Capitulo 1
El destino de Joana lo configuró una muñeca. La única muñeca que tuvo en su infancia. Se la regaló su padre, un pescador de la zona marinera de Barcelona, La Barceloneta. El barrio surgió en 1753 tras la guerra de Sucesión. La Ribera fue demolida para construir el Parque de la Ciudadela y sus habitantes recalaron en el nuevo barrio fuera de las murallas de la ciudad. Como el lugar estaba lleno de sedimentos se construyeron casas diminutas de dos plantas; aunque a finales del siglo XIX, comenzaron a surgir edificios de tres o cuatro pisos. En uno de ellos vivía Joana junto a su padre en la calle Carles número 8. Estaba justo al lado de la casa llamada del Porró, nombre adquirido en sus inicios cuando fue un restaurante y en las rejas de sus ventanas estaba forjado unos porrones de color rojo. Después pasó a ser un colmado, tienda donde los Balcells adquirían los alimentos más esenciales.
La casa, al igual que todo el barrio, estaba bastante deteriorada, húmeda, grietas y balcones que se vestían de tendederos llenos de ropa. Pero lo más característico era el olor a pescado. No simplemente por la cercanía de la playa y de las barcas repletas de peces; a ello se añadía el humo de las cocinas. La dieta de sus habitantes se basaba en los productos del mar. La carne apenas tenía presencia en las mesas. Lo poco que ganaban los pescadores o sus mujeres deslomándose en fábricas infectas, difícilmente daban de si para pagar el alquiler. Por ello, la noche de Reyes que Joana recibió la muñeca, fue la más maravillosa. Era de porcelana. Sus ojos bailarines del color del mar cuando está alterado y sus cabellos dorados largos hasta más allá de la cintura. Era como uno de esos querubines de la iglesia; así que la bautizó como Ángel. Su padre, rápidamente, le recordó que era nombre de chico y la chiquilla le respondió que, según la maestra, los ángeles no tenían género. Él, como siempre, sonrió y le dejó hacer la suya. Por supuesto, no era una niña consentida; simplemente procuraba que la vida, ya de por si nada espléndida, no le reportara más carencias de las que ya poseían.
Para la chiquilla, entre esas carencias estaba su madre. Cuando tenía un año murió por culpa de un brote de cólera. No fue consciente de ello; por supuesto. Sin embargo, si presenció el dolor de su padre tiempo después, lo sólo que se sentía cuando se acostaba. Habían sido muchos años junto a la mujer que, a pesar de no demostrarlo, pues era hombre parco en expresar los sentimientos, amaba. A pesar de ello, el tiempo fue limando las heridas y llegó un día en el que su recuerdo se tornó dulce y las lágrimas nocturnas desaparecieron para siempre.
Joana no tenía recuerdos de la figura materna. Y si en su mente persistía alguna imagen de ella era por mediación de su padre que cada día le contaba un detalle, un gesto, una fisonomía de su rostro que, según él, era el más hermoso de la tierra. Joana pensaba que no había heredado esa hermosura. Más bien se consideraba corriente. Ni horrible ni guapa. Lo que suele decirse del montón. Y no entendía que para su progenitor fuese la niña más preciosa del mundo. El cabello negro como el hollín y ojos del tono grisáceo como los gatos, no le parecían el ideal de la beldad. Pero le gustaba creerle. Y esa creencia, quizás, fue la que le aportó seguridad. Un aplomo del que, sin ella saberlo, tuvo que hacer acopio en el futuro.
Pero esa noche de Reyes aún desconocía lo que el destino le deparaba. Se encontraba feliz teniendo en brazos a la maravillosa muñeca. Era el mayor tesoro para una criatura de seis años; y también, muy delicado. Un concepto que, a pesar de su corta edad, entendió desde el primer instante. No por una inteligencia fuera de lo común; más bien por ser consciente de que sería la única. El padre de Joana, como la gran mayoría de los hombres que vivían en el barrio, subsistía con la pesca; lo cuál significaba que el dinero no nadaba en la abundancia. Sobrevivían y eso era suficiente. A causa de ello, la prima Agustina puso el grito en el cielo al ver como había dilapidado el poco dinero del que disponían. Fue incapaz de comprender que lo hizo para recompensar a la niña de la pérdida de su madre. Era su modo de decir que la quería. Pero no lo entendió. La prima Agustina era una de esas mujeres curtidas por la vida. Los pocos sentimientos bondadosos que tuvo alguna vez, el paso de los años los aniquiló. Dos hijos que tuvo, la muerte se los llevó y la cárcel a su marido. Sola y destrozada, a fuerza de golpes aprendió que si uno no procuraba por si mismo nadie lo haría por ti. Y su corazón se tornó de piedra.
-Martín. Ser un sentimental no te sacará de pobre, maldito idiota. Ese dinero hubiese servido para algo mucho mejor –le espetó anudándose el pañuelo bajo la barbilla.
Que se cubrirse la cabeza era algo que Joana no entendía. Lo consideraba un acto del pasado. De un tiempo muy remoto. Pero ella, a pesar de llevar más de treinta años en la ciudad, parecía haberse detenido muchos años atrás. En realidad, como decía su padre, muchas mujeres se habían anclado en unas costumbres que contrastaban con los tiempos revulsivos. La ciudad vomitaba cada segundo una novedad, un nuevo concepto de vida, nuevos medios de transporte, edificios más sólidos, y corrientes artísticas que rompían con todo lo conocido.
-Hacer feliz a mi hija es la mayor inversión. Ya tendrá tiempo de conocer la correa con la que nos golpea la vida –replicó él.
Ella, soltó una risa cáustica.
-¿Feliz? Nadie puede serlo. No al menos en este espantoso lugar. Mejor sería que le enseñases como es la vida de verdad desde ahora mismo. Así aprendería a no dejarse destruir, como lo hago yo. Ten por seguro que jamás volverán a derribarme. Me he construido unos cimientos de hierro.
-La completa seguridad es fruto de la ignorancia de aquél que desconoce lo que el futuro le prepara. Además, ten en cuenta que el hierro se oxida –refutó su primo encendiendo el cigarrillo.
Y Agustina, agarrando el pomo de la puerta, dijo:
-Las peores sorpresas ya me las ha dado. Me ha enseñado a prepararme. En cambio tú, aún mantienes esperanzas. Pero… ¿Qué esperanzas, infeliz? Siempre serás pescador y tú querida niña nunca saldrá de este agujero. Será una fregona más o una de esas desventuradas que se consumen en una fábrica. Recuerda lo que te he dicho, realidad y nada de fantasías. Y sobre todo, no malgastar el dinero que tanto sudor nos cuesta en estupideces. Ya no tiene edad para ir con muñecas. Es momento de que aprenda a llevar una casa. Un marido es lo que más aprecia. ¿Me oyes bien, jovencita? Y tú. No entiendo porque no te has casado. Os hubiese ido muy bien una mujer en esta casa. Se nota que a esa jovencita le ha faltado la mano de una mujer. Ha estado demasiado consentida. Pero la vida ya se encargará de que ponga los pies en la tierra.
Martín, por supuesto, ignoró sus palabras cargadas de veneno, de resentimiento con la vida y revolviendo los cabellos de su hija, en cuanto la prima se fue, dijo:
-Tú, oídos sordos. Jamás trabajarás en una fábrica. Eres lista. La maestra dice que no hay otra estudiante como tú. Lástima que no podré pagarte estudios. Pero eres especial, como dijo tu madre en el mismo momento de tenerte entre sus brazos.
-¿Por qué era lo que más deseaba en este mundo? –preguntó ella.
-Por eso y porque eres una niña muy lista y hermosa. No has nacido para ser una mula de carga. Sé que estás destinada a algo grande. Anda, ve a jugar con tu querida muñeca -respondió Martín.
En cuanto a cómo consiguió el dinero, nunca su hija logró saber cuantos sacrificios le costaron poder hacerle ese regalo. Tal vez dejar de fumar durante una temporada o ir al merendero con sus amigos. Pero la cuestión fue que, esas privaciones y la convicción de que Ángel era demasiado delicada para jugar o mostrarla a otras niñas, desató en ella una habilidad que tenía escondida.
Hasta ese día, su mayor ambición tras salir de las clases de doña Pilar, un buena mujer que dedicaba unas horas a cultivar a los niños del barrio, era ir con sus amigos a la playa. Allí correteaban, hacían castillos de arena o imaginaban que eran unos piratas que habían llegado a una isla para enterrar un enorme tesoro. También hablaban de sus sueños, de que serían cuando la niñez se esfumara y dejase paso al tiempo imparable que los trasladaría a la realidad. La mayoría de las niñas no distaban demasiado en sus deseos. Un marido, hijos y una casa bonita. Con los chicos era distinto. Uno aseguraba que llegaría a ser explorador, otro que levantaría una fábrica tan grande que todo el barrio trabajaría para él, el más osado que sería presidente de España y el resto, tal vez de espíritu conformista, pescador como sus padres.
Lo cierto era que, sobre la arena, se sentían libres. Pero existía una prohibición: El Somorrostro. Un barrio compuesto de barracas. Allí aún vivían gentes más miserables que ellos. La mayoría gitanos. Según la opinión general, gente de mal vivir. Ladrones y criminales. Gente de la que uno no se podía fiar. Y por supuesto, aunque la curiosidad de los chiquillos era enorme, nunca quebrantaron ese veto.
No obstante, Martín ya no tuvo que preocuparse por ello. Joana prefería jugar con su muñeca a ir con los amigos. En la soledad de sus juegos con ella su mayor placer era cepillar su dorada mata, trenzarla o recogerla en tocados que, poco a poco, se hicieron más perfectos. Y llegó un momento que, dejó de ser un mero entretenimiento. Pasó a ser una gran pasión.
-Joana. ¿Sabes que eres muy habilidosa con los peines? Podrías ser peluquera –le dijo una noche su padre, mientras él tomaba café y su hija un vaso de leche caliente antes de irse a la cama.
-¿De veras? –inquirió ella mirando a Ángel.
Martín adquirió una pose de seriedad. No es que Joana no estuviese acostumbrada a ella. Por lo general, su padre no era de esos hombres de humor fácil. En realidad, apenas lo había visto reír a carcajadas. Tampoco era muy hablador. Pero cuando lo hacía, al menos para ella, sus cortas frases estaban cargadas de sabiduría. Además, poseía un halo eterno de tristeza. Posiblemente por la pérdida de su esposa o por la dureza de su trabajo. En aquella época no era conocedora de los peligros que lo acechaban cada vez que salía en la barca. Pero el tiempo, la sacaría de la ignorancia.
-¿No te gustaría? Creo que es mejor que ir a limpiar a casas ajenas o estar todo el día delante de un telar o una cadena de montaje. Podríamos pedirle a la señora Paquita que te tomara como aprendiz. Ya tienes nueve años y es una edad propicia para el aprendizaje. Podrías ir después de la escuela. ¿Qué te parece?
Por supuesto, aceptó. ¡Cómo no! Su afición infantil podría convertirse en su profesión. Y se prometió que trabajaría duro para que se realizase ese sueño que su padre despertó en ella. Así que, tras salir de la escuela, una tarde soleada de primavera fue a la casa de doña Paquita para iniciarse en el arte de arreglar el cabello; pues había aceptado la propuesta.
A pesar de verla mucho por el barrio, nunca había entrado en su casa. Era muy parecida a la suya, una planta baja. La diferencia radicaba en que sus muebles eran más nuevos, la decoración un poco más elegante y que en lugar de tener sólo el comedor a la entrada, también tenía la peluquería.
La señora Paquita estudió a la chiquilla de arriba hacia abajo, con ojos escrutadores. Y Joana tragó saliva. Era una mujer de unos sesenta años, oronda, alta y de facciones contundentes; que le recordaron a un militar. Quince años atrás enviudó. Pero le duró muy poco el luto. Apenas tres meses después del sepelio, el sustituto entraba por su puerta. Unos decían que hacía muy bien; ya que el finado no le dio buena vida. Los murmullos decían que a causa de ser violento debido a la bebida y otros chismorreos que, si bebía era por culpa de Paquita, que nunca se conformó con tener un solo hombre. Aunque, ahora, ya no se le conocían amantes. Es lo que contaba todo el barrio. Pero la verdad, como siempre, solamente la sabía una persona. Y por supuesto, Paquita nunca se molestó en acallar esas bocas maliciosas.
-Me alegra de que alguien esté ilusionada con aprender mi oficio. Pero no soy mujer de medias tintas. No todas me sirven. Además, no es tan fácil como la gente piensa. Esto es un arte. Te tendré a prueba unos días, de ese modo, sabré si estás capacitada o no. Por lo tanto, no te hagas muchas ilusiones, criatura. En cuestiones del oficio mi corazón es duro como una piedra. No me dejo convencer por la lástima. Soy de convicciones inquebrantables –dijo Paquita, mientras sostenía unas tijeras.
Al igual que su carácter; como Joana pudo apreciar la primera semana bajo su supervisión. No se dejaba achantar fácilmente. Si algo se le resistía, no cejaba hasta lograr su objetivo. No había clienta que llegase con una idea y que, sin saber como, cambiaba de opinión. Era el poder que ejercía su maestra sobre los demás. Y nadie se quejaba del resultado. Tenía buen ojo para saber qué favorecía a cada una. Del mismo modo, era consciente de sus limitaciones.
-El tinte es muy delicado. Se usa un producto abrasivo y a veces, si una no es cuidadosa, la clienta puede salir con ampollas en la cabeza. Por esa causa, no ofrezco ese servicio. No son muchas las parroquianas y no es cuestión de perderlas. Aquí peinamos, cortamos y rizamos. No hay que estirar más el bazo que la manga. La ambición es buena, pero en este oficio no hay que arriesgar más allá de lo prudente. Lo mismo para la vida. Muchos han terminado muy mal por querer alcanzar un imposible. Toma nota de ello, Joana –dijo, al tiempo que le enseñaba como se enrollaba el cabello en el rulo. Sus dedos eran rápidos y precisos. No existía duda en ellos. En cambio, los de la aprendiz, tan hábiles con la muñeca, se tornaban torpes ante la mirada inquisitiva de su mentora. Joana tiró con demasiada brusquedad y ella lanzó una queja.
-Lo siento –musitó la niña, temblando como una hoja. Estaba segura de que antes del plazo acordado le daría puerta.
Ella, contrariamente a lo esperado, sonrió.
-Nadie nace enseñado. Ya aprenderás con el tiempo. Tienes buena disposición y aunque, ahora no lo parezca, habilidad para el oficio.
Esas palabras le insuflaron el aliento necesario para apartar los temores y como por arte de magia, el cabello de la señora Paquita, quedó perfectamente enrulado. Pero no permitió que terminase el peinado.
-Todo a su tiempo, pequeña. Todo a su tiempo. Para ser una bella mariposa antes hay que permanecer en el capullo.
Joana salió de la casa canturreando. Había conseguido ser aceptada por la mejor peluquera del barrio. En realidad, no estaba segura de que así fuese; puesto que, no conocía a otra. Pero, para ella, así era.
Capitulo 2
Martín, al enterarse, decidió celebrarlo y nada mejor que ir al merendero Mar Blau a comer el domingo al mediodía. Era el lugar preferido para las celebraciones de los Balcells; que dicho de paso, no eran muchas. Cumpleaños o acontecimientos especiales; y de estos, por desgracia, no había muchos.
El Mar Blau estaba situado en el mismo centro del barrio, frente a la playa. Una simple estructura de madera con un mostrador y mesas sobre la arena cubiertas por techos hechos de caña. Su comida también era sencilla, sus precios módicos; lo que le permitía que siempre estuviese lleno. Por supuesto, el menú a base de pescado. Su especialidad eran los calamares a la romana. Parecía una comida sencilla, pero nada más lejos de la realidad. El secreto se encontraba en el rebozado. Y en el merendero de Tito era perfecto. Al igual que el personal que se reunía para comer. Pescadores y gente del barrio, la mayoría conocidos. A joana le encantaba ir al merendero y escuchar como hablaban de las cosas de la vida.
Pero lo que se presagiaba como un domingo tranquilo, se tornó un día gris y lluvioso.
-No siempre caen en la red los peces que deseamos ese día –dijo Martín.
Era algo que solía hacer, utilizar una metáfora para describir una situación. Y si ésta era frustrante, procuraba encontrar un buen remedio. Así que, cambiaron el merendero por El Bar Los Manolos. No era lo mismo, pero como decía unos de los vecinos, el señor González, quien no se conforma es porque no quiere. Un lema que había convertido en la bandera de su vida. Muerto de hambre llegó desde un diminuto pueblo de Extremadura buscando escapar de la miseria y, aunque visto desde fuera no logró la meta, para él, el simple hecho de comer a diario y tener un techo donde refugiarse, ya era toda una victoria. Y los Balcells no iban a dejarse vencer por el tiempo. La cuestión era que, había algo que celebrar y nada se lo impediría.
Fue una comida deliciosa. No por el menú. Era bien sencillo; como todas las cosas del barrio. Más bien por el sentimiento de alegría que les había envuelto. Fue una de las pocas veces que Martín sonrió continuamente. Joana imaginó por pensar que el futuro de su pequeña no estaría en una de esas fábricas o deslomándose fregando suelos; que sus delicadas manos servirían para embellecer a las mujeres.
Ella también lo creía. Y brindaron por ello, envueltos por los cánticos de Manola, la dueña del bar. Era una mujer menuda y tan delgada que parecía que iba a quebrarse de un momento a otro; y a pesar de ello, poseía una vitalidad extraordinaria. No solamente cocinaba, servia mesas y adecentaba el local; también los sábados por la noche y los domingos amenizaba a los clientes con sus canciones llegadas del sur. Lo mismo que ella. Vino a la edad de quince años desde Córdoba; que según Manola, era la ciudad más hermosa de España. En infinidad de ocasiones les hablaba de sus calles estrechas y blancas como la nieve adornadas por cientos de flores. De la Mezquita o de los patios interiores donde el sosiego era amenizado por el murmullo de las fuentes. Tal vez, por esa añoranza, terminó uniéndose a su marido, que casualmente se llamaba Manolo y oriundo de Córdoba. De ahí que, al poner el bar, lo bautizaran como Los Manolos. De igual modo, con su único hijo, siguieron la tradición.
-Nunca he sido partidario de poner a un hijo el mismo nombre que el de sus progenitores. Uno debe tener su propia personalidad y ello comienza en la pila bautismal –dijo Martín, observando como Manolito intentaba cortar, sin la menor pericia, un trozo de queso.
Joana sonrió. Puede que el nombre fuese el mismo que el paterno, pero el muchacho no había heredado las dotes para regentar un bar. La verdadera vocación de Manolito era algo muy alejado de los mejillones en salsa marinera, cervezas o vasos de vino de baja calidad. Una aspiración que, si sus padres llegasen a tener noticias, se les pondrían los pelos como escarpias.
Manolito era la viva estampa de su madre. Delgado, de tez bronceada, cabello ensortijado, pero mucho más alto, única herencia paterna; pues en cuanto a hombría, no tenía ni un ápice. El hijo de los Manolos era lo que se decía vulgarmente un mariconazo. Pero no un mariconazo vulgar. El arte le corría por la venas y soñaba con pisar el escenario del Petite Mouline Roug cubierto de plumas y escuchar el aplauso de público. Si bien, por el momento, a sus trece años, le faltaba el valor necesario para romper con todo y largarse en busca de su sueño. Cosa que ella sí iba a hacer. Claro que, su situación era mucho más fácil. Contaba con la bendición paterna y el entusiasmo de la señora Paquita; que día a día, le demostraba, eso si, sin palabras, que estaba contenta con su aprendiz. Por otro lado, no era de ese tipo de personas que explotaban a sus semejantes. Cuando terminaba de adecentar la peluquería y no había clientas, la dejaba ojear revistas. Eran de moda y la mayoría muy antiguas e imperaban las extranjeras. Se las proporcionaba una amiga que servía en casa de unos burgueses en la zona del Paseo de Gracia. Al parecer, solían ir mucho a Francia y allí era la ciudad de la moda. Aunque, cuando se cansaba de mirar las fotos o ilustraciones, ya que el francés era un idioma que jamás había escuchado y mucho menos visto escrito, se divertía leyendo Vida Galante, que contaba chismorreos de la alta sociedad y de la vida artística de la ciudad.
A diferencia de los habladurías vecinales de la peluquería, que doña Paquita se negaba admitir, pues argüía que en su casa no se daban ese tipo de vulgaridades, pues era mera información, la revista contaba detalles de las cupletistas, de sus excentricidades y de sus amantes.
