien no importara a nadie o bien a quien le importara no estuviera en situación de denunciarlo a la policía: vagabundos, yonquis, putas de alguna mafia del este… Aun así, improbable no era imposible, y era difícil asegurar que no hubiese tenido algún descuido. Aún era nuevo en eso.
También podría ser alguien que Antonio le enviara. Pero, de ser así, ¿con qué objetivo? ¿Venganza? Ya no había nada que lo uniese a él y sería ridículo que arriesgase su anonimato por saldar una deuda. Además, el chaval no parecía la clase de persona con muchos recursos.
− ¿Vampiros? −repitió la palabra con prudencia, pensando con cuidado su siguiente paso. Fingió entonces acordarse de algo yse echó a reír−. No,querida, has debido escucharmal. ¡Papiros!Tehabrá dicho papiros. Hace poco contactó conmigo una empresa egipcia, a modo personal. Me dijeron que me enviarían a su representante en España, pero lo había olvidado por completo. ¡Hágalo pasar, por favor!
La secretaria pareció dudar por un momento. Estaba segura de que había oído Vampiros. No obstante, se dispuso a acatar la orden.
− ¿Quiere que me espere, señor Echevarría? −dijo muy a su pesar.
−No, no, Marta, ni mucho menos. Tienes a tu hijo esperando. Yo me ocuparé de todo.
La joven asintió, agradecida, y abandonó el despacho. En recepción, Christian analizaba con la mirada al tipo. Desde luego, no parecía un representante de ninguna empresa, pero no le pagaban por analizar los gustos en moda de las visitas del jefe.
−El señor Echevarría le está esperando −anunció−. Ya puede pasar.
El tipo saludó con un gesto y entró en el laberinto de oficinas de ECH Inc., dirigiéndose directamente al único que estaba iluminado. Marta hizo una señal con la cabeza a Christian para indicarle que ya se podían ir y este repitió el gesto de caballerosidad de antes. Deseaba marcharse de allí a toda velocidad. Algo en ese tipo le producía escalofríos, aunque no es que pudiera considerarse muy buena juzgando a la gente. También su propio jefe le producía escalofríos, aunque le hubiera demostrado ser una excelente persona.
Al final, deseosa de quitarse esa sensación de oscuridad del cuerpo, terminó invitando a Christian a esa última copa. No pasaba nada porque su niño la esperase un poco más. Christian la aceptó, pero no llegaron a acostarse juntos, como a ella le hubiera gustado. En ocasiones, resulta que las habladurías sí son fundadas, como descubrió.

El desconocido entró en el despacho de Tomás con inseguridad. Portaba un maletín de notables dimensiones y lo dejó sobre la mesa. Antes de tomar asiento, sacó una tarjeta de visita del bolsillo interior de su americana y se la entregó al vasco. Vestía traje y corbata, pero con aire desaliñado y lleno de arrugas, sugiriendo que llevaba varios días con él puesto.

Tomás lo observaba con atención mientras se sentaba.Aceptó la tarjeta en silencio y leyó el nombre:

 

Enrique Solana. Detective privado.

− ¿Es usted detective? −preguntó−. Me habría venido bien uno cuando me tuvieron secuestrado durante varias semanas. Ahora ya no es necesario, como podrá comprobar. Y como no tengo la menor duda de que mi esposa no lo ha contratado, imagino que su visita estará relacionada con algún socio de la empresa, ¿voy bien encaminado?

−Lo cierto es que no, señor Echevarría. Sí es cierto que me han contratado para venir a hablar con usted, y tiene razón al confiar en su esposa, no es ella quien me paga. Sin embargo, a la vez, vengotambién a ofrecerle mis servicios.

−Como ya le he dicho, no preciso de un detective en estos momentos, señor Solana.Así que, si no tiene nada más que ofrecerme, tengo mucho trabajo atrasado, por lo que le agradecería…

−Es usted un hombre ocupado, lo comprendo. Por eso no confiaba en que me recibiría sin cita previa, aunque la palabravampiro parece que le ha hecho reaccionar. ¿No siente usted curiosidad, señor Solana?

−Una cosa es la curiosidad y otra muy diferente es seguirle el juego a cualquier lunático que se presente en mi oficina. Además, yo no creo en los vampiros, así que no sé qué pueda interesarme lo que me vaya a decir.

Una sonrisa amarga afloró en el rostro de Enrique. −Yo tampoco creía, desde luego. Ni siquiera me gustaban las películas de género, si le soy sincero. Pero recientemente he podido comprobar que existen. Los vampiros son reales, señor Echevarría, y hay uno trabajando en esta misma empresa.
Tomás no tenía claro cómo reaccionar. Por supuesto que el piltrafilla ese había despertado su curiosidad, pero no quería delatarse antes de tiempo. ¿Sabía realmente algo sobre él? ¿Querría hacerle chantaje? Era absurdo, desde luego. A nadie se le ocurre reunirse con un vampiro para amenazarle en un lugar sin testigos. En un segundo se le ocurrieron mil maneras diferentes de liquidarlo. Pero si lo mataba, se quedaría sin saber quién lo había contratado y qué es lo que pretendía.
− ¿Para quién trabaja? −le preguntó sin rodeos.
−Esa no es la pregunta correcta. Le acabo de decir que hay un vampiro trabajando en esta empresa. ¿No sería más lógico preguntarme por el nombre en cuestión?
−Lo sería si creyeseuna sola palabra de lo que me está contando, pero no soymuydado al folklore rumano, así que comprenderá que no me interese en absoluto quién crea usted o su cliente que es un vampiro. Además −añadió con cierta sorna−, no nos preocupamos por las actividades de los empleados fuera del horario de oficina.
−Veo que sigue sin creerme, señor Echevarría. Pero, ¿y si le dijera que en este maletín tengo pruebas irrefutables de lo que le estoy contando?
−En ese caso, me gustaría verlas. Así que vayamos al grano y dígame cuánto me va a costar.
−Tan solo su tiempo, señor Echevarría −respondió Enrique Solana poniéndose en pie y quitando los seguros del maletín−. Tan solo su tiempo.
Abrió el maletín de manera que la cubierta superior ocultaba el interior de la vista del empresario. Rebuscó en el interior y pareció encontrar lo que deseaba.
−Voy a decirle el nombre del vampiro, señor Echevarría. Y voy a darle pruebas irrefutables.
Tomás había caído en la trampa. Estaba totalmente intrigado, ansioso por conocer los secretos que ese mequetrefe guardaba en su maletín. Solo la posibilidad de que estuvieran codificados o le fuesen inaccesibles de cualquier otra manera impedían que saltara sobre él y le arrancara la yugular de un mordisco. Tan absorto estaba que no fue capaz de reaccionar a tiempo cuando el supuesto detective sacó la mano de dentro del maletín. En ella llevaba una pistola y lo apuntó directamente a la cabeza.
−Usted es el vampiro, señor Echevarría −sentenció el detective mientras apretaba el gatillo.
La bala surcó el despacho en una fracción de segundo e impactó en la frente de Tomás, destrozándole una ceja. Se escuchó el crujido de su cráneo, la esponjosidad de su cerebro rasgándose y un segundo quiebroensu nuca hasta que la bala, ya sin fuerza, terminó impactando en la pared, acompañada de una nube de sangre.
El cuerpo de Tomás cayó sobre la mesa mientras restos de sus sesos empapaban el teclado de su ordenador.
−Y que usted sea capaz de sobrevivir a esto es la prueba −terminó el pistolero.
Temeroso de perder un tiempo vital, Enrique Solana agarró a Tomás por la solapa de su traje y le dio la vuelta, colocando el cuerpo sobre la mesa boca arriba. Volvió a buscar en su maletín y sacó de él una estaca y un mazo. Ya se estaba comenzando a cerrar la herida de la frente, recomponiéndose la ceja a su estado original, cuando colocó la punta de la estaca sobre el corazón del empresario. Él si supo que tenía que hacerlo sobre el costado derecho.
Ya se empezaba a notar movimiento bajo los párpados cerrados del vampiro cuando descargó con fuerza el primer mazazo. Tomás agitó violentamente las manos, abriéndolas y cerrándolas, pero ya era tarde para él. Al tercer golpe la estaca le atravesó el corazón y este le dejó de latir.
Con su misión cumplida, el detective Solana, antiguo policía dimitido a escasas semanas de ser ascendido a sargento, marchó del lugar sin molestarse en limpiar sus propias huellas. Sin duda su rostro estaría grabado en infinidad de cámaras, así que no valía la pena molestarse. Ytampoco es que dispusiera de mucho tiempo. El disparo habría alertado a alguien de los pisos superior o inferior y la policía no tardaría en llegar.
Efectivamente, estaba el hombre saliendo del edificio de World Trace Center a pie, atravesando la plaza de les Drassanes en dirección al metro cuando escuchó las sirenas de varios coches de los Mossos acercándose por el Paral.lel.

02. Más perdedores de bar.

Francisco Solana pidió otro whisky. Era su noche libre, así que podía permitírselo, aunque sabía que cuando uno es sargento de los Mossos d’Esquadra nunca sabes a ciencia cierta cuándo es tu noche libre. Cualquier emergencia y el teléfono se ponía a sonar como loco. Al menos no iba a despertar a nadie. Hacía tiempo que no compartía cama con ninguna mujer, al menos no durante una noche entera.

Francisco nació para ser policía. No porque tuviera las condiciones necesarias para ello, sino porque había caído en una familia de policías. Su padre lo fue hasta el día de su jubilación y su hermano lo era hasta el día de su descenso a los infiernos. Él se limitó a seguir el terreno que le habían allanado y aunque le pudiese preocupar estar a la sombrade sus dos ejemplos a seguir ahora ninguno de ellos estaba en el cuerpo, así que no tenía de qué preocuparse.Ahora él había llegado al puesto de sargento del que su hermano se quedó a las puertas y muchos apostaban porque terminaría sustituyendo a De Vicente como Inspector. Eso el tiempo lo diría. Su caso no dejaba de ser parte de una cómica ironía. Durante sus primeros años en el cuerpo pasaba muchas horas en las calles para demostrar sus méritos, lo cual terminó por desgastar su matrimonio. Ahora que este había terminado pasaba muchas horas en las calles para no enfrentarse al vacío silencioso de su casa. Agradecía, al menos, que su separación no hubiese terminado por convertirse en un chiste entre los chicos de uniforme. Al fin y al cabo, no había demostrado ser un gran detective si paradescubrir que su mujer le erainfiel había necesitado encontrarla en pelotas en la cama y con un desconocido haciéndola gemir.

Francisco sonrió al reflejo que había al final de su vaso y lo hizo desaparecer de un trago. ¿Se había convertido en un borracho que frecuentaba bares solitarios a altas horas de la madrugada tras su doloroso divorcio o ya lo era antes? No podía recordarlo, pero sí recordaba que los tiempos de felicidad marital le quedaban ya muy lejos.

Eso le hizo pensar en su hermano Enrique. Siempre había sentido cierta envidia hacia su vida, tanto por la pasión que era capaz de poner en su trabajo como por la familia que había logrado formar. Isabel, su esposa, lo adoraba, incapaz de hacerle daño como había sucedido con la furcia de su esposa. Y la pequeña Alma era un regalo del cielo, un ángel de contagiosa sonrisa ybesos de mariposa. Adoraba a esa cría y la devoción parecía mutua, pero nunca sería como la hija que le hubiese gustado tener. De eso es de lo único que no la podía culpar a ella. Deseaba ser padre, pero a la vez tenía la firme convicción de que habría sido un padre horrible.

Incluso ahora, tras la crisis emocional de Enrique tras los atroces asesinatos del Gran Casino (la matanza de Collserola, decían los periódicos), seguía sintiendo algo de envidia por él. Lo había pasado mal, cierto, y había coqueteado con el alcohol y otras sustancias que te ayudan a dormir y olvidar después tus sueños. Pero, ¿quién podía condenarlo por ello? A él el caso le pillo casi de refilón, haciendo llamadas y realizando búsquedas por Internet, pero su hermano lo vivió a pie de campo. Levantó en sus brazos el cuerpo de alguno de esos muchachos. Y no era ya solo la muerte en sí, sino la forma en la que habían sido ejecutados. Eso volvería loco a cualquiera.

Pero incluso a eso logró sobreponerse. Se marchó de la ciudad, dejó el cuerpo y empezó a trabajar por su cuenta. Yaunque fotografiar orgías para cornudos como el propio Francisco había llegado a ser no era para nada glamouroso, al menos las posibilidades de recibir un tiro por la espalda eran menores. Y las de encontrarse con un montón de críos desangrados en medio del bosque casi inexistente.

Levantó el vaso y brindó por su hermano, que había comprado todas las papeletas en la tómbola para ser un perdedor de bar y al final se había ido sin el premio gordo. Y mientras, aquí estaba él, con el trabajo que toda la familia deseaba para él, con un piso libre de hipoteca, con la libertad libertina que te proporciona la soltería pasados ya los cuarenta, brindando a solas en un bar de mierda donde hasta el camarero, que debería estar agradecido ante el que era su mejor cliente, parecía mirarle mal.

¡Qué diablos, es mi noche libre!, se repitió mientras pedía el tercer trago y se aferraba a un puñado de frutos secos que le habían servido en un cuenco de cristal apenas trasparente. Tengo derecho a beber lo que me dé la gana.

Y, como en cierto modo sabía que iba a suceder, tras vaciar ese tercer whisky de un solo trago, su teléfono comenzó a vibrar y De Vicente le requirió para un espinoso caso. Se había cometido un asesinato y, por lo visto, el fiambre era un tío importante.

Tambaleándose por los efectos del alcohol sobre su estómago vacío, Francisco pagó la cuenta y salió del bar, sin poder evitar reírse a rienda suelta por lo cabrón que es siempre el destino.

03. Noticias impactantes.

Sin duda una de las personas que mejor supo beneficiarse del secuestro de Tomás Echevarría fue la periodista Judith Lozano. Su habilidad para estar siempre en primera plana la habían convertido en la mayor conocedora en España del enrevesado caso del empresario secuestrado. Siguiendo su intuición, que al final resultaría que le iba a ser tan eficaz para abrirse camino en el mundo del periodismo sensacionalista casi tanto como su cuerpo de Barbie (apodo que se ganó entre sus competidores no solo porque tenía la misma figura que la famosa muñeca sino porque parecía hecha con el mismo plástico), hizo un seguimiento exhaustivo de la vida y milagros de Tomás Echevarría tras su secuestro, incluso cuando todo el mundo le decía que la noticia ya estaba agotada y en cuatro días nadie se acordaría del empresario vasco más que en la sección de economía. Así que el día siguiente a su asesinato, ella era la estrella invitada en casi todos los programas de actualidad de la televisión nacional y de radio. Incluso llegó a ser entrevistada por alguna cadena extranjera, como la CNN. −Existía una vida oculta de Echevarría que no conocemos

−explicaba en sus apariciones−. Siempre se ha vinculado su secuestro a algo aleatorio, ya que nunca se pidió rescate alguno por él. Pero la manera en la que ha terminado su historia demuestra que la elección no fue en absoluto algo dejado al azar. Sin duda Echevarría ya estaba en contacto con la organización que lo secuestró antes de que este se produjera.

Algunos de los programas a los que asistía Judith eran presumiblemente formales. Otros eran patios de cotorras donde el debate más histriónico era seña de identidad. Este era de los segundos.

−No estoy de acuerdo contigo, Judith −intervino uno de los contertulios−. Según la información que poseo, la secta satánica que lo secuestró lo habría elegido como protesta ante la globalización empresarial y el asesinato de anoche fue solo la manera de terminar el trabajo.

−Según mis fuentes −añadió otro−, Echevarría mantenía una apasionada relación extramatrimonial con Belén Esteban que podía haber enfadado mucho a terceras personas y podría ser lo que incitó el secuestro, siendo toda la trama sectaria una mera tapadera paradesviar la atención.

El nombre de Belén Esteban provocó cierto revuelo, desviando el tema principal por otros derroteros más rosas de lo que cabría esperar. Judith siempre se había considerado una periodista seria, pero también sabía que en la España actual para destacar en su profesión primero tenía que pasar por ese circo grotesco y absolutamente falto de rigor. En unos meses, sin embargo, estaría tan abducida por las mieles de la fama que aceptaría presentar un programa del corazón.

