Capitulo 1
Los Capdevila era una de las familias más prestigiosas de la alta sociedad. Ricos e influyentes, pero sobre todo con una reputación intachable. Nadie osaba dudar de su honorabilidad, como tampoco rechazar la invitación a una de sus magníficas fiestas. En particular cuando la daban en su casa de campo, El Pinar una mansión de grandes proporciones y de formas elegantes, que estaba situada en un entorno idílico. Bosques, un riachuelo y a sus pies, la ciudad de Barcelona. Una ciudad que en aquella noche de Sant Joan resplandecía, al igual que el inmenso jardín, iluminado por primera vez, con bombillas eléctricas cubiertas con papeles de vivos colores.
–Gisela, que ya es difícil, se ha superado. ¡Señor! ¿No te parece un ensueño esas luces? Tendré que convencer a Lluis que instale en casa este nuevo invento –comentó Marisa Gómez, esposa del magistrado general.
—Debe ser muy caro. Claro que, a ella le da igual. Puede despilfarrar lo que se le antoje –comentó su interlocutora, sin poder evitar un deje de envidia.
Marisa Gómez bajó la voz y dijo:
—Bueno, para ser sinceras, es el único aliciente que tiene. La pobre, a diferencia de su hermana, no posee más atributos que la fortuna. ¿No has visto como va? Estamos en una fiesta, ¡por Dios! Y luce como una viuda de media edad. No me extraña que se haya quedado para vestir santos.
La otra mujer asintió.
—Rechazando a los pocos que se le acercaron. Por supuesto, por el dinero, no hay duda. Porque por lo demás...
—Lo cierto es que no es bonita, pero tampoco fea. Más bien vulgar. Estoy convencida que si se acicalara con más gracia, no se vería tan deslucida.
Gisela se alejó de esos dos bichos y caminó hasta la baranda. Miró las casas apiñadas y las luces sonoras que estallando, se elevaban en el aire dejando a su paso estelas de brillantes colores.
No se sentía herida, pues no tenía motivo alguno. Esas dos mujeres estaban en lo cierto. La naturaleza no la había dotado de belleza, ni la vida con un toque de suerte. A los quince años, cuando comenzaba a lanzarse al mundo, murió su madre y tuvo que hacerse cargo de su hermana, convirtiéndose en la madre que abandonó el hogar, y ocupada en ese menester, se olvidó de vivir su propia historia. Ahora, a los treinta y dos años, era una mujer solitaria, sin atractivo y sin el encanto que otorga la relación social activa. Una solterona en toda regla. Claro que, de vez en cuando, aparecía algún pretendiente que podía salvarla del ostracismo en el que había caído, pero ella lo rechazaba. Consideraba el matrimonio algo realmente serio y sagrado, no un negocio, que es lo que esos hombres pretendían obtener casándose con su fortuna, no con ella.
Por el contrario, Isabel era preciosa. Una muñeca de diecisiete años con cabellos dorados y ojos verdes como el más misterioso de los bosques, con un cuerpo perfecto; a la cuál nunca le faltaron pretendientes ni fiestas a las que acudir.
Soltó un suspiro hondo y volvió la mirada hacia el centro del jardín.
Su boca dibujó una sonrisa llena de orgullo al ver como los invitados bailaban alegres, disfrutando de la maravillosa verbena que había organizado. Cualidades estéticas no poseía, pero si el don innato para crear espacios donde nadie podía sentirse desplazado o incómodo. Lo cierto era que, nadie se resistía a sus invitaciones. Nadie rechazaba a los Capdevila.
—¿A usté no le echao la buenaventura, verdá?
Gisela hizo revolotear la mano en un gesto de negación.
—Solo la contraté porque los invitados esperan algo de magia en esta noche de Sant Joan. Pero yo no creo en estas cosas.
La anciana no estaba dispuesta dejarla marchar. Sentía curiosidad por conocer el destino de tan distinguida y admirada dama.
—No tenga temor. Seguro que le espera una via muy buena. ¿No siente curiosidá por saber cuando encontrará el amor? Yo pueo verlo. Vamo, deje que la Toñi le lea la mano. No me sea tan antipática, muje –le pidió efectuando un mohín lastimero.
Gisela no pudo evitar echarse a reír.
—Para que vea que no soy tan arisca, cuénteme lo que me espera –dijo sin el menor tono de confianza.
La gitana le tomó la mano y con semblante circunspecto analizó sus líneas.
—Es uste una muje seria, responsable y preocupá por los demás. Inteligente y de buen corazón. Todos, incluso uste, creen que es fría, pero na de eso. Un hombre guapo. Mu guapo, alto, moreno y con ojos de carbón, se lo demostrará. Le derretirá el corazón y la piel. Y uste lo volverá loco de amor.
—Ya –masculló Gisela retirando la mano.
La mujer volvió a asírsela con determinación.
—No he terminado, señorita. Aquí, en esta línea, están sus hijos. Dos. Niño y niña.
—¿De veras? –se burló Gisela.
—No debería mofarse. Todo está escrito aquí. Lo crea o no, se casará. Y para que vea que no miento, le diré que no to es bueno. Veo… Cambios importantes y también conflictos. Accidentes y secretos de la familia que salen a la luz. Pero to se arregla. Sí. No se preocupe. La Toñi le hará un buen conjuro pa que el futuro de ustedes y sus hijos sea feliz. Y sin cobrar un duro.
—Es usted muy amable. Y le prometo, que si no se equivoca, la invitaré a mi boda –dijo Gisela liberándose.
—No dude que asistiré. Buenas noches, señorita.
Gisela se alejó sacudiendo la cabeza sin poder evitar sonreír. Parecía mentira que la gente creyera en esas cosas. Eran pura superchería. ¡Decirle que iba a casarse y tener dos hijos! ¡Qué majadería!
—¿Qué te divierte tanto? –le preguntó su padre.
—Mi futuro. Esa mujer me lo ha pintado de color de rosa.
—¿Y por qué razón no puede ser así? Hija, tengo que felicitarte. Es una fiesta espléndida. Fue una gran idea traer también aquí la electricidad. Los jardines lucen como si estuvieran encantados. ¡Hasta me da la sensación que de un momento a otro aparecerán hadas! –bromeó Joaquim Capdevila.
Gisela miró a su padre con orgullo. Era el padre que toda muchacha podía desear. Cuando murió su querida esposa, se mordió el dolor para cuidar de sus pequeñas, sin ni siquiera albergar la idea de volver a casarse; lo cuál le hubiera sido muy fácil, puesto que, a parte de ser inmensamente rico, era atractivo. Alto, de cuerpo delgado, rostro agradable y elegante. Pero prefirió cumplir con sus obligaciones educando a sus hijas con afecto, sin olvidar ser estricto cuando la ocasión lo requería.
—Era lo menos que podía hacer después de todo lo que ha ocurrido. Por fortuna, los tiempos aciagos ya han quedado atrás.
—Eso espero –musitó su padre con un estremecimiento al recordar las desgracias acontecidas a la familia.
—No pensemos en ello ahora. Es la primera fiesta que se organiza en casa tras el compromiso de Isabel con Robert y debemos estar a la altura de su status.
—Somos mucho más ricos que ellos. Y a decir verdad, más discretos. Los condes son muy extravagantes. A mi parecer. Claro que, son ingleses –puntualizó su padre.
—Escoceses, papá.
—Escoceses, ingleses. Da lo mismo. La única verdad es que son de costumbres raras.
—Razón no te falta. Pero nosotros no somos nobles e Isabel entrará a formar parte de la crema de la crema. Debemos dar una imagen de respetabilidad intachable y buen gusto. ¿Lo hemos logrado? –dijo Gisela con aire preocupado. Desde niña siempre quiso poseer el don que tenía su madre para organizar eventos. Ninguna mujer de su época lograba ponerse a su altura y tras su muerte, quiso seguir su estela. Y aunque todos decían que había heredado su habilidad, aún dudaba.
—Sin duda alguna. Aunque, no estoy del todo satisfecho. No has invitado a Ramón Gaig. Por una vez que un hombre piensa en ti seriamente –suspiró su padre.
—Por eso mismo. No quiero dar falsas esperanzas. Hay que atajar los malos entendidos de un principio –replicó ella con tono seco.
—Hija. ¿No quieres formar una familia?
—Papá, no insistas. Estoy bien así. Además, ya tengo una. Anda, volvamos con los invitados. Es la hora de los fuegos. Por cierto. ¿Has visto a Isabel?
—Debe andar por ahí. Seguramente, en el tocador. Ya sabes lo presumida que es.
—Sí. Siempre pendiente de su aspecto. La buscaré. No quiero que se pierda el espectáculo. Mira. Tía Natividad te reclama. No la hagas esperar, ya está a punto de levantar su bastón –rió Gisela alejándose.
Intentó localizar a su hermana, pero no estaba en la casa. Vio a Robert, pero ni rastro de Isabel.
—¿Dónde está su hermana? Se lo perderá –le dijo el chico apartándose las serpentinas que aún permanecían sobre su cabello.
—Habrá ido a casa. No se preocupe. Iré a buscarla para que vean el espectáculo juntos –dijo dando media vuelta.
Frunció el ceño con aire intranquilo. ¿Dónde se habría metido? Isabel, a veces, era muy irresponsable. Debería tener una seria conversación con ella. Dentro de unas semanas dejaría de ser una jovencita para convertirse en la esposa del Conde de Arundel y eso conllevaba responsabilidades que debería poner en práctica cuanto antes.
La música cesó y se apagaron las luces. Los asistentes soltaron un murmullo de desconcierto, para después uno de admiración cuando los cohetes estallaron llenando el cielo de cientos de colores. Pero Gisela no se entretuvo en mirarlos. Sus ojos castaños escrutaron el jardín y pestañearon sorprendidos al ver la silueta que se alejaba por el sendero que llevaba a la fábrica.
Tomó el mismo camino con pasos apresurados, preguntándose que demonios iría a hacer Isabel allí a esas horas de la noche.
La repuesta la obtuvo a los pocos minutos, dejándola conmocionada. Su hermana se había reunido con un hombre y estaba, sin el menor pudor, pegada a su pecho, dejando que la besara y acariciara de un modo escandaloso.
Petrificada, sin poder reaccionar, continuó observándolos; hasta que la sensatez la devolvió a la realidad. Incapaz de hacer notar su presencia por pura vergüenza, se ocultó tras un árbol y pisó con fuerza una rama. El crujido alertó a los amantes que se separaron e Isabel echó a correr visiblemente asustada, sin mirar atrás.
Gisela escrutó al hombre que se alejaba. Cuando el cohete estalló luminando la noche, lo reconoció. Su incredulidad se acrecentó. ¿Cómo era posible? Su hermana debería darle una buena explicación para esa actitud tan escandalosa, tan… Tan indecente e insensata.
Con el ánimo ensombrecido regresó al jardín. Isabel, como si nada hubiera ocurrido, estaba junto a Robert, sonriendo feliz, sin el menor asomo de remordimiento.
—Noto que no estás satisfecha. ¿Algún detalle que se te ha escapado? –le preguntó tía Natividad.
—Eso mismo. Un detalle que tendré que enmendar –contestó su sobrina con tono acerado.
—Yo lo veo todo perfecto, querida. Los invitados están realmente encantados. Y tú padre, al parecer, ya está más animado. Incluso coquetea con la viuda de Antonio Pujol. A ver si se anima y hace un pensamiento. Lleva demasiados años solo.
—Solo son amigos, tía. Deja de ver romances donde no los hay –replicó Gisela de evidente mal humor, aplaudiendo ante el estallido del último cohete, que daba por terminada la fiesta.
Minutos después, los coches y carruajes, ocupados por invitados radiantes, desfilaron por el sendero camino a la ciudad
—Todo ha estado muy bien, hija. Los condes me han felicitado efusivamente.
—Con razón. Ha sido una noche inolvidable. ¡Uf! Estoy cansadísima. Buenas noches, papá –suspiró Isabel mientras subían la escalera.
—Nosotros también nos retiramos. Papá, buenas noches. Isabel quiero hablar contigo –dijo Gisela entrando en la habitación de su hermana.
—¿Ha de ser ahora? Estoy agotada –se quejó la muchacha dejándose caer sobre la cama.
—No me extraña. Has estado ocupadísima –replicó Gisela con tono agrio.
—¿Qué te ocurre? La verbena te ha salido preciosa. Como siempre. No veo la razón de tu enojo.
Gisela dejó caer las manos sobre la falda entrelazándolas, lo que puso en alerta a su hermana. Cuando adquiría esa pose, era para soltarle una buena reprimenda.
—Lo que he visto era para enfurecer a cualquiera.
—¿Qué?
—No te hagas la inocente, pues hoy he comprobado que de candidez ya no te queda. ¿Puedes explicarme la razón por la que una muchacha como tú, que lo tiene todo, se deja perder en los brazos de un…? ¿Un miserable? ¡Maldita sea, Isabel! ¿Acaso has perdido la cabeza? ¡En mitad de una fiesta con cientos de invitados! ¿Y si tu prometido te llega a descubrir? Habrías organizado el mayor escándalo conocido —siseó Gisela mirándola con ojos iracundos.
Su hermana sacudió los hombros con indolencia.
—Pero no lo han hecho. Así que, puedes ir a dormir tranquila. El honor de la familia está a salvo.
—¿Cómo puedes ser tan frívola? Eres una mujer comprometida y andas besándote con otro sin el menor escrúpulo. ¿No tienes sentido común? ¿No tienes moral? ¡Eres una dama, por Dios!
—El amor es irracional.
Gisela parpadeó perpleja ante su confesión.
—¿Insinúas que amas a ese rufián? ¡No me lo puedo creer!
Isabel se levantó y le dio la espalda mientras se deshacía el moño.
—Pues, créetelo. Y no renunciaré a él.
Su hermana la volteó sin contemplaciones.
—¿Piensas romper el compromiso? ¿Acaso has enloquecido? ¡Matarás a papá!
—No tengo la menor intención. Me casaré con el conde y tendré como amante al otro.
Gisela ahogó un gemido de incredulidad.
—¡Jesús! ¿Qué estás diciendo? No permitiré esa inmoralidad. Eres una Capdevila y actuarás como tal, con dignidad y decencia.
—¿Igual que tú? ¡No me hagas reír! Jamás me convertiré en una vieja amargada a la que ningún hombre ha deseado porque eres fea y puritana como una monja. No, Gisela. No podrás impedirlo, por mucha envidia que te cause mi éxito, haré lo que se me antoje.
Gisela, sin poder controlar la cólera, la abofeteó.
—Durante media vida he intentado educarte con decoro, esforzándome al máximo, pero veo que he fracasado. Eres caprichosa, insolente y egoísta.
—No tenías ninguna obligación. No eres mi madre –le dijo Isabel con desprecio frotándose la mejilla.
—Cierto. De todos modos, rijo a esta familia y esta vez, juro por Dios, que no te saldrás con la tuya –dijo su hermana con voz afligida saliendo del cuarto.
Capitulo 2
Apenas pegó ojo durante la noche. No podía quitarse de la cabeza el comportamiento egoísta e inmoral de su hermana. ¿En qué se había equivocado? Le inculcó los valores primordiales que toda dama decente debía seguir. ¿Y qué había obtenido? Un desastre. Isabel era todo lo contrario a una mujer de intachable reputación. ¡No podía creer lo que había escuchado de sus propios labios! ¿Casarse y tener un amante? ¡Jamás! Pondría remedio de inmediato. Y lo más expeditivo era alejar a ese hombre. Sin su presencia, sería imposible caer en la tentación.
Dispuesta a ello, se visitó sin apenas prestar atención a lo que se ponía y antes de comer, salió de casa y se encaminó hacia la fábrica.
El edificio era sencillo, pero aquél que desconociera que se producía dentro, pensaría que se trataba de una vivienda. Y no iría desencaminado, puesto que, a parte de la producción, también daba cobijo a los trabajadores.
Abrió la puerta del taller. Una bocanada de aire tórrido le golpeó el rostro.
Los obreros la miraron estupefactos, pues no era corriente que acudiera allí.
—Señorita Capdevila. ¿Desea algo? –le preguntó el encargado dejando el fino cristal sobre una repisa.
Los ojos pardos de Gisela otearon el local. Por un momento, bajo la vista ante tamaño espectáculo de desvergüenza que todos mostraban al ir con el torso desnudo; aunque, reconoció que era el único modo posible de aguantar el tremendo calor que surgía del horno.
Carraspeó intentando recuperar la firmeza.
—Quiero hablar con él. Afuera –dijo señalando al hombre del bosque.
Él la miró intrigado. Aunque, supuso a qué venía. Caminó tras ella mientras se ponía la camisa. Pero no se detuvo. Continuó caminando hasta pararse bajo la sombra de un árbol.
—Si no le importa, ya soporto mucho calor ahí adentro.
Gisela, al verlo de cerca, se sobresaltó. Era el vivo retrato del hombre que le describió la gitana. Guapo, alto, musculoso, de piel bronceada y con un rostro agradable, y con unos ojos negros como el carbón.
