Capítulo 9
La mansión de los condes de Worken en Londres, Stormhall, como la habían bautizado muchos años atrás, era un hervidero. Instalada la familia al completo en la capital desde hacía casi un mes, todos en la casa se preparaban para la celebración del enlace de lord Ethan de Worken con lady Adele. Los preparativos de la boda del heredero estaban ultimándose, y las constantes visitas de parientes, amigos y conocidos felicitando a la pareja, unidas a las propias del comienzo de temporada de las fiestas, bailes, cenas y reuniones para la presentación de jovencitas, convertían la mansión en un verdadero caos.
En circunstancias normales, ese descontrol sería fuente de diversión para Ethan y Cliff, que aprovechaban aquellos períodos en la casa familiar de la ciudad para disfrutar de los placeres mundanos que la gran urbe ponía a disposición de caballeros solteros. Sin embargo, ninguno de los hermanos pudo disfrutar como antaño de la casa y de tales placeres; el primero, Ethan, por tener que atender los compromisos derivados de su inminente boda y, el segundo, Cliff, por encontrarse totalmente desesperado desde la desaparición de Julianna. Deambulaba por la casa y por todo Londres, como alma en pena, sin apenas prestar atención a lo que ocurría a su alrededor. Necesitaba encontrar a Julianna, tenía que encontrarla.
Había movido cielo y tierra buscándola, e incluso había contratado a una agencia londinense experta en la búsqueda y localización de personas. También había pasado por el trago amargo de preguntar abiertamente a los hermanos de Julianna por su paradero o por alguna pista para localizarla. Ninguno de ellos le dio indicio alguno de donde podía hallarse ni de su posible destino y, en el caso de los hermanos de Julianna, dudaba de la veracidad de sus palabras. Habría pensado que estarían protegiendo a su hermana, si no fuese porque Cliff conocía la clase de hermanos e individuos que eran los tres, y no dudó que desconociesen dónde se hallaba o cómo dar con ella. Con anterioridad a su desaparición, Cliff tenía un pésimo concepto de los tres hermanos, pero tras este incidente esa animosidad se tornó en desprecio, por el desdén mostrado respecto a su hermana y su bienestar, llegando, incluso, a insinuar que, el comportamiento de la joven era poco más que un descrédito a la familia y, por lo tanto, un absoluto gesto del egoísmo y del mal carácter del que, según ellos, Julianna había hecho gala desde su juventud. Tuvo que contenerse para no retorcerles el cuello a todos ellos cuando los visitó, en compañía de su padre, para interesarse por su hermana, dos días después de la Fiesta de la Cosecha. «Aquellos miserables tuvieron suerte de que iba con el conde», fue lo que respondió cuando su madre le preguntó si los hermanos de Julianna le habían aportado alguna ayuda o indicio, al regresar a la mansión.
Pero no había rastro alguno de ella. Desde que, al día siguiente, fue a verla por la tarde y no la halló y sí, en cambio, dos sobres prendidos en la puerta, uno a nombre del señor Pettifet y otro del guardador del bosque, no sabía nada de ella. No había vuelto a tener noticia alguna. Se la había tragado la tierra y empezaba a retumbar cada vez más fuerte en su cabeza y en su corazón la idea, el terror de que le hubiese pasado algo malo, de que estuviese en un grave aprieto o… muerta… «La gente no desaparece así como así de la noche a la mañana», era lo único que decía una y otra vez cuando recibía un informe de los investigadores sin datos de ella, sin ningún indicio de su paradero.
Tanto el conde como su hermano comenzaron a preocuparse seriamente por su estado. Aun cuando intentaba actuar con normalidad, ambos sabían, por la expresión severa que se había asentado en sus ojos, la falta de espontaneidad y la ausencia absoluta del buen humor característicos de Cliff, que no haber encontrado a Julianna y carecer de toda pista empezaban a dejar una huella demasiado profunda, no solo en su estado de ánimo, sino en su propia alma. Parecía haber perdido toda esperanza y, con ella, toda la felicidad y la vida que, ahora, Cliff sabía deseaba y quería para sí.
—Casi cuatro meses, Ethan, eso es demasiado tiempo.
Cliff miraba a su hermano, sentado frente a él en la mesa del desayuno, que intentaba animarlo contándole las últimas noticias e insistiéndole en que le acompañase al club de caballeros al que acudían con cierta asiduidad.
