CAPITULO 1

 

 

Mi vida comenzó a gestarse cuando la naturaleza estalla a la vida y los cuerpos de los hombres se encienden con la llegada del calor. El fuego carnal, en la ciudad de Sevilla solía apagarse en El Compás de la Laguna, en el barrio del Arenal; en el laberinto de calles estrechas, oscuras y sucias, donde las rabizas, mozcorras, chamizonas o como uno desee llamarlas, ofertaban sus cuerpos al mejor postor o sencillamente, al que le diese una moneda para poder pagarse una taza de mísero caldo.

En esas calles también deambulaban los rufianes, *traineles y *murcios. Las casas de juego iban más allá de las trecientas y eran regentadas por los jaques. Lo cierto era que, el lugar no era precisamente para aprender algo bueno. La mayoría formaban parte de Germanías. Una especie de escuela para la delincuencia. Uno, desde lo más bajo, podía ascender a lo más alto. Llegar a ser un buen chulo o un *jaque. 

Mi progenitora era una de esas rameras. Su llegada al oficio no se distaba mucho de las razones de las demás, hambre, soledad, desamparo. Doce años tenía cuando se inició y en ese preciso momento, todo atisbo de sensibilidad se rompió junto a su inocencia. Día tras día se ofreció a hombres sedientos de lujuria y los sueños que alguna vez tuvo emigraron junto a las golondrinas a una tierra extraña de la que nunca regresaron. La realidad se aposentó en el infierno y nunca salió de allí.

 

 

 

*Criados de rufián o prostituta

*Ladrones nocturnos

*El cargo más alto de la delincuencia

En cuanto al asunto de mi concepción, ésta la pilló por sorpresa. Llevaba veinte años ejerciendo la profesión sin que su vientre quedase preñado. A causa de ello y por la no desaparición del periodo, el embarazo no lo tomó como tal. La hinchazón creyó que eran problemas intestinales por los años de mala alimentación o por soportar tantos excesos.

Y cuando finalmente llegó la evidencia de la preñez, ya era demasiado tarde para evitar mi nacimiento. Así que, arribé a este mundo el 20 de diciembre de 1633 en la calle del Loro, nombre que se le adjudicó popularmente a causa de Rigoberta, una pendanga a quién un cliente pagó el servicio con ese pájaro traído de las Antillas.

Lo recuerdo muy bien. Verde como la hierba, inquieto y tan descarado como su ama. Y digo descarado porque el muy animal tenía el don de la palabra o más bien dicho, de la imitación. Y por supuesto, su más extenso vocabulario se componía de maldiciones y palabras soeces que su dueña procuró muy bien que aprendiese.

Pero el personal que se paraba ante el loro o cotorra, nunca pude definir cuál de ellos era, no se escandalizaba. Ya nada lo hacía. Sin embargo, sí que los dejaba pasmados. Y muchos aseguraban que era obra del diablo.

Pero volviendo a mis orígenes, diré que la callejuela era oscura, húmeda y el aroma que nos perfumaba no era otro que los orines y desperdicios. Nuestro edificio, desvencijado, pertenecía al Cabildo de la Catedral. Recuerdo vagamente su estructuras, pero sí con nitidez que tenía un portón que llevaba a cuatro dependencias; dos de ellas eran burdeles y las otras dos, en el piso de arriba cuartuchos. En uno de ellos vivíamos. Allí, en un  jubón vi la luz y las primeras personas que vieron mis ojos, las más miserables.

El Arenal, mi hogar, era un lugar infecto. Sus calles estaban constantemente llenas de inmundicia; incluso se había formado una montaña de escombros llamaba el Monte de Malbaratillo. La salida de aguas formaba una charca en el centro del barrio que ofendía a las fosas nasales y cuando el río crecía, uno podía navegar por ese laberinto de callejuelas. Pero esas desventajas no impedían que la vida de sus moradores continuase. Y la mía continuó. 

Los siguientes años crecí en el mismo lugar de mi alumbramiento, entre los muros que las autoridades habían levantado para que las rameras se abstuviesen de corretear por la ciudad. La única salida era la Puerta El Golpe y estaba custodiada por un vigilante de la mancebía. A pesar de esas precauciones, no eran objetivos nada eficaces, pues la gente hacía butrones para escapar.

Yo fui uno de tantos que cruzó la barrera. Pero mis expectativas no fueron compensadas. Tras la muralla, el exterior no era mucho mejor. Allí también se ejercía la prostitución. En la dehesa de Tablada se ofertaban las mujeres que los inspectores de salubridad pública habían descartado para ejercer dentro de las murallas. Sus clientes eran marineros de escasa bolsa o forasteros, pues las mujeres aceptaban lo que uno pudiese dar.

Las casas eran apenas unas chozas. Los mendigos, rateros y lo peor de la sociedad pululaban a sus anchas. Los niños cubiertos de mugre y medio desnudos buscaban entre el fango y  desperdicios algo que comer.

Consideré que era afortunada por tener un trecho, comida cuando tocaba y un lecho duro como una piedra, pero que me evitaba pasar frío. Y que de vez en cuando, en la calle principal, donde se encontraba casi todas las boticas, se organizaran fiestas con música, bebida y grandes comilonas; a pesar de que las ordenanzas lo prohibiesen.

Estuve siete años compartiendo el cuarto con mi madre, sin que ella me mostrase la menor señal de afecto. Había llegado a su vida sin pedir permiso recordándole constantemente que sus entrañas eran fértiles, obligándola a purgas y lavados, a mantenerme en un cuartucho donde los hombres entraban con los calzones puestos y salían subiéndoselos, sin importarle que mis ojos inocentes fueran testigos de su ignominioso proceder.

-No te creas –me dijo nuestra convecina de piso, Petronila –se siente culpable. Un sentimiento que antes de de mí jamás experimentó. Para ella eres como esa piedra que se te incrusta en el zapato y que se te clava como un puñal. No hay nada peor que recibir algo que no has deseado. Pero la vida es así de injusta y los mortales poco pueden hacer para evitar los caprichos del destino. Hay un refrán que dice que ante la desgracia y el dolor, ten un poco de gracia y humor.

Mi madre, al parecer, no creía en refranes. Nunca la vi sonreír.  

Pero lo más incómodo llegó cuando en mi mente infantil comenzó a crecer la pregunta que la mayoría de bastardos llega a cuestionarse un día: ¿Quién es mi padre? Respuesta que, evidentemente, mi madre no supo responder. ¿Cómo iba a hacerlo? Pudo ser cualquiera de aquellos que tuvo entre las piernas. Y no fueron pocos. Mi madre, a pesar de ya no ser joven, unos cuarenta, pues ignoraba el día de su nacimiento, aún conservaba la fama que la llevó a ser una de las rabizas más populares de El Compás. Ganaba cuatro o cinco ducados al día. Era una iza en toda regla; mientras que las nada agraciadas debían conformarse con unos sesenta cuatros.

 

 

 

*prostituta guapa y bien vestida

 

 

 

Clientes de toda ralea, pícaros, ladrones, notarios o nobles, prácticamente, hacían cola para meterse en la cama con mi progenitora. Por desgracia, ninguno de sus parroquianos ricos deseó convertirla en su *barragana; hecho que nos hubiese sacado de esa miseria y de las murallas donde permanecíamos presas. Era su destino no tener suerte, como la tuvieron muchas otras menos meritorias que mi madre. Pero unos años después de mi nacimiento la lozanía se fue alejando a pasos agigantados y junto a esa desgracia la disminución de los ingresos. Ya se sabe que a la ramera y al juglar, la vejez les viene mal.

A mi enojosa presencia se añadió el sentimiento de rencor. Yo era la culpable de su caída y hasta el momento de su muerte, su última mirada así lo evidenció.

Para un hijo es terrible comprobar que nunca has sido amado. Y cuando digo nunca, es nunca. Jamás vi en sus ojos un ápice de amor. Solamente ese brillo que provoca la inquina. Y esa actitud fue fundamental para configurar las  decisiones que tomé más adelante.

Pero ese apartado queda muy lejos en esta historia. Así que, continuaré hablando de mi vida en el gran burdel.    

Las vecinas y competidoras aseguraban que yo heredé la belleza de mi madre. Aunque, no nos pareciésemos en nada. Ella era morena, yo rubia. Ella de tez bruna, la mía sonrosada como las fresas. Sus ojos negros como el carbón, los míos azules como el mar. Que por cierto, nunca supe si era cierto; pues jamás lo había visto, como tampoco las aguas del Guadalquivir. Mis escasas escapadas no me llevaron más allá de cuatro cuadras. Lo que quedaba claro era que, mi padre había dejado su marca. Fuese cuál fuese. Eso, jamás lo sabría.    

 

*amante de un solo hombre

 

Sin embargo, descubrí que podían ser tres candidatos. Eso ocurrió mucho tiempo después, tras salir de La Casa Cuna, institución a la que ingresé tras el fallecimiento de mi madre debido a una infección que le llenó el cuerpo de pústulas; pues una niña de siete años en El Compás, más que una bendición, era un estorbo. No servía para hacer el oficio ni para criada.

Y ese fue mi final en el mayor lupanar de Sevilla. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capitulo 2

 

 

La Casa Cuna fue fundada por el clero de la Catedral para paliar la gran cantidad de niños abandonados en las calles. Estaba administrada por doce directores, seis canónigos y seis civiles. Pero al poco tiempo de mi estancia en ese horrendo lugar descubrí que permanecían ajenos a todo lo que acontecía con los huérfanos. 

Palmira, la meretriz más vieja del lupanar y gran amiga de mi madre, fue quién me llevó.

Una mujer entrada en carnes y ya encaminándose a la vejez, nos miró con frialdad.

-¿No es muy mayor?

-Tiene una edad muy difícil, cierto. Pero no podemos dejarla abandonada a su suerte. ¿No querréis que esta criatura termine entre las piernas de cualquier desaprensivo? Aún no puede ejercer; como tampoco permitirnos que se convierta en una ladronzuela. No sería de cristianos. Más, no debéis preocuparos, doña. Su mare  ha dejado unos ahorros que podrán menguar su manutención –replicó Palmira mostrándole la bolsa.

La mujer la agarró con presteza y contó las monedas.

-No es mucho, la verdad. Apenas podrá aportar para su manutención un año.

-Imagino que los niños os dan mucho trabajo, doña Facunda. Os puede ayudar en las tareas. Es una niña bien dispuesta que jamás le ha dado un quebradero de cabeza a su mare, que en Gloria esté –insistió Palmira.

Facunda arrugó la nariz.

-El la Gloria lo dudo mucho dado su oficio, mujer. Sin embargo, como bien dices, hay que evitar que termine como esa mujer perversa.

Palmira respiró aliviada.

-Os lo agradezco, doña. Ahora sé que la chiquilla queda en buenas manos. Quedad con Dios.

Y dicho esto, me dejó en manos de esa mujer que, por su aspecto, dudé mucho de que fuese una buena cristiana. Nada en su rostro ni en su actitud denotaba bondad. Y no me equivoqué.  

En el hospicio estuve hasta los doce años. Entonces, las amas me abrieron la jaula. Me lanzaron a la libertad. Una libertad que muchos temían. Pero yo fui una de las afortunadas que no terminaron ejerciendo en la calle o de limosnera al pie de la catedral o bajo el dominio de un cortabolsas. Mi aspecto delicado y mis maneras sosegadas, que nunca causaron problemas en la institución benéfica, conmutaron la condena. 

No es que fuese de carácter conformista. Pero la vida me enseñó que era inútil y perjudicial ir contra corriente. Sobre todo, teniendo en cuenta que una debía permanecer en esa cárcel donde la vida de los pobres desgraciados que allí nos encontrábamos no valía ni un triste maravedí.

Lo más sensato, a mi parecer, fue seguirles la corriente y así evitar castigos, golpes o vejaciones varias. Nunca mi voz se alzó con una protesta por los gusanos en las lentejas, ni en las noches de invierno por frío o por trabajar como una mula frotando suelos gastados por los años. Era una condena que un día iba a terminar.

Mi estrategia surtió efecto. Fui una de las pocas privilegiadas, junto a las nacidas de nobles fuera del matrimonio que recibían un trato más especial, que no murió de tisis, de un resfriado o por falta de leche al poco de nacer; como tampoco ignorada.

La verdad es que conocí casos realmente estremecedores. Criaturas que llegaban moribundas y que eran entregadas a la Casa para evitarlos gastos del entierro. Otras sumergidas en un camastro plagado de pulgas o chinches, olvidadas, dejadas de la mano de Dios; porque las amas no podían abarcar con las suyas a la docena o veintena de nuevos llegados diariamente, y los que allí estábamos debíamos procurar por nosotros mismos.

Esos años me enseñaron a sobrevivir mucho más que entre las busconas. La poca comida que recibíamos debías custodiarla con uñas y dientes, o de lo contrario, otra más lista te dejaba con el estómago rugiendo. En ningún momento debías mostrar debilidad o erigirte como un líder, pero sí defender, con mucha discreción, tú sitio y al mismo tiempo, evitar a toda costa que una riña fuese causa de enojo de las amas.

Pero supe cuidarme. Aparté el dolor inicial que me producía ver tantas muertes de criaturas inocentes. Me torné discreta, procuré por mi misma y la fortuna me sonrió. Mi comportamiento callado, obediente y exento de peleas recibió recompensa de las autoridades. Las amas consideraron que una criatura de ese carácter y físico angelical no podía ser abandonada a su suerte; que era de justicia buscarle un hogar, a pesar de mis orígenes pecaminosos. Así que, en el momento de la partida, fui destinada a la casa del hidalgo Blas Galiana, de oficio notario, para entrar a su servicio como ayudante de cocina.

Lo cierto era que no tenía la menor idea de fogones. La receta más elaborada que presencié en el hospicio fue un cocido de garbanzos con trozos de carne cuya procedencia no osamos preguntar. A pesar de ello, mi naturaleza resistente a cualquier adversidad se propuso aprender sobre caldos, cocidos o lo que se me pusiese por delante. No me iba a amilanar. Al fin y al cabo, ¿qué era una cocina comparada con todo lo que ya había pasado? Una futileza, me dije. Llegaría a esa casa y terminaría triunfando, como lo hice en el hospicio.         

Y allí me encontraba yo, con un simple hatillo que contenía una muda, un Sagrario que me regaló la ama Rigoberta y la desazón metida en el cuerpo. Me sentía como ese pájaro enjaulado con miedo a volar. No era para menos. De mis doce años de vida, siete los pasé en un cuartucho y la calle donde se encontraba. Los restantes, tras una tapia cuya única ventana era el cielo del patio. 

La puerta, que siempre permaneció cerrada para mí, ahora se había cerrándose a mi espalda y tenía que circular por la calle de la vida a solas frente a las dudas que tenía sobre un destino que desconocía; pues mi acompañante, la vieja Gertrudis, desaparecería para siempre en cuanto me entregase a mis señores.   

Nos pusimos en marcha rayando el amanecer, escuchando una vez más, la versión de mi vida que debía contar. Como era normal, ninguna casa decente tomaría como criada a una chiquilla que nació de una puta y se crió en la Mancebía. Así que, oficialmente, me torné una campesina emigrante de Sotoseco, un pueblo perdido de Castilla cuyos padres fallecieron de fiebres.   

Pero apenas le presté atención. Era la primera vez que mis pasos deambulaban por las calles más alejadas de El Compás. A lo máximo que aspiraron durante el encierro en el hospicio fue ir a la iglesia situada en la misma acera. Por lo que, me encontraba en la misma situación que un recién llegado a Sevilla.

Mis ojos miraron todo con ese brillo que aporta lo novedoso. Pero mi fascinación no había hecho más que comenzar. Cuando me encontré ante el Guadalquivir, la imagen que siempre creció en mi mente distaba mucho de la realidad. Me pareció enorme. Al igual que el navío con todas las velas desplegadas. Seguramente se encaminaba hacia las Indias, hacia esas tierras de las que tanto había oído hablar en busca de plata. Una riqueza que había renombrado a mi ciudad como La Ciudad de la Plata.

Mi observación se encaminó hacia otra parte. Hacia una torre a orillas del río que cerraba el paso hacia el Arenal. Pregunté a Gertrudis. Me contó que se trataba de La Torre del Oro construida cuatrocientos años atrás por un tal Abú I-Ulà. Aunque, no me supo decir porqué se la llamaba de ese modo, pues nadie vio jamás que entrasen ese preciado metal en sus entrañas.

Dejamos el rió y nos adentramos en las callejuelas llenas de vida. Carros, burros, tenderetes donde se vendía de todo, gente que iba de un lado a otro y nosotras, en medio de esa vorágine, encaminándonos a mi nuevo destino, la Plaza de San Francisco.

Gertrudis me contó que entraría al servicio de una familia muy prestigiosa, rica y decente. Me aconsejó que debería ser obediente, lo mismo que lo fui en el orfanato y por supuesto, jamás contar mi pecaminoso origen bajo amenaza de verme abocada a la calle.

-Como dicen, ver, oír y callar. Son las tres reglas básicas que una sirvienta debe seguir como máxima ley. Jamás cuestionar una orden; a no ser que ésta, por supuesto, sea inmoral. Y en cuanto a la relaciones entre sirvientes, totalmente prohibidas. El quebranto de cualquiera de esas premisas es el exilio y la pobreza. Y no creas que vivirás a la sopa boba. Trabajarás duro y bien. No debes dejar en mal lugar a aquellos que te han ayudado. Recuérdalo siempre, Octaviana –me dijo con ese tono que emplean los curas al advertir al posible pecador.  

Llegamos ante la casa donde iba a servir. No si era solariega, como se hartaron de decirme. Solamente vi que era enorme y con balconadas repujadas en maderas nobles; justo al frente del Ayuntamiento, un edifico con pilastras y columnas imponentes.

En ese instante, pensé que la buena estrella me acompañaba. Nací en un lugar infecto, sobreviví como pude a un régimen dictatorial y fanático, y ahora la recompensa era esa colosal casa. ¿No era maravilloso?

Gertrudis tiró de la campanilla y mi corazón comenzó a latir con fuerza. Sentí emoción, miedo, dudas. ¿Y si no les gustaba? ¿Qué sería de mí? Las amas no volverían a molestarse en buscarme otro destino. Y mis inocentes ojos habían sido testigos de un oficio que jamás querría ejercer.

Mis tenebrosos pensamientos fueron interrumpidos cuando la puerta que estaba a punto de engullirme a mi nuevo destino se abrió.

El criado que nos recibió iba elegantemente vestido. Limpio, bien peinado. Lo que comúnmente se diría hecho un pincel. Y yo temblé como un arbusto bajo el vendaval.

