17 DE ABRIL

Nicholas Branch está sentado en la habitación repleta de libros, la habitación de los documentos, la de teorías y sueños. Se halla en su decimoquinto año de trabajo y a veces se pregunta si se ha vuelto incorpóreo. Sabe que envejece. Hay momentos en los que no logra concentrarse en los datos y debe retornar una y otra vez a la página, a la línea, al detalle concreto de una determinada tarde. Entra y sale de esas tardes, de los cielos ardientes y brillantes que confieren tono y profundidad a los escuetos datos. A veces se queda dormido, repantigado en el sillón, con una mano caída sobre la alfombra de telar ancho. Ésta es la habitación del envejecimiento, la habitación incombustible, con papeles por todas partes.

Pero él sabe dónde está cada cosa. De la estantería de carpetas que cubre la mitad superior de la pared, retira sin vacilar la que busca. Hay montones de cosas a diestro y siniestro. Por todos los rincones se acumulan blocs y casetes. Los libros ocupan altas estanterías que cubren tres paredes y se amontonan en el escritorio, en una mesa y en gran parte del suelo. Hay un enorme archivador atiborrado de documentos tan viejos y apretados que podrían incendiarse espontáneamente. Calor y luz. No existe un método que le permita rastrear el material que contiene la estancia. Recurre a manos y ojos, al color, a la forma y memoria, a la configuración de elementos sugestivos que relacionan un objeto con su contenido. Despierta bruscamente y se pregunta dónde está.

A veces mira a su alrededor, horrorizado por el peso de todo lo que le rodea: una carrera de papel. Está sentado en medio de un aluvión de datos sobre centenares de vidas. Parece no tener fin. Cuando necesita algo —un informe o una transcripción, cualquier cosa, sea cual fuere su nivel de dificultad—, le basta con pedirlo. El supervisor responde con rapidez e insiste con firmeza en enviarle exactamente el documento correcto en un campo de investigación que se caracteriza por la ambigüedad y el error, la tergiversación política, la fantasía sistemática. Y no sólo se trata del documento correcto, o de una oscura nota a pie de página de una fuente abierta. El supervisor le envía material que nadie ve fuera del complejo de la sede central de Langley, material que incluye los resultados de investigaciones internas y archivos confidenciales de la Oficina de Seguridad de la propia Agencia. Branch nunca ha visto al actual supervisor y duda de llegar a conocerlo. Hablan por teléfono, concisos como pinzones de las nieves pero indefectiblemente amables: al fin y al cabo, son compañeros lectores.

Nicholas Branch, sentado en un sillón de cuero suave como un guante, es un antiguo analista retirado de la Agencia Central de Inteligencia, contratado para redactar la historia secreta del asesinato del presidente Kennedy. Seis coma nueve segundos de calor y luz. Convoquemos una reunión para analizar el manchón. Dediquemos nuestras vidas a comprender ese instante, separemos los elementos de cada repleto segundo. Desarrollaremos teorías que brillarán como ídolos de jade, intrigantes sistemas de supuestos, cuadrifacéticos, elegantes. Seguiremos las trayectorias del proyectil hacia atrás, hasta las vidas que moran en las sombras, hombres de carne y hueso que gimen en sueños. Elms Street. Una mujer se pregunta por qué está sentada sobre la hierba, rodeada de sangre. La calle Diez. Una testigo deja sus zapatos sobre el capó de un coche patrulla, dentro del cual sangra un agente. Branch considera que se trata de una extrañeza casi sagrada. Aquí hay muchas cosas sagradas, una aberración en el seno de lo real. Recuperemos nuestro dominio de las cosas.

Teclea una fecha en el ordenador personal que la Agencia le proporcionó para facilitar los rastreos: 17 de abril de 1963. Los nombres aparecen de inmediato, así como antecedentes, conexiones, lugares. Los cielos ardientes y brillantes. La sombría calle de bonitas casas viejas con estructura de roble norteamericano.

Cocinas norteamericanas. Ésta dispone de un espacio para desayunar, donde un hombre llamado Walter Everett Jr. estaba sentado, pensando —lo apodaban Win—, ajeno a los ruidos matinales que crecían a su alrededor, el revuelo de todo lo conocido, el mosaico palpitante de todo hogar feliz, la tostada que salta, las voces radiofónicas con su tono íntimo y agitado, un zumbido optimista que persistía en el oído. Tenía al lado el Record-Chronicle, tal como lo había plegado el repartidor. Las imágenes ondeaban en el orden soleado de los electrodomésticos, siempre había algo en movimiento, un brillo en el aire, tanto que aprender del mundo. Revolvió el café, pensó, lo revolvió de nuevo, sentado bajo la potente luz dejando colgar la cucharilla. Sería justo afirmar que era un hombre bondadoso e indeciso, a juzgar exclusivamente por las apariencias.

Pensaba en los secretos. ¿Para qué los necesitamos y cuál es su significado? Su esposa intentaba coger la azucarera.

