CAPÍTULO II

 

La bicicleta fija comenzó lentamente a desacelerar, mientras gruesos gotarrones de sudor caían sobre el sensor.

―¡Cuarenta minutos! ―exclamó la dama con orgullo.

―¿Estás segura de que puedes hacer tanto esfuerzo? Apenas hace un mes que tuviste a tu bebé ―preguntó Agustina a su amiga con preocupación.

―¿Has visto mi culo? Seguro que puedo hacerlo.

―Pero...

―Escucha, querida: mi marido volvió a cambiar de secretaria. La nueva parece salida del jardín de niños, previo paso por el cirujano para que le hiciera las tetas. Cada día son más jóvenes y más zorras. ¡Si vieras cómo lo mira!

―¿Crees que tu marido sería capaz de traicionarte con su secretaria?

―¿Creer? ¡Estoy segura! Yo era su secretaria antes de engancharlo con el hijo. Te puedo asegurar que todavía no me había dictado la primera carta cuando ya se estaba echando sobre mí. Julio es muy rápido a la hora de "cerrar el trato".

―¿Y crees que "matándote" en el gimnasio lo vas a reconquistar?

―¿Quién te dijo que hago esto por él? El mar está repleto de peces, y a mi marido ya lo pesqué. ¿Para qué seguir esforzándome?

―¿Porque es tu marido? ―preguntó Agustina con sarcasmo.

Pero la respuesta de su amiga fue sincera.

―Justamente por eso, ya no me importa lo que piense de mν. Lo ϊnico que me interesa de ιl es su cuenta bancaria y un poco de sexo cuando no hay nada mejor a tiro.

―Te has vuelto una mujer mala, Miranda.

―Me he vuelto realista. Ya no estoy para amores románticos. Y a ti te convendría hacer lo mismo. ¿Cómo va tu "negocio" con Nicolás Expósito?

―No va. Te puedo asegurar que nunca lloré más en mi vida.

―¿Tanto te afecta?

―¡No! Pero las lágrimas es lo único que tengo para forzarlo a hacer mi voluntad. No soporta verme llorar. Y como nos la pasamos discutiendo, si no nos casamos rápido voy a terminar deshidratada.

―¿Y lo del hijo?

―Voy muerta por ese lado. Él no está dispuesto a dejar sus malditos preservativos. Es el único hombre que conozco que no tiene problema en usarlos.

―Cámbiaselos...

―¿Qué?

―¿Qué marca usa? ¿Los más caros? Tengo un amigo que te consigue los de descarte.

―¿A qué te refieres?

―Son como los buenos, con el mismo envase, pero no sirven para nada.

―¿De verdad existe eso?

―Dime la clase que usa y yo haré magia por ti.

Agustina se bajó de la caminadora y se secó el sudor. ¿Sería ella capaz?

―¿Ya ha terminado con eso... "señora Expósito"? ―preguntó su amiga con una sonrisa triunfal en los labios.

Sí. Agustina era capaz.

* * *

Carolina entró por la puerta principal de la mansión con la misma reverencia con que lo hubiera hecho de tratarse de un lugar santo, y ella ser creyente.

Aquel sitio era majestuoso.

―La casa es de mil novecientos veinte y fue construida por un arquitecto francés, (después te digo el nombre). El fulano hizo traer lo mejor de Europa para engalanarla. Sólo la araña del recibidor está valuada en treinta mil dólares ―comentó Mónica, con el mismo entusiasmo que hubiera tenido si su hermana fuera una posible compradora.

―¿Cuánto piden por la casa?

―Nada. Muy barato. El dueño quiere deshacerse de ella por apenas tres millones de dólares.

―¿Tres millones? ―repitió Carolina incrédula, para quien tres pesos ya constituía una cifra de cuantía.

―¿Es demasiado, no?... Lo sé. Por un millón me la quitarían de las manos. ¡Pero tres!... Yo se lo dije al dueño, pero el fulano está obstinado. La casa es muy linda, pero ¿quién podría comprarla? La zona es codiciada para edificar grandes torres, pero tres millones es mucho dinero por un lote de terreno.

―¿Yo que tendría que hacer?

―Mostrarla cuando estoy ocupada o en los fines de semana. Si la vendes, te daré algo de la comisión. Voy a dejarte una llave y un “ayuda memoria” con las cualidades de la propiedad. Tiene luz, gas y agua corriente conectados, así que enciende todo lo que puedas cuando traigas al candidato en cuestión. Sé entusiasta y, por favor, aunque sólo sea una vez en tu vida, usa la falda más corta que tengas.

―No uso falda. Tú heredaste las piernas de mamá, pero yo las de nuestra abuelita Castro.

―La grasa la tienes en el cerebro, hermana. Con esa carita de ángel y ese culo yo haría estragos si tuviera tu edad.

―Hablas como si me llevaras mil años.

―Tengo casi cincuenta, querida hermana. Y nadie es joven cuando ya pasó los treinta.

―Tengo treinta y dos.

―¿Treinta y dos?... Cómo pasa el tiempo... ¿Qué esperas, entonces? ¿Que te salgan várices? Disfruta de tu cuerpo mientras no se te caiga a pedazos... Y consíguete un buen hombre de una vez, así dejas de pensar en los ajenos.

Carolina se detuvo electrizada, y miró a su hermana con incredulidad.

―¿Qué quieres decir con eso?

―¡Vamos! No soy idiota. Sé que le andas echando los galgos a mi Honorio. No sirve de nada que intentes ocultarlo. Él mismo me lo confesó.

―¿Él te lo confesó? ¿Por eso me ofreciste este empleo? ¿Para tenerme alejada de la casa los fines de semana? ¿Desconfías de mí, tu propia sangre, y no del tránsfuga de tu esposo, que durante estos veinte años sólo te dio disgustos?

―Conozco las debilidades de mi marido. Y, créeme, tú no eres su tipo. Es cierto que él no es precisamente un ejemplo de fidelidad, pero... Honorio es más selectivo.

Carolina la miró ofuscada. No sabía por qué sentirse más ofendida: porque la creyera capaz de traicionarla; porque pensara que ella no era ni siquiera digna de un viejo cincuentón venido a menos; o porque la creía con tan mal gusto como para estar interesada en Honorio.

―No pongas esa cara de víctima ―insistió Mónica―. Sé que te gusta desde que eras niña.

La joven recordó la primera vez que había visto a su cuñado, y tembló. Aquel día, arrinconándola en el jardín, le había rozado los pechos, por entonces incipientes, bromeando acerca de si usaba o no sostén. Pero bastó que apareciera Mónica por el sendero para que aquel tipo horrible cambiara de inmediato el tono. Para ella, (desacostumbrada al contacto con los hombres), ese fue un trauma difícil de olvidar. Un trauma que había arrastrado, sin contárselo a nadie, desde los trece años. ¿Cómo podía haber sido entonces su hermana tan ciega? ¿Cómo podía ser ahora tan estúpida?

―¿No vas a decir nada en tu defensa? ―insistió Mónica ante el silencio de su hermana menor.

¿Qué podía decir ella que la otra estuviera dispuesta a escuchar?

―Si tú logras mantener alejado a tu marido, yo me mantendré alejada de él.

―¿Es una promesa?

―Es una súplica.

―No entiendo qué quieres decir con eso, pero me basta. Después de todo somos familia y no tengo más remedio que confiar en ti.

