26
Al final de cuentas, Mary estuvo en el hospital cinco semanas, gozando casi de la íntima tranquilidad de la vieja casona que miraba a las tranquilas aguas de la bahía Rose y, en cierto modo, evitando el pensamiento de que tenía que encontrarse con Tim. A nadie le había dicho a qué hospital iría para que la operaran, excepto al enjuto hombrecito que se encargaba de sus asuntos legales, y las postales trabajosamente escritas por Tim que a diario recibía le eran enviadas por mediación de la oficina de dicho hombrecito. Se notaba que Ron debía ayudarlo bastante a escribirlas, pero la letra era la de Tim así como la fraseología. Las postales quedaban guardadas amorosamente en una cajita junto a su cabecera.
Durante las dos últimas semanas de su estancia ahí, Mary nadó bastante en la piscina del hospital y jugó un poco de tenis, acostumbrándose deliberadamente a los movimientos bruscos y al ejercicio.
Cuando al fin abandonó el lugar, se sentía como si nada hubiera sucedido y el conducir hasta su casa no le significó esfuerzo alguno.
La casa de Artarmon era un ascua de luz cuando ella metió el automóvil en la cochera y entró por la puerta del frente. Emily Parker era una mujer de palabra, pensó Mary, complacida: la anciana le había prometido que la casa se vería como si estuviera ocupada.
Mary puso en el suelo la maleta y se sacó los guantes, depositándolos en la mesita del pasillo junto con su cartera; luego, entró en la sala de estar. El teléfono parecía agrandarse como un monstruo frente a sus ojos, pero no llamó a Ron para avisarle que ya estaba en casa: había tiempo de sobra para eso; lo haría al día siguiente, o al otro, o al tercer día.
En la sala predominaba todavía el color gris, pero ahora ya había en las paredes varios cuadros, y manchones de un vivo rojo rubí, como carbones encendidos de un fuego disperso, se veían por toda la habitación. Sobre la repisa de la chimenea había un florero de cristal sueco de un rojo encendido y una piel teñida de un rojo rubí se extendía sobre parte de la alfombra como un lago de sangre. Era muy agradable estar de vuelta en el hogar, pensó ella, contemplando aquel inanimado testimonio de su riqueza y su buen gusto. Pronto lo estaría compartiendo con Tim, quien había tenido participación en la generación de todo eso; pronto, pronto… Pero «¿de veras deseo compartirlo con él?», se preguntó, recorriendo la habitación arriba y abajo. ¡Qué extraño era todo!, mientras más se acercaba el momento de que él entrara en su vida, más se resistía a que ocurriera.
El sol se había puesto hacía ya una hora y Occidente estaba tan oscuro como el resto del mundo, pero las luces de la ciudad se reflejaban en las nubes bajas dándoles un tono rojizo. Sin embargo, la lluvia había caído más al oeste, dejando a Artarmon expuesto al polvo del verano. «¡Qué lástima!», pensó, «no nos caería mal que lloviera un poco por aquí; mi jardín está sediento». Entró en la oscura cocina y miró por la ventana sin encender las luces de la cocina ni del patio de atrás, tratando de ver si había alguna luz en la casa de Emily Parker. Sin embargo, los laureles le estorbaban la vista; tendría que salir al patio para poder ver mejor.
Sus ojos ya estaban bien acostumbrados a la oscuridad cuando salió por la puerta trasera, caminando como un gato, como siempre, y por un instante se detuvo, inhalando el perfume de las primeras flores del verano y el lejano olor de la tierra mojada, que la llenaba deliciosamente. ¡Era tan hermoso estar en casa!… si no fuera porque en un rincón de su mente la estaba consumiendo el espectro de Tim.