Mientras la señora Paquita tomaba una cucharada de Gastrol Miret, para su dolor de estómago, cogió una bastante antigua del año mil novecientos seis. La portada, con grandes letras, anunciaba el asesinato de Teresita Conesa.
-Fue un caso muy sonado –dijo la peluquera aseverando con gran seriedad.
-¿Qué pasó? –se interesó Joana.
La mujer se secó las manos y dejando caer su pesado cuerpo sobre la silla, carraspeó y comenzó a relatar los acontecimientos.
-Teresita trabajaba como costurera junto a Paquita Marqués, que después sería conocida como Raquel Meller. Teresita se inició en el cabaret y después se unió su hermana María. Formaron un dueto y actuaban en el Edén Concert, en la Calle Conde de Asalto. Eran bastante populares, pues su tierna edad gustaba mucho a los hombres. Inocencia y al mismo tiempo, picardía. Compartían cartel con la Czarina, ya no muy joven y terriblemente celosa de las dos muchachas. Dicen que por un pretendiente rico o que el enamorado de Teresita era su hermano Benedicto. Esa noche, las hermanas no recibieron grandes aplausos y la Czarina, burlándose, dijo: “¡Qué ovación, mujer!” A lo que Teresina contestó: “Es que mis amigos no aplauden como los tuyos, porque yo no soy tan zorra como tú”. Al oír esa sagaz respuesta, el público aplaudió a rabiar. La otra, enrabiada, fue a contárselo a su madre y ésta, llamó a Benedicto y gritó: ¡Si eres hombre, mátala! Y el muy animal o loco, sin pensárselo, saltó al escenario y le asestó varias puñaladas. Completamente ido, hirió a varios espectadores. Por suerte, llegó un policía y logró detenerlo. La pobre Teresita fue llevada a la Casa de Socorro. Consideraron que las heridas no eran muy graves y fue llevada a su pensión. La infeliz no pasó del día siguiente. Solamente tenía dieciséis años cuando fue enterrada, el uno de marzo. María, con tan solo catorce años, decidió cambiar de vida y dejar el teatro.
-¡Qué horror! –se estremeció Joana.
La peluquera asintió con énfasis.
-Una tragedia de la que se habló durante semanas. Y después del ajusticiamiento de ese asesino. Pero como siempre ocurre, el tiempo la guardó en el olvido. Pero lo que si es cierto, es que la vida de las coristas o estrellas no es nada buena. No señor. Vicio, pecado y decadencia es lo que impera. Muy pocas son las que consiguen llegar a la vejez con las espaldas cubiertas. Por suerte tú, a pesar de ser muy hermosa, has decidido ser peluquera.
Joana se echó a reír.
-¿Qué? Eres realmente preciosa. Ojos misteriosos, cabello como el azabache y una estructura ósea delicada. Como una muñeca. Ya verás cuando seas mayor. Te acordarás de lo que te dijo la Paquita.
Lo que si procuraba memorizar la niña eran sus enseñanzas. Y lo hacía a conciencia, día tras día.
Cuando una clienta pedía una permanente, Paquita le mostraba la revista donde aparecía el extraño y esperpéntico aparato que había inventado el alemán Kart Nessles. Y la mujer, en cuanto veía la foto de la modelo sentada con el cabello sujetado por tubos y cables que se alzaban hacia una esfera colgada en el techo, desistía.
-Desde luego, hay que lucir bellas. Pero hay un límite. Esto una tortura. ¿Rizado normal, señora Elena?
Mi profesora era una mujer increíble. No tan sólo peinaba de maravilla, sabía llevar hacia su terreno a las clientas de un modo sutil; hecho que me inculcaba repetidamente que debía aprender.
-De nada sirve ser la mejor si la mujer se emperra en querer algo que le sentará fatal. Hay que hacerle ver que nosotras somos las expertas. Si Herminia hubiese salido con ese peinado que nos pidió, mi prestigio habría caído en picado. ¿Entiendes?
-Claro, señora Paquita.
-Bien. Pues como ya hemos terminado, ayúdame a recoger. Mis huesos cada día están peor. Voy a aplicarme un emplaste Allcock. Dicen que es mano de santo para cualquier dolor. ¡Me muero porque llegue el verano! Este frío acabará con mi miserable existencia.
-Tiene usted una vida estupenda. Trabaja en lo que le gusta –refutó Joana.
La peluquera asintió.
-No todo puede ser tan malo. La vida me debía algo bueno que ofrecerme después de… -Calló. El pasado era el pasado y estaba muerto.- Anda. Adecenta esto que es tarde y estoy deseando echarme en la cama. Mañana nos espera un día de locos con lo de la boda de Albina.
Capitulo 3
Y así llegó el verano.
Aquel verano comenzó muy caluroso y también con muchas agitaciones sociales. La culpa era por causa de un incidente ocurrido en Melilla, donde se trabajaba en la construcción del ferrocarril que uniría la ciudad con las minas de Beni Bu IFOR, propiedad de marqués de Comillas y el conde de Romanones. Los obreros fueron atacados por los cabileños. Éste suceso, hizo tomar la decisión al presidente Maura a enviar soldados a la zona. Ordenaron la movilización de la reserva y solamente podía librarse uno pagando seis mil reales; cantidad imposible para la mayoría del pueblo, que cobraba diez míseros reales al día. Las protestas llenaron las calles, pero el gobierno permaneció firme. Y el dieciocho de julio, comenzaron a embarcar los primeros soldados. Las damas de la alta sociedad, en un ataque repentino de inmensa caridad, se acercaron al puerto para entregarles tabaco y escapularios. Esta acción humillante provocó grandes disturbios. En la capital se acordó iniciar una huelga general el dos de agosto. Pero el sindicado Solidaritat Obrera la fijó para el veinticuatro de julio.
-No me extraña. ¡Esas engreídas ricachonas! ¿Qué se creyeron? ¿Qué esos desgraciados aceptarían dócilmente sus rezos y estampitas? ¡Más le hubiese valido entregar esos reales a unos cuantos! Muchos de los que se han ido son padres de familia y el único sustento de sus familias. ¿Cómo pretenden que se alimenten los que han dejado atrás? Y eso si regresan.
-¿Qué quieres decir con si regresan? –preguntó Joana.
Él la miró con un halo de tristeza.
-Marchan a la guerra. A una guerra de verdad. Y los soldados se matan, hija. Pero no habrá ningún caído entre los poderosos. Son puro egoísmo. Nunca te fíes de ellos, hija. Nunca. Buscan su beneficio propio y lo que les ocurra a los que no son de su clase, les importa un pimiento –siseó el pescador doblando el periódico con brusquedad.
Joana no entendía de política. Pero si era consciente de la suerte que tenía de que su padre cojease de la pierna izquierda. Cuando tres años atrás tuvo el accidente en la barca, fue una gran desgracia. Estuvo tres semanas sin poder salir a faenar. Afortunadamente, no perdió la pierna y pudo, aún, con esa leve dificultad, regresar al trabajo y ahora, librarse de ir a la guerra y dejarla desamparada. Porque estaba segura de que la prima Agustina no cargaría con ella. Se vería abocada a ir a un orfanato y eso, sería lo más terrible que pudiese pasarle. La vida, aún arrebatándole a su madre a tan tierna edad, había sido dulce; pues no existía el recuerdo de unas caricias o de un rostro. Carecer de ese bienestar la llevaría a una tristeza insalvable.
Pero esa posibilidad era inexistente. Como decía Martín, cuando hay una desgracia, siempre se halla un lado positivo y ese lado, para ellos, fue su herida en la pierna.
Confiada en que se encontraba a salvo, Joana continuó asistiendo a las clases de la señora Paquita, que ahora, al tener vacaciones escolares, le ocupaban parte del día. Pero no le importaba. Disfrutaba ejerciendo el oficio. Consideraba la peluquería un arte. Donde antes existía la calamidad, con unos retoques habilidosos e imaginación, surgía lo sublime. Una cabello domado y brillante; aportando elegancia y más atractivo a la clienta que había decidido ponerse en sus manos.
De todos modos, los acontecimientos eran difíciles de ignorar. Estaba ocurriendo algo realmente terrorífico. Las masas salieron a la calle el ventiléis de julio para iniciar la huelga general. Las autoridades enviaron al ejército y la población lo acogió con vítores rechazando la guerra. Pero al día siguiente, ante la noticia de que doscientos reservistas perecieron en Marruecos, se izaron barricadas y la violencia por parte de los anarquistas se desató contra la Iglesia. Mataron a sacerdotes, monjas y quemaron conventos, acusándolos de ser la perdición del pueblo con sus enseñanzas anacrónicas y en contra de los intereses de los obreros. El gobierno declaró la ley marcial y Barcelona se convirtió en un campo de batalla. El miércoles, por toda la ciudad se levantaba columnas de humo. Los sindicatos se vieron incapaces de dominar la situación y el ejército, negándose a luchar contra los que consideraban sus compañeros, continuó en el caos. El jueves, el gobierno decidió atajar la situación aislando Barcelona y trayendo refuerzos desde Valencia, Zaragoza, Burgos y Pamplona. Tres días después, se sofocó el levantamiento. El resultado fueron setenta y ocho muertos, ciento doce edificios quemados y medio millar de heridos.
-Por fin ha terminado. No hay nada peor que un hombre que pierde la razón. Y no me refiero a la locura. Hablo de la sensatez, del sentido de humanidad. Puede que los estamentos políticos y religiosos no sean favorables a las necesidades del pueblo. Ejercen su tiranía sin piedad. No obstante, también considero una tiranía lo que han hecho los huelguistas. Han utilizado el ojo por ojo, y eso, jamás es beneficioso. Más bien, han aumentado las probabilidades de recibir un trato más represivo. El diálogo es la única solución -opinó Martín.
Y no se equivocó. Se detuvieron a varios millares de personas. Cincuenta y nueve fueron condenados a cadena perpetua, ciento setenta y cinco sufrieron destierro, y lo peor cinco condenados a muerte. Entre ellos el profesor Francisco Ferrer Guardia, fundador de la escuela moderna; cuya acusación se basó en una carta remitida por los prelados de Barcelona. Esas ejecuciones, en especial el del querido maestro, ocasionaron una repulsa mundial, asaltos a embajadas y manifestaciones. El rey, alarmado, destituyó a Maura y puso en su lugar a Segismundo Moret.
Poco a poco, la ciudad retornó a la calma. Las fábricas del barrio volvieron a emitir el sonido de las sirenas y sus bocas engulleron a los obreros. Y las vidas de los Balcells siguieron con la rutina de siempre. Martín faenando y su hija aprendiendo junto a la señora Paquita.
Con esta simplicidad fueron pasando los años. El sueño inicial se había cumplido por completo. Ahora, cuatro años después, las habilidades de Joana con el cabello eran asombrosas. Tanto que, su maestra, con las manos ya atrofiadas por el reuma y la edad, la dejaba prácticamente al cargo de la peluquería.
-Serás mí digna sucesora –dijo Paquita llena de orgullo.
-Eso demuestra que ha sido una gran maestra. Y que continuará siéndolo. Por mucho que se empeñe, sé que me queda infinidad de cosas por aprender. Las revistas nos lo demuestran continuamente con las nuevas modas –apuntilló Joana ojeando la revista Nuevo Mundo.
-Por fortuna, nuestras clientas se conforman con salir arregladas; pues no tienen esos actos sociales a los que acudir. Aunque, eso no significa que no debamos estar al día. Para mí es un placer seguir perfeccionándome.
-Pues a mí, me encantaría poder atender a grandes damas –suspiró su pupila.
-Tal vez, el destino te de una oportunidad.
Joana pasó la página y dijo:
-A los miserables no nos dan ocasiones.
-No te falta razón. Sin embargo, muchas veces, sí y el problema es que no todos somos inteligentes para aferrarnos a ellas. Hay que estar alerta y arriesgarse. Yo lo tenía todo en contra y fui valiente, y ya ves, he terminado ejerciendo el oficio que más amo. Querida niña, nunca dejes que la duda o el temor a perder lo poco que tienes te impida prosperar. Al fin y al cado, apenas gozamos de posesiones dignas de conservar. ¿Qué podría pasarnos? ¿Perder un empleo miserable? A la mañana siguiente obtendríamos otro con las mismas condiciones. Por el contrario, si apostamos fuerte, podemos salir de este agujero para ascender, al menos, hasta el exterior. Y, bajo mi modesta opinión, tú estás capacitada para ello. Por el momento, trabaja duro. Si se está bien preparado, las cosas son más fáciles.
Y Joana se propuso trabajar aún más duro para conseguir sus sueños.
Sin embargo, los propósitos nunca salen como uno desea. El destino se encargaría de ello.
Capitulo 4
Nunca había salido a faenar con su padre. Existía la superstición entre los marineros de que una mujer a bordo traía mala suerte. Sin embargo, en verano, todos los domingos subía a la barca y navegaban por entre las aguas tranquilas. Y entonces, olvidando cualquier mal augurio, el pescador sacaba su esparavel y le mostraba como se lanzaba, para después, entregársela. Joana, apretando los labios se concentraba y con gesto determinado la echaba con fuerza. Después, se quedaban mirando el tapiz azulado en silencio disfrutando de la paz que los envolvía. El vaivén y la sensación de estar flotando sobre algodones fascinaban a Joana. Lo mismo que el baño que tomaba lejos de la playa atestada de gente.
Desde hacia unos pocos años se había impuesto la moda de acudir a la playa e incluso se habían alzado clubs donde la gente podía tomar algo, cambiarse o comer. El más selecto era el Club Náutico. Las gentes de la zona pudiente de Barcelona eran sus clientes. De este modo, permanecían apartados de la vulgar plebe. Aunque, no podían evitar que, aún sin confraternizar, los demás mortales se uniesen a ellos en el mar. Con el agua al cuello, Joana no encontraba diferencia. Eran de carne y hueso al igual que ellos. E imaginó que también reirían o sufrían. Por supuesto, no en cuestiones materiales. Pero no dudaba que, a pesar de la altivez y desprecio que demostraban cuando se cruzaban con ella, no carecían de sentimientos. A la falta de amor, la perdida de un ser querido o la soledad, nadie era inmune; por mucho dinero que se poseyese. Pero como ese no era su caso, le era indiferente su repulsa. Estaba convencida que no disfrutaban de tanta felicidad como ella al estar junto a su padre explicándole los secretos que se ocultaban en las profundidades del Mediterráneo o relatándole anécdotas divertidas de cuando er5a niño, o simplemente sentir el amor que los unía. Un sentimiento que, pasase lo que pasase, siempre permanecería hasta que sus cabellos se llenasen de canas.
Pero no hay nada como la inocencia de la juventud para creer que todo será eterno. Para ella la muerte se encuentra en un lugar lejano y su camino tan largo que, tardará siglos en llegar a su destino. Nada más lejos de la realidad. Su llegada repentina golpea con fuerza y a Joana la golpeó de lleno una fría mañana de Enero. Regresaba de la peluquería silbando una melodía que le había enseñado Manolito, cuando el remolino de gente ante su casa la paró en seco. Algo indefinido, pero terriblemente doloroso, cruzó por su estómago. Cuando su padre tuvo el accidente en la barca varios amigos lo llevaron al hospital. Y esos mismos hombres se encontraban allí. Eran los miembros del Pólit, que siguiendo las normas de los estatutos, los ayudaron económicamente cuando tuvo el accidente. Esa presencia sólo podía significar una cosa y se negaba a pensar en ello.
Lentamente, como si con ello pudiese retrasar lo inevitable, se acercó a la casa. Decenas de ojos se posaron sobre Joana. En ellos se reflejaba la niebla que muy pronto la engulliría.
Su voz sonó como un murmullo cuando se atrevió a preguntar que pasaba. La señora Pilar, esposa de un gran amigo de Martín, se acercó y le acarició la mejilla.
-¡Pobrecita! ¡Qué desgracia!
Joana se abrió paso entre la multitud. La prima Agustina estaba ante la puerta. Su presencia, tan escasa durante todos esos años, le reafirmó sus temores. Papá había tenido un grave percance.
-No está aquí. Lo han llevado al Hospital de la Caridad. Como se ha ahogado, deben hacerle la autopsia –le informó con voz inexpresiva.
Si había sentido la muerte de su primo, no lo estaba demostrando. Tal vez porque, como nunca se cansaba de repetir, a fuerza de mamporros, a uno se le hace una costra en el corazón. Pero la noticia lanzada a bocajarro, dejó sin respiración a Joana. Sintió como la garra despiadada de la muerte intentaba apoderarse de su corazón, como si la vida de su padre no hubiese sido suficiente para saciarla.
-No te preocupes, Joana. Te ayudaremos. Ya sabes que tenemos fondos para estos casos –dijo uno de los pescadores sujetándola con fuerza.
-No es momento, hombre –le espetó Agustina. Tomó a Joana de la mano y gritó: ¡Ya está bien! No tenéis nada que hacer aquí. Respetad el dolor ajeno. ¿No veis cómo está? ¡Arreando!
Entraron en casa junto a Bruno, el mejor amigo del finado. De repente, la calidez que siempre había sentido Joana al cruzar la puerta se tornó helor. Un escalofrío le sacudió la espina dorsal. Miró a su alrededor. ¿Era posible que nunca más volviese a ver la figura de su padre en la cocina? ¿Qué dejase de escuchar sus sabios consejos? ¿Qué su sonrisa acogedora no volviese a llenarla de seguridad? Así era. La muerte no tan solo se había llevado su presencia física; también la calidez, la protección, el amor. La había dejado sola.
Abrumada por esa verdad, se derrumbó en una silla; mientras su prima preparaba una tisana. Sus movimientos eran precisos; al igual que los de un cirujano que no se pone nervioso ocurra lo que ocurra. Sorprendentemente, Joana no había estallado en un ataque de histeria. Tal vez, había heredado esa parte genética de la familia donde las emociones eran contenidas. Pero aún así, su llanto era imparable.
-Es un mazazo muy fuerte. Tú padre era aún joven. No es justo morir a los cuarenta. La mar es traicionera. Un mal bicho. Un accidente y adiós. ¡Así es de dura la vida de un pescador! –dijo Bruno.
-¿Cómo pasó? –logró preguntar Joana.
Bruno se sentó y dijo:
-Al parecer, contrariamente a su costumbre, decidió ir a faenar junto a las rocas. Ya sabes. Aquellas más alejadas, casi en la punta del espigón. Hoy no hace muy buena mar y la barca se estampó contra ellas. Por lo visto, se golpeó en la cabeza. Fue fatal. Su cuerpo apareció hace unas dos horas en la playa.
Joana aún lloró con más desconsuelo al conocer el terrible final de su padre.
-Será mejor que te acuestes –decidió su prima.
-Y yo debo irme. Los compañeros queremos preparar el funeral. Lo siento, pequeña –se despidió Bruno, haciendo rodar la gorra entre los dedos.
Agustina llevó a Joana a la habitación y le ofreció una taza.
-Toma esto. Te sentará bien.
Joana la bebió como un autómata de aquellos que se exponían en el Tividavo. Solamente los vio en una ocasión y quedó impactada. Actuaban como si fuesen humanos, pero había algo en ellos que producía pavor. Su padre le dijo que era a causa de ser conscientes de que el ser humano estaba avanzando tanto que, si era capaz de dar vida a una máquina, pronto podría compararse con Dios. En aquel momento Joana carecía de voluntad y pensó que Dios no estaba para infundarle vida. Sólo podía percibir el inmenso dolor que la traspasaba. Pero, poco a poco, su cuerpo comenzó a relajarse y sus ojos fueron incapaces de mantenerse abiertos. Cayó en un sueño profundo y al despertar, tuvo la vana ilusión de que había experimentado la pesadilla más terrible de mí vida.
-¡Papá! –gritó.
En lugar de él acudió Agustina. Y penetró la luz cegadora de la verdad. No había sido un sueño. Su padre ya no estaba y se había ido de este mundo de un modo horrible, sintiendo como el aire escapaba de sus pulmones y la mar, su querida mar, lo engullía en la más absoluta soledad. Se había cobrado el tributo por los años de fertilidad en sus redes. Y entonces, sí que rompió a llorar con desconsuelo. Agustina la abrazó.
-Lo sé. Lo sé… Es mejor que te desahogues. Eso es. Llora muchacha, llora ahora que puedes. Los años ya te secarán los ojos y no hay nada más amargo que no poder llorar. El padecimiento se queda dentro y va resquebrajándote sin misericordia. Las lágrimas son la sangre del alma.
Nunca supo cuanto tiempo estuvo sumida en ese estado. Lo cierto fue que, Agustina se mantuvo a su lado. Aquellos días donde la tragedia se aposentó en su vida supo comportarse como el único familiar que le quedaba en el mundo. No obstante, los acontecimientos posteriores borraron de un plumazo la simpatía que en ese momento le inspiró.