El teléfono celular de Mónica comenzó a sonar con impaciencia. Ella se hizo a un costado para atenderlo, y Carolina aprovechó la pausa para recorrer los inmensos salones con libertad.

Los muebles eran de estilo y la decoración anticuada, pero a pesar de eso el palacio transmitía una sensación acogedora. Como si toda la casa hubiera sido testigo de un gran amor. Uno de esos amores que perduran con el tiempo. Una conjunción especial que, inevitablemente, comunica felicidad y gracia a cada objeto a pesar de los años transcurridos.

Hubiera podido ser feliz allí, se dijo Carolina.

Los tapices claros que vestían las paredes, los adornos colocados con gusto, y las ventanas que se abrían a la luz exterior, todos en deliciosa armonía. Una decoración a la medida de la sensibilidad femenina, pero con la solidez y sobriedad que imprimía un hombre en la casa. Libros, adornos hermosos, (pocos, pero ubicados de forma tal de distinguirse y personalizar el entorno), y casi ningún artefacto moderno.

―Aquí vivía una pareja de ancianos, ¿no? ―arriesgó Carolina, cuando su hermana se reunió con ella al pie de la escalera.

―Lo ignoro. Sólo sé que el dueño actual apenas permaneció bajo este techo unos pocos meses, así que no está apegado a lo que hay aquí. Todo está a la venta. Pero a la venta por un muy buen precio. De lo contrario, el tipo no tiene ningún interés en deshacerse de nada. Evidentemente no necesita el dinero con la misma urgencia que yo la comisión.

―¿Y esta escalera?

Carolina estaba señalando una imponente escalera de mármol botticino, que dividía la planta baja en dos.

―Lleva a los dormitorios. Son tres, todos en suite, y uno de ellos con un inmenso vestidor de roble que haría las delicias de cualquier mujer...

―No mía. Mi ropa entra en un bolso pequeño.

―De la mano izquierda, y por una puertita disimulada en la madera, hay una comunicación a las dependencias de servicio, cuyo acceso principal está en la cocina. Pero todo eso tendrás que verlo por ti misma otro día. Ahora debemos volver cuanto antes.

―¿Algún cliente apurado?

―No. Honorio tiene hambre.

Y como si la fuera la razón más urgente que la pudiera ocupar, Mónica se apuró a juntar sus cosas y a salir rumbo al auto. Fue Carolina la encargada de bajar las persianas y cerrar la puerta principal. Pero antes de apagar la luz todavía le echó un último vistazo.

Sí, en esa casa bien hubiera podido ser feliz.

* * *

―Tu nuevo perfume tiene olor a gas.

La frase lapidaria de Nicolás ahogó la pasión de la pobre Agustina. ¿Tendría que ponerse a llorar otra vez? Ya había gastado todas sus lágrimas para convencerlo de que pasaran la noche juntos.

―Eres un guarango ―se ofendió por fin, calculando que todavía tenía margen para caer de nuevo en el dramatismo.

―No lo digo para molestarte. Es la verdad.

―¿Qué quieres insinuar? ¿Qué huelo a baño público?

―No. Que hueles a gas natural. Acercarse a ti es como abrir la puerta del horno y meter la cabeza adentro.

O quizαs no era por el perfume de la muchacha por lo que ιl fantaseaba con eso. Quizαs era por la horrible noche de sexo que acababan de pasar. Se suponνa que los varones eran mαs libidinosos, pero en esa pareja era su novia la que siempre querνa mαs. Y por mucho que a ιl le repugnara su sexo siempre terminaba aceptando la invitaciσn. Asν como ιl se doblegaba ante las lαgrimas, su pene se alzaba con sσlo contemplar un buen par de tetas. Era inevitable. Pero todo tenνa un lνmite. No habνan acabado de hacerlo, que ya ella querνa empezar otra vez. Y siempre torturando con lo del condσn. ΏPor quι le molestaba tanto que usara preservativo? Era como si pudiera leer en su mente que lo ϊltimo que querνa en la vida era dejarla embarazada. Ya se le hacνa difνcil verla durante las horas de trabajo o compartir esos ratos de intimidad, como para pensar ademαs en tenerla pegada a su espalda de por vida.

Y es que sσlo cuando ella regresaba a su casa luego de hacer el amor Nicolαs podνa respirar. Amaba su libertad.

Al principio pasar de la comodidad de la mansiσn de los Ferrari a su departamento de soltero habνa sido difνcil. Y no porque ya no tuviera mαgicamente la cama tendida, la ropa limpia y planchada, o la cena a las nueve. Extraρaba las charlas nocturnas con su amiga Victoria, o la compaρνa de Vanina y Esmeralda, sus terribles y dulces hermanitas. Pero mal que le pesara tambiιn echaba en falta las eternas locuras de Mercedes. Desde que se habνa enterado que esa mujer necia y distante que lo habνa criado todos esos aρos como si fuera un extraρo, era su verdadera madre, todo el cariρo que sentνa por ella se terminσ trocando en resentimiento. Y sin embargo....

Sν. Los primeros meses en su departamento habνan sido duros. Pero luego esa soledad le brindσ un espacio adonde huir de las exigencias de los demαs. Un lugar adonde ser ιl mismo, sin tener que pedir perdσn por ello.

―¿En qué piensas?

Como si fuera un taladro neumático, la voz chillona de Agustina perforó la imagen plácida que se había formado en su mente.

―Si quisiera que te enteraras hablaría en voz alta.

―¿Acaso te ocurre algo conmigo? Cada día me tratas peor.

―Mira Agustina... Nosotros tenemos una conversación pendiente.

―Si es por los honorarios del caso Rinaldi...

―No, no se trata de trabajo. Se trata de los que nos pasa a ti y a mí cuando estamos juntos. O mejor dicho, de lo que no nos pasa...

―¿Fingiste? ―preguntó la muchacha con sarcasmo.

―No hablo del sexo.

―Si vas a ponerte serio mejor me voy. Tú eres el primero en decir que sólo somos dos adultos que consienten, y luego comienzas con el drama.

―Quiero acabar con esto.

―Yo también. Estoy harta de que me trates mal, como si yo te estuviera pidiendo algo, cuando en realidad soy yo la única que doy.

―Quiero acabar con esto.

―Bien. Me parece lo mejor. Entonces será sólo sexo.

―Quiero acabar con esto. Me cansé también del sexo contigo. No me malinterpretes, eres una amante maravillosa. Pero yo quiero algo más. Quiero...

No pudo terminar. Sin que nada pudiera anunciarlo, en cuestión de segundos estaban cayendo miles de lágrimas de los bellos ojos de Agustina. Al principio lloraba quedamente, pero a medida que su novio insistía con el silencio comenzaba a proferir unos quejidos lastimeros, más dignos de un perro hambriento que de una amante desplazada. Lo estaba manipulando. Él lo sabía, ella lo sabía.

Y tampoco ignoraban que finalmente Agustina iba a salirse con la suya.

¡Lástima! Era tan poco lo que él quería...

Quería una mujer que lo acompañara sin intentar cambiarlo. Que lo escuchara aun cuando no dijera palabra. Que lo quisiera, no por ser el prometedor abogado, único heredero del estudio y la fortuna de los Uriburu, sino por ser él, el pequeño Nicolás; el niño criado entre monjas egoístas y curas sádicos; el jovencito salvado de su destino de expósito gracias al amor de un hombre que ni siquiera era su padre; el hombre rechazado por su querida madre durante los treinta años que había caminado por el mundo. Un hombre inseguro, incompleto, vacío, que todos los días tenía que ponerse la careta de señor serio y profesional ilustre.