Aturdida y avergonzada por esos pensamientos tan disparatados, sacudió la cabeza.
—¿Y bien? ¿A qué debo este honor? –dijo el hombre con ironía, mirándola con desfachatez, sin el menor asomo de sumisión ante su ama; analizándola minuciosamente. Y así era. Siempre la había visto de lejos y la cercanía no ayudaba a mejorar la opinión que de ella tenía. La señorita Capdevila era una mujer estirada, de gesto adusto, carente de simpatía. Y su figura alta y delgada, junto a un rostro poco agraciado, no contribuía a suavizarla.
—¿Cuál es su nombre?
—Pol Llorenç. Pensé que conocía a todos sus empleados.
—José es el encargado de estos asuntos. Yo solo me dedico a la parte financiera.
Él encendió un cigarrillo y tras soltar el humo con lentitud, dijo:
—Ya. ¿En qué puedo servirla, señorita?
Gisela lo miró con firmeza, mostrando determinación; indicándole que lo que iba a decir no era una sugerencia, si no, una orden.
—Señor Llorenç, vengo a indicarle que deje de acosar a mi hermana.
Él alzó una ceja y esbozó una sonrisa socarrona.
—¿Acosarla? Nunca he cometido tamaña tontería, señorita. No me hace falta. Por lo general, todas las mujeres aceptan mis sugerencias con sumo placer; pues sé como tratarlas.
—Puede que de una imagen errónea de como soy en realidad. Le aseguro que por mucho que lo pretenda, no conseguirá escandalizarme. Así que dejemos de irnos por las ramas y hablemos con total claridad. Le prohíbo rotundamente que vuelva a verse con Isabel.
—¿Está ella conforme?
—Su voluntad ya no le pertenece. Es una mujer comprometida. ¿Acaso no se lo dijo?
—Sí, lo comentó.
—¿Y no le importa?
—En absoluto.
No sabía porqué se extrañaba. Ante ese hombre, ahora entendía el desliz de su hermana. Como también que él carecía del honor y decencia que caracterizaban a un caballero. Tan solo era un miserable obrero, un patán sin la menor educación, ni moral para respetar a una mujer que estaba a punto de casarse.
—Por lo que veo, es usted un inmoral.
—Los escrúpulos los reservo para cosas más trascendentales que el romance.
—Si persiste en esa actitud, tendré que tomar medidas más drásticas –lo amenazó Gisela.
Pol la miró con arrogancia, sin el menor temor.
—¿Qué hará? ¿Despedirme? Hágalo. No me importa lo más mínimo. El sueldo miserable que gano aquí, lo obtendré en otro lugar. Y como soy un hombre libre, veré a su hermana siempre que se me antoje. Así que, no me venga dando órdenes. No soy su esclavo. A ver si se entera de una puñetera vez.
—Es usted un grosero –le recriminó Gisela indignada.
—¿Por tomar lo que deseo? ¿O por qué ese deseo se decanta por una dama fina y rica? Seguro que a una mujer tan remilgada como usted no le importaría lo más mínimo si me acostara con una criada.
El rostro de Gisela se encendió.
—¿Está insinuando que…?
Pol se limitó a sonreír.
—No soy hombre que se conforme con migajas, señorita.
Ella lo miró rabiosa, incapaz de asimilar aún la gravedad de lo que había confesado. ¿Isabel se había acostado con él? Sí. Lo había insinuado. No. Lo había afirmado. ¡Dios! Su hermana había ido demasiado lejos. ¿Y si esa desgraciada había quedado en cinta? No quería ni pensarlo. Su padre moriría de vergüenza y dolor.
—¿La he escandalizado ahora? –inquirió Pol con el mismo tono burlesco al ver sus mejillas encendidas.
—Es…Es usted un canalla –siseó Gisela intentando no echarse a llorar.
—Perdone que difiera. Simplemente soy un hombre que tiene debilidades. ¿Usted no las tiene nunca, señorita? A pesar de lo que dicen, no lo creo. Todos cedemos a alguna tentación.
Gisela era consciente que debía cortar cuanto antes esa vergonzosa conversación, pero la arrogancia de ese tipo la obligaba a perder la compostura y replicarle como se merecía.
—Tengo algo de lo que usted carece: Voluntad y decencia.
El rostro de él se tornó hosco. Tiró la colilla y la pisoteó con rabia, fulminándola con sus ojos negros.
—Que sea el ama no le da derecho a opinar sin conocimiento de causa. Usted no tiene la menor idea de cómo soy. Y qué sabrá usted de voluntad. Nunca ha tenido que utilizarla para nada esencial. Se lo ha encontrado todo hecho. ¿O cree que el trabajo en ese infierno no requiere ser voluntarioso para no mandarlo al carajo? Y en cuanto a la decencia, usted no la conoce, señorita. Mantiene un ritmo de vida escandaloso gracias a los desgraciados que explotan en sus fábricas. Así que no me venga con moralinas estúpidas —siseó.
Gisela no podía creer que fuera insultada con tanta desfachatez por un hombre como él. Le daría lo que se merecía por su actitud grosera e insolente.
—Puede recoger sus cosas. Está despedido. Y si le ven por aquí, le aseguro… Que… Que será arrestado y se pudrirá en la cárcel. ¿Comprendido? –jadeó.
—Ya veo. Como siempre, los de su calaña, se niegan a reconocer sus faltas y arremeten contra el más débil. Pero ya se lo dije. No conseguirá nada. Soy testarudo y sobre todo, incapaz de someterme a una orden tirana. Así que, le aseguro que no evitará que vea Isabel. ¿O piensa que solo podríamos encontrarnos aquí? ¡Ilusa! –le espetó él con tono sulfurado.
—Se lo advierto una vez más. Si…
Pol le dio la espalda y comenzó a caminar hacia el taller.
—¡¿Cómo se atreve a dejarme con la palabra en la boca?! ¡Mal educado! No sé que ha visto mi hermana en usted. ¡Es insufrible! –explotó ella fuera de si.
Él volvió a mirarla con una sonrisa socarrona.
—A pesar de que no me cae simpática y que físicamente no me atrae lo más mínimo, haría un esfuerzo para aplacar su curiosidad. ¿Quiere que le muestre mis “habilidades” más notables? Le aseguro que todas las damas han quedado satisfechas.
Las mejillas de Gisela se tornaron grana.
—Lo que quiero es que se largue ahora mismo de esta propiedad. José le dará el finiquito –dijo en apenas un susurro escapando de allí.
Pol, con una carcajada muy sonora, entró en el taller.
—¿Qué quería la dama? –le preguntó un compañero.
—Despedirme. José. Ha dicho que me liquidarás.
—Te lo advertí. Fue un error liarte con la muchacha. Tienes suerte de que no quieran organizar un escándalo y que solo te eche. La señorita habría disfrutado metiéndote en la cárcel –le dijo el capataz.
–Menuda bruja. Pretendía darme lecciones de moralidad, cuando los de su clase son los más corruptos –masculló Pol.
—Todos, menos ella. La conozco desde que nació y jamás ha cometido un desliz –le aclaró José.
—No me extraña. No es nada bonita, más bien vulgar. El patito feo de la alta sociedad –comentó entre risas el aprendiz.
—Aún así, todas las mujeres ceden a sus instintos –dijo Pol.
—Gisela no. Te lo aseguro. Ningún hombre ha osado ni rozarla. Es como una monja.
—Hasta ahora –susurró Pol notando como una idea absurda y loca crecía en su cabeza.
—¿No estarás pensando…? ¡Por Judas! —exclamó otro de los obreros.
—Deja de decir estupideces. Esa mujer no me interesa lo más mínimo. Al contrario. Me da grima. Todo en ella es seriedad, y es fría como el mármol. Dudo que ni tan siquiera yo conseguiría calentarla –rió Pol.
—Pues si quieres salvar el cuello, ni lo intentes. Con esa gente no se puede jugar. Tienen influencias en las altas esferas y si te nombran como no grato, ya puedes irte bien lejos si quieres trabajar. De todos modos, no tendrá oportunidad. Ahora mismo te largas –dijo el capataz inquieto abriendo la puerta del despacho. Apenas hacia tres semanas que Pol entró en la factoría, pero lo conocía bastante bien y sabía que era capaz de cometer una imprudencia sin inmutarse; como ya había hecho al liarse con la pequeña de los Capdevila.
—Veo que no me has tomado aprecio. Y eso que, a pesar de las apariencias, soy un hombre encantador –bromeó Pol.
—Lo que quiero es impedir un desastre. Anda. Toma. Creo que con esto podrás tirar durante unos días, hasta que encuentres otro empleo.
Pol cogió el dinero sin molestarse en mirar la cantidad. Lo colocó en el bolsillo y caminó hacia la puerta.
—Con franqueza, no echaré esto de menos. Compañeros, espero que volvamos a vernos en mejores circunstancias. Que os vaya bien –se despidió.
Subió al cuarto y recogió sus escasas pertenencias.
—¡Maldita solterona! –rezongó sintiéndose muy cabreado. Nunca soportó que nadie le dijera lo que podía o no hacer. Y jamás siguió las normas. Sin embargo, en esta ocasión no podía arriesgarse a armar un escándalo. Tenia que aceptar el chantaje, pues no le convenía lo más mínimo si no quería que lo descubrieran. Aunque lo que más lo enfurecía, era la arrogancia de esa mujer. Una altanería que estaría gustoso de pisotear. Le encantaría humillarla, obligarla a que por una vez en su vida, tuviera que acatar las órdenes de otro. Haría lo que fuera necesario para conseguirlo. Pero, desgraciadamente, no podía.
Furioso abandonó la casa.
—Pol. ¿Adónde vas?
Él miró a Isabel con aire ceñudo. Le había costado mucho introducirse en la casa. Y ahora, por culpa de ella, por ser tan bonita y su poca cabeza por no ceder a la tentación, se encontraba en esta situación tan comprometida. Su colega se lo tomaría muy mal. No obstante, había tomado buena nota: Jamás volvería a liarse en el lugar de trabajo. Lo único que aportaba era problemas.
—¿No lo ves? Me marcho—masculló.
Isabel lo miró con aire de incomprensión.
—¿Por qué?
—A parte de de esta vida, tengo otra; al igual que tú –replicó echando a andar.
—Te dije que Robert no me importa. Te amo a ti.
Él soltó una carcajada honda. Los dos sabían que en su relación no había un ápice de amor.
—Solo soy un capricho. Un antojo que puede costarte muy caro. Además, pronto encontrarás a otro con quién entretenerte.
—¡Eso no es cierto! ¡Te quiero! –protestó ella.
—No insistas. Me voy.
Isabel entrecerró la frente.
—Ha sido cosa de mi hermana. ¿Verdad? ¡Estúpida reprimida! Pol, ella no puede separarnos. Somos libres de hacer lo que deseamos.
—¿Tú crees? –inquirió él con tono amargo.
—¡Por supuesto! Solo tienes que amenazarla con decir que contarás a todo el mundo lo que hay entre nosotros. Es tan estúpida que lo creerá y tragará para evitar el escándalo.
—Ya es tarde. Me ha despedido y sería muy extraño que repentinamente se retractara.
Ella efectuó un mohín de decepción.
—No importa. Continuaremos viéndonos en la ciudad.
—¿En una miserable pensión? –inquirió él con ironía.
—Soy rica. Pagaré una casa. ¡Oh! Será estupendo. ¿No crees?
Pol no lo creía así. Isabel no significaba nada para él. Solo una aventura. Un divertimiento que terminaba en ese mismo instante. No quería complicaciones y no las tendría con esa muchacha caprichosa y voluble.
—Sabes que nada me complacería más. No obstante, el amor que siento por ti me impide dañarte. No seré el causante de tú perdición. Que seas muy feliz con el conde –dijo apartándose de ella.
—¡Pol! –gritó Isabel.
—Lo siento, querida. La vida es cruel. Sé feliz.
Ella rompió a llorar y a patalear como una niña, mientras se juraba que Gisela iba a pagar muy caro el dolor que le causaba.
Pol continuó caminando sin mirar atrás, sin atender la rabieta infantil de la muchacha.
Llegó ante la casa y no pudo evitar echar una ojeada. Gisela Capdevila estaba leyendo tranquilamente bajo la parra, como si nunca hubiera tenido aquella conversación tan desagradable con él. Esa actitud aún lo enervó más. Tanto que, la idea de la venganza se concibió en su mente en tan solo un instante. Sí. Era un plan perfecto. Una proposición descabellada, pero que llevaría a cabo. Gisela Capdevila conocería lo que era la verdadera humillación, y al mismo tiempo, mantendría el contacto con la familia para continuar con sus propósitos.
Capitulo 3
Isabel miró a su hermana como organizaba al servicio. No soportaba esa actitud arrogante, que siempre quisiera tener la razón; ni que todos sus actos fueran precisos, exactos como el reloj del campanario de la iglesia. Su tictac constante marcaba cada segundo, cada milésima de su existencia. Esas dos manecillas tiranas giraban y giraban ensombreciendo al minutero, negándole su propia voluntad. Pero estaba dispuesta a rebelarse.
—¡Eres una arpía! ¡Te dije que no te entrometieras en mi vida! –le espetó respirando agitada.
Gisela dejó el vaso sobre la mesa sin mostrar el menor síntoma de alteración ante el estallido histérico de su hermana.
—Estás dando un espectáculo bochornoso. Y tienes un aspecto horrible, querida. Siéntate, por favor –dijo, aunque nada más lejos de la realidad. Isabel, a pesar de sus ojos enrojecidos, estaba preciosa.
En esos instantes era cuando Isabel desplegaba sentimientos de animadversión hacia esa figura esbelta y ágil, perfecta como la plata recién abrillantada. Siempre con la palabra justa, actuando con el equilibrio que tiene el gato sobre los tejados, sin derramarse aunque la tragedia bullera en su interior.
—He hablado con Pol y me ha dicho que lo has despedido. Exijo que te retractes –siseó Isabel permaneciendo de pie.
Gisela la miró fijamente. No estaba dispuesta a que esa chiquilla alertara al cabeza de familia con esa actitud descarada y tan poco sensata, y utilizando un tono suave, pero no exento de severidad, le ordenó:
—Como no te sientes, haré que tú vida sea un infierno y no es una simple amenaza. Así que, deja de comportante como una niña malcriada. ¿Has entendido bien? ¡Siéntate!
Su hermana obedeció a regañadientes.
—No es justo que, solo por guardar las apariencias, me traigas tanta desgracia. ¿No comprendes que me caso con el conde porque a papá le place?
—¿No amas a tu prometido? –inquirió Gisela.
—Solamente cumplo con la obligación de buena hija. Y ahora, tú intransigencia, me está llevando a ser una desgraciada. No lo permitiré. Hablaré con papá y le pediré que vuelva a readmitir a Pol. Él no ha hecho nada malo. Solo me ama. ¿No puedes comprenderlo? –se lamentó la joven mostrando aflicción. Pero solo fueron unos segundos. Su rostro angelical se tornó enojado y dijo: Por supuesto que no. Tú nunca has sentido amor ni pasión por nadie. Eres una mojigata.
—Practico la decencia. Cosa que al parecer has olvidado. Tú rango y educación exigen que te comportes como una señora. No volverás a ver a ese indeseable. Y papá no lo readmitirá. La fábrica de vidrio es mía. No tiene potestad.
—Lo cierto es que no ha ocurrido nada de lo que deba avergonzarme y Pol no merece perder el trabajo por una tontería. ¿Qué son unos besos? Mi honra sigue intacta. Te juro que a partir de ahora actuaré como una dama. Por favor, recapacita. No seas cruel con ese hombre –dijo Isabel adoptando el tono suave y sugestivo que solía utilizar cuando quería conseguir sus propósitos.
—¿De verdad piensas que debo hacerlo? Temo que eres más estúpida de lo que creí. Te conozco muy bien y eres testaruda. Esta docilidad es una farsa. Si regresa, volverás a sus brazos. Cariño. ¿No comprendes que ese hombre por poco provoca tu caía social? ¿O te has olvidado de lo que le ocurrió a Lucia Pons? ¿No querrás terminar como ella? Temo que no podrías resistirlo, querida –dijo Gisela con tono sarcástico.
Isabel la recordaba. En su tiempo había sido la joven más bella y deseada por todos los jóvenes en edad casadera; hasta que se cruzó en su camino un sinvergüenza que la deshonró abocándola al rechazo social. Ahora vivía sola sin que nadie la aceptara en su casa. Sin embargo, su situación era distinta. Pol la amaba y ella era astuta. Con prudencia, nadie descubriría su doble juego.
—No es lo mismo –aseguró.
—¿Ah, no? ¡Ilusa! Ese hombre no te quiere, ni tampoco es un caballero. ¿Así que solo fue una aventurilla inocente? Me ha confesado que os acostasteis.
—¿Y qué? –replicó Isabel con indiferencia.