—Bueno, tú puedes desaparecer de un día para otro. Lo has hecho en varias ocasiones…
Levantó la ceja mientras miraba a Cliff tras su taza de café, procurando recordarle algunas de sus escapadas con alguna dama o huyendo de ellas. Cliff esbozó un amago de sonrisa.
—Cierto, pero yo, además de barcos y tripulaciones a mi disposición, tengo medios suficientes para eliminar todo rastro, pero ella…
Movió la cabeza como negándose a sí mismo las ideas que se le presentaban de golpe: Julianna herida, perdida, en manos de desalmados.
—Vamos, vamos, Cliff. Tampoco es tan difícil que se mueva entre varias ciudades, pueblos o incluso países, pudiendo pasar meses antes de localizarla, incluso aunque siga utilizando su propio nombre. La localizarás, hermano. Daremos con ella.
Ethan comenzaba a sentir verdadera ansiedad por la tristeza de su mirada, pero esa falta de esperanza…
—Está bien, está bien, ¿qué planes tenéis hoy lady Adele y tú?
Intentó cambiar de tema, ya que sospechaba que la preocupación de su hermano iba creciendo en exceso desde hacía semanas y se sentía culpable. Deberían ser unos días felices para él y, en cambio, le atenazaba una preocupación por su hermano pequeño que empañaba la euforia de la pareja de novios.
—Cada vez que la llamas así es como si la picase un mosquito… y es conmigo con el que utiliza el cazamoscas. ¿Quieres empezar de una santa vez a llamarla «Adele»? Tengo ya demasiados capones por tu culpa.
Cliff se rio viendo el gesto que hizo su hermano tocándose la coronilla e imaginando la menuda figura de Adele encaramándose por la corpulenta espalda de su hermano para llegar a su cabeza, y sabiendo que cada una de esas palabras contenían una verdad absoluta. Su futura cuñada quería que el trato entre ellos fuese totalmente familiar, e insistía en que la tutease, y él estaría encantado, si no fuese porque ver como reprendía a Ethan por no llamarlo al orden cada vez que la llamaba «lady Adele» era una de las pocas diversiones que tenía últimamente.
—De eso nada, hermano. No hasta que seáis marido y mujer y te tenga muy atado. ¿Y bien? ¿Qué tienen planeado para hoy la pareja? ¿A cuánto familiar curioso y ávido de noticias recibiremos hoy?
Ethan hizo una pequeña mueca de disgusto ante el constante goteo de visitantes pesados que atendían a diario a cuenta del compromiso, pero enseguida esbozó una sonrisa burlona.
—Pues, Adele y la condesa, no sé a cuantos recibirán hoy, pero tú y yo tenemos permiso de las señoras para quitarnos de en medio hasta la hora de la cena, y será mejor que lo hagamos pronto, antes de que se lo piensen dos veces. Así que nos iremos a montar, si te apetece, y después podríamos irnos al club, que está atestado de caballeros y amigos deseosos de encontrar un poco de paz antes de la tormenta de tanta matrona y madre suelta por Londres. Resulta extenuante hasta para los más expertos.
Ambos se rieron al unísono con la misma imagen de cazadoras de maridos sueltas por Londres, de las que solo era posible huir en los clubes de caballeros, pues en cualquier otro sitio al que fueran había madres, jovencitas y familiares de debutantes.
—Al menos tú ya te libras de eso, así que no te quejes… —le espetó Cliff, sabiendo que el mero compromiso era ya, por sí sólo, un freno suficiente para verse libre de acosos y persecuciones de buscadoras de buenos partidos, si bien no de todas.
Ethan soltó un bufido y preguntó:
—¿Entonces? ¿Nos vamos a las pistas a cabalgar un rato o no?
Cliff asintió, sabiendo que cabalgar le despejaba un poco la mente y la ansiedad que lo atenazaba. Cuatro meses. Eso era lo que llevaba Cliff sin dormir bien, sin respirar bien, sin sentirse bien, con la imagen de Julianna metida tan hondo en su mente y en su corazón que notaba una permanente falta de aire puro que le oprimía el pecho en exceso. Por las noches soñaba con ella, con su cuerpo, su calor, su esencia. Con esos labios que paralizaron cada músculo de su férreo cuerpo al besarlos, con esos ojos brillando de deseo, de curiosidad, de inocencia y también de pasión. Sabía que había llegado a tocar esa parte de Julianna que nadie había tocado, su corazón. Lo sabía, estaba seguro. Lo notó desde la primera caricia, desde la primera andanada de electricidad entre sus cuerpos, desde esa mutua rendición ante la pasión de ambos: la suya experta y procurando contener y encerrar su propia furia sexual para no dañarla, para hacerla descubrir el placer con él, por él; y la de ella, dulce, inocente, ansiosa, ávida por ser descubierta. Un tesoro todavía por descubrir y él era su descubridor y tenía que reclamarlo para él, solo para él.