Quería una mujer que... Una mujer que simplemente lo quisiera.

Como Victoria amaba a Cohen. Como no había sabido quererlo a él.

Y esa mujer, estaba seguro, no era Agustina. Por mucho que la necesitara, por mucho que lo complacieran sus servicios, no la amaba. ¡Lástima! Porque por cobardía o desidia todo indicaba que si ella no dejaba de llorar iban a terminar juntos. Como le había ocurrido al viejo Ferrari con la bruja de Mercedes: un matrimonio unido, no por el amor, sino por la desdicha y la culpa.

Agustina, cubierta apenas por unas bragas mínimas, lloraba a su lado. Nicolás no parecía interesado en su patética figura, así que la muchacha optó por subir el volumen de sus quejidos, que rápidamente pasaron de lastimeros a destemplados. Y como broche final de tan conmovedora escena se apuró a buscar refugio en el pecho desnudo de su amante.

¡Listo!, pensó Nicolás. La iba a acariciar para consolarla. No podía evitarlo, estaba en su naturaleza. No soportaba las lágrimas de una mujer. Lo sabía él, lo sabía ella. Y así todo iba a seguir como antes. Como siempre...

Salvo por ese horrible olor a gas...

* * *

Carolina desabrochó su sostén. Ya eran las once de la noche y todavía no se había bañado. Sabía a la perfección lo que eso significaba: los rulos grandes de su cabello, al no tener tiempo suficiente para secarse, iban a enloquecer durante la noche, convirtiendo por la mañana su melena en la de un león. Por fortuna, (y era lo único afortunado que había en ello), trabajaba en un jardín de infantes y podía darse el lujo de atarlo en dos largas trenzas que eran el encanto de sus alumnos, (y el de más de un libidinoso señor mayor).

Sintió un ruido tras la puerta e instintivamente se tapó con la toalla. Por un instante se quedó quieta, escuchando. La noche anterior también había tenido la sensación de que alguien la acechaba en la oscuridad mientras estaba acostada. ¿Honorio? ¡Imposible! Siempre se encerraba con llave para poder evitarlo.

Otra vez el ruido.

Con horror pudo observar cómo el pomo de la puerta comenzaba a girar y la cerradura se destrababa. No le alcanzaron las manos para volver a colocarse el sostén.

―¿Necesitabas más tiempo? ―susurró su cuñado, ya adentro del cuarto de baño, cuidando de cerrar la puerta a su espalda―. Esperaba encontrarte desvestida.

―Voy a gritar, idiota ―le advirtió la muchacha cubriéndose de nuevo con la toalla.

―Grita. Le diré a tu hermana que fuiste tú la que te metiste aquí, y te echará como a un perro.

Luego la miró con lujuria y continuó.

―La buena vida con Tommy te hizo ganar un par de kilos... Pero igual me gustas ―concluyó, alargando con codicia sus manos hacia el cuerpo semidesnudo de la joven. Carolina no pudo pensar. Retrocedió unos pasos, y al hacerlo su mano chocó con un espejo de mano. Lo tomó con fuerza y se lo partió en la cabeza al idiota de Honorio.

No fue tanto el daño que le produjo, como la confusión que él sufrió por la repentina lluvia de astillas que lo bañaba.

―¿Se rompió algo?

La voz adormilada de Mónica llegó desde el otro extremo de la casa.

―Algún día ella no va a estar y nada podrá salvarte –le advirtió su cuñado con furia.

Carolina no esperó más para salir corriendo hacia su habitación. Asustada y temblando echó llave, y no conforme con eso cruzó una silla para trabar la puerta. Ya no se podía confiar.

Con lágrimas en los ojos recogió sus escasísimas pertenencias, (las cosas viejas que su hermana le había regalado, ya que las suyas eran ahora de la madre de Tommy).

Con dolor y sin mirar atrás cruzó el corredor que la llevaba hacia la salida.

Por segunda vez en su vida escapó de la casa que la había visto crecer y que ya no le pertenecía.

Y así partió rumbo a ningún lugar, adonde nadie la esperaba.

* * *

Carolina siempre se había considerado fea. Se lo decía su madre desde niña, y aún hoy se lo repetía incansablemente su hermana. Las dos mujeres habían sido siempre rubias, hermosas, y de ojos claros. Muy distintas a ella, pero, ¿por qué hostigarla así? La una, quizás porque el rostro oscuro de su hija menor le recordaba al de su marido fugitivo. Y la otra... ¡vaya a saber Dios por qué! No era fácil convivir con semejante coro de ángeles. Y luego llegó Tommy... Él siempre le encontraba algún defecto: "¿No te depilaste? Parece que tuvieras bigote". "Más se quisiera el director técnico tenerte en la selección. Con tus piernas no se perdería ni un gol". "¡Qué culo, cariño!, vamos a tener que agrandar la cama", etc., etc. Y lo que en la intimidad era dicho con afecto burlón, delante de sus amigos era repetido y adornado con saña.

Pero más allá de la diferencia de dos talles que tenía entre su busto y su cadera, más allá de sus eternos tres kilos sobrantes, más allá de su pelo rebelde, la muchacha sabía que, a pesar de ser horrible, tenía un fuerte impacto sobre los hombres. Quizás por su culo inmenso o por su cabello enmarañado, lo cierto era que siempre alguno la miraba, (tipos ruines que se alborotaban por cualquier cosa que tuviera tetas, por supuesto)

Y si así era durante el día, de noche y sola por la calle...

Carolina estaba asustada.

Miró de nuevo su reloj: las doce. Dentro de siete horas tendría que estar en el colegio cantando la canción de la mañana. Sonriendo como si la vida fuera maravillosa y el mundo un lugar seguro. Pero mientras caminaba seguida de cerca por dos tipos nefastos no se sentía así.

Sí, se había librado de su cuñado, pero no estaba segura de poder terminar ilesa aquella noche, o las siguientes.

En una esquina vio que un policía estaba atento a un pequeño televisor encendido en el escaparate de un negocio. La muchacha caminó hasta él, dando gracias a un Dios en el que no creía.

―Oficial...

―¿Sí?―preguntó el tipo, observándola con una mirada que le heló la sangre. ―¿Te perdiste? ¿Estás solita?...

―No. Mi novio pasará a buscarme en cualquier momento. Pero quería saber si por aquí hay algún hotel que...

―No tienes por qué esperar a tu novio. No vuelvo a la comisaría hasta las seis de la mañana. Si quieres puedo acompañarte.

―Pensé que estaba de guardia.

―Estoy de guardia. Por eso me ofrezco a custodiarte ―dijo el tipo con aire meloso―. Además en el bolsillo tengo algo que sobró del último procedimiento… ¡Y es de la buena!

La joven lo observó con horror.

―Ahí está mi novio... ―mintió asustada mientras echaba a correr hacia ningún sitio.

Recién a las dos calles, todavía jadeante, se detuvo. ¿Era ella? ¿Acaso tenía aspecto de prostituta barata? Ni siquiera llevaba maquillaje. ¡Nunca se pintaba! ¿Y entonces? ¿O acaso los hombres, como los perros, se acercaban cuando olían el miedo?

Se sentía desprotegida.

Estaba desesperada.