Nos saludó con un buen día y nos indicó que le siguiésemos por el zaguán, que era precioso; al igual que la pequeña porción del patio interior que mi vista alcanzó. El olor que desprendían las macetas floridas que flanqueaban los cuatro costados me llenó el olfato produciéndome un extraño placer, logrando que me serenase. No era para menos. Hasta ese momento, mis aromas se limitaron a los orines, boñigas o sudor. Pero nadie podía prepararme para el impacto que me aguardaba cuando entramos en la cocina. Una intensa fragancia de pan recién hecho me hizo brotar el llanto. Rápidamente, me enjuagué con el dorso de la mano las lágrimas impidiendo que sobrepasaran la línea de las pestañas. No quería causar una mala impresión el primer día en la casa y en especial a la mujer de formas generosas que cortaba con energía un taco de carne roja como la sangre.  

El criado nos anunció. La mujer alzó la cabeza.

-Doña Jacinta, esta es la chica. Octaviana Ruiz –le dijo Gertrudis.

La cocinera me escudriñó con sus ojillos un tanto saltones. Por su expresión no pude deducir si era porque no era lo que esperaba. Generalmente, las niñas salidas del hospicio ofrecían un aspecto enfermizo y descuidado. Pero en mi caso, se habían encargado de darme el primer baño de mi vida, ropa limpia y recoger mi cabello rebelde. O puede que por mi nombre. No me sentía precisamente orgullosa de él. Hubiese preferido llamarme María o Pepa. Pero mi madre, que odió mi llegada al mundo, no tuvo ánimo ni ganas para romperse la crisma en buscar uno elegante o de lo más vulgar; así que, fue la parturienta quién decidió por ella. Nunca pude averiguar a qué se debió tal desastre. Ni lo haría. A los pocos meses de ayudarme a llegar a este mundo, la espichó.

-Espero que no sea una *apollardaa. ¿No me estaréis haciendo el gato? Se ve un tanto enclenque –dijo Jacinta, llena de suspicacia.

-¡Doña Jacinta, por Dios! Nos conocemos de muchos años. ¿Cuándo os hemos engañado? La zagala es lista y trabajadora; y lo de la delgadez, ya sabéis los pocos donativos que recibimos. No podemos darles festines –se defendió Gertrudis.

La cocinera inspiró con fuerza.

-¡En fin! Por probar…

-Os aseguro que es dispuesta. Lo ha sido desde su llegada al hospicio. Nunca ha dado problemas. Es discreta, obediente y a pesar de su aspecto, resistente. Son actitudes ideales para una sirvienta del hidalgo Galiana. Al parecer, en ella se cumple eso de que desde pequeñito se endereza el arbolito. Por otro lado, a vos os será más liviano tenerla bajo vuestro mando; pues tengo entendido que la que tenéis ahora es un tanto morruda.

Mi futura jefa aseveró con énfasis.

-Y alocada. ¿Sabéis que se nos casa? ¡Y con un mozo verdulero que no la deja trabajar! Nunca ha querido seguir mis consejos y temo que el futuro no le será nada halagüeño. ¿Dónde estaría mejor que aquí? Bien pagá, sin hombre que la domine. ¡En fin! No se hizo la filigrana para adornar el cuello de un gorrino.

 

*atontada

-El estado perfecto de la mujer es el matrimonio, doña Jacinta –le recordó Gertrudis.

-Depende del marido. No es lo mismo un lebrel que un perro callejero –refutó la cocinera.

-La cuestión es que a partir de ahora tendréis una ayudante dispuesta y que por edad, no andará buscando ennoviarse –aseguró Gertrudis. Me miró con seriedad y me aconsejó: Haz todo lo que te made doña Jacinta y todo irá bien. Te dejo en buenas manos. Recuerda lo que te dije sobre la prudencia.

-Y vos recordad también que si no cumple, os la devuelvo –remugó la cocinera.

-No será el caso. Tened seguridad. Quedad con Dios.

Con este sencillo ritual fui entregada a Jacinta, la mujer que a partir de ese instante ordenaría cada segundo de mi existencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 3

 

 

El primer golpe de vista hacia la cocinera fue favorable. Su aspecto orondo desprendía afabilidad. Lo mismo que sus ojos. Achinados y del color de las almendras tostadas.  

Nada más lejos de lo imaginado. Ese mismo día descubrí que, ciertamente no carecía de bondad, pero que también poseía un carácter de mil demonios. En sus dominios, que era la cocina, debía hacerse su santa voluntad y quién no cumplía pagaba las consecuencias: colleja y ayuno. 

Raimunda, su ayudante, una muchacha que debía rondar los quince o dieciséis años, de rostro muy parecido al de un cuervo y seca como una escoba; lo que significaba que era un adefesio, sufrió las consecuencias cuando puso en duda la receta que con tanta pasión cocinaba su jefa. 

Jacinta se *arrufó argumentado que era la mejor cocinera de Sevilla y le arreó un sopapo en la nuca. Tome buena nota de que criticar su oficio  era el mayor agravio que podía soportar y que jamás debería hacerlo.

Seguidamente, se dirigió a mí y comenzó a enumerarme las tareas que realizaría a su servicio.

-Fregarás cada rincón de la cocina y cachivaches. Y cuando digo fregar, frotarás hasta que todo reluzca como si el sol te deslumbrase. En esta cocina impera la limpieza. No tolero que se haga solamente lo que ve la suegra. Por lo que, también serás la encargada de deshacerte de la basura. ¿Queda claro?

Si me sentí decepcionada porque mis sueños de   convertirme en una gran cocinera se esfumaron, no lo mostré en ningún momento. Gesto que recibió con agrado. Supuse que no deseaba ninguna *gacheta más bajo su mando.

* enfadó

* follonera

Ordenó a Raimunda que cortase unas cebollas y a mí me recompensó con el primer desayuno real de toda mi vida. Leche caliente, un bollo y compota.

Tal manjar me hizo saltar las lágrimas.

-Veo que no has comido un desayuno decente en muchos años. ¡Me cago en diez! Los críos no deberían pasar hambre. Pero esta vida no es justa. Aunque, la Jacinta remediará contigo esa injusticia –dijo con tono que parecía verdaderamente enojado.  

De nuevo, mi emoción compró la reticencia de la cocinera y dio una oportunidad a esa chiquilla delgaducha y callada. Así que, mi entrada en esa casa fue con el pie derecho.

Mientras degustaba tan sabroso festín chupándome los dedos, bajo la mirada de satisfacción de Jacinta, me explicó la suerte que había tenido en caer en tan noble lugar.

-Blas Galiana es el notario más prestigioso de Sevilla y por sus manos pasan los asuntos de casi todos los nobles e incluso, algunos documentos de La Casa de la Contratación. Su santa esposa, Eugenia Fonseca, es hija del barón de Hijares. Por lo que, siendo hija única, cuando su padre fallezca en la casa entrará un título. Hecho que me llena de orgullo. Estoy harta de cocinar para condes o marqueses que miran por encima del hombro al amo. Nobles que, con toda la desfachatez, ignorando la hospitalidad de los Galiana, me han tentado para traicionarlo.

-Y eso que le ofrecen grandes dinerales –apuntilló Raimunda.

-¡Cosa que en la vida haré! Soy buena cocinera. Pero me gana la virtud de la lealtad. Cualidad que espero adquieras o te daré una patada en el culo y te boto. ¿Ha quedado claro, Octaviana? –exclamó con las mejillas rojas de indignación.

Asentí y seguidamente en la cuestión de mi nombre, le aclaré que todos me llamaban Viana.

-Pues, bien, Viana. En cuanto termines, te pones a limpiar esa perola. Y tú. ¿No te he dicho miles de veces que la monda debe ser más fina? ¡Te dejas medio calabacín en la piel! ¡Ay, Señor! Lo que yo digo, después del pedo viene la mierda. Nunca serás una buena cocinera. ¡Nunca!

-¿Cómo voy a serlo, doña Jacinta? Nunca me dejáis ver las recetas. Pero ya que más me da. En una semana me caso y será ésta quien aguante sus manías –replicó Raimunda.

-¡Voto a Dios! ¿Será descarada la moza? No te arreó otro cachete porque aún te volverías más alelá.  Anda. Deja eso y ve a por pimienta, que nos hemos quedado sin. Y en cuanto a mis fórmulas, ni tú ni nade las conocerá. Se irán conmigo a la tumba.

No pude reprimir una sonrisa ante la divertida riña que esas dos mujeres se llevaban entre ellas; por lo cuál recibí una reprimenda.

-Borra esa mueca de la cara. Aquí uno no viene a divertirse. Viene a trabajar y duro. Dale al estropajo de una puñetera vez.

Bajé la cabeza y cogí la olla, y froté y froté para sacarle brillo.     

-¡Será posible! ¿Cómo se te ocurre lavar solo con agua? Agarra el vinagre, niña.

Me excusé explicándole que en el hospicio no se usaba y ella levantó los parpados con un gesto escandalizado.

-Ahora entiendo el porqué de tanta mortandad. La suciedad mata, moza. Pero parece que a nadie le entra en la mollera. En esta cocina no la hay, ni la habrá. No permito que las cucarachas ni las ratas campen a sus anchas. Así que, frota con garbo. No quiero ni un lamparón. 

El resto de la jornada no paré de limpiar. Tazas, sartenes, baldosas, suelo. Raimunda peló cebollas, batió huevos y, tras cortarle el cuello a una gallina, con el consabido escándalo por parte del animal, la desplumó. Jacinta se sumergió entre los fogones, friendo, hirviendo, sazonando, dispuesta a crear uno de sus afamados guisos.

-Verás como ahora nos manda salir con alguna excusa –me susurró mi compañera.

-En la cara es hablar, en la espalda es ladrar. ¡Más te valdría ser más trabajadora! –le echó en cara la cocinera.

-Ya sabe lo que dicen, doña, a ama gruñona, criada rezongona –replicó Raimunda.

-¡Largo! ¡A por agua! ¡Las dos!

Raimunda me contó que siempre lo hacía cuando ponía el ingrediente secreto en la cacerola.

-Jacinta era muy celosa con sus guisos; ya que eso la ha convertido en la cocinera más afamada de Sevilla y por nada del mundo dejará que ninguna otra le arrebatase el trono. Así que, por mucho que trabajes con esa gruñona, en la vida descubrirás el misterio.

Cargadas con los cubos, entramos en el patio. El impacto que me produjo me hizo detenerme en seco. Era el lugar más hermoso que había visto. El pozo estaba en el centro bordeado por un jardín en plena explosión. Margaritas, rosas, jazmines. A cada esquina un naranjo en flor. Esa visión me inundó el pecho de un sentimiento que desconocía. Me pregunté si sería lo que todos llamaban felicidad. Lo cierto es que jamás tuve oportunidad de sentir dicha. Pero ahora, en esa casa, estaba convencida de que el futuro sería halagüeño. Y me juré que no haría nada para perder ese palacio que la fortuna me había regalado.    

Mi percepción no fue errada. Aquél día tuve el privilegio y el placer de catar los afamados guisos de Jacinta. Viandas que en la vida probé. Y no por extrañas. Sencillamente, porque pertenecía a la clase de los desarrapados.

Realmente, la vieja cocinera no mentía. Las encontré exquisitas. La gallina tierna y las lentejas, limpias de gusanos, blanditas y muy sabrosas. Fue tanto mi afán por devorar cuanto pudiese que me llevé una nueva regañina de la cocinera.

-¡Por la Virgen Santa! Parece como si te quisiésemos arrebatar el plato. ¿No os enseñan modales en la Casa Cuna? En mi mesa se hace gala de buenos modales. Viana. Mastica con la boca cerrada y despacio. Comida nunca te faltará. ¿Entendido? Y no uses la mano. En esta casa hay cucharas y tenedores. No somos salvajes. 

Aseveré intentando comer con moderación e imitando sus modales. No quería que su enojo me arrebatase lo que aún me quedaba. Pero los años de abstinencia lo hacían difícil. Mi buche parecía un pozo sin final. Jacinta soltó un resoplido y se levantó.

-Lo que yo digo. Solamente me traen caballos por domesticar. Estoy harta de enseñar para que después me dejen en la estacada. Espero que tú no hagas como esa tontina y prefieras un marido verdulero a vivir en esta casa tan magnífica.

-No, señora. Los hombres no me interesan –aseguré.

Jacinta soltó una gran risotada.

-¡Esta si que es buena! El huevo pretende ser más inteligente que la gallina. Pero, ¿qué sabrá una chiquilla criada en el hospicio de hombres?

-Lo suficiente para saber que solamente quieren aprovecharse de una. Y yo no lo permitiré -repliqué.      

-¡Bien hablado, niña! Veo que esas brujas te han enseñao algo provechoso. Mírame a mí. Dueña de mi misma. ¡Y tan feliz! No necesito hombre alguno. Y menos a mis años. Una ya va camino de la fosa. Anda. Toma un poco más de gallina. A ver si ponemos unas libras más en ese cuerpo huesudo. No queremos que la gente piense que los amos no alimentan bien a sus criados.

Por supuesto, no rechacé repetir. En aquellos momentos no estaba segura de que a la mañana siguiente tuviese tantos manjares delante de mí.  

Otro privilegio me llegó a media tarde fue el momento de conocer a mis amos.

-¿Ahora? –inquirí atemorizada.

-Ahora, más tarde, mañana… En un momento u otro deberás presentarte. Cuanto antes mejor. Sácate el mandil y arréglate el cabello. Y cuando llegues ante el ama, inclinas levemente la cabeza en señal de respeto. Y no abras la boca para nada. Limítate a hablar cuando ella te pregunte. Y nada de mentiras. Tarde o temprano, como el aceite, sale a flote. Te irá muy bien en esta casa si te dedicas a ir a lo tuyo y no entrometerte en la vida de los demás. ¿Entendido? Vamos.

Subimos a la planta superior. Por supuesto, tenía los nervios a flor de piel. Con referencia a Jacinta, tenía el puesto asegurado, pues demostró, aunque con parquedad, que estaba satisfecha del trabajo que realicé. La duda estaba en los señores. Siempre había escuchado en El Compás que los ricachones eran gente caprichosa. Puede que no les agradara mi delgadez o mí parecido, o cualquier otro detalle. Y eso me horrorizaba. No quería acabar en la calle oficiando como lo hizo mi madre,  aprendiendo a vaciar los bolsillos de los incautos o a dormir al raso. Ahora deseaba seguir en esa cocina, entre los fogones, viendo como Jacinta trajinaba entre ellos para crear platos deliciosos y solazarme con ellos. Pero sobre todo, para aprender a hacerlos por mi misma. No me importó si Jacinta no deseaba enseñarme. De un modo u otro, lograría hacerme con sus recetas. La mujer no estaba precisamente en la flor de la juventud; todo lo contrario. Los años le estaban pasando factura.  Llevaba pocas horas junto a ella, pero no se le había escapado que sus manos ya no le respondían con precisión. Muy pronto necesitaría a alguien que la ayudase con los guisos y Raimunda ya no estaría con ellas. Ese sería el momento para conseguir la meta marcada.

Tras llegar al final de la escalera, el corredor no desmerecía lo poco he había visto. La pared estaba encalada de un blanco puro que hacía destacar las macetas y las puertas de roble macizo.

Nos detuvimos en la tercera. Jacinta se mojó con saliva la punta de los dedos y se arregló algunos cabellos que se habían escapado del moño. Yo, a pesar de llevarlo atado en una coleta, la imité. Golpeó suavemente la puerta. La voz de un hombre le concedió permiso.

Entramos en una habitación espléndida. La luz entraba a raudales por la ventana iluminando lo que me pareció la mayor de las maravillas. Allí no había simples sillas o banquetas. Los muebles estaban tapizados con telas floreadas. En las paredes colgaban cuadros. Era la primera vez que mis ojos veían la obra que un hombre había creado con unos simples pinceles y me fascinaron. Me pareció mentira que esas pinturas reflejasen con tanta perfección a un ser humano. Sin la menor duda, pensé, el pintor era un gran artista. Lo mismo que el que pintó el jarrón que estaba sobre la mesa, un jarrón enorme lleno de rosas rojas. Me encontraba tan ensimismada que no había reparado en las dos personas que nos aguardaban sentadas al otro extremo. Pero la voz de Jacinta me trajo a la realidad.

-Esta es mi nueva ayudante. Se llama Octaviana. Aunque, al parecer, todos la llaman Viana. He de decir en su favor que ha estado trabajando desde el amanecer y no me parece que lo haga mal. Es voluntariosa y los más importante, callada y de buen temperamento. No como la descarada de Raimunda.

Encaminé los ojos hacia mis patrones. Blas Osuna era un hombre de cabellos negros como el tizón, al igual que sus ojos. Barba y cabello ligeramente largo, que debía rondar la cincuentena. Me pareció de esos hombres estrictos y poco dado a las palabras. Su esposa, doña Eugenia, era mucho más joven que su esposo. Nada hermosa, más bien con un rostro vulgar que habría pasado desapercibido a no ser por el *balaquín que le infundía un aspecto casi de reina. No me gustó. Su porte mostraba altivez.

Sus ojos pardos me escrutaron con dureza. Con esa frialdad de aquellos que ven a sus inferiores como indeseables y que ya había visto en algunos de los clientes que pasaron por la cama de mi madre.

Tras su inspección, su mirada se suavizó. Por lo visto, había esperado a alguien mucho peor viniendo de la Casa Cuna. De nuevo, mi aspecto de muñeca delicada me ayudó.     

-No me parece mal. Aunque un poco debilucha. ¿No? –dijo.

-Pues, engaña, doña. Como he dicho, se toma las labores muy en serio y no se ha quejado ni una sola vez. Mande lo que le mande. No como la Raimunda. Si antes me enojó su determinación a dejarnos, ahora me parece lo más acertado. Una ya es vieja y no está para ir lidiando con toros bravos. Lo que necesito es tranquilidad para que mis guisos salgan deliciosos –me defendió Jacinta. 

Al parecer, el hidalgo don Blas no tenía nada que opinar en cuanto al servicio doméstico, pues fue su esposa quién volvió a hablar.

-Pues, que sea a tu gusto. Que se quede. Aunque, a prueba. Si ves que no responde, no tengas el menor reparo en sustituirla. Lo importante es que la cocina funcione. Es fundamental para nuestros actos sociales.

Jacinta, con aire orgulloso, aseveró.

-Por supuesto, ama.

Doña Eugenia volvió a mirarme y con semblante circunspecto, me advirtió:

-Niña. Espero que cumplas todas las órdenes de Jacinta y que agradezcas la generosidad que hemos tenido con una pobre como tú. No se si eres consciente de la fortuna que has obtenido.

