Capítulo 7

 

A MELODIE le sorprendió oír que había hecho daño a Roman.

Estaba estupefacta. Eso significaba que eran malos el uno para el otro. Por eso no podía bajar la guardia y arreglar las cosas con él. Si lo escuchaba y lo comprendía, se sentiría culpable y vulnerable. Confiar en Roman significaría no estar a la defensiva y eso la asustaba.

Tuvo que admitir que le tenía miedo a Roman porque causaba en ella una reacción que era más fuerte que la lógica. Ya fuese ira o pasión, nunca había tenido sentimientos tan intensos. Lo más cerca que había estado de aquella sensación había sido cuando había discutido con su padre acerca de su madre.

Roman era un extraño. Solo se habían visto un par de veces e incluso ella sospechaba que lo del amor a primera vista era un mito. Y, si existía, no podía ser así. Como si un hombre al que casi no conocía fuese un dios con poder para aniquilarla con solo guiñar un ojo.

Nada más entrar en el ático, Roman fue directo a un bar mientras ella contemplaba las vistas de Nueva York.

–¿Whisky o vino? –le preguntó él, levantando una botella.

–No puedo quedarme mucho tiempo –respondió ella, mirando la hora en su teléfono móvil–. De todos modos, no tenemos mucho que decirnos. Cuando nos conocimos, yo todavía estaba muy afectada por la muerte de mi madre. Quería conocer a alguien, sentirme viva. Y pensé que podía haber algo entre nosotros. No tenía que haberme acostado contigo, pero lo hice, dándote una imagen equivocada de cómo soy.

Él le ofreció una copa de vino blanco muy frío. La expresión de su rostro también era fría, indescifrable. Melodie bebió porque tenía la garganta seca e intentó recuperar la compostura.

–¿Escuchaste lo que te dije aquel día en el coche? Cuando hice el amor contigo no lo hice por odio, sino porque no podía pensar en otra cosa.

–No –dijo ella, apartándose un mechón de pelo y poniéndoselo detrás de la oreja.

–Tenemos que ser francos. A mí esto tampoco me gusta –admitió Roman, llevándose la copa de whisky a los labios, pero volviendo a bajarla antes de beber–. No me dedico a conquistar mujeres, Melodie. Y para mí es importante que lo creas. Soy torpe en las relaciones, pero no porque trate a las mujeres como meros objetos. Si no hubiese tenido un motivo para echarte de mi casa aquel día, habrías estado en mi cama hasta que tú te hubieses cansado.

–¿Y eso ocurre? –preguntó ella, en un intento de frivolizar.

–Soy emocionalmente inaccesible –respondió Roman, sonriendo de manera incómoda–. Y el sexo nunca había sido como contigo.

Melodie se apartó de aquel inquietante halo de tensión sexual que crecía entre ambos con tanta facilidad sintiéndose muy débil. Habría entendido aquella sensación de impotencia si hubiese estado enamorada de él. De niña, cuando había querido ganarse el amor y la aprobación de Garner y Anton, se había tomado muy en serio todos los desprecios que le habían hecho y se había sentido tan débil como su madre. Más tarde, en el mundo real, había sufrido menos ataques, la mayoría de personas que le importaban poco. Se había hecho más fuerte.

En esos momentos, después de un puñado de encuentros con Roman, un hombre que no tenía que significar nada para ella, estaba más sensible que nunca y aquello le resultaba desconcertante.

Lo miró fijamente.

–No entiendo cómo nos podemos sentir así si no nos queremos.

–Yo nunca he comprendido qué tiene que ver el amor con el sexo. Siempre he pensado que lo que importaba era el placer. No me mires así –le pidió–. No lo digo para burlarme de ti, solo estoy siendo sincero.

Melodie inclinó la cabeza.

–No obstante, me duele. Ni siquiera te parecí atractiva, Roman. Fue el segundo día cuando empezaste a comportarte como si te interesase, y entonces ya sabías quién era.

–Ya te lo dije en Virginia, que no te lo demostrase no significa que no me sintiese atraído por ti. No me interesan las relaciones serias, Melodie. No quiero casarme ni tener hijos... No estoy hecho para eso. Y tú parecías ser ese tipo de mujer. Así que tienes razón, la primera vez que nos vimos intenté que no se me notase el interés, pero entonces sonreíste para las fotografías y...

Frunció el ceño, dio un sorbo al whisky e hizo una mueca.

–Lo cierto es que me sentí cautivado por ti. Y al día siguiente dejé de fingir lo contrario. Eres una mujer preciosa.