Aún le quedaba, sin embargo, algo de tiempo para las noticias de verdad, y en un late show de media noche, en plena entrevista, recibió una alarma en su móvil y pudo ofrecer, en riguroso directo, de una exclusiva impactante. El misterio alrededor de Tomás Echevarría estaba lejos de finalizar.

Oficialmente, la declaración de la policía sobre el secuestro de Echevarría no hablaba de intereses económicos ni reivindicativos. Aunque no se atrevieron a mencionar la palabra secta durante la rueda de prensa que el sargento Francisco Solana tuvo que hacer ante los medios, esa idea estaba en la mente de todos. No parece que una estaca en el corazón fueseun modus operandi demasiado habitual, ni siquiera en una película de David Fincher. Solana siempre sospechó que algo olía muy mal en todo ese asunto, ya que parecía muy conveniente que Echevarría no recordase nada del tiempo que había estado prisionero en aquella casa. No le cabía la menor duda de que estaba protegiendo a sus captores, pero no lograba encajar todas las piezas y hallar un motivo. ¿Síndrome de Estocolmo? Había varias líneas de investigación abiertas, algunas realmente extravagantes. Una de ellas, y que Francisco se negaba a obviar, indicaba que aun siendo inicialmente un secuestro Echevarría podría no haber estado retenido en contra de su voluntad, sino abducido por una secta. El drástico cambio de hábitos tras su liberación así lo sugería. Tomás no era especialmente nocturno antes de su secuestro, siendo más bien dado a madrugar y aprovechar al máximo los días. Según esa teoría, Tomás podría seguir en contacto con los miembros de la secta, quizá trabajando a su servicio. De ser algo de todo eso cierto, faltaría entender cómo acabó de nuevo con una estaca clavada en su pecho. ¿Era quizáparte de un ritual yquien lo hicierasabíaperfectamente que esa herida no iba a ser mortal? ¿Era todo un montaje ante la inminente llegada de la policía? ¿O quizá se trataba de un castigo por hacer algo prohibido según las reglas de la falsa religión?

Se trataba, esto habría que dejarlo claro, de solo una de las muchas vías de investigación abiertas. Posiblemente la más disparatada y alejada de la realidad, y por ello la que más cuidado debían de tener para que no se filtrara a la prensa si no quería que el departamento entero de los Mossos d’Esquadra quedara en evidencia. Sin embargo, tras dos semanas de arduas investigaciones, no habían avanzado lo más mínimo, y esa misma noche iba a haber un giro de los acontecimientos que lo cambiaría todo.

La noche anterior, cuando Francisco Solana llegó al escenario del crimen, mascando tres chicles a la vez para tratar de minimizar el olor a whisky de su aliento, la prensa ya rodeaba el lugar, Judith Lozano la primera. El caso se había vuelto terriblemente popular y se decidió que no valía la pena ocultar la información, ya que andaban tan perdidos que la prensa podría llegar a ser de más ayuda que obstáculo. Así que de inmediato se informó de la muerte de Echevarría, atravesado por una estaca, esta vez sí, en el costado derecho. El cuerpo sería llevado al depósito donde a lo largo del día se le realizaría la autopsia para conocer más detalles.

Acontinuación, las preguntas de rigor: ¿Era la estaca del mismo tipo con la que lo atacaron en la cabaña? ¿Había alguna nota reivindicando la autoría? ¿Había muestras de pelea o resistencia por parte de Echevarría en el lugar del crimen? Solana, aconsejado por De Vicente, decidió responder con la máxima sinceridad, sin dejar ninguna pregunta sin contestar. Todo era muy eventual, por supuesto, y a lo largo de las siguientes horas tendrían muchos más datos, incluso puede que una identificación del asesino a juzgar por la gran cantidad de huellas halladas en el lugar del asesinato, pero no mencionó en ningún momento la bala que le atravesó la cabeza. No por decisión propia. Simplemente, no había resto alguno de esa herida, más allá de un casquillo solitario incrustado en una pared.

Tal y como explicó, el cadáver fue transportado al depósito. Allí se le realizaron más fotografías y tomaron muestras de sangre y ADN para separarlas de los indicios hallados en el despacho. Desvistieron el cuerpo y lo lavaron bien a fondo. Retiraron la estaca que le atravesaba el corazón y adecentaron el cuerpo lo suficiente para que Cristina Rice, la esposa de Tomás, pudiera identificarlo sin sufrir más de lo que ya lo estaba haciendo. Tras esto, ya consumido el día, lo guardaron en una cámara funeraria en espera, al día siguiente, de abrirlo para hacer una inspección más intensa.

No hubo ocasión de hacerlo.

Estaba Francisco Solana en su despacho completando su informe y pensando en que llevaba tiempo sin hablar con su hermano y que tenía que llamarlo un día de estos cuando le avisaron de que el cuerpo de Tomás Echevarría había sido robado de la morgue. Mariano Díaz, el vigilante de guardia esa noche, explicó que había escuchado ruidos durante su ronda y que cuando llegó al llamado “cuarto frío” vio que una de las cámaras estaba abierta y vacía. Sonó entonces la alarma que indicaba que alguien había abierto una de las salidas de emergencia, pero cuando llegó hasta ella, que comunicaba con el parking exterior, solo alcanzó a ver un coche unifamiliar que se alejaba a toda velocidad. No logró distinguir ni el modelo ni la matrícula, solo que era de un color oscuro. Posiblemente negro.

Lo que no explicó Mariano Díaz fue que cuando telefoneó para dar aviso del suceso no fue su primera llamada. Él era, como muchos otros (aunque desde luego eso era algo que desconocía) uno de los empleados municipales cercanos a Echevarría que había recibido propuestas tan indecentes como irresistibles por parte de Judith Lozano, de esas que intercambiaban una noche de sexo y lujuria a cambio de información suculenta sobre la investigación. Así que lo primero que hizo Mariano fue llamar a la periodista, que logró anunciar la desaparición del cadáver en primicia antes incluso de que la policía llegase al depósito. Esto la convirtió en la nueva reina de la televisión durante varias semanas y dejó en evidencia a los Mossos d’Esquadra. Mariano Díaz, meses después, seguía esperando su premio prometido.

04. Bajo las luces del amanecer.

Enrique Solana conducía su C−Max de color negro por la avenida de la Meridiana, la salida de Barcelona en dirección norte, que a esas horas de la madrugada apenas tenía tráfico. Un coche color “carbonilla”, decía siempre su hija de ocho años, en medio de una alegre risotada.

Pensar en su pequeña le estremeció el corazón. Un amago de lágrimas le humedecieron los párpados y las luces de los semáforos se emborronaron ante sus ojos. Eraunanochefresca pero despejada, muy tranquila, aunque se había cruzado ya con varios coches de la policía circulando en sentido contrario con sus luces rojas y azules rompiendo la armonía grisácea de los edificios de la ciudad. Encendió un cigarrillo, obviando que hacía años que había dejado de fumar, y miró nervioso por el espejo retrovisor. En la parte de atrás, con los asientos plegados para unir el habitáculo con la zona de maletero, el bulto que llevaba seguía oculto bajo unas mantas viejas. Creyó sentir un ligero movimiento, pero lo atribuyó a su imaginación. Tenía que darse prisa, pensó al comprobar como sobre él el cielo comenzaba a clarear ligeramente.

Antes, Enrique era un hombre feliz. No todo era de color de rosas, por descontado. Al fin y al cabo, tenía un trabajo en el que debía lidiar con drogadictos y canallas a diario, pero también tenía sus momentos de ayuda al ciudadano, y las muestras de gratitud generalmente compensaban los malos ratos. Luego estaba la muerte de su madre, la enfermedad de su padre, que lo obligó a jubilarse un poco antes de lo deseado, y el desagradable divorcio de su hermano Francisco, que le dolió como si lo hubiese sufrido en sus propias carnes. Pero para compensarlo tenía a Isabel yAlma. Su esposa era su vida, su universo propio en el que refugiarse cuando los problemas del día a día amenazaban con estrangularlo con sus manos putrefactas. Y cuando la pequeñaja nació todo adquirió un nuevo sentido, como si con su llegada Enrique hubiese descubierto un color desconocido hasta ahora capaz de iluminarlos por sí mismo a él y a su esposa. Una flor en medio de un océano de alquitrán cuyo resplandor alcanzaba incluso a los más distantes. Francisco, por ejemplo, padrino de la niña, solo parecía superar la traición de su mujer y recuperar su antaño radiante sonrisa cuando estaba en compañía de la pequeña, como si ella fuese la única excusa que podía encontrar para no ahogarse en un mundo de autocompasión y alcohol. Y ahora que ella no estaba…

Pero no, no podía permitirse pensar así. Iba a recuperarla. Tenía que recuperarla. Para ello solo tenía que cumplir con su trabajo, y la parte más difícil ya la había realizado. Miró de nuevo hacia atrás, solo para asegurarse, y esta vez sí estuvo seguro de que había habido algún tipo de movimiento. Se empezó a inquietar yestuvo a punto de saltarse un semáforo en rojo, obligándose a frenaren seco. Por fortuna no había ninguna patrulla de la urbana cerca, solo le faltaba que una estúpida infracción de tráfico diera al traste con todo. Sin embargo, el frenazo hizo que se desplazara una de las mantas, dejando al descubierto parte de la bolsa para cadáveres que había debajo.

Había dejado atrás la ciudad y circulaba por la autopista AP−7 en dirección Tarragona, por la que llegaría hasta Sant Cugat, cuando el teléfono le sonó. Presionó el botón de descolgar que había junto al volante y habló a través del manos libres del coche.

− ¿Enrique? −respondió una voz que resonaba con un ligero deje metálico por los altavoces el vehículo−. Soy yo, Francisco. ¿Te pillo en mal momento?

−Enrique, por amor de Dios. ¡Son las cinco de la madrugada! ¿Qué ocurre?
− ¿En serio son las cinco? Perdona, no habré despertado aAlma, ¿verdad? −la vozde Francisco sonaba cansada yalgo pastosa. Sin duda había estado bebiendo más de la cuenta otra vez−. Pensé que igual estabas espiando a un cliente, o algo así.
Normalmente Francisco usaba un tono despectivo e incluso hiriente para referirse al actual trabajo de detective de Enrique, dolido y decepcionado a la vez porque este hubiese dejado los Mossos, pero no le pareció el caso ahora.
−Tranquilo. Estaba… despierto. Dime, ¿qué ocurre?
− ¿Te has enterado de lo de Echevarría?
− ¿El empresario? Sí, ayer estuvieron todo el día hablando de él en las noticias. Se lo han cargado, ¿no? Algo de un asesinato ritual, creo.
−Es más complicado que eso. Verás, esta misma noche han robado su cadáver de la morgue, ¿te lo puedes creer? El caso es que he estado pensando… Efectivamente lo mataron con una estaca clavada en el corazón, algo parecido a lo que ya intentaron hacer tras su secuestro. Ciertamente, lo más fácil es pensar en algún tipo de ritual, no es que una estaca sea un arma muy habitual. Y eso me ha llevado a pensar en la matanza de Collserola −Francisco aguardó unos instantes, y al comprobar que no había protesta alguna por parte de su hermano, continuó su razonamiento−. Sé que no te gusta volver a todo aquello, pero quería compartir contigo mi teoría. Veras, los chicos esos… Algunos estaban desangrados, con marcas de mordeduras en el cuello. Mordiscos en el cuello, estacas en el corazón… ¿Crees que es muy descabellado pensar que ambos casos pudieran tener alguna relación entre sí?
De nuevo un incómodo silencio. Durante la conversación, más bien monólogo de Francisco, Enrique no quitaba el ojo de encima al bulto de su maletero, cada vez más convencido de que se estaba moviendo, como accionado por pequeños espasmos. Apretó el acelerador, consciente de que sobre él la claridad del amanecer se desparramaba insolente, difuminando el resplandor de las estrellas.
−No sabría qué decirte −contesta al fin−. Ya sabes que quiero olvidar todo lo relacionado con la matanza de Collserola. Yrespecto a Echevarría, la verdad, no tengo suficiente información para especular sobre ello.
−Bueno, había pensado que podría pasarme por tu casa yque me echaras una mano. Te llevo los informes y los repasamos juntos.
Ahora una especie de pánico invadió a Enrique, que no fuecapaz de disimularlo.
− ¡No! −respondió alarmado−. No vengas a casa. No es buen… momento.
− ¿Va todo bien? −la preocupación se reflejó en la voz de Francisco y Enrique se dio cuenta de que había metido la pata con su reacción. Por suerte, todo estaba a punto de terminar para él−. Papá dice que lleva días sin hablar contigo, y antes siempre hablabais a diario. Quizá sería buena idea que nos veamos. Olvídate del caso, ha sido una mala idea. Pero ¿qué tal charlar un rato de hermano a hermano? Puedo pasarme…
− ¡Te llamaré! −Enrique lo interrumpió antes de perder definitivamente el control de la conversación−. Dame un par de días para arreglar unos asuntos y te doy un toque, ¿vale? −y sin esperar respuesta, cortó la comunicación.
El C−Max había llegado ya a la salida de Sant Cugat. La tomó y avanzó hacia una zona residencial rodeada por bosque. Llegó ante la entrada de una finca con una casa unifamiliar de dos plantas y Enrique accionó el mando del garaje para que la puerta mecánica se abriese y ocultarse del sol en su interior. La puerta, sin embargo, no obedeció, y Enrique tuvo que apearse del vehículo yabrirla a mano, refunfuñando. Había vuelto a olvidar que llevaba ya un par de semanas averiada.
Desde el piso superior, una figura esbelta contemplaba la maniobra entre penumbras.

En la calle, apoyado contrauna farola, justo enfrente de la entrada para vehículos de Pompas Fúnebres, Francisco contemplaba incrédulo la pantalla de su móvil, donde se reflejaba el contacto de su hermano y el aviso de “llamada finalizada”. Sabía que no podía vivir siempre pendiente de los problemas de Enrique, por algo tenía los suyos propios, pero no podía evitar sentirse angustiado.

En esos momentos, Francisco ignoraba que no había rozado ni la punta del iceberg.

 

05. Una lista incompleta.

Las primeras luces del alba atravesaron el cristal de la ventana, intensificando el brillo del sudor que empapaba la piel bronceada de Judith Lozano. Estabacompletamente desnuda, yaunque en el exterior la temperatura era algo baja, la sábana de seda de la cama yacía abandonada en el suelo, hecha una bola, fruto de la batalla carnal que se había prolongado hasta hace apenas un par de horas y que había supuesto un buen colofón para un día tan exultante como agotador cuyo punto cumbre fue la exclusiva del robo de un cadáver.

Robert Montero, un productor televisivo entrado en años, carnes y canas, la contemplaba desde su lado de la cama, recreándose en la suavidad de esas curvas de infarto que sus manos habían recorrido centímetro a centímetro después de poner a buen recaudo en el bolsillo de su americana tanto su moral como su anillo de matrimonio.

La chica se removió, molesta por el abrazo del sol, y Robert Moreno se relamió al ver florecer sobre el colchón el pezón que coronaba uno de esos pechos turgentes de los que aún conservaba su sabor. Estaba de nuevo erecto y se planteó despertar a la periodista para ofrecerle un nuevo combate sexual cuando el tono de llamada de un móvil se le adelantó.

Judith protestó entre gruñidos, pero se alzó, quedando sentada sobre la cama de espaldas a su amante ocasional, y contestó al teléfono. Mientras hablaba vio la sábana caída y, de forma mecánica, la recogió yla dejó sobre la cama, sin molestarse en cubrir sudesnudez con ella. Así de acostumbrada estaba a mostrar sus armas de mujer ante todo aquel que lo mereciera, aunque debía reconocer que leestaba costando recordar quién era el tipo que había amanecido a su lado. Quizá sí se excediera con los tequilas tras el late-night de anoche.

−Tengo las direcciones que me pediste −le dijo una voz al otro lado de la línea telefónica−. ¿Te las mando directamente a tu Gmail? Me debes una bien gorda, Judith.

La conversación fue breve y tras cortarla la rubia consultó en el propio móvil su correo. Efectivamente, ahí estaba el listado. Sonrió y se mentalizó paraponerse en marcha cuanto antes. Solo había dormido un par de horas, así que esa mañana iba a necesitar una ración triple de cafeína.

Se incorporó y rodeó la cama en dirección al baño cuando se encontró con el productor de pie ante la puerta, con el miembro firme y una sonrisa estúpida en el rostro. Se había olvidado por completo de su existencia.