 

*vestido de seda y bordado en oro

 

-Sí, señora. Muchas gracias. Serviré a vuestras mercedes con ahínco –respondí con tono humilde; tal como me enseñaron las amas del orfanato.

Ella aseveró y con un gesto de la mano nos despidió. Salimos. Jacinta me miró con aire complacido.

-Ya estás dentro. Recuerda que camarón que duerme se lo lleva la corriente. Si eres lista y aprovechas esta oportunidad, la vida te será más fácil. Por lo general, cuando una sirvienta es despedida al poco de entrar en la casa, le es más dificultoso colocarse; aunque sea por motivos caprichosos. La cuestión es que, a una la han echado y es lo único que vale como referencia. No me gustaría que una chiquilla tan dispuesta como tú tuviese que agarrarse a un clavo ardiendo para subsistir o echarse a la mala vida. He visto muchos casos que me han lacerado el alma.  No seas tontina y sigue mi consejo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capitulo 4

 

 

Por supuesto, me dije. Había puesto el pie en la casa de los prodigios y no pensaba dar un paso atrás. Objetivo que se reafirmó al ver el cuarto. No era espacioso, pero solo lo compartiría con Raimunda. Pero en cuanto se fuese, sería enteramente para mí. Por primera vez dormiría sola, sin soportar sollozos, ronquidos o gemidos de placer y en un catre mullido con un jubón relleno de lana y cubierto por sábanas que olían a jabón. Una jofaina para asearme y un baúl para guardar la ropa. Cuestión que no debería hacer, pues solamente tenía lo puesto. En cuanto se enteró Jacinta de ese detalle, se ocupó de comprarme ropa.

-Una empleada de los Galiana no puede ir como una pordiosera. Compraremos un vestido de diario y uno mejor para los domingos. En esta casa todo el personal acude al oficio religioso. Y cuando digo todos, es todos. Los Galiana se distinguen por su honor y su verdadera fe. No como muchos marranos que se convirtieron por salvar el pellejo. Su estirpe viene de lejos. Muchos de sus antepasados sirvieron a la iglesia. O sea que, son cristianos viejos. No admitirían a un descreído. ¿Te ha quedado claro, niña?

-Ningún problema, doña. Durante toda mi vida he asistido a misa –mentí. La Mancebía no se destacaba precisamente por la religiosidad de sus moradores. Los rufianes y rabizas solamente pisaban un templo en Semana Santa cuando quedaba prohibida la prostitución. Y por supuesto, mi madre jamás me llevó con ella. Al parecer, mi mundo espiritual le importaba un comino. La primera vez que pisé una iglesia fue cuando fui llevada al orfanato y a pesar de pregonar sus enseñanzas católicas, apenas nos sacaban para los oficios.

La cocinera aseveró satisfecha.

-Eso está bien. Hay que estar en paz con Dios.         

Si lo estaba o no, no me preocupaba lo más mínimo en esos momentos. Lo único que deseaba era seguir trabajando en la cocina y no tener que largarme.

La primera semana continuó igual que el primer día; fregando cacharros, suelos, baldosas. Ni tan siquiera se me permitió mondar una cebolla. Lo cuál, por el momento, agradecí. No tenía la menor idea y esa falta de pericia podía dar al traste lo logrado. Por esa causa, en cuanto Jacinta se retiraba a dar una cabezadita tras comer y Raimunda salía durante una hora para preparar su casamiento, practicaba. Cogía la cebolla, el cuchillo y mi empeño, y mondaba y troceaba, una y otra vez la misma para que nadie se percatase de mi proceder. A la semana de la práctica, ya podía hacerlo del modo que Jacinta deseaba. Rapidez y corte fino. Estaba preparada para relevar a mi compañera. Eso, teniendo en cuenta que mis previsiones no estuviesen equivocadas y decidiesen emplear a otra muchacha dejándome a mí como simple fregona.

Hasta el momento de entrar en la casa el único futuro que me importaba era el de no tener que ganarme las gachas vendiendo mi cuerpo al mejor postor o iniciándome como ladrona. Cualquier trabajo, por duro o humillante que fuese, lo hubiese aceptado de buen grado. Pero ahora, mis expectativas habían cambiado. Quería pasar el resto de mi vida ante unos fogones, allí o en cualquier otra parte para poder crear viandas exquisitas. Pero para ello, necesitaba aprender. Y nadie mejor como maestra que Jacinta, la cocinera más afamada entre los nobles.

Por el momento, lo estaba haciendo. Discretamente observaba cada uno de los  de pasos de, la que sin saberlo, era mi maestra. Mi mente asimilaba los ingredientes, su limpieza en los cortes, el tiempo de cocción. Solamente me faltaba ese punto especial que impedía que viésemos. De todos modos, era la última de mis preocupaciones. La boda de Raimunda había llegado y con ella, mi estreno como ayudante de cocina; pues los amos decidieron no contratar a nadie más. Hecho que agrió el carácter de Jacinta. Era incapaz de entender que gente de tantos dineros escatimasen en algo tan necesario.

-¡Por las barbas de Satanás! Me rompo el espinazo cocinando delicadezas y ¿cómo me lo pagan? Igual que si les cocinase *gallofa. 

Cómo no tenía ni idea de que era una gallofa, se lo pregunté.

-Una porquería de comida, niña. ¡Esta vida no es justa, no Señor! Ya me tienes economizando cuando no les hace ninguna falta. Pretenden que mi ayudante pele, corte y limpie. ¡Qué desatino! No, si debería aceptar la primera propuesta que se me presente y dejarlos con la miel en la boca. ¡Desagradecidos!   

-Es verdaderamente injusto, doña. Merecéis ayudantes que os faciliten las tareas. Sois una artista de los fogones y no podéis ir haciendo el trabajo de un aprendiz; además del vuestro.

Ella resopló.

-Bueno, prácticamente, desde que llegó Raimunda, he tenido que sacar muchas castañas del fuego. No solo es una cabeza hueca, le da a la lengua que da gusto; como la mayoría de las mujeres. Por eso Dios no nos dio barba, pues al afeitarse una no puede hablar o se corta.  

Era cierto. La mayor parte de la jornada Raimunda apenas daba brote. Preparar los ingredientes, encender el fuego, encargarse de recibir a los proveedores y salir para un ligero recado; el cuál, siempre le llevaba mayor tiempo del necesario. Esas dos tareas eran lo que en verdad ocupaba la mayor parte de sus horas. Mi comadre era de charla fácil y mucho más si el oyente era un hombre. Fue de este modo como conoció a su futuro marido. Hermenegildo era el abastecedor de la fruta. La diversidad que existía ahora en el mercado fue un tema recurrente de su conversación. Que si los tomates eran extraños, pero muy adecuados para los sofritos. Que las ananas eran deliciosas o que los limones últimamente salían muy secos. Una cosa llevó a otra y acabaron prometiéndose.

Dolores, una de las sirvientas encargadas de la casa, me contó que Jacinta puso el grito en el cielo, pues no entendía que se casase tan joven, pues aún no había cumplido los dieciséis y encima con un simple mozo de carga que lo único que conseguiría sería un manojo de críos y miseria a espuertas. Y que Raimunda, altanera, le espetó que al menos, la quitaba de trabajar. Y ese fue el fin de la discusión.

Mi parecer era igual al de Jacinta. En mi futuro no quería a ningún hombre que mandase sobre mi persona y mucho menos, a un muerto de hambre que lo único que daría sería penurias. Lo que deseaba era ser mi propia dueña y para ser más exactos, ama de mi cocina.

Y la prueba de fuego estaba a punto de comenzar.

-Viana, pica esas cebollas. Después, el ajo, el pimiento y unos tomates. Una vez hecho, enciende la leña y prepara el fogón. Pon tres cucharadas de aceite y cuando esté caliente, echas el picadillo. ¿Sabrás hacerlo?

-He observado y creo que sí -aseguré.

-¡Ay, Señor! No tengo el cuerpo para tener que bregar otra vez con una novata –se quejó la mujer.

Con dedos temblorosos cogí el cuchillo. Miré la cebolla como si fuese el peor de mis enemigos. Si se me resistía, me haría caer en desgracia. Pero no podía acongojarme en ese momento, pues me jugaba mucho. Me enfrentaría a ella y ganaría el envite. Así que, tomé una bocanada de aire y comencé el mandado, al tiempo que Jacinta me miraba de reojo.

Media hora después había terminado. Jacinta se acercó y con la barbilla alzada, examinó mi obra. Yo contuve el aliento esperando su veredicto.

-Podría estar mejor. Pero no está mal. Aunque, para la próxima vez recuerda que la cebolla debe ser más diminuta. Ya sabes que se considera alimento de pobres. Pero si no la ponemos el guiso queda desustanciado. Los amos no deben ni apreciarla. Y por supuesto, ni tú mentar que la usamos. ¿Queda clarito?

Yo sonreí. ¡Al fin me había confesado su truco!

-Borra esa sonrisa de bobalicona, zagala. Mi secreto jamás te será revelado. Más, puedo enseñarte a labrarte un futuro y no hay mas secreto para ello que ser consciente de que si una tiene una juventud ociosa, tendrá una vejez trabajosa. Trabajar, trabajar y trabajar es lo esencial.      

No grité de alegría, pero lo hubiese hecho de buena gana. Había pasado a formar parte del servicio, que además de nosotras dos, estaban Dolores y Pepa, encargadas de la limpieza, Toribio mozo de cuadras y cochero. Luisa, doncella personal de la señora y Rafael, ayudante del amo, que también ejercía de mayordomo. Esperaba que a partir de ahora me tratasen como a una más; pues hasta el momento, me miraban con recelo. Para el ser humano las novedades siempre conllevaban un halo de temor, pues persistía la duda de si sería beneficioso. Y aún pasado el tiempo y con hechos tranquilizadores, ese recelo continuaba escondido esperando emerger en cualquier momento.

En cuanto a la opinión de los dueños de la casa, confiaban plenamente en Jacinta y si ella decidió que era adecuada para trabajar en la cocina no se discutió más. Se me informó del salario que iba a obtener, sin tener la menor idea de si era justo o no. Era la primera vez que sería renumerada por trabajar como una mula. A pesar de ello, me sentí afortunada. Tenía un techo, cama y comida, y nada que pagar por ello. Los amos y su hijo eran gente prestigiosa, respetados por toda la ciudad que trataban a sus empleados con justicia. ¿Qué más podía pedir una pobre huérfana?

Aquella noche, sola, en mi propio cuarto, lloré de felicidad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 5

 

La primera jornada real como ayudante de Jacinta comenzó esa misma mañana. Raimunda, como era natural, ya no vino; pues era el día de su boda, a la cuál estábamos todos invitados. Por supuesto, los amos declinaron la oferta. Los ricachones jamás se mezclaban con el populacho.

-No sea que se les pegue la mala suerte o los piojos –bromeó Jacinta.

-Más vale ser pobre que estar enterrado –opiné.

Ella sacudió levemente la cabeza.

-Visto así… ¡Arrea, niña! Se hace tarde y tenemos que madrugar más que de costumbre. Quiero terminar cuanto antes.

Antes de poder asistir a la ceremonia y posterior ágape, debimos cocinar como otro día cualquiera. Rayando el alba me puse en pie. Nunca fue un esfuerzo para mí. En el hospicio el sueño era intranquilo entre ronquidos, sollozos y quejas. Sin embargo, mi primera noche en total silencio provocó que me costase desprenderme de las suaves sábanas y me vi obligada a acicalarme con prisas; pues no quería que mi dejadez fuese la causa de perder mi primer empleo. Resollando, entré en la cocina. Mi mentora, bostezando, ya estaba colocándose el mandil.

-Así me gusta. Puntual. Enciende el fuego –dijo.

Me puse a la tarea. Una vez cumplida, Jacinta me ordenó hornear el pan. Era un trabajo que podía ahorrarse, ya que la panadería estaba en la calle de atrás. Sin embargo, siempre fue reacia. Alegaba que en su cocina, a diferencia del horno, no había cucarachas ni ratas, ni otros moradores indeseables. Cuando estuvo en el fuego, llené una cazuelita de barro con compota de manzana y puse a hervir tres huevos; lo cuál, descubrí que no era tan fácil como parecía. El paladar de los señores era muy exigente y no podían estar crudos ni muy hechos. Por esa causa, junto a los fogones, había un extraño objeto que no había visto en mi vida. Jacinta me explicó que era un reloj de arena que contaba el tiempo justo y preciso para que los huevos quedasen perfectos. Le dio la vuelta y me dijo que en cuanto la arena llegase al fondo podía retirar el cazo. Mis ojos no dejaron de observarlo mientras limpiaba a fondo los cubiertos; lanzándome como una desesperada hacia el cazo cuando los diminutos granos dejaron de colarse por el estrecho tubo de cristal.

Jacinta soltó una suave carcajada. 

-Niña, tómatelo con más calma. El aprendizaje es como un sofrito. Deber ir lento para que de buenos resultados. No te preocupes por la Jacinta. Ella tiene paciencia con las novatas. Hasta cierto punto, zagala. Si no respondes, no tendré escrúpulos para darte el bote. Y… -Calló al escucharse los golpes en la puerta-. Ve. Debe ser Emiliano, el lechero. 

Éste era un hombre de aspecto enfermizo. Ojeras negras bajo unos ojos verdes apagados. Delgado como una vara, pero con una enorme panza y con una cara un tanto peculiar. Sus facciones eran menudas y como contraste, su nariz se asemejaba a aquellas patatas que llegaron de América que engordaban a los gorrinos. Poco tiempo después me enteré que era debido a las palizas que le propinaba su padrastro, un tipo que se pasaba la mayor parte del tiempo en la taberna gastándose los cuartos de su mujer que se deslomaba respirando los vapores repugnantes de los tintes de la lana. Emiliano, que así se llamaba el lechero, un día, cuando contaba catorce años de edad, harto de vivir en el infierno lo cambió por la cárcel. Su paso de dos años, pena eleve por ser considerado el crimen defensa propia. A diferencia del resto de los mortales resultó para él muchacho una bendición. Al fin y al cabo, solamente tenia que aguantar la comida infecta que no se diferenciaba en absoluto a la que su madre le cocinó durante toda su vida y alguna que otra reyerta ganándose unos puñetazos. Pero por lo general, fue la tranquilidad quién reinó entre esas rejas. En el código particular de los delincuentes su asesinato era uno de los que merecía respeto. Los delincuentes aborrecían a aquellos que lastimaban a una criatura.

Una vez en la calle, con la recomendación del preso más importante de la ciudad optó a varios empleos de ciudadanos respetables que le debían algún que otro favor. La aversión hacia sus semejantes le hizo rechazar todos aquellos que requería relacionarse; por lo que, aceptó ser mozo de cuadras. Las vacas, según él, eran mucho más personas.

La presencia de la nueva ayudante de cocina pareció no interesarle en absoluto. Dejó la lechera, cogió los dineros y se fue tan silencioso como había llegado.

Muy distinto fue el caso del verdulero que sustituyó por aquel día al habitual. Era tan joven como yo. Alto, de un color de piel tirando a cobrizo y ojos como el azabache. En el primer instante que le abrí la puerta su parloteo me acompañó durante los escasos minutos que le atendí.            -Soy Hamid, oriundo de la ciudad maravillosa de Túnez, a orillas del mar. Claro que, entonces ignoraba que podía existir una urbe tan magnífica como Sevilla. Pues como decía, en Túnez me hallaba yo cuando llegó una flota cristiana y fui apresado. Tras ignorar mi incierto destino y porque negarlo, muerto de miedo, llegué a Sevilla para ser vendido en el mercado. Mi nuevo señor me bautizó en la parroquia de San Ildefonso como Cenobio, en honor al santo del día en el que fui comprado; cosa que nunca me ha robado el sueño, porque si el amo, que bajo mi modesta opinión  y de muchos es el mejor verdulero de la ciudad decidió ponerme Cenobio, pues ya me está bien. Pues, a pesar de no pertenecer a la familia, me ha instruido en el arte de la siembra; lo cuál demuestra generosidad. ¿No te parece?

Aseveré a pesar de estar en desacuerdo, pues no llegaba a entender que alguien se sintiese feliz por ser un esclavo, sonreí.

-Incluso –continuó con su verborrea imparable – soy miembro de la hermandad del Santísimo Cristo de la Fundación, llamada de Los Negritos, de la  ermita de nuestra Señora de Gracia; que como sabrás, da amparo a muchos desvalidos.

-Una buena obra, sí. Lo que me recuerda que yo también tengo mucho por hacer. Gracias –lo despedí.   

Con la caja de verduras a cuestas regresé a la cocina. Jacinta, inmediatamente, inspeccionó el contenido, mientras yo miraba con curiosidad los productos que jamás en la vida vi. La cocinera, al ver mi estupor, con una sonrisa me fue explicando cuál era cada un de ellos. 

-El redondo de color anaranjado es la calabaza. El alargado con unos granitos amarillos maíz y las bolitas blancas, la semilla de las vainas de la judía.

Una vez satisfecha mi curiosidad regresé a la tarea de preparar el desayuno. Herví la leche y saqué el pan ya horneado. Jacinta llenó un cazo con agua para preparar esos extraños frijoles. Por supuesto, me dispuse a no perder ojo. Introdujo una cebolla entera, una cabeza de ajos, un buen trozo de tocino y chorizo, reparando que no añadió los frijoles hasta que el agua estuvo en plena ebullición. Supuse que era un detalle importante.

Ahora esperaba el momento en que diese su toque secreto al estofado y me alejase con algún mandado. Pero no fue así. O la mujer, pensé, confiaba en mi discreción o ese guiso no llevaba ningún toque especial.

Me concentré en cortar las rebanadas de pan y llenar el cazo con la leche. Una vez a punto, coloqué el fastuoso desayuno en una bandeja. Tras la inspección de mi mentora, la doncella, con la cuál aún no había cruzado una palabra, entró a por él y lo llevó al *tinelo.

-Pepa es buena chica. No creas que no le caes bien. Sencillamente, aún no ha decidido si eres de confianza; al igual que los otros. Pero verás que dentro de muy poco serás una de ellos –me explicó mi maestra.   

Realizada la tarea principal de la mañana, Jacinta y yo nos sentamos para contentar el estómago. A pesar de llevar días en la casa, aún me emocionaba ante un trozo de pan recién hecho, leche fresca o la dulce compota que las manos milagrosas de la cocinera creaba. Y no me cansaba de alabar su arte.

-No es que haya probado otra antes, pero dudo que alguien pueda hacer una comporta tan deliciosa. Está tan exquisita que lloraría de gusto.