Ella negó con la cabeza, se sentía incómoda.

–Roman, estoy intentando creerte. Necesito encontrarle el sentido a todo esto, pero tenemos que ser sinceros si...

–Tu madre salía en las revistas –la interrumpió él–. Te pareces a ella. No es posible que no sepas lo bella que eres.

–La belleza de mamá siempre se describió como inusual o llamativa. Era muy emotiva frente a la cámara, no podía ocultar lo que sentía.

–Y tú eres igual. Y esa mujer es una mujer encantadora, Melodie.

Ella se alejó. Roman la hacía sentirse impotente. Hacía todo lo posible por ni reaccionar mientras su pulso se aceleraba. Había trabajado muy duro para superar la falta de seguridad de su niñez. Si podía decir que la hospitalización de su madre había tenido algo positivo, habían sido los consejos psicológicos que había recibido ella.

En esos momentos, Roman le estaba diciendo que podía ver más allá de las barreras que había levantado a su alrededor. Y aquello era aterrador. Siguió en silencio, intentando fingir que no tenía aquel poder sobre ella y esperando a ver cómo sacaba provecho de él.

–No quiero poder hacerte daño, Melodie –le aseguró Roman por fin–. Soy emocionalmente frío por decisión personal, pero cuando te tengo cerca no puedo mantenerme indiferente. Eres la única persona con la que soy así.

–No entiendo qué nos pasa –admitió ella–. Ni siquiera nos conocemos.

–¿No?

Roman dejó su copa y se metió los puños en los bolsillos.

–Utilizar las cenizas de una madre como moneda de cambio es tan feo como robarle a un hombre la esperanza de un futuro.

Melodie tragó saliva. Probablemente, Roman la comprendiese a un nivel muy profundo.

–¿Anton contribuyó algo a crear ese programa de software con el que se ha hecho rico?

–Puso su nombre –respondió Roman con frialdad–. Y yo estaba tan desesperado que, a cambio, le di el cincuenta por ciento de todo. Y después el cien por cien.

Aquello la sobrecogió.

–Después del funeral de mamá, pensé que jamás volverían a estar en mi vida. Mi trabajo con Ingrid era la manera de empezar de cero. Mientras mamá vivía, yo no podía viajar por trabajo. Me necesitaba todos los días. Nos necesitábamos la una a la otra –se corrigió, dejando también la copa y el bolso en una mesa para abrazarse.

–La oscura presencia de papá siempre estaba allí, hasta que me quedé con las cenizas yo. Quería dejar atrás mi niñez pero...

Se encogió de hombros, sintiéndose muy vulnerable otra vez. Iba a hacerle una confesión a Roman.

–Tú ibas a ser mi redención, ibas a demostrarme que no todos los hombres eran iguales.

–No lo sabía.

–Por supuesto –reconoció ella–. Anton tiene una hija con una compañera de la universidad. Yo intento saber cómo está y le mando dinero de vez en cuando. A él no le importa nada. Tú tuviste el detalle de preguntarme si me había quedado embarazada. Entonces fue cuando me di cuenta de que no eras como ellos, pero...

–¿Todavía me odias?

–Intento odiarte, Roman, si no...

–¿Qué?

Melodie no respondió y su teléfono móvil empezó a vibrar en el bolso.

–Trenton debe de estar buscándome –le dijo, haciendo una mueca–. Tendría que enviarle un mensaje diciéndole que estoy siendo agradable contigo.

La tensión sexual volvió a crecer entre ambos.

–No pretendía... –se apresuró a añadir.

–Lo sé –respondió él–. No te preocupes, que no voy a intentar nada si tú no quieres, Melodie. Por mucho que te desee.

–Bien –dijo ella, aunque le costase aceptarlo.

Se preguntó cómo sería si en esos momentos apartaba de su mente los juicios erróneos y la animosidad.

–Debería marcharme –añadió.

Antes de que se volviese loca.

–Te acompañaré abajo.

–No es necesario.

Melodie tomó su bolso y fue hacia la puerta.

Él sacó la llave del bar y la siguió.

–Es mejor que ambos reaparezcamos tranquilos y arreglados.

–De acuerdo, es probable que tengas razón.

–¿Solo probable? No me des la oportunidad, Melodie, porque la aprovecharé.

Se quedaron junto a la puerta, Roman tenía la mano en el pomo.

–¿La oportunidad de qué? –le preguntó ella, haciéndose la tonta.

Él sonrió de medio lado.