Durante el desayuno tenía importantes pensamientos. También pensaba mientras almorzaba en su despacho del Old Main Building. Por las tardes se sentaba en el porche y pensaba. Consideraba natural que los hombres con secretos sintieran una mutua atracción, no porque quisieran compartir lo que sabían, sino porque necesitaban la compañía de sus semejantes, de los compañeros de sufrimientos; un respiro de la otra vida, de la pavorosa realidad de convivir con personas que no convierten los secretos en profesión, deber o negocio unido a la propia existencia.

Mary Frances observó cómo untaba la tostada con mantequilla. Sostenía los bordes de la rebanada con la mano izquierda y pasaba sistemáticamente el cuchillo, una y otra vez. ¿Intentaba repartir de modo uniforme la mantequilla o existían otras exigencias más profundas? Daba pena verlo ensimismado en tamaña tontería, untando eternamente, convirtiendo la rutina en una compulsión huera, sin sentido ni necesidad.

Mary sabía hasta qué punto podía preocuparse. Sabía usar su voz para hacerlo retornar a lo seguro y simple, entre los platos del desayuno, en el décimo día consecutivo de sol.

—¿No es una de las cosas más bonitas que se pueden ver? ¿Sabes que no me había dado cuenta hasta que nos trasladamos aquí? Me refiero a la gente que sale de la iglesia. Se reúnen a charlar junto a la escalinata. ¿No es una de las cosas más bonitas que se pueden ver?

—Creías que aquí encontrarías forajidos.

—Este lugar me gusta. El único forajido eres tú.

—Creías que verías hombres que trastabillaban hasta entrar en la taberna, sedientos después de haber conducido el ganado.

—Me refiero a las iglesias de cualquier parte. Hasta ahora no había prestado atención.

—A mí me gusta ver la gente que sale de los moteles.

—Hablo en serio. Hay algo hermoso en el jardín o en la escalinata de una iglesia, cuando el oficio acaba de terminar y los asistentes salen lentamente y forman corrillos. Tiene muy buen aspecto.

—Eso es justo lo que no me gusta de los domingos de mi infancia. Un montón de gente chapada a la antigua con la ropa almidonada. Me deprimía muchísimo.

—¿Qué hay de malo en estar chapado a la antigua? Me gusta ser una anticuada con sus años a cuestas.

—No me refería a ti.

Win se estiró y le acarició el brazo, gesto que siempre repetía cuando creía haber dicho algo incorrecto o la había interrumpido. No hagas caso de mis palabras. Confía en mis manos, en mis caricias.

—Es muy agradable —dijo ella.

Solemos acercarnos en busca de consuelo mutuo para nuestra enfermedad. Eso pensaba ante la mesa del desayuno, en la vieja y encantadora casa de principios de siglo, con el porche curvo y los postes de roble cubiertos de catalpas. Tenía tiempo para pensar, tiempo para convertirse en un viejo en gelatina natural, en jabón esculpido, pintoresco y blanco. No era excepcional que los hombres del servicio clandestino se retiraran a los cincuenta y un años. Algún comité había aprobado un plan de pensiones, y efectuaron una declaración sobre las vidas onerosas y arriesgadas que llevaban este tipo de personas: los problemas familiares, la naturaleza transitoria de las misiones. Sin embargo, el retiro de Win Everett no era exactamente voluntario. Estaba el asunto de Coral Gables. Realizó varias visitas al detector de mentiras. Oyó de boca de los tres niveles de especialistas la expresión «agotamiento motivacional». Dos eran psiquiatras de la CIA y el tercero, un contacto autorizado del mundo exterior, ese lugar que le resultaba tan extraño y tan real.

Lo llamaban semirretiro. Una gentileza semántica. Crearon para él un puesto docente y le pagaron un anticipo para que reclutara alumnas aptas como aprendizas de agentes. Tratándose de una universidad para mujeres, era una pulla que hasta Win apreciaba de manera acerba y masoquista, como si aún estuviera del lado de ellos y se observara a sí mismo desde lejos.

Así acabamos, pensó. Nos espiamos a nosotros mismos. Estamos a merced de nuestro propio destacamento. Un pensamiento para la hora del desayuno.

Dobló la rebanada de pan poco tostado, dispuesto por fin a comerla. Mary percibió el poder de convicción de su cuerpo delgado y ágil. Rostro apacible, ojos claros, frente alta, tristona y con manchas. Había en él una fe inquebrantable, un sentido de la causa. Mary Frances lo veía con más claridad que nunca ahora que lo habían apartado de los consejos y los grupos de planificación, los equipos de especialistas, los lugares secretos de instrucción. Privado de auténticas obligaciones, del contacto con los hombres y los acontecimientos que nutrían su celo, Win se convertía en puro principio, puro celo. Mary temía que se transformara en uno de esos individuos que mudan su resentimiento en santidad y brillan año tras año con luz pura y torturada. La radio informó que la temperatura rondaba los veintisiete grados. Dios está en Texas vivito y coleando.