—¡Por la Virgen Santa! ¿Así que no mintió? ¿Te has vuelto loca? ¿Cómo has podido? ¡Eres una Capdevila! Y como eres estúpida, no pensaste en las consecuencias. ¿No es cierto? ¿Y si llegas a quedar embarazada? ¿No lo estarás, verdad? –jadeó Gisela.
—Pol es experto. No hubo peligro –replicó Isabel con aire autosuficiente.
—Y un canalla. Te ha deshonrado. ¿Qué excusa le darás a tu marido en la noche de bodas? ¡Será un escándalo monumental cuando te devuelva a casa! ¡Ay Señor! Ya puedo oír los comentarios mordaces –gimió su hermana abanicándose con vigor.
—Hermanita, no es difícil engañar a un hombre. Jamás descubrirá que no me ha desvirgado. Sé como disimularlo.
—¡Dios mío! ¿Cómo puedes…? ¿Cómo puedes ser tan impúdica? –se escandalizó Gisela sintiendo como el aire escapaba de sus pulmones.
—Soy joven. Los tiempos cambian. En unos meses entraremos en una nueva década, en mil novecientos diez. Tú te has quedado anclada en el pasado, hermanita. Y te advierto, que hagas lo que hagas, seguiré viéndole. Y te recuerdo, que si le cuentas a papá algo de esto, sabré convencerlo de que son invenciones de una vieja solterona llena de envidia. Como sabes, me adora y cree que soy un angelito sin maldad. Así que, vete haciendo a la idea y déjame en paz –replicó Isabel con tono risueño.
Gisela no podía consentir que su plan se llevara a cabo. Por muy discreta que fuera la gente, las malas acciones siempre salían a la luz; así que, optó por una medida drástica. Una mentira que derrumbaría las convicciones de esa niña estúpida.
—Afortunadamente para mí. Nadie podrá imputarme ninguna falta. Y a partir de ahora, a ti tampoco. Ese maravilloso Pol te ha traicionado. Era tan grande su amor, que aceptó sin dudar mi proposición de dejarte por una cantidad casi irrisoria. Te ha vendido, preciosa. Así que, quítatelo de la cabeza. No lo verás más –mintió.
Su hermana borró la sonrisa y la miró incrédula.
—No es verdad.
—La evidencia no tiene recodos. Claro que, ese miserable es capaz de romper el pacto e intentar ponerse en contacto contigo. Te aconsejo que no respondas a sus requerimientos, o yo misma, informaré a tu prometido del desliz que has cometido.
—No tendrás valor. Sería un escándalo y tú jamás provocarías ninguno –dijo Isabel.
—Tú juventud te hace ignorante en muchas cosas. Robert rompería el compromiso sin dar explicaciones. Pero la gente murmuraría, no entendería como deja escapar a tan buen partido y llegarían a una conclusión: Que fue por una causa deshonrosa. Y por supuesto, se te cerrarían todas las puertas. Claro que, tal vez desees que ocurra y de este modo tener la excusa perfecta para escapar con ese desarrapado y vivir entre las ratas. Porque, querida hermanita, vete olvidando del dinero. Mamá no era rica y cuando tomes posesión de su herencia, apenas te dará par sobrevivir unos meses y eso, sin ningún tipo de lujo. Y en cuanto a papá, considerará que has muerto. Es indulgente, como has comprobado, pero hay un límite y éste lo sobrepasarías con creces. Aunque, imagino que el amor superará todos los contratiempos y penurias. ¿No?
Isabel apagó el incendio que se había desatado en la espesura de sus odios con la limonada que su hermana le ofreció.
—Eres cruel –dijo en apenas un murmullo, dando un pequeño sorbo.
—Realista. El zorro y el lobo no pueden vivir en la misma madriguera. Vamos. Aparta la pena. Dentro de un tiempo te darás cuenta que era lo mejor. Isabel. No pienses que no te entiendo. Imagino el motivo por el que ese hombre te subyugó. Es atractivo y salvaje. Una tentación. Pero no os hubierais compenetrado.
—Nos acoplábamos perfectamente –rezongó la muchacha mirándola con inquina.
Las mejillas de Gisela se encendieron como la grana.
—¿Cómo puedes ser tan descarada?
—Soy sincera. Y también, a pesar de tu opinión, lista. Acepto que fue un error y que por el momento deberé acatar tus caprichos.
—Así es. Cuando te cases, será tú esposo quien te aconseje –replicó Gisela con acidez.
—Ese imbécil puede darme los consejos que quiera, que haré lo que se me antoje.
—¿Qué te ocurre? Te hemos educado cristianamente e inculcado el sentido de la decencia y el honor. Y te comportas como… Como una…
—¿Puta?
—¡Isabel! –exclamó Gisela horrorizada.
—¿Por qué te alteras? Que no las nombremos, no significa que no existan, ni que los caballeros respetables busquen su cama. Despierta de una vez, hermana. La vida no se parece en nada al mundo que has creado a tu alrededor. Vives de fantasías.
—Nuestro mundo es tan real como cualquier otro. Eres tú quien se empeña en apartarse de él. Pero como dije antes, no consentiré que rompas el mío. Si descubro que te relacionas con ese hombre, te cubriré de barro. ¿Entendido? Ahora vete. Estar a tu lado me produce arcadas. Así que, ven a comer en cuanto yo termine –siseó Gisela.
—Será un placer –contestó Isabel largándose a toda prisa.
Joaquim Capdevila se acercó a la mesa y se sentó junto a su hija.
—¿Qué urgencia la acomete? Vamos a comer –preguntó sirviéndose vino.
—Ya sabes. Tiene la manía de mantenerse delgada –rezongó Gisela sirviéndose la ensalada.
—Espero que su marido sea tan condescendiente como nosotros o lo pasará realmente mal. Y tú. ¿No crees que sea hora de abandonar el luto? Ya ha pasado un año de la muerte de la tía Eulalia y tía Visitación. ¿Por qué no te vas de compras con Isabel? Te irá bien bajar a la ciudad.
—No necesito nada, papá.
—Perdona que discrepe. Tus vestidos están pasados de moda. Nuestra fortuna nos permite grandes dispendios y debes ir acorde a nuestro status. Además, me irrita que nuestros amigos crean que eres usurera. Mi punto de vista es que debes renovar los vestidos cuanto antes.
—¿Usurera? Te recuerdo que no reparo en gastos cuando vienen a una de nuestras fiestas. Así que, sería mejor que, cerraran la boca. ¿No te parece? ¡Hipócritas! –masculló Gisela.
—¿A qué viene ese mal humor? Anoche todo salió perfecto. Incluso esa minuciosa de Rosa Muntaner, a pesar de la envidia, lo admitió.
—No estuvo mal. Aunque, deberé tomar nota de los errores para otra ocasión –dijo apartando el plato.
—¿No terminas de comer?
—Este calor me quita el apetito y tengo muchas cosas que hacer –dijo levantándose.
Lo cierto era que no tenía ninguna ocupación, pero se sentía demasiado enojada para relacionarse con nadie aquella tarde y se encerró en su cuarto enfrascándose en un libro, hasta la hora de la cena.
Ésta trascurrió sin apenas conversación. Ni ella ni Isabel deseaban que un mal entendido las hiciera estallar. Por lo que, aquella noche, las dos se retiraron a dormir de inmediato.
Gisela, con aire agotado, se sentó ante el tocador y comenzó a cepillarse el cabello. En solo veinticuatro horas el espejo nítido de su existencia placida se había resquebrajado y ahora ofrecía una imagen distorsionada, casi monstruosa. Y sabía que no bastaría con remediar el estropicio de la aventura vergonzosa de su hermana. El daño que causó a su corazón era irreparable. Se sentía fracasada por no haber sabido educar a Isabel y dolida por el descubrimiento de que su querida niña solo se estimaba a si misma y notaba como su inquebrantable fortaleza se debilitaba. A pesar de ello no lo consentiría. Como siempre hizo, sacaría adelante a la familia. No se amedrentó al morir su madre, ni cuando se incendió la fábrica textil supliendo al cabeza de familia que resultó herido, ni tampoco ante la muerte inesperada de dos de sus tías en aquel terrible accidente.
Con un suspiro de cansancio se levantó dispuesta a meterse en la cama, pero los suaves golpes en la puerta se lo impidieron.
—Adelante.
La sirvienta le mostró una carta.
—Señorita, no la hubiera molestado, pero el cochero que la trajo dijo que era muy urgente.
—Gracias, Lola. Buenas noches.
Miró el sobre. No traía remitente. Rompió el precinto y comenzó a leer.
A medida que las palabras penetraban en su mente, su rostro se tornaba cenizo.
Al terminar, temblando, se dejó caer en la cama, al comprender que la pesadilla no había terminado. Como supuso, ese canalla quería aprovecharse de la situación y sacar tajada. Y no podía negarse a atender sus requerimientos o toda la ciudad conocería la indiscreción de Isabel. Pero lo peor de todo era que, ese hombre no quería a ningún intermediario. Exigía que acudiera a la cita sola.
A pesar de su resistencia, el miedo se apoderó de ella. ¿Y si aún, acallando su boca con una buena suma, él continuaba extorsionándola? Podría hacerlo hasta el resto de sus días. Podría disimular un gasto extraordinario una vez, pero no otras. Levantaría sospechas.
Pensó en acudir a la policía. Sin embargo, no confiaba en la discreción. Cualquiera podía irse de la lengua. Y si ese miserable se enteraba, ya no habría remedio.
Lo malo era buscar una excusa para asistir a su cita. Por ir sola no había problema. Su honorabilidad era intachable y no era necesaria la presencia de ninguna carabina. Pero, ¿qué diría? ¿Cómo justificaría su regreso a la ciudad? Jamás había dejado la casa de la montaña en pleno verano.
Sacudió la cabeza con energía. Por experiencia sabía que cuando uno estaba ofuscado no podía pensar. Era mejor descansar, que el sueño reparador le despejara la cabeza. En cuanto se levantara, ya encontraría la justificación perfecta.
Capitulo 4
El día era radiante. El verano había estallado con plenitud y el bosque murmuraba una melodía llena de vida. Pero Gisela no prestaba la menor atención perdida en sus reflexiones. Jamás pensó que le sería tan fácil idear una mentira; sobre todo llevarla a cabo y de un modo tan natural, como si fuera un acto practicado con asiduidad. Su voz sonó firme, su pulso no tembló, solo su corazón musitó una protesta palpitante. Por suerte, nadie era capaz de oír lo que uno escondía en lo más íntimo.
Exhalando un hondo suspiro se abanicó con brío. Sin embargo, el vestido, cubierto hasta el cuello por un bordado de gasa, no ayudaba a aligerar el calor. Creyó adecuado que debería vestirse ofreciendo una imagen estricta a ese canalla, que le hiciera comprender que no era una presa fácil, al igual que lo fue su hermana y que debería negociar duramente para llegar a un acuerdo; lo cual era una vana esperanza. Lo cierto era que debería concederle lo que pidiera, pues el futuro de los Capdevila estaba en sus manos.
Esa afirmación, junto a la visión de las primeras casas, la hizo estremecer. Se estaba internando en un mundo desconocido y peligroso del que le gustaría escapar y podría hacerlo si actuaba del mismo modo egoísta que su hermana. La locura que cometió solo la afectaría a ella, pero pondría en entredicho la educación que le implantó la familia y no podía consentirlo después del sacrificio que hizo.
Apartó los pensamientos sombríos y miró a través de la ventanilla las calles inmersas en el bullicio. Agradecía que en el verano la familia decidiera establecerse en la montaña. Aquel trajín, a medida que los años pasaban, le era más difícil de soportar. Por ello debería hacer una buena actuación ante su tía. Encontraría extraña su visita a la ciudad.
Cuando el carruaje se adentró en el Paseo de Gracia, Gisela dejó que sus ojos se pasearan por las mansiones de reciente construcción. Eran edificios majestuosos, alzados por la alta burguesía, para demostrar el poder que gozaban. Y su familia no era menos. Tanto su tía como ellos residían en ese paseo hermoso.
El coche paró ante la casa y tras abrirse la puerta del patio, entraron en el edificio. Descendió con ayuda del mozo dispuesta a enfrentarse a una nueva mentira.
—Buenos días, señorita.
—Buenos días. Por favor, atiende a mí cochero. No lo necesitaré hasta la tarde.
—Por supuesto, señorita.
Gisela abandonó el patio y se adentró en la casa, siendo llevada ante su tía.
Natividad Capdevila apartó la taza de sus labios y miró con gesto interrogante a su sobrina, preguntándose que nueva desgracia había acontecido.
—Buenos días.
—¿Ocurre algo?
Gisela se sentó ante ella y se sirvió un vaso de limonada.
—En absoluto. No te preocupes. Solo es que papá ha insistido, una vez más, que debo abandonar el luto y he comprendido que tiene razón. Es hora de renovar el vestuario. Ya sabes lo determinada que soy cuando se me mete algo en la cabeza. Así que, no me lo he pensado dos veces y me he dicho que debería comenzar hoy mismo.
—¿De veras? –dijo su tía estudiándola. Gisela tenía un gusto exquisito, exceptuando en la elección de su vestimenta. El traje negro que llevaba no podía decirse que fuera de mal gusto, pero era tan sombrío y recatado, que aún acrecentaba el aspecto anodino de la joven —. Ha sido una buena idea. ¿No te ha acompañado tu hermana?
Gisela carraspeó incómoda.
—Se hubiera empeñado en asesorarme y sus gustos no son nada acordes con los míos. Le dije que me enviaste una nota pidiéndome que te visitara, pues estabas indispuesta. Nada grave, por supuesto. Espero que no te enojes.
—Claro que no, querida. Como es por una buena causa, estaré encantada de encubrirte. Aunque espero que en tu nuevo guardarropa no incluyas el negro. Nunca te ha favorecido. Elige tonos pasteles.
—¿A mi edad? –se escandalizó Gisela.
—¿Qué edad? ¡Por el amor de Dios! Tienes treinta años.
—Treinta y dos –puntualizó Gisela.
—Da igual. Eres muy joven. Y más agraciada de lo que ven. Solo debes arreglarte un poco más, cambiar de peinado y darte un poco de color en la cara. Pequeños detalles que mejoran la imagen de una mujer. Te daré la dirección de mi costurera. Es la mejor de Barcelona.
—Gracias. Hoy solo pienso mirar escaparates. De todos modos, tomaré nota.
—Imagino que te quedarás a comer. Julieta ha cocinado ensalada de nueces y langosta a la crema. No me mires así. Ya sé que debería contenerme, pero a mis años, la comida es el único placer que me queda. ¡Ya podría morirme si encima no me permitieran degustar una sabrosa langosta!
—Como siempre, una exagerada –rió Gisela.
—Realista, querida. Vamos, la mesa está a punto. Y dime. ¿Cómo van los preparativos de la boda? Imagino que has cuidado cada detalle. Esos escoceses son nobles y estarán habituados a codearse con la realiza. ¿Sabes si conocen al rey Jorge? Imagino que sí. Gisela, debes demostrarles que la familia puede estar a su altura –dijo ocupando la mesa.
—Lo intento, tía.
—¡Ah! Y espero que el vestido que elijas sea elegante y moderno. No quiero verte como una monja. Lo mejor será que te lleve a mi modista. Hace unas semanas…
Su sobrina era incapaz de prestarle atención. Su mente solo podía pensar en la cita que la aguardaba, preguntándose si obtendría el resultado que esperaba; si ese hombre se conformaría con una buena cantidad de dinero o por el contrario, permanecería como la carcoma horadando su paz.
—¡Um! Tengo una cocinera excelente. ¿No crees?
—Una comida deliciosa, tía. Ahora debo irme.
Se despidió. Salió de casa sin tomar el carruaje. Nadie debía saber hacia donde se dirigía. Tras andar dos manzanas, tomó un coche. Indicó al conductor la dirección sin tener la menor idea de donde se encontraba la calle.
No tardó mucho en saberlo, ni en asombrarse de su sordidez. Era una vía estrecha cercana al muelle, oscura y húmeda, por la cual transitaban gentes de dudosa moralidad, sobre todo la de las mujeres, que se exhibían sin pudor a los viandantes y supuso, puesto que jamás había visto a ninguna, que eran prostitutas.
Reprimiendo un escalofrío, le indicó al conductor que se detuviera ante la taberna que especificaba la nota y que notificara al señor Pol Llorenç que acudiera al coche, y que en cuanto subiera, se pusiera de nuevo en marcha hasta que le indicara detenerse. El recorrido le era indiferente.
Frotándose las manos con nerviosismo y reprimiendo las ganas de escapar, intentó calmarse. No debía mostrar el menor síntoma de debilidad, de miedo. Pero la verdad era que estaba aterrorizada. Ella era una dama y se suponía que las señoras de su clase no andaban citándose en barrios sórdidos con delincuentes. ¿Y si la veía alguien? No. Ese pensamiento era absurdo. Nadie de su círculo social pisaría un basurero como ese.