Pero mientras tanto, se ocupó del papeleo, del terrible paso de reconocer el cadáver y de los preparativos del funeral, junto a los compañeros de Martín. Y no permitió que en ningún momento se quedase sola.
La señora Paquita fue otra compañía en esas horas amargas. La pobre mujer intentaba infundarle ánimos. Pero, ¿qué ánimo podía tener alguien que acababa de perder al ser que más amaba? No tenia consuelo. Todo le era indiferente menos su dolor.
-Joana, cielo. Sé que ahora todo lo ves negro. Y es lógico. De repente, la vida ha cambiado. Y no precisamente para bien. No es bueno quedar huérfana a los quince. A pesar de ello, el tiempo limará esta tragedia y tus recuerdos serán dulces. Podrás revivir el pasado, con nostalgia, por supuesto, pero sin dolor –le dijo su maestra.
Se equivocaba, pensó su alumna. Nunca podría superar esa pérdida. Sentiría ese desgarro cada vez que recordase al ser que la engendró. Y no solamente porque era su padre. Había sido un hombre bueno con ella. Conocía casos de amigos que recibían malos tratos, desprecios, explotación o simplemente ser ignorados. Ella recibió mucho amor y dentro de su desesperación, comprendió que fue muy afortunada.
Capitulo 5
El día antes del entierro apareció en casa un policía. Las dos mujeres nunca lo hubiesen deducido a no ser por la placa que les mostró. Era muy joven y su aspecto era más acorde con uno de esos galanes de cine que con un agente de la ley. Debía de ser un recién graduado. Joana no entendía que estaba haciendo allí. Pero pronto la sacó de dudas.
-Soy el sargento Mario Erill. Siento venir en un día tan inapropiado. Sin embargo, he de cumplir con mi deber. Es necesario que les haga unas preguntas –dijo con tono suave, consciente de las circunstancias.
-¿Qué preguntas? Somos gente honrada. La pasma no tiene que venir a importunarnos y menos estado de duelo. Y si ha ocurrido algo en el barrio, como comprenderá, no hemos estado para chismorreos –refunfuñó Agustina lanzándole una mirada de inquina. A pesar de la indiferencia que había adquirido, le era imposible olvidar que su marido murió a causa de la llamada ley del orden. No por ser ajusticiado. La condena de Joaquín apenas debía alcanzar seis meses. Sin embargo, la dureza de la cárcel, la mala alimentación y un fuerte resfriado, terminaron matándole.
El joven de ojos color miel y rostro amable, carraspeó. Esa parte de su trabajo era la que menos le gustaba; acudir precisamente a tomar declaración a gente que estaban sumidas en el dolor.
-Vengo para hablar del accidente. Es pura rutina, señora. Se suele hacer cuando alguien muere en circunstancias poco claras.
Agustina soltó una risotada.
-¡Esa si que es buena! ¿Acaso sus medicuchos son idiotas? ¡Es evidente que murió pescando y ahogado! Y para su información, estaba solo. Se trató de un mero accidente. Mi primo era un buen hombre y no tenía enemigos. Tampoco un gran capital; por lo que no ha sido un robo. Así que, creo que no hay nada de que hablar. Si no le importa, tenemos mucho que hacer. Mañana es el entierro.
El sargento Erill estiró el cuello en un intento de mostrar firmeza a su extrema juventud y probablemente, inexperiencia.
-Si hay que hablar o no, lo decido yo. Estoy aquí como la autoridad y deben acatar las normas. ¿Entendido? Así que, contesten a mis peguntas. Y con la mayor sinceridad. Bien. ¿Es usted familiar del finado?
-¿De quién? –inquirió Agustina.
-Del fallecido –le aclaro él.
-¡Ah! Pues soy Agustina Balcells, su prima. Ella es Joana, su hija –respondió Agustina, de mala gana.
El joven clavó sus ojos sobre Joana y ella pudo apreciar un ligero toque de disculpa. Era evidente que no se sentía cómodo con aquella situación y con las lágrimas que aún no la habían abandonado. Se aclaró la garganta y le peguntó:
-¿Hace mucho que vives aquí?
-Yo… Papá vino a vivir… aquí cuando murió mamá. Hace… catorce años –farfulló ella.
La prima Agustina, rabiosa, intervino.
-¿Es necesario que moleste a la muchacha? ¿Acaso no ve que está destrozada? ¡No hay tacto! Ni compasión. No señor. Yo responderé. Pregunte, joven.
-Sargento, si no le importa -replicó el policía utilizando un tono mucho más seguro. Estaba harto de que por su juventud no le tuviesen el respeto que merecía. Había sido el primero de su promoción y sólo por eso, debería infundir consideración. Pero como en todos los estamentos de la sociedad existían clases en el cuerpo de la ley. Un idiota recibía más miramiento si era hijo de policía y él, no lo era. Su padre fue un simple estibador, lo que todos considerarían un pobre miserable con un futuro, junto con el de sus hijos, tan negro como el carbón que cargaba en los barcos. Pero él acalló la boca a todos cuando fue graduado como agente. Y como tal, debía hacer un trabajo concienzudo en este caso. Sacó una libreta y un lápiz del bolsillo, y continuó con el interrogatorio.- Señora Balcells. ¿Dónde vivía su primo antes de trasladarse aquí?
-Aquí y allá. No le gustaba la rutina. Los trabajos le duraban poco. Pero cuando murió su esposa decidió aposentarse. Compró una barca y se hizo pescador. Desde entonces, nunca salió del barrio. Pero… ¿A qué viene esa pregunta?
-Usted limítese a contestar. ¿De acuerdo? Y dígame. ¿Qué hay de su esposa? ¿Puede hablarme de ella?
Agustina lo miró perpleja.
-Murió hace muchos años. No veo relación con lo acontecido.
El agente Erill la fulminó con sus ojos de miel.
-Si hay o no relación lo determinó yo, señora. Conteste, por favor.
La mujer se encogió de hombros.
-¿Qué puedo decir? Nunca la conocí. Pero por lo que me contó mi primo, María era una muchacha normal y corriente. Una criada. Mejor dicho, una fregona. Mi primo la sacó de trabajar. Se casaron y tuvieron a Joana. Un año después, el cólera se la llevó. Fin de la historia.
Erill anotó la respuesta.
-¿Está segura?
Agustina se sirvió café para ella sola, para constatar que la presencia del policía no era grata. Dio un largo sorbo y respondió:
-¿Segura de qué? No entiendo a qué se refiere, agente. ¿Qué no fuese el cólera lo que la llevó a la tumba?
-Sabe perfectamente de qué estoy hablando –replicó el policía de mala gana. Aquella mujer lo estaba sacando de quicio. Y si se contenía era por respeto a esa muchacha de aspecto frágil y ojos misteriosos como los gatos, que lo obligaban a mirarla continuamente como si se tratasen de imanes. De lo contrario, no dudaría en arrastrarla hasta la comisaría e interrogarla sin tanto miramiento.
Agustina se encogió de hombros.
-¿Tal vez qué tuviese otro pasado? ¿Qué fuese una mujer ligera? Todo es posible. No puedo asegurarlo. Nunca me contaron nada de su vida pasada. Absolutamente nada. Y eso que era de la familia. Hay cosas que una no puede llegar a entender, como la falta de confianza. Hubiese sido una ricachona o una cualquiera, me hubiese dado igual. Tengo entendido que siempre trató muy bien a mi primo. Y eso bastaba. ¿No opina cómo yo?
Él guardó su propia opinión y le preguntó:
-¿Y qué puede decirme de cómo consiguió su primo la barca? Según acaba de decirme no era precisamente un trabajador cualificado. ¿Acaso recibió dinero extra? ¿Un préstamo? ¿Una herencia?
Agustina, bruscamente, dejó la taza sobre la mesa.
-¡Y yo qué se! Era mi primo, pero no teníamos mucha relación. Y como he dicho, no me contaba mucho. Imagino que de sus ahorros o los de su mujer.
-¿Trabajando como fregona? -inquirió Erill con sarcasmo.
La mujer se impacientó.
-Mire. No sé a qué viene este interrogatorio. Pero le diré que mi familia siempre ha sido muy honrada y muy trabajadora. Por culpa del trabajo mi primo está muerto. Por otro lado, ¿cree que vivirían aquí si hubiesen tenido capital o riqueza por la generosidad de un pariente muerto?
El policía esbozó una leve sonrisa.
-Como ha dicho, no tenía mucha relación con su pariente. Cabe la posibilidad de que fuese su mujer la que recibió un legado.
-Todo es posible en esta vida. Pero le aseguro que mi primo era un tipo legal, como todos los Balcells. Ahora, con respecto a los ajenos a la familia, no respondo por ellos.
-Tengo entendido que su marido estuvo en la cárcel -le recordó él.
Ella alzó el mentón con gesto orgulloso.
-Mi Joaquín estuvo por causas políticas. Más bien por pedir justicia social y como pago a su esfuerzo por mejorar la vida de todos, me lo mataron en prisión; pues no recibió atención sanitaria. ¿Qué le parece? ¡Una inmoralidad! El delito de mi marido no fue ningún crimen. Todo lo contrario. Estoy orgullosa de su actitud. Pero claro, ustedes no pueden entenderlo. Como no les falta de nada…
Erill anotó algo en la libreta.
-Ya. ¿Tienen alguna fotografía de María?
Joana negó con la cabeza.
-¿No? -insistió el policía.
Agustina respondió por las dos.
-Ya le ha dicho la niña que no. Los pobres no estamos para reventar el dinero en cosas innecesarias y tan caras. Los fotógrafos cobran monstruosidades.
-Creo que se está contradiciendo, señora. Si su primo tuvo para comprar una barca, no le vendría gastar un poco más para poder tener un recuerdo de su mujer. ¿No le parece? -refutó el sargento.
Ella resopló. Lo apuntó con el dedo índice y dijo:
-He de decir que, no le veo el qué. Uno ya tiene memoria para recordar lo que ha visto o a sus allegados. Por lo demás, hay personas que no les gusta que le saquen fotos. Con franqueza, me está usted poniendo de los nervios. Creí que tenía intención de zanjar este desagradable accidente y nos está interrogando como si fuésemos delincuentes o cómo si ocultásemos algo. ¡Por la Virgen del Santo Rosario! ¿Qué busca? Somos una familia destrozada. Eso es todo. Claro que, si no me cree, le doy permiso para poner patas arriba esta casa. ¡Ande! ¡Remueva a su gusto! Y si encuentra un tesoro escondido, habrá tenido más suerte que nosotros, que nos hemos pasado la vida privándonos de casi todo. ¡Ver para creer! ¿Pues no cree que el dinero nos sale por las orejas? ¡Menudo tontainas!
-Señora, le ruego respeto a la ley o no tendré más remedio que detenerla por obstrucción a la justicia. Y en cuanto al registro no tengo la menor intención –mascó Erill.
Agustina inspiró con fuerza.
-Sabia decisión. Sería una pérdida de tiempo y energía; pues no encontraría nada de valor. Somos lo que ve. Pobres como las ratas. Y en estos momentos desechas por el dolor. Le ruego respete nuestro duelo, agente.
-Una pregunta más. ¿Qué puede decirme del tatuaje de su primo?
Ella levantó las cejas.
-¿Qué tatuaje? No recuerdo que mí primo llevase tatuaje alguno.
-¿Y tú? ¿Sabes cuándo se lo hizo? ¿O por qué?
Joana lo miró con ojos vacíos.
-Siempre estuvo allí. No se…
-Piensa, jovencita.
Agustina cruzó los brazos sobre el pecho y miró al policía con verdadero enfado.
-Ya está bien. ¿No le parece? Le hemos dejado claro que somos gente honrada.
-¿Usted tampoco sabe cuando se lo hizo? –insistió él.
-No –gruñó Agustina.
Él cerró la libreta y aseveró.
-Solamente cumplía con mí deber, señora. Gracias por su colaboración. Reciban mi más sincero pésame. Buenas tardes.
Hizo un leve saludo de despedida con la cabeza y se fue.
-¡Malditos polis! Siempre molestando a los inocentes; mientras los peces gordos siguen en sus poltronas cometiendo atrocidades y… ¡Muchas! –escupió Agustina en cuanto Erill cruzó la puerta.
Inmersa en la tragedia, Joana no llegó a deducir que había pasado, la razón de la presencia de ese policía en casa, ni el motivo de aquellas preguntas tan íntimas. En lo único que podía pensar era en que al día siguiente se despediría para siempre de su padre. Lo cuál no pudo hacer. Agustina se negó en redondo en dejarle ver el cadáver. Según ella, era mejor que lo recordase como era en vida y no en el estado que ahora se encontraba. En aquel momento se enojó. Fue el único estallido de vida que se asomó en ella desde el desgraciado suceso. Pero, finalmente, aceptó su consejo al comprender que estaba en lo cierto. Era preferible soñar, recordar su figura llena de vitalidad.
El día del entierro amaneció gris, acoplándose al estado de ánimo de la muchacha.
El sepelio, en la iglesia del barrio fue muy emotivo. Eso dijeron todos los presentes, pues Joana continuaba con como ausente y no escuchó ni una palabra. Como tampoco apreciar a todos aquellos que se acercaron a darle las condolencias. A pesar de ser amigos, gente del barrio, sus caras resultaron anónimas. Pero su prima le hizo notar que el agente Erill estaba en la iglesia.
-¡Será cabrón! Ni en este momento nos deja sufrir el dolor con dignidad. ¿Qué pensarán todos? –masculló mirándolo con ira.
-Nada malo, prima. Papá fue un hombre decente. Y como siempre decía, al final, lo que importa no es el tiempo vivido, sino, como se ha aprovechado –respondió Joana. Miró de reojo al policía y éste, incómodo, miró hacia otro lado.
Arriba, en la montaña de Montjuich, el viento dejaba escapar su aliento helado. El horizonte mostraba una lengua de vapor que ocultaba el mar que tanto adoró su padre. Pero en los días soleados, pensó Joana, tendría la mejor de las panorámicas. Dos cipreses enmarcando el azul eterno. Un lienzo pintado por ese Dios que ahora la estaba tratando tan mal.
Los compañeros y amigos que se reunieron para darle el último adiós al pescador, intentaban protegerse con las solapas de las raídas chaquetas. Por suerte, el tiempo fue algo misericordioso y no llovió. Las únicas gotas de aquella mañana fueron las lágrimas que algunos de los que le quisieron en vida dejaron escapar.
Cuando el sonido del ataúd siendo arrastrado dentro del nicho resonó en medio del tenso silencio, el adormecimiento en el que había caído Joana se despertó de golpe. La cruda realidad se impuso. Estaba sola. Ya no tenía protección. A partir de ahora, debería seguir adelante por sus propios medios; porque, no podía confiar en la prima Agustina. Y no se equivocó.
Capitulo 6
Tras el entierro, agotadas entraron en casa. Agustina se quitó el pañuelo de la cabeza y preparó café.
-Toma –dijo ofreciéndole una taza humeante.
Joana la miró dudosa. Su padre nunca le permitió probarlo. Consideraba que era demasiado joven.
-Ya no eres una cría. Eres toda una mujer. Mi hermana, a los quince, ya tuvo a su primer hijo. Claro que, no del modo más decente. La muy tonta se dejó engatusar por un golfo que la dejó plantada en cuanto supo que le había hinchado la panza. Aún así, salió adelante; por supuesto, con nuestra ayuda y trabajando duro. Ahora tiene un buen marido y un padre para su bastardo. ¿Entiendes a qué me refiero? Joana. Es hora de que veas la realidad como es y no como el mundo fantasioso que viviste junto a mi primo. A partir de ahora, deberás sacarte las castañas del fuego por ti misma. Y comenzarás por tomar una buena taza de café. Te aseguro que, a partir de ahora, no podrás prescindir de ellas. Es un buen estimulante cuando una se cae de sueño y seguir trabajando como una burra.
Joana aceptó que tenía razón. Él ya no estaba. Y su ausencia la había hecho crecer de un solo golpe. Acercó los labios al borde de la taza y dio un sorbo. El sabor era un tanto amargo, pero no desagradable. Imitando a su prima, se sentó ante la mesa. Agustina, con semblante circunspecto, dijo:
-Joana. Ya sé que estás agotada y muy triste. Pero las cosas han de abordarse cuanto antes y sobre todo, cuando la vida que nos espera no es precisamente un camino de rosas. Creo que es necesario hablar sobre tú futuro.
La joven aseveró sintiendo un escalofrío en la espalda. Hasta el momento, incluso estando sin vida, su padre la protegió. Pero ahora, se encontraba realmente sola; y a merced de una mujer que, la vida le había arrebatado cualquier tipo de sentimentalismo. No quería ni pensar en lo que le esperaba ahí afuera.
-Como sabes, no soy mujer de muchos recursos. Me paso el día cosiendo y el salario apenas me alcanza para sobrevivir. Dos bocas ya serían demasiado. No es que no quiera hacerme cargo de ti, por supuesto que lo haré. Cama y techo no te faltarán. Sin embargo, dadas las circunstancias, sería conveniente que te pusieses a trabajar. No puedo mantenerte como lo hacía tu padre; el cuál, perdona que te lo diga, fue muy condescendiente. Tienes quince años y muchas de tu edad, como es lo normal, llevan trabajando años. Ya sé que estás en la peluquería; aunque me supongo que el sueldo es ínfimo. No puedes conformarte con algo así. Mejor dicho, no podemos. Necesito que, al menos, puedas costearte tú comida. Es lo justo, ¿no?
No hacía falta que se lo dijera. Era consciente de ello. Y esa verdad aumentó el tormento que estaba pasando. Ya no podría realizar los planes que urdió con su padre. Unas semanas atrás, ante la evidencia de que la señora Paquita estaba perdiendo facultades, decidieron que en cuanto se retirara, montaría su propia peluquería en casa. Pero en dos semanas ya no tendría casa. Sus sueños habían quedado sepultados junto a ese ataúd. A pesar de ello, hasta que no venciese el mes, nadie podría echarla. Por lo que, dijo:
-Buscaré trabajo. Mientras, permaneceré en casa. No es que poseamos gran cosa, pero he de vaciarla y ver con que me quedo.
Su prima, conforme, asintió.
-Los muebles más aprovechables me los llevaré y los que no nos sirvan, los vendemos. En realidad, venderemos todo lo que nos sobre. No hay que tirar nada cuado las necesidades son tantas. ¿Te parece bien?
No dudó un instante en la capacidad que tenía para sacar partido de todo. Bien era cierto que se deslomaba cosiendo para otra. Sin embargo, ello no la abstuvo de buscarse la vida por su cuenta. No había trozo de hilo o de tela que se desperdiciase. Lo rescataba de la basura y con ello confeccionaba colchas que vendía a buen precio. De igual modo, pensaba sacar provecho a la desgracia acontecida. Joana estaba convencida que jamás recibiría una peseta del sueldo que obtuviese trabajando. Quedaría recompensada al proporcionarle un techo, cama y comida. Desde luego, el futuro no era prometedor.
-Como mejor veas, prima.
-Hay que sacar tajada de lo que podamos, querida. Es una lástima que la barca quedase inservible. Nos hubiesen dado un buen dineral por ella. Pero no está en nuestro destino bañaros en oro. Por el contrario, deberemos seguir moliéndonos la espalada día a día. Bueno… tú comenzarás a ello. Coser imagino que no sabes. Así que, ya veremos en qué te colocas. Estoy segura que algo encontraremos.
-Puedo buscar de mi oficio –sugirió Joana.
Agustina se levantó.
-No tenemos los utensilios necesarios, ni sitio pata montar una peluquería. Por lo demás, dudo que alguien pueda contratarte. Ese trabajo es casero o de doncellas refinadas; por otro lado, sería ruinoso. No está el panorama para ir tirando el dinero en arreglarse el pelo. Joana, La olla no ha nacido para ser sopera de porcelana. Olvídate de esas fantasías. ¡En fin! No nos preocupemos antes de tiempo… Lo siento pero no puedo quedarme ni un minuto más. Tengo muchas cosas que hacer. Y ya he faltado dos días en el trabajo. Que como es lógico, no me renumerarán. ¡Que le vamos a hacer! Todo lo que sea necesario para la familia. Te he dejado la comida hecha. Si necesitas algo, ya sabes donde encontrarme.
Por supuesto, no podía irse sin echarle en cara su pérdida de dinero.
-Con la venta lo recuperarás. Gracias por todo –dijo Joana.