−Lo siento mucho, cielo, pero tendrás que volver a tu casa. Mami tiene que trabajar.
El hombre la tomó por el brazo, en un gesto que pretendía ser suave pero firme a la vez.
−Pensaba que quizá tendríamos tiempo para una dulce despedida.
Judith lo miró fingiendo la mejor de sus sonrisas y le agarró el pene erecto con una mano.
−Tú consígueme ese contrato y podrás gozar de muchas dulces despedidas, cariño.
La aparente caricia en forma de promesa de futuro se transformó en un firme apretón y el productor captó la indirecta. Sin atreverse a pedir permiso siquiera para una ducha recogió sus ropas y se vistió a toda prisa, consiguiendo desaparecer antes de que la periodista saliese del baño, disfrazada de nuevo en persona decente y afable.

Judith, uniformada de Gucci y maquillada de manera que desapareciera de su rostro todo signo de agotamiento, tomó un taxi y comenzó a visitar las direcciones del listado. Tras descubrir yanunciar el robo del cuerpo de Tomás Echevarría en directo su cerebro había empezado a trabajar en busca de algo que pusiera un poco de coherencia en todo ese turbio asunto, llegando a la misma conclusión que el policía Francisco Solana. Si había algún tipo de secta en Barcelona que siguiese las doctrinas de la mitología vampírica, lo normal es que Tomás Echevarría tuviese alguna relación con lo sucedido en el Gran Casino de Collserola dos años antes. Ya en su momento estuvo hablando en varias ocasiones con la familia de Antonio Blanco, el chico que desapareció esa noche y que se señaló como principal asesinato de sus amigos, aunque eso a ella le parecía descabellado. Por descontado, los desconsolados padres no pudieron darle ninguna pista de lo que pudiese haber sucedido. Sin embargo, por respeto a las víctimas, la prensa no había logrado acceso a las familias de los fallecidos. Ni siquiera se habían divulgado los apellidos, tan solo las iniciales, aunque con el paso de los meses la discreción empezó a brillar por su ausencia y en el primer aniversario del triste acontecimiento algún medio de comunicación incluso había conseguido imágenes de los funerales.

La propia Judith habría podido conseguir todos los datos que hubiese querido de habérselo propuesto, pero en aquella época ella apenas estaba empezandoen este mundillo, yhasta que su imaginación decidió juntar las piezas del puzle esa misma noche no se había vuelto a preocupar por esas familias. Pero ahora, con las heridas quizá algo cicatrizadas por el tiempo, podría ser interesante hablar con ellas yver si lograba descubrir algo. Además, había preguntas que en aquel momento a nadie se le había ocurrido hacer, como si existía algún vínculo entre los chicos y el empresario Echevarría.

Pasó toda la mañana y parte de la tarde visitando a las familias. Los más esquivos, quizá, fueron los padres de Miguel Padrón, el yonqui, con el que llevaban años sin hablar. De todas formas, consiguió lo suficiente como para saber que no había relación alguna. Sus problemas con el alcohol y las drogas habían provocado que lo hubiesen echado de sus tres últimos trabajos, todos de poca monta y sin ninguna relación con ECH Inc. ni ninguna de sus filiales. Lo más probable es que su muerte fuese una desdichada casualidad. Simplemente, estaba en el lugar equivocado en el momento menos oportuno.

Los padres del resto de las victimas la recibieron sorprendentemente bien. Es posible que, tras años de silencio, les alegraba que alguien se acordara de sus niños y poder mantener así la esperanza de averiguar algún día la verdad sobre lo sucedido. Además, gracias a una triste historia que Judith se inventó sobre el fallecimiento de su hermana en un accidente de tráfico por culpa de un conductor borracho, conseguía cierta complicidad fraternal con las madres, mientras que una simple sonrisa le bastaba para desarmar a los padres. En el caso de los padres de Luis, cuyo dolor había provocado una brecha que concluyó con un irreparable divorcio, el hombre incluso se ofreció a cenar un día con ella para darle todos los detalles que necesitase para su investigación. Ella no tuvo ninguna duda de las verdaderas intenciones del padre y lo rechazó amablemente, faltaría más. Dudaba que ese pobre hombre tuviese nada interesante que contarle más allá de los detalles de su propia soledad.

Al final del día la chica había visitado a las cinco familias (seis en realidad por culpa de los padres separados) y había recopilado bastante información sobre los chicos que le ayudaba a conocerlos mejor. Sus gustos, sus relaciones, sus aspiraciones (o la falta de ellas), el resto de amigos… Pero nada que los relacionase con Echevarría ni con sectas satánicas. Lo más oscuro, por decir algo, eran las inclinaciones artísticas de Armando. Había visto dibujos suficientemente oscuros y retorcidos como para pensar que, de haber desaparecido él, pudiese ser razonablemente sospechoso, pero aparte de eso no encontró nada que rascar.

Estaba a punto de tirarla toalla y pensar en abrir una vía de investigación diferente cuando cayó en un detalle. Algo insignificante, posiblemente, sin embargo… Su instinto le decía que no debía dejar nada al azar, así que por mucho que le molestase recurrir dos veces tan seguidas a un mismo contacto (al final iba a tener que acabar pagando por esos favores), se sentó en la terraza de una cafetería de Las Ramblas, pidió un capuccino y usó su smathphone para hacer una llamada.

−¡Judith, qué sorpresa! −le contestaron son sincera alegría−. No esperaba una llamada tuya tan pronto. ¿Necesitas otro favor o quizá lo que quieras es pagarme el que ya te he hecho para así limpiar tu conciencia?

−No te pases de listillo. Te llamo porque tu lista está incompleta. El confidente guardó silencio y Judith esperó pacientemente. El camarero le trajo el capuccino y ella lo agradeció con un distraído gesto con la cabeza. Entre sus dedos sostenía un bolígrafo y lo hacía repicar constantemente sobre la mesa.

− ¿No te ha llegado correctamente el mail? −le preguntaron al fin. Judith imaginó a su contacto revisando sus propias notas.
−Sí, el correo está bien. Pero en él solo me has anotado cinco direcciones.
−Déjame mirar… Sí, cinco direcciones. Correcto. ¿No es lo que querías?
La periodista soltó aire, molesta. Sólo hacía dos años del suceso ylas imágenes de los cadáveres en televisión quedaron grabadas en las retinas de todos los españoles.
−No seas capullo −le dijo sin amabilidad alguna. Sabía que eso iba a molestar a su interlocutor, pero ¡que le dieran por saco! Estaba cansada, apenas había dormido y no quería perder más el tiempo con un tipo que seguramente se había guardado esa última dirección para poderle pedir ahora algo a cambio−. Sabes perfectamente que se encontraron seis cuerpos, no cinco.
La voz contestó molesta, como si estuviese realmente indignada:
−No me gusta que emplees ese tono conmigo, Judith. Creo que deberías empezar a buscarte otro que te haga los recados.
−Vamos, nome jodas −empezaron ajugar a verquién estaba más cabreado−. Sé lo que pretendes y no vas a…
−No me jodas tú. ¿Lo que pretendo? Pretendo hacerte un favor para que luego me puedas ignorar, como haces siempre. Sólo me consuela pensar que no es algo personal, que juegas a lo mismo con todos. Me pediste las direcciones delos familiares de los fallecidos esa noche y es lo que te he dado. Si no te cuadran los números, en lugar de culpar a los demás, deberías repasar tus notas y hacer un poco de autocrítica, bonita. Y no me llames más, tengo trabajo de verdad que hacer.
Y le colgó.
Judith quedó unos segundos estupefacta, aumentando el ritmo del golpeo nervioso del bolígrafo. ¿Era posible que hubiese pasado un detalle tan importante por alto?
Sacó un pequeño bloc de notas de su bolso y escribió un par de recordatorios en él. Por hoy debía dar la investigación por aplazada. Estaba muy cansada y no quería que su teoría de la relación entre los chicos del Casino yEchevarría la distrajese de la verdadera actualidad: la desaparición del cadáver del empresario vasco.
Decidió que se centraría por el momento en Echevarría, pero no pensaba olvidarse del caso abierto que era el Gran Casino de Collserola. Había algo que no había tenido en cuenta y pensaba llegar hasta el fondo para averiguarlo.

Dos días más tarde, Judithrecibió una llamadade Robert Montero (que para ella siempre sería el productor del pito tieso) ofreciéndole un papel de presentadora en un programa de televisión de carácter nacional y la chica se olvidó de la lista incompleta que le habían dado sobre el caso del Casino. Empezó centrándose en los guiones que le entregaban ya confeccionados, y cuando empezó a tener suficiente poder como para elaborar sus propios reportajes el mundo de la farándula ya la había abducido como para permitirle escapar del rosa.

Durante mucho tiempo, nadie volvió a acordarse de esa última víctima de la llamada Matanza de Collserola.

 

06. El principal sospechoso.

Francisco Solana llegó a su apartamento de divorciado hacia las nueve de la mañana, un cuchitril de austera decoración con armarios rellenos de platos precocinados y paquetesde latas de cerveza. Su intención era darse un afeitado rápido y acudir a comisaría a elaborar el informe sobre la desaparición del cuerpo de Echevarría (no tenía muy claro si la palabra robo encajaba con un cadáver), pero había sido una noche muy larga y cuando cayó accidentalmente sobre la cama se quedó profundamente dormido, sin tiempo de quitarse siquiera los zapatos. Fue su estómago quien lo despertó a la hora de la comida, y las ropas arrugadas y empapadas en sudor le obligaron a pasar por la ducha y mudarse antes de volver al trabajo. Ya se las apañaría para que alguien le consiguiese un sándwich en comisaría.

Por el camino llamó a su padre y habló con él sobre la actitud de Enrique. El anciano se mostró también muy preocupado. Ni siquiera le cogía el teléfono, le dijo. El comisario tenía el propósito de pasarse por casa de su hermano, le gustara a este o no, a averiguar qué estaba pasando, pero esas horas de sueño le iban a complicar el resto del día. Dice un refrán que piensa el ladrón que todos son de su condición, así que lo que Francisco daba como una certeza absoluta era que su hermano tenía problemas conyugales. Tampoco es que eso le fuese a sorprender. Enrique e Isabel siempre había sido una pareja feliz, muy compenetrada, pero tras los últimos cambios, con él dejando la policía para convertirse en una versión casposa de un detective de película, sus problemas de ánimo y sus charlas con amigos con forma de botella (algo que él mismo no podía criticar demasiado) sin duda habrían acabado haciendo mella en la relación. Pero si solo era eso, si no había habido adornos en la testa de por medio, todavía se podía reconducir la situación. Ycomo hermano sabio (cómo le gustaba decir desde niño como para recalcar lo de hermano mayor) y padrino de la inocente Alma, tenía que intervenir. Aveces, los mayores conflictos provenían de no haber tenido nadie tiempo de buscar las palabras adecuadas para resolverlo.

Llegó a comisaría, aprovechó que no había nadie en la máquina de vending para comprarse un paquete de galletas saladas (su estómago ya se había resignado hace tiempo a no exigir nada remotamente parecido a una comida casera) y se dirigió a su despacho para ponerse manos a la obra con el informe. Antes, claro, averiguaría si en su ausencia había habido algún avance en la investigación.

Antes de llegar a su mesa el inspector De Vicente lo interceptó. −Solana, venga a mi despacho, por favor.
Ni un buenas tardes ni una reprimenda por no haber estado en

toda la mañana. Directo al grano. Esto preocupó a Francisco, que siempre había tenido una relación muy cordial con su superior, incluso cuando esteintuía efluviosde licor ensu aliento, yobedeció sin mediar palabra.

−Cierre la puerta −le dijo De Vicente tras acomodarse tras su mesa. Estaba pulcramente ordenada, con un retrato familiar, una escultura abstracta de barro consecuencia del último día del padre y una serie de carpetas bien apiladas en sus respectivas bandejas.

Solana había estado muchas veces en ese mismo despacho, impresionado por los muchos diplomas enmarcados que resaltaban en una de las paredes, pero nunca con la puerta cerrada. Las alarmas en su mente sonaron con más fuerza aún.

− ¿Sucede algo, señor?

De Vicente cogió la primera carpeta del montón y la lanzó hacia Francisco. Esta cayó sobre la mesa y algunos folios asomaron de su interior.

−Es el informe de la policía científica del asesinato de Echevarría. Ya tenemos los resultados de las muestras tomadas.
Francisco cogió la carpeta marrón con manos temblorosas, pero no se atrevió a mirar en su interior.
− ¿Ya se han cotejado las muestras de ADN con la base de datos?
De Vicente asintió.
−En efecto, pero no ha habido ninguna coincidencia. Tampoco las huellas encontradas han sido concluyentes. El asesino no ha sido fichado con anterioridad.
−Eso nos complica las cosas un poco. Pero, no es por eso por lo que estoy aquí, ¿verdad? ¿Qué sucede?
−Los delincuentes fichados no son las únicas bases de datos que tenemos y en ocasiones, aunque no alberguemos esperanzas de que sirva de algo, cotejamos los resultados con otras bases, como informes médicos, por ejemplo.
−Pero eso no es legal. Aunque encontrásemos al asesino gracias a las bases de datos de algún hospital, esa información es confidencial. Cualquier juez nos lo echaría por tierra.
−No si los informes nos pertenecen a nosotros y el propio paciente ha dado su consentimiento para ello. Recordará usted las revisiones médicas previasalas pruebas deacceso a la academia, estoy seguro.
Francisco ahora se sentía perplejo.
− ¿Quiere decir…? ¿El sospechoso es un Mosso? ¿Es uno de los nuestros?
−Quiero que entienda una cosa, Solana. Esta información que le estoy dando no se ha hecho oficial todavía. Considérelo una cortesía hacia usted y, sobre todo, hacia su padre. Pero no puedo, ni estoy dispuesto tampoco, a retener estos informes mucho más tiempo. Mañana a más tardar los daré a conocer.
Tan abrumado se encontraba Francisco que no cayó en la cuenta de lo que le estaba insinuando su inspector.
−Pero… conozco a todos los que trabajan aquí y respondería personalmente por cada uno de ellos. No digo que todos sean el mayor ejemplo de honradez del mundo, todos tienen sus debilidades, pero… ¿asesinato? No puedo creer que lo hiciera nadie de aquí dentro.
−Creo que no me estoy sabiendo explicar, Solana. El que lo hizo no es un Mosso. Lo fue. Ahora creo que es detective, ¿me sigue usted?
Una bomba estalló en el despacho, convirtiendo las ventanas en confetis de cristal. La mesa salió volando, arrojando los informes al aire y reventando la estúpida figura de barro. La foto familiar se quebró y la butaca del inspector lo lanzó por los suelos. El propio Francisco sintió como la metralla le golpeaba, atravesándole el pecho y alcanzando su propio corazón. Algo le impedía respirar y la vista se le nublaba.
No hubo ninguna bomba real, desde luego, pero así fue como lo sintió Francisco, que tuvo que luchar por no salir corriendo de ese lugar, cuyas paredes parecían replegarse hacia dentro, aprisionándolo. Se aflojó el nudo de la corbata y trató de recuperar el control.
− ¿Mi hermano Enrique es el sospechoso? −apenas podía hablar−. Tiene que ser un error.
−Yo también lo espero, pero no es muy probable. Las huellas coinciden. También tenemos imágenes suyas captadas por una cámara del parking del World Trace Center. Y su descripción encaja con el retrato robot que hicimos a partir de las descripciones facilitadas por la secretaria, Marta creo, y su ayudante, Christian Serrano. Los he citado mañana por la mañana para mostrarle unas fotografías, pero no me cabe la menor duda de que la identificación será positiva.
−Pero usted conoce a Enrique, Inspector. Sabe que sería incapaz de algo así, por no hablar de que no se me ocurre motivo alguno. No hay nada que lo vincule a Echevarría.
−Estoy de acuerdo con usted, por mucho que las evidencias me digan lo contrario. Por eso he decidido concederle unas horas antes de enviar a los chicos a detenerlo. Ese es el tiempo de que dispone para hablar con él y tratar de encontrar una explicación convincente. Quizá le tendieran una trampa, quizá actuara bajo coacción. No lo sé. Pero este es todo el tiempo que le puedo dar para averiguarlo antes de lanzarlo a los leones. Haga todo lo que pueda por arreglar este follón.
Francisco cogió el informe yse puso en pie, presto a cumplir con la misión. Antes de abandonar el despacho De Vicente, con voz dolorida, le dijo:
−Nunca en mi vida he lamentado tanto descubrir una pista tan clara sobre un presunto asesino.
Francisco se marchó sin decir nada, enfervorecido por la locura y la indignación. No podía ser. Era imposible que Enrique hubiese asesinado a sangre fría a nadie. Y sin embargo…
Sin embargo, esa era la conexión que estaba buscando. Enrique Solana había llevado a cabo la investigación de la matanza de Collserola. Enrique Solana había estado físicamente en el despacho de Tomás Echevarría en el momento de su muerte.
Enrique Solana era la conexión entre la Matanza de Collserola y Tomás Echevarría.