Apareció Suzanne, su hija de seis años, con un hambre voraz. Permaneció en pie con la cabeza apoyada sobre el brazo de su papá, con los pies cruzados de manera peculiar, medio hosca; una rutinaria llamada de atención. Tenía el pelo rubio natural de su madre, denso y fino, la tez más pálida que la de Mary Frances y sin esa textura curtida por el viento. Al haber deseado un hijo y perdido la esperanza de tenerlo, Suzanne era la prueba de una existencia carente de egoísmo, una fuerza magnánima que podía convertir su pequeñez en admirado respeto. Win la cogió en brazos y dejó que la niña se derrumbara espectacularmente. Le dio lo que quedaba de la tostada y pronunció sensiblerías, con los ojos grises encendidos, mientras la niña masticaba. En el programa Life Line de la KDNT, Mary Frances escuchaba un comentario sobre la necesidad de que los padres estuvieran, más atentos a lo que sus hijos leían, miraban y oían.

«El peligro acecha en todas partes», aseguró una voz severa.

Win se llevó la mano al bolsillo en busca de un cigarrillo. Suzanne salió a la carrera al oír el autobús escolar. Reinó el silencio, la primera pausa del día, el primer y ligero agotamiento. Con su bata de tergal, Mary Frances comenzó a retirar cosas de la mesa, una sucesión de sonidos claros y agudos suspendidos en el aire, discretos como campanillas.

Los dos hombres se encontraban en el despacho provisional de Win Everett, en el sótano del Old Main, bajo un débil y parpadeante fluorescente. Win, en mangas de camisa, fumaba, impaciente por hablar, sorprendido y algo consternado por la profunda agitación que sentía al compartir novedades cara a cara con un antiguo colega.

En el pasillo trabajaban los carpinteros, hombres de pelo cortado al rape y hablar lento y cansino, que se llamaban a gritos bajo los conductos de vapor.

Laurence Parmenter, un hombre alto y de anchos hombros que vestía camisa azul y traje oscuro, se incorporó en su asiento. Parecía fuerte incluso cuando descansaba, sus rubios cabellos estaban salpicados de plata en las sienes, y tenía el aspecto propio de quien gusta de hacer tratos afablemente, entre bromas y copas. Win pensaba que se trataba de un ser impresionante, seguro de sí mismo, bien relacionado, uno de los hombres que estuvo al frente del encrespado y brillante golpe de estado en Guatemala en 1954, un coleccionista de vinos añejos, amigo y veterano compañero de Bahía de Cochinos.

—Santo Cielo, te han enterrado.

—Universidad Femenina de Texas. Ahora saborea el nombre.

—¿De qué das clases?

—De Historia y Economía. Alguien del DDP me pidió que buscara universitarias prometedoras, sobre todo extranjeras. Si aquí anida una futura primera ministra, lo mejor será que la reclutemos ahora que todavía es virgen.

—¡Por Dios!

—Primero me pusieron en manos de los psiquiatras —explicó Win—. Después me enviaron al exilio. ¿En qué país vivimos? —Ambos rieron—. Repito sin cesar el nombre para mis adentros. Dejo que me impregne. Reflexiono sobre su aura.

—Universidad Femenina de Texas —susurró Parmenter, casi con respeto.

Win asintió. Larry Parmenter y él habían formado parte del denominado SE Detailed, grupo integrado por seis analistas militares y agentes secretos. El grupo era uno de los elementos de un comité de cuatro niveles creado para hacer frente al problema de la Cuba castrista. El primer nivel, el Senior Study Effort, se componía de catorce funcionarios de alto rango e incluía asesores presidenciales, militares de graduación, ayudantes especiales, subsecretarios y jefes de los servicios de información. Se reunieron durante una hora y media. Luego, once hombres abandonaron la estancia y entraron otros seis. El grupo resultante, llamado SE Augmented, estuvo reunido durante dos horas. Después salieron siete hombres y entraron cuatro, incluidos Everett y Parmenter. Era el SE Detailed, grupo que desarrolló operaciones secretas concretas y posteriormente decidió qué miembros del SE Augmented podían conocer dichos planes. A su vez, estos miembros se preguntaron si el Senior Study Effort deseaba saber qué ocurría en el nivel tres. Probablemente, no. Cuando concluyó la reunión del nivel tres, cinco hombres abandonaron la estancia y entraron tres agentes paramilitares para crear Leader 4. Win Everett fue el único hombre presente en los niveles tercero y cuarto.

—En realidad, podría ser peor —reconoció Parmenter—. Por lo menos sigues dentro.

—Me encantaría estar fuera, por completo, de una vez por todas.

—¿Qué harías?

—Crearía una empresa de asesoramiento.

—¿Asesoramiento de qué? ¿Sobre invasiones secretas?

—Ése es uno de los problemas. Soy una especie de mercancía corrompida. La otra dificultad estriba en que tengo muy poca intuición para las aventuras empresariales. Pero sé enseñar. En los archivos disponían de una foto de mi alma antes de la caída. La vieron y me enviaron a Texas.

—No te han despedido, eso es lo que cuenta. Entienden más de lo que crees.

—Me encantaría estar definitivamente fuera. Mientras me encuentre aquí, seguiré trabajando para ellos, aunque sea una broma pesada.

—Win, estoy seguro de que te rehabilitarán.

—¿Acaso quiero que me rehabiliten? Me desagrada el tipo de sentimiento contradictorio que tengo con respecto a este asunto. Por un lado los desprecio y, por el otro, anhelo su amor y comprensión.