Cuando la puerta se abrió no pudo evitar el respingo.
—Buenas tardes, señorita. Me alegra que haya acudido a mi llamada –dijo Pol Llorenç. Se quitó la gorra y se sentó frente a ella.
—No sea cínico, señor –le pidió ella corriendo las cortinas.
—Solo pretendo ser educado y amable. Como ve, me he adecentado especialmente para usted.
Ciertamente, el hombre se había arreglado. Su traje, de escasa calidad, estaba limpio y planchado. Y su rostro recién afeitado. De todos modos, a pesar del buen perfume que desprendía, eso no lograría que ella suavizara el asco que por él sentía.
—No me haga reír –masculló dedicándole una mirada encendida, mientras intentaba recobrar la serenidad. Ese canalla no debía adivinar que estaba a punto de gritar de pánico.
—Pues créame que me gustaría lograrlo. Temo que usted no ríe demasiado. ¿Me equivoco o es solo una suposición errónea?
—Su actitud solo puede provocarme vómito –le espetó Gisela con desprecio.
—Le aseguro que en cuanto nos conozcamos mejor, cambiará de parecer –dijo él sonriendo con encanto.
Gisela alzó una ceja.
—¿Conocernos? No tengo la menor intención de volver a verle después de que acordemos el importe de su chantaje. Por favor, diga el precio y terminemos de una vez.
Él chasqueó la lengua y la miró con descaro. Gisela no pudo evitar sonrojarse ante la mirada penetrante de esos ojos negros como el carbón.
—¿A qué viene tanta prisa? Hace una tarde espléndida. Disfrutemos del paseo
—Esta cita es todo menos agradable. Mire. Sé lo que pretende y estoy dispuesta a ser muy generosa. Pero solo una vez. Si insiste en extorsionarme tras este pago, no dude que lo denunciaré a la policía. ¿Entendido? –dijo Gisela con tono acerado.
Él inclinó el torso y apoyó las manos en los muslos sacudiendo la cabeza.
—Por mucho que lo intente, no me hará creer que sacará esto a la luz. Está en mis manos y lo sabe. Se someterá mi petición, sea la que sea.
Estaba en lo cierto y ese acatamiento, junto a su arrogancia, le revolvía el estómago. Sin embargo, se abstuvo de insultarlo. Era una mujer práctica y sabía que no conseguiría nada.
—¿Cuánto quiere?
Pol volvió a acomodarse en el asiento escrutándola de arriba hacia abajo, mientras hacía rodar la gorra entre los dedos. Gisela no podía considerarse una mujer bonita, pero tampoco fea. Simplemente era corriente. Sin embargo, su postura era lamentable. Apagada y con tanta rigidez, que enfriaba al hombre más calenturiento. De todos modos, conocía muy bien a las mujeres y por propia experiencia, sabía que hasta la más fría acaba derritiéndose bajo las caricias experimentadas de un hombre y ella no era distinta.
—Por favor, conteste. Tengo cosas más importantes que hacer –insistió Gisela incómoda.
—¿Más? Pensé que salvar la reputación de Isabel era lo principal. ¿Me he equivocado?
—Del todo. Mí prioridad es preservar el honor de toda la familia.
—¿Y qué estaría dispuesta a hacer?
—Por el momento, ya he hecho algo deleznable, como citarme con un estafador. Así que, no perdamos el tiempo. Quiero que esto termine cuanto antes. Dígame cuanto quiere. Le pagaré con generosidad.
—¿Y si le digo que no quiero dinero? –dijo Pol con voz suave.
Gisela parpadeó desconcertada. Hasta que creyó comprender.
—Encontrarse de nuevo con mi hermana, queda descartado. Ya se lo dije. Va a casarse y nada impedirá esa boda.
—No es mi intención. He pasado página con Isabel.
—¿Entonces? ¿Prefiere una casa? –sugirió Gisela.
Él negó con la cabeza sin dejar de escrutarla con sus ojos oscuros.
—La quiero a usted –dijo sin mostrar el menor síntoma de estar bromeando.
—No entiendo….
—Está claro. Cambio una hermana por otra.
Gisela se atragantó y rompió a toser. Seguramente no había escuchado bien. Aquel hombre, sin duda, estaba acostumbrado a no tener dificultad para conseguir una mujer, no podía pedirle algo tan… Tan insólito.
—¿Cómo? ¿Cómo?… ¿Ha dicho usted que…? –jadeó.
—Creo que me ha entendido perfectamente, señorita Capdevila. O usted o nada, y no es una broma. No suelo tomar a chanza los negocios.
—¿Insinúa que…? ¡Por supuesto que no! ¡Soy una mujer decente! – se agitó ella horrorizada.
Pol inspiró con fuerza y apartó la cortina para dirigirse al conductor.
—¡Espere! –exclamó Gisela pensando con rapidez. No cedería a esa inmoralidad, pero conseguiría convencerlo que era mucho mejor aceptar el dinero.
Pol volvió a acomodarse, mientras ella hacia todo lo posible para aplacar los latidos incontrolados de su corazón, abanicándose con ímpetu.
—Señor Llorenç. No soy una mujer hermosa, ni dispuesta para el juego del amor. Todos los que me conocen coinciden en que soy una mujer fría y nada pródiga a las sensiblerías. Por lo que, dudo que le inspire atractivo alguno. Y le advierto que no tengo la menor intención de cambiar. Soy así por naturaleza y moriré del mismo modo. No encontrará la diversión que busca. Será mejor que elija otro pago.
—Creo que me he expresado incorrectamente. Lo que deseo de usted es precisamente esa frialdad.
Gisela cerró el abanico exasperada y dijo:
—Si ha pretendido alterarme, lo ha conseguido. ¿Le importaría dejar de andarse con rodeos? Con franqueza, es usted difícil de entender.
—Ya que me lo pide, hablaré claro. He oído decir que es una mujer intachable e inaccesible. Incluso que jamás ha permitido que un hombre le ponga un dedo encima. Puede que sea cierto o no. Eso es lo de menos para mi. No soy remilgado en estos asuntos; aunque, si me seduce la idea de derribar ese hielo que la recubre. Quiero demostrarle que dentro de usted hay una mujer adormecida que solo espera ser despertada. Y no solo eso. Deseo mostrarle el placer que un hombre y una mujer pueden prodigarse. En pocas palabras, me he propuesto conseguir que gima de gusto entre mis brazos.
El semblante de Gisela se tornó lívido y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no desvanecerse en el acto. Jamás en toda su vida imaginó que un hombre le hablara con esa crudeza y mucho menos que le pidiera ser su amante.
—Está loco –gimió respirando entrecortadamente.
Pol levantó los hombros con aire de indiferencia.
—Lo más probable. Pero que quiere que le diga. Desde que pensé en esta idea tan absurda, no he podido quitármela de la cabeza. Y como le dije, soy testarudo.
Gisela, a pesar del horror de la situación, su mayor ofensa fue el énfasis que utilizó al decir “absurda”. Ese simple vocablo logró, por primera vez, que se sintiera menospreciada.
—Y yo una mujer decorosa. No puedo aceptar esta… Esta ignominia.
—En ese caso, habrá escándalo –sentenció él.
—¿Por qué este empeño en vejarme? Sé que fui dura con usted, pero en ningún momento lo insulte. Me limité a salvaguardar a mi familia. Su presencia era un serio peligro para la honra de mi hermana, de una jovencita que está apunto de convertirse en esposa. ¿Tan insensible es que no puede comprender? De veras que no fue algo personal contra su persona, si no, hacia su actitud.
Él la fulminó con una mirada cargada de odio.
—Puede que no se diera cuenta de ello, pero se comportó conmigo como si fuera su esclavo. Y quiero que por una vez se sienta usted bajo el dominio de otro ser humano. Ahora quiero ser yo quien mande y si no obedece… ¡Juro por Dios que se arrepentirá! –dijo con tono amenazante.
Gisela se arrugó ante el estallido de cólera y comprendió que, o aceptaba, o su mundo se desmoronaría.
Se preguntó si debía sacrificarse. Lo más seguro es que, si ella se encontrara en el lugar de Isabel, ésta no haría nada para salvarla del escándalo. Sin embargo, debía pensar en su padre. Desde lo de sus tías y el incendio su salud se había debilitado. Un golpe como ese lo quebraría. Y la familia. Su buen nombre quedaría manchado con el barro de la imprudencia de esa desvergonzada. De todos modos, entregar su honra a ese miserable era demasiado sacrificio.
—¿Acepta o me marcho? –masculló él malhumorado.
—Le aseguro que saldría ganando con el dinero. Puede pedir lo que quiera. No me negaré –insistió Gisela en apenas un murmullo.
—No –rechazó él con rotundidad.
—¿Podría, al menos, dejar que lo medite algún tiempo? –musitó ella.
—No.
—Comprenda que… Me está pidiendo que olvide todos mis principios, que me convierta en su amante. Es una determinación sumamente grave. Una decisión que trastocará mi vida.
—¿Tanto le repugno? –masculló Pol con el ceño fruncido.
Gisela lo miró con atención por primera vez. Era muy atractivo. En realidad, sumamente guapo. Alto y por lo que podía recordar cuando lo vio sin la camisa, musculoso y fuerte. No. Decididamente no era repugnante. Aunque sí lo que él pensaba hacer con ella. Y no estaba preparada para soportar esas… Esas porquerías.
—Está bien. Veo que no estaba tan dispuesta a salvar la honorabilidad de su excelsa familia –gruñó él levantándose.
Gisela entendió que solo era una marioneta en sus manos; que él manejaba los hilos de su destino, del de toda la familia y, sin poder evitar el llanto, con voz quebrada, dijo:
—Por favor, no. Haré lo que me pide.
Pol se sentó con aire satisfecho. Al fin había logrado doblegar la arrogancia de esa mujer.
—Es usted una mujer muy sensata.
—La sensatez nada tiene que ver. Me veo obligada y lo sabe. ¿Cuándo quiere…? Me refiero a….
—Sé a lo que se refiere. No tema. No será ahora mismo. No está en condiciones, digamos de… divertirse sin complejos. Aunque, me gustaría un anticipo.
Ella lo miró espantada.
—No se altere. Por el momento, solo la besaré –dijo Pol levantándose —.Por favor, relájese. Comprobará que es agradable.
—Lo dudo –dijo ella con un hilo de voz, temblando como una hoja.
Pol sonrió divertido. Tenía ante él a una mujer madura que se comportaba como una chiquilla inexperta. Claro que, si lo que se comentaba era cierto, había cierta lógica.
—Vamos allá –dijo Pol acercándose a su boca.
Sus labios se posaron sobre los de ella, abriéndose paso con la lengua, notando como Gisela se crispaba.
—¿Nunca la han besado? –inquirió sorprendido.
—Lo que se dice de mí… es cierto –contestó ella con el rostro encendido por la vergüenza.
—Me alegro.
—¿Por qué? –inquirió ella. Y en cuanto acabó de decirlo, se dijo que era estúpida. No debía mantener ningún tipo de relación cordial con ese desalmado.
—Porque será un placer enseñarla.
Gisela trató de impedirlo a toda costa.
—Por favor, ahora no.
—Es el momento ideal –aseguró él apoderándose de su boca. Con suavidad mordisqueó sus labios, induciéndola a que los abriera para él. Pero ella permaneció tensa, reprimiendo la repugnancia de su humedad, incapaz de asimilar lo que le estaba ocurriendo.
Con un suspiro de decepción, Pol se apartó.
—Será mejor esperar.
—¿Ya puedo irme? Me he escapado para acudir a su cita y deberé dar muchas explicaciones… Si no aparezco a la hora de cenar. Y con referencia a nuestro pacto, considero que este no es el lugar adecuado para… Para sus propósitos –farfulló hecha un manojo de nervios.
—Por una vez, estoy en total acuerdo con usted. En la próxima cita, nos veremos en un lugar digamos más… convencional. ¿Qué le parece su casa?
—¡Mi casa! –jadeó ella.
—O eso, o una pensión sórdida. Vamos, sé que está vacía; así que no habrá problema.
—Sabe que en verano residimos junto a la fábrica de cristal. No podría dar ninguna excusa razonable para ausentarme un día más –dijo sin apenas voz bajando la mirada. No podía soportar esos carbones chispeantes escrutándola con curiosidad.
—¿Es amante de la ópera? Imagino que sí. A los de su clase les encanta exhibirse con sus mejores galas y ese es un buen escenario. Mañana, en el Liceo, escenifican Otelo. Diga a su familia que se queda en la ciudad. Por la tarde me reuniré con usted a las cinco –dijo Pol liberándola.
Gisela se retocó el cabello con movimientos inconexos, debido al temblor de sus manos.
—¿Qué garantías tengo de que cumplirá su palabra tras…? ¿Tras la consumación de su chantaje?
—Mejor llamémoslo… Pacto de silencio. Señorita Capdevila, me crea o no, mi palabra es sagrada. En cuanto consiga mí propósito, será usted libre y desapareceré de su vida para siempre. ¡Alto!
El coche se detuvo al instante.
—¡Ah! Y elija un vestuario más liviano. No quiero sentir que estoy profanando a una religiosa. Hasta mañana –se despidió Pol cerrando la puerta.
Gisela se hundió en el asiento sintiendo un nudo en el estómago que apenas le permitía respirar. Hasta el mismo instante que la besó, no había tomado consciencia del pacto que acordaron. ¿Acaso se había vuelto loca? ¿Acaso el honor de la familia merecía ese sacrificio? Un sacrificio que, sin la menor duda, desbarataría su futuro. Y se convenció de que sí. La verdad era que no repudiarían a la familia, pues su riqueza e influencia eran inquebrantables. No obstante, tendrían que soportar los cuchicheos y la falsa aceptación; lo cuál le sería más difícil de superar que entregarse una vez a ese bastardo. Al fin y al cabo, como había escuchado en alguna ocasión, solo debería mantenerse quieta y esperar que él terminara. Podría sobrellevarlo. Además, si Isabel no mintió, no había peligro de que quedara preñada.
Con ese pensamiento, bajó del carruaje dispuesta a representar una nueva farsa. Nadie debía sospechar la atrocidad que había decidido cometer.
Capitulo 5
Pol aplastó el cigarrillo con fuerza. Su rostro mostraba contrariedad. Le fastidiaba tener que reconocer su falta de voluntad.
—Lo sé. Fue un error. No creas que no me lamento de ello.
El hombre que estaba sentado ante él le lanzó una mirada de censura. No podía entender que le había ocurrido en aquella ocasión. Siempre fue impecable en la realización de un trabajo. Claro que, pensó, la joven Capdevila era toda una tentación.
—¡Maldita sea! ¿No podías mantener la bragueta cerrada por una temporada? Pol, no eres un adolescente con las hormonas alteradas. Tienes treinta y cinco años.
Pol entornó la boca en una sonrisa socarrona.
—La chica era un dulce demasiado apetitoso y nada difícil de abordar. En realidad, fue ella quien se me puso en bandeja. Y ya me conoces. Nunca desprecio un manjar tan apetitoso; sobre todo si es delicado.
—¿Y cuando has tenido tú un festín distinguido? Lo único que has disfrutado entre las piernas son mujeres de lo más vulgar –se mofó su compañero.
—Ahí está. El diablo me tentó del modo más sutil y caí de cuatro patas –contestó en el mismo tono.
—Sabías que era muy importante pasar desapercibido. Los tipos como nosotros no deben mezclar el trabajo con el placer. Tú estupidez ha desbaratado los planes. Todo se ha ido al carajo. ¡Por Judas! ¿Qué haremos ahora?
—Fito, no te excites. Sigo manteniendo contacto con alguien de la casa.
Su acompañante alzó una ceja y bajó el rostro para que nadie a su alrededor pudiera oírlos.
—Los sirvientes no son de fiar. Pueden irse de la lengua.
—Confía en mí. Esta vez, te aseguro que no me descuidaré. Sacaré la información que necesitamos.
—Más te vale. ¿Y qué has descubierto hasta el momento? –quiso saber Fito.
—La seguridad es escasa. Una verja que permanece abierta durante el día y que se cierra al llegar la noche, con la sola vigilancia del guarda de la finca. Es alta, pero sin impedimentos que permiten saltarla con facilidad.
—O sea, son presa fácil.
—Sin duda. Esa gente está convencida que viven en total seguridad. No olvides que son los Capdevila, la crema de la crema; una familia respetada y a la que nadie osaría agredir.
—Hasta el momento.
Pol asintió apurando el vaso de cerveza, al tiempo que alzaba la mano para que el camarero le sirviera otra.
—Moderación amigo –le aconsejó su acompañante.
—Hace un calor de mil demonios. No me extraña que esa gente se traslade a la montaña.
Su amigo se enjuagó la frente con el pañuelo, aseverando con total conformidad. La ciudad parecía un horno a punto de ebullición.
—¿Quiénes están en la casa?
—A excepción del servicio, el padre, el bombón y la hermana. De vez en cuando, viene el conde a visitar a su prometida.