Casi como si de una manera consciente pudiera formar su imagen en sus pensamientos, la silueta de la cabeza y del cuerpo de él se destacó contra el cielo distante y lloroso. Estaba sentado junto al barandal de la terraza, aún desnudo y salpicado del agua de su baño nocturno, con el rostro alzado a la noche sin estrellas como si, arrobado, estuviera escuchando la cadencia de una música que estaba más allá de las limitaciones de los oídos de ella, tan apegados a la tierra. La poca luz que aún quedaba se había fundido en su Cabello brillante y se aferraba en tenues líneas iridiscentes a los contornos de su rostro y del torso, donde la aterciopelada piel se estiraba lisamente sobre los quietos músculos dormidos. Hasta los párpados eran visibles, cerrados por completo para esconder sus pensamientos a la noche.
Un mes… más de un mes ha pasado, pensó ella; ha pasado más de un mes desde la última vez que lo vi, y aquí está, como una ficción de mi imaginación, como un Narciso, arropado en sus sueños, asomándose a su estanque. ¿Por qué siempre me golpea su belleza con tanta fuerza cuando vuelvo a verlo después de un tiempo?
Caminó en silencio sobre las losas y se puso detrás de él, viendo cómo la columna de tendones de uno de los lados de su garganta brillaba como un pilar de hielo, hasta que ya no le fue posible resistir ni un momento más la tentación de tocarlo. Los dedos se le cerraron suavemente en el hombro desnudo y se inclinó hacia delante hasta descansar el rostro en su cabello húmedo, con los labios rozándole apenas la oreja.
—¡Oh, Tim, es tan maravilloso que estés aquí, esperándome! —murmuró.
La llegada de Mary no lo sorprendió y, por lo tanto, no se movió; era casi como si hubiera sentido su presencia en la quietud, como si la hubiera sentido detrás de él en el seno de la noche. Pasados unos momentos, él se echó hacia atrás un poquito; Mary le rodeó la cabeza con un brazo y le pasó el otro por la cintura estrechándolo firmemente contra ella. Los músculos del abdomen se estremecieron cuando la mano de Mary los acarició, y luego se quedaron totalmente quietos, como si él hubiera dejado de respirar; Tim volvió la cabeza hasta que pudo mirarla a la cara. Había una remota calma en él y los ojos que la investigaban con tanta seriedad tenían el velo plateado que siempre la dejaba fuera al mismo tiempo que la aprisionaba, como si vieran en ella a la mujer, pero no a Mary Horton.
Cuando su boca tocó la de ella, él alzó las dos manos para aferrarse al brazo que se le había cerrado sobre el pecho. Esta vez el beso fue muy diferente del primero que le había dado, lleno de una languidez tan sensual que a Mary le pareció extraña y cautivante, como si la criatura a la que había sorprendido perdida en una ensoñación no fuera Tim sino la personificación de la suave noche de verano. Incorporándose del barandal en el que había estado reclinado, él la estrechó en sus brazos y la levantó, sin miedo ni titubeo.
Con ella en brazos se internó en el jardín, con el césped produciendo un sonido casi inaudible bajo sus pies desnudos. Medio inclinándose para protestar y pedirle que regresara a la casa, Mary hundió el rostro en el cuello de Tim y apretó los labios, rindiendo su razón al propósito de él, extraño y silencioso. El joven la hizo sentarse en la hierba, en la densa sombra de los laureles, y se arrodilló a su lado; luego sus dedos empezaron a explorarle delicadamente el rostro. Mary se sentía tan traspasada de amor por él que parecía no poder ver ni oír y se inclinó hacia delante como un muñeco de trapo desacomodado por un descuidado toque de los dedos, con las manos caídas a los costados y la cabeza hundida en el pecho. Él la mantuvo así, hurgándole el cabello hasta que éste quedó completamente suelto sobre la espalda, y las manos de ella se acunaron, inútiles, sobre los muslos.
Después del cabello, Tim se ocupó de las ropas de Mary, quitándoselas tan parsimoniosamente y con tanta seguridad como una niña desvistiendo a una muñeca, doblando con todo cuidado cada prenda y colocándola a un lado. Mary se había encogido sobre sí misma, tímida y con los ojos cerrados. En cierta manera, los papeles se habían cambiado e, inexplicablemente, él era el que dominaba la situación.