La información era peligrosa, y la ignorancia se convertía en una baza muy apreciada. En muchos casos, el DCI, el director de la CIA, no debía enterarse de cosas importantes. Cuanto menos supiera, con más decisión podría desempeñar su labor. Si sabía lo que Leader 4 hacía, de qué hablaban sus miembros o qué mascullaban en sueños, al director le resultaría difícil decir la verdad en una investigación, en una audiencia o incluso en una charla con el presidente en el despacho oval. Los Jefes Conjuntos no debían estar al corriente. Los horrores operativos no eran aptos para sus oídos. Los detalles se convertían en una especie de contaminación. Era necesario aislar de la información a los secretarios. Serían más felices si no sabían nada o se enteraban demasiado tarde. Los subsecretarios se ocupaban de corrientes y tendencias. Esperaban que los confundieran. Confiaban en que lo harían. El ministro de Justicia no debía conocer los pormenores inquietantes, hasta él sólo tenían que llegar resultados. Cada nivel del comité estaba diseñado para proteger a uno superior. Existían complejidades de expresión. Eran necesarias experiencia y comprensión especificas para desentrañar el verdadero significado de algunos comentarios oscuros. Había pausas y miradas carentes de significado. Arriba y abajo del escalafón flotaban acertijos geniales que era preciso evaluar, resolver, ignorar. Tenía que ser así, reconoció Win para sus adentros. Los hombres de su nivel depositaban secretos que temblaban como huevos de reptil. Intentaron envenenar los cigarros de Castro. Diseñaron cigarros provistos de microexplosivos. Desarrollaron una pluma venenosa. Conspiraron con diversas figuras de la mafia para enviar a La Habana asesinos, envenenadores, francotiradores, saboteadores. Probaron una toxina de botulina en monos. Fidel sería presa de calambres, vómitos y accesos de tos, igual que los primates de cola larga, y encontraría una muerte espantosa. ¿Has visto alguna vez un mono que tose sin poderse controlar? Es horrible. Quisieron introducir esporas de hongos en su traje de submarinista. Idearon un proyectil marino que estallaría cuando Castro fuera a nadar.

Los miembros del comité sólo permitían que los de arriba se enteraran de datos generales. Obviamente, el presidente era el objetivo último de sus maniobras de protección. Todos sabían que JFK deseaba que Castro se enfriara en una losa, pero no se les permitía comunicarle que habían decidido cargar con la empresa de su culpable anhelo. La Casa Blanca sería la cima de la ignorancia. Era como si un líder sin tacha redimiera una antigua verdad que los demás, debido a su misión en un mundo sinuoso, sólo podían admirar en abstracto.

Pero había sombras aún más profundas, extraños y graves silencios que rodeaban los planes para invadir la isla. El presidente estaba enterado, por supuesto… conocía los esbozos, tenía una ligera idea del resultado prometido. Pero el sistema seguía operando como una masa aislante. Podía ver los tonos más suaves. Había que protegerlo de la responsabilidad. Win estaba convencido de que los secretos eran sus propias redes. El sistema se perpetuaría con sus curiosas y obsesivas telarañas, sus equivocaciones, sus pacientes enigmas y sus niveles de pensamiento engañoso, al menos hasta que los hombres llegaran a la playa.

Después de Bahía de Cochinos, nada volvió a ser igual. Win pasó la primavera del 61 viajando entre Miami, Washington y Guatemala para liquidar diversos flecos de la operación, emborracharse con jefes de estación y asesores, e intentar explicar a los líderes de los exiliados qué fue lo que salió mal. Fue el desenmascaramiento de la trama, las primeras semanas de los restos de un naufragio cuya expectativa de vida Win parecía decidido a prolongar a costa de su bienestar, como si quisiera compensar las medidas poco eficaces que provocaron la derrota. El viejo comité fue sustituido por uno nuevo, estructurado con menor habilidad, y —sin que ello constituyera motivo de sorpresa para nadie— la mayor parte de los hombres conservó su lugar en la habitación revestida con paneles de madera. La muerte de Fidel Castro se convirtió de nuevo en tema de conversación. Sin embargo, SE Detailed y Leader 4 no participaron. Los grupos se disolvieron y sus miembros aparecieron no como conspiradores y activistas fracasados, sino como los norteamericanos que en el aparato de la invasión tuvieron el compromiso personal más profundo con la causa de los exiliados. Era precisamente a los verdaderos creyentes a quienes había que apartar. Su contacto con los líderes del exilio, sus esfuerzos por crear y adiestrar la brigada de asalto los había vuelto demasiado sensibles a los cambios políticos, imprevisibles. Todo fue tácito. Los grupos desaparecieron y a sus miembros se les encomendaron misiones diversas que no guardaban ninguna relación con la Cuba castrista, aquella fijación iluminada por la luna en un mar esmeralda.

Cabe señalar que algunos de esos hombres siguieron reuniéndose.

—¿Dará con nosotros?

—Tengo la impresión de que ha llegado —respondió Win.

—Mi avión sale a las cinco y veinticinco.

—Nos encontrará.