Una vez a solas, Joana miró a su alrededor. Era extraño no escuchar el sonido de las páginas del periódico. Era la hora en que su padre siempre se informaba de lo que ocurría en el mundo y lo comentaba con ella. Cogió el diario que aún permanecía sobre la mesa. Era la edición del 15 de enero de 1912, el día que perdió la vida. En la portada se anunciaba el fallecimiento del capitán de artillería Don José Mas Xiqués. Su padre nunca saldría en las páginas de un diario. De nuevo se puso a llorar.
Lloró durante horas hasta que, la sensatez, probablemente heredada del viejo pescador se impuso. Cuando no hay remedio, es inútil quejarse, decía siempre. Y esa era una situación irremediable. Fue hacia los fogones y a pesar de no tener hambre, calentó la comida; obligándose a comer. Tras la cena, se metió inmediatamente en la cama. Se sentía tan cansada que, supuso que le sería imposible pegar ojo. Pero ocurrió todo lo contrario. Cayó casi en coma y no despertó hasta el mediodía. Aunque continuaba cansada. Pensó que lo estaría hasta que el dolor emocional fuese mitigándose y eso le llevaría mucho tiempo. Como también decidir que dejar atrás. Y tenía que hacerlo. La casa de la prima Agustina, por lo que recordaba, era diminuta. No podía acarrear más allá de lo imprescindible.
Haciendo un gran esfuerzo comenzó por la cocina. Sartenes, ollas y cubertería no eran dignas de ser trasladadas. Hacía años que no se habían repuesto. Los platos estaban resquebrajados o con roturas. La prima Agustina no podría sacar nada de ello. Solamente podía conservar una bandeja de porcelana pintada en oro; el único recuerdo de mamá y por supuesto, no pensaba desprenderse de ella jamás. Era el detalle lujoso que utilizaban en las grandes celebraciones. Y así lo continuaría haciendo. ¿Cuándo? Era imposible de decir, pues dudaba mucho que conmemorase algo junto a su prima. Su carácter áspero no era precisamente el más idóneo para fiestas y estaba convencida que llegó a ella en el mismo momento de su nacimiento; no a causa de las desgracias familiares.
Dejó de pensar en ello y se concentró en la tarea de elegir los enseres que quedarse. Ignoraba como tenía los muebles Agustina, pues hacía años que no había pisado su casa. Ya decidiría ella en esa cuestión. Presumió que la ropa de casa la guardarían y que la de papá, realmente escasa, tres camisas, cuatro pantalones y una chaqueta raída, sería utilizada como un negocio más. Eso le rompía el corazón. A pesar de ello, era un destino mejor que terminase en la basura. Otro hombre lleno de vitalidad se pasearía por esas calles que tanto amaba su padre, por la arena que el mar besaba.
El llanto amenazó con regresar. Lo impidió. Ya había llorado demasiado y él no soportaba verla triste. Siempre quiso que fuese feliz y lucharía por ello. Costase lo que costase, no se dejaría arrastrar al pozo oscuro por la crudeza de la vida. Como hizo él. De la nada consiguió tener una barca y convertirse en pescador. Un oficio digno, aunque no les proporcionó nada más que la subsistencia. Pero con honradez, como solía decir con orgullo.
Al pensar en ese hecho le vino a la memoria la visita del policía. En aquel momento, incapaz de fijarse en nada que no fuese su propia desgracia, apenas prestó atención. Pero como decía la señora Paquita, a veces solamente hay que rebuscar en la memoria y aparece lo que creemos que ignoramos. Y ahora era capaz de recordar cada una de sus preguntas; que por cierto, le resultaban muy extrañas. En ningún momento preguntó como había acontecido el accidente, ni cuando. Aunque, se dijo, cabía la posibilidad de que esos datos ya se los hubieran dado en comisaría. Pero a parte de eso, el interés de saber cómo consiguió la barca, le parecía fuera de lugar. No le encontraba ningún sentido. Estaba claro que eran gente pobre. Y que en ningún momento del pasado poseyeron una fortuna. Como le contó Agustina, su madre fue una fregona y su padre un trabajador cansado de ir de un empleo a otro. Claro que, por esa regla, no era lógico que alguien pudiese hacerse dueño de una barca. Y a pesar de confiar ciegamente en su padre, no pudo evitar preguntarse también cómo. Y ella misma se respondió. Pensó que pidiendo un préstamo o comprándola a plazos. Era lo más lógico y seguramente, el resultado de esas sospechas que ese sargento se empeñaba en lanzar contra su familia.
Pero lo que más le chocaba era el interés por su madre. En especial, la insistencia de si tenían alguna fotografía de ella o cuáles eran sus orígenes. Desgraciadamente, ella también los ignoraba. Papá apenas le contó nada. Algún detalle y siempre refiriéndose a la actitud que tenía ella hacia su hija. No sabía dónde había nacido, si tenía hermanos o si sus padres aún vivían. Tal vez, en algún lugar, había dos ancianos que era sus abuelos. Pero eso, jamás lograría saberlo. Su padre era parco en hablar del pasado y en especial, de la familia. Probablemente, por la sencilla razón de que no se llevase bien con ella. Conocía a muchos que habían roto los lazos sanguíneos. La familia era un bien preciado, pero a veces, causa de grandes conflictos.
Dejó de pensar en ello. Lo que no necesitaba en esos momentos era aportar más problemas a los que ya tenía. Era tiempo de mirar hacia el futuro y armándose de valor, entró en la habitación de su padre.
Sobre la mesita permanecía el periódico que leyó su padre la última noche que pasó con vida. En la silla, la camisa que, debido a lo ocurrido no lavó. Se acercó lentamente y la cogió. Se la llevó a la cara e inspiró. El olor al masaje que utilizaba tras el afeitado aún permanecía en ella.
Fue un error. Se derrumbó. Sollozando con desesperación se tiró sobre la cama y permitió que los estertores del dolor se liberasen durante más de una hora. Y cuando ya no quedaron más lágrimas, los demonios que le impedían avanzar fueron exorcizados. Determinada, se levantó. Abrió el armario y apiló la ropa junto a los zapatos para que Agustina hiciese con ella lo que considerase más oportuno. Al fin y al cabo, se dijo, solamente eran cosas materiales. Su padre siempre permanecería en su memoria y en su corazón.
Capitulo 7
La ingrata tarea, con tan irrisorias pertenencias, quedó concluida en apenas quince minutos, y el armario vacío. Pero no. En el estante superior había una caja apenas visible debido a la oscuridad. Cogió una silla y la bajó. Era de simple cartón y no muy grande. Apartó la tapa. No había mucho. Una hoja periódico del día 14 de mayo de 1910. ¿Por qué lo conservaba? Se cuestionó. No había ninguna noticia. Solamente había anuncios publicitarios, de espectáculos y de los bailes populares.
Dobló de nuevo el diario y cogió un pañuelo de hilo bordado que, seguramente, perteneció a su madre. Se lo llevó a la nariz. Ya no conservaba ningún aroma. Lo observó de nuevo. Era de hilo delicado y los trazos de la aguja perfectos. Un trofeo para alguien de su condición. Y ese pensamiento, la llevó de nuevo a las preguntas de ese joven policía. ¿Tal vez su madre escondía un pasado oscuro? Apartó esa idea en el mismo instante de concebirla. Si fue una fregona, tal vez, en un momento de debilidad, se apropió de algo que no era suyo. Y no podía culparla por ello. Un simple pañuelo no significaba nada para alguien que podía tenerlo todo y si un punto de lujo en un mundo lleno de oscuridad.
Dejó el pañuelo sobre la cama y extrajo un boleto. Era del cine El Gran Kursaal; del día de su inauguración. También había un diente diminuto; que sospechó, fue el primero que perdió ella. Otra de las cosas era un aro de plata, tan ennegrecido por los años que, era imposible distinguir la inscripción interior. De todos modos, presumió que era el anillo de bodas de su madre. En un papel doblado, apareció una rosa seca. Eran recuerdos muy íntimos y que significaban hechos importantes para su padre. Lo que le extrañó fue la importancia que debió tener esa diminuta llave unida a una pequeña cadena que, por su forma, no pertenecía a la casa. En un acto irreflexivo se la colgó al cuello, del mismo modo que si se tratase de una medalla.
Hurgó de nuevo en la caja sin encontrar nada más. O eso creyó hasta que la volteó. Cayó una fotografía. Lentamente la invirtió. Era la imagen de una mujer de cabellos dorados, de hermoso rostro, ataviada con un vestido maravilloso. Era imposible deducir el color. Aunque sí era claro. Parecía seda recubierta por finas plumas vaporosas y sobre el acusado escote, lucía un collar de piedras claras; tal vez diamantes a juego con una tiara que lucía entre sus perfectos rizos.
Se preguntó quién sería; pues su madre no era, ya que, por la descripción que siempre tuvo, sus cabellos eran negros como los de ella. Y era extraño que su padre la hubiese guardado entre los recuerdos familiares. Era una duda que, juzgó jamás llegaría a esclarecer. Era improbable que la prima Agustina tuviese conocimiento de la identidad de la misteriosa dama.
Dejó de nuevo cada una de las cosas en la caja y la dejó sobre la cama. Tenía otros asuntos más importantes que resolver.
Lo primero que hizo fue acudir a la cofradía de pescadores. Tal como le dijo Bruno, recibió una cantidad de dinero como compensación por los años que su padre perteneció en la cofradía. Pero ni con ella ni con lo poco que recibía de doña Paquita, no le alcanzaría para el alquiler de tres meses. Por lo que, debería aceptar la forzada gratitud de su prima. Aunque, hasta dentro de dos semanas podría permanecer en la casa y poder costearse la comida. Tiempo que podría emplear para encontrar algún trabajo que la liberase de la condena de vivir bajo la tiranía de Agustina.
Se puso a ello enseguida. Pero tras dos días de recorrer el barrio, descubrió que nadie necesitaba una criada o dependienta, y lo último que quería era, por la memoria de su padre, terminar en una fábrica.
-Mal lo tienes, querida. Aquí lo que todos buscan es otro empleo a añadir al que ya tienen. Como no vayas a donde los ricachones. Y eso, es una quimera. Buscan gente con referencias y tú, por desgracia, no tienes ninguna. Como tampoco estudios ni oficio –le dijo Eugenia, la dueña del colmado.
-Sé peinar –refutó Joana.
-¿Y eso de qué sirve? Es un trabajo, que al menos, en esta zona, no da ni para comer medio mes. Es mejor que bajes a la tierra y acepta la hospitalidad de tu prima. Por muy oscuro que sea el agujero, siempre te protegerá de la lluvia. Al menos, no pasarás ni hambre ni frío.
Joana no tuvo más remedio que darle la razón. Sus sueños eran imposibles. Pero hasta que la condena llegase, continuó acudiendo a la peluquería.
-Te acogería gustosa. Sin embargo, sabes que no nado en la abundancia y que mis dedos ya no son los de antes. Aunque me sustituyeses, no podríamos sustentarnos las dos. Es una lástima que tengas que renunciar el oficio. Aunque, te prohíbo que dejes de practicar. Nunca se sabe. Eres una verdadera artista –le dijo doña Paquita.
En otro tiempo, aquél halago, la hubiese hecho saltar y gritar de alegría. Pero no tenía ánimo para ver nada positivo. Su padre había muerto, la casa que siempre conoció pasaría a ser de otros y el futuro como peluquera se estaba esfumando por momentos. La única visión que tenía del futuro era una niebla gris y espesa, y con el presentimiento de que si lograba traspasarla, solamente encontraría desolación.
-Como se dice, los sueños se acaban cuando entra la luz del sol. Ahora soy una mujer y debo pensar como tal –musitó Joana.
Doña Paquita le lanzó una mirada de enojo.
-Que tengas que dejar de peinar en estos momentos, no significa que puedas dedicarte a ello más adelante. La vida es como un sembrado. Unas veces la cosecha es espléndida y otras, los elementos la destruye. Sin embargo, siempre queda la tierra donde poder volver a plantar.
-Sabe que a los pobres no nos dan demasiadas oportunidades y ahora sé que, deberé trabajar miserablemente el resto de mi vida. Y el sueldo no dará para poder independizarme de mi prima y mucho menos montar una peluquería –respondió Joana sin apenas voz.
La vieja peluquera le acarició el cabello.
-No hables así. Querida, nunca se sabe. La vida da muchas vueltas. No todos los que tienen grandes posesiones nacieron en la abundancia. ¿Por qué no pensar que tú puedes llegar muy lejos? Joana. Lo último que debes hacer es perder la esperanza. ¿Me oyes? Una persona debe tener ambiciones y sin esa fe, seguramente no logrará alcanzarlas. Tú has demostrado ser fuerte. No te has quedado en un rincón tras la muerte de tú padre. Has pateado cada calle del barrio buscándote la vida.
-Y he vuelto con las manos vacías –apuntilló Joana.
Doña Paquita sonrió con ternura.
-A veces hay escasez de peces, pero el tiempo vuelve a llenar las aguas. Más adelante, cuando estés aposentada en tú nueva vida, puedes intentarlo en otro lugar y tal vez, la suerte te sonría. Tienes talento, chiquilla. No debes desperdiciarlo. Es un don divino.
-Pero la suerte, en muchas ocasiones, pierde la fe –refunfuñó Joana.
-En esa situación, debes recordar que eres especial y que no te conformas con el destino que otros te han impuesto. Debes buscar el tuyo propio. ¿Me prometes que lo harás?
Joana aseveró para zanjar la cuestión. Doña Paquita no llegaba a comprender que un pez nunca podría tener alas. Se despidió y regresó a la soledad de la que aún podía considerar su casa. Nadie podía imaginar como se le rompía el corazón ante la gran ausencia del hombre que, a pesar de sus largos silencios, llenaba su vida. Ya no tenía a nadie a quién hacer confidencias. Ahora debía tragarse la pena y las lágrimas, porque no tenía un hombro sobre el que llorar. Debía ser fuerte, como le aconsejó su maestra. Su padre también le habría dicho lo mismo. Él nunca se rindió ante la adversidad. Ni cuando murió su querida esposa, ni cuando el accidente lo dejó cojo. Continuó viviendo, yendo a faenar, cuidando de su pequeña. Y lo hizo solo, sin pedir ayuda. Ella debía hacer lo mismo. Iría con su prima, pero no claudicaría a permanecer bajo su sombra. Sin embargo, no lo conseguiría permaneciendo en la indolencia o recreándose en el dolor. Era hora de lavarse la cara, ponerse su mejor vestido y salir con la cabeza bien alta. Demostrarle a la vida que no pudo doblegarla.
-Cielo. Sabes que siempre me tendrás. Si necesitas algo, sea lo que sea, ven a verme. Haré lo que pueda para ayudarte. Por mi parte, no se si por la tuya, te he tomado mucho aprecio en estos años. Así que, ya sabes, tienes una amiga en esta casa –le aseguró la peluquera.
Joana la abrazó con fuerza.
-Lo sé.
-Y recuerda que, la caída puede ser muy profunda, pero cuando se llega al fondo es el momento de aferrarse a las paredes y subir. Sé que el tiempo se enamorará de ti y te ofrecerá sus mejores regalos. No tengo la menor duda.
Joana, por supuesto, no pensaba igual.
Capitulo 8
Joana, durante las semanas que permaneció en casa, apenas salió a la calle; puesto que, cada rincón le recordaba a su padre, a las cosas que hicieron juntos y el dolor aún se acrecentaba más.
Por fortuna, en esos días, los que siempre consideró sus amigos no la defraudaron. Doña Paquita acudía a comprobar si se alimentaba bien y como no confiaba, le traía guisos y algún que otro dulce. Manolito para intentar sacarle una sonrisa; lo cual era bastante difícil. ¿Cómo hacer brillar a un diamante enterrado en las profundidades de un pozo? Y así era como se encontraba Joana. Pero Manolito, emperrado en demostrar el arte que le recorría por las venas, no cejó en su empeño. Harto de que Joana ni tan siquiera moviese la boca para esbozar una sencilla sonrisa, una tarde se juró que conseguiría hacerla estallar en grandes carcajadas. Así que, se trajo todas las armas que poseía.
-Hoy vas a ser testigo del espectáculo que llevo preparando durante meses y quiero que me des tú más sincera opinión. ¿De acuerdo? Voy a la habitación a cambiarme.
Joana aseveró sin mucho entusiasmo. Sin embargo, abandonó el letargo al ver a Manolito. Se había maquillado el rostro. Polvos de arroz, colorete, sombra de ojos y un escandaloso pintalabios de color rojo intenso, confiriéndole un aspecto nada esperpéntico; por el contrario, muy femenino. En realidad, podría haberse confundido con una chica de verdad. El chaval era muy agraciado y de esa guisa, aún estaba más atractivo. Además, el vestido era digno de una cupletista.
Manolito adquirió una pose de seriedad y comenzó a entonar una copla de letra un tanto picante, adornándola con gestos atrevidos con una seguridad pasmosa. Y lo cierto era que, no lo hacia nada mal. Al contrario, muy bien, según su modesta opinión; pues nunca había acudido a un teatro. Y a pesar del dolor, de la ausencia que envolvía últimamente su voluntad, Manolito consiguió que, con la letra picante del cuplé, durante esos minutos se olvidase de todo.
-¿Qué te parece? –sonrió el aspirante a artista.
Joana rompió a aplaudir con entusiasmo. Sin embargo, no se abstuvo de hacer algunas observaciones.
-Me pareces un gran artista. Pero… el pelo. La peluca no está que digamos muy bien. Y el peinado podría estar mucho mejor.
-Eso puede arreglarse. Tengo entendido que eres una gran artista de los cabellos. ¿Por qué no intentas mejorar este estropajo? –le propuso su amigo.
-No se…
-¡Vamos, mujer!
Ella, finalmente, cedió. Tomó los útiles que guardaba en una cajita. Lo hizo sentar y comenzó a cepillar el cabello. Era de un tono casi dorado y tan largo que le llegaba hasta casi la cintura. Muy parecido al de la mujer de la foto. Hermoso, pero con una gran diferencia, pues el de la peluca era lánguido. Necesitaba un buen rizado y los cilindros no harían gran cosa. Optó por pedir las pinzas a doña Paquita. Con ellas en la mano, mientras las calentaba en el carbón, observó el cabello con aire circunspecto. Imaginó el moldeado, las formas.
-¡Joder! Casi asustas –bromeó Manolito al ver su seriedad.
-Estas cosas deben meditarse antes de ponerse a ello o puedes hacer un desastre. Y no soporto las chapuzas. Es un cabello magnífico y puede quedar sublime si veo las formas –replicó ella.
Él canturreó por lo bajo mientras Joana continuaba meditando que hacer. De repente, inspiró con fuerza y aferró el peine. Separó parte del cabello hacia arriba, lo sujetó con un prendedor, tomó las pinzas ya calientes y comenzó a rizar.
-Ten cuidado. Me costó un dineral –le pidió Manolito mirándola con aprensión.
Ella no contestó y siguió concentrada, moldeando los cabellos rubios como el trigo. Y tras media hora, dio por terminado el trabajo.
-¿Y bien? –preguntó entregándole un espejo.
Él se contempló. Como por arte de magia, la languidez había dado paso a una espectacular melena ondulada, dándole un nuevo aspecto, más sofisticado, más elegante. Y lo más asombroso de todo era que, ni un pelo chamuscado.
-¡Jesús! ¡Eres una artista! Estoy perfecto. Ahora sí me darán el trabajo.
-¿Qué trabajo? –quiso saber Joana.
-Tengo intención de que me vea un productor artístico –contestó Manolito sin dejar de mirar su reflejo.
-¿Lo saben tus padres?
Él carraspeó.
-Bueno… No exactamente. En realidad, no tienen la menor idea. Pero si me contratan, deberán aceptarlo.
-Ellos esperan que sigas con el negocio. Además, estarás de acuerdo conmigo que ser una estrella ya es bastante aceptado por nuestros mayores. No se ve un oficio tan indecente. Sin embargo, lo tuyo… Reconocerás que ya sería un mazazo revelarles lo que sientes realmente y si encima te ven sobre un escenario de esta guisa…
Manolito resopló.
-El que te rechacen por ser diferente no es una cuestión moral, es miedo a lo desconocido; pues puede que ello te lleve a replantearte toda tu existencia. Soy así. Y no cambiaré. Será mejor que me acepten de una vez. Joana, desde niño he deseado estar entre las candilejas, cantando y vistiendo como ahora. Y te aseguro que no cejaré en el empeño. Al igual que tú por ser peluquera. Además, nos merecemos triunfar. Somos muy buenos con lo que hacemos. ¿No?
-El destino es el que nos impone –musitó ella.