07. Encuentros familiares.

Los pensamientos de Francisco eran una tormenta eléctrica. Relámpagos refulgían en su interior y explosiones atronadoras palpitaban contra su sien, retorciéndolo de dolor.

Conducía perdido en la tarde, tratando sin éxito de aclarar sus ideas, de encontrar una lógica que diese forma a ese sinsentido que le había confiado su superior. Sabía que se lanzaba hacia una carrera contrarreloj y que la única meta posible era un salto al vacío contra un acantilado, pero no podía detenerse.

Resignado a no ser capaz de hallar una explicación cuerda al aparentemente innegable hecho de que su propio hermano se había convertido en un asesino (y quién sabe si profanador de cadáveres también, no había que olvidar ese detalle), tenía que localizarlo y hablar con él, con la absurda esperanza de que tuviese una explicación mágica que lo aclare todo. Pero, como cabía prever, su móvil tampoco parecía dispuesto a darle satisfacción alguna, y tras la quinta llamada se cansó de dejar mensajes a un buzón de voz que ya nadie escucharía.

Acometido por la desesperación y completamente falto de ideas decidió encaminarse hacia el único sitio donde podría encontrar consuelo a su desespero, ya que las respuestas posiblemente serían demasiado oscuras para poderlas aceptar de buen gusto. Aparcó en doble fila junto a unos contenedores de basura y colocó un indicador con el distintivo de los Mossos d’Esquadra sobre el salpicadero para evitar una posible multa, aunque lo hizo de manera casi instintiva, ya que esa probabilidad ocupaba un peldaño muy alejado en su lista de preocupaciones.

Pese a que el segundero de su reloj de pulsera parecía resonar con fuerza indicando el paso inexorable del tiempo, no tenía fuerzas para andar con paso apresurado. Caminó casi con temor los escasos quince metros que había desde su coche hasta la portería de puerta de hierro y cristales opacos que coronaba el chaflán entre las calles Industria e Independencia. Esquivó la portezuela abollada del ascensor y subió apesadumbrado los escalones desgastados hasta el segundo piso, pensando en la mejor manera de explicarle a un anciano que su retoño se había pasado al lado oscuro y que en un aparente ataque de enajenación mental se había tornado asesino como quien no quiere la cosa. Llamó al timbre de la puerta del 2ºA y Mercedes, una peruana bajita de tez morena y sonrisa permanente que hacía de cuidadora del hombre, le abrió la puerta.

−Buenas tardes, Mercedes. Venía a ver a mi padre. −Ya me dijo que vendría, señor Francisco. Le está esperando. Francisco acompañó a la mujer por las entrañas del vetusto piso

barcelonés hasta el comedor situado al fondo. No le extrañó saber que su padre aguardaba su llegada, siempre había sido mucho mejor detective que cualquiera de sus dos hijos y su sentido de la intuición era envidiable. Una triste penumbra lo recibió en la estancia, con tupidas cortinas cubriendo las ventanas. Su padre estaba hundido en un sillón, el rostro iluminado por la pantalla de un televisor, encendido pero sin volumen. Emitían un documental de animales, pero Francisco dudaba que su padre le estuviera prestando atención alguna.

El sargento inspeccionó el rostro de Jacinto Solana. Le pareció mucho más envejecido que la última vez que lo había venido a visitar, apenas hacía una semana. Las arrugas agrietaban su faz y marcas de lágrimas saladas se dibujaban sobre sus pronunciadas ojeras. Entre él y el televisor había una mesa auxiliar con revistas del corazón y una taza con restos de café con leche en su interior. Francisco la apartó y se sentó sobre el mueble, quedando frente a frente son su progenitor.

−Padre, ¿cómo se encuentra hoy?
−No soy yo el motivo de tu visita, ¿verdad, hijo?
Sus miradas se cruzaron y Francisco sintió una pena infinita en

su corazón. Hacía ya diez años que le detectaron la enfermedad de Paget en los huesos, precipitando su prematura jubilación y deformando un cuerpo antaño atlético y fornido. Jacinto Solana, que siempre había sido un hombre saludable y deportista, aprecia haber envejecido treinta años en el último lustro, condenado a marchitarse en un oscuro rincón de su piso sin más alegrías que las noticias de los éxitos profesionales de sus hijos, viviendo lo que le quedaba de vida a través de ellos.

Hasta ahora…
− ¿Sabe algo de Enrique, padre?
− ¿Qué va a saber un viejo como yo encerrado y aislado del

mundo?
−No diga esas cosas −protestó el hijo−. Nadie lo tiene encerrado.
Sabe que puede venir a vivir conmigo cuando quiera, le he insistido
muchas veces.
−No te confundas, hijo. Esta casa marchita y los recuerdos que
empapan los rincones es todo lo que me queda de tu madre, y nadie
me sacará de aquí mientras me quede un soplo de vida. Pero no son
estas paredes las que causan mi encierro, sino mi propio cuerpo, tan
cansado ya de sostenerme que parece insistir para que inicie ya mi
viaje al otro mundo. Es mi mente, sana y obstinada, la que me
mantiene atado a la vida.
Francisco le tomó una mano y se la acarició.
−Dice Mercedes que me esperaba.
−Ya te digo que no sé nada de tu hermano.Yno saber nada de él
es lo mismo que saber que algo malo le sucede. Nunca desde que
vuestra madre nos dejó hapasado más de dos días sin llamarme o venir
a verme. Ni siquiera tras lo de la matanza de Collserola. Huyó del
cuerpo, huyó de Barcelona, pero no huyó de mí. Incluso cuando en mi
absurda obstinación reflejaba la decepción, injusta y cruel, en mi
rostro. Y, sin embargo, desde hace una semana… Nada.
−Ha ocurrido algo, padre. No sé bien cómo decírselo, pero
parece que está metido en graves problemas.
−La masacre de esos muchachos lo dejó muy trastornado.
¿Temes que haya perdido la poca cabeza que le quedaba? Francisco meditó sus palabras antes de pronunciarlas. −No lo sé. Es posible. Oquizátodo sea un malentendido, aunque
no logro imaginar cómo. El caso es que no logro localizarlo. Anoche
hablé con él y me pareció esquivo y distante, pero hoy no responde a
mis llamadas y…
− ¿Has probado a llamar a Isabel?
Francisco maldijo para sus adentros. A veces, la mejor solución
es la más sencilla, le decía a ambos hermanos muchas veces Jacinto.
Y la posibilidad de llamar a la mujer de Enrique ni se le había pasado
por la cabeza, obsesionado como estaba por el hermano. −No te atormentes, no vale la pena −le consoló el viejo−. Yo si
lo he hecho. Al móvil y al fijo, con igual resultado. Eso es lo que más me preocupa. Un hombre puede tratar de huir de sí mismo, pero
cuando arrastra a su familia con él…
Francisco pensó en la pequeña Alma y se estremeció. −Iré asu casa. Quizá encuentre allí algún indicio dedónde puede
estar.
Se puso en pie y su padre trató de imitarlo. Francisco quiso
impedirlo, pero ante la insistencia del hombre lo ayudó y dejó que lo
acompañara hasta la puerta.
−Sea lo que sea lo que creas que ha hecho tu hermano, recuerda
siempre una cosa −le dijo ya bajo el umbral de la puerta−. Es un buen
chico. No permitiré que nadie diga lo contrario y tú tampoco deberías
hacerlo. Ambos sois unos buenos chicos. Y siempre he estado
orgulloso de vosotros.
Francisco acarició el cabello cano de su padre y lo besó en la
mejilla.
−Le quiero, padre −le dijo a modo de despedida antes de
abandonar la casa y dejarlo en las fieles manos de Mercedes. No fue
una despedidademasiado efusiva, pero al menos sí sincera.Yesbueno
que se despidieran con palabras de cariño. A fin de cuentas, esa iba a
ser la última vez que se iban a ver, a no ser que en el Reino de los
Cielos les tuviesen una habitación reservada.

Condujo hasta Sant Cugat en silencio, pensando en lo que se podría encontrar al llegar. Francisco no era una persona de desbordante imaginación, más dado a analizar los hechos que ha realizar especulaciones, pero en casos de crisis como el que le ocupaba la mente puede sermuymala consejera. No podía imaginarlo que pasaba por la mente de su hermano, lo que le había provocado la visión de los chicos muertos, descuartizados. Él mismo había contemplado con horror decenas de cadáveres e incluso había llegado a disparar una vez a un hombre, pero nada era comparable a la Matanza de Collserola. Un chico con el cuello roto hasta que la cabeza le quedó del revés, otro atravesado por el estómago. Uno más con el corazón arrancado de su propio cuerpo mientras aún vivía, según había dictaminado la autopsia. El resto, desangrados hasta quedar convertido en simples vainas resecas. Los propios agentes que habían encontrado los cuerpos, Ramírez y Pelayo, necesitaron seis meses de terapia y el primero se sigue medicando para poder dormir más de cuatro horas seguidas sin que horribles pesadillas lo despierten gritando y empapado en sudor. A diferencia de su padre, Francisco comprendía que Enrique hubiese dejado la policía y tratado de ganarse la vida alejado de la sangre y la violencia, aun sabiendo que esos fantasmas lo iban a perseguir de por vida. Pero... ¿convertirse en un asesino ritual? Eso no tenía ningún sentido. Él jamás había sentido la menor atracción por temas de ocultismo y tenía una mente demasiado cerebral como para hablar siquiera de la existencia de vampiros sin soltar una carcajada. Por ello, Francisco no era capaz de imaginar qué sorpresas le podrían aguardar en casa de su hermano, ni cual podría ser el papel que Isabel yAlma jugasen en todo ello.

Se dio cuenta, aterrado y entristecido a la vez, de que no conocía nada a su propio hermano.

La nueva vivienda de Enrique Solana y familia estaba situada en una zona residencial en las afueras de Sant Cugat llamada Valldoreix. Se trataba de una casa unifamiliar con jardín y espacio suficiente para construir algún día una piscina, rodeada de casas similares, unpequeño lujo que Francisco había encontrado algo excesivo para el sueldo de un inspector de policía (y ni que decir tiene para el de un detective privado). Sin embargo, ¿quién era él para insinuar que una hipoteca para toda la eternidad era un precio demasiado alto a cambio de la libertad espiritual que su hermano estaba persiguiendo?

La rambla Mossèn Jacint Verdaguer era la arteria principal de Valldoreix, atravesándolo de sur a norte como una cicatriz de asfalto. Según se recorría se podían encontrar a mano derecha diversas instalaciones municipales, mientras que la parte urbanizada quedaba a la izquierda. En el nacimiento de la rambla, sin embargo, se encontraban los pocos locales de la zona: una droguería, un colmado, una bodega y, como no, un bar. Francisco aparcó en un pequeño solar condicionado para tales efectos y se dirigió hacia él. Un pequeño restaurante con menú diario y aspiraciones a brasería los fines de semana pero que a esas horas de la tarde se debía conformar con reunir a un puñado de jubilados de la zona que compartían batallas delpasado entre partidas de dominó y cañas de cerveza, amodorrados por la penumbra del local y ambientados por la cantinela de una máquina tragaperras. Como si de una broma de mal gusto se tratase, el bar se llamaba Ángel.

−Un whiskie doble −pidió al camarero tras acomodarse en un taburete frente a la barra. El tipo, un hombre mayor de camisa blanca y paño de cocina al hombro, como mandan los cánones, le sirvió el vaso sin demasiada prestancia.