Estaban en la barra de Shraders Pharmacy, en la plaza del juzgado. Win revolvió su café, pensó, siguió sentado, volvió a mover la cucharilla, Larry se agachaba en el taburete para ver mejor la sede del juzgado de Denton, un edificio de piedra caliza de carácter variopinto y enérgico, con torreones, frontones, columnas de mármol, cúpulas puntiagudas, balaustradas y pabellones estilo Segundo Imperio.

—Contemplo estos edificios viejos y recargados en las bulliciosas plazas mayores y los encuentro rebosantes de un agradable optimismo. Míralo. Es realmente imponente. Piensa en un hombre de finales de siglo que llega a una pequeña ciudad del sudoeste y ve un edificio de este tipo. Qué estabilidad y orgullo cívico. Es una arquitectura optimista. Espera que el futuro tenga tanto sentido como el pasado.

Win guardó silencio.

—Hablo del pasado norteamericano contemplado con ingenuidad —prosiguió Larry—, que es el único tipo de inocencia que apruebo.

Aparentemente, el tema era Cuba. Se habían reunido varias veces en un apartamento de Coral Gables, un sitio que Parmenter había utilizado para informar a los pilotos cubanos que se dirigían a Nicaragua. Hablaron de mantener contactos con la comunidad de exiliados, de organizar una red en el gobierno de Castro. Eran cinco hombres incapaces de olvidar Cuba, pero también formaban un grupo de proscritos, lo que daba a sus encuentros un carácter cerrado. Todo se volcaba hacia el interior. Ahora sólo existía un secreto que importara: el grupo mismo.

—No tardaré más de un minuto —dijo Win.

Caminaron bajo un toldo y penetraron en el largo y oscuro interior de la ferretería, lugar de repudiable belleza perdida, con exposiciones de armas de la frontera y antiguas balanzas, en el que Win entraba a menudo para recorrer los dos pasillos como un turista hundido hasta la cintura en medio de ruinas desmoronadas. Tuvo que recordarse a sí mismo que sólo se trataba de material de ferretería. Compró un rascador, y al regresar al coche alquilado de Larry, aparcado junto a la plaza, distinguieron una figura en el asiento delantero, a la derecha; un hombre de anchos hombros con una llamativa camisa deportiva. Se trataba de T. J. Mackey, a quien Win consideraba un vaquero, aunque probablemente fuera el más fiel de los integrantes de Leader 4, un veterano oficial que había entrenado a los exiliados en el manejo de las armas de asalto y supervisado las primeras etapas de los desembarcos.

Parmenter tomó asiento al volante tarareando algo que le divertía. Win se acomodó en el centro del asiento trasero y señaló el camino. Con Mackey presente, la jornada adquiría sentido. T-Jota no traía noticias de contratos y despidos ni de nuevos nacimientos. Era una de las personas a quien los cubanos seguirían sin chistar. También era el único que se negó a firmar la carta de censura cuando la Oficina de Seguridad controló las reuniones secretas en Coral Gables. Si existiera un lienzo monumental de los cinco conspiradores reunidos, un cuadro que los mostrara con el ceño fruncido y el torso girado, hombres que conspiraban en la oscuridad enfrentados a agentes de seguridad con el pelo al rape y uniformes, de color caqui sin hombreras, podría titularse Luz que penetra en la caverna de los malvados. Parmenter y otros dos firmaron cartas de censura que pasaron a formar parte de sus expedientes en el departamento de personal. Win firmó la carta y también aceptó someterse a una entrevista técnica o a examen con el detector de mentiras. Firmó una carta de renuncia, en la que declaraba que se sometía a la prueba voluntariamente. Firmó un acuerdo en el que manifestaba que guardaría el secreto, en el que afirmaba que no hablaría con nadie sobre esa prueba. Cuando falló ante el detector de mentiras, los agentes de seguridad precintaron su despacho, un cuartucho con una puerta azul en la tercera planta de la nueva sede central de la Agencia en Langley. En el despacho encontraron facturas telefónicas y documentos que parecían demostrar, en medio de las ambigüedades de costumbre, que Win Everett colocaba a gente de su equipo en la Zenith Technical Enterprises, la próspera empresa de Miami que funcionaba como tapadera de la nueva oleada de operaciones de la CIA contra Cuba. Fue demasiado. Primero encabezó un grupo que ignoró la orden de dispersión, y luego organizó una operación privada en el seno de la inmensa y escalonada industria de actividades anticastristas de la Agencia. Sometido a un segundo examen con el detector de mentiras, a la tercera pregunta Win sollozaba ante el aparato, con los electrodos adheridos a la palma de su mano, el manguito alrededor del bíceps y el tubo de goma cruzado sobre el pecho. Cuánto costaba no mentir…

Salieron de Denton rumbo al sur y se internaron en un paraje muy verde. Había tierras de pastoreo abandonadas al mezquite y los enebros, lugares de súbita desolación, un resplandor ardiente, un único árbol achaparrado, nudoso y severo. El cielo se cernía de forma insoportable.

Mackey viajaba con el brazo derecho asomado por la ventanilla, colgado a lo largo de la portezuela. No mostraba el menor interés por el panorama que ofrecía el recorrido. Pasaron junto a una iglesia bautista emplazada sobre ladrillos de ceniza. Mackey respondía a los comentarios con una débil inclinación de cabeza o alzando la mandíbula para manifestar su acuerdo o su regocijo.

