52.
OJO POR OJO
Los Martorani, que habían ido al cine a la ciudad más cercana, regresaron muy tarde a su viejo caserón en el campo.
La familia estaba compuesta por el padre, Claudio Martorani, terrateniente, su mujer, Erminia, su hija Victoria y el marido de ésta, Giorgio Mirolo, agente de seguros, el hijo Giandomenico de ambos, estudiante, y la tía Matelda, una viejecita algo chiflada.
Durante el corto trayecto de regreso, habían comentado la película: El sello de púrpura, un western de Georg Friedder con Lan Bunterton, Clarissa Haven y el famoso actor de reparto Mike Mustiffa. Y todavía seguían hablando de ella mientras cruzaban el jardín, después de haber dejado el coche en el garaje.
Giandomenico: Pero, por favor, alguien que durante toda su vida no piensa en otra cosa más que en la venganza, es para mí un miserable, un ser inferior. No lo entiendo…
Claudio: Tú no entiendes muchas cosas… Desde que el mundo es mundo, para un caballero ofendido en su honor, la venganza es un deber elemental.
Giandomenico: ¡El honor! ¿Y qué es ese famoso honor?
Victoria: Para mí, la venganza es sagrada. Por ejemplo, cuando una persona con poder se aprovecha, y comete injusticias, y pisotea a los que son más débiles que él, a mí me entra una rabia inmensa…
Tía Matelda: La sangre… ¿cómo se dice?… Ah, sí: la sangre llama a la sangre. Todavía me acuerdo, por entonces yo era una niña, del famoso juicio de Serralotto… El tal Serralotto era un armador de Livorno. No, espera, me estoy confundiendo… de Livorno era su primo, el que lo mató… Él era de… de Oneglia, eso es. Decían que…
Erminia: Bueno, ya está bien. No pensaréis quedaros en el jardín hasta las tantas con este frío pelón. Es casi la una. Date prisa, Claudio, abre la puerta.
Abrieron la puerta, encendieron la luz y entraron en el gran vestíbulo, desde el que una majestuosa escalera, flanqueada por estatuas y armaduras, conducía a la planta superior.
Se disponían a subir cuando Victoria, que se había rezagado, lanzó un grito:
—¡Qué asco! ¡Mirad cuántas cucarachas!
En un rincón, en el suelo de mosaico, hormigueaba una estrecha hilera negra. De debajo de una cómoda salían decenas y decenas de insectos que marchaban en fila india hacia un minúsculo agujero situado en el intersticio entre el suelo y la pared. Era evidente la prisa nerviosa de los bichos. Sorprendida por la luz y el regreso de los dueños, la procesión se apresuraba.
Toda la familia se acercó.
—¡Sólo nos faltaban cucarachas en esta casucha decrépita! —protestó Victoria.
—¡En nuestra casa nunca ha habido cucarachas! —rectificó la madre con firmeza.
—¿Y esto qué son? ¿Mariposas?
—Habrán entrado del jardín.
Insensible a los comentarios, el cortejo de insectos continuaba, sin desviarse ni romper filas, sin saber la suerte que le esperaba.
—Giandomenico —dijo el padre—. Ve corriendo al garaje; el insecticida debe de estar allí.
—Me parece que no son cucarachas —dijo el muchacho—. Las cucarachas corren cada una por su lado.
—Es verdad… Y además, esas estrías coloradas en el dorso y esas narices… En mi vida he visto cucarachas con semejantes narizotas.
Victoria: Bueno, ¡pues haced algo! ¡No querréis que invadan la casa!
Tía Matelda: Si luego suben arriba y trepan a la cuna de Ciccino… La boca de los niños sabe a leche y a las cucarachas les encanta la leche… a menos que me esté confundiendo con los ratones…
Erminia: Por Dios, no digas esas cosas… En la boquita de ese tesoro que está durmiendo como un ángel… Claudio, Giorgio, Giandomenico, ¿qué esperáis para matarlas?
Claudio: Ya lo tengo. ¿Sabéis qué son? Hemípteros.
Victoria: ¿Qué?
Claudio: Hemípteros. Su nombre en griego es Rynchota, de ris, rinòs, insectos con nariz.
Erminia: Con nariz o sin nariz, ¡no los quiero en casa!
Tía Matelda: Tened cuidado: trae mala suerte.
Erminia: ¿El qué?
Tía Matelda: Matar bichos después de medianoche.
Erminia: ¿Sabes, tía, que eres una auténtica gafe?
Claudio: Animo, Giandomenico, ¡ve a buscar el insecticida!
Giandomenico: Yo por mí los dejaría en paz.
Erminia: Tú siempre llevando la contraria.
Giandomenico: Haced lo que queráis, yo me voy a la cama.
Victoria: ¡Todos los hombres sois unos cobardes! Mirad cómo se hace.
Se quitó un zapato, se agachó, y dio un golpetazo con él sobre la hilera de bichos. Se oyó un chuaf como de vejigas, y de tres o cuatro insectos sólo quedaron unas pequeñas manchas oscuras e inmóviles.
Su ejemplo fue decisivo. Salvo Giandomenico, que se había subido a su habitación, y tía Matelda, que no hacía más que mover la cabeza, los demás se entregaron a la caza, Claudio con las suelas de los zapatos, Erminia con un matamoscas y Giorgio Mirolo con un atizador.