Esa veneración por sus comidas consiguió poco a poco ganarme su corazón y también su confianza. A diferencia de Raimunda su trato conmigo era ligero e incluso amable. Claro que, mi comportamiento contribuía a ello. De mi boca nunca salió una protesta a sus órdenes y trabajaba con ahínco. Era consciente de lo afortunada que había sido y no haría nada para estropear mi buena estrella. 

Con el estómago contento, volvimos a las tareas. Jacinta terminó de cocinar las judías, yo de limpiar, concluyendo a tiempo para poder asistir a la boda de mi antigua compañera de trabajo. Los señores no habían dado permiso a las dos para asistir a la boda y posterior banquete. El resto del personal solamente a la ceremonia. Jacinta dejó instrucciones a una de las doncellas para que calentase la comida a los amos en su ausencia y nos fuimos. 

*comedor

Capitulo 6

 

 

Era la primera vez desde que había llegado a la casa que salía a la calle no para asistir a misa, sino por divertimento.  

De nuevo, la plaza me pareció hermosísima y también el ayuntamiento. El escudo de la fachada llamó poderosamente mi atención. Jacinta me explicó, que a pesar de no saber leer al igual que yo, se había informado que eran dos sílabas que significaban NO-DO entrelazadas por una madeja y que significaba "no me ha dejado", regalo del rey Alfonso a la ciudad por su fidelidad en las guerras dinásticas. Sin embargo, cruzando la plaza, mi protectora me explicó que no era un lugar tan idílico, pues solían hacerse autos de fe.

Al escuchar la información no pude evitar un estremecimiento. En el hospicio apenas nos dirigían la palabra; por lo que estábamos aisladas del mundo exterior e ignorábamos lo que ocurría. Sin embargo, cuando vivía en El Compás escuché historias sobre condenados, de las cosas terribles que les hacían, llenando muchas de mis noches de pesadillas. 

Intentando borrar de mi mente las fantasías infantiles, tomamos la calle de enfrente hasta llegar a la plaza de San Salvador. Allí se encontraba la iglesia que llevaba el mismo nombre en la que se celebraría el casamiento. Una vez más, Jacinta, mostrándome sus dotes de sabiduría me contó que el templo se había construido sobre los cimientos de la Mezquita Mayor en el año 1340 del Señor, dándole la categoría de colegiata. Por supuesto, no tenía la menor idea de lo que significaba. Pero me abstuve de preguntar ya que estábamos entrando en el templo. 

Los asistentes, que no debían rondar más allá de la veintena, ya estaban ocupando las banquetas. El cura y el novio aguardando a su prometida ante el altar. En cuanto pusimos el trasero en el banco, Raimunda entró. Lentamente, con una gran sonrisa dibujada en su nada agraciado rostro, prueba de que el refrán que toda novia estaba hermosa el día de su boda no era más que un bulo, recorrió el pasillo hasta llegar junto al verdulero, que ese día, se había adecentado ofreciendo una imagen mucho más agradable. 

El ritual, del todo incomprensible por ser en latín, se hubiese hecho insoportable a no ser por los comentarios y chismes de Jacinta sobre las que iban a ser mis compañeras de trabajo, que por el momento tan solo conocía de vista; pues no había cruzado ni una palabra con ellos. De Luisa, la doncella personal de la señora, me contó que esa barbilla alzada que se había incrustado en ella como una tara física era pura fachada. Su origen no era mucho mejor que el de los demás; todo lo contrario. Nació y creció en el campo. Hija de agricultores muertos de hambre, entró a servir en una finca a la tierna edad de ocho años. Tras molerse la espalda fregando y ocupándose de las faenas más ingratas, su señora la educó para ser su doncella personal. Y una vez aprendido el oficio, se largó a toda prisa del culo del mundo para buscarse el futuro en la maravillosa Sevilla. Esto último lo dijo con orgullo. Jacinta era uno de esos ciudadanos que se sentían privilegiados por haber visto la luz en la ciudad y que por ese hecho del todo circunstancial, se creían superiores. 

Ese sentimiento nunca lo percibí. Puede ser a causa de que el cuartucho donde llegué a este mundo era una estancia muy cercana al infierno y nadie con dos dedos de frente alardearía de tal hecho. Por supuesto, un detalle que jamás iba a rebelar. 

Con referencia al cochero, era leonés. Ese origen, según el parecer de Jacinta, era la causa de su carácter taciturno y seco; tan distinto al de los sevillanos tan dados a la jarana y darle al pico. Pero a los señores les pareció idóneo para el puesto. Apreciaban la prudencia y Toribio no era precisamente el paradigma de la conversación. Sus tejes y manejes, quedarían resguardados en esa boca callada.

Para ponerme en aviso, me especificó que era callado, que hasta no haber pasado cuatro meses no supieron que llegó a la casa tras quince años de ir de un lado a otro subido en una carreta vendiendo pellejos de vaca. Al parecer, se hartó del polvo del camino y decidió establecerse cuando tuvo noticia de que los amos necesitaban un mozo de cuadras, al mismo tiempo que conductor. Y añadió que si no me daba cháchara no me lo tomara a mal.   

En cuanto Pepa y Dolores, sin el menor tono de emoción, dijo que simplemente seguían el oficio de sus madres, empleadas en otras casas solariegas. Una saga de criadas sin la menor aspiración; todo lo contrario del ayudante de cámara del señor y mayordomo. Rafael era ambicioso y por ello, poco de fiar. Me aconsejó que jamás de los jamases, ante su presencia abriese la boca para soltar algo personal. Aseguró que Rafael era un espía del señor y que gozaba de su plena confianza. Una palabra suya y la maldición de la pobreza sería tu fiel compañera.

No me contó nada más. El momento cumbre de la boda estaba al caer y no quería perdérselo. Y tras terminar la ceremonia nos encaminamos hacia el lugar de la celebración, que estaba a unas ocho calles. 

El lugar me sorprendió. Tras cruzar la puerta uno se adentraba en un patio rodeado de viviendas; en una de las cuáles viviría a partir de ese momento Raimunda. El patio distaba mucho del de la casa donde servía. No había jardín, ni aromas deliciosos, ni nada que pudiese considerarse bonito. Todo lo contario. La pintura hacía años que había desaparecido de las paredes. Puertas y ventanas se veían resquebrajadas. En el piso superior la ropa recién lavada se asomaba al vacío, impregnándose del olor que surgía de las macetas y de los refritos. En aquel momento pensé, que Raimunda estaba cometiendo el mayor error de su vida. No llegaba a entender como alguien podía cambiar la casa de los Galiana por esa colmena que desprendía un olor casi nauseabundo. Y para ponerlo peor, los sonidos se mezclaban alejando la paz. Aunque, tiempo después, entendería que el amor nos hace cometer muchas locuras.  

-Como dijo San Francisco, lo que se hace con precipitación nunca se hace bien; hay que obrar con tranquilidad y calma. Y yo añado que el corazón no tiene cabeza, pero si pies para echar a correr y hay que utilizar los sesos para pararlo. Toma nota de ello, Viana -me susurró Jacinta sacudiendo la cabeza en señal de disconformidad; mientras nos encaminábamos hacia una mesa que estaba en el centro de la córrala.

Los gritos de los vecinos vitorearon a los novios.

En el centro de la corrala se hallaba una mesa. La comida podría decirse que era generosa para alguien de la categoría de los recién casados. Verduras, sopas y como lujo, un enorme pollo. Para doña Jacinta no era más que bazofia. Para mi paladar aún no habituado a las excelencias de mi maestra y para mi cuerpo acostumbrado a pasar hambre era un banquete. Y a pesar de su mirada acusadora, no le hice ascos. Pero con franqueza, tuve que reconocer que hecho por las manos de la mejor cocinera de Sevilla hubiese estado mucho más delicioso. 

El vino y aguardiente corrieron como el agua para los invitados y también para los vecinos. Algunos de ellos se unieron a la celebración. Unos muchachos sacaron guitarras. Las risas y las canciones llenaron el aire. La mayoría se pusieron a bailar. Yo no lo hice, pues nunca había tenido ocasión de aprender. De todos modos me sentía alegre. En mis recuerdos no existía nada parecido; sencillamente porque nunca hubo nada que celebrar. El color del pasado era gris. El del futuro se estaba llenando de luminosidad. Un casa preciosa, a la que por primera vez consideraba mi hogar, un trabajo duro, pero compensado y lo que más valoraba, libertad. La ciudad de la plata era enteramente mía, sus calles, sus palacios, sus miserias. Una nueva existencia que pensaba disfrutar cada minuto. Como decía Paca, una de las putas más veteranas del Compás, el devenir está a la vuelta de la esquina, pero puede que nunca llegues a bordearla.

Jacinta, contrariamente al resto, parecía no disfrutar del sarao. Su figura oronda y bonachona permanecía clavada en la banqueta observando con ojos severos al personal como iba cayendo bajo los efectos de los vapores del alcohol. Lo cierto era que, a pesar de pertenecer al mismo grupo social, la experiencia le había reportado un halo muy distinto de los que antaño fueron sus compadres.

-Hay algo que logra la fragmentación social y es la educación. Cuando uno aprende ciertas cosas, ya no puede caminar con alegría por la ignorancia -me dijo de regreso a casa.

Dispuesta a aprender al máximo, le pregunté:

-¿Qué es fragmentación?

Ella me lo aclaró con presteza.

-Como una rotura. Para que lo entiendas, es cómo si tú hubieses aprendido de letras y cultura, y tus amigos continuasen en la inopia. Ya no podrías hablar con ellos de tus conocimientos y con toda seguridad, buscarías a otros. El saber separa a los ignorantes de los letrados. Es ley de vida.    

-¿Sabéis leer? –le pregunté sin poder evitar el tono de admiración. Era una de esas sabidurías que me hubiese gustado aprender. En realidad, consideraba que era la más importante. En las palabras dibujadas en un papel se encerraban muchos misterios, historias que hacían soñar y decisiones que podían cambiar el futuro al ignorante.

-Pues, claro que no. ¿Quién sabe del populacho? Ni tan siquiera la mayoría de los ricachones son letrados. No hablo de esa educación, Viana. Cuando una lleva muchos años observando a los amos aprende sus maneras. Como se comportan, como hablan, la pose, la discreción, como visten… Puede que nos exploten pagándonos una porquería, pero a cambio, podemos sacar provecho. ¿Comprendes a qué me refiero?

Por supuesto que lo entendí. Una desarrapada lo parecía menos si sus maneras eran más refinadas. Y en ese mismo instante, añadí a mi lista de objetivos uno más.       

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 7

 

 

La primavera estaba dando sus últimos coletazos dispuesta a dar paso al verano. Los balcones y celosías se habían adornado con flores que expandían aromas deliciosos. Lamentablemente, la suciedad empañaba tan bella estampa. Ni las órdenes municipales ni sus amenazas lograron que los ciudadanos de Sevilla olvidaran las costumbres ancestrales. Orines, desperdicios y aguas residuales corrían libres por las calles sin adoquinar. A pesar de ello, a mí continuaba pareciéndome la ciudad más hermosa del mundo. Lo cuál, no era extraño pues no conocía otra. De todos modos, estaba convencida que así debía ser. Los visitantes y extranjeros quedaban fascinados por sus callejuelas de casas encaladas, por la torre de la Giralda, el puerto siempre activo con la llegada de los bergantines con sus bodegas cargadas de oro, plata y exotismo. Aunque no solamente ellos. Muchos de los sevillanos e incluida yo. Era un espectáculo trepidante. El frenesí se apoderaba del barrio del Arenal. Toneleros, cargadores, marineros eufóricos por pisar tierra tras cruzar el peligroso océano, alguaciles de la Casa de la Contratación revisando la carga hasta el mínimo detalle.

En los barrios que habían crecido junto al Guadalquivir, sus moradores menos afortunados corrían a la búsqueda de un posible trabajo y los vendedores del Baratillo exponían sus mejores productos. No había que echar a perder la oportunidad de que un caballero, soldado o funcionario se detuviese ante su puesto. Otros que aplaudían con regocijo el arribe de un barco procedente de América eran los birladores, mendigos y pelanduscas. El barullo propiciaba que sus artes pasasen casi desapercibidas.

Desde hacia tres meses la ciudad que me vio nacer era ahora mí ciudad. Atrás quedaban los muros de la Mancebía, las rejas del hospicio. En estos momentos mis pasos podían circular cerca de la Catedral, del Alcázar, de la Alameda. No existía barrera alguna que me lo impidiese. Y esa mañana me encaminaba hacia la plaza de San Salvador en busca de unas velas.

Mi ánimo estaba lleno de contento. Tenía muchos motivos para estarlo. El trabajo junto a Jacinta, aunque duro, me llenaba de satisfacción. La casa poseía todos los requisitos para que sus moradores viviesen con comodidad. Buena comida, buena cama y un trato respetuoso; y para rematarlo, una paga.

Cuando recibí la primera, no tenía ni la menor idea del valor que reposaba en la palma de mi mano. La única referencia que recordaba era que mi madre siempre se quejaba de lo poco que ganaba y lo mucho que le costaba sobrevivir. Después, en el orfanato, jamás manejamos ni un maravedí. Solamente cuando acompañé a Jacinta a comprar al mercado comprendí la tasación de las monedas. El salario no era mucho. Fuera de la casa apenas podría vivir durante medio mes. Pero como estaba mantenida tenía libertad para darme algún que otro capricho o ahorrar. Esto último es lo que decidí. La vida me había enseñado que el futuro era incierto y que lo que se da por sentado puede levantarse y echar a andar por el camino del infierno.

El carruaje que avanzaba a toda prisa parecía que era allí donde quería llevarme. Por suerte, un buen samaritano evitó que los caballos se me llevasen por delante agarrándome con fuerza del brazo.

-¡Voto a Dios! ¡No se adonde iremos a parar! Las calles se están llenando de esos coches sin tener en cuenta a los de a pie. ¡Por poco se produce una *guezerá! –se quejó, voz en grito.

 

 

*tragedia

-¿Qué cuenta van a tener con los pobres? Esos ricachones solamente miran por lo suyo. El otro día, sin ir más lejos, vi con estos ojitos como uno de esos descuajaba a un menesteroso. ¿Y qué hicieron las autoridades? Na de na, como le digo –dijo una mujer desde la puerta de la candelería.

Yo, aún con el *julepe en el cuerpo, le di las gracias a mi salvador y los dejé despotricando de la poca efectividad del cuerpo de la ley, de las injusticias del mundo y otra sarta de quejas.

Seguí mi camino mirando a todos lados, no fuese que de nuevo una de esas carrozas apareciese de improvisto.

Entré en la tienda y compré seis velas. Aquella noche los amos esperaban una visita importante y deseaban adornar la mesa con unos candelabros. Era la primera vez, desde mi llegada, que debíamos preparar una cena especial. Y me sentía emocionada. Jacinta estaba elaborando unas recetas nada comunes y sus enseñanzas enriquecerían los pocos conocimientos culinarios que había aprendido a su lado. Claro que, el toque secreto continuaría guardado en su cabeza. La compra de las velas me había impedido estar presente. 

Sin perder ni un minuto más regresé a casa. Jacinta continuaba delante de los fogones dorando los trozos de pollo.

-Has tardado mucho. Te vas pareciendo a Raimunda. Seguro que le has dado a la *mojarra –me riñó.

Le conté lo sucedido y se santiguó dando gracias a Dios de que estuviese viva y entera. Y rápidamente me ordenó:

-A partir de ahora ten más tiento. Esos coches no se paran ante nade. Anda. Hierve agua. La olla llena hasta la mitad.

 

 

*susto

*lengua

-Si, doña Jacinta.

-Voy a hacer una receta que mi primo llegado de Panamá me ha enseñado. Corta todo lo que hay en la mesa. Bien menudito.

Pique pimientos, tomates y guindilla. Desmenucé unas mazorcas, unos ajos y vertí todo el picadillo en un mortero y machaqué hasta formar una masa compacta.

Cuando estuvo a punto, doña Jacinta echó comino, sal y azafrán. Colgué la olla en el *llar sobre la chimenea y en el momento de hervir, añadió, poco a poco, el majado de maíz, removiendo con cuidado hasta formar una sopa un tanto espesa. Probó el resultado y cerró los ojos para sentir con más fuerza el sabor.

-Delicioso. Mi primo no ha mentido –susurró medio en trance. Volvió a introducir la cuchara y me la ofreció.

Mi paladar no era precisamente el más idóneo para verificar la calidad de un guiso. En mi corta existencia apenas había catado otra cosa que sopa aguada, algún que otro trozo de carne ya medio podrido o pescado en salazón. Así que, cualquier guiso salido de esa cocina me parecía un manjar. No obstante, el nuevo sabor me pareció extraño, pero no me desagradó.

-Raro. Aunque, bueno –dije.

Ella sonrió ampliamente, sin la menor vergüenza de mostrar que a su boca ya le faltaban varios dientes.

-¡Estupendo! Ahora iremos a por el plato contundente. Buey bien blandito. Manjar para los dioses. Comienza a cortar cebolla y ajos. Bien picadito todo. Hay que conseguir que apenas se noten.

Con ojos anegados de lágrimas por la confianza que me estaba desmostrando, cumplí el mandato. Jacinta, mientras tanto, cortó la excelente carne en tacos. Puse aceite en una cazuela y le entregué el resultado de mi trabajo. Por su silencio, comprendí que era perfecto. Lo introdujo en el aceite que chisporroteaba. Yo, de reojo, no perdí detalle. Grababa en mi mente cada uno de sus movimientos. Me fijé que introdujo la carne cuando la cebolla había adquirido un tono dorado. Tras unos diez minutos añadió unas gotas de vinagre, un pellizco de nuez moscada, pésoles y cubrió el guiso con agua.

-Listo. Viana, ve al patio y trae un poco de hierbabuena –me pidió.

En ese preciso momento comprendí que la comida no estaba terminada; que estaba a punto de añadir su componente secreto. Pero me fue imposible descubrirlo. Jacinta siempre cerraba la puerta de la cocina para resguardarse de los ojos curiosos. Sin embargo, me dije que algún día encontraría el modo de hacerme con la fórmula mágica.

-¿Otra vez exiliada? –me dijo Pepa.

Alcé los hombros en señal de impotencia.

-Una mujer muy peculiar la Jacinta. Pudiendo estar en la mejor casa, prefiere deslomarse aquí. Si yo hubiese tenido sus oportunidades, me hallaría bien lejos. Por decir un lugar mucho mejor que éste, en el palacio del Conde de Corbos.

Conocía perfectamente el edificio. Estaba en la calle Cuna, muy cerca de Sierpes. Decían que era la casa con los mejores mosaicos; muchos de ellos procedentes de un convento ya en ruinas.