—En estos viejos cementerios deben de estar enterradas personas que llegaron en caravanas de carretas —comentó Parmenter—. Predicadores ambulantes y gente que luchó contra los indios. Win, no hay duda de que es una zona muy bonita. ¿Por qué no te estableces aquí, crías a tu pequeña y trabajas para los seriales de conciertos y dramas? Seguramente en la universidad hay un departamento de este tipo. Te aseguro que hablo en serio.

Sus ojos estaban clavados en el retrovisor.

Los psiquiatras no fueron crueles, pero le hicieron tomar conciencia de la enfermedad y del mal. Ellos llevaban consigo la enfermedad. Estaban enfermos. Habían sido descuidados y algunas zonas de sus rostros no estaban correctamente afeitadas. No tuvo valor para decírselo. Eran hombres agradables pero incompletos, o demasiado completos. Distinguió con claridad la pelusa microscópica. Fatiga motivacional. La Agencia se mostraba tolerante ante estos problemas. La Agencia comprendía. La verdad es que Win no había situado agentes en Zenith Technical Enterprises. Su viejo equipo ya estaba allí, colaborando con los nuevos agentes del caso, dispuesto a realizar incursiones por mar desde las bases secretas de los cayos. En principio, esas pruebas endebles, incompletas y accesorias resultaron demasiado trascendentales para que un hombre de su posición pudiera negarlas de manera convincente. Fue más fácil creer que negar. Habían descifrado sus notas, leído las cintas de la máquina de escribir. ¿Podría explicarles que amaba Cuba, que conocía su lengua y su literatura? Conocían el contenido de sus sacas para quemar. ¿Cómo podía hacerles comprender que ese plan sólo eran las notas marginales de un tonto intransigente?

Se quitó la chaqueta, la dobló a lo largo, por la mitad, y la dejó en el asiento, a su lado. Se palpó el bolsillo en busca de un cigarrillo.

Siguieron la carretera que iba de las granjas al mercado y cruzaron el Old Alton Bridge, que atravesaba Hickory Creek. Win señaló que debían doblar a la derecha. Descendieron por un camino de tierra roja que durante quinientos metros discurría bajo un tupido dosel de robles y nogales. A un lado se alzaba el bosque; pastos al otro. Larry detuvo el coche junto a la cerca del ferrocarril. Win encendió un cigarrillo y se echó hacia adelante desde el centro del asiento. Los dos hombres que viajaban delante permanecieron con las cabezas ligeramente inclinadas hacia atrás, pero en ningún momento se volvieron para mirarlo.

—Cuando mi hija me cuenta un secreto, mueve las manos sin cesar —comentó Win—. Me sujeta del brazo, se aferra al cuello de la camisa, me acerca, me introduce en su vida. Sabe qué son los secretos íntimos. Le gusta contarme cosas antes de dormirse. Los secretos configuran un estado de exaltación, un estado casi onírico. Son un modo de detener el movimiento, de parar el mundo para poder contemplarnos a nosotros mismos. Por eso estáis aquí. Bastó con fijar el lugar y la hora. Vinisteis sin pedir razones. No tuvisteis en cuenta los riesgos que suponía para vuestras carreras el asociaros con Walter Everett hijo después de todo lo ocurrido. Estáis aquí porque todo secreto contiene un elemento estimulante. Mi niña es pródiga en secretos. Sinceramente, me gustaría que fuese más reservada. ¿Acaso los secretos no la sustentan, la distinguen, le dan conciencia de sí? ¿Cómo podrá saber quién es si descubre todos sus secretos?

Los dos hombres aguardaron.

—La invasión fracasó porque los altos funcionarios no analizaron los supuestos básicos. Se dejaron arrastrar por un espíritu de actividad compulsiva. Estaban dispuestos a aceptar los análisis de otros hombres. Eso les aportaba seguridad. El plan nunca estuvo claro. Jamás hubo un responsable. Algunos sabían que se estaba tramando un desastre y permitieron que creciera. Se mantuvieron a distancia. Querían liquidarlo de una vez por todas. Hubo presiones para sacar a todos aquellos exiliados armados de Florida y meterlos en la condenada Cuba. Creo que nadie pensó en lo que les ocurriría cuando los dejáramos en la playa. Ahí entramos nosotros. Estábamos en los campos de aviación, en los barcos, o encerrados en los cuarteles con los líderes de los exiliados. Entre los muertos figuraban sus hermanos e hijos, y hubo soldados norteamericanos armados que les impidieron abandonar el cuartel de Opa-Locka. ¿Qué podía decirle a esos hombres? Me sentía mensajero de la peste y de la muerte. Luego se produjo la larga y lenta caída. Quise santificar el fracaso, volverlo eterno. Si no podíamos vencer, obtendríamos el máximo provecho de nuestro fracaso. Eso fue lo que hicimos finalmente, cuando intentamos que todo siguiera funcionando. No fue más que un ejercicio inútil.

Los hombres del asiento delantero esperaban. Eran pacientes y considerados.