− ¿Conoce usted a los Solana? Viven cerca, a unos trescientos metros de aquí.
El mesero lo miró de arriba a abajo, estudiándolo a fondo. Por la experiencia de Francisco, el tópico de que los camareros son buenos confidentes solía ser una patraña, pero valía la pena probar.
− ¿El detective? No viene mucho por aquí. Dicen que le gusta empinar, pero supongo que esto está demasiado cerca de su mujercita.
Se dio la vuelta, dando por cerrada la conversación. No es que tampoco esperara Francisco gran cosa, pero le aterraba enfrentarse a lo que le esperase en la casa, si es que encontraba algo más que unos armarios vacíos y tres maletas de menos. Podía estar desequilibrado, pero no era idiota. Si en verdad había matado él aEchevarría no estaría esperando tan tranquilo en su casa.Aun así...
Bebió el vaso de un trago. El camarero le había dicho que a Enrique le gustaba empinar el codo. Eso es porque no lo conocía a él. Dejó un billete arrugado sobre la mesa, se encendió un cigarrillo como última excusa para alargar más el momento y se dispuso a marchar cuando alguien le habló desde una mesa.
−Es usted el hermano, ¿verdad? −le dijo un viejo con voz ronca y nariz venosa−. Lo recuerdo del día de la barbacoa.
La barbacoa fue una especie de celebración que Isabel quiso hacer apenas instalarse para conocer y darse a conocer a los vecinos. Se le antojó que habían pasado siglos desde entonces.
−Vive usted en la casa de la derecha −le respondió Francisco, haciendo memoria−. La de las paredes ocres.
El hombre asintió con una sonrisa mientras hacía bailar un mondadientes de un extremo al otro de su boca.
−Siempre me pareció buena gente. Raro, pero buena gente. Pero últimamente... −dudó un momento antes de seguir. Quizá recordó que el hermano era Mosso y no quería meterse en líos, pero al fin se arrancó−. Parece que solo haya movimiento por las noches. Mi mujer yyo estamos hartos de los ruidos ylasvoces. Los que tenemos trabajos normales dormimos por la noche, ¿sabe?
Parecía evidente que el hombre ese llevaba ya años sin trabajar, pero Francisco se guardó mucho de comentarlo. Le aseguró que se encargaría de arreglar el asunto con Enrique y se despidió. Recorrió a pie el trecho desde allí hasta la casa de los Solana, reflexionando sobre las palabras del jubilado. ¿Ruidos y griterío a medianoche? Había algo en lo que no había pensado demasiado pero que, visto ahora, tenía toda la lógica del mundo. Si los actos de Enrique con respecto a Echevarría tenían pinta de ritual, quizá no fuese una acción acometida por él en solitario. Puede que, de alguna manera, hubiese ingresado en alguna secta que lo hubiesen convencido para tales actos. ¿Podría ser que las molestias de las que se quejaba el vecino fuesen reuniones nocturnas perpetrando ridículos planes para dominar el mundo? Y de ser así, ¿estaría su hermano ya implicado en el propio secuestro del empresario, ampliando la lista de cargos y agravando su situación?
Caminó los más de doscientos metros que había desde el bar hasta la calle de Enrique, deleitándose en la humedad nocturna que le empapaba el rostro. La calle tenía una ligera inclinación ascendente y cuando llegó a la bifurcación de la calle del Coster el aire frío y los años de fumador compulsivo le empezaron a pasar factura. Sentía un dolor en los pulmones con cada inspiración y se mintió una vez más con que iba a dejar de fumar. Si mi hermano sale bien parado de toda esta mierda lo dejo, se dijo, lo juro por Dios. Quizá si lo convertía en una promesa lograría cumplir el propósito.
Se detuvo un momento a tomar aliento antes de recorrer el último trecho. A su izquierda, la calle del Coster era una cuesta más pronunciada todavía, abriéndose de nuevo a la izquierda a la calle Albert Rosàs. Así alcanzaría la residencia de su hermano, rodeando una parcela sin urbanizar, compuesta por una explanada de tierra que se empleaba como aparcamiento para los vecinos más cercanos y se convertía en un pequeño bosque, empapado de bolsas de basura y botellas vacías, alrededor.
Estaba ya a punto de llegar a la cerca de entrada a la parcela cuando una nueva duda lo asalyó. Pensó en las sectas religiosas que tienen, entre sus propósitos (aparte de conseguir dinero para sus líderes, por supuesto; siempre hay que conseguir dinero para sus líderes) el suicidio ritual de sus miembros. Eso lo inquietó más todavía, no solo teniendo en mente a su hermano sino, más terrible si cabe, pensando en Isabel y Alma. De repente, el tiempo que había estado desperdiciando por no atreverse a enfrentarse a una verdad que lo atemorizaba se le antojó vital.
El terreno estaba cercado por un muro de baldosas amarillentas con una verja negraen su parte superior. Tras él, un pasillo de escaleras comunicabala calle con lacasa, unconjunto moderno conmedia pared de baldosas de mármol y la otra media de obra vista. Al lado de la puerta de entrada se encontraba el garaje, franqueado por una puerta de hierro negro, de apertura automática. Sin embargo, Francisco recordó que tras las últimas tormentas sufridas el motor había quedado dañado y, mientras esperaba aqueviniesen del seguro a repararla, cada vez que tenía que entrar o salir estaba obligado a bajar del vehículo y abrirla a mano. Al inspeccionar la cerradura, el inspector creyó ver unas manchas rojizas ya resecas. Podría ser cualquier cosa, pues no eran demasiado recientes. Resto de óxido, pintura... incluso mermelada de fresa. Pero, de alguna manera, tuvo la total certeza de que era sangre.
La casa era una construcción de dos pisos de nivel desigual y tejado de tejas, con unas escaleras interiores que conectaban con el garaje mediante un estrecho y húmedo pasillo. Abrió la puerta basculante sin dificultad, esforzándose por no hacer demasiado ruido. Desde fuera se podía reconocer la figura del C−Max aparcado en el interior. Descartó por el momento ir hacia allí y se enfrentó a la puerta principal, dudando entre si llamar al timbre o entrar directamente. Francisco tenía su propio juego de llaves. Se las habían entregado en la inauguración, por si hubiese alguna emergencia o, simplemente, en alguna escapada de fin de semana, le pedían que viniese a regar las plantas. Las usó para abrir la puerta y se coló en el interior, sigiloso como un ladrón. Inconscientemente, se llevó la mano al pecho mientras caminaba, sintiendo la forma de su pistola bajo la americana.
Un bonito jardincito llevaba hasta la casa, con un césped que lucía con un hermoso verdor, algo necesitado ya de un buen corte. Había por doquier centros florales y un almendro cuyas flores en primavera dominaban las vistas desde el comedor era el rey del jardín. Sin embargo, Francisco no era capaz de apreciar nada de la belleza del lugar. Se sentía petrificado, con unas piernas incapaces de obedecer sus órdenes de subir los peldaños de las escaleras y enfrentarse a la puerta principal, preso a cruzar un umbral que lo llevaría a un mundo de respuestas del que ya no habría salida posible.
Buscó entre el manojo de llaves que componía su nutrido llavero, tratando de recordar cuál correspondía a la entrada y dudando aún sobre cómo actuar, cuando detectó un movimiento a sus espaldas. Algo rápido y pequeño pareció adentrarse en la garganta monstruosa que era la puerta abierta del garaje y Francisco decidió entonces encaminarse hacia allí. De momento, su pistola seguía guardada en su funda, pese a que las sombras de la tarde empezaban a resultar amenazadoras y costaba distinguir bien las formas que se dibujaban a su alrededor.
− ¿Alma? −preguntó en voz alta, convencido de haber reconocido el gracioso tipillo de su ahijada−. ¿Eres tú, cariño? Soy el tío Fran.
Nadie había respondido cuando Francisco entró en el garaje. Rodeó el automóvil sin ver a nadie ni nada fuera de lo normal. Alrededor del Ford las herramientas de su hermano estaban pulcramente colgadas en sus soportes y los estantes del fondo seguían cargados con cajas de la mudanza que nunca encontraban el tiempo necesario para terminar de colocar. Inspeccionó el interior del Ford y le llamó la atención que los asientos traseros estaban plegados, pero eso tampoco era una prueba concluyente de nada. Podría significar que, simplemente, habían ido a comprar algún mueble demasiado voluminoso para que cupiese en el maletero.
Terminó de rodear el coche y creyó ver un nuevo movimiento tras la puerta que conectaba el garaje con el resto de la casa. Estaba entreabierta y emitió un incómodo chirrido cuando Francisco usó la palma de su mano para terminar de abrirla. Iba a dar a un largo pasillo en penumbras, con techo en forma de arco, que moría en unas espinadas escaleras. Francisco las subió con cautela, pensando que el fuerte latido de su corazón resonaba por toda la casa. Conocía bien la distribución del piso superior: al final del pasillo al que iban las escaleras estaba el comedor, amplio y desahogado, adosado a una práctica cocina tipo office. El lado este del comedor daba a la puerta de entrada, separados por un pequeño recibidor, mientras que el oeste ofrecía una salida al jardín trasero, donde estaba previsto que algún día hubiese una piscina para mayor satisfacción de Alma. Las puertas de su izquierda correspondían al baño principal y a un cuarto donde Enrique e Isabel compartían ordenadores y archivadores con facturas y papeles de la casa. Ala derecha había un baño auxiliar parainvitados y un cuarto con la lavadora−secadora, un centro de planchado yvarios armarios con productos de limpieza. Los dormitorios, junto a otro baño más, estaban en el piso superior.
El cuarto de la limpieza era el primero que había en su camino. Trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada, aunque no recordaba Francisco que esa puerta hubiese tenido nunca cerradura. Palpó con las manos y reconoció la forma de un candado. Usó la linterna del móvil para iluminar. Alguien había clavado sendas hembrillas cerradas, una en la puerta y otra en el marco, para impedir que nadie pudiera entrar en ese cuarto. ¿O sería para que nadie pudiera salir?
Llamó a la puerta con el puño. No recibió respuesta. Sacó su pistola y sin pensarlo demasiado efectuó un único disparo. No era un candado de extrema calidad y este se reventó con facilidad, cayendo al suelo y liberando el paso.
Entró con cautela, preparado para cualquier cosa que se pudiera encontrar. O casi con cualquiera. Cuando vio el cuerpo de una mujer en el suelo, medio sepultada por una pila de ropa sucia, el corazón estuvo a punto de parársele. Corrió hacia ella, agachándose para tomarle el pulso. Tenía el rostro pétreo, blanco como el mármol. Sus ojos permanecían abiertos, mirando a algún punto del infinito, y la sangre que había manado de la herida de su cuello se había secado ya sobre una funda de almohada y un camisón de seda. Aún fallecida, Isabel manteníasu bellezade antaño, peseal tono morado de sus labios y a la extrema delgadez que presentaba su cuerpo. Francisco la tomó de la mano y notó su piel reseca y apergaminada y, de forma ridícula, le vino a la mente la imagen de una fruta deshidratada. Afortunadamente por el bien de su cordura, no reparó en la mordedura que había en el cuello de la mujer, una marca de dientes demasiado pequeña para haber sido producida por un adulto.
En ocasiones, cuando Francisco todavía formaba parte del feliz binomio matrimonial y veía alguna película en el home cinema de su casa del que tan orgulloso se sentía y al que apenas había prestado atención desde que descubrió que había sido utilizado por el oso y la zorra para contemplar en él sus lujuriosas traiciones vilmente grabadas en vídeo, comentaba siempre lo absurdo que era el comportamiento de los protagonistas en las situaciones críticas. Como si él mismo fuese ahora el personaje de una de esas películas, no le pasó por la cabeza ni por un momento el llamar a comisaría ydenunciar el asesinato. No por seguir protegiendo a su hermano (si él era culpable de eso no había justificación alguna para protegerlo), sino porque lo único que fue capaz de hacer fue volver a desenfundar la pistola, quitar el seguro, y recorrer toda la causa embriagado por el terror y la histeria presto a abrir fuego a lo primero que se moviese.
Con tal propósito, con el corazón desbocado y el rostro empapado en sudor, regresó al pasillo, siempre con el arma por delante, y se dispuso a recorrer toda la casa en busca del asesino de la cuñada a la que había llegado a querer como a una hermana.
− ¡Enrique! −gritó, la voz deformada por la furia−. ¿Dónde demonios estás? ¡Enrique!
Un sonido le llegó desde el otro lado de una de las puertas cerradas: el despacho. Sin permitirse pensar en el peligro de lo que allí le esperase, la abrió de una violenta patada, entrando en él con movimientos nerviosos, apuntando a todas las sombras que lo poblaban a la vez. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad reconoció una silueta tranquilamente sentado en una butaca. Este encendió la lampara de mesa que había junto al teclado del ordenador y el rostro de Enrique Solana, desaliñado y ojeroso, apareció de la nada.
−Pasa, hermano. Te estaba esperando −le dijo con voz pausada−. No debes preocuparte, lo tengo todo bajo control.
En el exterior, la noche había llegado irremediablemente, rodeando la casa de siniestra oscuridad.

08. Las cartas sobre la mesa.

Tomás Echevarría regresó de un estado de semi inconsciencia, desorientado y furioso. Era la segunda vez en poco tiempo que sentía algo parecido. La primera fue tras su accidente en Los Pirineos, del que apenas conservaba vagos recuerdos que amenazaban con difuminarse definitivamente entre penumbras. Ahora, el empresario apenas recordaba como un tipo estrafalario se había presentado en su despacho y le había apuntado con una pistola. Después de eso, solo flashes inconexos. ¿Le habían atacado con una estaca o eso era un residuo que su mente almacenaba de su enfrentamiento contra Antonio? ¿Podía ser que recordase el rostro de un tipo con bata blanca examinándolo? Recordaba la sensación de su cuerpo desnudo sobre una camilla metálica, aunque era todo demasiado confuso.

Trató de moverse, pero no lo consiguió. Miró a su alrededor y una carcajada histérica estuvo a punto de brotar de entre sus labios. No se lo podía creer, No podía estar de nuevo en la misma situación, pero así era. Si existía un Dios (y no tenía motivos para dudarlo, ya que tenía pruebas dela existencia del Diablo) ahoradebía estar partiéndose de risa a su costa.

Se encontraba de nuevo desnudo (esta vez completamente, hay que subir las apuestas, amigos), con los brazos en cruz e inmovilizado por las muñecas. Pensó que quizá se encontrase en una pesadilla, que su mente enferma le había hecho regresar al lugar donde murió y renació como un Ave Fénix sediento de sangre. Sin embargo, las diferencias eran demasiado llamativas como para pensar que solo era una mala jugada de su cerebro.

Para empezar, esta vez estaba en posición vertical, no tumbado. Se encontraba en lo que parecía una especie de sala de fitness, demasiado pequeña como para pensar en un local convencional. Quizá era el gimnasio de un hotel o, más probablemente, de algún particular. Se encontraba atado a unas espalderas de madera que ocupaban toda una pared, como un crucificado en la era del culto al cuerpo.

El resto de la sala tenía las paredes forradas de espejos, con lo que su imagen indigna se multiplicaba a su alrededor. Una fina línea rojiza se dibujaba junto a su pecho derecho, pero Tomás casi podría jurar que se estaba difuminando por momentos. Aunque él no era consciente de ello, su ojo no mostraba ningún síntoma de haber sido atravesado por un disparo de bala. Inspeccionó su entorno con la mirada. Había un par de máquinas de musculación, una cinta para correr yuna bicicleta estática. Frente a él, del techo, pendíauna cadena con un mosquetón en su último eslabón y el empresario reconoció, tirado en un rincón, el saco de boxeo que debía colgar de ella.

De nuevo atrapado, pensó indignado. Pero esta vez se habían equivocado de hombre. Esta vez era más que un simple empresario con instinto asesino. Esta vez era un auténtico asesino. El concepto de hombre poderoso había cambiado sustancialmente tras su “conversión” y no iba a permitir ser presa de alguien nunca más.

Tiró con todas sus fuerzas, convencido de que podría destrozar las ataduras que lo retenían, tensando sus músculos y haciendo que las venas del cuello se le marcaran con el esfuerzo. Sin embargo, llevaba demasiado tiempo sin alimentarse, y eso le había debilitado. Decidió que no iba a conseguir nada por la fuerza bruta, así que debía recurrir a su intelecto. ¿Acaso no era eso a lo que se reducía siempre todo?

El pequeño gimnasio tenía varias luces fluorescentes repartidas por el techo, pero solo una de ellas estaba encendida, permitiendo que la penumbra reinase. Tomás trató de reconocer entre las sombras algo que le diera alguna pista de donde estaba y porqué cuando una de esas formas indefinidas se movió. Como aparecida de la nada, una silueta femenina pareció tomar forma ante él, acercándose con una seductora sonrisa pintada con fuego en el rostro. Tomás no había visto en su vida a esa mujer de enormes ojos y largos cabellos que le caían como una cascada sobre sus hombros desnudos. Su extremado conjunto de vestir consistía en un corsé negro con un cordón cruzado oprimiendo la curvatura de sus pechos que terminaba en una corta falda de cuero. Todo en ella desprendía sensualidad, y cuando se acercó a su presa lo suficiente como para que este pudiese apreciar el aroma embriagador de su aliento le habló con voz dulce:

−Buenas tardes, mi príncipe. Me alegra verte despierto.

Totalmente indignado por esa variante de deja vu que estaba sufriendo, Tomás olvidó todos los protocolos de cautela y contención que había practicado con Antonio y escupió todo su veneno contra la desconocida.

−No sé quién demonios eres, zorra. Ni porqué pareces comprar tu ropa en un maldito sex-shop. Pero más te vale liberarme antes de que te lo haga pagar caro.