—¿Al que has hecho cornudo? –dijo Fito.
—No fui el primero. La muchachita, a pesar de la apariencia, no era inocente. Era hábil en las cuestiones de cama. Todo lo contrario a su hermana.
—Lo dices como si te molestara ¿Acaso tus dotes de seductor no hicieron efecto con ella? ¿Cómo es en realidad? Dicen que intachable. Pero quién sabe. ¿Has notado si se ve ambiciosa o dispuesta a tener odio a su familia?
Pol soltó una risa profunda.
—Se desvive por cada miembro de su clan. Estoy convencido que sería capaz de cualquier cosa por salvaguardarlos del peligro. Es la mujer más virtuosa y honorable que he conocido. Y tú, ¿has averiguado algo más?
—Nuestros informes eran…
Calló al acercarse el camarero.
—Fresquita y sabrosa. Que le aproveche. ¿Usted no quiere nada más?
—Sí. Que te largues.
El camarero obedeció caminando con aire ofendido.
—Como decía –continuó explicándole Fito — los datos eran extensos. Nada más lejos de la verdad. Aún obviaron detalles importantes. He descubierto que el capital de esa familia es inmenso. Tienen casas en Paris, Londres y Ginebra. Están asociados con varios anticuarios y hoteleros de Europa. E imagino que gran parte de la fortuna lo tienen en bancos extranjeros. Lo que se dice vulgarmente, están forrados en oro.
—Unas presas muy tentadoras para cualquier desalmado. Aunque eso ya lo sabíamos, ¿no? Ese es el motivo de nuestra presencia.
—Lo era – le recordó Fito.
Pol emitió un gruñido.
—No hace falta que me lo recuerdes a cada minuto. Ya lo arreglaré.
—Eres el mejor de este negocio. Sin embargo, no veo cómo podrás recomponer el desastre. Era preciso estar en la casa para nuestros fines. Saber en cada momento sus movimientos. ¿Cómo vas a controlarlos ahora? Recuerda que no podemos fallar o será nuestra hecatombe.
Pol terminó la cerveza y se levantó.
—Confía en mí. Haré el trabajo y todos quedaremos satisfechos. Me pondré en contacto contigo.
—Hazlo cuanto antes. El tiempo apremia. El cliente se está impacientando.
Pol salió del bar y se fue a casa, que no quedaba muy lejos. Era un ático en un edifico antiguo, medio destartalado, pero que tenía unas vistas preciosas de la ciudad. Se quitó la ropa y tras llenar la bañera, se lavó concienzudamente.
Mientras se aseaba pensó en lo que estaba a punto de hacer. El chantaje solía aplicarlo cuando era imprescindible, no por una contrariedad personal. Y estuvo tentado de dar marcha atrás. Al fin y al cabo, no sentía ninguna atracción sexual por esa mujer, y dudaba que ese juego llegara a excitarlo. Sin embargo, Gisela, con su actitud arrogante, había trastocado sus convicciones morales y sentía una necesidad acuciante de hacerle tragar su orgullo. Pero se engañaba. Nunca nadie lo humilló hasta el punto de obligarlo a cometer una bajeza. Se trataba de un reto. Sobre todo, tras comprobar que sus besos, por primera vez, dejaron indiferente a una mujer. No. Continuaría con el plan. Derretiría la frialdad de esa estatua de hielo, costase lo que costase, y al mismo tiempo, seguiría indagando por sus intereses.
Con decisión, terminó de arreglarse y se miró en el espejo. Lo cierto era que, el traje no ayudaba a mostrar una imagen seductora y elegante, pero al menos estaba limpio y planchado. Aunque, se dijo sonriendo que, Gisela apenas prestaría atención a como iba vestido. Ya procuraría él que se mantuviera ocupada en algo mucho más interesante.
Capitulo 6
Gisela miró a través de la ventana y dejó caer la cortina de inmediato.
Nadie debía saber que se encontraba en casa. Nadie debía sospechar lo que estaba a punto de hacer.
Por fortuna, el regreso a la ciudad fue más fácil de lo imaginado. Isabel, la cuál se hubiera unido a ella sin dudar, se había marchado con su futura familia política a un viaje precipitado a la Costa Brava y su padre, recién instalado en el campo, se negó a regresar al trastorno de la vida social. Así que, no tuvo ningún problema en volver a Barcelona.
Ahora, la mayor dificultad era enfrentarse a ese canalla. Y estaba convencida que no podría soportarlo, que moriría de vergüenza sometiéndose a las vejaciones asquerosas de ese bastardo, que el resto de su vida sería un infierno al recordar el estigma de esa degradación.
Se miró en el espejo. Él le había pedido, no, le ordenó que se pusiera algo más liviano. Sin embargo, todo su vestuario era del mismo estilo sobrio; a excepción de un vestido de color limonado que encontró de su adolescencia, el cual, por alguna extraña razón no había sido tirado y que sorprendentemente le venía como un guante. Aunque, acostumbrada a los colores obscuros, no se sentía cómoda; como tampoco con el escote generoso. Un escote que su recuerdo había borrado de la mente.
Frunció la frente al mirarse con más atención. La imagen reflejada se encontraba muy lejos de su propósito. Ya no parecía una mujer sobria; todo lo contrario. La claridad del color realzaba sus ojos y cabellos castaños. Y el escote… ¡Señor! Decididamente, ese hombre no la vería así.
La campanilla quebrantó sus planes y su serenidad. El corazón comenzó a latirle incontrolado; por lo que tuvo que hacer un esfuerzo enorme para correr hacia la puerta y abrir antes de que ningún conocido viera entrar a un hombre, y de esa calaña, en su casa.
—Buenas tardes –la saludó él quitándose el sombrero.
Gisela miró a un lado y a otro de la calle con aire espantado.
—Por el amor de Dios. Pase de una vez.
Pol dibujó una sonrisa de complacencia, echando una ojeada a su alrededor. El vestíbulo estaba discretamente decorado, pero con un gusto exquisito. Dos cuadros modernistas y una mesita de caoba repujada con dorados al estilo griego, con un jarrón de cristal repleto de rosas amarillas. Sin embargo, la escalera de mármol níveo con barandilla de ébano, era suntuosa.
—Me alegro que esté tan ansiosa por recibirme—dijo entrando.
Ella cerró la puerta y le dirigió una mirada asesina, mientras subían la escalera. Estaba resuelta a que ese indeseable no obtuviera ninguna victoria. Apartaría el miedo y se sometería sin mostrar emoción alguna.
Pol la siguió sin borrar la sonrisa. Gisela pretendía manifestar una entereza de la cual carecía por completo. Y eso le gustó. Otra en su lugar se habría derrumbado sin importarle descubrir su flaqueza.
Tras recorrer la mitad del pasillo, entraron en el salón. Era una estancia de dimensiones enormes. Los muebles estaban cubiertos por sábanas para protegerlos del polvo.
Gisela lo miró directamente.
—¿Aquí o en el dormitorio? –le preguntó a bocajarro.
Él levantó una ceja como si la pregunta estuviera fuera de lugar.
—¿No me ofrece primero un café o una copa?
—Esto no es una reunión social, señor Llorenç. Y como sabe, tengo que asistir a la ópera. Por lo que, comencemos. Le repito la pregunta: ¿Aquí mismo o en el cuarto?
Pol, en lugar de responder, apartó la sábana que cubría el sofá y se acomodó.
—Señorita, estos asuntos requieren más calma y un ambiente menos tenso. Si es tan amable, siéntese y charlemos.
Gisela lo miró perpleja. ¿Charlar? Era evidente que ese hombre no estaba en sus cabales. Dos seres tan distintos y en esas circunstancias, no tenían motivo alguno de conversación.
—Por favor, insistió él.
Comprendiendo que nada de lo que dijera lo haría cambiar de opinión, antes de obedecerlo, le sirvió una copa de oporto. Pol le indicó que se sentara junto a él.
—Gracias. Por lo que aprecio, pensaban pasar mucho tiempo fuera.
—Todo el verano. Es más soportable el calor en la montaña.
—Es una mujer con suerte. No todos tenemos ese privilegio. ¿Cómo se las ha arreglado para despistar a la familia? –le preguntó Pol saboreando el vino.
—Isabel se ha marchado unos días con su futura familia política y papá prefirió quedarse en casa —contestó Gisela de mala gana.
—¿Lo ve? No ha sido tan difícil. ¿Es un Manet? –dijo Pol indicándole el cuadro que presidía el salón.
Gisela lo miró sorprendida.
—No ponga esa cara. Algunos obreros también disfrutamos del arte. Imagino que les habrá costado un buen dineral. Aunque estaría mejor en un museo, para que todos pudieran admirarlo.
—¿Pone siempre pegas a todo? –replicó Gisela con irritación.
—Cuando son necesarias. Hoy, por ejemplo, mi opinión sobre su vestido es distinta. Me parece delicioso. Le sienta bien el color y sobre todo, la hechura –dijo con total sinceridad. Lo cierto era que su aspecto había cambiado notablemente. Ahora, incluso, podría decirse que estaba agraciada.
Ella no pudo evitar que sus mejillas lívidas adquirieran un tono carmesí ante la mirada penetrante que él dirigió hacia el escote.
—¿Aparte de limpiar cristal y reconocer a pintores afamados, es también entendido en costura, señor Llorenç? –pudo decir tras inspirar con fuerza.
Pol tomó un sorbo y lo paladeó lentamente, sin dejar de estudiarla. Gisela estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para no perder la compostura, para impedir que su miedo la quebrara por completo. Lo cual, no lo tomó como algo personal. Esas damas tan educadas se horrorizaban ante cualquier comentario sobre el sexo; por lo que, estar a punto de ponerlo en práctica, debía ser para ella algo monstruoso.
—Tengo muchas habilidades. Ya lo irá comprobando. Y usted, ¿aparte de organizar fiestas magníficas, que más hace? –dijo.
—Someterme a chantajes perversos –replicó Gisela con acidez.
—Discrepo. Esto es un pacto decidido de mutuo acuerdo, por propios intereses.
—¿De veras? Si no me equivoco, mis intereses se decantaban por el dinero –inquirió ella con mordacidad.
El dejó la copa sobre la mesita y ladeó el rostro para lanzarle un guiño.
—Le prometo que, en cuanto comencemos con mi preferencia, cambiará de opinión.
—Lo veo muy seguro. Temo que se llevará una decepción. Le advertí que la pasión no forma parte de mi cotidianidad. Y como puede apreciar, no estoy motivada hacia sus intenciones.
—Por eso estamos aquí, para remediar esa apatía e ignorancia —dijo Pol acercándose a ella.
Gisela retrocedió con evidente pavor en el rostro.
—¿A qué viene ese pánico? No me hará creer que a sus… ¿Treinta y pocos años, jamás ha estado con un hombre?
—Jamás –dijo ella rotunda.
—¿Y nunca ha sentido curiosidad por el sexo? ¿Por saber que se siente cuando a una la toca un hombre?
Gisela pensó que hacía muchos años que se había dejado de hacer esa pregunta, cuando comprendió que ninguna vez recibiría una caricia, que su destino era el de ser una solterona.
—Mis sentimientos íntimos no son de su incumbencia –contestó con aire digno.
Él dibujó en el rostro una sonrisa afable.
—Señorita, no debe asustarse. Lo que vamos a hacer es de lo más natural.
—Lo… Lo será para usted –farfulló Gisela sintiendo como el corazón se le desbocaba.
Él no la tocó. Aún no era el momento. Ella debía calmarse, adquirir confianza. Aunque, esto sería lo más difícil de conseguir.
—Y para muchos. Dígame. ¿Por qué no se ha casado? No está usted del todo mal y es rica. Cualquier hombre habría dado su brazo por conseguirla.
—Sé perfectamente como soy y los “intereses” que despierto. Esa fue la causa que rechazara a los pocos pretendientes que tuve.
—¿Y a su hermana no le importa?
Gisela parpadeó confusa.
—Me refiero que si a ella le da igual que su prometido se sienta alentado por su fortuna.
—Isabel, como ya ha comprobado, despierta algo más que interés crematístico. Además, el conde ya es muy rico. No necesita comportarse como un caza fortunas.
Pol alzó los hombros con aire indiferente.
—Su hermana es bonita, sí.
—¿Sólo se le ocurre ese calificativo después de…? ¿De robarle la inocencia? –protestó ella indignada.
—Isabel no era para nada inocente. No fui el primero.
Gisela, incrédula, lo miró con los ojos abiertos.
—Le doy mi palabra de honor, señorita.
Gisela, suspicaz, se echó a reír.
—¡Vaya! Lo he logrado. ¿Sabe que cuando ríe su rostro se dulcifica y es hasta agradable? Debería hacerlo más a menudo.
Ella regresó a su postura severa. Por muy afable que quisiera mostrarse, nunca conseguiría que sus sentimientos hacia él cambiaran. Hiciera lo que hiciera, siempre sería para ella un infame.
—No necesito los consejos de un hombre como usted.
—¿Y cómo es un hombre como yo?
Gisela osó mirarlo fijamente. Sus ojos pardos lo escrutaron con un destello de irritación. Era guapo, atlético y a pesar de odiarlo, no tuvo más remedio que reconocer que era sorprendentemente educado y con un léxico perfecto; lo cual, tratándose de un obrero la desconcertaba.
—Permítame que me abstenga. Sería demasiado grosera y mi educación me lo impide –dijo con sarcasmo.
—Es una lástima. Me hubiera gustado saber que opina de mí.
—Con un poco de esfuerzo podrá imaginarlo –dijo ella curvando la boca en una media sonrisa.
Pol dejó la copa en la mesa y se acercó más. Con semblante circunspecto, tocó con el dedo la mejilla de Gisela, provocando que ella respingara.
—En este instante, mi imaginación está demasiado ocupada en otros menesteres más sugestivos. ¿Le cuento cuales son? –dijo con voz sedosa.
Gisela, esta vez, no se apartó y le sostuvo la mirada.
—¿Ya no me teme? –inquirió él.
Claro que le temía. Sin embargo, no le daría la satisfacción de sentirse aún más poderoso. Tomaría su cuerpo, pero no sus sentimientos más profundos.
—Soy una mujer práctica, como ha comprobado al aceptar su “propuesta” escandalosa. He decidido que si ha de suceder, mejor aceptar el sacrificio con el mejor talante.
Pol ignoró el tono despectivo. Ningún rechazo lo haría cambiar de opinión. Sobre todo ahora que la nueva imagen la había revelado como una mujer casi apetecible.
—Así lo espero. Tenga en cuenta que quiero quedar complacido o el pacto no servirá de nada. Sea dócil y no habrá problemas. Ahora comenzaremos donde lo dejamos: Los besos –dijo acercando su rostro al suyo.
Gisela, respirando entrecortadamente, tensó la espalda frotándose las manos con gesto alterado.
—Nada debe temer. Le gustará. Lo prometo. Confíe en mi –la tranquilizó él acariciando con la yema del dedo sus labios trémulos.
—¿Cómo puede decirme eso después de obligarme a ser su ramera? –musitó ella estremeciéndose.
El semblante de Pol se endureció mientras se apartaba de ella.
—En ningún momento la he considerado una ramera, señorita –mascó entre dientes.
—¿Ah, no? He de entregarme a usted para pagar su silencio –le recordó ella.
—No se hipócrita. Su hermana no merece ese “sacrifico”. Y en cuanto al honor de su familia, dudo que se quebrante. Son demasiado poderosos. Y lo sabe. Así, que, soy yo el que no entiende que está haciendo aquí.
—Las cosas son más complicadas de lo que parecen –replicó ella con gesto digno.
—¿Y por qué no me lo aclara?
—Puede que le considere un canalla, pero no estúpido. Sabe perfectamente como funciona la buena sociedad.
—Cualquier pequeña mancha, embarra la limpieza de sangre. ¿No es así? Lo cual me beneficia. Y a usted también. Sé que mis lecciones le resultarán muy, muy placenteras –dijo Pol entornando los ojos. Con suavidad le tomó el mentón y con la otra mano acarició su mejilla, dejando que el dedo descendiera hasta sus labios, mimándolos con sutileza. Después, sustituyó el dedo por la lengua, al tiempo que con la otra mano la tomaba por la cintura acercándola a su pecho. Con parsimonia lamió sus labios, percibiendo la rigidez de ella —. Relájese. No piense en nada. Solo concéntrese en esto, en mi boca, en la sensación que le causa.
—¿De verdad cree… que podré? –balbució ella.
—Lo hará –sentenció Pol.
Gisela, sorprendida, descubrió que estaba en lo cierto, que su lengua le provocaba sensaciones muy alejadas al asco. Era agradable. Muy agradable lo que le estaba haciendo. Y sin ser consciente de ello, comenzó a relajarse.
—¿Lo ve? No es tan terrible. Ahora voy a besarla —susurró Pol tomando su boca.