Terminada la tarea de desvestirla, él la acostó, hizo que los brazos de ella le rodearon la espalda y él mismo la abrazó estrechándola contra su cuerpo. Mary suspiró; por primera vez en su vida sentía un cuerpo desnudo a todo lo largo del suyo y, en cierta extraña manera, no había nada que hacer sino abandonarse a la sensación que ese cuerpo le comunicaba, cálido, ajeno e intensamente vivo. El trance como de ensueño en que se sentía sumida se fundió en un sueño más agudo y más real que todo el mundo que había fuera de la oscuridad de los laureles; de un momento a otro, la sedosa piel que ella sentía bajo sus manos cobraba forma y sustancia: era la piel de Tim; no había nada más que eso bajo las estrellas, nada más que la vida le ofreciera, sino el sentir a Tim dentro de sus brazos. Nada sino el mentón de Tim en el cuello y, nada sino las manos de Tim, los hombros y el sudor de Tim goteando sobre ella. De pronto se dio cuenta de que él temblaba, de que el insensato deleite que lo desbordaba era a causa de ella, de que no importaba el que la suya fuera la piel de una muchacha joven o de una mujer de edad madura mientras Tim estuviera encima, dentro de sus brazos y dentro de su mismo cuerpo, mientras fuera ella, Mary, la que le estuviera dando eso, ese placer tan puro y tan irracional al que él llegaba desencadenado, libre de las ataduras que a ella siempre la habían ligado; a ella, la que siempre pensaba.
Cuando la noche avanzó y la oscura lluvia del oeste desapareció tras las montañas, Mary se apartó de él y, apretando contra el pecho el pequeño bulto de sus ropas, se arrodilló.
—Debemos entrar en la casa, querido —murmuró; uno de sus brazos había quedado extendido y, con el largo cabello, Mary lo rozó donde había estado su cabeza—. Ya falta poco para que amanezca. Debemos entrar ahora.
El muchacho se incorporó y, tomándola en brazos, la llevó adentro inmediatamente. Las luces seguían encendidas en la sala; estirando el brazo por encima de la espalda de Tim, las fue apagando una a una hasta que llegaron al dormitorio. Él la depositó en la cama y la hubiera dejado sola si Mary no lo hubiera detenido, atrayéndolo con los brazos.
—¿A dónde vas, Tim? —interrogó y se hizo a un lado haciendo espacio para él—. Ahora ésta es tu cama.
Tim se estiró a su lado, y le rodeó los hombros con el brazo. Ella colocó la cabeza, en uno de sus hombros y, con una mano sobre su pecho, empezó a acariciarlo suavemente. De pronto cesó el pequeño, tierno movimiento y ella se endureció contra el cuerpo de él, con los ojos muy abiertos y llena de miedo. Era demasiado para poder soportarlo; se incorporó sobre un codo y, pasando un brazo por encima de él, dirigió la mano a la lámpara que había sobre la mesa de luz.
Desde su silencioso encuentro en el jardín, Tim no había hablado una sola palabra y, de pronto, su voz era lo único que deseaba oír; si él no hablaba, ella sabría que, en cierto modo, Tim no había estado ni estaba con ella.
El muchacho estaba con los ojos muy abiertos, mirándola sin siquiera parpadear cuando la luz lo alumbró y lo inundó de improviso. El rostro tenía una expresión melancólica y un poco seria y tenía un aire que ella jamás le había visto antes, una especie de madurez que jamás había notado. ¿Sus ojos habían estado ciegos, o el rostro de él había cambiado? El cuerpo ya no le era extraño ni le estaba prohibido y ella podía mirarlo libremente, con amor y respeto porque encerraba a una criatura tan viva y tan completa como ella misma. ¡Qué azules eran sus ojos, qué exquisitamente conformada era su boca, cuan trágico el pequeño pliegue del lado izquierdo de sus labios! ¡Y qué joven era… qué joven!