-¿Y qué tiene de malo servir aquí? Los amos son considerados –dije.

-Y explotadores. Apenas nos dejan respirar. Pepa sube el orinal. Pepa enciende la leña. Pepa tráeme la toquilla. Pepa… Pepa… ¡Me tienen gastado el nombre y los huesos de ir de un lado pa otro!   

-Nunca has estado en un orfanato, ¿verdad?

-Pues, no.

-Entonces, no hables de explotación. Me gustaría verte con la panza rugiendo de hambre y el frío aposentado en los huesos.

*cadena que cuelga de la chimenea

Pepa frunció los labios, gesto que no empeoró su faz. No era una chica hermosa, pero sí bonita. Lo que solía decirse, resultona. Era extraño que no se hubiese casado, pues ya contaba veintitrés años. Pero nosotros sabíamos que aguardaba la oportunidad más ventajosa. No quería terminar como Raimunda, esposa de un simple mozo, ya preñada y con un miserable sueldo que apenas le alcanzaba para terminar la semana. Pero lo cierto era que, una sirvienta no era precisamente la candidata idónea para un hombre de más posibilidades. Una debía conformarse con uno de igual condición. Y como decía Pepa, para fregar en una casa y después en otra, soltera se estaba mucho mejor. 

-Considerados son. Pero no tan prestigiosos como los nobles. Y apoquinan menos. Pero no pierdo la esperanza de mejorar. Y no lo haré si no termino de fregar la sala en una hora. El ama está a punto de llegar y no quiero una reprimenda –se despidió.

Cuando regresé con las hojas, doña Jacinta estaba en la despensa. Levanté la tapa de la cacerola y olí con todas mis fuerzas intentando adivinar que podía ser el componente mágico. Intento vano, pues mi sabiduría culinaria podía compararse con el gateo titubeante de un bebé. Aún tenía que aprender a caminar entre los fogones y eso me llevaría mucho, mucho tiempo.

Jacinta entró de nuevo con una anana. Había decidido que como la noche era especial, todo tenía que serlo.

-No presentaremos un simple bizcocho, pequeña. Lo coronaremos con esta deliciosa fruta. ¿Qué te parece?

-Si lo consideráis oportuno, así deberá ser. No hay mejor cocinera en toda Sevilla que vos.

Ella se hincho como una gallina clueca.

-¿No soy un genio? Toma nota de porqué, como has dicho, soy la cocinera más codiciada de la ciudad. Mi cabeza siempre piensa y piensa en comida, en como mejorarla, en que sea original, a la par que deliciosa. Y por la Virgen Santa que lo consigo. ¿O no? –dijo alzando la barbilla con gesto orgulloso. Agarró el cuchillo y cortó la extraña fruta. Le quitó la cáscara e hizo rodajas, que puso sobre la tarta. Espolvoreó azúcar y la puso de nuevo en el horno.

Aseveré sonriendo. No había dicho presentaré, utilizó “presentaremos” y eso significaba que, no era simplemente la fregona, que ahora me consideraba ya una ayudante de cocina.

-Siempre soñando, pequeña Viana. Eres una mera ayudante. Y *rabija como la que más. Pero simplemente eso. En los fogones nunca te veré –me recordó, pero con tono dulce. 

-La vida da muchas vueltas, doña. ¿Quién sabe? A lo mejor, un día os supero –le dije un tanto molesta.

Ella soltó una gran risotada.

-Es bueno tener esperanzas. Más, es mejor que aceptes que eres una sirvienta más; a lo sumo, una ayudante de cocina. De este modo, la decepción será menos dolorosa.

-¿Tan burra me consideráis?

Doña Jacinta se limpió las manos en el delantal.

-El arte de los fogones es complicado. No se puede ir a locas. Hay que escoger el mejor género, agregar los ingredientes precisos y calcular la cocción pertinente. Y no digo que no puedas ser capaz de desenvolverte bien. Sin embargo, eso requiere tiempo, tener aptitudes natas y porque no decirlo, suerte. Por ello, mi consejo es que mesures tus ambiciones. Además, eres mi ayudante. Que no es moco de pavo. Muchas matarían por tener el privilegio de ver como me desenvuelvo con las viandas y ayudarme a crear manjares dignos de dioses. Pero si te sirve de consuelo, he de decirte que te respeto. Has demostrado ser una buena muchacha responsable.      

*trabajadora

Capitulo 8

 

 

Pero para el resto del personal no tenía el menor valor. Dolores y Pepa se consideraban superiores. No era de extrañar. Al fin y al cabo, yo no era más que una huérfana donde no tenía dónde caerse muerta. Y que decir de Luisa. Cada vez que me miraba o se dirigía a mí, su mentón se izaba aún más. Toribio, como siempre, no decía ni expresaba nada. Daba la impresión de que se había creado su propio mundo y que jamás se apeaba de él. Rafael, por el contrario, se mofaba de mí sin la menor misericordia. Como dijo Jacinta, era listo. Muy listo y enseguida se percató de mis intenciones.

-No sueñes, muñequita. *Aljofifarás el resto de tus días. No ha nacido la bayeta para ser mantel –me repetía con una sonrisa malvada, que aún acrecentaba más su belleza. Porque Rafael era tan hermoso como perverso. Moreno, facciones marcadas, pero bien proporcionadas, ojos verdes, alto y con una esbeltez cargada de fortaleza. Era el típico hombre por el que todas las mujeres suspiraban y que ninguna conseguía. Al parecer, era otro reacio al matrimonio en esa casa. Rafael se había marcado una meta en la vida y su ambición era la que ganaba la batalla.

Jacinta tampoco lo consideraba santo de su devoción. En su presencia, apenas abría boca. Me decía que cualquier nimiedad podía utilizarla para su beneficio. Lo hizo unos años atrás con uno de los criados al presentir que su ascenso a la alcoba del señor estaba en peligro.

-No se como se lo hizo, niña. Pero habló con el amo y Pedro ya no durmió esa noche en casa. Pa mi que rebusca en la vida de los demás y encuentra lo podrido. Es un ponzoñoso. Así que, ándate con ojo –me advirtió con semblante circunspecto.

 

*fregarás

-Difícil lo tiene el condenado. No tengo intención de quebrantar norma alguna. Como tampoco que no esconde secreto alguno –aseguré, intentando no mostrar el miedo que sentía.

Sus palabras me hundieron en el pozo de la inquietud. ¿Y si descubría mi origen? Todo lo conseguido se esfumaría y me vería abocada a vivir en la calle, mendigando con los tullidos, ciegos o vendiéndome para poder comprarme una escudilla de sopa que sería pura bazofia. Pero no. Rafael no podía averiguar nada. Salí del Compás con siete años. Nunca pasé al exterior y por su edad era imposible que nos hubiese conocido. Además, ningún cliente retenía en la cabeza a la rabiza con la que había fornicado, ni mucho menos a su hija.

-¡Niña! Deja de pensar en las musarañas. Tenemos que preparar la cena. ¡Ay, Dios! ¡Mira la olla!

Corrí hacia el fuego. Metí la cuchara y caté el guiso de carne.

-Está en su punto, doña.

Ella, por supuesto, no confío en mi paladar y lo verificó por si misma. Y para no dar su brazo a torcer, dijo:

-Una pizca más de hervor y listo. Ahora el pastel.

Lo sacó del horno y con sumo cuidado lo dejó sobre la mesa.

-¿Qué te parece?

-Pues, yo me lo comería ahora mismo, doña.

Ella soltó un gruñido.

-Tú te lo comerías todo. No hay nada como haber pasado hambruna. Vamos, muchacha. Dices que quieres convertirte en una gran cocinera, pues piensa como una de ellas.

Era una prueba y debía superarla para no perder el poco respeto que doña Jacinta sentía hacia mí. Así que, miré fijamente el postre y sin apenas voz, dije:

-El olor es… delicioso. Invita a comerlo. Parece esponjoso y… la banana caramelizada le da un aspecto como de… joya. Si. Es como un hermoso joyero. Los señores y sus invitados quedarán boquiabiertos.

Doña Jacinta asintió con leves movimientos de cabeza.

-Ciertamente, he creado una obra de arte… Pero no nos embobemos. Hay que seguir.

Quité la cáscara a los huevos y los partí por la mitad. Mi maestra colocó cada mitad sobre una rodaja de tomate crudo. Espolvoreó un poco de sal y regó todo con aceite. Mientras, yo corté pan, puse aceitunas en un cuenco, queso, jamón y unas perdices a la vinagreta que doña Jacinta guardaba celosamente en la despensa; pues estaban destinadas a las grandes celebraciones.        

-¿No has escuchado la campanilla? ¡Por la Virgen Santa! Los invitados ya han llegado –dijo Jacinta.

-¿Quiénes son? –le pregunté, mientras introducía el puré de maíz en la sopera de porcelana fina. Una vajilla delicada y muy valiosa. Perteneció a la abuela de la señora. Y siempre que debía manejarla, no podía evitar que mis manos temblaran. La última sirvienta que rompió una taza fue echada sin contemplaciones a la calle y con la reputación destrozada. Nadie volvió a emplear a una criada manirrota.

-Para sobrevivir en una casa con clase, la curiosidad debe quedar afuera –me regañó mi mentora. 

-Es que no es curiosidad, doña. Pero no entiendo que tiene de especial esta noche. Ya hemos recibido algún que otro convidado. Pero parecen muy intranquilos.

Doña Jacinta bajó la voz.

-Es un caballero de la Casa de la Contratación. No sé nada más. Sin embargo, me huelo que puede ser. Hoy se rumoreaba por el barrio que uno de los importantes del consejo la ha palmado. El amo es inteligente, cultivado y posee las cualidades para ocupar su puesto. Por esa cuestión, debemos esmerarnos. Una panza contenta ayuda al buen humor y facilita las decisiones. He sido testigo en muchas ocasiones de ello. Y puedo vanagloriarme de que, gracias a mis excelencias culinarias, más de un negocio ha sido cerrado en esta casa.

No entendía de negocios, ni de cenas preparadas para decisiones importantes, pero dudé mucho que una comilona contribuyese a que el señor fuese nombrado consejero. Un oficio debía ser ejecutado por alguien que supiese llevarlo a cabo.

Jacinta se puso el dedo sobre los labios y me indicó que la acompañase a la puerta. La entreabrió con tiento y atisbamos. Rafael precedía a un hombre de aspecto un tanto cómico. Bajito, panzudo y que cojeaba del pie derecho. Su rostro estaba cubierto por un gran bigote y sus ropas exageradamente adornadas. En cuanto a la mujer que iba a su lado, no era mucho mejor. Le sacaba una cabeza. Contrariamente a su esposo, delgada en extremo. Rostro afeado y cubierto por arrugas. En lo único que coincidía, a parte de la fealdad, era en el abigarramiento de su ropa.

-Dios da pan a quién no tiene hambre –rezongó la cocinera sacudiendo la cabeza.

Yo añadí:

-Con dinero en el bolsillo se es inteligente, atractivo y además se canta bien.

Ella se echó a reír. Dio media vuelta y dijo:               -Anda. Preparemos todo.     

Continuamos disponiendo las bandejas.

-Los señores están ante la mesa -dijo Rafael.

-Y la comida a punto. Puedes coger la sopera. Y no te entretengas o puede enfriarse -replicó Jacinta en el mismo tono acerado que él empleó.

Sus ojos verdes chispearon al tiempo que su boca se apretó. Cada día que pasaba se hacia más evidente la inquina que había entre ellos. Cogió la sopera y con aire altivo, dio media vuelta y se marchó.

-Algún día, recibirá su merecido -rezongó mi maestra.

-El amo está muy contento con él –comenté.

Ella soltó un *galipollo que fue a parar al suelo, gesto que me conmocionó, pues siempre se había comportado con educación.

-El día amanece claro y en pocos minutos llega la tormenta. Nada es eterno en esta vida, muchacha. Los afectos vienen y van. Algún día, el amo, se dará cuenta que tiene a su lado a un demonio. Y basta de cháchara. Limpia los cacharros y esa porquería, que me ha obligado a hacer ese cabrón.

No discutí la orden. El día había sido agotador y estaba deseando meterme en mi mullida cama.

Pero mis deseos tardarían en cumplirse. Una hora y media después, Dolores y Pepa bajaron a la cocina. 

-¿Y bien? -preguntó Jacinta con un deje de ansiedad.

-¡Un éxito, doña Jacinta! Han repetido de todo. Temí que no nos dejaran nada pa mañana -exclamó Dolores dejando las bandejas sobre la mesa. Apenas quedaba restos.

La cocinera soltó un leve suspiro.

-Al parecer tienen buen paladar. Y mucha hambre. ¡Ni que fuesen unos mendicantes! A cada día que pasa, os juro que entiendo menos a esos ricachones.  

-Unos potentados con buenas intenciones, doña. Hemos escuchado que el amo seguramente, trabajará en la Casa de la Contratación. ¿Se imagina? ¡Un honor para todos nosotros! -le informó Pepa.

 

*escupitajo

 

Por la cara que puso Jacinta noté su orgullo. Sin embargo, dijo:

-¡Si un caballo con cuatro patas tropieza, qué se puede pretender de una persona con una sola lengua! Es una vergüenza que te comportes como una vulgar sirvienta de mesón yendo con chismes por ahí. Terminad de recoger la mesa. Yo me voy a acostar. Estoy molida. Espero que estas cenas no sean lo habitual. Buenas noches.

-Ni que ella fuese una tumba. Pues no le he escuchado yo soltar chismes –resopló Pepa.

-Ni te molestes en tenerle en cuenta. Es una vieja que ya chochea –dijo Dolores.

Yo me indigné.

-¡Qué más quisieseis vosotras que poseer el don que ella tiene! Envidia, es lo que os corroe. Envidia nada más.

Pepa me miró de arriba hacia abajo.

-Mira la mosquita muerta. Al fin ha sacado las garras. Seguro que ya está maquinando como quitarle el puesto a la vieja Jacinta. ¡Infeliz! Tú nunca serás cocinera en esta casa. Si la Jacinta la espicha, no se conformarán con una aficionada. Buscarán a una de prestigio, como corresponde a la categoría de los señores. Así que, ya lo sabes. Siempre serán una simple fregona de cocina. ¿Qué triste, verdad?

Dolores se colgó del brazo de su compañera.

-Mucho. ¡Uy! Me caigo de sueño. ¿Tú no, Viana? Es una pena que tengas que adecentar la cocina.

Pepa soltó una risotada.

-Sí. Una pena.

Dieron media vuelta y se alejaron sin dejar de reír.

La furia inicial dio paso a una gran tristeza. Estaban en lo cierto. Ningún importante contratarían como cocinera a alguien sin prestigio. 

 

 

 

Capitulo 9

 

 

Las expectativas del nuevo trabajo del señor conmocionaron a los habitantes de la casa. Al principio todos nos sentimos emocionados de pertenecer a una familia tan ilustre. Pero la sucesión de amistades y relaciones profesionales aún cargaron más nuestras tareas.

A pesar de ello, yo me sentía agradecida por el destino tan afortunado, los demás modificaron su parecer ante el trabajo extra. Una carga que para nada nos era renumerada. Incluso Jacinta, por lo general entusiasmada ante un muevo reto culinario, remugaba improperios; sobre todo cuando nos dirigíamos hacia el mercado. 

-Puedo cocinar hasta la saciedad. Pero mis huesos ya no son lo que eran y la compra me está matando. Si fuese ella quién tuviese que batallar con esos tramposos, otro gallo nos cantaría. Pero claro, ella repanchinga en su butaca…  

Esa actividad duró durante cuatro meses, hasta que al fin, al amo le fue concedido el puesto de notario principal de la Casa de la Contratación. 

La paz y la normalidad volvieron a aposentarse entre nosotros.

Pero fue por poco tiempo.

Carlos, el hijo del amo que estudiaba en la universidad de Salamanca, regresó antes de lo previsto a causa de unas fiebres mal curadas. Necesitaba recuperarse y sus padres consideraron que mejor sería hacerlo en casa.

-¡Cuanta monserga! Como si no nos alimentásemos bien en esta casa. Pues, no. Al chiquillo hay que darle finuras –se quejó doña Jacinta.

-Ha venido enfermo -dije.

-Enfermo, enfermo. ¡Válgame Dios! Ese zagal no sabe lo que es una enfermedad de verdad. Lo que ocurre es que es un melindroso y sus padres, dándole todos los caprichos, no contribuyen a hacer de él un hombre. Ya veremos cono se desenvuelve cuando tenga un problema de verdad.

-¿Qué problema? Nosotros los pobres si que los tenemos. Ellos con su dinero los resuelven en un periquete –protesté.

Doña Jacinta acercó la nariz a la olla y dijo:

-No por muchos condimentos que le eches a la comida sale más sabrosa. Las penas, con o sin dinero, son penas. Anda. Ve a la despensa y trae bacalao seco.

Callé, pues no pensaba lo mismo. Trabajaba sin descanso, pero a cambio me daban comida, techo y dinero. Triste o alegre, estaba protegida. Eso, sin dudar, endulzaba más la existencia.

Fui a por el encargo. No quedaban existencias.

La cocinera soltó un bufido.

-¡Tamo aviás! Al señorito le apetece el bacalao. Anda. Ve al mercado y tráete un buen pedazo.

Me quité el delantal. Eran muy pocas las ocasiones que podía ir de compras sola. En realidad, desde que entre al servicio de los señores apenas podía contarlas con los de dos de una mano.

-Y no te encandiles. Que te conozco.

-Sí, doña.

Al cruzar el patio vi al joven Carlos sentado bajo la sombra de un limonero. Estaba medio dormido. Aproveché para observarlo de cerca, pues siempre lo había visto desde la lejanía. Me acerqué con tiento. No me extrañaba que Rosa y Pepa estuviesen encandiladas con él. Poseía hermosura. Y según decían, pues yo nunca crucé una palabra con él, mucho palique.

-¿Y tú quién eres?

Brinqué asustada y me di media vuelta. Pero el me agarró de la mano.

-Señor… Yo… Tengo que irme.

-Ya. ¿Y eres? –insistió el señorito Carlos.

-Viana… La ayudante de… cocina.

Él me escrutó con descaro. Con esa arrogancia de los que piensan que por su posición tienen derecho a todo.

-Más bien diría que eres un ángel. 

-Disculpad, señor. Tengo… trabajo -farfullé.

Salí a toda prisa diciéndome que era idiota. Había cometido una indiscreción con el amo y tal vez lo pagaría muy caro.

Ese pensamiento impidió que disfrutase mi salida. No me entretuve a parlotear con nadie y fui directamente al puesto de Bautista. Escogí una cola, pagué sin rechistar y regresé a casa.