La veía en sueños pero también por la calle. Creyó verla paseando montada a caballo en los elegantes jardines que rodeaban una de las zonas de recreo de moda de Londres, incluso le pareció verla saliendo de una de las tiendas de encajes con más aceptación entre las damas de la alta sociedad. Pero eran solo ecos lejanos de la imagen grabada a fuego en su cabeza y en su cuerpo. Y aun con ello, en las dos ocasiones, se lanzó en la dirección donde pareció verla, pero se le escapaba. Esa imagen se le escapaba entre los dedos igual que la propia Julianna.
Tras cabalgar como si le fuese la vida en ello, intentando tomar el aire que parecía faltarle en los pulmones y expulsar los demonios que le clavaban insistentes los tridentes de la culpa, el dolor y el miedo, aceptó la sugerencia de su hermano de acudir al final de la noche al club de caballeros.
Con lo distraído que iba últimamente a todos lados, tropezó a la entrada del club, quedándose rezagado de su hermano por unos instantes ante la puerta que se abría al llegar ellos.
—¡Frenton!, ¡Max! ¡Qué sorpresa!, te hacíamos en la mar.
La voz de Ethan se elevó al tiempo que él recobraba una perfecta posición vertical a su espalda.
—Milord, Ethan, realmente es una grata sorpresa. Acabo de regresar, he venido para acompañar a mi hermana Eugene, que este año hace su debut en la temporada, y he de velar porque ningún… en fin… Que ya he limpiado todas mis pistolas.
Esa inconfundible risa de marino era la de Max, la reconocería en cualquier parte. Cliff inmediatamente comenzó a sonreír, acercándose a la pareja que tenía delante de sí, su hermano y Maximilian Frenton.
—Cliff, amigo. —Justo en ese instante recibió el cálido abrazo de su amigo, del único hombre en realidad al que le permitía semejante muestra de cariño, que no fuera su padre o su hermano—. Ah, perdón, ahora creo que he de llamarte «señoría», ¿no es cierto?
«Yo sí que te voy a dar señoría», pensó Cliff con esa sonrisa burlona que tanto había ensayado cuando estudiaban juntos en Eton
—Todavía no. Será oficial dentro de unas semanas, cuando deje de ser capitán de la Marina Real a todos los efectos… así que ya has regresado… Vamos a tomar una copa y a charlar.
—Ya me marchaba, disculpadme. Mañana parto a la costa para pasar unos días en familia, pero nos veremos cuando regrese.
Max tenía un aspecto excelente, relajado, alegre, pensaba Cliff mientras su hermano se ponía a su derecha para dejar el camino libre de la entrada, ya que aún permanecían justo allí.
—Está bien, está bien, pero ¿cómo está el almirante? ¿Y lady Eugene? Creo que lady Adele fue a visitarla el otro día pero no se hallaba en casa —señaló Cliff.
—Están muy bien, gracias. Les diré a mi padre y a Eugene que habéis preguntado por ellos y que nuestra prima vino a visitarla. Imagino que estará muy atareada ultimando los detalles de vuestro enlace.
Max miró a Ethan y este le respondió sonriendo:
—Oh, sí, parecería más bien que se casan nuestras madres, que nos tienen a ambos de un sitio a otro al ritmo de tambor, como si fuéramos soldados rasos en formación…
Los tres se rieron y, tras un par de gestos de despedida, Max se marchó, prometiendo visitarlos acompañados del almirante y de Eugene.
—Tiene buen aspecto. Creía que llegaría más cansado después de las últimas noticias de los problemas en aguas americanas. Me consta que el Bravia, cuyo mando le encomendaron justo antes de mi regreso, era el galeón con más capturas de estos meses, por lo que debería tener aspecto de cansado. Me alegra verlo.
Cliff hablaba con su hermano, tomando asiento en los elegantes sillones de cuero marrón situados frente a una de las salas de juegos de naipes, que tenía a esas horas casi todas las mesas copadas. Parecía que el encuentro con Max lo había animado, así que Ethan, en ese momento, se puso a planear mentalmente organizar una salida de amigos uno de estos días, para sacarlo de su somnolencia. Se quedaron en el club al menos un par de horas, departiendo con varios amigos y conocidos que salieron a su encuentro y poniéndose al día de algunos de los comentarios sociales que empezaban a circular con la nueva y renovada actividad en la ciudad.