Tim parpadeó y dejó de mirar el infinito para contemplar el rostro de Mary; sus ojos se detuvieron un instante en las cansadas, preocupadas líneas que había en él, y luego en la boca recta y fuerte, tan saciada de sus besos que los labios estaban hinchados.
—Tim —preguntó ella—, ¿por qué no me hablas? ¿Qué es lo que he hecho? ¿Te desilusioné de algún modo?
El joven tenía los ojos llenos de lágrimas y éstas le rodaban por el rostro y caían en la almohada, pero en sus labios amaneció una pequeña sonrisa adorable.
—Una vez me dijiste que un día me sentiría yo tan feliz que lloraría y, mira. ¡Oh, Mary, estoy tan feliz que estoy llorando! ¡Estoy llorando!
—¡Pensé que estabas enojado conmigo! —Mary se derrumbó sobre el pecho de él, débil de tan aliviada que se sintió.
—¿Contigo? —una de sus manos se deslizó hacia la nuca de ella y ahí se entretuvo, jugando con los cabellos—. Jamás me enojaría contigo, Mary. Ni siquiera me enojé contigo cuando pensaba que ya no te gustaba.
—Entonces, ¿por qué no me hablabas esta noche?
Tim pareció sorprendido.
—¿Es que tenía que hablarte? —se sorprendió—. No creí que tuviera que hablarte. Cuando llegaste no pude pensar en nada que decirte. Todo lo que quería era hacer las cosas de las que me habló papá mientras estabas en el hospital, y cuando llegaste tenía que hacerlas, no podía detenerme a pensar.
—¿Así es que tu papá te habló de eso?
—Sí. Le pregunté si todavía era pecado besarte ahora que estábamos casados y me dijo que no era pecado. También me habló de muchas otras cosas que podía hacer. Me dijo que debía saber cómo hacerlas porque, si no lo sabía, te lastimaría y llorarías. Yo no quiero lastimarte ni que llores, Mary. ¿Te lastimé o te hice llorar?
Ella soltó la risa, apretándolo con fuerza.
—No, Tim; ni me lastimaste ni me hiciste llorar. Ahí estaba yo, petrificada porque pensaba que a mí me correspondería hacerlo todo y no sabía si iba a poder hacerlo.
—¿De veras no te lastimé, Mary? Se me olvidó que papá me había dicho que no te lastimara.
—Estuviste magnífico, Tim. Estaba en buenas manos. Tus manos de principiante. ¡Te amo tanto!
—Ésa es una palabra mejor que gustar, ¿verdad?
—Lo es. Cuando se usa adecuadamente.
—La voy a guardar especialmente para ti, Mary. A todos los demás les diré que me gustan.
—Así es exactamente como debe ser, Tim.
Cuando la madrugada entró sigilosamente en el dormitorio y empezó a alumbrarlo con la clara y tierna novedad del día, Mary se quedó profundamente dormida y era Tim el que, con los ojos muy abiertos, miraba en dirección de la ventana, teniendo mucho cuidado en no moverse para no inquietarla. ¡Era tan pequeña y suave al tacto! ¡Olía tan bien y su cuerpo era tan tibio! Hubo una época en la que él acostumbraba, cuando estaba en la cama, apretar contra el pecho un osito de peluche, pero Mary era algo vivo y también podía abrazarlo a él; eso era mucho mejor. Cuando le quitaron el osito de peluche diciéndole que ya era bastante grande y ya no tenía que dormir con él, había llorado semanas enteras con los brazos vacíos apretados contra el pecho, como llorando la muerte de un amigo. En cierto modo él había comprendido que mamá no quería quitarle el osito, pero en una ocasión que regresó del trabajo llorando y les contó que Mick y Bill se habían reído de él porque dormía con un osito de peluche, mamá había decidido quitárselo y esa misma noche el osito había ido a parar al cubo de la basura. ¡Oh, la noche era tan grande, tan oscura y llena de sombras que se movían misteriosamente, que se erizaban, de garras y picos y dientes largos y afilados! Mientras él había tenido al osito para poder ocultar la cara en el cuerpo de peluche, las sombras no habían osado acercarse más que hasta la pared de enfrente, pero había necesitado mucho tiempo para acostumbrarse a tenerlas alrededor, apretándose contra su rostro indefenso y pinchándole la nariz. Después que mamá le había dado una lámpara más grande para que la mantuviera encendida por las noches, la situación había mejorado un poco, pero hasta la fecha aborrecía la oscuridad, estaba mortalmente llena de amenazas, plagada de enemigos emboscados.