Doña Jacinta parpadeó incrédula.

-Como ordenó, he sido rápida.

-Lo mismo que un lebrel, chiquilla. Así me gusta. Así me gusta. Obediente y cumplidora. Los señores me han ordenado que sirva la comida en media hora –dijo satisfecha.

-¿Y nada más? –musité con el corazón temblando. Estaba convencida de que el señorito Carlos se habría quejado de mi desfachatez.

-¿Qué más podrían ordenar? ¡Lo que nos faltaba! A veces, muchacha, pareces boba. ¡Arreando! No podemos perder más tiempo.

Respiré aliviada, aunque no las tenía todas conmigo. De un momento a otro podrían enviar a Rafael para que me pegase la patada.

Pero las horas pasaron y la amenaza se esfumó con el humo. No obstante, tomé nota de que nunca más debería acercarme a los amos sin su permiso. 

-¡Estoy agotá! Tanto que, apenas me queda apetito –suspiró la cocinera.

-¿Cómo podéis decir tamaño sacrilegio? Habéis preparado un manjar delicioso y no puede desperdiciarse –protesté.

Ella sonrió.

-Se nota que aún perdura en tu cabeza el recuerdo de la hambruna. Pero la Jacinta te hará olvidar esas penurias. Come, hija. Come hasta quedar jartá. Pero recuerda que la glotonería mata más que la espada.

No me hice de rogar. En los pocos meses que llevaba en la casa mi cuerpo había cambiado considerablemente. Continuaba siendo de constitución delgada, pero ya no se reflejaban mis huesos. Ni tampoco la tristeza en mi semblante. Ahora mis mejillas lucían sonrosadas y mis ojos apagados, destellaban. Me gustaba la vida que tenía. Y nada ni nadie lograrían arrebatármela. Por ello, ante la inquina que seguían mostrándome Rosa Pepa, y ante el temor que conspirasen para que el ama me echase como a un perro, decidí ganármelas. Y el mejor modo no era otro que conquistándolas por el estómago.

Me decanté por el día de San José para iniciar el primer paso. Por supuesto, doña Jacinta no podía enterarse de ello. Y la manera era hacer el pastel cuando los habitantes de la casa estuviesen dormidos.

La víspera del santo de Pepa no me acosté. Temía que el sueño me venciese. Aguardé a que la casa quedase en silencio y procurando no hacer el menor ruido, fui a la cocina. Cerré la puerta y encendí dos candiles. Sin perder tiempo, reavivé las brasas que aún quedaban en el horno y preparé la masa del mismo modo que había visto hacer a mi maestra. Huevos, harina y un vasito de leche. Amasé la mezcla y tras meterla en el cazo, para que no notase en falta nada de la despensa, en lugar de la piña utilicé una banana. Corté la fruta en rodajas y las coloqué cuidadosamente sobre la masa. En lugar de azúcar utilicé miel; ya que a Pepa le pirraba y lo horneé.

Media hora más tarde estaba lista.

Miré mi obra. Tenía un aspecto fantástico. Sin embargo, ignoraba su sabor. No podía catarla. De todos modos, me dije, había seguido todos los pasos con precisión y mala no podía estar.

Limpié mi paso nocturno por la cocina y regresé a la habitación con mi primera obra culinaria.

Apenas dormí. Y durante la mañana estuve torpona, recibiendo más de una regañía de doña Jacinta.

-¡Más cuita, zagala! Te he dicho cientos de veces que la clara debe ser más batida. ¿Pero qué te pasa hoy? Ya. Me huelo el percal. Estás pensando en qué harás en tú primera tarde libre. ¡Pues cómo sigas así, te veo ocupando las horas sacándole lustro a mi santuario! ¿Te queda clarito?

-Como el agua, doña -musité.

Procuré centrarme. No quería por nada del mundo perder la ocasión de conquistar a mis dos más fervientes enemigas.

Una vez terminado el trabajo y tras comer, corrí hacia mi habitación. Cogí el pastel y fui al cuarto de la ropa donde estaban Rosa, Pepa y Luisa. 

-¿Qué quieres? –me espetó Rosa.

El valor se me vino abajo. A pesar de ello, debía intentarlo.

-Yo… Venía a felicitar a Pepa. Y he… hecho esta tarta para celebrarlo.

Ella me miró fijamente, sin mostrar la menor emoción y dijo:

-¿Crees qué por una miserable tarta nos caerás más graciosa? No te consideramos de las nuestras y nunca lo serás. Además, dudo que sea comestible. Tú no sabes cocinar. Lárgate.

Luisa clavó sus ojos en el pastel y percibí un destello de apetencia. No era para menos. Eran pocas las ocasiones que podíamos disfrutar de los postres que la cocinera creaba para los señores. Las fuentes siempre llegaban vacías. Y pastel pedía a gritos que se lo comiesen.

-Pepa. La chiquilla se ha jugado el puesto contradiciendo las órdenes de doña Jacinta para hornearte un bizcocho. Creo que deberíamos darle una oportunidad. Claro que, primero que lo pruebe ella. Por si acaso.

-Juro que no he metido nada más que cosas buenas. Lo he hecho con la mejor intención.     

Corté un pedazo y lo caté. Hasta yo misma me sorprendí de lo delicioso que estaba. Así que, comí un poco más.

Pepa me arrancó la fuente. Partió un buen pedazo y le dio la mitad a su amiga. Yo contuve el aliento.

-No está mal –dijo Pepa.

-¿Qué no está mal? ¡Sabe a gloria! –exclamó Rosa. Después, arrugó la frente y dijo: ¿Seguro que los has hecho tú?

-Doña Jacinta, desde luego que no -respondí.

-De todas maneras, no creas que por esto ya nos has conquistado. Un pastel es muy poca cosa. Puede que si nos demuestras más aptitudes culinarias, podamos considerarte alguien de nuestra categoría –dijo Luisa.

Tras varios escarceos nocturnos a la cocina, conseguí ganarme a esas dos estiradas y no solo eso, el tiempo nos convirtió en buenas amigas.  

 

 

 

 

 

     

 

 

      

 

   

 

    

 

               

 

CAPITULO 10

 

 

El tiempo entre fogones transcurrió relativamente tranquilo. Día tras día, mes a mes, año tras año, mis conocimientos culinarios se hacían más y más profundos; al igual que el trato con los demás compadres. Ya había dejado de ser esa niña atemorizada, tímida y que apenas se valoraba. Ahora, a los quince años, sabía defender mi territorio ante las envidias que comencé a levantar por el trato de favor e incluso cariñoso de Jacinta. Su protección era un aval para que los señores alejasen el pensamiento de prescindir de mí. Al parecer, mi maestra, acuciada por malos presentimientos, estaba pensando seriamente en hacerme heredera de su arte tan especial y sabroso.

Lo cierto era que, durante esos tres años, aprendí mucho. Pero apenas pude poner en práctica mi aprendizaje; por lo que era difícil saber si llegaría a cocinar como ella. 

-Si estáis agotada, puedo ayudaros con los fogones –la tanteé.

Creí que, ante mi osadía, sus ojos iban a saltársele de las órbitas.

-¿Cómo? ¿Yo cansada? Entérate que he cocinado durante veinte horas. Día tras día, durante años. Y jamás se ha visto perjudicada mi comida. Al contrario, cada vez ha sido más apreciada. Sobre todo por Cervantes. Tanto que, optó por poner una de mis recetas en su mejor novela, El Quijote de la Mancha. Así me lo hizo saber y era hombre de palabra.

-¿De verdad? –inquirí asombrada.

-Como que sale el sol cada amanecer. Claro que, ignoro cuál de ellas, pues no se leer ni conozco a nadie que pueda hacerlo. A parte de los amos. Pero, por supuesto, soy una simple sirvienta y jamás osaría hacer tal petición.

-Es una pena –comenté.

Jacinta sonrió.

-¿Qué no sepa la receta que se ha hecho famosa o que no te deje cocinar?

-Las dos cosas –respondí con total sinceridad.

Ella me acarició la mejilla.  

-Estoy segura de que estar a mí lado te enseñará mucho y en el futuro, podrás cocinar. Niña, tengo un mal bajío. Sé que algo horrible ocurrirá en esta casa y esa sombra, también me alcanzará –me dijo en medio de un escalofrío.

Le quité importancia.

-Cuando uno está cansado, todo lo ve negro. Dejad de preocuparos, doña.

Pero ella no se cansaba de repetirlo. Y yo, las mismas veces, contestaba que eran imaginaciones vanas.

Aunque, un cierto resquemor comenzó a recorrernos el cuerpo cuando llegaron noticias de que la peste que alcanzó a Valencia un año atrás, se estaba extendiendo hacia Aragón y parte de Murcia. Pero al final, todos nos decíamos que esas tierras quedaban muy lejos y que jamás nos mordería su boca emponzoñada.

Quien regresó a casa fue Carlos, el hijo de los amos. Tenía veinte años y había terminado los estudios.

Desde que llegué a la casa, su presencia era intermitente. Los estudios solamente le permitían acudir en las épocas más señaladas, Navidad, Semana Santa y el verano. Por lo que, no podía precisar como era su verdadero carácter. Lo único certero era que era del tipo que jamás se mezclaba con seres que consideraba inferiores. La única compañía de ese tipo que se permitía era la de Ezequiel, su criado negro. Tenían la misma edad y al parecer, congeniaban. En especial sobre el aspecto de que el sirviente callaba sus correrías.  

Pero ahora, todos suponían que ese tiempo loco terminaría, pues estaba preparado para ocupar el antiguo oficio de su padre. Su madre, por supuesto, se sentía dichosa de que por fin, su único vástago, se quedase definitivamente en el hogar. A partir de ahora, dijo, su corazón dejaría de sufrir.

Lo cierto es que no fue así. Carlos Galiana estaba convencido que tras los años de estudio merecía un buen descanso y se lo tomó al pie de la letra. Dormía de día y vivía de noche. Según contaban, no había garito ni casa de rabizas que no hubiese pisado. Se metió en mil y una peleas, y dejó deudas en las mesas de dados. Doña Eugenia suplicaba a su esposo que pusiese coto a ese desatino y él, ante su desesperación, que ya lo haría en el momento adecuado. 

Jacinta me contó que el amo hizo lo mismo.

-Y fíjate lo serio e importante que es ahora. El joven Carlos sentará la cabeza. Siempre ha sido un chiquillo muy responsable.      

Eso, por supuesto, lo deducía. La mayor parte del tiempo estaba estudiando en Salamanca. Él tenia su mundo, nosotros el nuestro. Y mi mundo era plácido. Ya no existía el miedo, disfrutaba de mi trabajo, la bolsa que guardaba bajo el colchón, crecía día a día y disfrutaba de mi ciudad con total libertad.

Una de mis pasiones era ir al Arenal cuando un barco arribaba acompañada por mi amiga Sagrario, la hija del carnicero y escuchar las historias que los marinos contaban, mientras tomábamos un vaso de vino dulce en la Taberna de la Coja. Se trataba de un local situado en extramuros, frente al río. El nombre, como era evidente, hacia mención a su dueña. La Coja sufrió las burlas por su tara durante toda su infancia, cosa que no mejoró al crecer. Todos le decían que a lo máximo que podía aspirar era a aposentarse en los escalones de la catedral o en una esquina. Ella les tapó la boca cuando, contra todo pronóstico, consiguió marido entre los vendedores del Baratillo. No le duró mucho el hombre. Un año y dos meses. Sin embargo, la pérdida quedó compensada cuando la viuda heredó unos suculentos ahorros. Dispuesta a no tener dueño, compró el local desvencijado convirtiéndolo en taberna. Pero lo más increíble que logró, a pesar de la situación, fue convertirla en un lugar medianamente respetable. Como decía el lema sobre la puerta: "Aquí se viene a beber, a llantar y a pagar. Si buscas algo más, ve a la taberna de atrás". 

Desde el principio, las zorras, cortabolsas o matones, fueron expulsados sin la menor contemplación por parte de Eleuterio, un hombretón de casi dos metros; al que por supuesto, nadie tuvo agallas de enfrentarse. La limpieza de escoria surgió efecto. Viajantes, comerciantes, extranjeros y damas comenzaron a frecuentarla. Su presencia mejoró del servicio. Buen vino, buena comida y la tranquilidad de que uno no iba a ser molestado.

Cuando la Coja falleció, un sobrino se hizo cargo y continuó aportando esa seriedad y una cocinera nueva. Esta fue Jacinta. A pesar de  contar veinte años, ya se estaba acercando a la genialidad. Sus comidas se hicieron famosas y los nobles comenzaron a frecuentar la taberna tomando sus delicias mientras aguardaban que sus subordinados resolviesen los asuntos de la aduana o negocios varios.

-Ricos y pobres pasaron por mis fogones. Incluso el gran Velázquez –me contó Jacinta con orgullo.

-¿Velázquez?

-El pintor más genial que ha existido. Ya a los diez años inició su formación en el taller de Francisco Herrera el Viejo. Pero Herrera era un tipo de mal carácter. Un *furrifuri, insatisfecho con los demás y con él mismo. Así que, apenas un año después, el niño se fue de la escuela.

-¡Qué lástima!

 

*cascarrabias

 

-¿Por qué? Herrera no era el único maestro de la ciudad. En esos años había muchos. Y todos ansiosos de descubrir a un nuevo talento.

-¡Ah! ¡Cuánto sabéis! –exclamé mostrando lo ignorante que era.

-¿De qué sirve una cabeza cana si la inteligencia está verde? –reflexionó doña Jacinta.

-Cierto –admití

-El niño recaló en el taller de Francisco Pacheco. Allí le sirvió lealmente, pues el maestro era hombre paciente y bondadoso. Lástima que jamás viese publicado su tratado sobre el arte de la pintura; el cuál, escribió mayormente en una de las mesas de la posada. Como pintor no era gran cosa, pero sus dibujos eran perfectos. Aun así, siempre procuró que sus pupilos aprendiesen las técnicas y las buenas normas. Aunque, el joven Diego Velázquez, también disfrutó de la vida. Aquí daba buena cuenta de buenos vinos, guisos y de alguna que otra compañía femenina. Claro que, las normas de la casa no permitían inmoralidades, ni juegos; por lo que, los jóvenes artistas, tras probar mis excelentes comidas se marchaban en busca de un lugar mucho más relajado con las cosas de la moral. Pero no siempre era diversión. Una noche, cuando las risas y el placer embargaban sus cuerpos, cayó la desgracia. La inconsciencia juvenil ignora que esa pérfida no hace distinciones…

La cocinera dejó de hablar perdiéndose en los recuerdos.

-¿Y? –la insté, sumamente intrigada.

-La muerte se llevó a uno de ellos. Edelmiro Sietecasas era un muchacho risueño, parlanchín y un goloso de mucho cuidado. En una ocasión le conté quince buñuelos de canela y eso tras un buen plato de lentejas acompañadas de cerdo. Y lo bueno del caso era que, continuaba tan seco como la mojama.

-Lo mismo que yo -comenté mostrándole mi cuerpo delgado. No tanto como cuando llegué años atrás, pero ya no adquiría ni una libra más. 

-En verdad, no entiendo donde metes todo lo que te entra por la boca. ¡En fin! Hablando de Manuel, te diré que esa virtud le permitió, junto a su belleza casi angelical, formar parte de una de las compañías de teatro más aclamadas de la ciudad. Fue la doncella más dulce y famosa entre todos los actores; porque, realmente parecía una damisela. A pesar de ello, no fue impedimento para que damas y zorras fuesen tras Edelmiro como perras en celo. Y, ¡las cató a todas! Esa fue su desgracia. Un cornudo con gran sentido del honor acudió esa noche al burdel, entró en el cuarto y sin mediar palabra, le asentó una puñalada en el corazón. La ramera contó que el pobre ni tan siquiera pudo emitir un lamento; pues al instante fue apresado por las garras de la Muerte.

-¡Qué horror! –exclamé.

-Ni que lo digas.

-¿Qué pasó después? -me interesé.

-Sevilla sufrió una gran conmoción, pues las gentes perdían a un gran actor y sus amigos a un ser especial. El entierro fue digno de un rey. El sepelio se efectuó sobre el escenario y fueron miles los que acudieron a dar sus respetos al cadáver. Fue su último gran espectáculo. En cambio, cuando el cornudo fue puesto en la horca, no se presentó ni la primera autoridad. Nadie, a pesar de llevar razón, le perdonó nunca.

-¿Razón? Le quitó la vida a otro ser –protesté.

-Y el actor la honra. Uno no puede ir provocando o termina como termina. Toma nota de ello, Viana.

-No tengo la menor intención de enredarme en calzones, maestra -aseguré.

-Harás bien. No me gustaría que terminases como Lola Pérez. Era una joven inocente y tan hermosa que cortaba el aliento. Servía en casa de la Vizcondesa de Herrilla. Durante cinco años trabajó con alegría y conformidad; hasta que, conoció a un joven escultor que la incitó a posar para él. Lola, creyéndose ser la musa de un futuro artista, cedió y también a sus lujurias. Enterada la vizcondesa, la echó a la calle. Lola se unió al escultor. Pero ya sabes cómo son los creadores, hoy eres una diosa y al día siguiente cambian de religión. Dijo que ya no le inspiraba y se vio de patitas en la calle. Sin educación y con una belleza abrumadora, lo único que pudo hacer fue venderse a los hombres.

-Una vida nada deseable, pues no se diferencia a la de los esclavos. Siempre a merced del que paga lo poco que puedes llevarte a la boca –musité recordando a mi madre.

Ella asintió.

-Sin la menor duda, chiquilla. Pero ella lo hizo muy bien; ya que uno de ellos la convirtió en su barragana. Sin embargo, la inmoralidad se paga cara. Pero la gorronea la hizo sufrir como una cerda cuando la degüellan y murió.

Era la primera vez que doña Jacinta se explayaba tanto en hablarme de su pasado. En ese sentido siempre fue muy cerrada. Por lo que, ante el torrente desatado de su lengua, decidí saciar mi curiosidad.

-¿Nunca tuvisteis pretendientes?

-¿Piensas que siempre he sido un carcamal? –se ofendió.

-Claro que no. Se os nota que eráis bonita y con vuestra inteligencia, admiradores debisteis tener –me apresuré a rectificar.

-Cierto. Pero no gilipuertas. Tenía cerebro y reconocía cuando un hombre no era trigo limpio. Y como no quería acabar de atizacandiles, pues me mantuve firme. Aunque…-soltó una gran risotada y dijo: los picores por falta de carnaza me dieran muy malas noches.