La sonrisa deAnne se ensanchó aún más, complacida. − ¡Mmmm! Mi gatito parece fiero. Eso me gusta. Pero no debes preocuparte, mami está aquí para cuidar de ti, como hago con todos mis hijos.
Si había juzgado con ligereza a Antonio tras sus primeras conversaciones, esta mujer parecía estar como una regadera. No entendía que con su juventud (era claramente menor que Tomás) y su belleza debiese recurrir al secuestro para sus enfermizos juegos, pero tampoco es que le importase mucho comprender sus motivos. Solo quería terminar con esa pesadilla por la vía rápida y volver a su vida normal. Si es que dirigir una multinacional con los privilegios que le otorgaban ser un vampiro podía considerarse una vida normal, claro.
−Mira, no voy a perder el tiempo con discusiones absurdas. Eres la que contrató al detective, ¿no? Pues si lo que te va es el rollo Cincuenta sombras de Grey te has equivocado de persona, encanto.
Anne deslizó de manera distraída un dedo sobre el pene flácido de Tomás y subió por su barriga, jugueteando con sus dedos como si estos caminaran sobre la piel del hombre hasta llegar a su cuello, que rodearon con suavidad.
−No es esa la parte de tu cuerpo que más me interesa. Sé que ya de nada te sirve.
Tomás no tenía pensado descubrir sus cartas antes de tiempo. Sabía que era una estupidez, pero tenerla tan cerca de él, acariciándolo y burlándose, hizo que no pudiera resistirse. No dominaba todavía demasiado lo que él llamaba su “furia vampírica”, ese instinto que le surgía solo cuando sentía la excitación de la sangre, pero trató de forzarlo. Se impulsó hacia delante, todo lo que sus ataduras le permitieron, gritando con rabia a la hermosa mujer. Sus colmillos afloraron de su mandíbula y sus ojos reflejaron un tono carmesí que normalmente simbolizaba la muerte de alguien. Como un lobo amagando un ataque, todo su rostro pareció transformarse, y gotas de saliva salpicaron a Anne en su rostro. Nada fue, sin embargo, comparable a la transformación de ella. Sujetándolo con fuerza del cuello, impulsándolo hacia arriba, la belleza de la pálida dama se esfumó durante unas décimas de segundo para revelar al monstruo que ocultaba bajo su piel. Sus ojos eran el mismo infierno; sus dientes, cuchillas afiladas; su expresión, el terror personalizado. El gruñido de ella pareció ensordecerlo y uno de los espejos llegó a astillarse por el sonido. Tomás no sabría decir si erapánico lo que sintió, peroal menos algo muy cercano.
− ¿Tú también eres un... una...? −el empresario balbuceabacomo un niño, estupefacto.
−Soytu creadora, idiota −le soltó ella, desaparecido ya todo tono de dulzura.
Tomás la miró sin comprender. De repente, todo el poder, toda la fuerza imparable que pensaba haber adquirido con su transformación se le antojaba mínima al lado de esa mujer que desprendía potencia y odio a partes iguales.
−No lo entiendo. FueAntonio quien...
Le interrumpió:
−Antonio te creo. Y yo lo creé a él. Yo soy quien da y roba vida y todos servís a un sólo propósito.
− ¿Quién eres? −volvió a preguntar él−. ¿Cuál es tu historia?
−Mi nombre es Anne, y sobre mi historia te basta saber que he pasado décadas atrapada, débil y furiosa. Pero Antonio y sus amigos me despertaron y cuando volví al mundo mi apetito era atroz y mi sed de venganza insaciable.
− ¿Venganza? ¿Contra quién?
−Contra la humanidad. Contra Dios. ¿Acaso importa? Te conozco, Tomás Echevarría. Tengo una conexión con todos mis hijos. Y con los hijos de mis hijos. Y sé que ansías el poder. ¿Acaso no es lo que deseamos todos aquellos que hemos sido elegidos para ocupar un lugar en el panteón de los dioses?
De nuevo la vampiresa recuperó su dulzura. Acarició el pecho de Tomás, deslizando sus yemas sobre el vello de este y haciéndole cosquillas con sus largas uñas pintadas de negro.
−Tengo bastantes súbditos. Los suficientes como para ser una fuerza imparable pero no tantos como para empezar a llamar la atención antes de tiempo. Durante siglos, nuestra raza ha permanecido oculta, temerosa de ser descubierta y asesinada por los inferiores. Yha llegado el momento de cambiar las tornas. Pero para ello necesito vampiros fuertes ami lado, líderes que sepan enfrentarse alos desafíos que les propondré. Supe intuir un gran potencial en Antonio, por mucho que siga negándose a aceptar lo que es. Siento una especie de debilidad hacia él, quizá porque fue el primer hijo tras mi regreso de la oscuridad. Y percibo más potencial aún en ti, aunque me asquea verte desperdiciando disfrazado de inferior y dirigiendo una ridícula empresa cuando lo que yo te ofrezco es un trono a mi lado. Únete a mi lucha y conocerás un poder al que ni siquiera habían osado soñar.
Dulces palabras que embrujaban la mente de Tomás. Tenía que reconocer que cuando Antonio le habló del poder y la inmortalidad pensó en usarla para hacer de su empresa una obra magna, pero apenas unas semanas después empezaba a aburrirse de objetivos tan finitos. ¿Podría haber llegado a ser tan poderoso como Bill Gates? Posiblemente. Y después, ¿qué? ¿Presidente de los Estados Unidos? Incluso una aspiración tan inalcanzable como esa terminaría por ser poca cosa ante su potencial. Pero lo que la vampira le prometía...
− ¿Y a qué viene esta pantomima? ¿Por qué no acudiste directamente a mí?
−Porque no estabas preparado. ECH Inc. lo era todo para ti y debía despojarte de ello para que pensaras con claridad. Ahora, Tomás Echevarría ha muerto para el mundo y ya no hay manera de regresar a esa vida postiza y vacía. Ahora podrás afrontar lo que significa de verdad ser inmortal y lo que deseas hacer con ello.
Tomás miró de nuevo su propio reflejo en el espejo de enfrente. La marca de su pecho había desaparecido por completo.
− ¿Cómo morí? Para el resto del mundo, me refiero. ¿Fue el disparo?
−No, eso solo era una treta para entretenerte lo suficiente. Es lo divertido de la inmortalidad. Un disparo atravesándote el cerebro apenas te deja KO unos minutos, no habrías tardado en recuperarte. De hecho, cuando ingresaste fiambre en el hospital no había ni rastro ya del disparo.
− ¿Entonces?
−Una estaca, por supuesto. Me apasionan las tradiciones. Tienen un encanto especial, ¿no crees? Solo que no todo lo que las noveluchas de medio pelo cuentan de nosotros es cierto. Una estaca en el corazón es realmente un fastidio, pero la palabra inmortal debería significar algo más, ¿no crees? En realidad, la estaca solo te paralizó. Detuvo tu corazón ycortó tu riegosanguíneo, dándote apariencia de muerto. Pero apenas el médico forense retiró la estaca, tu corazón empezó a recuperarse, retomando sus funcionespoco a poco. Losuficientemente lento, debo añadir, como para que se hubiese completado la autopsia y se rellenara el informe confirmando tu muerte. Por eso pedí a ese detective que robase tu cuerpo antes de que volvieses a la vida y alguien pudiese averiguar la verdad. Ahora ya solo eres un enigma policial, pero tu fallecimiento está fuera de toda duda.
Tomás soltó aire y meditó unos instantes. Esa mujer le había arrebatado su vida sin pedirle permiso. ECH Inc. ya no tenía ningún sentido para él, no volvería a escuchar la voz de Cristina dándole las buenas noches y, aunque el sexo ya había dejado se significar algo para él, no se deleitaría nunca más con las curvas turgentes de la Carmela. Aunque, bien pensado, tanto Cristina como Camela marchitarían ante sus ojos, sus carnes se volverían flácidas y sus rostros deformados por las arrugas. Y, al final, habrían terminado yéndose, dejándolo solo por toda la eternidad. Así que en realidad Anne, más que robarle la vida, le había adelantado lo inevitable. Por otro lado, ese concepto efímero y mágico de la inmortalidad acababa de cobrar un nuevo sentido para él.
−Entonces, ¿somos indestructibles?
−Tampoco diría yo tanto. Hay algunas cosillas... Que nos arranquen el corazón, la decapitación, la incineración... Pero si te mantienes fiel a mi no deberás temer nada.
Volvía a perderse Tomás en sus cavilaciones cuando un disparo lejano lo trajo de vuelta a la realidad.
− ¿Qué ha sido eso?
−Un pequeño contratiempo −respondió ella−, aunque nada que no fuese de esperar. Pero volvamos a lo nuestro. ¿Estás dispuesto a jurarme lealtad y convertirte en mi lugarteniente en el nuevo orden mundial que estoy a punto de proclamar?
Tomás no necesitó pensarlo demasiado.
−Concédeme el poder que prometes y te seguiré hasta el final, mi diosa.
−Oh, no, ni mucho menos −el comentario pareció divertirla−. No tengo nada de divina. Estoy muy por encima de esas cosas te lo aseguro.
Le dedicó una última caricia compasiva en el rostro, rasposo por la falta de afeitado.
−Ya ha anochecido. Quiero alimentarte para que recuperes tus fuerzas antes de liberarte. Enseguida regreso.
La vampiresa le dio la espalda y se encaminó hacia la puerta, desapareciendo de nuevo entre las sombras. Tomás, ahora ya relajado, la observó difuminarse mientras contorneaba su cuerpo y se deleitó en sus nalgas, estando cerca de lamentar, por primera vez en su nueva vida, el detalle de ser un No Muerto.
A lo mejor resultaba que, después de todo, sí iba a echar de menos el sexo.
09. La casa del terror.

Francisco no fue capaz de apuntar con su arma hasta que, palpando a la desesperada, su mano se tropezó casi por casualidad con el interruptor de la luz. El plafón del techo se prendió con pereza, bañando de anaranjado el despacho donde archivadores cargados de papelajos languidecían en estanterías deformadas por el peso.

El inspector permaneció inmóvil, aterrado ante la imagen de su hermano, una figura escuálida y de aspecto enfermizo, con las ropas sucias y malolientes, restos de sangre en el rostro y heridas sin desinfectar en casi todas las partes visibles en su piel. Llevaba en sus muñecas una especie de brazaletes, como argollas de acero. Parecía haber perdido más de diez quilos desde la última vez que se vieron y su palidez era tan extrema que hasta que no volvió a escuchar su voz no se habría atrevido a asegurar que estaba ante un ser vivo.

−Lo siento −le dijo el pingajo que recordaba vagamente a su Enrique−. Ella me obligó. Tú sabes que yo nunca habría sido capaz, pero si ella lo pide no puedes negarte.

Francisco bajó su arma y se arrodilló en el suelo para que sus rostros estuviesen ala misma altura. Enrique, sin embargo, era incapaz de mantenerle la mirada.

− ¿Quién es ella? −preguntó. No necesitaba más explicaciones. Su única salida, la única esperanza para alcanzar a comprender algo de toda esa locura, era que alguien estuviese coaccionando de alguna manera a Enrique.Así que saber que había alguien más implicado, por lo pronto, le resultó reconfortante. Más tarde ya llegaría la hora de entender la trama en toda su complejidad.

−La ama −respondió−. Ella se llevó a mis chicas. A Isabel y Alma. Pero está todo arreglado, no te preocupes. He hecho todo lo que me ha pedido. Dijo que si la obedecía me llevaría con ellas, así que ahora todo está bien, hermanito.

Hablaba como un autómata, como si estuviese en estado de shock. Y, posiblemente, así era. Un estado de shock que lo tenía atrapado desde hacía ya días.

−Esa... mujer −Francisco no sabía exactamente como tratar la situación−, esa ama... Te ha engañado, Enrique.
Le hablaba como a un niño pequeño, como si revelarle la verdad pudiera terminar por traumatizarlo definitivamente. Aunque, siendo sinceros, ¿de verdad tenía alguna esperanza de salvación? Si su mente se encontraba ya inestable tras la Matanza de Collserola, verse obligado a cometer un asesinato y, encima, sin el consuelo de que eso le sirviese para salvar a su esposa, terminaría por arrojarlo al pozo de la demencia.Y, en cierto sentido, eso podría ser una bendición para él. La cárcel no es un buen lugar para un policía condecorado.
−No, la ama cumplirá su promesa. Yo la he servido bien y ahora me recompensará, ya lo verás. Todo está bien, díselo a papá, hermanito. Todo está bien.
Irremediablemente perdido, Francisco decidió tomar al toro por los cuernos. Lo llevaría a ver el cadáver de Isabel. Quizá eso lo hiciera reaccionar y lograra que le explicase algo que tuviese sentido para él.
−Deberías acompañarme. Me temo que debo enseñarte algo, hermano. Es algo terrible, pero necesito que lo veas.
Lo tomó por la mano y lo hizo ponerse en pie. Lo condujo fuera del despacho y el antiguo policía, posterior detective y actual asesino se dejó guiar, dócil como una mascota.
Francisco caminaba de espaldas al pasillo, pendiente de su hermano, cuando creyó ver algo por el rabillo del ojo. ¿Era una mujer, quizá? Eso le pareció, una mujer vestida de negro de amplia sonrisa en el rostro.
Se giró con brusquedad, dispuesto a encararse a lo que fuera que se encontraba tras él, y se dio de bruces con la figura pequeña y juguetona de Alma. A diferencia del resto de la familia, su sobrina parecía rebosar vitalidad. Parecía bien alimentada y llevaba sus mejores galas y su risa, una risa maravillosa, bendita sea, resonaba por todo el pasillo.
−Ven a jugar conmigo, tío Fran.
Francisco no supo cómo reaccionar. Guardó su pistola y se dispuso a abrazar a la niña, los ojos empañados por las lágrimas de felicidad, cuando la pequeña salió corriendo, siempre acompañada por esa alegre risotada infantil.
− ¡A que no me coges! −le desafiaba.
Francisco salió a toda prisa tras ella, llamándola por su nombre, preocupado por que la chiquilla entrara en el cuarto de la lavadora y se topara con el cadáver de su madre. Pero esta lo pasó de largo, desapareciendo escaleras abajo hacia el garaje. Cuando Francisco llegó hasta allí se quedó bajo el umbral, sin saber muy bien qué hacer. La había perdido de vista, y cuando la llamó una vez más no obtuvo respuesta.
− ¡Alma, preciosa! −insistió−. Tienes que venir conmigo. Luego jugamos, te lo prometo.
Nada. El silencio absoluto se burló de él. Al menos seguía sana y salva, se consoló. Un pequeño brillo de esperanza en esa pesadilla dantesca que había invadido esa maldita casa.
Confuso, se disponía a regresar al interior de la casa cuando se giró justo a tiempo para ver a Anne, esa mujer de curvas elegantes y misteriosas, desaparecer al final del pasillo con su hermano de la mano.
− ¡Eh, tú, detente! −le ordenó. Obviamente, tampoco esta vez logró que le hicieran caso. Desenfundó de nuevo la pistola y recorrió el pasillo al trote, pero cuando alcanzó el comedor este estabadesierto. Asu derecha, unas escaleras conducían a la planta superior.Al frente, un ventanal de puerta corredera daba al jardín de la parte trasera, junto al que se encontraba la entrada del pequeño gimnasio de Enrique.
La puerta estaba abierta.

Había sido idea de Isabel. Una de las cosas que le enamoró de la casa nada más verla era lo espaciosa que era. Aunque los dormitorios estaban en la planta de arriba había una amplia habitación junto al comedor. El agente inmobiliario que les enseñó la casa sugirió que podían hacer allí una gran cocina o incluso dos habitaciones para invitados. Quizá alguno de los dos miembros del matrimonio tuviese a algún padre ya mayor que tarde o temprano viniese a vivir con ellos y para el que no sería recomendable tantas escaleras. O para ellos mismos, ya que estaba convencido de que allí serían tan felices y estarían tan satisfechos de la compra que seguiría siendo su placido hogar cuando les llegase la vejez. El antiguo propietario, añadió, la había cerrado a la casa, teniendo su único acceso por el jardín. Lo usaba como cuarto de bricolage, y lo tenía lleno de herramientas, tablones y demás utensilios que empleaba para restaurar muebles antiguos, su gran hobby. Pero Isabel pensó que la cocina tipo office era más práctica, y que ahora que Enrique había dejado de ser un Mosso d’Esquadra podría ser buena idea tener un pequeño gimnasio en casa. Al fin y al cabo, un detective también necesita mantenerse en forma, y lo que más deseaba ella (y creía que más necesitaba él) era que ambos pasaran más tiempo juntos en casa. Así que antes incluso de decidir los colores delas cortinas o si pondrían parqué o no, decidieron diseñar juntos lo que iba a ser el gimnasio casero de Enrique.

Anne regresó al gimnasio portando a Enrique de la mano, tan dócil como lo había sido con su hermano. Podría decirse que nada quedaba de aquel Solana valiente y decidido en el interior de este cuerpo sin personalidad ni voluntad, apenas un saco de huesos andante que poco sentía ni padecía ya. La vampiresa lo llevó frente a Tomás y lo colgó de las argollas de las muñecas a la cadena del techo. Ante la desconcertante imagen del hombre que supuestamente había asesinado, vivo, desnudo y atado a las espalderas de su propio gimnasio, las piernas de Enrique perdieron las escasas fuerzas que le quedaban para mantenerlo en pie y quedó colgando del mosquetón del saco de boxeo como si de un jamón puesto a secar se tratase. Y, en cierto modo, la comparación no iba muy desencaminada.

−Hora de la cena −anunció Anne con solemnidad mientras arrancaba con sus propias manos la camisa de Enrique y dejaba al descubierto un cuerpo desnutrido al que se le marcaban las costillas, con marcas de heridas formando un mapa en su pecho.

− ¿Por qué no me sueltas? −le preguntó Tomás.
−Porque quiero que lo hagas por ti mismo.
La mujer alzó una pierna y apoyó su bota de tacón sobre una de

las barras de las espalderas, junto al cuerpo inmovilizado del oficialmente difunto empresario. Este no pudo evitar deleitarse en el brillo de la media sedosa que brotaba del interior de la bota de cuero y recorría una pierna firme y musculada hasta terminar en un liguero al que iba enganchada la funda de un pequeño cuchillo. Anne sacó el arma y se lo mostró, una daga templaria de acero con la empuñadura de zamak.

− ¿Te gusta? −preguntó−. Es un regalo de un viejo amigo.

Tomás la miró maravillado. Aunque no era un experto, siempre le había gustado coleccionar armas antiguas y reconoció esta de algún viejo catálogo. Si era original de esa época, y no una réplica toledana actual, podría valer una fortuna.

Anne clavó la daga en las costillas de Enrique y la movió hacia abajo para abrir una herida de un palmo de largo. Cuando la sangre comenzó a brotar de ella Tomás sintió como le embargaba la excitación y algo en su interior (no era exactamente su estómago, pero sí una sensación similar)despertó su apetito. Tiró con todas sus fuerzas de las ataduras, tratando una vez más de romperlas sin éxito. Podía sentir el aroma de la sangre, casi imaginaba su dulzor entre sus labios, pero la frustración de no poder alcanzarla lo enloquecía.