Un ramalazo extraño convulsionó el estómago de Gisela cuando la lengua inquieta de él chocó contra la suya y aferró con las manos la tela del diván. Pol la besó lánguidamente, sin prisa. No quería intimidarla. Su única pretensión era conseguir que ella se rindiese y correspondiera a su caricia.
—Su boca es fresca –dijo mirándola directamente a los ojos. El reflejo de su brillo le indicó que el beso no la había dejado indiferente.
—Es… Es por el té. Té… De menta.
—Me gusta –dijo Pol volviendo a atacarla con sensualidad —. Y mi boca. ¿A qué sabe? –le preguntó mordisqueando su labio inferior, acariciándole la espalda con sutileza.
Ella, sumida en sensaciones nuevas y gratas, no pudo contestar, solo sentir su sabor añejo por el oporto y su aliento de fuego.
—Gisela. Dígame lo que siente. Quiero saberlo –le pidió él percibiendo como su indiferencia por ella se estaba derrumbando. Su despego no era capaz de resistirse a esos pechos endurecidos, ni a esas pupilas dilatadas por el hechizo que la mujer sentía con sus caricias.
—Yo… No lo se. Es… Agradable –confesó ella, muy a su pesar, en apenas un susurro.
Pol miró su rostro arrebatado, sus pechos oscilantes por la alteración.
—¿Únicamente agradable? Debe ser placentero. Continuemos hasta conseguirlo –dijo él con la voz pastosa, mientras sus manos se alzaban hacia la cabeza de la mujer. Con determinación buscó los pasadores, mirándola a los ojos fijamente, con descaro.
—¿Qué hace? No –dijo ella apartándose.
—Tiene un cabello precioso y deseo verlo en libertad –contestó él desatendiendo su ruego. Uno a uno, sin dejar de mirarla con sus ojos de carbón, los arrancó tirándolos al suelo, hasta que la mata de cabello castaño cayó con languidez cubriendo la espalda de Gisela. El la despeinó con cuidado y sonrió satisfecho —.Mucho mejor. No debería recogérselo nunca. Está usted mucho más bonita y juvenil. Y sin darle tiempo a pensar, se sumergió de nuevo en esos labios calientes y húmedos, besándola sin darle un minuto de respiro. La mente de ella olvidó todo propósito preconcebido ante el descubrimiento que ser besada por un hombre era delicioso. Y lo único que deseaba era él que no se apartara, que su boca siguiera donándole ese goce.
—Huele muy bien –dijo él dentro de su boca.
—Es… Perfume de jazmín –respondió ella respirando agitada.
—Delicioso. Ahora béseme, Gisela –le pidió Pol hundiendo las manos en su cabello sedoso.
—No sé –jadeó ella.
—Solo debe imitar lo que le he hecho –dijo él ofreciéndole la boca.
Gisela, torpemente, lo obedeció. No quería enojarlo y que rompiera el pacto. Indecisa, con la lengua, lamió sus labios carnosos y los mordisqueó. Después, buscó la lengua de Pol, sobresaltándose cuado él soltó un gemido.
—¿No lo hago bien? –inquirió alarmada.
—Casi perfecto. Aprende rápido, señorita –susurró Pol respirando agitado.
—¿Y le ha gustado? –quiso saber ella expectante. Por nada del mundo quería decepcionarlo y que su enojo fuera la ruina de la familia.
Por única repuesta, Pol abordó sus labios y la devoró, recreándose durante unos largos minutos en esa boca fresca, consiguiendo que ella le correspondiera casi con la misma fogosidad.
Cuando se retiró, ella soltó una leve protesta. Con ojos obscuros la miró fijamente, deleitándose con sus mejillas encendidas.
—¿Qué siente ahora?
—¿No puede conformarse con… con sus actos? ¿También quiere humillarme en mis sentimientos más íntimos? –farfulló ella terriblemente avergonzada por su reacción impúdica.
—Sencillamente no quiero que exista entre nosotros frialdad. Olvide el pudor y descríbame sus sentimientos –dijo Pol.
Gisela, sin atreverse a mirarlo a los ojos, pues le estaba pidiendo algo mucho más difícil para ella que lo físico, dijo:
—Es… Estoy sofocada y he percibido un espasmo en el vientre y un… calor húmedo entre los muslos. ¿Es normal?
Pol le alzó el mentón y torció la boca en una media sonrisa.
—Sí, señorita Gisela. Es normal. A eso se le llama placer sensual –dijo volviendo a besarla. Pero esta vez, abandonó la suavidad y la asaltó con voracidad.
Ella, con un gemido de puro asco por su debilidad, lo aceptó y se dejó llevar por la tensión que la atenazaba respondiendo a sus caricias húmedas con el mismo ardor. Un ardor, que para Pol no era nada ficticio. La inflamación que ocultaba sus pantalones era muy real y el deseo de liberarla con esa mujer, sorprendentemente, más apremiante de lo que había esperado. De todos modos, no podía. Debería aguardar a que ella estuviera preparada. Por lo que, frustrado, se separó abruptamente.
—La primera lección ha terminado –dijo con rudeza.
Gisela, aún impactada por lo que había ocurrido, lo miró aturdida.
—Me refiero a que mañana continuaremos con el siguiente paso.
—¿Mañana? No… No puedo –jadeó ella.
Pol se levantó y se arregló la chaqueta.
—Hicimos un pacto. Y debe cumplirlo –dijo con tono hosco.
Gisela carraspeó y recomponiéndose el cabello, lo fulminó con sus ojos pardos.
—¿Y a qué cree que he venido? Estaba dispuesta a… a…Ya sabe.
—¿A acostarse conmigo? Lo hará. No le quepa la menor duda. Pero temo que me entendió mal. Le dije que deseaba enseñarle el mundo del placer y es lo que pretendo. Sin embargo, una mujer como usted no puede ir con prisas. Requiere dedicación. Así que, nos lo tomaremos con calma.
Gisela lo miró espantada.
—Ya sabe que no puedo depender de mi tiempo con libertad. No puedo excusarme de nuevo –protestó.
—No es mi problema. Nos veremos mañana a la misma hora. Buenas tares, señorita Capdevila. Que disfrute de la ópera –replicó él inclinando la cabeza. Dio media vuelta y con la boca apretada escapó de allí maldiciéndose por no predecir que ella podría llegar a exaltarlo.
Capitulo 7
Tras el suave golpe de la puerta, Gisela permaneció durante unos minutos transpuesta incapaz de entender que había sucedido. Aborrecía a ese hombre y su reacción fue complacerlo en su orgullo. Sin embargo, eso no era lo peor. Descubrió que el sexo no era nada repugnante, todo lo contrario, era agradable y mucho. Por ello, desprevenida, se dijo, reaccionó a sus caricias impúdicamente. No obstante, se juró que no volvería a suceder. Ahora que tenía conocimiento de ese mundo oscuro y secreto, y de las sensaciones que provocaba sumergirse en él, se mantendría fría, distante. Ese canalla no conseguiría su propósito. Era una dama cristiana y decente. Y una dama debía resistir las tentaciones del Maligno.
Con esa firmeza, se cambió de vestido, recompuso su moño y ordenó al cochero que la llevara a casa de su tía.
El rostro de la anciana, apenas surcado de arrugas a pesar de su avanzada edad, la recibió con semblante preocupado.
—Tranquila, tía. Solo he venido a la ópera. Siento no haber avisado, pero me enteré de camino a casa que hoy está en cartel Otelo y decidí asistir. Y como tenemos la casa cerrada, he pensado que no te importaría que me instalara aquí hasta mañana –le dijo de un tirón.
—¡Por supuesto que no, querida! Al contrario. Me alegro de no tener que ir sola al Liceo. ¿Vas a ir vestida así? –dijo Natividad Capdevila más aliviada.
—He traído un vestido. ¿Será mucha molestia si tomo un baño y te robo a tú doncella un rato?
—En absoluto. Más bien te conviene. Estás muy acalorada. Lo cierto es que hoy hace un calor insoportable.
Gisela se ruborizó más al recordar el motivo del sofoco que aún permanecía en sus entrañas. Era como si él la hubiera marcado con fuego, de un ardor indestructible.
—Sí. Hoy la ciudad es un infierno –dijo enjuagándose la frente con el pañuelito de hilo bordado.
—Mientras Rosa te prepara el baño, tomaremos una limonada –dijo Natividad llenando dos vasos.
El refresco pareció aliviar un poco la quemazón que aún permanecía en su piel y el baño, la hizo desaparecer por completo.
—Decididamente, tienes que ir a la costurera. No te irás al campo hasta tener un vestuario adecuado –le dijo su tía al verla aparecer con un vestido gris mucho más adecuado a una vieja viuda que a una joven como ella.
—No hay prisa. Además, papá está solo. He de hacerle compañía.
—¿Dónde está tú hermana?
—Con los condes. Han ido a la costa. Volverán dentro de tres días.
—Esa muchacha es una irresponsable. ¿Cómo se le ocurre dejar solo a Joaquim? – bufó la anciana.
—No seas tan exagerada. Papá está perfectamente, tal como pudiste comprobar en la fiesta.
—Si, si. Pero después de todo lo que ha sucedido… ¡En fin! Hablando de la fiesta. He de felicitarte. Esta mañana he estado con la vizcondesa Dosaguas. Estaba furibunda. Por supuesto no lo demostró, no hubiera sido de buen gusto. Sin embargo, por el tono irritado de su voz al felicitarme por la verbena, vi que se moría de envidia. Sobre todo por lo de Isabel. Tenía esperanzas de que Robert se casara con su hija. ¡Ilusa! Montsita no es nada agraciada y aunque tenga fortuna, tiene por delante a un buen número de casaderas realmente bonitas e igual de importantes. Solo la casará cuando las demás estén comprometidas y tendrá que conformarse con lo que quede de la temporada.
—No es tan malo ser soltera –dijo Gisela colocándose el sombrero.
—¡Demonios! Es la mayor estupidez que he escuchado. Las mujeres estamos hechas para el matrimonio y los hijos. Una mujer sola no tiene libertad, debe cumplir las normas a rajatabla. Claro que a ti, parece no importarte. Siempre has sido… ¿Cómo lo diría? ¿Retraída y demasiado responsable?
—Tenía la obligación de cuidar de mí familia –se defendió Gisela.
—¡Pamplinas! A Isabel podían cuidarla las niñeras y tú padre, siento tender que decir esto, pero nunca te necesitó. Se recuperó pronto de la muerte de su querida esposa. Pero tú necesitabas una excusa para alejarte del mundo. Por suerte, no te negaste a que te presentáramos en sociedad. Hubiera sido un desastre para los Capdevila.
—Como has dicho, soy responsable. Jamás haría nada que os perjudicara. Sé cuales son mis obligaciones –replicó de mala gana. Aquella conversación estaba empeorando su mal humor. Nunca soportó que nadie le indicara como actuar; sobre todo tras tomar las riendas de la casa.
—Ahí radica el problema. Gisela, deberías liberarte de tanta carga y más ahora que Isabel se casará y dejaras de tutelarla. Ya es hora de que vivas tú vida. Y te aseguro que me encargaré de ello. Comenzaremos hoy mismo. Iremos a la ópera y haremos vida social. No. No repliques. Sé lo que vas a decir: Que eres una mujer madura y que nadie tiene derecho a inmiscuirse en tus decisiones. Estoy de acuerdo. Lo que no consiento son los chismes que corren sobre ti.
—¿Qué pueden decir? Mi vida es intachable –dijo Gisela rogando a Dios que su cita clandestina no hubiera sido descubierta.
—Demasiado. Esa es la complicación. Nunca has aceptado a ningún pretendiente ni tampoco has coqueteado, que es lo lógico que haga un jovencita. Por lo que, especulan que es debido a un carácter agrio o a que amas en secreto a un hombre prohibido.
Gisela soltó una risa entre nerviosa y liberada al comprobar que su secreto estaba, por el momento, a salvo.
—¡Qué idiotez! ¿Y por ello debo cambiar de hábitos? No estoy dispuesta, tía.
Natividad Capdevila resopló con impaciencia.
—Entonces, no me vengas con esa parafernalia de tú entrega abnegada a la familia.
—¿Me estas diciendo que a estas alturas tengo que comportarme como si fuera una adolescente en los salones o si no, la familia seguirá siendo pasto de las falsas murmuraciones? ¡Es absurdo!
—Lo sé. Pero así son las cosas. No te queda más remedio que desbaratar las fantasías que se han creado en torno a ti. Desde ahora, demostrarás que están equivocados. No te será arduo; pues quien te conoce a fondo sabe que eres agradable y que no estás perdidamente enamorada de un hombre casado. Aunque para ello, deberemos hacer pequeñas modificaciones. Cambiaremos el vestuario, el peinado y tus actitudes sociales. Y no admito ni una protesta más o juro que no asistiré a la boda de Isabel y todos se preguntarán el motivo.
Gisela no quería ni pensar en los comentarios y dudas que causaría su ausencia. Y no podía arriesgarse a que la gente comenzara a sospechar lo que ella ya sabía de su hermana.
—Eres malvada –le recriminó.
—Contigo, la única solución es la amenaza.
Gisela inspiró con fuerza. Si había aceptado el chantajee ignominioso de ese canalla, no le sería tan dificultoso complacer a su tía durante la temporada. Claro que, en cuanto terminaran los dos asuntos escabrosos, volvería a su vida tranquila.
—Está bien. Pero que conste que lo hago presionada.
—Me da igual, con tal que remediemos la situación. ¿Y quién sabe? Incluso puede que encuentres marido.
—Decididamente tía, con todo el respeto, creo que no estás en tus cabales.
—¿Por qué? No estás mal. Te pareces a mí de joven y yo tuve mucho éxito. Claro que, era más simpática y sociable. Además, aún no eres una vieja y puedes darle hijos a un hombre. Y si añadimos al lote que eres inmensamente rica, cualquiera estaría encantado contigo.
—Esa riqueza no es ninguna ventaja. En el caso, y digo en el caso, que deseara casarme, no lo haría sin la condición de que él me amara –replicó Gisela.
—¡Por Dios Santo, criatura! ¿Amor? No conozco a ninguna pareja que se uniera por ese motivo que siga junta.
—Papá y mamá se adoraban –le recordó ella.
—Un caso entre un millón. Por lo general, cuando un hombre y una mujer se casan, es por intereses comunes, que son las bases más firmes. Los sentimientos son volubles. Quién sabe, si tus padres hubieran mantenido ese amor si ella no hubiese muerto –dijo su tía colocándose tras ella. Con determinación, comenzó a desatarle los botones.
—¿Qué haces? –protestó su sobrina.
—Comenzar el cambio. Tengo vestidos que te irán bien. Son un poco anticuados; sin embargo, viendo como vas, estarás mucho mejor. ¡Vamos! –dijo arrastrándola hasta su habitación. Abrió uno de los armarios y comenzó a escoger entre las decenas de vestidos, eligiendo uno de seda de color esmeralda rematado en el escote con pequeños capullos amarillos.
Gisela sacudió la cabeza.
—Es demasiado juvenil y escotado.
—¡Tonterías! Eres tú la anticuada. Este color resaltará tus ojos y cabello. A mi marido le encantaba, Anda. Póntelo. Te quedará como un guante. Tienes la talla que yo tenía a tu edad.
—¿No amaste a tu marido? –le preguntó Gisela mientras obedecía la orden tajante de su tía.
La anciana parpadeó perpleja.
—¿A qué viene esa pregunta? Bueno. Nos llevábamos bien. Y sí, supongo que le tenía cariño. ¿Lo ves? Estás perfecta.
Gisela efectuó un mohín de disconformidad. Se veía demasiado llamativa y el escote… ¡Señor!
—No puedo ir así. Moriré de vergüenza –musitó.
—¡Pamplinas! Ahora despunta la mujer que llevas dentro. ¡Vamos, vamos! No podemos llegar tarde. Coge el chal y el bolsito. ¡Deprisa!
Gisela recubrió los senos y la siguió pensando que esa noche haría un ridículo espantoso. Ya no era joven y ese atuendo era demasiado escandaloso.
Durante el corto recorrido, sus pensamientos, con voluntad propia, se encaminaron hacia Pol, hacia esas sensaciones que le provocó con sus actos desvergonzados y pecaminosos. Ese hombre era como la carcoma que roía los firmes cimientos de sus convicciones.
—Hoy está todo muy animado –dijo Natividad Capdevila mirando a través de la ventanilla.
—Si –musitó Gisela clavando sus ojos pardos en los transeúntes que llenaban el paseo de las Ramblas, una calle de la más variopinta con sus puestos de flores y de venta de animales; pero sobre todo por las gentes que lo llenaban: Mendigos, burgueses, ladrones y mujeres de mala vida, que miraban extasiados el teatro iluminado y a los carruajes cargados de ricos engalanados para la gran ocasión, ignorantes del mundo sórdido y real que los envolvía.