Recuerdo que le hice el comentario de que por esa regla de tres no habría conocido hombre y ella, con la expresión de escandalizada que siempre tomaba cuando algo le parecía del todo idiota, exclamó:

-¡Quía! Ya te he dicho que no era ninguna *pazguata. Cuando adquirí la suficiente madurez para que los asuntos del corazón no interviniesen en mi existencia, fui yo quién disfrutó de los placeres que pudiesen darme. Pero no pienses que fui una botarate. Fueron pocos, pero selectos y muy respetuosos; y sobre todo, reacios al matrimonio. De otro modo, jamás hubiese consentido llevarlos a mi cama. Mi verdadera pasión era mí trabajo. Y ningún hombre me apartaría de él.

-¿Cuál fue el primero al que hicisteis el honor? –quise saber.

Ella arrugó la frente y me dio una leve colleja.

-¡Menuda chiquilla tan descarada! ¡A ti te lo voy a contar! No eres más que una mocosa y estos asuntos aún no son de tu incumbencia. Como me entere de que un fresco te levanta las faldas, no entras más en mi cocina. Esta es una casa decente y continuará siéndolo.

-Ya os he dicho que no me interesan los amoríos –insistí.

-Cuando una ignora, no tiene tentación. Ahora te he puesto la miel en los labios. Eso me pasa por darle a la lengua con quien no se debe. Anda, a trabajar.

Con los años aprendí que no era nada bueno irritar a doña Jacinta. Agarré el cuchillo y partí la cebolla. Sin embargo, la curiosidad pudo más y dije:

-Imagino que habréis vivido, a parte de vuestros amoríos, otras experiencias fascinantes.

-Cierto. Unas gloriosas y otras mejor no haberlas pasado. De todos modos, las vivencias siempre vienen bien. Me sirvió de mucho en el futuro.

*tonta

Viendo que continuaba dispuesta a desvelar su pasado, pregunté:

-¿Por qué dejasteis la taberna?

-Los años, hija, los años. Cuando una es moza el trabajo duro de una taberna no le pesa. Pero cuando llega la madurez, es demasiado trajín. Así que, por una vez, decidí sopesar las ofertas que muchos nobles me hacían. Fue así como los Galiana me tentaron para llevarme a esta casa. En un principio, a pesar de mí determinación, dudé. En la taberna tenía libertad para hacer lo que me placiera entre los fogones. Ganaba un buen salario, pero la cifra ofertada por los Galiana y la promesa de libre albedrío en cuanto a mis recetas, mató cualquier vacilación. Cogí mis escasas pertenencias y me instalé en la mansión. Desde ese día, la taberna ya no fue la misma. Sin embargo, la seguridad que ofertaba consiguió que los parroquianos continuasen frecuentándola –explicó con ojos cargados de nostalgia.

-Pero la cocina ya no es tan buena –aseguré.

Ella aseveró.

-Cierto. Pero sí el local.

Por ello, Sagrario y yo, no dejábamos de ir. Escuchábamos embelesadas los relatos de los comerciantes que hablaban de ciudades construidas sobre una laguna y las barcas se desplazaban por lo canales. De montañas tan altas cuya cima siempre estaba cubierta por los hielos o de tierras donde el mar era esmeralda y sus arenas blancas. De tormentas de tal fuerza que engullía a los barcos o arrancaba palmeras como si fuesen de papel o montañas que escupían fuego.   

Lo único que empañaba la placidez era la visión al otro lado del río de la Fortaleza de San Jorge, que como un gigante de piedra mostraba sus fauces dispuesto a devorar a todos aquellos que osasen quebrantar las normas que dictaba la Santa Inquisición.

Dos años atrás presencié un Auto de Fe en la plaza de San Francisco, justo en frente de casa. Tras un juicio de horas, los condenados fueron puestos en las piras y quemados. Aunque, la inquisición no se conformaba con acabar con la vida de los vivos; también ajusticiaban simbólicamente a los que habían fallecido antes del auto. Fue espantoso. Por fortuna, solamente utilizaron la plaza en dos ocasiones más y por supuesto, me mantuve bien alejada de ella.

Del mismo modo, procuré no acercarme a El Compás. No quería que el azar me jugase una mala pasada al ser reconocida. Me había costado mucho esfuerzo llegar donde estaba y por nada del mundo quería volver hacia atrás.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capitulo 11

 

 

Lo cierto es que, como decía el refrán, el hombre propone y Dios dispone. No hizo falta que estuviese en los alrededores del hogar de mi infancia para que ocurriese. El destino se topó contra mis narices enfundado en la vieja Nicolasa cuando cruzaba la puerta de Jerez.

En un principio, fui incapaz de recordarla. La mente infantil suele almacenar en el rincón más oscuro todo aquello que no es útil o que sencillamente ha sido desagradable. Durante cerca de unos cinco minutos la mujer se empeñó en traer los recuerdos contándome una anécdota tras otra del Compás.

-Señora, siento decirle que no sé quién es –le repetí una vez más.

Nicolasa no se dio por vencida.

-Entiendo que una no quiera volver a oír hablá de ese lugar. Pue que ahora tú vida sea mucho más buena. Pero el pasao no se pué borrar, chiquilla. 

Al fin, la ubiqué. Vivía en la casa de enfrente y a pesar de las prohibiciones, ejercía de buscadora a cambio de una comisión. Mi madre solía pedirle ayuda cuando el trabajo escaseaba. Aunque, no siempre fue así. Nicolasa, en sus tiempos mozos, fue la meretriz más solicitada de El Compás. Era hermosa, con cuerpo de sinuosas curvas y experta en las artes de la carne. Decían que quién la probaba una vez, quedaba hechizado. Hasta tuvo infinidad de proposiciones para convertirse en barragana. Pero ella, llena de orgullo, jamás las aceptó. No quería dueño. No lo necesitaba. Sin embargo, el tiempo imparable hizo su trabajo. Esa lozanía se fue ajando y cuando se dio cuenta de ello, ya era demasiado tarde. De reina pasó a mendiga, viéndose obligada a ejercer como una miserable buscadora de hombres. No obstante, negué en redondo conocerla y por supuesto, admitir que era quién decía. Ella, insistió sin decaer.

-Pue que sea vieja, pero mi testa rige a la perfección, zagala. Nadie del barrio podría olvidá el día que llegaste al mundo. Eras como una muñeca. Fina y blanca como una aristócrata. Muy distinta a tu progenitora. Aunque, si tan bonita como lo fue ella. Aún recuerdo la cola de parroquianos que se formaba ante su puerta pa recibir sus favores. No tan solo por su hermosura, también por sus artes. Conocía placeres que otras ni llegaban a imaginar. Los hombres salían tan satisfechos, que apenas les quedaban fuerzas pa caminar. Pero el tiempo pasó, llegaste tú y la alegría terminó. Pero se sentía orgullosa de como te había hecho. No había criatura más preciosa que tú. Claro que, en cuestión de trabajo, la verdad, hay que decirla, eras un estorbo. Pero, a pesar de lo que mucha gente cree, las putas también tenemos corazón. Te apreciaba. ¡Ay que ver, chiquilla! Has salió igualita a tu padre. Rubia y ojos de cielo.

Ese último comentario me impactó. ¿Acaso Nicolasa conocía a mi progenitor? No era posible. Una prostituta era incapaz de discernir quién la había preñado. De todos modos, el misterio que me envolvía ganó la batalla y le pregunté:

-¿Sabe quién es?

Nicolasa sonrió satisfecha.

-Así que ahora si recuerdas quién era la Nicolasa y tú misma.

Yo baje la voz y musité:

-Verás. Tengo un trabajo respetable y no me gustaría perderlo. El pasado muerto está. Te ruego no me busques líos.

Ella hizo oscilar la mano deforme por la enfermedad de sus huesos con gesto grandilocuente, dándose importancia.

-Pero a pesar de eso, te recome quién plantó la semilla. Pues verás. Saber… saber. Exactamente, no. Es difícil pa una rabiza discernir quién le ha hecho el bombo. Pero se da la casualidad de qué cuando pasó lo susodicho, las cosas estaban mu mal. Murieron muchas comadres y los parroquianos escaseaban. El cólera nos estaba afectando a todos y más a nosotras. Durante semanas no pudimos laborar. Pero siempre hay insensatos y los jóvenes lo son más. No creen que el mal les atacará…

Dejó de hablar para concentrarse en hurgarse las greñas en busca de piojos.

-¿Y? –la insté con tono impaciente.

-Pues, tres de ellos acudieron ese mes al Compás y fornicaron con tu madre. Chiquilla, la vieja Nicolasa siempre buscó lo mejor pa sus amigas y le traje lo más florido. Y no yerro al afirmarlo. Tú madre recibió unos buenos dineros. No era pa menos. Sabía como contentar a un hombre. Tanto que, los susodichos volvieron más veces. Y ya sabes como son los hombres cuando están calenturientos, la boca se les dispara. El llamado Euvino le dijo que estudiaba pa galeno. Un tal Taliso o Trasildo, no rememoro bien, tenia que ingresar en un convento. ¡Joer! El pobre chico estaba dando los últimos disparos antes de meterse en el celibato. Claro que, ya sabes que esos curas se pasan por las ingles las reglas. ¡Si yo te contara! Por aquí –se señaló la entrepierna –se han cobijado los cipotes de algún que otro cardenal. Pero eso fue hace mucho tiempo. Tanto que, parece que esa vida perteneció a otra. ¡En fin! Como decía, el otro posible, lamentablemente, no tengo la menor idea de qué hacia o quién era. Pero tenía una marca en la nuca. Un antojo o cicatriz. Pero lo seguro es que uno de ellos es tu padre. ¿Y qué es de tu vida, Octaviana?

Por supuesto, no contesté. Primero porque sería una imprudencia y segundo, porque me  fue imposible. Estaba conmocionada. Me despedí bruscamente.

-Tengo que irme.

-Pero chiquilla. ¿No me vas a contá ná de que lo haces ahora? –se quejó la anciana.

-Trabajar decentemente –respondí. Y me alejé a toda prisa; sin mirar a nadie, sin darme cuenta de por donde mis pasos me llevaban.

Cuando entré en la cocina, Jacinta estaba sacando el pollo del horno. Por primera vez, mis sentidos no apreciaron el aroma exquisito, ni se molestaron en espiar los movimientos de la cocinera. Solamente podía pensar en lo que Nicolasa me había contado. Estaba claro que era imposible dar con mi padre. Sin embargo, mi origen ya no estaba tan confuso, ni me parecía tan vergonzoso. De una multitud de posibles progenitores, el número había descendido a tres.

Ella, al ver mi ensimismamiento, me dijo:

-¿Se puede saber qué te pasa? ¿Estás sorda? Esto de que te de por ir a pasear cada domingo después de misa te atonta. A saber qué harás. ¿No tendrás un enamorao? Mira que te he advertido miles de veces que el amor no es bueno a estas edades. ¿O es que quieres terminar como esa tontina de Raimunda? Creía que hacia el gran casorio y ya ves. Criada de un marido, apaleada y la barriga llena por tercera vez. Estoy segura que ahora desearía estar aquí y maldice el momento en que decidió poner los ojos sobre el verdulero. Viana, si no aparece un mirlo blanco, es mejor quedarse soltera. ¿Y qué hizo la Jacinta? Divertirse cuanto pudo y no caer en la trampa. ¿Pa qué casarse si no era pa mejorar? Y cómo nosotras no somos carnaza para hombres aposentados, pues eso. Solteritas y dueñas de nosotras mismas.

Remugué una especie de afirmación y ella continuó con su alegato.

-No, chiquilla, no. Criada una vez, dos es de idiotas. Mira lo bien que me va a mí. Cierto que solo trabajo. Cierto es que tengo la cama fría. Pero mejor eso que aguantar a un viejo desgraciado. Una ha nacido para cocinera y no pa limpiar meados de un viejo chocho. La vida es corta y pasarla alegre, es lo que importa. Y yo me solazo en la cocina. Toma nota de ello.

Su tono indignado me hizo reír.

-¿A qué viene esa risa tonta? ¿Acaso no tengo razón? ¡Bah! Los hombres solamente quieren sacarle el jugo a una y después, cuando ya no te queda na de na, te arrojan como si fueses un desperdicio. Haz caso de esta vieja que ha vivido más que tú. Y sobre todo, guarda, guarda tú corazón. No dejes que te lo roben o terminarás mal. El amor es como el vino, querida. A sorbos es dulce. A tragos te produce jaqueca.

-¿Cuántas veces he de repetir que no tengo ganas de novios? –repliqué.

-Sabia decisión. ¡Venga! Basta de chácharas. Machaca unos ajos. Los  señores no esperan para celebrar el cumpleaños del amo Carlos y no será la primera vez que no cumpla con el horario –me reprendió mi maestra.

Obedecí. No era mi intención enojarla y que pensase que cualquier contratiempo podía interferir en el trabajo. Debía concentrarme y olvidar el enojoso encuentro con Nicolasa.

Sin embargo, durante la siguiente semana no pude hacerlo. El pasado había retornado con fuerza y ahora había arraigado con potencia. Solamente tenía una obsesión y era encontrar a mi padre. Pero. ¿Cómo diablos dar con él teniendo tan solo dos nombres y una marca como referencia? Era una quimera y como tal, debía olvidarme del asunto.

Y lo conseguí al comprender que ese hombre no querría saber nada de mi y que lo más importante era centrarme en el futuro, no en un pasado que debía borrar para siempre.    

    

 

 

 

 

 

CAPITULO 12

 

 

Unas semanas después de mi descubrimiento, el padre de doña Eugenia pasó a una vida mejor. Lo que debía ser un hecho luctuoso, la familia se lo tomó con cierta resignación.

-Y cómo no. Ahora el amo es Barón y para mayor regocijo, su fortuna se ha incrementado notablemente. Eso ayuda a que la pena sea menos pena. La carga más pesada es un bolsillo vacío –dijo Rafael.

-Lo que ocurre es que los letrados son más parcos en sus demostraciones sentimentales. ¿O preferirías que llorasen como los pobretones perdiendo la compostura? –opinó Jacinta lanzándole una mirada de reprobación.

-Solo sé que al heredar, con un ojo reír y con el otro llorar. En esta casa el dinero ha entrado a raudales y ese, es un motivo más de alegría que de pena. Yo mismo fui testigo de ello –insistió él con gesto altivo.  

-Eres un *parejero y algún día eso tendrá consecuencias.

Pero no el faltaba razón. Aparentemente los Galiana estaban desolados. Los que pasaron por casa para dar sus respetos, así lo contaron por toda la ciudad. En cuanto al funeral, organizaron uno digno de un rey. La misa fue oficiada por cinco sacerdotes. El ataúd, de la mejor madera, cargado por un coche negro cubierto de flores que recorrió las principales calles de Sevilla hasta llegar al cementerio. Pero una vez en casa, tan gran pérdida no les quitó el apetito. Lo único que lamentaron fue que el luto no les permitiría acudir a las fiestas ni otros eventos sociales.

 

*Persona que se toma confianzas indebidas.

 

 

Y como aquel verano el calor cayó como una losa sobre la ciudad y sin perspectivas de diversión, la familia decidió pasar el mes de agosto en el campo; en la finca que doña Eugenia recibió como legado.

Era la primera vez que iba a abandonar la ciudad. Mentiría si dijese que no me sentía emocionada. Lo estaba realmente. Por el contrario, a Jacinta no le agradaba en absoluto.

-¡Menuda cabronada! Pero, ¿a quién le puede gustar el campo? Bichos, incomodidades y nada cerca de la civilización. El pueblo más cercano está a una hora a pie. ¿Cómo pretenden que cocine en esas circunstancias? ¿De dónde voy a sacar el género pa los fogones? Una no puede llevarse nada, que con este calor se estropea. ¡Por la Virgen Santa! ¿Por qué razón no pueden guardar luto en Sevilla? No claro, que no. Al campo, como si fuésemos borregos.  

Sus quejidos no cesaron durante el trayecto, consiguiendo que la paciencia de los demás explotase.

-Por favor, doña Jacinta, no seáis aguafiestas y dejadnos disfrutar del paisaje; que pa una vez que salimos de la ciudad… –se quejó Dolores.

La cocinera le lanzó una mirada iracunda.

-¡Descarada! Ya me lo dirás cuando tengas una araña en el zapato o cuando los mosquitos te coman.

Pepa, con su tono de voz suave y aristocrática, intervino para poner paz.

-Dejad las lamentaciones, doña Jacinta. Que no vamos a un andurrial. La finca es de señorío y estaremos tan cómodos como en la mansión.

No se equivocó. Aunque más bien se trataba de un cortijo. Estaba en medio de una dehesa rodeada de encinas. Un riachuelo corría por lado izquierdo y tras él, varios toros pastaban.

-¡Voto a Dios! No podremos ni salir de la casa. Esto no me gusta nada –exclamó, santiguándose, doña Jacinta.    

-No es tan terrible. Podemos montar una corrida en un santiamén. Rafael puede coger el capote. Tiene planta de matador. Y por lo que dicen, por Sevilla hay muchos corazones tocados a causa de sus conquistas –se burló Rosa.

-El estoque si puedo coger. Pero no precisamente para matar a un toro, sino, a una vaca con la boca demasiado abierta –remugó el mayordomo.

El rostro de la criada, ya de por si rojizo, se tornó como si fuese uno de esos tomates, ante la respuesta tan obscena.  

-¡Escupes alfileres! ¡Descarado! Algún día, esa arrogancia te traerá muchos problemas.

-Nos pagan para cumplir con un trabajo y éste ha de ser impecable. Los problemas personales han de quedar afuera. Así que, chitón y pongámonos a ello –dijo Rosa.

Cruzamos el pórtico y el carro se detuvo ante el cortijo. Frente a él aún se mostraba más impresionante. La casa estaba pintada de color ocre y las maderas de blanco impoluto. Un gran pórtico, que servía como terraza, bordeaba la fachada. Bajo él, en las noches de verano, el Barón debía contemplar las estrellas sentado con un refresco, saboreando la brisa nocturna. Las otras fachadas del patio se componían de edificios más sencillos.

Un hombre y una mujer de edad avanzada salieron a recibirlos. Se presentaron como José y Fructuosa, cuidadores de la finca. Bajamos del carro y cargamos con los baúles de los señores.

El interior estaba medio en penumbras y por ello se notaba un poco más de frescor que en el exterior. Aún así, pudimos apreciar la grandiosidad del vestíbulo y la riqueza de su decoración. La escalera situada al fondo, se dividía en dos ramas. Nuestros cuartos estaban en la planta de abajo. Mientras los demás subían el equipaje, Jacinta y yo cogimos las cestas donde traíamos algunas provisiones y fuimos a inspeccionar la cocina.