−Quizá te esté pidiendo demasiado −advirtió Anne−. Debo reconocer que yo misma desconozco los efectos de un empalamiento.
La vampira se inclinó sobre su víctima y lamió la herida, con suavidad al principio y entregada al desenfreno poco después. Rodeó al detective con los brazos para afianzarse mejor y apretó su rostro contra el tronco de este, cubriendo la herida entre sus labios. Bebió de él lo justo para deleitarse y le robó un poco más de sangre todavía, cuidando de no agotar su fuente. Regresó luego hasta Tomás ylo besó, entregándole directamente de su boca el elixir de vida. Él lo aceptó, extasiado, en un intenso acto erótico−macabro.
− ¿Pero qué cojones...?
La voz temblorosa de Francisco los interrumpió. Estaba bajo la puerta de entrada, pistola en mano, y de nuevo toda su imaginación se había quedado corta a la hora de prepararse para lo que fuese que le esperaba en el interior. La estampa no tenía sentido alguno para él, digna de una producción pornográfica bondage. Un hombre colgando de una cadena, otro desnudo atado a las espalderas y una mujer haciendo algúnacto de perversión entre ambos. Algo sucio yretorcido, que se complicaba con el insignificante detalle de que uno de los participantes era su hermano y el otro se suponía que estaba muerto.
−Te dije que no te preocuparas, hermano. Ya está todo arreglado, ¿verdad, ama? −dijo con sus escasas fuerzas el malherido.
−Por supuesto, mi niño −respondió Anne−. Has desempeñado bien tu función.
− ¿Me llevarás con ellas como prometiste, ama?
−Lo lamento, pero no hay un “ellas”. Ya no. Puedo llevarte con una o con otra, pero deberás elegir.
Francisco seguía atónito, y lo peor es que la desconocida, sin duda la instigadora de todo el asunto (queestaba muylejos de imaginar siquiera de qué trataba) parecía totalmente despreocupada por su aparición, por más que la estuviese apuntando con una pistola.
− ¡Ya basta de cháchara! Usted −habló directamente a Anne−, suelte ese cuchillo y ponga las manos donde pueda verlas.
− ¡Qué encanto! −le respondió−. Piensas que la daga es lo más peligroso que hay en mí...
Incluso en esa situación, a Francisco le costó evitar sentirse fascinado por la belleza de la mujer. Sus ojos invitaban a sumergirse en ellos hasta perderse en un océano infinito y sus labios parecían prometer un paraíso de placer sin parangón. Solo el hilo de sangre que descendía desde ellos ygoteaba sobre sus pechos le ayudabaarecordar el horror del momento y a mantenerse firme.
Tan centrado en la mujer estaba, que Francisco no había reparado en Tomás Echevarría. Ahora que había saboreado la sangre de Enrique directamente de los labios de Anne sentía que un vigor inusitado regresaba a su cuerpo. La sangre lo había extasiado, pero anhelaba más, la necesitaba con locura. Tensó sus músculos y esta vez sus ataduras sí cedieron con un chasquido. Cayó de bruces al suelo, pero se sobrepuso rápido al golpe y saltó sobre Enrique, dispuesto a saciarse de él. Solo el disparo que le atravesó un hombro se lo impidió.
− ¡Al próximo que se mueva le pego un tiro entre los ojos! −gritó Francisco, temblando de miedo. Sólo había disparado a un hombre en toda su vida, y no era un recuerdo agradable. Ahora mismo, su voz trataba de demostrar una convicción de la que carecía.
Tomás miró a Anne mientras sentía como en su hombro comenzaba a cerrarse la herida. Esta le guiñó un ojo, sensual, indicándole que mantuviera la calma. Todavía faltaba un último actor por entrar en escena.
−Y ahora −continuó el sargento, creyendo erróneamente que tenía controlada la situación−, quiero que alguien me explique lo que está pasando aquí.
Una punzada de dolor intenso le atravesó la pantorrilla. Miró hacia abajo y observó horrorizado como una criatura le estaba mordiendo con tal fuerza que le estaba haciendo sangre, marchándole los pantalones con un tono oscuro.
−Has sido malo −le dijo−. No has querido jugar conmigo.
Presa del pánico, Francisco vació todo el cargador contra la atacante. Sacudida porlosdisparos a quemarropa, esta retrocedió hasta arrinconarse en una esquina como un pequeño cachorro asustado, con las ropas destrozadas por los agujeros de bala y un charco oscuro formándose a su alrededor. Solo tras el último disparo Francisco se percató de que era su sobrina Alma.
−Huye −le dijo Enrique.
Francisco centró su atención en él ysus miradas se cruzaron. Por primera vez, el velo de locura que empapaba su mirada había desaparecido, y de nuevo pudo reconocer a su hermano en esos ojos agotados. Quizá la visión de su hija acribillada había rescatado el último ápice de coherencia que se ocultaba en algún recóndito lugar de su mente.
−Huye −le insistió−. Aquí ya está todo perdido. Es la hora de reunirme con mi Isabel. Dile a papá que me perdone, Francisco.
−Has tomado tu decisión −le dijo Anne−. Ahora, tal y como te prometí, te llevaré con tu esposa.
Con un grácil movimiento cortó de cuajo la garganta del desdichado con la daga. Su cabeza se inclinó hacia atrás, como la tapa de un arcón abriéndose. Un surtidor de sangre manó de la apertura, empapando los espejos y el techo. Tomás se levantó de un brinco y se puso a beber como desesperado, igual que un sediento en un oasis en mitad del desierto. Anna se le unió, dejándose ambos empapar por la lluvia escarlata.
Francisco temblaba. Sus dedos perdieron fuerza y dejaron caer la pistola al suelo, inútil sin sus balas. Se había convertido en estatua de sal, como la mujer de Lot, atrapado por la imagen de los dos seres bebiendo del cadáver de su hermano en una orgía demoníaca. Se volvió entonces hacia el cadáver de su ahijada yla vio levantarse como si tal cosa, sin más rastro de los disparos que los círculos chamuscados de su vestido.
− ¿Te quedas a cenar con nosotros, tío Fran? −le preguntó, cargada de inocencia, mientras pasaba a su lado y se unía a la fiesta que tenía a su padre como plato principal.

10. Final.

Francisco logró encontrar las fuerzas necesarias para salir corriendo de la casa, tropezando varias veces y cayendo por el suelo antes de rodear el edificio y superar la cerca de entrada. Incapaz de pensar con un mínimo de coherencia corrió a lo largo de la calle como alma que lleva el diablo, sintiendo como un torrente de vómito ascendía por su garganta, pero incapaz de atreverse a parar. Sentía como si pudiera seguir corriendo toda la vida, y aun así nunca estaría lo suficientemente lejos de esa especie de casa del terror demencial. Sin embargo, a los pocos minutos una fuerte punzada en el pecho le obligó a detenerse. Demasiados años de cigarrillos y whiskie, se habría dicho si hubiese sido capaz de razonar. Sacudido por el flato se apoyó contra un árbol y expulsó por su boca una sustancia cálida y agría con tal fuerza que lo dejó debilitado y mareado.

Caminando con dificultad se adentró en el bosque, tratando de llegar a la rambla campo a través, acortando por el aparcamiento de tierra, pero las fuerzas no tardaron en abandonarlo definitivamente. Se dejó caer al suelo, tratando de recuperar el aliento y la cordura, contemplando como sus manos le temblaban. Había aparcado demasiado lejos, pensó, pero tampoco es que estuviera en condiciones de conducir. Ni siquiera se sentía capaz de conseguir marcar un número de teléfono con el móvil. Con granesfuerzo, se llevó una mano al bolsillo y comprobó que este había desaparecido, así que otra posible solución descartada. No lograba recordar la última vez que lo utilizó, pero supuso que se le habría caído en algún momento de su descenso a los infiernos en casa de los Solana.

Pero tenía que hacer algo. Muerto su hermano, solo le quedaba tratar de vengarlo y, en la medida en que fuera posible, limpiar su nombre. Desenmascarar a la mujer de cuero negro y al propio Echevarría, sin duda líderes de una secta enfermiza y psicótica. El único problema es que el propio Francisco dudaba que se tratase solo de una secta. ¿Acaso no había visto a su propia sobrina sobrevivir a varios disparos de bala como si tal cosa? Yestaba también el tema del ataque a la pierna, que ahora que el subidón de adrenalina producido por la huida lo estaba abandonando le empezaba a doler bastante.

Respiró hondo, tratando de ignorar el escozor de la garganta yel sabor de su propio vómito, y se armó de fuerzas para ponerse en pie. Miro a su alrededor, desorientado, para tratar de averiguar dónde se encontraba. Estaba rodeado de árboles, pero no conseguía identificar la dirección en la que debía caminar para llegar hasta la salida. Caminó con torpeza, apoyándose en los troncos para mantener el equilibrio, hasta que tropezó con una bolsa de basura destripada que lo hizo caer al suelo y rodar montaña abajo. Un pino medio muerto paró su descenso con violencia y Francisco pudo reconocer a lo lejos la silueta de los coches estacionados en el solar, con una brillante capa de rocío brillando sobre las carrocerías. Llamó a gritos esperando que alguien le contestara, pero no obtuvo respuesta. Trató de llegar al aparcamiento, arrastrándose más que andando. Había perdido ya toda esperanza.

Gritó de nuevo. Esta vez, alguien acudió atraído por su llamada. − ¡Oh, gracias a Dios! Necesito ayuda −dijo.
Un hombre con camiseta de tirantes y gorra de visera ancha se

le acercó en silencio. A escasos metros de él se detuvo y pareció analizarlo con la mirada. Francisco lo encontró comprensible: un tipo que aparece en plena noche en mitad del bosque, pegando gritos y posiblemente con las ropas manchadas de sangre no es que inspire demasiada confianza.

−Soy policía −especificó−. ¿Podría ayudarme, por favor?

Un segundo hombre apareció por su derecha y se dedicó a mirarlo en silencio también. Pronto se le añadió un tercero.
− ¿No me oyen? Es importante. Necesito que me dejen un móvil para llamar.
Los tres tipos permanecían inmóviles. Alguien pisó una rama seca a sus espaldas, tronchándola, y Francisco se giró sobresaltado. Dos hombres más lo rodeaban.
− ¿Y ahora qué? −preguntó derrotado, más para sí mismo que para los desconocidos.
Sobre él, una espesa capa de nubes de tormenta mantenía la bóveda celestial apagada. En ese momento, sin embargo, un oportuno golpe de viento removió las alturas y formaron un hueco por el que logró colarse un efímero haz de luz de luna. El rostro de los hombres se iluminó ligeramente, permitiendo a Francisco distinguir unos colmillos anormalmente grandes en sus bocas y un extraño fulgor carmesí en sus miradas.
Trató de levantarse, pero solo logró trastabillarse consigo mismo y de nuevo caer torpemente al suelo. Ahora sí, los hombres se pusieron en movimiento hacia él.

Desde la casa unifamiliar de Enrique Solana, dos siluetas se deleitaban con la apacible brisa nocturnadesdela terraza del piso superior. Tomás Echevarría y Anne se miraron, con los rostros empapados en sangre. Junto a Anne, Alba jugaba con una muñeca de trapo mientras su nueva madre le acariciaba el cabello.

Cuando escucharon los gritos de agonía de Francisco Solana rompiendo el silencio de la noche no pudieron evitar mostrar una sonrisa de complicidad.
EPÍLOGO

Una cosa que Antonio había aprendido sobre los vampiros y que hasta ahora desconocía: los No Muertos también son capaces de soñar. Durante el día, en las horas en que debía ocultarse de la ardiente luz del sol, en esa especie de trance en el que entraba dentro de su arcón, Antonio soñaba. No tenía necesidad alguna de yacer en el interior de una caja de madera, por supuesto. Eso de los ataúdes era cosa de Hollywood a raíz de las bobadas que un tal Brad Stocker inventó para una novela, y el propio Antonio había dormido protegido del día en alcantarillas, bajo puentes angostos o en el frío suelo de alguna habitación de la aislada casa de los Pirineos, con las ventanas ypuertas convenientemente cerradas. Pero siempre había un pequeño factor de riesgo, una posibilidad de ser descubierto en el momento de mayor debilidad. Y, aunque odiase el hecho de ser un vampiro y tener que matar para sobrevivir, su instinto de supervivencia era siempre mayor y lo obligaba a seguir luchando por ver aparecer la luna una noche más. Por eso, un estrecho arcón con la posibilidad de cerrarse desde dentro le ofrecía una seguridad que lo reconfortaba, por más que supiese que si alguien descubría su paradero no era una protección ni mucho menos infranqueable. Además, la opresión de su encierro le evadía por unas horas del mundo exterior, Ahí dentro no se colaba ni el más mínimo resquicio de luz, ni el silbido del viento ni el gorjeo de los pájaros. Allí no existía nada más que amarga soledad y la condena de sus propios pensamientos, que lo acompañaban hasta que entraba en letargo y todo desaparecía por completo hasta que un instinto primario, casi animal, le devolvía a la realidad, indicándole que la oscuridad reinaba de nuevo y era seguro salir al exterior.

Durante esas horas de trance su mente solía estar en blanco, en una sensación de paz interna similar a la que experimentaban los vivos en una cámara de aislamiento sensorial. Sin embargo, algo había cambiado en él desde el incidente con Tomás Echevarría y la posterior visita de Anne. Se había acostumbrado a la soledad,se decía a menudo, y esas dos personas parecían haberle recordado que no era así. El aislamiento puede llegar a enloquecer a alguien, incluso a alguien muerto. Además, sabía que en el fondo Anne tenía razón. Él había cambiado. Le gustara o no, era un vampiro.Ydebía aceptar ese hecho. Debía aceptar lo que era y entregarse a su nueva naturaleza, aunque eso supusiera acabar con la vida de seres inocentes. Era el orden natural de las cosas. Se había convertido en un nuevo tipo de depredador y no podía permitirse hacer acto de conciencia por ello.

En el sueño que ese día tuvo, el único que había tenido hasta entonces -o por lo menos el único que había sido capaz de recordar al despertar-, Antonio estaba con Gabriela. Parecían disfrutar de algún momento feliz de una época anterior, cuando la vida tenía sentido y los vampiros no eran más que seres mitológicos sacados de viejas leyendas. Ella estaba hermosa, irradiando vida. Antonio la miraba con ojos de enamorado y le decía que la quería, algo que jamás le había dicho en vida y de lo que se arrepentía terriblemente. En un momento del sueño la tomó por la cintura y la apretó contra su cuerpo, dispuesto a besarla con pasión. Pero ella no le devolvió el beso. Sus labios estaban fríos como el hielo y su rostro había perdido su brillo habitual. Cuando Antonio la separó para contemplarla bien descubrió que sus ojos eran vidriosos y unas finas grietas comenzaban a brotar de la comisura de sus labios, expandiéndose por sus mejillas. Su cabeza cayó hacia atrás, inerte, y las grietas formaron costras resecas que levantaban su piel, convirtiéndola en pavesas de ceniza. El chico se aferró con fuerza al cadáver de su amor, sin saber qué hacer. Gritó y clamó al cielo, enfurecido e histérico, mientras el rostro de la chica se descomponía. Capas de piel traslúcida se desprendían de su rostro, arrancadas por la suave brisa, dejando a la vista una forma muscular a la que se le empezaban a reconocer los primeros síntomas de putrefacción. Pronto, los músculos también comenzaron a deshacerse, retorciéndose en jirones deformes que dejaban al descubierto un cráneo amarillento. Los preciosos ojos de Gaby cayeron de sus cuencas, rodando por el suelo, y lo único que Antonio pudo hacer fue apretar con fuerza ese esqueleto contra su cuerpo, en un últimoabrazo, hasta que los huesos se hicieron polvo yse escurrieron entre sus dedos. Sus piernas le fallaron y se dejó caer, quedando sentado sobre la tierra abrazado a un amasijo de ropas vacías. Lloró desconsolado, sabiendo que él era el único culpable de su muerte, cuando algo cobró vida entre las telas a las que se negaba asoltar. Unamano floreció desdela manga de la camisa yel brazo quela siguió lo rodeó, aferrándose a su espalda. Antonio cerró los ojos, incapaz de enfrentarse a lo que sea que estaba llegando, pero sintió como una forma física se materializaba en el interior de los ropajes y pronto volvió a tener un cuerpo entre sus brazos al que aferrarse. Unos labios besaron su cuello, como lo hicieran en un tiempo ya muy lejano los labios de Gaby, y cuando se armó de valor lo suficiente como para atreverse a mirar descubrió a Anne sobre su regazo, sonriéndole lujuriosa, atravesándolo con sus ojos de mirada infernal. Sus labios carnosos besaron los suyos y él, entregado a ella, se dejó llevar.