–He dicho que no voy a intentar nada si tú no quieres –le recordó, tocándole la barbilla y haciendo que levantase el rostro y lo mirase a los ojos–, pero, si quieres, dímelo.

–No puedo dejar de preguntarme...

Roman la besó y ella lo supo. Seguían siendo igual de compatibles. Encajaban juntos a la perfección.

El teléfono de Melodie volvió a vibrar en el bolso.

Se apartaron.

Ella tiró el bolso hacia el sofá, pero cayó al suelo mientras volvían a besarse con seguridad. Melodie pensó que Roman era capaz de hacerle sentirse así y por eso no podía rechazarlo. Tenía que continuar lo que habían empezado. Roman la agarró por el trasero y la apretó contra la puerta, y a ella le encantó.

–Mira lo que me haces –gimió Roman, levantando la cabeza y acariciándole el cuello.

–Yo también estoy a punto de explotar –admitió Melodie, tomando su mano para llevársela al pecho y demostrarle a qué velocidad latía su corazón.

Luego lo abrazó por el cuello y le dio otro beso.

–Quiero hacer las cosas bien –le dijo Roman, apartándose de nuevo y tomando su mano–. Quiero que nos tomemos tiempo y hacerlo porque nos hacemos sentir muy bien. Así que quédate conmigo.

Eso significaba confiar en él. Confiar en que, después, no la echaría de su cama ni volvería a destrozarle la vida.

El teléfono volvió a vibrar y Melodie intentó ir hacia él, pero Roman la sujetó un instante. Luego la soltó y levantó ambas manos en señal de rendición.

Ella pensó en París y en que le habían dicho que fuese agradable.

Melodie llegó hasta donde estaba el bolso y lo metió debajo del sofá.

Luego miró a Roman por encima del hombro y empezó a bajarse la cremallera del vestido.

Cuando este se aflojó a la altura del busto, Roman contuvo la respiración. Se acercó a ayudarla.

Ella quiso sonreír, pero el vestido cayó al suelo, alrededor de los tacones. Dudó, estaba en ropa interior y la vulnerabilidad del momento hizo que se estremeciese.

La mirada de Roman la alentó a continuar. Él se quitó la chaqueta y la pajarita.

–¿Tienes un preservativo? –consiguió preguntarle.

Él palideció un instante. Tomó la chaqueta y buscó en los bolsillos hasta encontrar la cartera. Sacó de ella dos envoltorios y se los enseñó antes de guardárselos en el pantalón y volver a dejar la chaqueta.

–Vamos al dormitorio –dijo con voz ronca–. O te haré mía aquí mismo, en el sofá. Me vuelves loco, Melodie.

No obstante, parecía controlar la situación. Y Melodie no pudo evitar preguntarse si estaría siendo temeraria otra vez. No obstante, le excitaba pensar que tenía la capacidad de provocarlo.

Echó a andar delante de él balanceando las caderas, sintiéndose sexy y deseable por primera vez. Se llevó las manos a la espalda y se desabrochó el sujetador, lo tiró al suelo y continuó andando sin girarse.

–Estás disfrutando mucho de la situación –la acusó Roman, llegando a los pies de la cama y abrazándola por la espalda, acariciándole los pechos.

–Roman –susurró ella.

–Quiero que te guste tanto que sepas, sin lugar a dudas, que mi única motivación es esta.

Metió una mano por debajo de sus braguitas y la acarició con seguridad entre los muslos.

Melodie dio un grito ahogado y se frotó contra él, notando su erección. Se quedó inmóvil, sorprendida.

–Sí, me excitas tanto como yo a ti.

Ella echó la cabeza hacia atrás y la apoyó en su hombro, y Roman aprovechó para mordisquearle el cuello.

–Quiero que estemos juntos –gimió ella, abrumada.

–Vamos a estar juntos, estoy a punto de perder el control. Mira.

La cambió de postura para que ambos pudiesen verse en el espejo mientras la acariciaba.

Y le dijo lo sexy que era, cuánto la deseaba, y que aquella era solo la primera vez de muchas otras.

Melodie gimió de placer y se avergonzó al ver cómo perdía el control en el espejo, estaba tan débil después de haber llegado al clímax que tuvo que apoyarse completamente en Roman.

Lo abrazó y él la besó en la frente y la giró por fin para poder besarla debidamente.

En ese momento, era suya. Y a Melodie no le importaba.

Lo besó en el fuerte pecho, le acarició los pezones con las puntas de los dedos y él echó la cabeza hacia atrás y gimió hacia el techo.