Cruzando el vestíbulo de Stormhall y sin tiempo siquiera de quitarse la capa, el mayordomo les indicó que el conde, la condesa y lady Adele los esperaban en el salón de tapices. Ambos se miraron extrañados, era más de medianoche y, si los tres habían ido al teatro, debían de llevar horas esperándolos, cosa que los alarmó.
Al entrar, no hizo falta palabra alguna para saber que algo grave había ocurrido, bastaba ver la severa expresión de su padre que, de pie, firme junto a la chimenea, les instó a entrar con un gesto de la mano mientras pedía a uno de los lacayos, que se encontraba al fondo de la habitación, que sirviese tres copas de coñac y después se retirase. Así se hizo, provocando que tanto Ethan como Cliff se pusiesen serios, enderezando los hombros y poniendo los brazos en tensión.
—Buenas noches. Ante todo, hemos de tomar la noticia que vamos a daros como un importante hallazgo, que hemos de meditar tanto como aprovechar. Así que, por favor, hemos de pensar muy bien lo que hacer al respecto y no lanzarnos a acciones precipitadas sin medir las consecuencias. No podemos cometer dos veces el mismo error.
Las palabras del conde, dirigidas a sus hijos en un tono severo, casi marcial, hizo que ambos hermanos se mirasen esperando lo peor. Durante todo el trayecto hasta ponerse justo frente a él, junto al gran diván en el que se hallaban perfectamente sentadas, expectantes, lady Adele y su madre, fue a Cliff al que miró. También fue Cliff el primero que tomó la palabra mientras sujetaba la copa que le acababan de dar.
—Buenas noches, padre, madre, lady Adele. —Hizo un breve saludo con la cabeza—. No alcanzo a entender lo que estáis diciendo, ¿noticias? ¿Hallazgo?
En cuanto salieron esas preguntas de su boca, Cliff tuvo la certeza de que se trataba de Julianna, sintiendo un mazazo en el estómago que podría haberle partido en dos. Pero, gracias a Dios, su padre comenzó diciendo que era un hallazgo que podían aprovechar. Pero empezaba a sentir la falta de aire…
—¡Oh, Cliff! Ha sido una sorpresa, y fue tan impactante que no supimos reaccionar, no a tiempo… —Su madre intervino, mirando con una expresión entre cautelosa y alegre.
Al ver los ojos brillantes de su madre, como esperanzados, Cliff sintió cierto alivio interior, como una oleada de buenos sentimientos procedentes de esa elegante mujer que lo miraba como solo una madre mira a su hijo.
—Podríais, por favor, explicaros. —Esta vez fue Ethan el que habló, ya que empezaba a darse cuenta, al igual que su hermano, de lo que se trataba.
El conde tomó ahora la palabra y con ello las riendas de la situación, y enseguida comprendieron ambos que su padre iba a atajarlos, por si se les ocurría ponerse en acción en cuanto les diese la noticia. Conocía bien esa expresión, esa forma de controlar a sus hijos que empleaba el conde anticipándose a algunas de las impetuosas e impulsivas reacciones de sus hijos, evitando, con ello, alguna de sus locuras y males mayores.
—A la salida del teatro me he quedado hablando con el vizconde de Plymouth mientras vuestra madre y lady Adele se despedían de algunos de los amigos asistentes a la representación. Y hemos, perdón, ellas han visto, con toda claridad, a la señorita McBeth montándose en un carruaje junto a otra joven y a una elegante dama, que parece de nuestro círculo social, aunque no hemos podido averiguar de quién se trataba, ya que no nos ha dado tiempo a vislumbrar su rostro ni tampoco si el carruaje llevaba blasón alguno. Ha ocurrido todo muy deprisa, a la salida —añadió casi a modo de ligera disculpa.
Cliff, que a esas alturas tenía los ojos abiertos como si le acabasen de poner un farol delante de la cara, se puso tenso, sujetando con fuerza la copa de coñac y sin poder articular palabra. Fue Ethan, al comprender el estado de confusión y de incomprensión de su hermano, quien, dirigiéndose esta vez a las señoras, preguntó:
—Madre, Adele, por favor, ¿podríais contarnos lo sucedido? Y no os ahorréis detalles.
Adele rápidamente tomó la palabra. Le bastó ver la expresión de su cuñado para saber que no podían ocultarle ningún pormenor, que necesitaba saber y que podría ser fatal relatar lo sucedido de manera precipitada. La condesa estaba todavía tan nerviosa que Adele prefirió adelantarse y exponer lo acontecido con la mayor calma posible.