-¡Pamplinas! El destino se lo forja uno. Así que, yo no me rendiré y espero que tú tampoco –refutó él. Volvió a mirarse con orgullo en el espejo y exclamó: ¡Por Dios, chica! Me has dejado como si fuese una muñeca de porcelana. Es una lástima que tenga que quitarme la peluca. ¡En fin! Ya llegará el día que pueda exhibirme como me de la real gama. Debo irme. Mi padre estará lanzando juramentos. Es la hora de mayor afluencia de parroquianos. ¡Ah! Y prometo que nadie tocará este cabello a parte de ti.
-No se si podré. He de dejar la casa dentro de tres días e ir con mi prima, y trabajar en lo que me salga –dijo Joana con tono decaído.
-Seguro que encuentras un lugar donde peinar. Eres realmente buena –dijo Manolito entrando en la habitación.
Joana no lo creía. Por regla general, las peluqueras ejercían en casa y no empleaban a ninguna ayudante. Y ella no tenía el capital necesario para montar su propio negocio.
Manolito regresó vestido como una persona normal, como diría la mayoría de los mortales y se despidió.
Ella dibujó una media sonrisa. Manolito le había demostrado que era tenaz y estaba convencida de que no pararía hasta lograr su sueño y si no lo lograba, por lo menos, le quedaría el orgullo de no haber caído en la rendición. ¿Y ella? ¿Ya se había dado por vencida? Lo cierto era que, a pesar de las apariencias, él lo tenía mucho más fácil. Teatros habían muchos, pero peluquerías, no tenia noticia de ninguna. Era un oficio casero y no tenía los medios necesarios. Un capital que no lograría bajo la tutela de su prima. Debería independizarse y eso, era prácticamente imposible.
Soltó un hondo suspiro para alejar los pensamientos aciagos y se hizo café. Poco a poco se había acostumbrado a él y ahora era una de sus bebidas predilectas. Se sentó y dando un largo sorbo miró a su alrededor. Para alguien ajeno al barrio la casa le parecería miserable. Tanto por su pequeñez cómo por lo que contenía. A lo que debía añadirse las paredes oscurecidas por los años sin darle una capa de pintura. No es que su padre fuese uno de esos hombres dejados con las cosas de la casa. Sencillamente, consideraba que no siendo suya, el dinero invertido en ella era tirarlo a la basura. El casero, sin previo aviso, podía echarlos cuando se les antojase. Era una actitud bastante corriente en el barrio. Por unas miserables pesetas uno podía verse en la calle. Los últimos perjudicados fueron los Martínez. De la noche a la mañana se encontraron con los pocos trastos que poseían sin casa ni techo dónde cobijarse. Afortunadamente, el barrio solía ser solidario y procuraban darles asilo mientras encontraban un nuevo hogar. Sus circunstancias eran distintas, pero se sentía una desahuciada. Echada por la crueldad de la vida. No volvería a tener un verdadero hogar. Y debería aceptarlo de una vez. No podía seguir quejándose. La vida se había empeñado en mantenerla en este mundo y le plantaría cara. Sí señor.
Terminó el café y salió. El día era espléndido. Ni una nube. La cercanía de la primavera ya se notaba. Y determinada a renacer para luchar contra las adversidades que se presentaban, se encaminó hacia la playa. Saludó al señor Faustino que, como siempre, hacia los estropajos en el umbral de la puerta, para no perder detalle de lo que acontecía. La vida callejera suplía la soledad que siempre lo envolvió. Nunca nadie supo porque no se casó o si tenía familia y él jamás esclareció el misterio. Decía que la vida era como esos hilos de esparto que se unían, se enredaban y se gastaban con el uso, sin que nadie hubiese sido capaz de desenmarañarlo. Él guardaba en el cuarto oscuro su intimidad, lo mismo que su padre guardó la suya.
Faustino inclinó levemente la cabeza, mostrando un rictus de condolencia. Ella le correspondió del mismo modo y continuó hacia su destino. Uno tras otro, los vecinos que se cruzaron, le dedicaron sonrisas de apoyo. Quién más y quién menos, había pasado por una pérdida familiar y comprendían por lo que estaba pasando.
Los ajenos a toda tragedia eran los niños que corrían tras la pelota y las chiquillas que pegaban saltos sobre la rayuela. No pudo evitar una sonrisa al recordar su propia infancia. Una época que, al igual que su progenitor, había muerto. Ahora se daba cuenta de que hacía meses apenas veía a sus compañeros de juegos. La diversión había dado paso a las obligaciones. A muchos de ellos, ya hacía años. Eulalia, desde los once, trabajaba en una fábrica de corcho. Se pasaba el día empaquetando tapones. Ramiro en un taller de vidrio. Su extrema delgadez aún estaba más acentuada debido al calor de los hornos. Paquito trabajaba en la construcción. El segundo día en la obra, se rompió un dedo. Todos los de la pandilla eran ahora unos adultos prematuros. A ella le había llegado su hora.
Al alcanzar la playa se quitó los zapatos y se sentó. No estaba muy concurrida. Algunos niños jugando y varias mujeres de pescadores reparando las redes. Solamente la señora Visitación estaba confeccionando una. Se requería gran presteza para ello y ella era especialista. Sus dedos entrelazaban el hilo de cáñamo con rapidez, con esa pericia del que lleva haciendo el mismo trabajo durante años. Y así era. No sabía que edad podía tener la mujer, pero calculaba que por lo menos setenta y cinco; y de estos años, sesenta los había pasado en la playa con las redes. Su padre siempre utilizó las que ella fabricaba. Decía que eran resistentes y con la suficiente suavidad para no dañar los peces. Aseguraba que por la magia de sus dedos.
El recuerdo de su progenitor la puso de nuevo triste. Pero al instante apartó ese sentimiento. Como él decía, uno siempre debía recordar los buenos momentos, para así atrapar la felicidad de esos instantes una vez más. Y pensó en todos aquellos que realmente se sintió la niña más dichosa del mundo. Y el más nítido fue la noche que recibió a Ángel.
Capitulo 9
Pero los recuerdos y la realidad, en la mayoría de ocasiones, no eran compatibles; como comprobó cuando recibió de nuevo la visita de Agustina para preparar su marcha del único hogar que había tenido. Eligieron los enseres y muebles que quedarse y cuáles vender.
Por supuesto, no recibió ni una peseta. Agustina arguyó que era un anticipo de los gastos que iba a causarle; pues aún no había encontrado un trabajo digno para ella.
-La cosa está muy mal. Mi patrona no necesita a nadie en el taller. No hay ni un puesto en las fábricas y como fregona menos, ninguna mujer está dispuesta a dar lo poco que le queda, y prefieren hacer las tareas ellas mismas. Claro que, tú también puedes buscar en otro lado. No tienes mala pinta. Ataviada con un delantal y una cofia darías el pego. Pareces mayor. Puede que, arriba de la plaza Cataluña te cojan como sirvienta. ¿Qué te parece? –le dijo su prima anudando el pañuelo donde trasladaría la escasa ropa y enseres que poseía Joana.
-Claro, prima –susurró ella mirando a su alrededor, procurando no llorar. Nadie debía adivinar que era débil. Los débiles jamás salían del agujero.
Agustina le entregó el hatillo y dijo:
-Como dice un refrán, de no se donde, añorar el pasado es correr tras el viento. Es hora de que mires hacia adelante. Bien. Creo que está todo. ¿Lista?
Su prima cogió la muñeca que permanecía en un rincón, como si estuviese castigada por haberle dado falsas esperanzas. Aferró la caja de cartón donde permanecían los objetos más queridos por su padre, junto a la bandeja de porcelana y echó una última ojeada al lugar donde creció, donde pasó los años más felices de su vida y que imaginaba, nunca regresarían. Lo que le esperaba no era precisamente el paraíso; todo lo contrario. Pero como se juró, no se dejaría vencer. Saldría de esta. Dio media vuelta y abrió la puerta. Cedió el paso a Agustina y sin mirar atrás, cerró.
La calle, a pesar de la hora temprana, estaba muy viva. Las mujeres de algunos pescadores pregonaban su mercancía. Desde los balcones, descendían las cestas atadas en una cuerda. En su interior el importe acordado, que era recogido con presteza por la vendedora, dejando las sardinas o el pescado de ese día, que era de nuevo alzado hacia el cielo. A toda esa algarabía, se unía la voz del afilador. La rueda de piedra rodaba lanzando chispas al contacto con el cuchillo.
Joana dejó esas imágenes y esos sonidos atrás; al igual que la vida que llevó hasta entonces. Debía comenzar a pensar en el futuro.
Agustina vivía en la calle Baluart, junto a la taberna La Cova Fumada. En varias ocasiones estuvo con su padre degustando las afamadas Bombas. Una especialidad de patata aderezada con una salsa picante, que los bromistas llamaban de macho y a la más suave, de maricones. Aún podía recordar la primera vez que tomó una. Sus ojos se llenaron de lágrimas ante el picor y también de vergüenza ante las carcajadas de los presentes. Pero no se amedrentó y no dejó ni un solo pedazo.
-¡Esa es mi chica! –exclamó su padre alzando el mentón con orgullo. Los demás aseveraron para mostrarle su respeto.
Joana sacudió la cabeza para apartar esos recuerdos. No era momento para volver a caer en la pena. Era hora de enfrentarse al futuro y debía afrontarlo con todos los sentidos intactos.
Lo primero que percibió al entrar dentro del edificio fue un escalofrío. La última vez que estuvo fue a la edad de seis años y no lo recordaba en absoluto.
Agustina, en un intento de paliar la mala impresión que su prima le causó el edificio, dijo:
-No es el Ritz, pero hay otros que no tienen ni techo donde refugiarse. Los vecinos no son muy molestos. En el primer piso vive Dominga, una vieja rodeada de gatos. Ignacio es su vecino, un hombre que apenas sale a la calle y que solamente le hemos oído pronunciar los buenos días. Resulta un tanto misterioso. Nadie sabe en qué trabaja o si tiene familia. En la segunda planta están los Puchol. Un matrimonio con cinco hijos que pasan muchos apuros. Las criaturas van con los zapatos agujereados y están tan esqueléticos que parecen transparentes. Lo que yo digo. Si no puedes mantenerte a ti mismo, no traigas más bocas que alimentar. ¿Verdad? La otra puerta pertenece a una pelandrusca. Una mujer de mal vivir. Nunca hables con ella. ¿De acuerdo? Tampoco tengas muchos tratos con nuestros vecinos. Son dos muchachos que no… ¡En fin! Que no son trigo limpio. Ya me entiendes. Ni novias, ni chicas… ¡Hemos llegado!
Abrió la puerta. Allí tampoco se habían hecho reformas en años, se dijo Joana. Apenas había luz. Una única ventana daba al exterior y era la del comedor, amueblado con una mesa de apenas un metro cuadrado, dos sillas y un aparador. El único motivo de decoración era un cuadro. El tema era un simple ramo de flores, que debido al tiempo transcurrido y a los años de polvo, habían perdido su esplendor. En realidad, todo lo que había a su alrededor se encontraba en el mismo estado. La cocina ennegrecida y llena de grasa, y las dos habitaciones, tan diminutas que simplemente cabía la cama y una silla. Como armario, una simple cuerda de donde colgaban cuatro escasos vestidos. El inodoro era un simple hueco entre dos columnas, cuya privacidad era lograda por una simple cortina. No es que la casa que había abandonado fuese una mansión, pensó Joana, pero este piso era como estar viviendo en una cueva.
-No es gran cosa y está un poco dejado. Pero una no está para ir tirando los cuartos en algo que no es suyo. Bastante tiene una con subsistir. ¿No te parece? Además, me paso el día fuera cosiendo como una loca y cuando llego, no tengo ganas de nada. Mis huesos ya están molidos. Pero ahora, eso cambiará. Como no trabajas, podrás encargarte de todo esto. ¿Verdad? –se excusó Agustina.
-Por supuesto, prima –dijo Joana dejando el hatillo sobre la cama, que no era otra que la suya. Uno de los pocos muebles que recuperó, junto a las dos sillas y la cajonera que ahora estaban en el comedor. No pensaba hacerlo por gratitud; más bien porque no soportaba vivir entre la porquería. Situación que comenzaría a remediar al día siguiente.
Esa noche apenas durmió, a pesar de hacerlo sobre su propia cama. El entorno le era hostil. Las sombras se empeñaban en traerle fantasmas; del mismo modo que cuando era niña, aterrorizándola. Pero éstos eran distintos. Hablaban de un futuro incierto y doloroso.
Al día siguiente, tras tomar un frugal desayuno compuesto por un vaso de leche y un trozo de pan duro, y de que su prima saliese hacia el trabajo, se dispuso a limpiar. Comenzó por la cocina. Mucho no podía hacer, puesto que, las paredes eran imposibles de blanquear. Lo intentó con el pequeño mármol que servía de mesa de trabajo. Fregó con ahínco hasta conseguir que la capa de años de mugre casi desapareciera por completo. Continuó presentando un aspecto lastimoso, pero al menos estaba limpio. Prosiguió con la fresquera y después con el suelo.
Cuatro horas después, agotada, miró satisfecha lo conseguido y se dispuso a hacer la comida. Un simple potaje de arroz con patatas; pues no había nada más en la despensa y su prima no le había indicado que debía ir a comprar. Y por supuesto, no pensaba gastar ni un céntimo del dinero que le entregaron en la cofradía. Agustina ya se había llevado un buen pellizco con las ventas de sus cosas.
A la hora acordada, Agustina llegó.
-¡Jesús! Tengo la espalda que me cruje. Esa perra acabará con nosotras. Pero… ¡Así es la vida! Unos con el mazo y los otros recibiendo. ¿Está lista la comida? Apenas tengo media hora -dijo. Joana sirvió el potaje y su prima lo cató -.No está mal. Veo que sabes cocinar. ¿Y qué más has hecho hoy?
-Adecentar la cocina.
Agustina limpió el plato con un pedazo de pan y dijo:
-No te entretengas demasiado en esas simplezas. Tienes una labor más importante que hacer y es salir a buscar un trabajo.
-¿Comida no? No queda nada en la despensa -sugirió Joana.
-En esta casa se aprovecha todo. Cenaremos el potaje que ha sobrado. Mañana ya irás al colmado -refutó Agustina. Se levantó y regresó al trabajo. Joana, a pesar de querer infundirse ánimos, le fue imposible. No solamente la casa estaba sumida entre tinieblas, la postura de su prima ante la vida también caminaba por ellas. A pesar de alardear de que había vencido cada una de las adversidades, no era así. Se había rendido y se prometió una vez más que ella no caería en ese error. Así que, abandonó la idea de seguir con la limpieza y salió a la calle.
Necesitaba sentir el sol, disfrutar de la luz que la casa le impedía, hablar con alguien que infundase esperanza.
Sus pasos la llevaron hasta su antigua calle. Se detuvo ante la vivienda en la que creció. La ventana estaba abierta. Una nueva familia reía alrededor de la mesa. No pudo evitar la rabia, el resentimiento hacia la vida que le había arrebatado un futuro lleno de amor, de luz, de esperanza. Se tragó las lágrimas. Dio media vuelta y caminó sin rumbo fijo, sin poder evitar las laceraciones del corazón que le recordaban la tragedia en la que vivía. Y al llegar a la playa, se dejó caer como si fuese una muñeca de trapo. Sus ojos grises se clavaron en ese mar de un modo distinto al que siempre había hecho. Ya no era hermoso, ni amable. Era el monstruo que engulló al ser que más quería, que más necesitaba. Lo odiaba con todas sus fuerzas. Y las risas que antaño dejó escapar, del mismo modo que lo hacía el grupo de niños jugando con las olas, un acto vergonzoso por no comprender que estaba entregando su amor al ser más traidor que existía. Su tempestad la sacó del sueño en el que estaba sumida para traerla a la realidad, a una lucidez dolorosa que borró a la niña obligándola a una madurez prematura. Y no se sentía preparada. Aún no. Pero no le quedaba más remedio que caminar; aunque fuese a trompicones.
Se levantó y desanduvo los pasos dados. En su deambular se cruzó con Arturo, que como siempre, se encontraba apoyado en la pared llevándose al gaznate el contenido de una botella de vino barato. Y se preguntó, por primera vez, que hecho lo había llevado a convertirse en un despojo humano. Tal vez un desengaño amoroso, la ruina o sencillamente, la debilidad de un ser sin voluntad que se había dejado vencer. Y ella, pensó, es lo que estaba haciendo en ese preciso momento. No tenía la menor idea de que le deparaba el futuro y éste, podía ser prometedor. No era sensato adoptar el pesimismo. Como decía su padre, es mejor encender una cerilla que andar por la oscuridad. La suerte podía estar a la vuelta de la esquina.
Eso pensó Agustina al día siguiente cuando la vieja Hipólita estiró la pata. No es que les hubiese unido una gran amistad, pero veinte años codo a codo hacían mella incluso en los corazones endurecidos y lamentaba su muerte, por supuesto. Sin embargo, la realidad debía imponerse y ésta no era otra cosa que contento por poder colocar a su prima. Un doble sueldo sería fantástico para la bolsa que apenas pudo llenar cara a la vejez. Y no esperó a que se enfriase el cadáver de la pobre Hipólita para pedir el puesto para Joana. Ni tan siquiera fue cuestionada le demanda. Trabajo atrasado y el que estaba a punto de llegar fueron avales suficientes para doña Encarnación.
Y con un inusitado optimismo comunicó a su prima la buena nueva. Ella argumentó que no tenía la menor idea de costura.
-No importa. Tú trabajo se limitará a planchar; lo cuál debes saber hacer, ¿no? Pues, no se hable más. Mañana comienzas –dijo Agustina.
A las siete en punto, las dos mujeres entraban en el taller de doña Encarnación. A Joana se le cayó el alma a los pies al ver el local. Un sótano húmedo, sin apenas luz y de proporciones ridículas. Las modistas, de edades parecidas a la de Agustina, tenían la mesa bajo la única ventana. La de la plancha se encontraba tras ellas; de este modo, la poca luz la alcanzaba. La ropa se apilaba sobre una silla; puesto que, no había más espacio para un mueble más adecuado.
La costurera, mujer oronda y de estatura casi rozando el enanismo, analizó a Joana de arriba hacia abajo con sus ojillos casi inexistentes debido a las arrugas que los bordeaban. La muchacha le pareció un tanto endeble. No estaba segura de que soportaría las horas de plancha. A pesar de ello, no perdía nada con probarla. Además, no sería justo para Agustina, tras treinta años en el taller, negarle ese favor.
-Imagino que tú serás Joana.
Ella musitó un simple sí.
-Como le dije es joven, bien dispuesta, callada y nada dada a los chismes. Por otro lado, a parte de mí, no tiene a nadie en este mundo y le urge trabajar. No dude que pondrá empeño en sacar adelante la tarea. Sólo llegar a mí casa la ha puesto patas arriba y la ha dejado como los chorros del oro -dijo Agustina.
La señora Encarna levantó las cejas, como indicando que si no había otro remedio, debería quedársela.
-Lo hago por caridad. Pero eso no significa que tenga el puesto asegurado. La tendré a prueba unas semanas y si no cumple, puerta. No puedo permitirme atrasos ni dilapidar las pesetas en gente que no tiene valía -sentenció. Era una estrategia que siempre le funcionó. Nadie se jugaba el trabajo y eso le permitía exprimirlas al máximo.
-Si no es de su agrado, no tenga en cuenta que se trata de un familiar mío. Comprenderé que lo hace por el bien del negocio -aceptó Agustina.
-Y harás bien. No soporto reproches que no tienen causa. Joana, estas son Serafina, María y Celestina. Y hechas las presentaciones, a trabajar. El tiempo es oro -ordenó Encarna.
Todas obedecieron y Joana aguardó instrucciones.
-Como te habrá dicho tú prima, serás la encargada de la plancha. Pero mientras no tengas nada, barrerás, enhebrarás las agujas, quitarás hilos y saldrás a por mis encargos. ¿De acuerdo? Pero hoy solo plancha. Enciende el carbón.
Durante el resto de la jornada permaneció de pie, soportando el calor de la plancha, sintiendo como, a pesar de que el tiempo era aún fresco, el sudor empañaba cada milímetro de su cuerpo, aguantando las instrucciones impacientes de doña Encarna, temiendo a cada instante no quemar la ropa. Fue tal la tensión que, cuando llegó a casa, ni tan siquiera pasó por la mesa y se metió en la cama; sin poder evitar que el llanto surgiera desgarrador al pensar que si el resto de su vida iba a ser así, prefería reunirse con su padre.