Manoteó en el interior de su bolso buscando algo de dinero y se topó con el manojo de llaves olvidado allí el fin de semana anterior. Eran las llaves de la mansión que estaba a la venta. Una mansión vacía pero lista para ser habitada. Una mansión acogedora...

Una mansión ajena.

¿Qué tan desesperada estaba?

* * *

Abrió el preservativo y hábilmente lo desplazó por el miembro tenso de él. Nicolás no pudo esperar mucho más. La indiferencia que sentía por su compañera ocasional aceleraba todo el proceso que, imparable, ya dominaba su cuerpo y su mente. El placer lo hizo sacudirse y gemir. Y después, como si ese cuerpo extraño lo quemara, comenzó a invadirlo una acuciante necesidad de alejarse. Retirarse de ella cuanto antes. Como si el sexo de esa extraña lo atrapara ahora con intenciones de lastimarlo.

―¿En qué piensas? ―preguntó su nueva amante con voz sensual.

Y entonces todo volvió a ser como siempre. Como era con Agustina. Como lo era con todas las demás: un complicado juego de simulaciones, encuentros y desencuentros. Si la mujer aceptaba mansamente volver a casa, la victoria era de Nicolás. Pero si ella pasaba la noche junto a él, o partía con la promesa firme de una cita próxima, suya era la derrota.

La desconocida se levantó rumbo al cuarto de baño, cuidando al hacerlo de exhibir su armónico cuerpo desnudo. El sexo de Nicolás volvió a reclamar con fuerza. A exigir. Y ya casi estaba por rendirse ante tan magnífica enemiga, y a dejarse vencer con gusto, cuando del cuarto de baño, cuya puerta por alguna inexplicable razón había quedado abierta, comenzó a escucharse el ruido de la orina de su amante chocando contra la taza del retrete. Y bastó aquel sonido cantarín para que el sexo del joven amante replegara sus huestes, dando paso a oscuros sentimientos de culpa.

¿De culpa?

Sí, sentía culpa. Como si con esa cita casual hubiera traicionado a Agustina. ¡Ridículo! Decenas de veces durante los años de su relación se había acostado con otras. Y si bien nunca se lo contó directamente, tampoco había hecho el menor esfuerzo por ocultarlo o porque ella no se enterara.

En cambio esta vez...

Esta vez Agustina, llorosa, se lo había preguntado mirándolo a los ojos.

―¿Vas a salir con ella?

Y él, por cobardía o para evitar otra enojosa escena, se había escuchado decir:

―¿De dónde sacas eso?

No. No le gustaba mentir. Mentir lo dejaba para los Tribunales. Y quizás por esto, luego había agachado involuntariamente la cabeza como si se sintiera avergonzado. Un gesto que repetía cada vez que algo era demasiado para él.

Ahora, ya saciada su virilidad, no se sentía como un soltero luego de una cita bastante satisfactoria, sino como un sucio traidor rompiendo un compromiso.

¡Mierda! ¡Él no estaba comprometido con nadie!

¿O sí?

* * *

―Tienes que planificar, Carolina...

La muchacha observó a la directora del jardín de infantes como si le estuviera hablando en algún lenguaje indescifrable.

―Tienes que hacer la planificación para el año entrante ―insistió la anciana.

La joven maestra hizo una mueca. En verdad no podía ni siquiera planear su vida durante las horas siguientes, y mucho menos su trabajo para el próximo año lectivo.

―Confío en ti, Carolina.

"¡Si supiera!", pensó la muchacha. ¿Qué opinaría de ella la vieja directora si la policía la apresara por haber entrado ilegalmente a una propiedad? ¿Por haberse instalado en una casa ajena? Todavía temblaba al recordar cómo había forcejeado con la cerradura de la mansión, al amparo de la oscuridad de la noche. Y cuando ya casi se daba por vencida la puerta se había abierto de par en par, como si un ángel o el destino le hubieran dado permiso para entrar.

Luego, al dormir en una cama ajena, la imagen de la madre de Tommy, con ese gesto que siempre había odiado en él, acudía a su sueño para atormentarla una y otra vez. ¿Cuál era la diferencia ahora entre ambas? Las dos actuaban movidas por la desesperación y la miseria... Pero eso no las volvía menos culpables.

―¿Podrás tenerlas listas antes de fin de año? ―insistió la anciana, frente el silencio de su empleada.

―¿Qué cosa?

―Las planificaciones.

―No sé... Estoy un poco complicada, pero... Puedo acabarlas luego de las vacaciones de verano, como siempre.

―No. Prefiero que las hagas antes de que termine el año.

―¿Por qué el apuro? Sabe que llevan mucho esfuerzo. Tendría que trabajar incluso por las noches.

―Quiero dejar todo ordenado. Ya tendrás tiempo para descansar.

―Lo intentaré ―se resignó Carolina que no era buena para las confrontaciones.

Un timbre fuerte las ensordeció.

―Acabó el recreo. Debo volver con mis niños ―dijo la muchacha con cierto alivio, mientras se retiraba.

―¿Ya se lo dijo? ―preguntó otra de las maestras a la directora una vez que se quedaron solas.

La anciana la observó con algo de soberbia.

―Prefiero que termine el año tranquila. Vienen las fiestas de fin de curso y no quiero caras largas.

―No cree que sería mejor... ―insistió la otra.

―No.

―¿Y la va a obligar a hacer las planificaciones?

―Es parte de su trabajo. Y además, ¡sus planificaciones son fabulosas!

―Me parece que debería decirle, para que la pobre muchacha pudiera...

―¿Y crear una verdadera revolución antes del fin de curso? Sabes que las madres de "salita de tres" pidieron especialmente que Carolina sea la maestra de sus hijos también el año próximo. ¿Cómo tomarían la noticia de que vamos a despedirla? En cambio, luego de las vacaciones de verano y con una nueva maestra contratada, las cosas no van a parecer tan funestas.

―Irene...

―¿Sí? ―preguntó la vieja dama.

―¿No sería más decente...

―No. No voy a transar. Nos gustan las buenas maestras, pero no estoy dispuesta a tolerar "divas" en este establecimiento. No quiero que algϊn grupo se sienta perjudicado por no tener a la "maestra estrella". La voz se ha corrido. Todos hablan acerca de la forma en que domina a los mαs dνscolos, como enseρa incluso a los torpes. Cada dνa a la salida tengo que escuchar sus proezas: que iniciσ una campaρa anti tabaco, que sus niρos ganaron un concurso de dibujo, que abriσ un pescado al medio, que todo su curso aprendiσ a leer. ΅Estoy harta!... ΏNo te das cuenta que tambiιn podrνa llegar a oνdos de los dueρos del colegio? ΏQuι ocurrirνa entonces?... ΏCσmo me hace...? ΏCσmo las hace quedar a ustedes? ΏNo te das cuenta? Al despedirla estoy protegiendo a las demαs. Las estoy protegiendo a ustedes.

―Sí, claro... Entiendo. Lo hace por nosotras ―repitió la maestra.

Y sonrió con suspicacia.

* * *

Como acentuando la culpa, el departamento estaba impregnado de ese espantoso perfume de Agustina. El café que ella había preparado dos días atrás sabía horrible, y al caminar descalzo por el cuarto Nicolás se había clavado el aro que su amante dejara olvidado en su última visita.

Quizás era hora de madurar. Quizás había llegado el momento de rendirse a su destino de hombre occidental atado de por vida a una única mujer.