—Condesa, ¿me permite? —Después del gesto de asentimiento de la condesa, comenzó a hablar y en todo momento miró a Cliff—. He de decir que solo he visto a la señorita McBeth en una ocasión, como todos saben, pero puedo asegurar, sin género de duda, que la muchacha que he visto hoy era ella. Estaba cambiada, sí, pero era ella, Cliff, era ella.
Después de ese momento, en el que Cliff pareció de repente recobrar un poco de espacio interno, relajó la expresión. Miró a su cuñada, la seguridad y la serenidad que estaba intentando transmitirle con su mirada firme, su voz y la forma pausada de hablar. Era perceptible incluso para él, quería que entendiese lo que le decía y confirmar que, además, ella estaba muy segura de lo que había visto. Ethan comprendió al instante lo que Adele pretendía y puso una mano en el hombro a su prometida, instándola a hablar y dándole a entender que había captado la atención de Cliff, la del Cliff sereno y sensato que esperaba alcanzar con sus palabras. Esa forma de colocar su mano en el hombro, firme pero dulce y tierna, fue una clara señal que tanto Adele como Cliff interpretaron como lo que era, un agradecimiento de Ethan hacia su prometida, esa calmada mujer que en un segundo distendió la presión del ambiente.
—Nos tropezamos con una cola de personas a la salida, y tuvimos que ir aguardando turno para alcanzar y entrar en los carruajes. La condesa se hallaba junto mí, ambas conversábamos con la vizcondesa mientras el conde, un poco más apartado, conversaba a su vez con el vizconde de Plymouth. Recibí un leve empujón por la espalda, de una muchacha que pasó disculpándose a nuestro lado, y a la que llamaban desde el carruaje de la puerta principal, donde la esperaba sentada una dama ya mayor, a la que no logré ver bien, lo siento. —Suspiró como disculpándose por no haber logrado ver la cara de esa dama y continuó hablando, mirando sin cesar a Cliff, pero sin alterar el ritmo pausado y cadente de su relato, provocando un efecto sedante en Cliff y también en la condesa, que no paraba de asentir y mirar de reojo a Adele mientras su atención se centraba en él—. Al lado de la portezuela abierta, sujeta por el lacayo, estaba de espaldas a nosotras y mirando al carruaje una joven, con un elegante vestido y, desde luego, el porte de alguien de la nobleza, eso os lo aseguro. La muchacha llegó a su altura, se colocó a su derecha y fue ayudada por el lacayo a subir. Y fue entonces cuando, ella, antes de entrar también, se giró del todo, se puso mirando en nuestra dirección, pero lo hizo despacio, por lo que la pudimos ver las dos con claridad, ¿verdad, condesa?
Adele miró un segundo a la condesa, que contestó rápidamente:
—Sin duda era Julianna. Es inconfundible, Cliff…
Cliff se fue relajando, de repente iba cobrando vida y todos lo percibían, aunque estaban a la espera de su reacción. Adele continuó:
—Cliff, está cambiada, era ella, sin duda, pero está… No sabría cómo decirlo…
La condesa intervino ansiosa, moviendo ligeramente las manos en el aire:
—¡Espectacular! Cliff, de veras. Es una belleza extraordinaria, y parece otra, más segura, elegante, con un presencia cautivadora. El día de la fiesta pensé que era toda una belleza que cautivaba con solo entrar en una estancia, pero esta noche la vimos… Todos la miran, Cliff, atrae las miradas de todos. ¡Es ella! Cliff, puedes creernos, ¡es ella!, de verdad, todos la miraron y… Sé que es ella no solo por su cara, sino porque se ruboriza como ella cuando la miran y, además, parece no ser consciente del revuelo que levanta. Eso no se aprende, ni se corrige. Ese es un rasgo del carácter que se tiene o no se tiene, y ella lo tenía, esa timidez, esa inocencia en cuanto a su propia persona, ese candor… Cliff, es ella.
La condesa hablaba con cierta aceleración, con un tono de voz más elevado que el de Adele, excitada, emocionada, nerviosa.