-¡Jesús, María y José! Esto es… es… el cielo –exclamó mi maestra al ver la inmensidad. Era tres veces más grande que la de Sevilla. La chimenea de gran campana y columnas laterales ocupaba casi media pared y el horno era capaz de cocer dos pavos enteros. Un mostrador de piedra servía de pila y de área de trabajo. En el centro, una mesa donde podían sentarse diez personas. Y la puerta lateral daba a una alacena donde cabrían provisiones para meses. 

Estuve completamente de acuerdo con ella. Cocinar allí sería un placer. Por lo que, tras refrescarnos, nos pusimos a la tarea.

En esta ocasión la comida no fue nada complicada. No había tiempo material para ello. Simple sopa de ajo. Pan seco, agua, aceite, pimentón, huevo y ajos majados. Sencilla, pero como siempre, exquisita y de postre, manzanas.

-No se ha esmerado mucho –tuvo la osadía de decir Rafael.

La cocinera sonrió ladinamente.

-Mis manos solamente se aplican para grandes paladares. Y por los años de experiencia, temo que no es el caso.

-No hay que darle perlas a los cerdos –rió Rosa.

-Ni ofender –la reprendió Jacinta.

-Pero vos…

-Yo me he limitado a constatar una verdad. Y ahora, si habéis terminado, marchaos de mí cocina.

Nadie, ni tan siquiera Rafael discutió su orden.

-¡Dios, qué descanso! Cuatro gatos y siempre a la greña –suspiró la cocinera.

Yo recordé un refrán que solía decir mi madre.

-Demasiados pobres para un solo mendrugo.

-Si fuese el caso. Pero aquí no hay mendrugo que valga. Cada uno tiene su sitio y no lo moverán de él. Las ambiciones, rencillas y malas caras no les arrancarán del puesto que ocupan.

Yo no entendía de envidias ni ambiciones. Mi meta era simplemente subsistir como lo estaba haciendo ahora y sobre todo, apartarme de la calle. La idea de llegar a ser una gran cocinera lo consideraba una aspiración y no una meta a conseguir del modo que fuese. Bien era cierto que, adquiría mis conocimientos espiando de vez en cuando a doña Jacinta. Pero consideraba que eso no hacía mal a nadie.

-Suerte que tú eres muy distinta, Viana. La inocencia aún no se ha perdido y espero que tardes mucho en hacerlo –me dijo mirándome con dulzura.

Cuan equivocada estaba, pensé. Si supiese mis verdaderos orígenes, lo que mis ojos infantiles vieron y mis oídos inocentes escucharon… Pero eso era algo que no se llevaría a la tumba.

-Lo que deseo sinceramente es trabajar y hacerlo bien. Aprender de la mejor.

Ella me acarició la mejilla, gesto que me sorprendió. No es que fuese insensible. Sabía que albergaba ternura, pero nunca la había visto mostrarla. Era como si al hacerlo demostrase que poseía fragilidad.

-Lo harás. Aunque, quítate de la cabeza la idea de que te revelaré mis más extraordinarios secretos. Ahora, descansemos.         

Tras una siesta para recuperarnos del viaje y el calor, los demás se ocupaban de arreglar los cuartos para cuando llegasen los amos al día siguiente, hablamos con los cuidadores de cómo conseguir comida diaria. Con una sonrisa, nos indicaron que los acompañásemos a fuera. Caminamos hasta la parte posterior de la casa y vimos el huerto. Era tan autosuficiente que no era necesario ir al mercado. Había plantadas infinidades de verduras y en especial, las llegadas de América. Pero lo que llamó más mi atención fue un terreno donde se alzaban plantas de una altura considerable. Jesús me aclaró que se trataba de maíz. 

Jacinta mostró satisfacción y un gran alivio al ver el corral. El avituallamiento estaba asegurado. No había necesidad de desplazarse para la compra. Con el ánimo ya más templado, eligió con rapidez el menú para el día siguiente y nos propuso tomar la merienda.

El resto de la tarde, sin nada importante que hacer, me dediqué a recorrer la finca. Recuerdo que sentí una sensación maravillosa paseando por la campiña. Aspiré con fuerza. El aire olía distinto. A flores, a hierba, a limpieza. No había muros, ni fachadas, ni ruidos. Paz era lo que se respiraba. Y caminé hasta que el sol comenzó a ocultarse. Regresé al cortijo. Curioseé en los edificios adyacentes a la casa principal. Un granero con un pequeño *alfolí, la bodega, la casa de los vigilantes, las cuadras, donde guardaban cuatro alazanes magníficos e incluso descubrí que tenían su propio molino para hacer aceite.

Entré en la casa y preparamos una cena ligera y la masa para el pan.

-¡Estoy agotá! Estos trajines ya no son buenos para la vieja Jacinta –exclamó la cocinera.

-Ha sido una jornada demasiado movida. Más, emocionante -dije.

Ella resopló.

-¿Qué emoción puede haber en viajar a trompicones por caminos pedregosos y bajo un sol de justicia? Y no hablemos de los mosquitos. Tengo picaduras por todos laos. Decididamente, el campo no es pa mí.

-Yo, como nunca he salido de Sevilla, es como una aventura pa mí –dije.

-¿Cómo qué nunca has salido de la ciudá? ¿No eres de un pueblo? –se extrañó doña Jacinta.

Había metido la pata. Pero me apresuré a responder:

 

*cuarto para guardar las semillas.

 

-Quiero decir que… que mis padres vinieron a Sevilla cuando apenas contaba cuatro años. No recuerdo nada del pueblo. Así que, esto es como una novedad. Y me gusta el campo.

-¡Lo que hace la ignorancia, Señor! No hay nada como una urbe bien poblada. Aquí cualquier bicho puede matarte. Anda. Tapa la masa del pan. Es tarde.

Cumplí su orden y bostezando, le pregunté: 

¿Podemos ir ya a dormir, doña? –le pedí.   

-Ahora mismito, niña.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capitulo 13

 

 

En esos días debí compartir cuarto con la cocinera. Por primera vez en tres años volví a escuchar ronquidos. Pero no me importó. Mi vida ya no era la de antes y esa leve molestia sería transitoria.

En cuanto salió el sol, nos pusimos en pie. Una actividad frenética se desencadenó. Pepa y Rosa preparando las camas, Luisa y Rafael, arreglando la ropa de los señores. Los guardas, afanándose en quitar los últimos resquicios de polvo. Todo debía estar perfecto o los señores podían echarle a uno sin contemplaciones.

Mientras, nosotras, en la cocina, iniciábamos el ritual del desayuno. Pan recién hecho, compota, huevos pasados por agua. Por supuesto, estas exquisiteces tan solo estaban destinadas a los Galiana y a nosotras. El resto debía conformarse con un tazón de leche con pan desmigado del día anterior. El sobrante de las comidas se aprovechaba. Jacinta procuraba siempre hacer de más. Como no se cansaba de repetir, trabajar por trabajar es de tontos.

-¡Lo que me faltaba, cocinar dos veces! Además, nos deslomamos para que ellos vivan cómodamente. Bien merecemos una recompensa. ¿Comer bazofia? ¡No mientras la Jacinta ande entre los fogones! ¿No es así? –decía cuando el cansancio la atenazaba.

Como hacía generalmente, le di la razón.

-Por supuesto. Las migajas que les sobran no los arruinarán y a nosotras nos alimenta la panza. Y menos mal que no tenemos que ir a la compra. Creo que es la primera vez que podemos solazarnos a ratitos.

              -Cierto. Y otra ventaja de estar en medio de la nada es que nos evitamos grandes convites. Y ya nos conviene un poco de reposo. Cuando lleguemos a Sevilla la actividad en la casa será imparable. El joven Carlos está en edad casadera. Las presentaciones de candidatas serán asiduas. Nos hincharemos a cocinar –me dijo echando una ojeada por la ventana. El carruaje de los señores estaba llegando ante la puerta. Soltó un hondo suspiro y me indicó con la mano que comenzase a preparar las bandejas.

Ya terminado el desayuno nos pusimos a preparar la comida. Aunque, primero acudimos al huerto para escoger las verduras. Jacinta no paró de protestar ante la invasión de mosquitos, arañas y otros insectos. Ciertamente era molesto, pero divertido poder ser tú mismo quién se proveyera de comida y sin necesidad de abrir la bolsa.

-¿Te he contado la primera vez que mis huesos pisaron el campo? –dijo Jacinta estudiando la rama cargada de tomates.

Negué con la cabeza, lo cual dio pie a que se explayara.

-Fue cuando cumplí los veinticinco. Me trajo Manuel, en un ataque de romanticismo. Como te dije, guardé mi virtud mucho tiempo. No hallaba al hombre adecuado. Pero apareció él y… ¡Sucumbí!

-¿Era gallardo? –quise saber.

Ella sonrió ampliamente. En aquel año ya había perdido dos dientes más.

-Un dulce muy apetitoso. De cabello negro como el hollín. Alto, musculoso. Sus ojos eran grises como los de un gato y miraban sin temor, directamente. No como esos que bajan la mirada demostrando que les faltan arrestos. Tenía mi misma edad y las mismas ansias de vivir. 

-Contadme como os conocisteis –le pedí sentándome bajo el olivo. Ella me imitó y secándose el sudor de la frente, comenzó a relatarme.

-Fue una tarde de primavera, como había de ser, cuando las plantas florecen y también los corazones. Entró en la taberna de la mano de Cervantes y…

La interrumpí para hacerle una pregunta un tanto atrevida.

-¿Fue vuestro amante?

-¡Esta si que es buena! ¿Crees que te lo voy a decir? –se escandalizó.

-Claro que sí. No tenéis otra confidente. Además, vuestras experiencias me serán de mucha ayuda en el futuro –la animé.

Ella soltó una risotada.

-Lista eres, zagala. Sabes como arrancarme los secretos. Pues, bien. Te contaré. Pero solamente algunos. Una debe guardarse cosas en el corazón. Verás. Conocí a muchos notables, tanto de trato superficial como carnal.

-¿De veras? ¿Quiénes fueron vuestros amantes más famosos?

Ella, al parecer, arrepentida, arrugó el morro.

-Será mejor que nos dediquemos a lo nuestro. Últimamente hablo demasiado. Signo de que me estoy achochando.

Al ver que había metido la pata hasta lo más hondo, exclamé:

-¡Oh! Por favor. Os juro que no interrumpiré y no haré más preguntas indiscretas. Contadme por favor lo que os plazca. Me encantan vuestras historias del pasado. ¡Son tan emocionantes!

Jacinta ladeó la cabeza y pareció cambiar de opinión, pues dijo:

-Como decía, Manuel vino por primera vez a probar mis guisos. No así don Miguel, que ya era cliente habitual y más de una vez se inspiró en mi persona para recrear uno de sus personajes. Así me lo dijo. En sus propias palabras: “Sois una dama extraordinaria, mi hermosa cocinera. Y no tan solo por vuestros guisos. No os falta belleza ni inteligencia.” Eso mismo dijo. Sí, señor. Pues bien, Manuel, tras catar mi ajoblanco, creyó haber llegado al cielo. Se empeñó en felicitarme y al verme, quedó prendado. Vino todos los días para cortejarme y otros tantos, yo le rechacé.

-¿Y qué os hizo cambiar de opinión? –le pregunté.

-A mis años y aún virgen, era un estado del todo contra natura. No. No me mires así. Hay que ser virtuosa, pero hasta cierto límite. Que una no nació para ser monja, si no, para cocinera. Así que, al comprender que ese hombre no le movía interés malévolo y que era un adonis, decidí lanzarme. ¡Virgen del amor hermoso! Aquella noche en el cuarto donde siempre había compartido la soledad, descubrí que el placer de la carne era tan sabroso como lo que creo entre mis fogones. ¡Ay Señor! Su cuerpo musculoso sobre el mío, moviéndose de ese modo. Puedes creer que pericia no el faltaba. Se notaba que antes de mi hubieron muchas. Debió tener buenas maestras en El Compás.

Al escuchar el lugar de mi primera infancia, se me removió el estómago. Hacia mucho que no pensaba en ello. Lo había borrado prácticamente de mi memoria. Pero estaba claro que el pasado no se podía eliminar. Camina junto a uno lo quiera o no. En realidad, estaba convencida que es un pieza clave en nuestro futuro, que una parte de nuestro carácter se debía a ello.

Doña Jacinta, al ver faz demudada, dijo:

-Chiquilla, sé que es un lugar infecto, pero necesario. Los hombres tienen necesidades y con tanta mujer decente, no podrían desfogarse. Claro que, también lo visitan hombres casados. Hay mucha puritana que ni se levanta el camisón para fornicar con su propio marido. Como la señora. ¡Válgame Dios! Parece mentira lo tontas que son. Se pierden las mieles de la carne y la devoción de sus esposos. Creo que esa es la razón por la que Carlos es hijo único. Dudo mucho que el amo haya pisado frecuentemente el tálamo nupcial.  

Razón no le faltaba. Doña Eugenia, podría decirse que era una monja frustrada. Pasaba mucho más tiempo rezando ante las imágenes de santos que inundaban la casa que junto a su esposo. Y como se hartaron de decir en el orfanato, el matrimonio es un vínculo sagrado con el solo deber de procrear y no regocijarse en el goce de la carne. Lo más probable fuese que se encaramaba a otros camastros y por supuesto, en El Compás; a no ser que tuviese una barragana. Dinero no le faltaba para tal menester.

La cocinera sonrió con malicia. 

-Si quieres seguir mi consejo, por si algún día te casas. Aunque pido a Dios que no quiera que seas tan tonta y lo hagas, deja atrás esas manías. Una mujer debe contentar al marido o corre el riesgo que le crezca una gran cornamenta. Por otro lao, no hay nada más gustoso que tener una buen cipote entre las piernas y que te haga gritar de placer. Eso les gusta mucho y si eres lista, comerán de tu mano. ¡Y pensar que quería perdérmelo! Pero tuve dos deos de frente y disfruté mucho, querida niña.  

Yo también pensé en esos días que mi madre recibía a los parroquianos y en sus comentarios, del todo distintos a los de Jacinta. Para mi progenitora era una tortura soportar la lujuria. Y llegué a la conclusión que si es de gusto de los dos, la cosa cambiaba.

-A partir de ese momento –continuó diciendo la cocinera-, disfruté de cada encuentro con Manuel; hasta que terminó. Y antes de que vuelvas a interrumpirme, te diré que la razón no fue otra que el muy insensato creyó que estaba enamorada de él y que no dudaría en dejarlo todo para ser su esposa. El amor no era precisamente lo que me arrastraba a sus brazos. Nunca permití que mi corazón desease más allá de lo puro carnal. Y en cuanto el peligro acechó, lo aparté como si estuviese apestado. El pobre sufrió durante un tiempo y se hartó de hacer poemas sobre mí persona. He de decir que, bastante malos, por cierto. Nunca hubiese llegado a nada. Por suerte, cogió los bártulos y se embarcó rumbo al Nuevo Mundo. No le fue mal. Tiempo después me dijeron que hizo una gran fortuna con el comercio. Muchos no pueden decir lo mismo. Las grandezas que se cuentan en las tabernas la gran mayoría son historias para niños. He conocido a unos cuantos que volvieron con el rabo entre las piernas. Más pobres y achacosos que cuando partieron. A alguno de ellos aún podrás verlos en las escaleras de la catedral. Sus sueños se quebraron para caer al mismísimo infierno. Pero los hombres no escarmientas y aun se embarcan en busca de ese Dorado que nunca se halló. Por lo que, ten mucho cuidado de los oropeles que te ofrezcan. Sigue a tu sensatez, que tienes mucha y todo te irá de perlas.

-Con una maestra como vos, creo que lo conseguiré -aseguré.

Ella soltó un gruñido.

-¡Menudo modelo, zagala! Una don nadie que lo único que sabe hacer es cocinar y darse un gusto de vez en cuando. Y esto último, ya ni lo cato. ¡Lo que daría por volver a mis tiempos mozos! Más los años crean pliegues donde antes hubo hermosura. Y las arrugas no son precisamente un aliciente para enamorar. Pero olvidemos el pasado y regresemos a la tarea. 

Nos levantamos y continuamos escogiendo las verduras con el ánimo más contento. Pero la alegría terminó cuando Jacinta se torció el pie. Sus lamentos fueron tales que, todos los de la casa salieron para ver que ocurría.

-¡Ay Señor! Ya sabía yo que esto del campo no era para mí. ¡Qué dolor! ¡Maldita sea mi estampa! ¡OH! Me lo he roto. Seguro –sollozó.

Rafael y Toribio acudieron en nuestra ayuda.

-Tranquila, doña Jacinta. No será nada –la consoló el cochero.

 

 

 

Capitulo 14

 

 

En parte tuvo razón. Sin embargo, la torcedura fue bastante seria. A la media hora, el pie comenzó a hincharse y Jacinta tuvo que ser acostada, pues le era imposible apoyar la pierna. Fructuosa, que al parecer era diestra en el arte de curar, le preparó un ungüento.

-Esto os aliviará y en unos días estaréis como una rosa.

-¿Unos días? ¡No puedo quedarme en la cama! Hay que hacer la comida –discutió la cocinera.

-Jacinta. Hoy no puedes. Lo hará Viana –dijo doña Eugenia.

Yo miré horrorizada a mi maestra. Desde que entré al servicio de los Galiana había deseado poder cocinar y ahora que la obligación me daba la oportunidad, estaba muerta de miedo.

-Pero… La niña no sabe aún. Solo es una ayudante y apenas hay tiempo para guisar algo decente. Aún lo hace todo a *picos y remicos. Lo mejor será que vaya a la cocina y la supervise. No puedo permitir que coman mal, ama –protestó mi maestra.

-Debes guardar cama. Hoy haremos una excepción. Que haga algo ligero y mañana ya veremos. Hoy reposo absoluto. ¿O quieres pasar el resto del verano impedida? –decidió el ama sin admitir una crítica más. Dio media vuelta y salió del cuarto.

-Doña Jacinta, no puedo. No puedo –musité.

Ella me lanzó una mirada de censura.

-Lo sé. A pesar de ello, jamás vuelvas a decir que no puedes hacer algo y menos ante el ama. No te favorece.

-Pero, es la verdad. No seré capaz –insistí.

 

* A trompicones

-El obstáculo para lograrlo es uno mismo si no es timorato. Así que, con agallas y ponte a ello. Al fin y al cabo, has estado tres años a mi vera y habrás aprendido lo básico. Digo yo. Tonta no eres. ¿O piensas que no me he dao cuenta de qué me espiabas? Viana. Solamente tienes que poner en práctica lo que has visto. Desde luego, no te saldrá como a mí. Pero… ¡Qué le vamos a hacer!