Sí, era cierto, quería ser libre. Pero también quería disfrutar de las conveniencias de vivir acompañado. Quería alguien con quien tener sexo sin culpa y sin tomarse el trabajo de la conquista. Alguien que meara con la puerta cerrada. Alguien que se ocupara de la ropa y la comida. Alguien que lo esperara después del trabajo.

En resumen, quería estar solo sin tener que padecer la soledad.

¿Pero existía alguna mujer que sirviera a sus propósitos?

Agustina era invasiva, calculadora y despiadada, ¿pero acaso alguna no lo era? Hasta Victoria, a su manera...

No, Victoria no. Victoria no era como las demás... Ella era...

La mujer de Cohen.

* * *

―¿Crees que debería casarme con Agustina?

Victoria miró a su buen amigo sorprendida. Al parecer entrar en una nueva década lo había afectado: era la primera vez que lo escuchaba hablar de matrimonio en primera persona.

―Creo que sería bueno que te casaras. Punto. Pero si lo tienes que andar pensando tanto diría que tu secretaria no es la mejor opción para hacerlo.

―Ella, otra... ¿qué más da? Son todas iguales.

―Si piensas así mejor olvidas todo el asunto.

Nicolás la observó. Se la veía hermosa. Desde que se había casado tenía siempre la mirada brillante y las mejillas arrebatadas.

―¿Será posible que todavía, luego de dos años, sigas igual de enamorada de Cohen?

―No. Ahora lo amo mucho más.

Volvió a observarla pero esta vez con descaro, mientras se le enfrentaba.

―¿Y si en vez de con él te hubieras casado conmigo? ¿Me hubieras amado con la misma intensidad?

―Tú no eres Cohen.

―Pero me amabas.

―Me gustabas, Nicolás, que no es lo mismo.

―¿Y si nunca lo hubieras conocido a Samuel? ¿Y si tú y yo hubiéramos acabado juntos?... ¿Me amarías entonces con la misma intensidad con la que lo amas a él?

―¿Tú y yo juntos? ―repitió divertida―. Ahora me es difícil imaginarlo. Pero quizás aquella Victoria de antes hubiera sido feliz a tu lado.

Los ojos de Nicolás centellearon, pero su buena amiga no lo notó.

―Sí―agregó Victoria pensativa―, creo que me hubiera conformado contigo.

―¡¿Conformado?!

―Sí. Estoy segura de que vivir juntos hubiera sido como un paseo por el parque: calmado y placentero. Te quiero mucho, no nos llevamos mal, y a los dos nos gusta pelear sólo en el trabajo.

―Suena muy aburrido.

―Por eso no me casé contigo.

―Si yo soy como un paseo por el parque, ¿Cohen cómo es?

La miró esperando su respuesta.

―Como una vuelta en montaña rusa. Cuando comienzas a descender a velocidad maldices por haberte subido. Pero cuando todo termina sólo quieres más...

―Excitante... ―reflexionó Nicolás, entristecido.

―Y peligroso. Pero algo que te hace sentir vivo más allá de los riesgos. Una deliciosa adrenalina.

Un golpe seco los distrajo. Sin que lo hubieran notado, Agustina había entrado al cuarto.

―Perdón, ¿molesto? ―preguntó al saberse descubierta.

Para hablar usó un tono enojado. El mismo tono que tenía siempre que Victoria estaba en la habitación.

Agustina odiaba a Victoria. Odiaba la condescendencia con que la trataba. Odiaba que lo tuviera a Nicolás en un puño.

Pero más odiaba que él estuviera enamorado de ella.

Sí. Nicolás nunca se lo había confesado, pero Agustina sabía... Una mujer siempre sabía. Y Victoria, la muy desgraciada...

Por supuesto su rival no pensaba traicionar a su marido. ¡También! Cohen era espectacular. Y no resultaba nada raro que al llegar de improviso a la oficina se encontrara a los esposos toqueteándose como adolescentes en celo. ¡Siempre se tocaban! La muy zorra despertaba en su marido una pasión incontrolable. ¡Pero eso no le bastaba! También tenía que jugar con Nicolás. O con los clientes. O con los proveedores... ¡Siempre con esa sonrisa angelical! ¡Siempre hablando de la Misa del domingo!

¡Cerda!

Era Victoria la que se interponía entre ella y su novio. Sabía que si "su amiguita" se lo hubiera aconsejado, Nicolás no hubiera dudado en pedirle matrimonio. ¡Pero no! Victoria se empeñaba en bajarle el pulgar. Quizás porque creía que una secretaria era poca cosa como para él...

O quizás porque no quería competencia.

Pero todo eso tenía que terminar. Hasta ahora había soportado la proximidad malsana entre los amigos mansamente. Pero ya no era una mujer mansa.

Ahora Agustina era una mujer desesperada.

* * *

Cohen entró a la oficina con el pequeño Gabriel entre los brazos. Ya eran las ocho de la noche del viernes, y a esa hora el oscuro contador de traje severo, daba paso a Samuel, un espectacular pelirrojo de jeans ajustados y camisa leñadora.

Mal que le pesara Agustina tenía que confesar que, a diferencia de lo que ocurría con otros, a ese hombre grande el matrimonio parecía haberle quitado años; y la paternidad, humanizarlo. Varias veces ella lo había observado mientras recorría los pasillos con su bebé en brazos. Era increíble cómo las mujeres se abalanzaban sobre él con la excusa de mirar al niño. Podía sentir como lo rozaban con sus pechos; como lo miraban con deseo. ¡A ella no la engañaban! Sabía a la perfección lo que esas idiotas estaban buscando... Como lo hubiera sabido Victoria, de no haber estado ocupada abalanzándose sobre el hombre de alguien más.

―¿Has visto a mi esposa? ―preguntó Cohen, con su voz profunda y varonil.

―Estuvo toda la tarde encerrada con mi novio. Apenas me han dejado entrar ―respondió Agustina con fingida inocencia, mientras lo conducía hacia el despacho de su jefe―. Es una suerte que ni tú ni yo seamos celosos ―agregó al pasar.

―Tenían mucho que decidir. Su padre le heredó a mi esposa millones de dólares, pero también de problemas.

―Lo sé. Es por el trabajo... Lo único que digo es que es una suerte que esos dos se lleven tan bien. A veces entro a la oficina y están callados, mirándose. Hay algo muy especial entre ellos. Es como si no necesitaran de las palabras para entenderse.

Cohen observó a la muchacha con recelo, pero no le contestó.

Agustina se apuró a abrir la puerta, cuidando de no hacer ruido. Victoria estaba sentada, mirando unos papeles que tenía sobre la falda. Muy próximo a ella, agachado, Nicolás observaba el regazo de su amiga en actitud atenta pero sumisa.

―Te lo dije ―susurró Agustina a Cohen, al verlos―. Ya casi no necesitan hablarse...

* * *

A medida que el tiempo transcurría, la culpa y el remordimiento cedían paso a un placer intenso.

Ya hacía más de una semana que Carolina se había mudado a una casa ajena. Las primeras noches se limitó a permanecer encerrada en las dependencias de servicio, pero luego, lentamente, y vencida por la curiosidad, había comenzado a explorarlo todo. Y como compensación no requerida aprovechaba sus excursiones para mantener limpios y aireados los bellos cuartos.

La mansión estaba llena de objetos personales de los antiguos moradores, que cada noche, plumero en mano, Carolina recorría como si se tratara de las páginas de un libro. Cada mueble, cada adorno, contaba una historia. La historia de un amor con final feliz, de esas que eran las preferidas de la muchacha.