Olvidando que no tenía que moverse para no despertarla, volvió la cabeza para poder verla mejor y luego levantó la almohada hasta que quedó a un nivel más alto que ella. Fascinado, la estuvo contemplando largos minutos a la luz del día, cada vez más intensa, asimilando su ajeno aspecto. Sus senos lo apabullaban; no podía separar los ojos de ellos; el sólo pensar en ellos lo llenaba de excitación. Era como si las diferencias que había entre ellos hubieran sido inventadas precisamente para él; no tenía ninguna conciencia plena de que ella era exactamente como cualquier otra mujer. Ella era Mary y su cuerpo le pertenecía tan totalmente como el osito de peluche le había pertenecido; era suyo, únicamente suyo para aferrarse a él en la noche amenazante y defenderse del terror y de la soledad.
Papá le había dicho que nadie la había tocado jamás, que lo que le daría iba a ser para ella algo ajeno y extraño y él había comprendido la magnitud de su responsabilidad mejor que un hombre con todas sus facultades mentales completas, porque había poseído muy pocas cosas ¡y eran tan pocos los que lo habían respetado! En el desatado ardor del ciego impulso de su cuerpo, no había podido recordar todo lo que papá le había dicho, pero, mirando hacia atrás, se prometió que lo recordaría todo mejor la próxima vez. Su devoción para con ella era totalmente desinteresada; parecía provenir de alguna parte fuera de él mismo y estaba compuesta de gratitud y amor y de una seguridad profunda y reconfortante. Cuando estaba con ella jamás sentía que era juzgado que le faltaba algo. Qué hermosa es, pensó, observando las líneas del rostro y la piel colgante, pero sin encontrar en ellas nada feo o indeseable. Él la contemplaba con unos ojos llenos de un amor total y, por lo mismo, suponía que todo lo que había en ella era hermoso.
Al principio, cuando papá le había dicho que tenía que ir a la casa de Artarmon y esperar solo ahí que regresara Mary, no había querido. Pero papá lo había obligado y no le había permitido regresar a la calle Surf. Había esperado una semana entera, podando el césped, escardando los macizos de flores y recortando los arbustos todo el día, y luego vagando por la casa vacía por las noches hasta cansarse de tal modo que se dormía en cuanto ponía la cabeza en la almohada, pero con todas las luces encendidas para expulsar a los demonios de la oscuridad sin forma. Tim ya no pertenecía a la calle Surf, le había dicho papá, y cuando le había rogado a éste que lo acompañara, se había encontrado con una negativa rotunda. Recordando todo eso mientras el sol se levantaba, llegó a la conclusión de que papá había sabido exactamente lo que iba a suceder; papá siempre sabía.