Pero la más nerviosa era Victoria:
—Míralas ahora, las muy asquerosas, cómo se escapan… ¡Ya os diré yo cómo vais a desfilar!… Giorgio, corre la cómoda, que ahí debajo deben de tener asamblea general… ¡Zas! ¡Zas! ¡Toma ésta! Te has quedado seca, ¿eh?… Y mira ésa, quería esconderse debajo de la pata de la mesa, la muy listilla. ¡Fuera de ahí! ¡Fuera de ahí!, ¡zas!, ¡tú también has recibido lo que te mereces! Y esa enana… levanta las patas intentando rebelarse…
Uno de los insectos más pequeños, un recién nacido, podría decirse, en vez de huir como los demás, corrió furioso hacia la joven, desafiando sus golpes mortales. Pero ahí no acababa la cosa: acercándose por debajo, había conseguido erguirse levantando las patas delanteras, con un gesto temerario. Y de su pequeño pico salió un chirrido minúsculo, no por ello menos indignado.
—¡Qué asquerosa! ¡Si también chilla!… Te gustaría morderme, ¿eh, mal nacida? ¡Zas!, ¿te ha gustado? ¡Ah! ¡Te resistes! Y sigues andando con las tripas fuera… ¡Pues toma! ¡Zas! ¡Zas!
Y la dejó seca en el suelo.
En ese momento, tía Matelda preguntó:
—¿Quién hay arriba?
—¿Qué quieres decir?
—Están hablando. ¿No oís?
—¿Y quién quieres que hable? Arriba sólo están Giandomenico y el bebé.
—Pues yo oigo voces —insistió tía Matelda.
Todos se quedaron escuchando mientras los pocos insectos supervivientes huían hacia los escondrijos más cercanos.
Efectivamente, alguien estaba hablando en lo alto de la escalera. Una voz profunda, gruesa, de barítono. Estaba claro que no era la de Giandomenico ni tampoco el llanto del niño.
—¡Virgen Santa! ¡Ladrones! —gimió Erminia.
Mirolo preguntó a su suegro:
—¿Tienes una pistola?
—Ahí, en el primer cajón…
Junto a la voz de barítono, se oía ahora otra penetrante, estridente, que le respondía.
Conteniendo la respiración, los Martorani miraban hacia lo alto de la escalera, donde no llegaban las luces del vestíbulo.
—Algo se está moviendo —murmuró Erminia.
—¿Quién anda ahí? —intentó gritar Claudio, haciéndose el valiente, pero le salió un grotesco estertor.
—Vamos, ve a encender la luz de la escalera —le dijo su mujer.
—Ve tú.
Una, dos, tres sombras negras, empezaron a bajar por las escaleras. Todavía no se sabía qué eran, parecían sacos negros, alargados y vacilantes que hablaban entre sí. Y entonces se entendieron las palabras que decían.
—Dime, querida —decía la voz de barítono, alegre y con un inconfundible acento boloñés—. ¿Tú crees que son macacos?
—Sí, son unos pequeños, feos, asquerosos y malditos macacos —confirmó en tono sabiondo la interlocutora, que traicionaba al hablar su origen extranjero.
—¿Con esas napias? —dijo el otro, riendo burlón y con tono vulgar—. ¿Pero se ha visto alguna vez unos monos con semejantes narices?
—Vamos, date prisa —incitó la voz femenina—. Si no, esos bichos asquerosos se escaparán…
—No escaparán, no, tesoro mío. Mis hermanos están en las otras habitaciones. Y también hay alguien de guardia en el jardín.
Tac, tac, se oyó un ruido de muletas en los peldaños de la escalera, hasta que algo emergió de la sombra, quedando iluminado por las luces del vestíbulo. Una especie de trompa rígida de al menos metro y medio de largo, barnizada de negro y con unas largas antenas flexibles alrededor, y un cuerpo, liso, compacto y del tamaño de un baúl, que se balanceaba sobre los tubos articulados de las patas. A su lado, un segundo monstruo, más delgado. Y tras ellos, otros que los apremiaban, formando un ejército de lustrosas corazas. Eran los insectos —cucarachas, chinches o cualquier otra especie desconocida— de antes, los mismos que habían aplastado los Martorani, pero ahora terriblemente agigantados y llenos de una fuerza demoníaca.
Aterrados, los Martorani empezaron a retroceder, pero ya les llegaba un siniestro ruido confuso de muletas de las habitaciones de alrededor y de la grava del jardín.
Mirolo alzó el brazo, tembloroso, apuntando con la pistola.
—Dis… dis… —balbuceó su suegro, que quería decir «dispara, dispara», pero la lengua se le había trabado.
Sonó un disparo.
—¿Has visto, cariño mío, lo enormemente ridículos que resultan? —comentó el primer monstruo con acento boloñés.
Su compañera, la del acento extranjero, se separó de pronto de su lado y se lanzó hacia Victoria.
—Y esta jovensita —chirrió imitándola— ¡quiere esconderse debajo de la mesa, la muy listilla!… Te divertías mucho con el sapato hace un rato, ¿eh? ¿Te gustaba vernos despedasados? Y eso que las injustisias te dan una rabia…, ¿verdad?, una rabia… ¡Sal de ahí, sal de ahí, susia asquerosa, que te voy a arreglar yo ahora!
Agarró a la joven de un pie, la sacó del escondite y la aplastó. Pesaba por lo menos doscientos kilos.