—Hay que resucitar el movimiento —continuó Win—. Las operaciones que la Agencia realiza desde los cayos sólo son pinchazos. Hace falta un acontecimiento electrizante. JFK se encamina hacia la solución de sus diferencias con Castro. Por un lado, considera que la revolución es una enfermedad que podría contagiarse a toda Latinoamérica y, por otra parte, denuncia los ataques guerrilleros y procura que los miembros de las brigadas se unan al ejército norteamericano, donde podrán ser vigilados. Si queremos una segunda invasión, y esta vez un intento con todas las de la ley, sin restricciones ni condiciones, tendremos que actuar deprisa. Debemos llevar la cuestión cubana más allá del límite de estas maniobras encantadoras. Necesitamos un acontecimiento que sacuda y estremezca a la comunidad de exiliados, a todo el país. Sabemos que los servicios de información cubanos tienen gente en Miami. Hemos de organizar un acontecimiento que produzca la sensación de que ellos han golpeado el corazón de nuestro gobierno. Ha llegado la hora de los grandes riesgos. Propongo que acabemos con los paños tibios, con las evasivas y los retrasos.

En el camino apareció una camioneta y cerraron las ventanillas para librarse del polvo. El conductor saludó sin apartar la mano del volante. Aguardaron a que el polvo se asentara y abrieron las ventanillas. Win esperó unos segundos antes de retomar la palabra.

—Hay cosas por las que, sin saberlo, esperamos toda la vida. Cuando ocurren, reconocemos de inmediato quiénes somos y cómo debemos proceder. Es una idea que siempre me ha atraído. Comprenderéis que estoy en lo cierto. Hemos de correr grandes riesgos. Nos hace falta un acontecimiento electrizante. Lo habéis esperado tanto como yo. Estoy convencido, de lo contrario no os habría pedido que vinierais. Tenemos que preparar un atentado contra el presidente. Planeamos cada paso, diseñamos cada incidente que desemboque en el acontecimiento. Montamos un equipo y dejamos una débil huella. Aunque ambiguas, las pruebas apuntan al Directorio Cubano de Información. Dentro del plan hay un segundo conjunto de pistas, aún más oscuras y misteriosas. Éstas señalan a los intentos de asesinar a Castro por parte de la Agencia. Estoy diseñando un plan que abarca a la vez la provocación norteamericana y la respuesta de Cuba. Hacemos todo el papeleo: pasaportes, carnets de conducir, agendas de direcciones. Nuestro equipo de tiradores desaparece, pero la policía encuentra una pista: solicitudes de pedido por correo, tarjetas de aviso de cambio de domicilio, fotos. Creamos una o varias personas a partir de lo que suele llevarse en el bolsillo. Suenan tiros y el país queda conmovido, estremecido. La pista del papeleo conduce a agentes pagados que han desaparecido en Venezuela y en México. Estoy seguro de que eso es lo que debemos hacer para recuperar Cuba. Aunque el plan contiene niveles y variantes que apenas he explorado, básicamente es correcto. Sé que lo es. Sé a qué se refieren los científicos cuando hablan de soluciones elegantes. Este plan apela a lo más profundo de mi ser. Posee una lógica demoledora. Hace semanas que percibo su despliegue, como un sueño cuyo significado se aclara poco a poco. Es el estado que siempre hemos querido alcanzar. Es la comprensión vital, el secreto vital, y debemos ampliarlo, protegerlo celosamente hasta el momento en que tengamos tiradores apostados en un tejado o en el puente del ferrocarril.

Reinó el silencio. Después Parmenter comentó secamente:

—Como no podemos golpear a Castro, démosle a Kennedy. Me pregunto si ése es el motivo oculto de nuestra presencia aquí.

—Pero no alcanzaremos a Kennedy, fallaremos —puntualizó Win.

Mackey metió varias monedas de veinticinco centavos en el teléfono público de la gasolinera Esso, a unos ciento sesenta kilómetros de la frontera con Louisiana. Intentaba contactar con Guy Banister, ex agente del FBI que dirigía una agencia de detectives en Nueva Orleans. Banister era el canal por el que la CIA suministraba dinero a los movimientos anticastristas de la zona. Mackey lo conoció en la época anterior a la invasión, cuando Banister enviaba armas y explosivos a los exiliados. Había llegado el momento de contactar de nuevo con él.

La voz que respondió no pertenecía a Banister ni a su secretaria. Mackey tardó unos segundos en reconocerla: David Ferrie, investigador, agente mensajero y consejero espiritual. Mackey colgó y cruzó la plaza azotada por el viento rumbo a su coche.