Cuando despertó, se incorporó con tal brusquedad que su cabeza chocó contra la tapa del arcón. Si gritó, no había nadie cerca para escucharlo, pero la angustia que le ascendía por la garganta le hicieron pensar que así había sido. No estaba bañado en sudor porque ese era uno de los lujos que habían quedado atrás, pero sí sentía una presión en el estómago que le oprimía, asfixiándolo. Abrió el cerrojo de su arcón y se enfrentó al exterior, pese a que el sol no se había ocultado del todo. Sentía la necesidad de respirar aire fresco, por más que supiese que no se trataba de una necesidad real, sino un simple engaño de su mente. Ya no necesitaba cosas tan pueriles como el aire fresco lo mismo que ya no despertaba sudado tras una pesadilla ni tenía que disculparse por arrebatar vidas ajenas. Eso era lo que el sueño pretendía decirle y sobre lo que meditó a lo largo de esa noche. Gabriela se había ido y nada podía hacer él por remediarlo. Había comenzado la era de Anne, ella era ahora su ama y señora. Su madre y amante. Su única luz para guiarle en el aterrador camino de la inmortalidad. Ella le devolvió la vida que previamente le había arrebatado y ella era quien había venido en su búsqueda cuando más la necesitaba. Y no se podía permitir el lujo de volver a rechazarla.

Antonio Blanco era ahora un vampiro. Y ya iba siendo hora de aceptar lo que ello significaba.

Tomás Echevarría también había aprendido alguna cosa sobre los vampiros. Primero, que una estaca en el corazón no era suficiente para acabar con ellos. Segundo, que la inmortalidad era embriagadora y mucho más voraz de lo que había podido siquiera imaginar cuando estaba aún vivo y la anhelaba con desespero. Él siempre había querido poder, pero hasta ahora no tenía ni la más remota idea de lo que ello significaba. Creía que estar en un despacho en la cima del mundo era ser poderoso, pero una vampira llamada Anne le había demostrado lo equivocado que estaba. Poder no era estar en la cima del mundo. Muchos hombres poderosos habían coronado esa cima. Poder era gobernarla. Ser dueño y señor de todo aquello que existe y existirá y que los pobres mortales se doblegasen atemorizados a su paso.

Era consciente de las cosas a las que tendría que renunciar para conseguir ese poder. Cristina era solo una de ellas, la menos importante en su lista de prioridades. Añoraría ECH. Inc. y las reuniones hasta altas horas de la madrugada con Christian, discutiendo nuevas estrategias al calor de un whisky gran reserva. Y a Carmela. Sobre todo, a Carmela. Ya no podría volver a visitarla furtivamente, gozar con los minutos que le robaba al reloj a su vera y por los que pagaba gustosamente. Contemplar sus carnes desnudas y recorrer sus curvas con la palma de su mano. Pero poder significaba no permitirse el lujo de añorar. Al final, las empresas son solo conceptos abstractos que se formaban en el interior de edificios que terminarían por convertirse en ruinas y las personas son simples trozos de carne con fecha de caducidad. Apenas empezara él a abarcar todo lo que el firmamento tenía para ofrecerle que las pieles de todos los que conocía se habrían agrietado y retorcido hasta que sus fuerzas se extinguiesen. Tomás estaba por encima de ellos. Por encima del bien y del mal, del amor y del odio. El mundo se desmoronaba, sucumbía ante su propia codicia, y cuando todo estuviese en llamas él se alzaría por encima de los despojos para construir su propio imperio.

Ypara conseguir todo ello, bastaba con serle fiel a la mujer más hermosa que había conocido jamás, a ese ser de espíritu inquebrantable e insaciable apetito que le había tendido la mano y le había ofrecido un conocimiento al que él estaba cerrando los ojos.

Para conseguir el poder solo tenía que seguir a la mujer llamada Anne. Yno tenía la menor duda de que pensaba hacerlo hasta el fin de sus días. Lo cual, pensaba él, no llegaría jamás.

Annetenía pocas cosas más que averiguarsobrelos vampiros. Llevaba siendo uno desde hacía siglos, y aunque había muchas cosas que desconocía, como el origen de su raza o la profecía que anunciaba su apocalíptico final, nada le importaba. Apenas recordaba a la mujer que había sido en una vida anterior, una mujer ambiciosa en una época de hombres. Había luchado por cambiarlas cosas yhabía muerto porello, pero un ser llamado Luther le había concedido una segunda oportunidad. En su periodo como vampira había disfrutado del sabor de la sangre y de los excesos de una vida de pecaminosa lujuria, pero incluso para ellos todo tiene un final. Había permanecido muchos años oculta, arrinconada entre las ruinas de un Casino que, como su misma leyenda, se había marchitado hasta acabar siendo olvidado por aquellos que lo gozaron primero y despreciaron después. Sola, hambrienta y debilitada, Anne había estado a punto de rendirse varias veces, vencida por el paso del tiempo, descubriendo que, en momentos de penuria, la eternidad puede ser un castigo cruel. Había dejado se ser Anne, la vampiresa a la que todos temían y de quien nadie se atrevía a susurrar siquiera su nombre, para convertirse en una bestia herida, un ser que se marchitabaen silencio en una celda deladrillos yescombros que la mantenían alejada de la sangre. Muchas veces había tratado de escapar y muchas veces había fracasado en su intento. Unas por los obstáculos que le franqueaban su camino. Otras por su propia debilidad. Hasta que aparecieron unos desconocidos con un sacrificio en su honor. La ofrenda era pobre, de escasa energía y sangre envenenada, pero suficiente para recordarle su aroma y revitalizar sus fuerzas. Antonio y sus amigos le habían devuelto la existencia, y por ello les estaría siempre agradecidos.

Ahora que había vuelto a ser quien era, una cosa sí tenía clara Anne: no sería débil nunca más. El mundo había cambiado en su ausencia. La noche ya no eraun lugar silencioso en el que resguardarse del peligro. La noche ahora tenía vida, bullía de fuerza. Y ella, iba a convertirse en su Diosa.

Había pasado el tiempo de ocultarse de los vivos y temerlos. Ahora Anne sabía el precio que había tenido que pagar por respetarlos y sobrevalorarlos y no pensaba repetir ese mismo error. Había llegado el momento de tomar la iniciativa, de que la noche conquistase al día y la luz se extinguiese para siempre. Y ella, con Tomás yAntonio a su lado, estaba preparada para iniciar una guerra que no podía perder.

El comisario De Vicente no tenía ni pajotera idea de vampiros. No le gustaban las películas de terror y su concepto de literatura se resumía a ojear El Mundo Deportivo mientras tomaba un café antes de entrar en comisaría. Cuando se encargó de dirigir en persona el caso de los Solana tuvo que hacer un curso intensivo, haciendo redadas en diversos clubs nocturnos en los que los clientes vestían de negro y portaban prótesis en sus dentaduras y los camareros servían sangre en vasos de chupito.

Enrique Solana fue descubierto en su domicilio de Valldoreix, en las afueras de Sant Cugat, la mañana en que la policía se personó en su casa para detenerlo. Estaba en el pequeño gimnasio ubicado en la parte trasera de la parcela, encadenado al techo y totalmente desangrado. La teoría de la secta con aspiraciones vampíricas cobró más fuerza que nunca yse determinó que el criminal eratambiénquien estaba detrás del asesinato de Echevarría y el posterior robo de su cadáver.Aunque el propio DeVicente trató de relacionar todo esto con la Matanza de Collserola no se encontraron pruebas concluyentes.

La esposa de Enrique, Isabel, fue encontrada en un cuarto de la casa, con heridas similares. No se halló, sin embargo, el cadáver de la hija de ambos, Alma, de ocho años. Desde ese momento, encontrar a la pequeña fue la máxima prioridad de De Vicente, aunque en sus fueros internos no albergaba esperanza alguna de encontrarla con vida.

Durante el rastreo, el cuerpo de Francisco Solana apareció en un bosque cercano. En su caso, su cuerpo había sido desgarrado en diversos puntos, sin la sutileza que se les suponía a los cadáveres de Enrique e Isabel. Se especuló con la posibilidad de un ataque de animales salvajes, de no ser porque en Sant Cugat no existen fieras en libertad cuyas mordeduras coincidiesen con las que presentaba la víctima. Ese podría haber sido el último asesinato de la secta vampírica o un ajuste de cuentas que nada tuviera que ver con el caso. Ese fue otro de los misterios que nunca se llegarían a resolver.

Al cabo de unos meses la investigación no había avanzado lo más mínimo ni el cuerpo de Alma había sido recuperado. Aunque De Vicente nunca dejó de obsesionarse con los Solana y oficialmente el caso nunca se cerró, todos en comisaría daban por hecho que jamás se iba a resolver.

Anne y sus seguidores se marcharon de Barcelona. Habían llamado mucho la atención y llegaba la hora de ser discretos. Recorrieron la costa en dirección sur,alimentándose lo justo ynecesario yprocurando no dejar víctimas a la vista. Tampoco aumentaron sus filas más de lo necesario. La guerra estaba cerca, pero aún no había llegado el momento de quemar las naves y darse a conocer al mundo. Por ahora, Anne tenía todo lo que necesitaba a su lado: a Tomás y Antonio. Era la primera vez que los tres coincidían en un mismo espacio y lo tomó como un buen augurio. También los acompañaba Alma y un grupo de diez vampiros, un pequeño séquito de momento más que suficiente hasta llegar el momento de establecer nuevas alianzas.

Anne, que en su retorno a la civilización había descubierto con fascinación el cine y la televisión, pensó que, en este mundo, no siempre ganaban los buenos.

En este mundo, los vampiros iban a ser la raza dominante. NOTAS DELAUTOR.

Es bastante habitual que cuando alguien conoce a un escritor le hagan la gran pregunta: ¿de dónde sacas las ideas? Por lo general, la respuesta suele ser algo decepcionante. Y es que la realidad es que si bien la imaginación de un autor es infinita (o así debería serlo, al menos), la fuente de la inspiración suele ser bastante banal. No hay revelaciones divinas ni momentos de evocaciones mágicas. Por lo general una idea, sencilla y absurda, se mete inexplicablemente en la cabeza del escritor y esta empieza a crecer como una bola de nieve rodando montaña abajo, cogiendo forma y desarrollándose como si tuviese vida propia. Algo difícil de entender para quien no tiene ningún tipo de inclinación creativa y, desde luego, decepcionante como respuesta para aquel que quiera descubrir los secretos de la profesión. Sin embargo, en algunas pocas ocasiones, se da la circunstanciade que la historia de cómo se creó una novela puede ser tan interesante como la propia novela.

En el caso de Sanguijuelas, todo empezó gracias a mi buen amigo CarlosAbreu, con quien espero algún día llegar a publicar algo que escribamos a cuatro manos. Coincidí con Carlos hace yala friolera de veinticinco años (año arriba, año abajo) en un curso de Guion Cinematográfico. Conocí a Carlos y a otro buen grupo de gente que se hicieron compañeros de viaje en esta cosa llamada vida y a los que, después de todo este tiempo, tengo el privilegio de poder seguir llamando amigos. Entre todos formamos un grupo que denominamos La Maraña. Juntos hablábamos de cine, escribíamos guiones y tratábamos de rodar luego humildes cortometrajes basados en esos mismos libretos. Uno de ellos lo escribió Carlos. Lo tituló Simbiontes y, por desgracia, la historia nunca se llegó a transformar en imágenes. Y digo por desgracia porque desde el primer momento me quedé prendado de ese relato, angustiante y claustrofóbico y gran heredero de esa magnífica novela que es Misery de Stephen King.

Como dice una canción de Joaquín Sabina: la vida pasó, como pasan las cosas que no tienen mucho sentido. Me enamoré, me casé y poco a poco me fui alejando de esos amigos para dar paso a otros capítulos de mi historia, aunque afortunadamente quien escribe la novela de mi vida supo reconducirme a ellos otra vez en el presente. El caso es que durante ese periodo de tiempo alejado de La Maraña quiso el destino unirme a otros amigos también amantes del cine deseosos de hacer cortometrajes caseros y dedicar nuestro escaso tiempo libre a imaginar historias que se convirtiesen en película. Casi una veintena de cortos más tarde (algunos peores que otros) me vino el recuerdo de ese Simbiontes que tanto me había atrapado en mi juventud. Inmediatamente, recuperé el contacto con Carlos y le pedí permiso para usar su historia como base de nuestro siguiente guion. Él aceptó regalármela encantado, pero, lamentablemente, no conservaba copia alguna del mismo (pensad que la época original de la que estoy hablando corresponde a los primeros años de los ordenadores personales, cuando se escribía en WordPerfect y se almacenaban los documentos en disquetes de 3 1/2), así que lo que escribí fue en realidad una reinvención de lo que de aquella historia quedaba en mi memoria.

Empezamos a trabajar en el corto, el más ambicioso al que ese grupito de amigos bautizados como Clink nos habíamos enfrentado jamás, y tanta era mi obsesión con el mismo que durante la preproducción no podía dejar de hacerme preguntas sobre los personajes: ¿quiénes eran? ¿cómo habían llegado hasta allí? ¿qué iba a ser de ellos?

Estábamos aun rodando cuando ya me había puesto a escribir una continuación, que en realidad iba a ser una precuela. Y antes de terminarlo yahabía planificado el final de latrilogía. La ideaera añadir escenas entre las tres historias y convertirlas en un largometraje. Y entonces, el sueño se truncó. De nuevo la vida se metió por medio y el rodaje secomplicó tanto que acabó por suponer la disolución deClink. Algunos de los miembros de ese grupo se casaron entre ellos, otros nos separamos, y las cosas ya nunca volvieron a ser como antes.

Pero una cosa sí se mantuvo imperecedera pese a todo. Mi obsesión por los personajes de Simbiontes, que ahora se había convertido en Sanguijuelas. Continuaba enamorado de esa historia y seguía con ganas de darle forma, así que el paso más lógico era convertirlo en novela.

Por aquel entonces estaba yo trabajando en otra historia de vampiros, Mithos, de la que espero tengáis noticias muypronto. Como me parecía absurdo que ambos proyectos rivalizaran entre sí decidí que se complementaran, ambientándolos en un mismo universo y trazando paralelismos entre ambas tramas.

Esta que habéis leído es la primera de ellas, que pese a todo se puede leer de manera independiente y tiene la pretensión de ser autoconclusiva. Lo que podría ser un final abierto para una posible continuación es, simplemente, un final en el que ganan los malos, como de vez en cuando sucede en la vida real. Puede que realmente haya una continuación a la historia de Anne, Tomas y Antonio. O puede que no. Pero, por el momento, estos tres relatos cierran la trilogía que Carlos abrió inconscientemente hace muchos años con ese empresario que padecía el Situs Inversus y que tan generosamente me regaló.

Por ello, como no podía ser de otra manera, esta novela va dedicada a él. Y espero de corazón no haber corrompido el espíritu original de su obra y que mis aportaciones no la hayan estropeado.

Y como, en cierto modo, esto tampoco habría sido posible sin La Maraña ni Clink, vaya también una mención especial a todos ellos.
Pero estaría faltando a la verdad si no reconociera otro detalle que ha hecho posible que Sanguijuelas sea una realidad. Lo que mueve a un escritor, por encima de todo, es escribir. Quien diga lo contrario, miente. Si es la fama, el dinero o las mujeres lo que alguien busca, mejor que no se dedique a esto. La única y verdadera satisfacción está en el propio acto deescribir.Pero para encontrar las fuerzas paraseguir haciéndolo, siempre es agradable que el monólogo interno que uno vomita sobre el papel se convierta en diálogo. Mundo Muerto, mi anterior novela, tuvo una acogida que superó mis mejores expectativas, y muchos son los que me han comentado lo que han disfrutado con ella. Yeso, más que nada en el mundo, es lo que me ha animado a continuar adelante, a seguir luchando contra el tiempo y el cansancio para que mis pesadillas se transformen en cuentos para no dormir.
Por eso, querido lector, esta novela, como es natural, también está dedicada a ti. Porque, en el fondo, es por ti por lo que escribo. Y mientras me quieras leer, seguiré haciéndolo.

Mas Altaba (17 de septiembre de 2017)