La historia de un amor para toda la vida.

Pero para poder construir un amor así hacía falta primero encontrar un hombre bueno. Uno junto al cual no hubiera necesidad de disculparse por ser mujer. Uno capaz de amar más allá del tiempo y de permitir a su compañera la dicha de envejecer con gracia.

¿Existía acaso un hombre semejante?

El dueño de esa casona ilustre, estaba segura, lo había sido. Aquel hombre maravilloso era ahora un fantasma que a través de la memoria todavía celebraba su amor: "Para mi dulce esposa, en nuestro vigésimo aniversario de casados"; "Para la única mujer que amé"; "Para el amor de mi vida, por una noche inolvidable". Y así cada objeto tenía un recordatorio escrito que inundaba de esperanza el corazón de Carolina: alguien en este mundo oscuro y tenebroso podía celebrar una historia de amor con final feliz. No su madre, ni su hermana, ni nadie que ella conociera, pero alguien lo había logrado.

No es que ella albergara la más remota esperanza de vivir una historia semejante. Esas cosas no les ocurrían a muchachas como ella, con piernas gordas y treinta y dos años cumplidos. No... Para Carolina el sueño de un gran amor no era más que eso: un sueño, (¡si hasta las protagonistas de las novelas que le encantaba leer cuando nadie la veía, eran siempre veinteañeras hermosas, inocentes y vírgenes!). No. Si alguna vez decidía buscar compañero lo haría sin muchas pretensiones. ¡Debía conformarse! Con suerte quizás volviera a encontrar a alguien como lo había sido su Tommy: un buen muchacho. Querible, pero no confiable. Simpático, inmaduro y egoísta... En resumen: un hombre como todos los hombres.

Pero cuando por las noches se acostaba sola y su mente comenzaba a vagar en total libertad, el saber que había existido un hombre como el dueño de esa mansión la embargaba de paz y la reconciliaba con el mundo.

Sí, saber que había gente como el doctor Uriburu la llenaba de felicidad y la ayudaba a olvidar la culpa.

* * *

A medida que el tiempo transcurría, la culpa y el remordimiento cedían paso a un placer intenso.

Nicolás no era un ángel: necesitaba tener sexo. Y el sexo con Agustina se había vuelto aburrido y rutinario. Y si bien sus amantes esporádicas tampoco lo satisfacían, al menos no lloraban por cualquier estupidez. Últimamente se había vuelto casi un "viejo verde": miraba a toda mujer que se cruzara en su camino con un deseo incontrolable. Y Claudia Soto no era precisamente cualquier mujer. ¡Jamás había visto piernas tan largas y delgadas! Con razón ocupaba un lugar destacado en las publicidades más importantes del país y del exterior. Además, en los tres años que le llevó hacerse conocida había podido acumular una fortuna más que interesante. Una fortuna que su ex novio se resistía a no seguir compartiendo.

―¿Puede imaginarlo, doctor Expósito? El muy idiota, que se decía mi representante, solicita ahora un treinta por ciento de todos mis contratos. ¡Es una barbaridad!

―No desde un punto de vista legal... Tiene documentos firmados por ti que lo avalan en su reclamo.

―Yo... ―trató de excusarse la muchacha―. Éramos pareja. Él me pedía de firmar, y yo firmaba. Pero ahora no tiene derecho a reclamar.

―No, justamente ese es el problema: tiene derecho. Se lo has dado tú... No entiendo qué pasa por la cabeza de la gente cuando decide convivir con alguien. No toman ningún recaudo... Personalmente no estoy a favor del matrimonio, pero no entiendo cómo se pueden mezclar vidas y bienes sin antes hacer alguna previsión. El contrato matrimonial es pésimo, pero al menos es algo... Y si no querías casarte porque dudabas de tu pareja, ¿cómo fue posible que no tomaras precauciones? ¿Por qué le confiaste tu dinero, cuando no estabas segura de confiarle tu vida?

―Estaba enamorada...

―No tanto. La gente muy enamorada quiere casarse. Por aquello de "para toda la vida", y esa estupidez. Si lo hubieras llevado al altar ahora podrías reclamar la mitad de sus bienes, que son muchos.

La muchacha se puso de pie, acercándose al sillón de Nicolás. Atenta a la forma en que el pobrecito se iba derritiendo a medida que ella se inclinaba, meneando sus voluminosos pechos nuevos.

―Es muy duro conmigo, doctor Expósito. ¿Acaso nunca amó a nadie sin pensar en las consecuencias?

―Siempre pienso las consecuencias. Quizás por eso permanezco soltero.

El rostro de la muchacha se iluminó y sus pechos se tensaron aún más, hasta casi romper la pequeñísima camisa que la cubría.

―Hummm... Espero que soltero no signifique solitario. Sufriría sabiendo que va a pasar esta noche solito y triste en su cama.

―Entonces estamos en problemas, porque no me gusta la idea de hacerte sufrir―dijo él, sonriendo con encanto.

Sí, cuando una mujer hermosa se le acercaba la culpa desaparecía de inmediato.

* * *

Aquel fin de semana Carolina experimentó algo muy parecido a la felicidad.

Durante esos días en que el calor intenso se adueñaba de las voluntades y todos se dejaban invadir por el clima navideño, la muchacha se dio el pequeño permiso de respirar sin pensar en lo precario de su situación, o en su oscuro futuro. Y en especial ese fin de semana se había dedicado a cortar el césped y a regar las plantas. A juguetear con el agua fresca y a dejarse invadir por los colores y los aromas del jardín que rodeaba la casa. A disfrutar de la caricia del sol durante el atardecer.

Para las ocho de la noche del domingo, con las mejillas arrebatadas y una deliciosa modorra, estaba parada junto al librero del dormitorio principal, recorriendo los títulos de las obras allí reunidas, anticipando el placer de la lectura. Todavía se filtraban por el ventanal los últimos rayos del día, y a pesar de que tenía que forzar la vista, no se resignaba a encender la luz y así perder la magia de esa hora que anunciaba el descanso.

Y fue entonces, a las ocho de la noche de aquel domingo de verano, cuando el corazón de Carolina dejó de latir.

* * *

―De verdad. ¡Me encanta!

―¿Cuánto pides por ella?

―Tres millones.

―¡Guau!

―¿Te parece mucho?

―Bastante. No sé como anda el negocio inmobiliario, pero...

―No pienso rematarla.

―¿Y las cosas de tu padre y su mujer?

―Cuando venda la casa las haré tasar y luego veré qué hago.

El corazón de Carolina se detuvo. Y es que no encontraba el valor para seguir latiendo. Las voces sonaban claras en la planta baja y se iban aproximando. Eran dos hombres y una mujer.

La pobre muchacha corrió a ocultarse tras la puerta del cuarto, sin atreverse a cerrarla. Era imposible intentar salir de allí. Ya podían escucharse los pasos subiendo por la escalera principal.

Las luces del corredor de la planta alta se encendieron, y como si el interruptor estuviera conectado a su pecho, el corazón de la muchacha comenzó a palpitar con fuerza.

―¿Cuántos dormitorios?

―Tres en suite. Pero también hay un escritorio, una sala de música, una biblioteca, y otros cuartos más.

―La verdad es que todo se ve anticuado pero hermoso.

La voz de la dama se alejaba ahora junto con los pasos, en dirección a la pequeña terraza que seguía al corredor y que asomaba al jardín.