Cuando bajó del carruaje, a Gisela el corazón se le subió a la garganta al ver a varios pares de ojos clavándose en ella. Trató de ignorarlos y temblando, entró en el teatro dispuesta a alcanzar cuanto antes el palco con la esperanza de que nadie la saludara. Pero no tuvo suerte. Esperanza Ruiz y su esposo, el comisario general, se acercaron a ellas.
—¡Querida Natividad! Me alegro de verla, sobre todo a usted, Gisela. Está… Muy elegante –dijo la señora Ruiz repasándola de arriba hacia abajo con sus inquisitivos ojos azules.
—Gracias, señora. Buenas noches, comisario.
—¿No ha venido el resto de su familia? –le preguntó él.
—Mi otra sobrina está realizando un corto viaje y Joaquim no ha querido abandonar la tranquilidad de la casa campestre –respondió Natividad —. ¿Y usted qué tal? ¿Está atrapando a muchos delincuentes?
—Estoy en ello, querida señora. Sin embargo, no siempre son tan fáciles las cosas. Aunque, no dude que un día u otro, caerán bajo las garras de la ley –respondió el comisario.
—Eso espero. Hoy en día, una mujer sola se siente en peligro. Los robos han proliferado. Por suerte, Gisela se quedará unos días conmigo.
—¿De veras? En ese caso, espero que nos honren asistiendo a una de nuestras cenas –se apresuró a decir la señora Ruiz. No quería desaprovechar la oportunidad de invitar a tan distinguidas damas. Si aceptaban, sería una de las anfitrionas más envidiadas de la ciudad.
—Por supuesto, señora –dijo Natividad.
El timbre anunció que la función estaba a punto de comenzar.
—Si nos disculpan –dijo Gisela.
—Como no –se despidió el comisario inclinando levemente la cabeza.
Gisela y su tía subieron la gran escalinata y se apresuraron a ocupar sus butacas.
El palco que poseían los Capdevila era el más relevante y también, el más expuesto. Por lo que Gisela, apenas pudo disfrutar de la obra, puesto que los curiosos no dejaban de echarle ojeadas.
—¿Lo ves? Estoy haciendo un ridículo espantoso –susurró.
—¡Tonterías! Lo que ocurre es que te están admirando. Hoy estás muy bonita, hija. Anda, deja de preocuparte y atiende al escenario. ¡Es una obra muy emotiva! –dijo Natividad enjuagándose una lágrima con el pañuelito de hilo.
En el intermedio, Gisela tuvo que hacer acopio de su aplomo y conversar cortésmente con los conocidos que se acercaban a ellas, ocultando las ansias que tenía por escapar. Y en cuanto los aplausos inundaron el teatro al finalizar la obra, decidió que por aquella noche era suficiente.
—Ya me has exhibido. Me voy a casa –dijo con tono que no admitía discusión.
—Los barones de Riudoms nos esperan en su fiesta. No podemos negarnos. Sería una desconsideración imperdonable.
—Entonces, asiste tú.
—Gisela, quedamos que…
—Tía. He hecho un enorme esfuerzo. No me pidas más por hoy. ¿De acuerdo? Di que tenía un terrible dolor de cabeza, lo cuál, desgraciadamente es cierto. No te preocupes. Tomaré un coche alquilado. Que lo pases bien –se despidió besándola en la mejilla.
Capitulo 8
El asunto estaba bien claro y pondría todo su empeño y habilidad en conseguirlo; lo cual no le sería difícil. El tipo, acaparado bajo el poder que ostentaba, estaba convencido que era indestructible. Pero él se encargaría de demostrarle que no era así.
—¿Estás seguro?
Pol miró a su compañero y asintió.
—Es el momento perfecto. El servicio tiene el día libre.
—¿Y si no decide salir?
Pol sonrió con autosuficiencia.
—Camarada Lucas, no dudes que saldrá. Le espera una buena diversión y larga. Nos dará tiempo a tomar lo que queremos. Mira. Ahí va el coche.
—No me gusta nada esto. Es demasiado arriesgado y si nos pillan, nos pudrideros en la cárcel –dudó Lucas.
—¿A qué viene tanta aprensión? Siempre hemos salido airosos. Cálmate, por favor y estate atento. Si ves que regresa de improviso, silba esa cancioncilla y saldré como alma que lleva el diablo. ¿De acuerdo?
Su amigo asintió con el semblante pálido. Pol se estaba arriesgando demasiado. Una cosa era asaltar a clientes sin importancia y otra muy distinta entrar en la mansión de Álvaro Puchol.
Bajaron del coche y despidieron al conductor. Pol, en cuanto el carruaje se perdió de vista, cruzó la calle amparado por las sombras y la ausencia de transeúntes debido a la lluvia que caía con fuerza. Llegó hasta el edificio. Con la ayuda de un punzón y una habilidad prodigiosa, abrió la puerta.
La mansión era muy parecida a otras. Un patio lateral con varias estancias donde se cobijaban a los caballos y carruajes, pero Puchol había prescindido de ellos sustituyéndolos por varios automóviles.
Pol no pudo evitar que sus ojos negros los miraran con envidia. No era amante de los lujos, pues consideraba que era una obscenidad con la miseria que corría por el mundo. Sin embargo, esos coches selectos con sus carrocerías brillantes e impecables, lo tenían fascinado.
Con un suspiro abrió la puerta que llevaba al interior de la casa. Rebuscó en el bolsillo y encendió una cerilla.
Por suerte, a pesar de que la vivienda estaba modernizada con luz eléctrica, una lámpara permanecía olvidada en una mesa. Dejó la bolsa y la prendió descalzándose para no dejar ninguna huella de sus zapatos mojados, mientras escrutaba a su alrededor.
El lujo y lo excéntrico reinaba por doquier. Álvaro Puchol no escatimaba con el dinero que ganaba gracias a la explotación de sus empleados. A partir de ahora, pensó con regocijo, tendría que compartirlo.
Recuperó la bolsa que había dejado sobre la mesa y subió por la escalinata de mármol rosado hasta alcanzar el piso superior.
Sus pasos no produjeron ningún ruido, puesto que el suelo estaba cubierto por una alfombra persa.
Abrió varias puertas hasta dar con el despacho.
Con una ojeada fugaz a la estancia, dedujo donde se encontraba la caja fuerte. Puchol tenía las paredes cubiertas de cuadros preciadísimos, a excepción del despacho. Esa pintura era una burda imitación que cualquier ladrón experimentado desecharía al instante; por lo que era evidente lo que ocultaba.
Antes de abrirla, registró el escritorio. Facturas, una agenda y una diminuta pistola. Por lo visto ese tipo no se sentía tan a salvo como aparentaba. No se equivocaba. A partir de ahora sentiría la sombra de su amenaza hasta el fin de sus días.
Abrió la agenda. Nombres de clientes, proveedores. Nada importante, por lo que regresó junto al cuadro y lo apartó.
La caja era un último modelo difícil de abrir. Extrajo de la bolsa un estetoscopio y comenzó a tantear la combinación.
Durante una hora y a punto de darse por vencido, al fin logró que la puerta se abriera.
Al ver el contenido sonrió satisfecho. Un fajo de billetes, un estuche de terciopelo que resguardaba un reloj de diamantes y esmeraldas, y lo más importante: Documentos y una agenda repleta de nombres masculinos, que evidenciaba la debilidad de Álvaro Puchol por su mismo sexo.
Tuvo la tentación de meterse en el bolsillo el fajo de dinero y el reloj; en cambio no lo hizo. En aquella ocasión, el robo no era su prioridad. Sacó de la bolsa una máquina de fotografiar excepcional, una Kodak Brownie que permitía sacar fotos sin la molestosa placa, pues iba con un rollo de película; aunque había un pequeño inconveniente: Necesitaba mucha luz.
Arriesgándole, giró el interruptor y con rapidez sacó fotografías de cada página de la diminuta agenda y de algunos documentos comprometedores.
Una vez obtenido lo que había ido a buscar, volvió a dejarlo todo como lo encontró. Apagó la luz y salió del despacho.
Bajo la escalera y tras ponerse los zapatos, abandonó la casa, corriendo hasta donde lo aguardaba su amigo.
—¿Ha ido bien? –le preguntó Lucas un poco más relajado.
—De perlas. Ese cabrón comerá de nuestra mano si no quiere que sus trapicheos salgan a la luz. Salgamos de aquí cuanto antes –contestó Pol comenzando a caminar.
—¿Y si no acepta el chantaje? ¿No has pensado en esa probabilidad?
—Lo hará, amigo mío –aseguró Pol.
—¿Y si no han salido bien las fotografías? No tendremos nada.
—¡Maldita sea! Deja de poner objeciones a todo –se exasperó Pol.
—Es que lo de hoy ha sido muy gordo, amigo. No quiero ni pensar como acabaremos si nos pillan.
—El trabajo ha salido impecable. Nadie nos ha visto ni podrán relacionarnos con la intromisión a la casa. He dejado todo como lo encontré –le aseguró Pol.
—¿Y cómo lo harás para no dar a conocer tu verdadera identidad cuando contactes con él? ¿Lo has pensado?
Pol inspiró con fuerza.
—En esta ocasión, no puedo esconderme. He de dar la cara si quiero obtener mis objetivos. No te preocupes, estaré a salvo. Jamás me denunciará o todo su mundo caerá como un castillo de naipes. En esta caja esta la prueba y hará lo que sea para que calle. Ahora respira tranquilo y regresa con tu familia. Ya me pondré en contacto contigo –dijo Pol parando un coche.
Capitulo 9
El comisario Ruiz miró boquiabierto la casa. Jamás había visto nada igual. Parecía un pequeño castillo de cuento de hadas. Dos torreones, uno octogonal y otro cuadrado, se elevaban hacia el cielo con elegancia, mientras que sus tejas de cerámica de varios colores refulgían bajo la luz del sol.
El jardín tampoco era nada corriente. La familia apenas había modificado la naturaleza. Solo las flores no autóctonas de la montaña denotan la mano del hombre. El resto era salvaje, incluso lo cruzaba un riachuelo que podía franquearse por un puente de estilo modernista, al igual que el palacete.
El mayordomo, un hombre alto y de porte elegante, ya lindando la vejez, sin mostrar el menor movimiento en el rostro, salió a recibirlo.
—Comisario, por favor, pase –dijo con voz profunda al tiempo que inclinaba la cabeza.
Alfonso Ruiz entró en la casa.
Sin duda, aquella mañana era imposible no asombrarse. Si el exterior lo dejó apabullado, el interior era impresionante. Techos y paredes estaban decorados con motivos vegetales de cerámica, que conjuntaban a la perfección con las lámparas forjadas como ramos de flores y las vidrieras talladas con escenas pastoriles.
—¿Está bien el señor Capdevila? –preguntó concentrándose en el caso.
—Por suerte, el ladrón no tuvo tiempo de… Acabar con su vida. Solo sufre un severo golpe en la cabeza –respondió el criado.
—¿Han tocado algo?
—No, señor.
—Bien. ¿Puede contarme qué pasó, señor…?
—Pedro. En realidad, no sé si seré de gran ayuda, comisario. Llegué al cuarto del señor cuando el criminal escapaba por el balcón. Solo pude verle la espalda.
—¿Era alto, bajo, corpulento?
—De estatura alta. Algo como… Metro noventa, diría yo. Y por lo demás, la noche era cerrada y solo pude apreciar la silueta.
—¿Se llevó algo?
—Creo que no le dio tiempo. Imagino que el señor lo sorprendió antes de realizar el robo.
—¿Recuerda si se dejó, por error, la verja abierta?
El mayordomo lo miró con aire ofendido.
—Me encargo personalmente y le aseguro que estaba cerrada. Y así continuó tras… tras el desagradable incidente.
—¿Así que tuvieron que saltar? –musitó el comisario —. Bien. ¿Dónde están los demás miembros de la familia?
—La señorita Gisela con su tía en la ciudad y su hermana se fue con su prometido, y su familia, por supuesto, a un pueblo de la costa.
—¿A parte de los criados, hay más personal en la finca?
—Los obreros de la fábrica. Su vivienda está encima de ella.
—¿Sabe si han causado algún conflicto?
—No, comisario. Los trabajadores de esta casa están contentos. Los amos nos tratan con consideración y son generosos. Sería absurdo rebelarse –dijo Pedro con aire orgulloso.
—¿Así que no ha habido problemas? –musitó Ruiz.
El mayordomo entrecerró la frente.
—Bueno… Hace tres días que despidieron a un empleado de la fábrica de cristal. Pol Llorenç. Aunque dudo que él hiciera algo así. No parecía ser conflictivo, más bien callado y prudente.
—Cuando se sufre una injusticia, sea real o ficticia, los hombres se convierten en fieras. ¿Algún trabajador esporádico?
—Solo el de mantenimiento. Pero lleva trabajando para los Capdevila veinte años. Es de total confianza.
—¿Cuántos miembros del servicio duermen en la casa?
—Agustina, la cocinera, Lola, la sirvienta, Tomás, el cochero y por supuesto yo.
—Bien. Llame a todo el personal. Mientras hablo con ellos, mis hombres harán el reconocimiento –dijo el comisario. Estudió atentamente cada detalle. No era extraño que los amigos de lo ajeno hubieran entrado. En aquella casa había infinidad de obras de arte, objetos de valor, dinero y joyas.
Los criados se presentaron ante él con la huella de la preocupación en sus rostros atemorizados. El comisario tenía todo el aspecto de un buldog. Alto, corpulento y de gesto hosco. Un policía que infundía respeto y miedo.
—Soy el comisario Ruiz. Necesito que me cuenten con detalle todo lo que puedan sobre la pasada noche. Usted, ¿oyó algo?
La cocinera carraspeó.
—Tengo un sueño profundo. No desperté hasta que Pedro, el mayordomo, alertó de lo sucedido.
—Yo tampoco –confesó la sirvienta ante la mirada inquisitiva del policía.
—¿Y usted? –inquirió Ruiz analizando al hombre de aspecto rudo y de complexión atlética que encajaba perfectamente con la descripción del asaltante.
—Mi habitación está al otro extremo de la casa y desde allí, es difícil que se escuche lo que sucede en esta parte –respondió el cochero.
Ruiz asintió mostrando desesperanza. Aquel interrogatorio no le había aclarado nada.
—Está bien. Pueden retirarse. Por favor, Pedro, lléveme ante el señor Capdevila.
El mayordomo lo acompañó al piso superior. Se detuvo ante el cuarto de su patrono y con los nudillos golpeó con suavidad la puerta abriendo al instante.
Joaquim Capdevila estaba recostado, sumido en la penumbra, con la faz pálida y una expresión de dolor aguda.
—Siento molestarlo, señor. Pero las circunstancias requieren que le haga algunas preguntas –dijo Ruiz entrando, mientras escudriñaba la habitación. Era un cuarto elegante, muy masculino. Solo dos cuadros decoraban las paredes de color pardo, que conjuntaban a la perfección con los muebles de roble y las cortinas.
—Por supuesto. Lamento que nos veamos de nuevo en estas circunstancias. Por favor, tome asiento –dijo Capdevila
—No será necesario. Únicamente deseo hacerle unas preguntas.
Capdevila asintió efectuando un mohín de dolor.
—Ha sido un buen golpe.
—¿Recuerda bien lo que ocurrió con exactitud?
—Me despertó un ruido y vi a una sombra. Pensé que era Pedro que venía a comunicarme algún problema. No obstante, aparté la idea al momento. El mayordomo es un hombre responsable y muy cuidadoso en sus quehaceres y jamás habría entrado sin llamar o sin mi consentimiento. Pequé de poco prudente y alerté al ladrón con mi protesta. Después, todo ocurrió muy deprisa. Se abalanzó sobre mí e intentó noquearme con un palo. Intenté defenderme, pero el hombre era muy fuerte y no pude evitar que me golpeara. Por fortuna, pude deshacerme del agresor gracias a Pedro. Llegó a tiempo de evitar un fatal desenlace.
—Sin duda. ¿Dónde estaba el ladrón cuando lo descubrió?
—En el escritorio.
—¿Ha notado si falta algo?
—Todo sigue ahí. Supongo que no le dio tiempo de coger nada.
—¿Podría darme una descripción del hombre?
—Todo estaba oscuro. Lo lamento.
Ruiz soltó un leve suspiro y se acercó al balcón. Apartó la cortina y escudriñó con sus ojillos curiosos cada rincón. No había nada que pudiera servirle. Se dio la vuelta y regresó junto a la cama.
—No se preocupe. ¿Ha tenido algún problema con los empleados?
—No. ¿Por qué?
—Si no recuerdo mal, su fábrica textil sufrió un incendio en el que por poco pierde la vida. Tal vez fue provocado.
—Todos mis trabajadores son modélicos. Fue un accidente.
—Es posible. Aunque, comprenda que como policía, no puedo descartar ninguna posibilidad. Mi olfato de sabueso me está indicando que hay algo que huele mal.
Capdevila lo miró perplejo.
—¿A qué se refiere?