Cliff sonrió de oreja a oreja al escuchar a su madre, ahora estaba seguro de que era ella, sí, por la forma de describirla su madre. Era ella, esa era Julianna, su Julianna. Empezó a sentir de nuevo esa oleada de pasión, deseo, de inmenso y puro amor. Esas sensaciones de nuevo volvían a estar presentes, de nuevo volvían a ser reales, no fruto de su imaginación, no empañadas por su desesperación. Julianna estaba bien, estaba en Londres y la podría alcanzar, hacerla suya para siempre. No se volvería a separar de ella, ahora podría hacerle comprender que le pertenecía y que estaban hechos el uno para el otro, se haría perdonar con cada beso, con cada caricia, enseñándole a amar, enseñándole y dándole placer sin fin, sin límites, gozando con ella, de ella… Durante unos breves segundos fue casi feliz de nuevo sabiendo que solo sería plenamente feliz, solo estaría satisfecho con Julianna en su vida, en su casa, en su cama. Todos se quedaron helados mirándolo, como si no supiesen cómo interpretar esa sonrisa.
—Bueno… —dijo, sonriendo y relajando cada tenso músculo, todo su cuerpo pareció volver a la normalidad.
Enseguida se relajaron también Ethan y su padre, como si hablasen su propio idioma con solo mirarse, con solo hacerse un pequeño gesto, ambos varones reconocieron la mirada de Cliff, la de siempre. Había vuelto, sin duda, había vuelto.
—¿Bueno? —preguntó su padre, levantando la ceja.
—Ahora tengo datos para localizarla y por Dios que lo haré y, como dijiste al principio, no podemos cometer dos veces el mismo error, hay que recapitular para ver con qué datos y hechos contamos y después decidir cómo obrar…
Cliff hablaba con un tono calmado, seguro y, en todo momento, enarbolando esa sonrisa pícara e inefable de quien se pone una meta que sabe va a conseguir seguro.
Ethan, sonriendo y comprendiendo a su hermano, añadió:
—Este es el estratega de la familia, por fin ha vuelto el temible capitán vencedor de toda batalla que se le presente.
—Algún día tenía que regresar, ¿no crees? Más vale tarde que nunca… —Cliff levantó la ceja, sonriendo a su hermano en señal clara de aceptación de su bienvenida—. ¿Podemos meditar un momento en voz alta entre todos o estáis demasiado cansados y consideráis oportuno esperar a mañana?
Dado que su familia había soportado la presión de su situación, la tensión de las últimas semanas, Cliff entendía justo, por lo menos, permitirles una noche de sueño, al fin. Pero en el fondo esperaba que se quedaran a meditar con él, al fin y al cabo, él era el estratega, pero cinco mentes piensan mejor que una. Además, los detalles son siempre importantes y la valoración de ellos con distintas perspectivas quizás le sirviese de ayuda al final.
—Yo preferiría seguir, tenemos el hecho reciente y, de todos modos, si se nos ocurre algo nuevo cuando nos retiremos, siempre lo podemos comentar mañana durante el desayuno…
Ethan, como siempre, servicial y apoyando a su hermano, tomó asiento junto a Adele y le dijo suavemente:
—Si estás muy fatigada puedes retirarte sin necesidad de excusarte, ¿lo sabes, verdad?
Besó suavemente en la mejilla a su prometida, que lo miró con claros ojos de mujer irremediablemente enamorada.
—No, no, al contrario, creo que estaría desvelada dándole vueltas a lo acontecido hoy, preferiría ayudar si no os importa.
—Gracias —contestaron al unísono los dos hermanos, haciendo que apareciese una enorme sonrisa en la cara de ambos.
—En ese caso, nos quedamos todos a hablar tranquilamente —dijo solemne la condesa y, mirando a su marido, señaló con un gesto al cordel para el aviso al servicio—. Querido, ¿puedes avisar para que traigan té y algunos sándwiches y algo para que vosotros acompañéis las bebidas?
Cliff se rio por el gesto militar de su madre.
—Madre, deberías haber sido tú la capitana de la familia. En fin, supongo que queda inaugurada la sesión en el cuartel general de Worken.
Todos se rieron y, tras avisar el conde al servicio como le indicó su esposa y servir más coñac a sus hijos, se sentaron alrededor del fuego en los amplios y cómodos sillones y en el diván, una vez recobrada la esperanza que parecía que Cliff había dado por perdida.
El conde de nuevo tomó las riendas, sabía que, con su familia, solo era necesario un primer empujón y que el resto vendría solo, así que lanzó el primer dato claro, contundente, rotundo:
—Esta bien, la señorita McBeth está en Londres, eso queda como algo cierto y, por lo tanto, un dato muy a tener en cuenta, ya que circunscribe mucho el campo de búsqueda.