En la soledad de la noche lloró con amargura al sentir como un terrible vacío se adueñaba de ella. El refugio dónde los sueños habían anidado, ahora no era más que un manojo de ramas rotas incapaz de sostener la esperanza. Por mucho empeño que estuviese poniendo, las circunstancias eran un obstáculo difícil de vencer. ¿Cómo aceptar qué los planes creados a base de paciencia, de aprendizaje, se volatizasen como si fuesen humo? Trabajó hasta la extenuación para llegar a ser una peluquera perfecta. ¿Y qué obtuvo a cambio? Un futuro más oscuro que ese miserable taller. De nada servía esforzarse, ni ser alguien de bien. La vida te pagaba con la peor de las monedas. A su padre con una muerte anticipada y cruel; y a ella, sepultándola bajo el yugo de una mujer egoísta que ignoraba sus anhelos. Y lo peor de todo era que, no podía hacer nada para liberarse. No era más que una desdichada sin los recursos necesarios para poder patear las calles en busca de un empleo más adecuado a sus aptitudes. Tenía que ganarse el sustento para esa cama y ese techo que la estaban ahogando. Por suerte, su padre no estaba presente para ver su fracaso.
Poco a poco, la lozanía, la frescura y vitalidad que siempre caracterizaron a Joana, se fueron apagando. La luz abandonó sus ojos de gata, sus movimientos se tornaron apáticos, al igual que su voluntad. Cuando más le atacaba la nostalgia, abría la caja e intentaba imaginar cuál fue el motivo de que aquellos simples objetos se tornasen en preciados tesoros. La entrada era el testimonio del día en que sus padres tuvieron la primera cita. Seguramente, su padre ahorró durante días para poder llevarla al cine. Después, cuando el amor ya comenzaba a planear sobre sus corazones, la llevaría a tomar una taza de chocolate y tal vez, a deslizarse sobre una pista de baile.
Le gustaba creer que fue así. Que el principio de su futura existencia se planeó de un modo mágico. Pero lo cierto era que, con su padre nunca hablaron de ello y jamás conocería la verdad.
Capitulo 10
Los meses fueron pasando lentamente en ese lúgubre sótano, sin que la luz de la esperanza llegase a su vida; todo lo contrario le ocurría a Manolito que, por fin, estaba a punto de conseguir su sueño. Le habían ofrecido una actuación en El Cangrejo Flamenco, uno de los locales de moda de la noche Barcelonesa. No era precisamente es espectáculo que tenía en mente, pero al menos, dijo esperanzado, eso le daría la oportunidad de que se reconociese su magnífica voz. Por supuesto, sus padres no tenían la menor idea y su amigo pretendía que continuasen en la ignorancia. Y para ese fin la necesitaba a ella; petición que Joana denegó una y otra vez. Pero Manolito era insistente e hizo acopio de todas sus razones para convencerla.
-Esa noche cumples dieciséis. Ya no eres una cría. Es hora de qué conozcas como es la vida de verdad. ¿Y qué mejor lugar para celebrarlo en El Cangrejo Flamenco? Además, será una buena razón para sacarte de la desidia. Te vistes con tu mejor vestido y te peinas con elegancia.
-No tengo ánimo –rechazó ella.
-Enterraste un corazón, no dos. Estás viva, Joana. Demuéstralo. Por otro lado, tienes que venir a darme ánimos. Necesito a un amigo que me arrope y que me diga con sinceridad si ha salido bien o debo mejorar. Y tú eres mi mejor amiga. ¡Vamos, mujer! No me dejes en la estacada. El público es muy despiadado y si no me va bien, necesitaré un hombro sobre el que llorar.
Esa fue la única razón por la que aceptó Joana.
Ataviada con sus mejores galas, que consistían en un simple vestido de lino blanco, el cabello recogido en un elegante tocado, acompañó a su amigo por las calles sumidas en la penumbra.
La ciudad le ofreció un aspecto muy distinto al que utilizaba bajo la luz del sol. Los contornos de los edificios parecían como desdibujados y las callejuelas estrechas, pasadizos donde era imposible vislumbrar donde se encontraba el final. Pero no solamente la piedra se había transformado. Los moradores de la oscuridad también. Las amas de casa, obreros o los niños, amparados en la seguridad de sus camas, dieron paso a mujeres apostadas en las esquinas con gestos insinuantes al paso de los solitarios en busca de unos minutos de falsa compañía, ante la mirada impasible de los desgraciados cuyo lecho era los adoquines y las mantas viejos periódicos.
Pero la sordidez, en la calle del Cid, dio paso a un mundo mucho más alegre. Parejas aferradas de la cintura canturreaban canciones de moda, mientras otras, las más elegantes, aguardaban impacientes para acceder al local. Ellos no debieron. El portero les permitió la entrada al instante.
El sitio no era muy grande. Como tampoco luminoso ni elegante. La decoración se limitaba a motivos taurinos. Una cabeza de toro disecada, tiestos rellenados con flores de papel y muchos, muchos carteles de corridas famosas. Dentro había varias mesas ocupadas. Por el aspecto blanquecino de sus pieles y dorados cabellos de sus ocupantes, supo que eran turistas. En realidad, lo dedujo; puesto que, en la vida conoció a ninguno. Los únicos foráneos fueron marineros, pescadores que abandonaban sus hogares durante meses para llenar las panzas de los grandes pesqueros.
-Pareces una pueblerina. ¡Vamos! -dijo Manolito tirando de ella.
La llevó a una esquina del escenario y subieron hasta la tarima. Apartaron la cortina y se introdujeron entre bambalinas. Allí el caos era lo que reinaba. Bailarinas corriendo de un lado a otro ajustándose el vestido o los claveles que adornaban su cabello. Guitarristas afinando las cuerdas, cantantes aclarándose la voz; mientras un hombre alto como un ciprés, pero delgado como un junco, gesticulaba exageradamente intentando imponer orden.
-¡Por las barbas de Satanás! ¡Quedan solo diez minutos! ¿Dónde está Macarena? ¡La madre que la parió! ¿Es qué no hay ni un profesional en este teatro? No. Desde luego. Aficionados. Meros aficionados. ¡Esa cabrona desea que me de un infarto! ¡Buscadla! ¿Y tú quién carajo eres?
Manolito carraspeó.
-Soy Manolo Clavel. Me han contratado para que actúe esta noche. Canto La mujer perdida.
-Ya –masculló el tipo. Echó una ojeada a Joana y le preguntó: ¿Y tú? ¿Qué cantarás? Aunque, con tu aspecto, no haría falta que abrieses la boca. Con mirarte bastaría. Deberías probar en el teatro. No abundan las cupletistas de buen ver.
-Yo… no soy cantante. Solamente lo acompaño -murmuró ella.
El hombre la miró decepcionado.
-Una pena. En ese caso, te comunico que aquí no se admiten novias. Meten las narices donde no les llaman y causan problemas. Así que… ¡Largo! El espectáculo comienza en cinco minutos y todo está patas arriba.
Joana miró a su amigo con aprensión.
-Nadie se meterá contigo. Pero por si acaso, quédate en la barra. Lorenzo me conoce y no le importará que le acompañes.
El barman era un hombre de unos sesenta años, pero que se movía con la agilidad de un jovenzuelo, gracias a su delgadez e imaginó que también a causa las horas transcurridas tras la barra, le dijo que Manolito le había aconsejado que estuviese junto a él y al hombre no le importó en absoluto. Le indicó que se acomodase en un taburete al extremo de la barra, justo en la esquina. Desde allí podría presenciar todo y sería más difícil que alguien la molestase.
-¿Puedo saber su nombre, señorita?
-Joana.
-Intuyo que es la primera vez que acude a un local como este; pues no se la ve muy cómoda.
Joana aseveró con timidez.
-En realidad, es la primera vez que salgo de noche. Es que… es mi cumpleaños y Manolito ha querido celebrarlo.
El hombre alzó las cejas y dijo:
-Esto hay que celebrarlo, jovencita. Un buen cóctel en su honor.
Y seguidamente, mezcló varios licores, con un poco de hielo en una jarra de hierro y tras taparla, la agitó con contundencia. Una vez que consideró que estaba a punto, dejó caer el contenido en una copa de fino cristal. La cercó a la homenajeada y con una sonrisa, dijo:
-Especial para la muchacha de ojos de gato.
En la vida había probado el alcohol, ni tan siquiera el vino. Dudó, pero aquella noche, como dijo Manolito, era especial. Era el inicio de su vida como una verdadera adulta. Dio un sorbo y arrugó la nariz ante el sabor fuerte, pero dulzón. Sabía a canela, leche y un licor que no supo apreciar. Realmente estaba muy sabroso.
-¿Le gusta? –se interesó Lorenzo.
-Es raro. Aunque, bueno. ¿Qué lleva?
Él guiñó un ojo con complicidad.
-Lo he inventado ahora mismo. Se llamará Ojos de Gata en su honor. Aún así, no puedo decirle la mezcla. Cada barman tiene sus especialidades y debe guardarlas para que no se las copien. Muchas veces, el éxito de un local se debe a más a las copas que al espectáculo.
-Gracias. Es usted muy amable –dijo ella sintiéndose importante por primera vez desde hacía mucho tiempo. Dio otro sorbito más y observó a su alrededor. Los clientes eran variopintos. Mujeres ataviadas con vestidos elegantes, de tela muy distinta a la que solían manipular en el taller y joyas deslumbrantes, se entremezclaban con otras de lo más vulgares e incluso, a pesar de no conocer a ninguna, era evidente que se trataban de prostitutas.
Del mismo modo sucedía con los hombres. Perfectos caballeros confraternizando con rufianes. Un calidoscopio imposible de encontrar fuera de esas cuatro paredes.
El telón del escenario se abrió. Los aplausos sonaron ante la aparición de un grupo ataviado con los trajes regionales andaluces. Las guitarras comenzaron a sonar, junto a las voces desgarradas de los cantantes.
En la barra, Lorenzo trajinaba con maestría. Era su reino y dominaba cada uno de sus territorios. No se le resistía ningún cóctel, ni tapón de botella atascado. Organizaba cada uno de sus movimientos con la pericia de un director de orquesta, sin inmutarse ante los pedidos urgentes de los camareros.
Joana estaba comenzando a sentirse cómoda. Palmoteó junto al resto de público al ritmo de la música e incluso, el coctel especial ideado para ella comenzaba a parecerle realmente sabroso.
Un tipo de unos cuarenta años de semblante siniestro, con media barba sin rasurar, traje gris a rayas y zapatos blancos, de cuyos labios colgaba un palillo, se acercó a ella.
-Una chica tan guapa no debería estar sola. ¿Te apetece un trago?
Joana aferró su copa con dedos temblorosos.
-No. Gracias. He… venido con un… amigo.
Él le posó la mano sobre el muslo y acercó su horrible cara hacia la suya.
-Yo soy mucho mejor. Y puedo ofrecerte más porcentaje. Hoy he hecho un buen negocio. Tengo la butxaca a reventar. ¿Qué te parece?
Lorenzo, al ver la situación, acudió junto a ellos. Aferró el brazo del tipo y siseó:
-No tienes buen ojo. ¿No ves que te estás equivocando? Ésta es legal. Así que, no me obligues a llamar a la pasma. ¿De acuerdo? Vete por donde has venido y busca en otro lado.
Lentamente, el tipo se apartó. Miró de arriba hacia abajo a Joana y con una sonrisa burlona, se tocó el ala del sombrero. Efectuó una leve reverencia y dio media vuelta.
Joana, lívida, no pudo apartar su mirada de él. Contrariamente a lo que cualquiera pudiese deducir, su sobresalto no era debido al hecho en si; pues en ningún momento se sintió en peligro. Fue la visión del tatuaje que lucía en el brazo. El mismo por el que preguntó con tanto interés ese policía. Si fuese tras él, podría averiguar si tenía algún significado o era pura coincidencia. Pero la intervención de Lorenzo la detuvo.
-Esos tipos son escoria. Es mejor no tener tratos con ellos o se puede salir escaldado. Si fuese por mí, no cruzarían esa puerta. ¡En fin! No ha pasado nada, señorita. Siga disfrutando de la noche.
-¿Sabe quién es?
-Por regla general conozco la vida de casi todos los que vienen por aquí. Este es nuevo. Pero se ve a la legua que no es agua clara. Lo digo por la compañía que lleva. Alguno de ellos son matones –le explicó. Al ver que ella no entendía, se lo aclaro: Me refiero a sicarios. Gente que no tiene el menor escrúpulo en matar por dinero. Pero no crea que todos los clientes son así. Aquel mismo –dijo indicándole a un hombre de unos treinta años, de ojos negros y cabello revuelto -es un artista. Un gran pintor, dicen. Lo cierto es que pinta muy raro, para mí gusto, claro. Es Picaso. Seguro que has oído hablar de él.
Joana negó con la cabeza, sin dejar de observar al tipo del tatuaje. ¿Significaba eso que su padre también fue un sicario? No, por supuesto que no. Su padre era bondadoso. Se trataba de una simple casualidad. No debía pensar más en ello. Seguramente la marca era parecida, pero no igual. Había miles de tatuajes y por estadística, alguno debía parecerse.
Lorenzo sonrió. Estaba ante una debutante de la noche y de la vida.
-De un sorbo más a mi maravillosa bebida y siga disfrutando de su primera salida nocturna.
Pasado ya el susto, Joana pensó que Manolito había tenido una buena idea en invitarla a su presentación, que comenzaba en ese mismo instante.
El aspirante a artista salió a escena. Por supuesto, no iba ataviado con el traje de plumas ni la peluca. Iba con un sencillo traje, como correspondía a un cantante formal. A ojos ajenos daría la impresión que estaba con los nervios templados, como si siempre hubiese pisado un escenario. Pero Joana lo conocía bien y Manolito, a parte de incómodo por no presentarse como deseaba, estaba aterrorizado. A pesar de ello, el artista y la voluntad por conseguir su sueño, le insuflaron el valor necesario. Carraspeó levemente y su voz se elevó al compás de la música. Los pocos que estuvieron distraídos en la otra actuación, callaron. No era para menos. Manolito tenía una voz envolvente, al igual que sus gestos acordes con el dramatismo de la canción. Era un intérprete fantástico. Lo mismo opinó el público que tras finalizar la canción, rompieron en sonoros aplausos.
-Siempre aposté por ese chaval. Tiene el instrumento necesario para triunfar. Ahora solamente le falta la suerte –dijo Leonardo.
-¿Por qué dice eso? Ha demostrado que es un cantante excelente –se extrañó Joana.
-Señorita. No es suficiente poseer las cualidades. Hay muchos genios que se han quedado en el camino siendo genios. ¿Y sabe la razón? No estar en el sitio preciso cuando tocaba.
Joana arrugó la frente. Era cierta su reflexión. Si su padre no hubiese tomado la decisión de ir a pescar a esa zona y con una mar tan brava, ahora estaría vivo. Estarían los dos alrededor de la mesa. Él leyendo el periódico y ella practicando con Ángel.
-Como dice mi prima, soñar no cuesta dinero. Que solamente inviertes en esperanza. Pero que la mayoría de las veces, te arruinas –musitó.
-Eso no es cierto. Se asombraría de lo que han visto estos ojos. Quimeras que eran imposibles, convertidas en realidad. No se entristezca. Estoy convencido de que su amigo se convertirá en una gran estrella. Claro que, si no lo consigue, no significa que sea una desgracia. El destino es inescrutable. A mi me ocurrió algo muy curioso, ¿sabe? Yo también quería actuar en las tablas. No como cantante, más bien como actor. Tuve la oportunidad y fue un desastre. Mis nervios no me permitieron demostrar mis aptitudes. Sin embargo, ese fracaso, me llevó a donde estoy. Desmoralizado, me agarré a la barra del bar y no se cómo, terminé haciendo una de mis mezclas especiales. Hubo alguien que la probó y me fichó como barman. En poco tiempo me convertí en uno de los más solicitados. Y sorprendentemente, descubrí que lo del teatro era una mera afición. Lo que me llenaba era esto, unir sabores distintos para crear un maná para los paladares. Así que, como ve, no hay mal que por bien no venga. Tome buena nota de ello. Ande. Tome otra copa. Le levantará el ánimo.
Joana no pudo reprimir una sonrisa escéptica. Dudaba mucho que el destino le hubiese arrebatado la posibilidad de convertirse en una gran peluquera para ser la mejor planchadora de la ciudad. Dio otro sorbo a Ojos de Gata y oteó a su alrededor. Los clientes se divertían. Era como si ese espacio reducido fuese otro mundo. Un lugar donde el dolor, las preocupaciones o las injusticias nunca hubieran hecho acto de presencia. Pero sabía que era ficticio. Bajo esas risas, esas bocas pintadas de rojo carmín o de esas miradas llenas de un deseo que estaban seguras de conseguir, se ocultaba miedo. El pavor a que la hora señalada, como si fuesen cenicientas, llegase y los devolviera a esa vida de la que estaban huyendo.
La presencia de un mago sobre el escenario alargó la sentencia. Nadie pudo abstraerse de esos trucos y no dejar de pensar en cómo lo hacía. Joana deseó ser esa paloma que desaparecía. No le importaba a qué lugar fuera transportada. Sólo que estuviese muy lejos de la realidad que la estaba aplastando. Un lugar nuevo y extraño, dónde nadie hubiese transitado por sus caminos. Una Joana nueva, desconocida; y en especial, valiente. Con el coraje para no escudarse en una prima que jamás la quiso.
-Como dicen en Inglaterra, un penique por tus pensamientos –le dijo Manolito.
Ella suspiró.
-Pensaba en que he de replantearme muchas cosas.
-Es lo mismo que llevo diciéndote meses. Manda de una maldita vez a la mierda a ese taller y a tú prima. No son una buena combinación para salir a flote. No te mereces vivir en la oscuridad. Una artista como tú debe brillar.
-Es fácil opinar desde la barrera. No puedo hasta que no encuentre un empleo que me permita sustentarme por mí misma.
-Pues, encerrada en casa no lo conseguirás. Busca, querida. Busca –le aconsejó Manolito. Tomó el cóctel que Lorenzo le ofreció. Dio un sorbo y aseveró satisfecho.
-Ojos de gata. Una nueva creación del mejor barman de Barcelona para esta encantadora joven –dijo Lorenzo con orgullo.
-Pues, dado el éxito de esta noche, deberás crear uno, el Manolito. El dueño me ha ofrecido trabajo fijo.
-¡Felicidades! Y en cuanto al cóctel, iré pensando en ello. Hay que conocer al protagonista antes de hacer una creación –dijo Lorenzo. Le dio unas palmadas en el hombro y se marchó al otro extremo de la barra para atender a unos clientes.
Joana, a pesar de sentirse un poco mareada, apuró la copa y le preguntó a su amigo:
-¿Has aceptado?
-¡Por supuesto! Sólo un loco hubiese rechazado algo así. Actuaré todos los fines de semana. ¿No es fantástico?
-¿Y qué pensarán tus padres? Seguro que se niegan a darte permiso.
Él arrugó la frente.
-Tengo diecinueve años. Ya no pueden mandar sobre mí. Respetarán mí opinión si me quieren. ¿No te parece? Anda, termina la copa.
Abandonaron el local. Había llovido y los adoquines brillaban como luciérnagas. Pero el ánimo de Joana estaba apagado. El triunfo y la decisión de Manolito le habían hecho comprender que jamás saldría adelante y todo por su cobardía.
Capitulo 11
Y con ese ánimo pasó los siguientes meses; soportando el calor que comenzaba a caer sobre la ciudad y después el crudo invierno en ese infecto sótano. Sus nervios se encontraban a flor de piel, a punto de estallar. Y la gota que colmó el vaso se derramó esa misma mañana.
-¿Otra vez te has caído? –inquirió Serafina mirando de reojo a las demás.
-Ya sabéis que soy muy torpe. Estaba limpiando bajo la mesa y me di con el canto en el ojo –respondió Celestina con una media sonrisa.
-Eres demasiado limpia. Sería mejor que delegaras en tu hija, que ya tiene edad. O tal vez en tu marido; pues creo que aún está sin trabajo. ¿Verdad? -dijo Agustina con retintín.
Celestina bajó la cabeza hacia la costura y dio la primera puntada.
-La cosa está difícil. Ya lo sabéis. Y cada día está más irritable. No es fácil para un hombre no ser el sustento de una casa.
-Y supongo que debe darle a la botella –comentó María.
-Como todos los hombres –lo excusó Celestina.
Joana no podía creer que esa mujer, en lugar de denunciar a su marido, aún lo defendiese y que sus compañeras se tomaran el asunto de los malos tratos que soportaba, día si y día no, la pobre mujer como si fuese lo más natural del mundo. Pero lo cierto era que, no era un caso aislado. Muchas mujeres eran apaleadas por sus esposos y la sociedad, al menos en la que ella se movía, le parecía la cosa más natural del mundo. Por regla general, se achacaba ese comportamiento brutal a los errores que cometían las mujeres. ¿Eso era lo que le esperaba a ella? ¿Trabajar en un mísero taller y encontrar un marido, que con el tiempo acabaría como muchos amargado y consolándose con una botella de vino? No. Por supuesto que no deseaba esa vida.