Si esa gente se dejaba seducir por el encanto del atardecer, existía una remota posibilidad, (muy pequeña), de que Carolina pudiera salir del cuarto sin ser vista, rumbo a las dependencias de servicio, a través de la pequeña puerta que se ocultaba tras uno de los paneles de madera que tenía enfrente.

Su corazón parecía dispuesto a salirse de su pecho. Ya podía imaginarse a sí misma como una presidiaria. Y no es que se quejara por la posibilidad de alejarse de su vida por un tiempo con casa y comida a cargo del estado, sino que le preocupaban la nefasta compañía, y la suciedad que tenía entendido había en las cárceles argentinas.

Las voces ya casi no se escuchaban. ¿Se habrían sentado en el hermoso juego de rattan que había en la terraza? El lugar y el entorno eran por cierto acogedores, y en una noche calurosa como esa invitaban a detenerse y tomar el fresco.

Sí, ese era el momento justo para escapar. Y ya se aprestaba a hacerlo cuando un ruido familiar la distrajo. Un sonido rítmico y continuo que parecía provenir del piso y que se aproximaba a ella con rapidez.

¿Qué era? ¿Un perro? ¿Una serpiente?

¡Un bebé!

Un hermoso bebé pelirrojo de unos nueve o diez meses, gateando con soltura, feliz con su libertad recién adquirida.

Carolina se apretujó un poco más entre la puerta y la pared. De seguro detrás del niño iba a aparecer la madre. ¿Dónde estaba la madre? Era una locura dejarlo solo en medio de tanto peligro. Podía caerse por la escalera, o meter los deditos en los numerosos enchufes que, como en toda casa antigua, estaban al ras del suelo. La "seño", como le decían sus alumnos, fiel a sus instintos más primarios no podía apartar los ojos del niño, dispuesta a desafiar cualquier riesgo si se presentaba algún peligro para él. Por fortuna el pequeño se dirigió hacia el cuarto adonde ella estaba escondida, (¡¿por fortuna?!). Al menos allí no parecía haber nada que pudie...

―¡Ven aquí, hermoso!

Era más fuerte que ella. Sin supervisión alguna el pequeño estaba a punto de asirse de un mantel que cubría la mesilla de noche. Carolina intentó contenerse, pero cuando una pesada lámpara de cristal comenzó a desplazarse junto con la tela, olvidando toda conveniencia propia, lo llamó con voz calmada pero segura, de forma tal de captar su huidiza atención.

―Mira la manito... ―le dijo, mientras giraba su propia muñeca.

Como había pensado el niño respondió de inmediato moviendo también la suya. Bastaba verlo para darse cuenta de que era un bebé sano, feliz, y muy estimulado.

―¡Muy bien! ―agregó en tono susurrante, mientras le sonreía con ese gesto dulce que siempre le ganaba el favor de los hombres, sin importar su edad―. Y ahora quédate así hasta que mami venga a buscarte...

―¡Gabriel!... ¿Dónde se habrá metido este niño?

La voz clara de Victoria se aproximaba peligrosamente. Su hijo, sentado junto a la mesilla de noche, respondía pegando saltitos de placer y emitiendo unos chillidos agudos, feliz de participar del juego.

―¡Aquí estás!... Podrías haberte lastimado, ¿lo sabes? Voy a tener que hacerme a la idea de que ya eres capaz de alejarte de mí con demasiada rapidez.

Victoria lo tomó entre sus brazos dispuesta a irse. Pero el pequeño Gabriel no quería abandonar a su nueva amiga, poniéndose a llorisquear en cuanto su madre daba un paso.

―¿Qué ocurre?... ¿Se te perdió algún juguete? ―preguntó la joven a su niño como si este pudiera responderle

Y sí... Podía responderle.

Gabriel comenzó a mover su manito hacia uno y otro lado, como cada vez que su madre le cantaba la canción: "Saco la manito, la hago bailar. La cierro, la abro y la vuelvo a guardar". Sonreía, mirando insistentemente hacia...

¡Hacia Carolina!

―¡Qué haces tú aquí! ―gritó Victoria asustada, al verla.

La joven se apuró a cerrar la puerta mientras trataba de explicar su situación entre susurros.

―Por favor... Que no se entere el dueño que vivo aquí.

―¡¿Vives aquí?!

―Por favor. No tengo otro sitio adonde ir.

―No entiendo... ¿Cómo entraste?

―Soy Carolina... Carolina Castro. La dueña de la inmobiliaria que tiene la casa en venta me dio la llave para que la mostrara a los posibles compradores... ¡Pero no le diga nada tampoco a ella, por favor, porque no sabe que estoy aquí!

―Voy a tener que decírselo a Nicolás.

―¿Quién es Nicolás?

―El dueño.

―¡No!... Por favor... Estoy desesperada... La madre de mi novio se quedó con el departamento y mi cuñado... ―comenzó a decir a borbotones, ahogándose con las palabras.

Una voz profunda y varonil le impidió seguir hablando.

―¡Victoria!... ¿Adónde estás?

―Ese es mi marido.

―¡Por favor!... Estoy desesperada.

Victoria se asomó a la puerta.

―Estoy cambiando a Gabriel. Ya voy para allí ―gritó antes de volver a cerrarla. Y luego, encarando a Carolina, agregó―: Tengo que irme. Pero esto no se queda así. Por esta noche no voy a decir nada, pero mañana por la mañana a primera hora te espero en mi oficina. Esta es mi tarjeta. Y no se te ocurra que vas a poder llevarte nada de aquí. Ya mismo voy a solicitar vigilancia especial para la casa.

―Pero no le digas al dueño.

―No, no voy a decirle.

Gabriel, encantado con la proximidad de su nueva amiga, intentó tirarse a sus brazos en salto mortal.

―Al menos parece que a mi hijo le caíste en gracia.

―Es un bebé hermoso. ¿Es el primero, verdad?

―Sí ―respondió Victoria un poco sorprendida.

―Pues debes saber que ya está en la etapa previa a caminar. Los demás te van a decir que todavía es pequeño, pero sé reconocer los síntomas. No tienes que dejarlo solo vagando por allí porque va a intentar ponerse de pie, asiéndose de las cosas más inestables. Ten cuidado en especial con las sillas pesadas o con los paños que cuelgan.

Victoria la miró confundida.

―Soy maestra jardinera ―aclaró la muchacha. Y sonrió con el gesto encantador que le había ganado siempre el favor de los hombres, y ahora también el de una mujer.

* * *

Debía estar loca. ¿Cómo se había dejado enredar así?

Victoria no podía más con el remordimiento.

¿Y si a la mañana siguiente ya habían desvalijado la mansión de los Uriburu por su culpa?

¿Cómo le iba a explicar a Nicolás su silencio ante tamaña irregularidad?

Pero por otra parte... La muchacha la había conmovido. Y no sólo por esa sonrisa dulce, y la ternura con que había tratado al pequeño Gabriel... No, había algo más. Algo que le recordaba a sí misma antes de casarse con Samuel. Quizás la profunda soledad que le asomaba por los ojos, o cierta desesperanza que se traslucía en la contracción de sus rasgos bellos. No podía definir qué era lo que la había conmovido de la intrusa, obligándola a actuar más allá de toda lógica.

Sí. Podía ser que la muchacha le estuviera mintiendo sobre sus intenciones. Pero había algo sobre lo que era imposible que la hubiera engañado: la tal Carolina Castro era en verdad una mujer desesperada.