David Ferrie arrugó la cara al oír que colgaban. Era propenso a poner mala cara. Siempre hacía una mueca delante del espejo cuando se aplicaba las cejas de fabricación casera y el tupé de muaré. Ferrie padecía una enfermedad extraña y horrible que no tenía cura. Su cuerpo era totalmente lampiño. Parecía algo arrancado de la tierra, un tallo tuberoso o un hongo muy apreciado por los gastrónomos. Pero no estaba dispuesto a ceder, a desesperarse, a encerrarse en una habitación oscura, a beber batidos y lamentarse. Tenía varios intereses vitales. Uno de ellos consistía en encontrar una cura para el cáncer, y se trataba de un interés casi de toda la vida. Había realizado investigaciones y escrito ensayos sobre el tema. Le interesaba el hipnotismo y era capaz de poner en trance a la gente. La aviación constituía otro de sus intereses profundos y duraderos. Ferrie había sido piloto civil de alto rango en la Eastern Airlines, antes de que la enfermedad lo dejara calvo y de que sus juegos sexuales con muchachos se convirtieran en un hecho del dominio público para desconcierto de los dignatarios de la Eastern. Le interesaba la amenaza comunista. Cuba era otro de sus intereses.

Instantes después de colgar, Ferrie se encontraba en la trastienda del despacho de Guy Banister, haciendo muecas ante el espejo a medida que se acomodaba las cejas semicirculares. Pensaba visitar un centro comercial de Jeff Parish, donde exponían un refugio atómico modélico. Quería estudiar sus dimensiones, ver con qué tipo de provisiones contaba y cómo las habían almacenado. Él ya tenía sábanas de goma y una radio de pilas en la que estaban claramente señaladas las frecuencias CONELRAD. Conocía la existencia, hacia el suroeste, de un búnker de municiones que podía convertirse en un refugio eficaz, profundamente enterrado, aislado, con agua y alimentos para muchos meses. Resultaba estimulante pensar en la bomba desde esta perspectiva. Pensaba que sería muy satisfactorio vivir solo en un agujero, no porque se pareciera a una forma mutante de vida sino para ganar un tiempo adicional mientras en la superficie se desencadenaban fuerzas nefastas. Merecía una recompensa por su desdichada vida.

Laurence Parmenter condujo el Dodge Dart hacia Love Field. De momento, prefería no pensar en el plan de Everett. Escuchó en la radio a un evangelista que disertaba sobre la plegaria minorista y la plegaria mayorista. Ora por ti mismo, ora por el mundo. Win era un hombre prometedor, entregado, leal a la causa, genial, realmente genial, pero había sufrido una crisis nerviosa. Ocurre muy a menudo. Ahora parecía estar bien, alerta, con pleno control de la situación, pero una idea necesita tiempo para dar a revelar sus facetas, sus luces y fuegos cambiantes. Larry no quería abandonar la cuestión. Deseaba recuperar Cuba, y cuanto antes mejor. Tenía intereses en la isla. Tenía derechos, reclamaciones, compromisos financieros secretos con una empresa de arrendamiento con opción a compra que intentaba llegar a un inmenso reparto de tierras a fin de facilitar las perforaciones petrolíferas. Todo eso era antes de que los valerosos rebeldes bajaran de la sierra.

Se dedicaría a pensar en el plan de Everett durante el vuelo a Washington. Bebería un dry-martini de Beefeater, picaría cacahuetes salados, rezaría por sí mismo, rezaría por el mundo. A su cabeza acudió de improviso un verso de una antigua canción de borracheras. ¿De dónde provenía? De El Cairo, año 1944, operaciones de moral, Oficina de Servicios Estratégicos. Larry formaba parte de la red de agentes de Groton-Yale-OSS, los llamados espías caballeros, muchos de los cuales ocupaban ahora importantes cargos en la Agencia. Aunque no fuera de buena familia ni hubiera sido elegido, Larry seguía siendo un miembro, dispuesto a aceptar la voluntad de la dirección. Ellos eran los puros, la prolongación natural de las hermandades estudiantiles, iniciaciones y juramentos secretos, el conjunto de suposiciones comunes a los jóvenes de cierta clase social. «Oh, somos alegres agentes, mentimos y espiamos hasta que nos duele», tarareó en voz alta. Intentaba recordar la estrofa siguiente cuando apareció el primer letrero del aeropuerto.

Por la radio, el locutor informó que la policía aún vigilaba la casa y los terrenos del general de división Edwin A. Walker en busca del pistolero que intentó matar, hacía una semana, a la polémica figura de derechas. No había nuevas pistas sobre el caso.

Al anochecer cae la quietud, la hora del abandono, las casas en sombras, la calle es un espacio privado, una sucesión de misterios. El profundo reposo acalla y silencia lo que sabemos de nuestros vecinos. Se convierte en una especie de intimidad perfumada de jazmín que nos engaña y nos vuelve confiados.

Win estaba en la sala y pasaba las páginas de un libro. Según su esposa, era eso lo que hacía, no leer. Pasaba las páginas hasta que se acababan. Win se preguntó si los dos hombres se habrían dado cuenta de que los había convocado precisamente el 17 de abril, segundo aniversario de Bahía de Cochinos. Era un buen pensamiento para la hora de acostarse. Pasó otra página.

En el primer piso, Mary Frances ya estaba acostada. Se preocupó por la gastada alfombra, pensó en el desayuno y en el almuerzo e intentó no sentirse ridículamente orgullosa de la cocina renovada, amplia, bonita, práctica, con su congelador sin escarcha y los electrodomésticos a juego, en la tranquila calle bordeada de robles y pacanas, sesenta y cinco kilómetros al norte de Dallas.