-Por eso o no me he casado. Hago lo que me sale de las narices y no tengo que dar explicaciones a nadie –dijo María.
-Una mujer sola y sin hijos, no es nada. Llevamos en la sangre estar emparejadas y parir. Si no te has casado, es por la sencilla razón que no te ha salido ni un pretendiente –replicó Celestina.
María soltó las tijeras y la miró con ojos chispeantes.
-¿Es mejor tener un maromo que te arree mamporrazos cuando le salga de la polla? Sin duda, eres imbécil. Si un hombre me levantase la mano, le arrearía tales patadas en los cojones que no volvería ponerse tiesa en la vida.
Celestina abrió la boca para replicar, pero no pudo. Sus ojos se empañaron y sus dedos comenzaron a temblar.
-¡Ya está bien! ¡Se acabó! Cada una vive su vida como le sale de las narices. ¡A trabajar! Los asuntos personales los dejáis en casa y ese lenguaje tan vulgar, también. ¿Os queda clarito? –exclamó Encarna.
Joana tampoco podía vivir a su antojo. Estaba esclavizada por el miedo y la tiranía de Agustina. Pero se dijo basta y la conformidad con la que aceptó caminar por el sendero que le estaba indicando la vida, dio un giro brusco y, optó por tomar otro atajo. No importaba los obstáculos que tuviese que superar, el tiempo que emplease, lucharía por conseguir la meta que su padre y ella soñaron.
Al día siguiente, tras la dura jornada en ese infecto sótano, se adecentó y salió en busca de un empleo más adecuado a sus habilidades. Como le sugirió su prima, cruzó las Ramblas, la Plaza Cataluña y se adentró en el Paseo de Gracia.
Era curioso pero, nunca antes estuvo allí. Su vida transcurrió entre la Barceloneta y la frontera que era la nueva plaza. Eso les bastaba para el transcurrir diario de sus existencias. En cambio ahora, la visión de esos magníficos edificios, las tiendas elegantes y las cafeterías, le hicieron comprender que la vida estaba compuesta por muchas más cosas y por otras gentes que recibían todos los privilegios que a ellos les eran negados. Y entendió el porqué de las constantes revueltas de los obreros, de los marginados, de los que eran explotados sin el menor sentido de misericordia. No eran revolucionarios. Eran sencillamente personas que exigían no ser tratados como animales. Simplemente eso. Tener dignidad y poder subsistir sin penalidades, sin ver como sus seres queridos se marchaban a la cama con el estómago vacío o recibir un salario justo por trabajar como una mula o morir por falta de asistencia médica. Aspiraciones, por otro lado, del todo razonables. Y ella no pedía ni más ni menos; como poder sentarse en una de esas mesas donde damas elegantes degustaban deliciosos dulces. Ahora no podía, pero en el futuro, también disfrutaría de esos placeres.
Se detuvo ante la tienda de zapatos Basa Hermanos, donde se ofrecían calzados finos. Los precios le parecieron escandalosos. Unas polacas a cinco con noventa pesetas. Continuó caminando hasta alcanzar la joyería Masriera y Carreras. En el escaparate se mostraban sus creaciones. Collares, anillos, relojes; en un calidoscopio refulgente que abarcaba todos los colores del arco iris. Pero no eran abalorios como los que vendía la señora Edelmira. Eran joyas de verdad.
-Aunque vivieses diez vidas sin gastar un solo céntimo, no podrías comprar ni el más pequeño de los aretes.
Joana ladeó el rostro. Junto al establecimiento se encontraba una mujer tan delgada como una caña empuñando una escoba. Su tono de piel ceniza, a no ser por el cuello blanco que surgía sobre el delantal gris, se hubiese confundido con la tela. En cambio, sus ojos, eran vivaces; del tipo acostumbrado a no perderse detalle alguno. Seguramente por los años ejerciendo de portera. Estar al tanto de todo y volverlo a su favor, era un arte que propiciaba la permanencia en el puesto.
-Lo supongo –contestó Joana.
-Nada de suposiciones. Real como la vida misma. Lo bello no se ha hecho para los pobres –dijo la mujer.
-No estoy de acuerdo. No hay nada más hermoso que la salida del sol, el balanceo de las olas del mar o el firmamento estrellado, y es de balde –replicó Joana.
La mujer hizo oscilar la cabeza de una lado hacia otro.
-Eso está muy bien. Pero… ¿No me dirás que no te gustaría lucir esas exquisiteces? Y sin embargo, nunca podrás.
Joana levantó la comisura de los labios en una media sonrisa.
-¿Y quién dice qué no?
La mujer apoyó las manos sobre la escoba e inclinó la cabeza.
-Jovencita, hay que tener aspiraciones. Más no ir más allá de nuestras posibilidades. Los pies en la tierra nos ayudan a no darnos de bruces intentando echar el vuelo.
-Por el momento, solo ambiciono un buen empleo. ¿No habrá nadie en el edificio que necesite una criada? Sé cocinar, limpiar e incluso manejarme a la perfección en el arte de la peluquería. Me enseñó una buena maestra. Me he arreglado yo misma –respondió Joana señalándose el cabello. Aquella tarde lo había peinado de un modo exquisito. Un recogido de intrincados nudos que le daban el aspecto de una cesta de mimbre.
La portera aseveró con admiración. Estaba perfecto y realzaba el delicado rostro, y a la vez exótico de la muchacha. Por otro lado, se veía buena chica. No como la mayoría de sirvientas que eran unas frescas. No solo sisaban parte de la compra a las señoras; al mismo tiempo, se mostraban ligeras con los señoritos de posibles para ver si cazaban a alguno. ¡Pobres ilusas! La mayoría lo único que lograban era una panza abultada o verse en la calle sin la menor referencia, y por lo tanto, tener que sobrevivir a base de un empleo miserable.
-No se te da nada mal.
El semblante de Joana se nubló.
-En realidad, era el oficio al que estaba destinada. Todo cambió al morir mi padre. Me quedé sola y ahora estoy a cargo de una prima y no puedo ser una carga. Por tanto, trabajo en un taller de costura planchando. Y con franqueza, es un infierno. Preferiría algo más adecuado a mis habilidades. Claro que, si no tengo suerte, no tendré más remedio que seguir con la plancha.
La mujer confirmó su primera percepción. Era una buena chica, si señor. Era consciente de lo duro que era planchar durante horas y horas. Podría buscar una salida mucho más fácil con su extraña belleza. Pero no. Prefería machacarse la espalda. Y decidió ayudarla.
-En estos momentos, no se precisa a nadie en el edificio. A pesar de ello, conozco a las otras porteras y preguntaré. Pásate dentro de dos días. Tal vez tengas suerte.
-Gracias. Es usted muy amable.
-Me gusta ayudar a quién lo necesita. ¡Bien! Tengo que seguir. En estos edificios una nunca termina. Cuando acabas un lado, ya está sucio el otro.
-Buenas tardes, señora –se despidió Joana.
-¡Ah! Mi nombre es Isabel. Lo digo por si el día que vengas no estoy. Preguntas por mi en la casa de al lado y te dirán. ¿De acuerdo?
-Y el mío Joana. Gracias de nuevo.
La portera comenzó a barrer y ella siguió su deambular por el Paseo de Gracia, la calle más hermosa de Barcelona, pensó. Sobre todo, al ver la tienda de modas Santa Eulalia. Era increíble. Los vestidos de ensueño y su confección, muy distante a los que se confeccionaban en el taller de doña Hipólita. El tejido del mejor y la hechura, perfecta. Y pensó que no sería mala idea entrar para probar fortuna. Tal vez, se dijo, necesitaban una ayudante. Tomó aire y abrió la puerta.
La dependienta, una mujer de unos treinta años, alta, delgada, ataviada con gran elegancia, acorde con el local, lo mismo que su atractivo, se volvió hacia ella y en cuanto vio a la joven vestida tan vulgar, la sonrisa amable desapareció de su rostro.
-Temo que en este establecimiento no hay nada para ti. Buenas tardes.
Joana no se achantó.
-Salta a la vista que no vengo de compras. He entrado para preguntar si necesitan una ayudante. Tengo habilidad con la plancha.
La dependienta, sin disimulo ante su desagrado, torció la boca. Para ella era como el trapo de cocina que se creía delicado, pero que siempre terminaba lleno de lamparones.
-Estamos al completo. Y sin referencias, tampoco podía ofrecerte nada. Buenas tardes.
Joana abandonó la tienda albergando un sentimiento nunca antes experimentado, la humillación. Jamás recibió de otro el menosprecio. Y ahora se daba cuenta que, fuera de las calles donde creció, todo era muy distinto. Allí no era Joana, era simplemente una más; sin personalidad, sin rostro, sin las posesiones necesarias para ser visible.
Cabizbaja regresó a casa de su prima.
El ambiente no ayudó mucho a subirle el ánimo. Agustina estaba discutiendo con Elena, la vecina de arriba. Una mujerona enorme, alta como un ciprés, pero ancha como un tonel. Con el rostro pintarrajeado en exceso y su vestimenta era de los más ordinario; la típica para atraer a los hombres.
-Estoy cansada del ruido y escándalo que monta –le echaba en cara Agustina.
-¿Qué jaleo? Soy una mujer muy prudente –protestó Elena.
Agustina soltó una risa cáustica.
-¿Prudente? ¡Por la Virgen Santa! Todo el edificio se entera de cuando tiene un rabo entre las piernas. Y como no es más que una mujerzuela, es más de uno por noche. ¡Y está olvidando qué vive entre gente decente!
Elena jadeó escandalizada.
-¿Me ha llamado puta?
-Me limito a describir el oficio que ejerce. Y no es que tenga nada que decir sobre ello. ¡Dios me libre! Cada uno se gana la vida como puede. No hay nada peor que el hambre. Pero sin molestar a los demás. ¿No le parece una petición lógica? Pues, eso. Como vuelva a quebrantar mi descanso, se las verá conmigo y con los demás vecinos; que sepa no son tan tolerantes como yo. Este edifico esta habitado por gente trabajadora y de moral intachable. Harán lo que sea para ponerla de patitas en la calle. ¿Ha quedado claro?
-Lo que está claro es que en mi casa hago lo que me sale del coño. ¡Pos faltaría más! Y ni usted, ni naide, tiene na que decir. Y menos una vieja loca y amargada. ¡Lo que le hace falta es un buen nabo, señora! Seguro que se le irían las manías que tiene.
-¡Tendrá poca vergüenza! ¡Grosera! Usted aceptó al vicio y lo ha dejado como inquilino, que es el que paga sus facturas. Yo me mato a trabajar y de un modo decoroso –jadeó Agustina. Dio media vuelta y tiró de Joana.
-Eso es. ¡Lárguese, espantajo! –le espetó la vecina.
-¡Será posible! El mundo está al revés. Una cualquiera insultando a una mujer decente y sin poder hacer nada. ¡No se a dónde iremos a parar!
-Tranquilízate, prima. No sea que por culpa de ella, encima, te de algo. ¿No te parece? –le pidió Joana.
Agustina comenzó a bajar la escalera y remugó:
-Hoy en día, todo cae bien. Con tal de que esté de moda. Espero que no caigas en la tentación de salir de pobre al precio que sea. La vida de zorra parece fácil, pero nada más lejos de la verdad. Lo sé muy bien. Una aguantó a un marido, que al fin y al cabo, le tenía precio. No imagines ni como debe ser cuando el tipo te asquea. La plancha puede quemarte la piel, pero no el alma.
En eso se equivocaba. El alma de Joana estaba moribunda, sin la menor esperanza. Todo lo contrario a Manolito, que contrariamente a lo esperado, sus padres aceptaron encantados su nueva faceta. Los tiempos estaban cambiando y no se veía tan mal que un hijo triunfase en el teatro. A ello contribuyó el cine. Sus actores, en especial los americanos, eran considerados unas estrellas y eran idolatrados. Aunque, Manolito no estaba satisfecho. No hasta que lograse lo que realmente deseaba y eso, pensó Joana, no sería recibido con tanta alegría.
Al entrar en casa, Agustina se dejó caer en la silla. Joana se ofreció a preparar la cena y su prima aceptó gustosa.
Durante la cena apenas hablaron. Joana no podía dejar de pensar en las pocas posibilidades que tenía de dejar el taller. Aún en el caso de que la portera le encontrase trabajo, en cuanto la viesen, la descartarían de inmediato. No tenía la finura, ni el porte que se requería para una criada de una casa burguesa; como tampoco el vocabulario ilustrado y para postre, era muy joven, y sin la menor experiencia.
-¿Qué te ocurre? Hoy pareces ausente –dijo Agustina.
-Es cansancio, prima –respondió Joana.
Su prima levantó los hombros.
-Te dije que la vida no sería fácil a partir de ahora. Pero, no te preocupes, te acostumbrarás; como el burro tirando de la rueda para que suba el agua. Mírame a mí. Los años de costura me han curvado la espalda y los dedos, y no me rindo.
Joana desmoralizada, se metió entre las sábanas; con esa angustia del que ya no le queda esperanza.
Capitulo 12
Los días acordados con la portera, a pesar de ser consciente de que no conseguiría nada, se le hicieron eternos. De todos modos, aquella tarde partió con el corazón latiéndole acelerado. De vez en cuando ocurrían los milagros y ¿por qué no podía sucederle a ella?
Para lo que no estaba preparada era para toparse con ese odioso policía.
Él alzó levemente el sombrero a modo de disculpa.
-Perdón, señorita. Iba distraído y… -Enmudeció al reconocer esos ojos de gata y dijo: Señorita Balcells. No esperaba verla por aquí. ¿Cómo está?
Joana contuvo las ganas de soltarle una fresca. Al parecer, era inconcebible que una chica como ella pudiese transitar libremente por esa zona de la ciudad, como si fuese un gravísimo pecado y se limitó a decir:
-Si me disculpa, tengo prisa.
-Entiendo que sienta por mí inquina. Pero no fue nada personal. Estaba cumpliendo con mí trabajo –dijo él sin dejar de miarla. El tiempo la había convertido en una mujer. En una mujer fascinante.
Ella entrecerró los ojos.
-Un buen profesional sabe distinguir cuando está en el lugar equivocado. ¿No opina lo mismo?
-Le aseguro que los indicios… -Calló al levantar ella la mano.
-Como he dicho, no puedo perder ni un minuto. Buenas tardes.
Él se tocó el ala del sobrero y ella se alejó con rapidez, sintiendo como la rabia la carcomía. Por regla general no albergaba odio hacia nadie, pero ese hombre le provocaba ese sentimiento. Había aparecido en su vida en el peor de los momentos y para ningún acto caritativo. Todo lo contrario. Entró en su casa para insinuar cosas horribles sobre su padre. Si lo hubiese conocido, sabría que fue el hombre más bueno del mundo. ¡Maldito policía! Y de nuevo, llegó para perturbarla cuando, tal vez, estaba a punto de salir de ese agujero en el que había caído. Mas, no debía dejarse influir por esa mala persona. Ni volver a pensar en el tatuaje ni dudar de que su padre la hubiese mantenido engañada. Que la marca se pareciese a la de ese hombre del cabaret, no significaba nada. Absolutamente nada. Sólo una mera coincidencia. Debía serenarse o todo saldría mal. Y no podía permitírselo.
Cuando llegó junto a la portera, la mujer sonrió al verla. Ese detalle podía significar algo bueno. Sin embargo, no quiso hacerse ilusiones. Ya había experimentado el desprecio de esa dependienta.
-Hola, jovencita. Me alegra que hayas venido. Tengo buenas noticias. En una casa de la Rambla de Catalunya hace falta una doncella. Mi amiga les ha hablado de ti y de tu habilidad como peluquera. Desean concederte una entrevista –dijo Isabel.
El corazón de Joana se encabritó.
-¿De veras? –musitó.
-¡Pues, claro, muchacha! ¿Por qué razón iba a mentir? Quedamos en que pasarías hoy. Tuve en cuenta que ya trabajas durante el día.
-Es… estupendo. Pero así, tan de repente –murmuró Joana.
-Cuanto antes se coja al toro por los cuernos, mejor. Es un trabajo nada difícil. Se trata de una anciana. Vive sola y más que una criada necesita una chica de compañía. Por lo que he entendido, te encargarías de su cuidado personal; además de acompañarla a donde precise. ¿Qué te parece?
-Pues, bien.
La mujer le dio un papel.
-Esta es la dirección. ¡Ah! Y antes de irte a casa, pasa para decirme como ha ido. ¿De acuerdo?
-Sí. Gracias.
Joana, con el estómago encogido, se encaminó hacia el lugar que podía cambiar su destino. Aunque, dudaba. No tenía el aspecto requerido que, suponía, debía presentar una dama de compañía. Era demasiado joven, delgada e inexperta. Lo más seguro sería que la rechazasen con tan solo verla. Debería dar media vuelta. No quería recibir un rechazo más. Sin embargo, pensar en lo que le aguardaba si corría como un conejo asustado, la llevó a continuar. Debía ser valiente, luchar por lo que más ansiaba.
Al llegar ante el portal se detuvo. Sus pies se quedaron clavados en el suelo y un sudor frío se le incrustó en la nuca.
-¿Deseas algo? –le preguntó la portera.
-Yo… La señora Altés me… aguarda.
La mujer la miró con aires de superioridad; cómo indicándole que no aprobaba en absoluto que una muchacha como ella terminase sirviendo en lo que consideraba su edificio. Era una actitud que, tiempo después, comprendería. Las porteras eran una raza aparte. Un ejército de simples sirvientas que se creían superiores a los demás criados. En realidad, no les faltaba algo de razón. Cómo soldados guardianes tenían la capacidad de negar o conceder a alguien que traspasase la puerta de su baluarte. Del mismo modo, conocían cada uno de los secretos de los inquilinos y sus manías mejor que nadie. Pocos eran los que dormían en la casa de sus señores. En cambio ellas, desde su diminuta posición, podían escuchar lo que la noche escondía entre cada pared. Nada escapaba a la sagacidad que proporcionaba los años de ejercitación al pie de la escalera.
-¿Nombre?
-Joana Balcells.
Ella aseveró, haciéndole saber que ya estaba informada de su presencia y le indicó el lugar por donde debía acceder.
-Pasa.
Joana entró en el edificio, pero no por la parte principal. Por lo visto, a los ricos les molestaba que sus empleados, que consideraban muy inferiores, pisasen su mismo suelo y por supuesto que utilizasen el ascensor. No obstante, la escalera de servicio a pesar de ser un tanto estrecha, era impresionante. Mármol blanco y barandilla dorada. Un detalle para demostrar el poder de los que allí vivían.
Subieron hasta el ático, así que cuando llegó arriba apenas le quedaba aliento. Sacó del bolso un pañuelo y se secó la frente. Inspiró con fuerza y alzó el mentón. No estaba dispuesta a renunciar antes de tiempo.
La portera golpeó la puerta con la aldaba que era un ángel. Ese detalle le infundió más ánimo. No podía ser una mera coincidencia, se dijo.
Un anciano ataviado con un traje blanco como la nieve apareció ante ellas y la portera la anunció. Su tono evidenció su desacuerdo con la entrevista.
-Esta es Joana Balcells.
-La estábamos esperando. Por favor, pase. La anunciaré -dijo el criado. Joana entró. Él cerró la puerta y Joana aguardó retorciéndose las manos.
Tras recorrer el largo pasillo, el mayordomo entró en el salón.
-Señora. La muchacha está aquí.
Ella se quitó los lentes.
-¿Qué tal es? –preguntó; aún sabiendo que no recibiría respuesta. Leonardo sabía muy bien el papel que representaba y que era un mero espectador de lo que sucedía alrededor suyo. Así lo aleccionaron sus padres y como buen hijo, seguía al pie de la letra las enseñanzas. Las opiniones que pudiese tener un criado se las guardaba para si mismo. Depositó las gafas en la funda y dijo: Hazla pasar.
Cumplió la orden sin mostrar la menor emoción.
-La señora te recibirá ahora.
Joana caminó tras él, sin dejar de mirar a su alrededor. Las paredes estaban pintadas con un papel floreado en tono azul. Como decoración, cuadros, que supuso caros. La lámpara era una cascada de cristales que parecían brillantes. Todo rezumaba limpieza y luz.