* * *

Claudia Soto, la modelo, se estiró en el sofá de cuero de Nicolás como si estuviera posando para una foto de la revista Playboy.

―Tu departamento es pequeño pero encantador. Aunque si voy a ser sincera huele bastante mal.

―Es por el perfume de mi novia ―aclaró él mecánicamente, sin darse cuenta de lo que estaba diciendo, obnubilado por las formas perfectas de la muchacha.

―¡¿Novia?! ―repitió la modelo con alarma.

“¡¿Por qué mierda he dicho eso?!”, se recriminó de inmediato Nicolás. Podría haber dicho "amiga", o "secretaria". O lo que era mejor, callarse. ¡Pero no!, tenía que decir "novia". Novia sonaba demasiado a compromiso y a casamiento. ¿Cuándo había pasado Agustina de amante casual, a novia? ¿Era acaso ese olor nauseabundo de la culpa lo que había confundido su cerebro?

―Creí que habías dicho que estabas solo ―continuó la joven modelo sin ocultar su desencanto.

―¡Y estoy solo! El perfume es de Agustina, mi secretaria. La chica que conociste en mi estudio. A veces nos acostamos, pero nada más.

―Cuídate con ese tipo de relaciones. Así empecé yo con Octavio, y para cuando quise acordarme él ya firmaba mis contratos.

―No va a ser tan fácil conmigo. Te lo dije: siempre pienso en las consecuencias de mis actos.

―¿Tienes familia, Nicolás?

―Algo así.

―Yo no. Mi familia se quedó en la provincia. Muy lejos, gracias a Dios. Cada hombre que tuve en mi vida, incluyendo a mi padre, me cagó. Y cada vez que logro salirme de una relación me prometo a mí misma que no va a haber otra. Pero como si se tratara de una droga, siempre reincido. Y es que si no tienes una familia en que apoyarte, necesitas a alguien. Y entonces es fácil equivocarte en tu elección. La soledad te vuelve demasiado vulnerable.

―Yo no necesito a nadie ―se envalentonó Nicolás, más por orgullo que porque creyera verdaderamente en eso.

―Todos lo necesitamos. Me di cuenta el día que me secuestraron.

―¿A ti te secuestraron?

―¿No lo recuerdas? Salió en todas las revistas. Lo hizo un admirador, que estaba completamente loco. El muy estúpido me llevó en su propio auto, a su propia casa. Rastrearlo fue facilísimo. Pero durante las dos horas en que estuve encerrada en su ático, no podía dejar de pensar que nadie notaría mi falta. Nadie me iba a echar de menos. Nadie se iba a ofrecer para pagar mi rescate... Nadie lloraría mi suerte. Esas dos horas me sentí muy sola y desgraciada. Y no es bueno sentirse así.

―A mí no me pesa la soledad ¯mintió él como si eso lo hiciera ver más varonil a los ojos de su conquista¯. Es más: no tener familia me da cierta libertad... ¿Sabes?, mi trabajo, aunque no lo parezca, es muy peligroso. Lidio todos los días con hombres vengativos y con poder, a los que les hago perder su dinero. Mucha gente quiere verme muerto. No sería extraño que un día alguien me disparara. Que mi cadáver terminara en una zanja. Bajo esas circunstancias es bueno saber que nadie me llorará.

―¡No será para tanto!

―¿Quieres que te muestre los anónimos?

―¡Yo también los recibo! Pero no les doy tanta importancia... Desde que me volví famosa todos quieren mi culo.

―El mío también, pero no con las mismas intenciones.

―Me estás asustando.

―Tienes razón. Mi conducta es imperdonable. Todavía no te ofrecí nada de tomar y ya te estoy asustando con cuentos horribles.

―Un vodka, por favor.

Nicolás la observó sorprendido.

―¿Qué esperabas. Después de las cosas que dijiste ―se justificó la muchacha―, tengo que entrar en calor.

―Para eso no necesitas del trago. Te bastará conmigo.

La joven sonrió complacida, y como exorcizando los malos pensamientos se puso de pie y comenzó a recorrer el cuarto. Una vela aromática olvidada por Agustina llamó su atención.

―¿Puedo encenderla? ―preguntó a su anfitrión, mientras comenzaba a hacer chispas con un coqueto encendedor abandonado allí por alguien.

Fue una chispa diminuta.

Y bastó esa pequeña chispa para que todo el departamento volara en mil pedazos.

Una chispa diminuta. Una gran explosión.

* * *

"Violenta explosión en un edificio del barrio de Recoleta. Un escape de gas habría dejado el trágico saldo de un muerto y varios heridos. Entre estos últimos, la famosa modelo Claudia Soto, que a pesar de la alta hora de la noche, se encontraba discutiendo detalles de su separación en el departamento de su joven abogado. Por fortuna..."

Nicolás apagó la radio.

¿Quién era tan idiota como para tener semejante pérdida de gas en su casa y no darse cuenta? Si hasta él que era bastante despistado en cuestiones hogareñas hacía varios días que percibía ese desagradable olor... Claro que él lo había confundido con el aroma de la culpa. Pero eso era simplemente porque se sentía culpable.

Cerró el grifo con furia. La instalación era antigua, y pese a su esfuerzo una gota de agua se empeñaba en seguir cayendo.

¡La había sacado barata! Apenas unos rasguños... Y el departamento destrozado.

Al principio le costó entender lo ocurrido. Recordaba vagamente haberse dado vuelta para servirle un trago a Claudia, la modelo, y de inmediato ver la pared viniéndosele encima. No tenía memoria del estruendo que debió haber seguido. Sólo la loca carrera por las escaleras repletas de escombros, arrastrando a su esquelética compañera sin mirarla. Ayudando a los vecinos que también corrían despavoridos.

Pero no fue hasta tropezar con un brazo cercenado que entendió lo cerca que había estado de la muerte.

Nunca antes había visto un miembro mutilado. Era curioso porque esa misma noche se había encontrado con su vecino en el elevador. Con sorpresa había observado el desagradable reloj de plástico multicolor que el otro tenía en la muñeca. El mismo reloj que ahora brillaba ante sus ojos, ridículamente sujeto a una mano inerte.

Jamás había tenido demasiado trato con aquel hombre, pero últimamente, siendo solteros los dos, solían encontrarse a deshoras acarreando bolsas de alcohol o comida china. Una amistad de elevador. Y ahora, habiendo explotado de tal forma su departamento, y con el brazo perdido, no quedaban muchas esperanzas de volverlo a ver. De preguntarle quién le había regalado ese estúpido reloj, o de alardear acerca de su cita con la modelo.

"Por fortuna nadie va a llorarlo", pensó Nicolás. "El pobre hombre estaba solo... Como yo".

Y el corazón se le hizo un nudo. Como cuando había muerto su padre entre sus brazos.

Pero el ingeniero del octavo no era como su padre. Él, a diferencia del viejo doctor Uriburu, todavía tenía mucho por vivir. Todavía no había viajado por el mundo ni formado su propia empresa. Todavía no había amado...

"Como yo", pensó Nicolás.

Se miró en el espejo.

Era imposible lavarse mejor si quería mantener seco el vendaje de su frente, tal cual se lo había indicado el médico. Tendría que conformarse.

¿Dónde habría dejado su bóxer?

Descalzo y desnudo se dirigió a la habitación principal.

Y entonces su corazón se detuvo.

Allí, indiferente a su urgencia, una mujer desconocida le estaba apuntando con un arma.