Su reacción no era fingida. ¿Qué hombre tan contenido como él permitiría que se viese la pasión en sus ojos mientras la besaba? ¿Qué hombre tan excitado como Roman la tumbaría en la cama con tanto cuidado?

¿Qué hombre que solo quisiera utilizar a una mujer por placer la besaría más abajo del ombligo para asegurarse de que estaba tan preparada como él?

–Roman, estoy muy cerca –le dijo.

Él le mordisqueó el interior del muslo, se embriagó de su olor y su sabor y deseó poder hacer que terminara y volverla a excitar, pero también quería que Melodie estuviese con él cuando se perdiese en su interior.

Subió por su cuello dándole suaves mordiscos y después, con manos temblorosas, se puso el preservativo.

Melodie arqueó la espalda cuando la penetró y la fuerza de la sensación hizo que Roman se estremeciese.

El animal que había en él tomó las riendas y, con cuidado para no hacerle daño a Melodie, se dejó llevar por el instinto. Volvió a ella una y otra vez, ciego y sordo para todo, menos para la expresión de anhelo y necesidad. Quería todo lo que Melodie era. Todo.

–Dámelo todo –le pidió, necesitando que ella también se dejase llevar antes de permitirse llegar al clímax.

Melodie gimió y tembló bajo su cuerpo, le clavó las uñas en los brazos. Y explotó por dentro. Roman se dio cuenta de que había terminado y llegó al clímax también.

El tiempo se detuvo. No importaba nada, salvo aquel placer. No existía nadie, salvo Melodie y él y aquel estado de éxtasis.

 

 

Roman se apartó, obligando a Melodie a volver a la realidad y a darse cuenta de dónde estaba, de la intimidad que habían compartido, de que se suponía que tenía que haber estado trabajando...

Se cubrió los ojos con el antebrazo. No estaba preparada para enfrentarse a nada de aquello.

El sonido del teléfono que había en la mesita de noche rompió el silencio. Roman se apoyó en un codo y alargó el brazo por encima de ella para levantar el auricular y poco después volvió a dejarlo.

Melodie lo miró por debajo del brazo.

–¿Era tu amiga sueca?

–No. He reservado esta habitación hace solo una hora, así que nadie sabe que estoy aquí.

Apoyó una pierna encima de ella para apretarla contra el colchón y que no pudiese escapar. Luego volvió a tomar el teléfono y marcó un número antes de llevárselo a la oreja.

–Pon mi teléfono en silencio –ordenó, y después le preguntó a Melodie–: ¿Quieres algo?

–Debería marcharme –respondió ella.

Sin dejar de mirarla a los ojos, Roman dijo por teléfono:

–Vamos a necesitar un par de cepillos de dientes, productos de aseo y...

Escuchó lo que le decían y añadió:

–Perfecto. Gracias.

Y después colgó.

–En el cajón del cuarto de baño hay de todo lo que una pareja puede necesitar, incluido más preservativos.

–¿Te han dicho eso?

–Me lo han insinuado.

–¿Te he insinuado yo que íbamos a necesitar más? Porque creo haberte dicho que debería marcharme.

–Exacto. Deberías. No que pretendas hacerlo.

–Empiezo a entender por qué las mujeres se cansan de ti –comentó Melodie–. Al parecer, tú no te cansas nunca.

Él sonrió y puso más peso encima de su cuerpo. Luego empezó a buscar horquillas en su pelo.

–La verdad es que no soy un experto, pero me parece que con este peinado no puedes volver a la fiesta. Así que lo mejor será que te quedes aquí.

En vez de terminar de despeinarse ella, giró la cabeza en la almohada para permitir que Roman continuase haciéndolo mientras pasaba las manos por su cuello y después le acariciaba el bíceps.

Le pareció que aquel era un momento muy dulce. Un momento perfecto para después de haber hecho el amor. Deseó...

–¿Por qué suspiras? –le preguntó Roman, dejando las horquillas en la mesita de noche–. ¿Te arrepientes?

–No –respondió ella con poco entusiasmo–. No, ha sido...

¿Agradable? En absoluto. Había sido un acto básico y salvaje. Se sonrojó solo de pensarlo.

–Lo cierto es que me siento avergonzada. No suelo acostarme con nadie ni comportarme así. Nunca.

–Salvo conmigo –afirmó Roman como pretendiendo zanjar la conversación.

–Salvo contigo –admitió ella en voz baja, girando el rostro para darle un beso en el brazo.

Melodie suspiró, su sabor era salado y su olor, oscuro y masculino.