«Está en Londres, está aquí, está cerca», aquello rebotaba en la mente de Cliff como un canto de sirena, el canto de su sirena, y él acudiría sin remedio a la llamada porque ya era suyo y no había fuerza en la Tierra que lo llevase a otro sitio que no fuesen los brazos de Julianna y a ella a los suyos.
Adele prosiguió con un detalle que solo una sagaz mente de mujer advertiría con rotundidad a la primera.
—Veamos… Acompañaba a una mujer muy elegante, eso os lo aseguro, y a una jovencita que no debía de tener más de quince años, también elegantemente vestida, quizás algo más discreta, pero sería por la edad, porque también iba impecable… Pero, por cómo vestía Julianna, creo que podemos descartar que trabaje como dama de compañía de la dama mayor, ninguna dama de compañía tendría ese vestuario. Así que, ¿podrían ser parientes? —Miró a Cliff esperando alguna respuesta.
—Sus hermanos no dieron referencia alguna de pariente al que pudiera acudir o de algún conocido —dijo—. Pero no podría descartarlo. Los hermanos de Julianna no parecen personas de fiar en cuanto a ella, sobre todo por su forma de tratarla, su desapego hacia ella, pero especialmente por… —Cliff se mordió la lengua mientras lanzaba una mirada al conde de soslayo, ya que tampoco tenía gran opinión de ninguno de ellos, al menos era la impresión que Cliff dedujo de su forma de mirarlos aquel día que fueron juntos a preguntar por ella—. Simplemente no son de fiar —sentenció.
—Estoy de acuerdo… lamento que ninguno se parezca a Timón McBeth, era un hombre honorable, honrado y, al menos, sí se sentía orgulloso de su pequeña. —Bajó un poco los párpados y meneó la cabeza con claro pesar, pero continuó—. Podríamos mandar aviso a la agencia para que investigue posibles familiares del señor Timón McBeth, quizás encontremos algún pariente que resida aquí. Y creo que quedaría descartada la familia de la madre, conocemos al abuelo de Julianna, el pastor lleva sirviendo en nuestra parroquia toda la vida y no creo que tuviera más familia que su hija fallecida y su actual esposa. De cualquier modo, no estaría de más que también lo investigasen para descartarlo definitivamente.
La condesa apuntó:
—Lo que es evidente es que no es una dama cualquiera. Os aseguramos que tanto ella como Julianna y la jovencita iban vestidas con las mejores telas, y el corte y los detalles de los vestidos, los zapatos y los recogidos son de…
Cambió su expresión y giró bruscamente el rostro para dirigir sus ojos a Adele, y al mismo tiempo exclamaron:
—¡Madame Coquette!
Y sonrieron claramente complacidas.
—Puede que vayamos a tener una buena pista después de todo —dijo la condesa—. Madame Coquette es la mejor modista de Londres, no admite cualquier clienta, eso reduce mucho la búsqueda, pero… —Hizo una larga pausa.
—¿Pero qué, madre? —preguntó Ethan.
—Es muy celosa de la intimidad e incluso identidad de algunas de sus clientas, y si alguna le ha pedido que no diga quién es o que no divulgue sus datos, os aseguro que no lo podríamos averiguar.
Cliff, curtido en mil batallas, rápidamente corrigió a su madre:
—Tampoco haría falta. Bastaría con apostar a alguien a las puertas del atelier y que vea qué clientas entran y salen y dónde llevan los encargos después. Además, también en este sentido, podríamos valernos de la mejor fuente de información social de Londres, los sirvientes. Las doncellas hablan entre ellas y comentan quién viste a sus señoras, podríamos informarnos por ese lado también.
Conforme hablaban iba resurgiendo en todos ellos un entusiasmo y una seguridad de victoria que estaba revigorizando a Cliff.
—¿Alguna otra cosa a destacar? ¿Qué os parece? —preguntó de nuevo Cliff.
Durante unos minutos se quedaron todos pensativos y, de repente, Ethan se levantó y, apoyando uno de sus hombros en el alfeizar de la enorme chimenea, apuntó:
—¿No se nos ha pasado algo obvio y que ya se ha mencionado aquí en varias ocasiones? —Todos los miraron como si no supiesen de lo que hablaba—. Es una auténtica belleza. ¿Cómo dijisteis? Todos la miran, es espectacular… Bueno, seguro que la han visto en algún lugar público, frecuentando terrazas, tiendas… Es decir, salvo que se haya encerrado en un convento, lo cual ya es evidente que descartamos, ha sido vista por algún rincón de Londres. Y si está con una familia de la nobleza o de la aristocracia o con elevados recursos, como parece, ¿no sería lógico pensar que será presentada en sociedad o, por lo menos, que acudirá a las fiestas, bailes y reuniones de esta época del año? Creo que bastaría con que solo acudiese a uno para que al día siguiente todo caballero hablara de ella en los clubes y las damas comentaran su presencia en algún momento.