Esa noche el trueno había retumbado en el oeste y había un penetrante olor a lluvia en el aire. Las tormentas siempre lo habían asustado cuando era niño hasta que, un día, papá le había mostrado cuan rápidamente desaparecía el miedo si uno salía afuera a mirar lo hermoso que era todo, con los relámpagos cruzando la noche de tinta y los truenos bramando como un invisible y gigantesco toro. Así pues, él se había dado la ducha que acostumbraba todas las noches y, desnudo, había salido al patio a ver la tormenta, turbado e inquieto. Dentro de la casa los duendes se habrían precipitado a caerle encima desde todos los rincones, pero en el patio, con el viento húmedo alisándole la piel desnuda, no tenían ningún dominio sobre él y Tim había derivado hasta una insensible unidad con las criaturas no pensantes de la tierra. Era como si pudiera ver cada pétalo en cada oscurecida flor, como si los cantos de todos los pájaros del mundo inundaran su ser con una música sin sonido.
Al principio sólo se había dado cuenta de su presencia de una manera confusa, hasta que aquella adorada mano le había quemado el hombro y lo había llenado de un dolor que no era dolor. Él no necesitaba poder razonar para adivinar el cambio que había tenido lugar en Mary, al admitir que a ella le encantaba tocarlo tanto como él anhelaba hacerlo. Se había recostado hacia atrás para sentir los senos de ella contra su espalda; la mano que le había pasado por el vientre lo había sacudido y electrificado y había contenido la respiración por miedo a que ella se desvaneciera en la noche. Aquel primer beso de hacía meses lo había hecho temblar con un deseo que no había sabido cómo saciar, pero ese segundo beso lo había llenado de un extraño poder triunfador, armado como ya estaba con lo que papá le había dicho. Había deseado sentir la piel de ella y sólo se había encontrado con una parte de la misma, obstaculizado por las ropas, pero se las había arreglado para dominarse hasta tal grado que había hecho lo que había que hacer: quitárselas con mucha delicadeza para no asustarla.
Sus pasos lo habían llevado al jardín porque él odiaba la casa de Artarmon, que no sentía tan suya como la casa de campo, y no sabía dónde tomarla. Sólo en el jardín se sentía en su casa, así es que fue al jardín. Y en el jardín había sentido por fin sus senos, en el jardín donde él era simplemente una criatura más, podía olvidar que no era normal y perderse en la dulce y penetrante tibieza del cuerpo de Mary. Y se había perdido de esa manera durante horas, encendido con el indecible placer de sentirla y de saber que ella estaba con él todo el tiempo en cada parte de su ser.
La tristeza había llegado cuando Mary lo había llevado al interior de la casa y él había comprendido que tenía que separarse. Se había aferrado a ella tanto como había podido, y la había llevado en brazos con el dolor de pensar que tenía que soltarla, preguntándose cuánto tendría que esperar para que lo maravilloso volviera a suceder. Había sido terrible depositarla en la cama y el volverse para salir del dormitorio; cuando ella lo había retenido y lo había hecho que se tendiera a su lado, él había obedecido lleno de asombro pues no se le había ocurrido preguntarle a papá si ellos tendrían que portarse exactamente como mamá y papá, y dormir juntos siempre toda la noche.
Ése fue el momento en el que él supo que realmente pertenecía a Mary, que al fin podía dormir seguro bajo la tierra, en un sueño interminable, libre de temores, porque ella estaría por siempre junto a él, en la oscuridad. Ya nada podría volver a asustarlo: había conquistado el terror final al descubrir que ya jamás estaría solo. Su vida había sido siempre solitaria, desterrado del mundo pensante, siempre en algún perímetro exterior, mirando y deseando entrar a ese mundo y sin poderlo hacer. Pero ahora ya no importaba. Mary se había aliado con él de la manera última y más reconfortante. Y él la amaba, la amaba, la amaba…
Volviendo a deslizarse en la cama puso la cara entre sus senos simplemente para sentir su suavidad. Ella despertó con una especie de ronroneo, abrazándolo tiernamente. Tim deseaba volver a besarla. Lo deseaba ardientemente, pero en vez de eso se sorprendió echándose a reír.
—¿Qué es lo que te da tanta risa? —preguntó ella soñolienta, estirándose con deleite.
—¡Mary, eres mucho más bonita que mi osito! —contestó él, riendo a pesar de sí mismo.