–No soy demasiado intuitivo, pero no te veo contenta al respecto.

–Porque, aunque me quedase a pasar la noche, tendría que marcharme por la mañana. Jamás volveré a sentirme así y eso es deprimente.

–No tienes que marcharte.

–Sí. Mañana volamos a... esto... no me acuerdo –dijo, mirando hacia el cabecero de la cama como si allí estuviese la respuesta–. Tal vez Hartford. Nos marchamos muy temprano.

–No parece que te guste mucho el trabajo. Dimite.

–No puedo. Si hago mi trabajo y a Trenton le va bien, conseguiré una prima. Y, antes de que pienses que solo me interesa el dinero, quiero que sepas que lo hago por mi madre. Siempre quiso volver a París y le prometí que esparciría sus cenizas por el Sena.

–Yo te llevaré –se ofreció Roman.

–Por favor, no estropees el momento sugiriéndome que me convierta en tu amante –lo reprendió, a pesar de sentirse tentada.

–Yo tengo compañeras, no amantes –la corrigió él, apoyando la mano en su estómago–. No compro a las mujeres.

–¿Seguro que no les compras joyas ni ropa? ¿No las llevas de viaje? –preguntó Melodie con escepticismo.

–Cubro sus necesidades cuando están conmigo, sí, y a veces continúo haciéndolo cuando dejamos de vernos, pero no lo hago a cambio de sexo.

–¿Sino solo porque eres generoso?

–Intento serlo.

Parecía sincero, pero taciturno. ¿Se habría sentido insultado?

–Solo tengo que continuar con este trabajo todo el otoño y después podré buscar otro.

Él hizo una mueca.

–No me gusta esa respuesta –le informó–. Dimite ahora y busca otro trabajo cuando te apetezca.

Melodie decidió decirle lo que pensaba, pero con delicadeza para no estropear el momento.

–Roman, mi madre puso su destino en manos de un hombre poderoso, y me tuvo a mí en la misma situación. Ninguna de las dos salimos bien paradas. Yo necesito independencia para no sentirme atrapada ni obligada.

–No estoy intentando atraparte –respondió él, frunciendo el ceño–. Podrías marcharte cuando quisieras.

–En ese caso, me marcharé por la mañana –dijo Melodie en tono amable.

Roman juró.

–Supongo que tendré que utilizar otros métodos de persuasión –añadió, mirándola a los ojos.

–¡No! –exclamó ella, empujándolo del pecho mientras Roman intentaba colocarse encima.

–No voy a hacerte daño –le aseguró él, al verla preocupada.

–O sí –dijo ella con labios temblorosos–. Me das miedo, Roman. Me da miedo cómo me haces sentir. Esta noche queríamos hacer las paces, no utilices mi debilidad contra mí.

Él absorbió aquello en silencio.

–¿Me estás diciendo que tengo que ayudarte para que te resistas a algo que ambos queremos? Eso sí que te haría daño, Melodie. No quiero hacerlo.

Le acarició los hombros y lo empujó hacia ella para que se acercase más y la besase.

Se dieron un beso rápido. Dos. Notó cómo Roman se excitaba y abrió las piernas para que pudiese colocarse entre sus muslos.

–No voy a rechazarte –le advirtió él, apartándole el pelo de la cara–. Voy a darte todo lo que me pidas. Y si después de eso consigues marcharte, te dejaré marchar.

A Melodie se le aceleró el corazón. Lo ayudó a penetrarla para que volviese a hacerle el amor.

No obstante, Roman era un hombre de palabra. Le colocó una almohada bajo las caderas para poder complacerla mejor y empezó a moverse en su interior. Encontró todas sus zonas erógenas y se tomó su tiempo estimulándolas. Tomó sus pechos con la boca y la acarició al mismo tiempo.

Luego la ayudó a darse la vuelta y se tumbó encima, pero sin entrar en ella. Solo la acarició con su cuerpo.

–Lo quiero todo de ti, Melodie, pero no voy a tomarlo. Quiero que me lo des tú.

Ella estaba temblando, pero se puso de rodillas y lo guio hasta donde quería tenerlo. Era un acto elemental y primitivo. Todas aquellas imágenes románticas acerca de cómo debían estar juntos un hombre y una mujer desaparecieron de su mente para ser reemplazadas por deseos puramente carnales.

Cuando llegaron al clímax, Roman le clavó los dedos en las caderas y la sujetó contra su cuerpo.

–Más hondo, más fuerte, sí, sí –gritó ella mientras la invadía el placer.