—Mire, señor Capdevila. Estoy al tanto de todo lo que acontece a su familia y sé que algo no anda bien. Primero lo del incendio, después el accidente mortal que sufrieron sus hermanas y ahora esto. Me pregunto por qué el ladrón subió a este cuarto, cuando en el salón hay tantos objetos de valor.
—Imagino que pensó que tendría aquí el dinero. Y en cuanto a lo otro, simples incidentes que no tienen conexión alguna. Una racha de mala suerte. Eso es todo.
—Es posible. ¿Tiene algún enemigo?
—Un hombre de mi posición siempre tiene. Sin embargo, dudo que intenten acabar con mi familia por antipatía u odio, comisario. No le de más vueltas. Esto ha sido un simple robo.
—De todos modos, investigaré más a fondo. Y le aconsejo, que por el momento, regrese a la ciudad. Esto es demasiado solitario.
—Dudo que tras este suceso y su presencia, ningún otro ladrón intente asaltarnos. Además, hoy llegará Gisela.
—Ayer la vi en la ópera junto con su tía y me informaron que su hija se quedará unos días en la ciudad.
—Sí. Tomás me puso al tanto cuando regresó –musitó Capdevila desconcertado.
—Razón de más para que baje a Barcelona.
—¿No podría cederme unos policías para que vigilen la casa?
—Lamentablemente, los tengo a todos trabajando. La ciudad, como sabe, está muy revuelta. Tenemos que estar preparados por si hay disturbios. Ahora, si me disculpa, iré a preguntar a los empleados de la fábrica. Puede que ellos vieran algo que nos aporte más pistas. Deseo que se recupere pronto y que siga mi consejo. Buenas días, señor Capdevila.
—Gracias, comisario.
Ruiz salió de la casa e interrogó a los obreros de la fábrica, sin obtener ningún resultado. Ese hijo de perra, pensó enfurruñado, era lo más parecido a un fantasma. De todos modos, daría con él. Costase lo que costase.
Capitulo 10
Durante toda la mañana, Natividad Capdevila llevó a su sobrina de una tienda a otra dispuesta a que el cambio radical de Gisela fuera espectacular.
—Delicioso, ¿no?
Gisela observó el sombrero con una expresión de disconformidad. Era todo lo más alejado a la discreción, cualidad que para ella era imprescindible si una quería ser considerada honorable.
Hubiera podía discutir, negarse a que la dependienta lo incluyera en la lista de la compra, pero no quería disgustarla después del trágico accidente que se llevó a sus hermanas. Aunque, con el último vestido, fue distinto. La piedad no tenía cabida. Jamás se pondría nada igual.
—Es demasiado ostentoso y escotado. Decididamente, lo dejamos –dijo con tono que no admitía una protesta.
—¿Por qué? Es ideal para usted, señorita. Mire. La seda de color marfil y los bordados en oro, realzarán sus ojos y cabello. Y el escote, para un vestido de fiesta, no es nada escandaloso. Es la última moda y todas las damas llevarán uno igual. No será nada inconveniente. Todo lo contrario, la admirarán –dijo la dependienta mostrándole la tela.
Gisela rozó con los dedos el género. Era suave y delicado. Un tacto que le pareció muy sensual.
Ese pensamiento le hizo fruncir la nariz. Nunca en su vida había comparado nada con la sensualidad y el único culpable de ello era ese aprovechado, y al recordarlo, al pensar que dentro de unas horas debería reunirse con él y aceptar todo lo que deseara hacerle, sus mejillas se encendieron.
—Querida, si tan desagradable te resulta, escogeremos otro. Claro que, es una pena. Estarías preciosa. Ningún caballero podría dejar de admirarte –dijo su tía al ver su alteración.
¿Pol tampoco? ¿Le gustaría a él?, se dijo Gisela con un estremecimiento al sentir de repente el sabor añejo del oporto en su boca.
Enojada por esos pensamientos que aturdían su natural serenidad, con un bufido dijo:
—Tal vez si modificamos un poco el escote, me lo quede. ¿Habrá algún problema en ello?
—¡Oh, por supuesto que no! Sin embargo, le sugiero que se abstenga de alterar nada más de bosquejo. El vestido es esplendido tal como está.
—Muy bien. Mañana pasaré a por la primera prueba –dijo Gisela levantándose.
—¿Mañana? –musitó la costurera.
—¿Hay algún inconveniente?
—¡Oh, no! La espero a las seis –aceptó la mujer. Era casi imposible tenerlo todo a punto con tan poco tiempo, pero no quería perder a tal excelsas clientas. Ordenaría a sus operarias que trabajaran con ahínco e incluso, hasta la madrugada si era preciso. Y sobre todo, les exigiría que el traje estuviera perfecto. Si lograba vestir a esa anodina mujer y convertirla en algo más aceptable, su fama se extendería entre todas las damas de la alta sociedad y podría alcanzar la categoría de costurera indispensable para esas burguesas; y a consecuencia de ello, su tarifa se vería notablemente incrementada.
—Envíe todo esto a esta dirección. Ha sido muy amable. Buenos días –se despidió Natividad Capdevila.
—El honor ha sido mío, señoras –dijo la modista con una inclinación de cabeza.
—Creo que te has excedido, tía –le dijo Gisela subiendo al coche.
La anciana se acomodó. Golpeó el techo con el mango del bastón y se pusieron en marcha.
—¿Por comprar cuatro bagatelas? Aún no hemos comenzado con todo lo que necesitas. Me he propuesto hacer una nueva mujer de ti y lo conseguiré. Puede que no tan esplendida como deseo, pues no haces más que poner inconvenientes.
—Solo matizo, querida tía. A los treinta y dos años no se llevan esos escotes.
—Yo tengo... Bueno, bastantes más, y aún luzco escotes. Siempre tuve el pecho bonito y continúa en buen estado. ¿Por qué debería esconder mi mayor virtud? Tú también la tienes y debes lucirla con orgullo.
—Olvidas que soy una mujer respetada. No voy a cambiar eso por unos instantes de vanidad –replicó Gisela con tirantez.
—¿Qué tiene que ver el respeto con un traje de noche? ¿Acaso eres tonta o lo haces ver? –bufó Natividad.
—Sinceramente aprecio tu dedicación. Sin embargo, creo que esto no dará resultado. Soy como soy y es tarde para cambiar.
Su tía le tomó las manos y la miró con cariño.
—Perdona mi arrebato, pero veces, logras sacarme de mis casillas, querida. Yo solo quiero que seas feliz.
—Lo soy –afirmó Gisela.
—Nadie puede serlo viviendo del modo como tú lo haces. Estás sola, no tienes amigos y te horroriza tener que mantener un trato social. Incluso a veces, he llegado a pensar que, si Isabel no hubiera nacido, habrías ingresado en un convento. ¡Por Dios! La vida de una monja no difiere en nada de la tuya. Soledad, hábito y abstinencia. ¡Qué desperdicio!
—Bueno, teniendo en cuenta que soy soltera, la abstinencia es lo que procede, ¿no? Además, todas las mujeres dicen que es algo del todo prescindible, que lo único que ocasiona es una molestia muy desagradable. ¿A ti te gustaba estar con tú marido? –inquirió Gisela
—Bueno... Digamos que no era tan desagradable como cuentan. Aunque, en confianza, es del todo prescindible, al menos para las mujeres decentes. Las prostitutas son otra cosa. Tienen algún defecto que las asemejan a los hombres cuya naturaleza les exige obtener placer. Pero, como damas que somos, dejemos el tema. Centrémonos en el principal: Tú. Deja de ser tan testaruda y cambia. ¡Y por Dios que lo harás!
—¿Vuelves a enojarte, tía? –bromeó Gisela.
—No puedo evitarlo. Cariño, es hora de que vueles, de que muestres al mundo que lo que se esconde tras este vestido horrendo, es una mujer interesante, con ganas de vivir, y ¡qué demonios! No hermosa, pero sí bonita. ¿Lo harás por mí? Claro que sí. No creo que seas tan malvada en no complacer a esta pobre anciana que ha sufrido mucho.
Gisela puso los ojos en blanco.
—Eres una chantajista sin escrúpulos.
La anciana levantó los hombros con indiferencia.
—No pido nada deshonroso. ¿No es verdad?
Desde luego, a diferencia de lo que le exigía Pol, su tía le estaba pidiendo la cosa más inocente.
—Hemos llegado. Cada día me cuesta más salir. Me hago vieja, querida.
—Estás fuerte como un roble.
—Eso no garantiza nada. Puedo tener un accidente como mis pobres hermanas y se acabó.
—Por favor, tía. No seas agorera.
Natividad dio la mano al cochero y descendió.
—Después de todo lo que hemos pasado, ya no confío en nada ni en nadie. Aunque, en la cocinera sí. Es la mejor que he tenido en muchos años. ¿No hueles? ¡Um! Guiso de codornices. Anda. Vayamos a comer.
Su tía no se equivocó. La comida estuvo deliciosa, pero Gisela apenas pudo saborearla pensando que la hora de la cita con Pol se acercaba.
—Tengo que ir a… comprar unos bolsos que vi la otra tarde –dijo.
—No te acompañaré. A mis años, la siesta es sagrada, y después tengo una reunión en casa de la señora Pons. ¿No te importa, verdad?
—Claro que no, tía.
Gisela se quedó sola y se sirvió una taza de té. Al llevarla a los labios, recordó las palabras de ese canalla y la apartó instintivamente. No deseaba complacerlo. Claro que, tampoco quería privarse de su bebida preferida. Volvió a coger la taza y la saboreó lentamente, con gran preocupación, preguntándose si su cuerpo estaba defectuoso, como el de las prostitutas. Había sentido un gran placer cuando Pol la besó. ¿Habría remedido para su mal o por el contrario tendría que vivir el resto de sus días con esa enfermedad ignominiosa?
Sacudió la cabeza alejando esos pensamientos. Ahora su máxima concentración era la cita de esa tarde. Y se juró que Pol se llevaría una gran decepción. No se dejaría arrastrar por esas sensaciones tan… tan placenteras. Debería confesar su gran pecado al vicario y moriría de vergüenza. No. Decididamente, se mantendría fría como el hielo, como la dama que era.
Una vez terminada la bebida, se levantó y se miró en el espejo. Se escrutó concienzudamente buscando algún cambio. Todo seguía igual. Nada en ella evidenciaba que la inocencia de su boca se la había arrebatado un hombre. Y supuso que era lógico. No conocía a ninguna mujer que tras contraer matrimonio llevara escrito en el rostro que ya no era virgen. Aunque, sí en su actitud. Se las veía más desenvueltas, como si los misterios de la vida se hubieran esfumado. Claro que, a su hermana no se lo notó en ningún momento.
Apartó las elucubraciones y se levantó dispuesta a enfrentarse de nuevo a su peor enemigo. Cogió el bolsito y se puso el sombreo.
El sonido de un carruaje la hizo asomarse a la ventana. Empalideció al reconocer el coche. Su presencia nada bueno indicaba. Pero no esperaría a averiguarlo. En cuanto se detuvieron salió sin esperar que el conductor abriera la puerta y lo hizo ella.
—Papá. ¿Qué ha pasado? –inquirió al ver la venda que le cubría parte de la cabeza.
—Nada importante. Cálmate.
—¿Nada importante? ¿Y eso? –dijo señalando la herida.
—Entremos –le pidió él cruzando la puerta.
Natividad, que era de sueño ligero, bajó la escalera.
—¿Qué ha ocurrido? –gimió horrorizada al ver a su cuñado en tan mal estado.
Joaquim les relató los hechos.
—¡Jesús! Esto ya sobrepasa las casualidades. Deberíamos comentarlo a la policía –dijo Natividad abanicándose.
—El comisario Ruiz ya estuvo en casa. El incidente está en sus manos. No debemos preocuparnos. Ese hombre es muy eficiente.
—Lo sé. Pero tengo el pálpito de que tras todo esto, hay algo más –insistió su cuñada.
—Tía, no seas melodramática –le pidió su sobrina.
La anciana le lanzó una mirada hosca.
—El comisario también insinuó algo así. Pero es absurdo.
—¿Qué dijo?
—Al parecer, tiene la extraña teoría de que la familia está amenazada por un loco. Interrogó a los sirvientes y a los obreros de tú fabrica, Gisela. Pedro me dijo que preguntó especialmente por un tal ¿Llorenç? Sí Creo que se refirió a él. Piensa que tal vez, como fue despedido, desea vengarse. ¿Por qué lo echaste?
El semblante de su hija se tornó lívido. ¿Qué podía decir?
—Rompía muchas… piezas. No era rentable.
—¿Opinas que puede ser tan peligroso como piensa el comisario? –le preguntó su abuela.
—No… Claro que no –musitó Gisela incapaz de contener el temblor que sacudía su cuerpo. Pol le había demostrado que era un canalla, pero un asesino…
—Ya continuaremos hablando después. Ahora, lo que debemos hacer es meter a tu padre en la cama. Ayúdame, hija.
—Estoy bien –protestó Capdevila.
—¿Lo ha dicho el médico?
—Bueno… No me ha visto ninguno –confesó su cuñado.
—¿Cómo se te ha ocurrido tamaña insensatez? ¡Hombres! No tienen la menor idea de cómo ser sensatos. Se nota que falta la mano de una mujer en tú casa.
—Gisela me cuida muy bien.
—Sabes a lo que me refiero. Deberías de haberte casado y no ser un viudo cascarrabias y aburrido. Llamaré al doctor Brotons. Vamos al cuarto. No protestes. Debes permanecer en la cama. Los golpes en la cabeza pueden complicarse.
Lo acostaron ignorando sus protestas.
—No quiero perturbar tus planes, hija –le dijo Capdevila a Gisela.
—¿Cómo? –inquirió ella aún perdida en pensamientos tenebrosos.
—Por el sombrero, deduzco que ibas a salir.
¡Dios! Con los acontecimientos se le había olvidado por completo la cita. Pero no podía irse en aquellos momentos. Sobre todo, si como excusa era la simple compra de unos bolsos. Aunque, tampoco quedarse. Debería solucionar el problema si no quería que ese canalla armara un escándalo al no presentarse.
—No era nada importante, papá. Puede esperar. Iré a buscar al médico.
—Nada de eso. Que vaya el mayordomo –protestó su tía.
—Está bien –aceptó Gisela. Sería sospechoso que insistiera.
Bajó a la biblioteca y escribió una nota. Cerró el sobre y salió a la calle. En cuanto vio a un muchacho de aspecto desaliñado, lo llamó.
—¿Quieres ganarte una moneda? –le dijo.
Él corrió hacia ella con gesto complacido.
—Ve al número 55 y aguarda ante la puerta hasta que llegue un hombre. Es alto y de ojos negros. Dale esto. No espero respuesta. Aunque, si que regreses o no te daré el dinero. ¿Entendido?
—Sí, señora.
Gisela entró de nuevo y ordenó al mayordomo que fuera en busca del doctor, mientras rezaba para que Pol comprendiera la grave situación y que no fuera tan peligroso como insinuaban.
Capitulo 11
Pol cruzó la calle sin dejar de reprocharse el error que había cometido. Era la primera vez que fallaba en un trabajo, pero estaba dispuesto a remediarlo. Conseguiría sus fines, costase lo que costase. Y Gisela era la clave.
Al llegar a la casa, sus ojos negros se clavaron en el chiquillo sentado ante la puerta.
—Es para usted –le dijo el chaval dándole una carta.
Pol rompió el sobre. Su rostro adquirió un rictus de ira. Si lo que pretendía esa mujer era aplazar lo inevitable, no lo lograría.
—¿Dónde te la han dado? –inquirió de malos modos.
—La señora dijo que no esperaba respuesta –replicó él chico comenzando a caminar.
—¿Dónde? –insistió Pol asiéndolo del brazo.
—En esta calle. Más arriba. Ahora voy hacia allí. Ella me tiene que pagar.
Pol le indicó con un leve movimiento de cabeza que caminara delante de él y lo siguió.
No tardaron ni diez minutos en llegar ante la casa de Natividad Capdevila, justo cuando el doctor salía, siendo despedido por Gisela.
Al parecer era cierta la excusa que le puso en la nota. Sin embargo, no tenía la menor intención de aplazar el encuentro. Llevaba horas maquinando el modo de enseñarla a disfrutar con su nueva lección y no quería aguardar por más tiempo en averiguar como reaccionaría.
—Ahora ve y dile que su socio desea verla y que no admite ningún desaire –dijo lanzándole una moneda.
El muchacho tiró de la campanilla.
El mayordomo, al verlo, le echó una mirada de antipatía.
—No damos caridad. ¡Largo!
—La señora me espera.
—¿De veras? ¡Fuera de aquí, bribón!
Gisela apareció tras el mayordomo.
—Déjemelo a mí. Vamos. Mi padre necesita una buena taza de café. Súbasela –dijo tajante.
—Ya la entregué, señora –le comunicó el muchacho.
—Bien hecho. Lo prometido –sonrió Gisela dándole dinero.
—Él dijo que le dijera que desea verla y que no admitirá una negación. ¡Adiós!