Durante un instante, mientras su hermano hablaba, Cliff perdió toda concentración. «Julianna con un traje de noche en un baile, tenerla en mis brazos durante un vals…». Se tensó, cada fibra de su cuerpo vibró como si un ejército de hormigas perfectamente coordinadas bajo un tambor militar desfilase en formación por debajo de su piel…
—Eso quizás sí que es algo muy favorable, faltan apenas dos semanas para el baile de máscaras de la condesa de Rostow, sería un buen punto de partida —añadió la condesa.
Tras una breve pausa, el conde, con gesto serio y dirigiendo su mirada exclusivamente a Cliff, preguntó:
—Ahora, entonces, hijo, creo que lo que deberíamos saber es: ¿exactamente, qué es lo que quieres? Ya hemos decidido y descartado repetir errores pasados… ¿Qué vas a hacer cuando la encontremos?
La expresión de Cliff cambió de inmediato recordando las últimas palabras de Juliana: «No volváis a acercaros a mí… no tenéis motivo alguno para acercaros de nuevo a mí… nunca más». Un violento escalofrío recorrió toda su espalda, provocándole, además, un violento espasmo en el torso, como si alguien estuviese intentando arrancarle el corazón aún latente de su pecho. Respiró hondo, levantó la vista, miró fijo a su padre y afirmó con rotundidad:
—Casarme con ella.
Su madre, aunque sabía que eso iba a pasar, dado que su hijo estaba innegablemente enamorado, soltó un pequeño grito de asombro, pero no por el anuncio, sino por la firmeza con que lo dijo, como si no hubiese ninguna otra posibilidad, ninguna otra alternativa: sería Julianna o ninguna.
Después de ese anuncio y tras varios comentarios menos relevantes, el conde y la condesa se retiraron a descansar, seguidos de una, a estas alturas, somnolienta Adele, quien, tras besar a Cliff en la mejilla deseándole buenas noches, se vio sorprendida cuando este le devolvió el beso en su mejilla y dijo:
—Buenas noches, Adele, y muchas gracias, hermana.
Ethan miró a su hermano por encima de la cabeza de su prometida, a la que despidió con un beso en los labios y otro en el cuello, tierno y sentido. Mientras, Cliff los miraba con la misma sensación de envidia que sintió en la terraza de la mansión la noche previa a besar a Julianna en el bosque, su bosque.
Ambos hicieron un gesto con la cabeza de cortesía y se repanchigaron cómodamente en el sofá con lo que aún quedaba de coñac en sus copas, mirando las llamas bailar frente a ellos.
—¿Puedes explicarme cómo vas a conseguir que Julianna te acepte? —preguntó Ethan con calma y sin dejar de mirar el fuego.
—Aún no tengo ni las más remota idea.
De nuevo retumbaron esas palabras de Julianna junto con la sensación, no, la certeza, de lo que vio en sus ojos aquel maldito día: «me odia, Julianna me odia». Bebió y tragó para intentar quitarse ese enorme nudo que sentía en su garganta, en su boca, en la base del estómago.
—No puedo fallar en esto. No puedo vivir sin Julianna. Córtame las alas, aléjame del mar, incluso mándame lejos, pero no puedo vivir sin ella a mi lado. Creo que estas semanas lo han dejado claro. Me falta el mismo aire si no puedo verla, oírla, tocarla… La necesito, la quiero, la amo. Es ella, Ethan, es ella…
—Cliff, sabes que nos tienes para lo que quieras o necesites, tanto si quieres como si no. Medita bien tu pasos, hermano, si la pierdes ahora es posible que la pierdas para siempre. Si aprietas mucho puede que la ahogues, pero si no la sujetas lo suficientemente fuerte, puede que se te escape entre las manos. No vayas a dar paso alguno sin pensarlo antes…
Ethan miró entonces a su hermano y vio en sus ojos la determinación que parecía perdida, pero también una sombra de desconsuelo, de dolor que creía que desaparecería cuando tuviese a Julianna en sus brazos, a su lado, pero que temía llegase a acabar al Cliff que conocía y amaba si, por algún cruel giro del destino, los dioses separaban a Cliff de Julianna.