El salón al que entró no era menos lujoso. Todo lo contrario. Era impresionante y enorme. Un piano presidía el centro. Sin embargo, la presencia más imponente era la mujer de cabellos grises que estaba sentada en un sillón de orejas. Era alta, delgada y con un rostro, que antaño debió ser bello, cubierto de arrugas. Su piel era tan blanca que parecía translucida; al igual que sus ojos azules. A pesar de ello, era una de esas mujeres a las que uno no podía resistirse. Era como un imán. Joana no supo precisar la razón, pero así era.
-La señorita Balcells, señora –la anunció el mayordomo.
-Gracias, Leonardo. Puedes retirarte. Soy Beatriz Vidal. Supongo que te han informado de lo que preciso. ¿Traes referencias?
Joana parpadeó desconcertada.
-Me refiero a tus otros trabajos.
-Yo… No… señora. Nadie me informó de… ello.
-Da igual. Con decirme en que otras casas has servido será suficiente.
Joana carraspeó. El empleo estaba perdido.
-No he servido en ninguna, señora. Mi padre murió hace año y medio, hasta entonces no trabajé. Ahora lo hago en un taller de costura.
La anciana apretó los labios.
-Aunque, he aprendido el oficio de peluquera. Algún día pondré mi propio negocio. Pero antes, he de ahorrar. Señora. Quiero serle sincera. No tengo la menor idea de lo que debería hacer si me contratase. Quien me ha recomendado debió entender mal el puesto que usted precisaba. Lamento el tiempo innecesario que me ha dedicado.
Beatriz Vidal ladeó la cabeza y la estudió detenidamente. No era el prototipo de dama de compañía. Demasiado joven, sin experiencia y apenas cultivada. Pero tenía otras cualidades, como poseer una belleza muy estética. Siempre era más agradable ir acompañada por alguien bien parecido y no por un adefesio como eran por regla general las acompañantes de sus amigas; a parte de antipáticas y aburridas. Y si bien ahora no diese una imagen elegante, con ropa adecuada, lo lograría; pues ésta estaba latente bajo esa capa de inseguridad. También la sinceridad y ser leal con aquellos que intentaban ayudarla era otro punto a su favor. Su sobrino la desaprobaría de inmediato. Según él, necesitaba a una mujer ducha en estas cuestiones y que también hiciese las funciones de secretaria. Aquella hermosa jovencita podía ser una analfabeta y carente de las más mínimas nociones de etiqueta.
-Aún no ha terminado la entrevista. ¿Sabes leer y llevar cuentas? –dijo.
-Sí, señora. Asistí a clases durante diez años. Se me daba muy bien. Cómo también peinar. Fui aprendiz durante mucho tiempo.
-Además de saber arreglar el cabello. ¿Te has hecho tu misma el tocado? ¿Si? Realmente eres habilidosa. Mi última asistente era incapaz de domarme estos cuatro pelos que me quedan. Claro que, no es tan fácil. Cuando era joven la cosa era distinta. Siempre se habló de mi hermoso cabello. Dorado y con ondulaciones naturales. Lo que ves ahora es el pago por el tiempo pasado. Es imposible devolverle su esplendor.
-Un cabello siempre puede embellecerse. Siempre y cuando, se ponga en buenas manos; por supuesto –refutó Joana, sin poder apartar los ojos del collar de perlas que rodeaba su cuello apergaminado. No eran como las que vendían en la tienda de abalorios. Por supuesto eran auténticas, pero de color grisáceo. Un color que nunca imaginó que pudiese existir en perlas de verdad.
Beatriz Vidal sonrió divertida ante la osadía de la muchacha.
-¿Podrías demostrarlo?
-Si tuviese los enseres necesarios, sí.
Beatriz Vidal se apoyó en el bastón con mango de plata y se levantó. Joana, instintivamente, la asió del brazo y la ayudó.
-Me gustaría verlo ahora mismo. Considéralo una parte de la prueba para conseguir el trabajo. Vamos a mi cuarto.
Salieron del salón. Recorrieron el largo pasillo hasta llegar al final. Cuando la anciana abrió la puerta, el aliento de Joana se cortó. Era la habitación más grande que había visto en su vida. Una gran cama con dosel estaba apoyada en la pared contraria a los grandes ventanales, que al estar libres de las cortinas, dejaban entrar una gran luz. La claridad hacía resaltar el papel floreado en tonos amarillentos, logrando que una se sintiese cómoda y con ánimo alegre. En la pared de la izquierda se había habilitado un pequeño salón. Dos butacas, una cheslón y una mesa de cristal. En el otro lado, un tocador dorado con su correspondiente espejo.
-¿Necesitarás algo más? –preguntó Beatriz Vidal mostrándole contenido de uno de los cajones.
Joana estudió los utensilios. Peine, cepillo, tijeras, gomina, horquillas y unas tenazas. Éstas no serían necesarias. La arreglaría con un simple moño; aunque, lo suficiente elaborado para dejarla boquiabierta. Agarró el peine y en cuanto la señora se sentó, comenzó.
-¿Tú madre era peluquera o doncella? –se interesó la anciana.
-Criada. Murió cuando yo contaba un año. Fue a raíz de que mi padre me regalase una muñeca cuando cogí el gusto por la peluquería y doña Paquita, una vecina del barrio fue quién me enseñó –respondió Joana concentrándose en las hebras de plata. La visión del trabajo que iba a realizar se materializó. Concentrada, inició el tocado.
-¿Tienes hermanos?
-No, señora. Solamente tengo una prima que me ha acogido tras el fallecimiento de mi padre y me buscó ese empleo como planchadora en el taller de costura.
-¿Y te gusta?
Joana, afianzando la horquilla, negó con la cabeza.
La anciana aseveró levemente, para no entorpecer la labor de la muchacha.
-Imagino que no es el ideal de nadie pasarse el día soportando ese calor. Y menos para alguien que desea ser peluquera.
-No la voy a mentir. Odio ese trabajo, a todas las costureras y a mí prima. Ya sé que no es de buena cristiana sentir eso por el único familiar que tiene. Pero, es la verdad. Se queda con todo lo que gano y apenas compra alimentos de calidad. El único interés que tuvo en acogerme fue por el dinero que pensaba ganar a mí costa. La casa es horrible. Vieja y deprimente. Mi habitación es diminuta y sin ventilación. Y lo que más deseo en este mundo es poder arrancarme el yugo que ha puesto alrededor de mi cuello Agustina.
-Y supongo que este trabajo sería como una liberación para ti. Pero se requieren más cualidades que saber embellecer a una vieja dama. ¿Lo comprendes, verdad?
-Por supuesto, señora. Y después de oírme decir lo que he dicho… Por otro lado, no tengo experiencia como dama de compañía.
-Alguien inteligente siempre aprende de la experiencia de los demás. Y tú, estás demostrando que lo has hecho. Y como decía Benjamín Disraeli, ser consiente de la propia ignorancia es un gran paso hacia el saber –objetó Beatriz Vidal al comprobar como su cabello alicaído estaba cobrando vida bajo esas manos delgadas y de dedos largos, como los de los pianistas. Y cuando terminó, se miró fijamente en el espejo. No parecía la misma. Siempre la habían considerado una de las mujeres más elegantes de la ciudad. Pero los años habían echado sobre ella una capa desagradable. Su esqueleto era incapaz de adoptar una postura distinguida y su cabello aún contribuía más a evidenciar que estaba en pura decadencia. Sin embargo, ahora, un toque de esa magia del pasado regresó. Esa muchacha había logrado un peinado espléndido, digno de una reina y eso, teniendo en cuenta que apenas contaba con materia prima.
-¡Asombroso! ¿Cuántos años tienes? –musitó.
-Dieciséis, señora. En mayo cumpliré diecisiete.
Joven, demasiado joven, pensó la señora Vidal. No obstante, se sentía cansada de estar rodeada de sensatez, de gente con incipientes canas o tan decrépita como ella. Harta de que todos le diesen la razón como a los tontos o por miedo a no decir lo que en realidad pensaban. Y esa muchacha no tenía pelos en la lengua e irradiaba una lozanía contagiosa. Teniendo en cuenta la gran diferencia que las separaba, le recordaba mucho a ella cuando tenía sus años. Nunca supo comportarse como debía hacerlo una jovencita de su categoría. Era rebelde, contestona y con ideas demasiado modernas para su época. Aún perteneciendo a una familia acomodada, muchas amigas suyas con menos posibilidades, encontraron marido antes que ella. Lo cuál, no le importaba lo más mínimo. Nunca estuvo dispuesta a dejarse atar. Deseaba ser libre, recorrer el mundo. Pero el destino, tenía otros planes y tuvo que olvidar los suyos; y finalmente, seguir las normas.
-A medio camino de la niñez y la madurez. Un estado un tanto incómodo. No puedes actuar como una cría, ni tampoco como una adulta. Resulta insufrible. Lamentablemente, dura demasiado poco tiempo. Ahora, a mis años, me doy cuenta de ello y daría media vida por volver atrás. Pero el tiempo es el único bien preciado que nadie puede poseer; aunque sea la persona más rica del mundo. ¿No crees?
-El tiempo es el único que imparte justicia; puesto que, escasea en este mundo –convino Joana, pasando el peso de un pie hacia el otro.
La señora Vidal sonrió. También poseía un punto de descarada. Le vendrían bien aires nuevos. Y aunque su sobrino pusiese el grito en el cielo, en este asunto se haría su santa voluntad. Al fin y al cabo, su sobrino apenas paraba en su casa y solamente se molestaba en subir hasta el ático para ver como se encontraba en contadas ocasiones. No tenía ningún derecho a elegir a sus sirvientes y mucho menos en darle órdenes. No hasta que su cabeza dejase de regir y eso, era lo único que había permanecido intacto con el paso de los años. Claro que, no tenía referencias y a pesar de su aspecto delicado e inocente, podía ser una buscona o haberse dedicado a ello.
-Hablando de tiempo, he de decir que si llegases a trabajar para mí, requería que me lo dedicases totalmente. ¿Tienes novio?
-No, señora. Mi mayor pasión era aprender bien el oficio de peluquera. No me quedaba tiempo, ni ganas para amoríos. A mi edad, no es conveniente para una joven perder la cabeza por un mozo. He visto demasiados casos que han terminado con muchos sueños. Le aseguro que no tendrá ningún problema conmigo. Si me emplea, estaré a su entera disposición.
Beatriz Vidal aseveró. Nadie lo sabía, pero ella misma fue uno de ellos. Ocurrió mucho tiempo atrás y sin embargo, cuando recordaba, aún sentía punzadas de dolor en el corazón. Si hubiese tenido la cabeza tan fría como la de esa muchacha, todo habría sido mucho más fácil.
-Me alegra tú actitud. Demuestra madurez. Pero es tarde y estarás impaciente por saber que decisión he tomado. Y contrariamente a lo que piensas, he determinado que te empleo.
Joana, impactada, la miró perpleja.
-¿De veras?
-¿Por qué razón te lo diría si no fuese cierto? Me han convencido tus manos prodigiosas. Y pienso que tienes disposición para aprender. Además, me indigna que trabajes en un taller sin el menor futuro para tus aspiraciones y que debas hacerlo para una mujer tan egoísta como tú prima teniendo este talento. Te pagaré un sueldo justo y vivirás en esta casa. De este modo podremos trabajar mejor.
-¿Aquí? –musitó Joana incapaz de asimilar tanta suerte.
Beatriz Vidal ensombreció el rostro.
-Me siento muy sola. Necesito a alguien que me haga despertar y tú, querida niña, eres la más indicada. Tú trabajo consistirá en asistirme personalmente, acompañarme cuando te lo requiera y ayudarme con mi agenda social. ¿Te ves capacitada?
Joana no estaba segura de ello. No obstante, estaba dispuesta a abandonar ese maldito taller y lo intentaría poniendo el máximo empeño en ello.
-Creo que sí, señora.
-¡Estupendo! Mañana mismo espero que te instales. No creo que sea necesario tener consideración con esa costurera que, intuyo, te explota. Dile a tu prima que le de recado de que abandonas el empleo. ¿Te parece un buen trato?
-¡Claro, señora! –exclamó Joana, aún sin saber la cuantía del salario. Siempre sería mucho más que el que recibía. No pagaría alquiler y seguramente, la comida sería gratis. Podría ahorrar.
-No hace falta que hagas equipaje, pues deduzco que tu vestuario dejará mucho que desear. No sería apropiado que me acompañases mal vestida.
Joana carraspeó.
-Señora. No tengo… dinero para nueva ropa.
-De eso me encargo yo, tranquila. Por lo demás, hace mucho tiempo que no voy de compras. Será divertido elegir tu guardarropa. A las nueve te espero. Se puntual. Es una de las múltiples manías que tengo. Ya irás descubriendo las demás.
-Sí, señora. Buenas noches y gracias. Muchas gracias –se despidió Joana.
Capitulo 13
Cuando abandonó el edificio, su amplia sonrisa indicó a la portera que había conseguido el trabajo; lo cuál, provocó una mirada de desprecio en la mujer. Pero a Joana no le importó. Por primera vez, desde la muerte de su padre, sentía que la vida comenzaba a compensarla. Beatriz Vidal parecía una mujer agradable, el piso precioso, lleno de luz y lo mejor de todo, que podría ejercer el oficio que tanto amaba. Claro que, debería aplicarse, absorber como si fuese una esponja cada enseñanza, cada detalle o cualquier traspié podría romper su fortuna. Lo haría incluso si caía exhausta.
Sobre esa suerte, se sintió obligada a comunicárselo al hada que la tocó con su varita. Dobló la esquina y se adentró en el Paseo de Gracia. Isabel, como siempre, estaba aferrada a su escoba. Ese gesto era como una insignia que identificaba a las porteras como miembros de un mismo club. La escoba, asimismo, era el arma que eliminaba cualquier vestigio de suciedad; tanto física como moral. Como perros fieles, las bocas de esas mujeres permanecían cerradas ante las miserias de los propietarios, enseñando los dientes cuando alguien intentaba desprestigiarlos. No obstante, podían convertirse en terribles amenazas si sus fieles servicios no eran recompensados. Entonces se desataba la bestia y eran capaces de vomitar inmundicia. Por esa causa, la mayoría de porteras permanecían en sus puestos hasta bien entrada la ancianidad y medianamente respetadas por las castas superiores.
Como buena conocedora del género humano, supo enseguida el resultado de la entrevista. Se acercó a Joana y apoyando las dos manos en el extremo de la escoba, aseveró satisfecha.
-No suelo equivocarme en mis apreciaciones. En cuanto te vi, supe que eras idónea para el trabajo. Me pareciste sensata, trabajadora y decente. Cualidades necesarias para una buena criada.
Joana se mordió el interior de la mejilla.
-¿Qué pasa? No me digas que no te han cogido. No lo creeré.
-Es que… No me han empleado como sirvienta. No necesitaban ninguna.
-¡Esa mujer es tonta! Seguro que contratará a una pelandusca que le sisará en la compra y barrerá para la suegra. Conozco a muchas de esas. Saben engatusar y terminan consiguiendo lo que quieren.
-El empleo era para dama de compañía para la señora Beatriz Vidal Sagnier. No tenía los requisitos necesarios. Sin embargo… se ha decidido por mí. Mañana mismo comienzo –le aclaró Joana con una gran sonrisa.
Isabel ladeó ligeramente el cuello y aseveró.
-¡Así se hace, chiquilla! Esa mujer es toda una institución de la ciudad. Cuentan que de joven sus opiniones eran sentencias. Y si no eras de su gusto, estabas acabado. Es toda una hazaña haber conseguido que te quiera a su lado. Pero ve con tiento. Dicen que es exigente con sus empleados.
-Me pareció muy afable.
-¡No lo dudo! Es una mujer educada. Todos los ricachones lo son. Pero ella tiene pedigrí. Pertenece a una raza más especial. Es nieta de un marqués y eso, influye mucho. Sobre todo, en el trato con los más inferiores. Educación, pero con mano firme. Un error y se acabó. Debes aprender al dedillo todas sus manías y caprichos. Es le mejor sistema para capear los temporales. Pero lo más importante es la prudencia y nada de chismes con los demás empleados. La boca cerrada es la mejor garantía para conservar el puesto. Yo llevo en esto treinta años y sigo al pie del cañón. ¿Y por qué? Sencillamente por discreta. Sé mucho pero mantengo el pico cerrado. ¡Si yo hablase, temblarían muchos cimientos!
Joana sonrió.
-No lo dudo. Debo irme. Gracias por todo. Gracias a usted mi vida ha cambiado y no sabe cuanto.
-Me alegro por ello, jovencita.
-Pasaré mañana a verla.
-Pues, hasta mañana.
Antes de pasar por casa, fue al bar Los Manolos para darle la buena nueva a su amigo.
-¡Coño! Tú peinando a una aristócrata y viendo en una casa elegante. Te dije que eras una artista de los cabellos. Quien no se arriesga, nada consigue. Haces muy bien alejándote de esa maldita plancha. Tus dedos han nacido para trabajos más refinados. En realidad, toda tú eres refinada. Lo llevas en tú naturaleza. Ya verás lo que aprendes con esa señora. Si eres lista, podrás llegar muy alto. No hay nada como aparentar ser una gran dama. Eso facilita mucho las cosas. ¡Esto hay que celebrarlo! ¿Has cenado? ¿No? Pues, la casa invita.
Manolito les explicó a sus padres lo que ocurría y se acomodaron en una mesa. Los Manolos les sirvieron un plato de judías con butifarra, una ensalada y dos copas de vino.
-¡Por tú futuro! –brindó Manolito. Entrechocaron las copas y dijo: Ahora, a ver que dice tu prima. Seguro que pondrá el grito en el cielo.
-Puede gritar lo que quiera, pero no pienso dar marcha atrás. He dado el primer paso hacia un futuro mejor y continuaré caminando –aseguró Joana.
-¡Así se habla, chica! Hay que echarle arrestos a la vida. Los que solo abren ventanas, nunca cruzan una puerta. Lo aprendí de mis padres. Abandonaron su tierra para labrarse una vida mejor, sin saber como les iría. Y ya ves. No nadan en la abundancia, pero tampoco les va nada mal.
-Tuvieron mucha suerte –dijo Joana.
-¿Suerte? Más bien mucho empeño y trabajo. Mi madre vino a Barcelona con quince años. Entró a trabajar en una lavandería en la parte alta de la ciudad. Durante cinco años se partió la espalda aporreando sábanas. Sus manos siempre estaban ajadas por el agua fría y el jabón. Mi padre trabajó en la construcción y no se mató de milagro. Cuando se casaron, ahorraron privándose de muchas ocas y cuando tuvieron la oportunidad de alquilar el bar, no se lo pensaron. Ahí fue donde sí entró a formar parte la suerte. Ya se sabe que, por mucho que uno cocine bien o de buenos productos, los parroquianos te rechazan. A ellos no les ocurrió.
-Merecían el éxito. Son amables, divertidos y su cocina es realmente exquisita –confirmó Joana, apartando el plato con gesto satisfecho. Hacía semanas que no probaba comida de verdad. Agustina apenas gastaba en alimentación y sobrevivían a base de sopas y patatas. Cogió el bolsito y dijo: Tengo que irme. Es muy tarde. Agustina estará preocupada. No es que me importe, pero es cruel hacerla sufrir.
-Bien. Espero que no te olvides de estos pobres mortales y vengas de vez en cuando al bar; y en especial, a verme actuar.
Joana rió suavemente.
-He oído por ahí que tienes mucho éxito. Debes estar muy orgulloso por haber conseguido tus sueños.
Manolito suspiró.
-No es lo que deseo fervientemente. De todos modos, sé que esto es el primer paso.
-Los dos estamos comenzando a avanzar. Ahora voy a enfrentarme a esa bruja. Ya nos veremos –se despidió ella.
A pesar de la excitación que le bullía dentro, camino sin prisa, recreándose en lo que imaginaba sería su nueva vida. En esa ilusión veía una habitación con una ventana por donde entraba el sol, con un aroma agradable; muy lejos de esa humedad que se le incrustaba en las narices. Su descanso sería relajado, sin esos gritos o golpes que resonaban en medio de la noche. No debería arrodillarse para frotar baldosas gastadas por los años y que jamás recuperarían su brillo. Y si planchaba la ropa de doña Beatriz, sería de un modo más relajado. Jamás volvería a sentir ese sudor pegado a su vestido y ese cansancio que, muchas noches, le impedía descansar. Sí, pensó, la vida comenzaba a ser generosa.
La opinión de su prima, al conocer la noticia, fue contraria.
-¡Serás desagradecida! Con lo que he hecho por ti y ahora me dejas tirada. ¿Qué crees que va a pensar mi patrona? Que no tengo palabra y que no podrá confiar nunca más en mí. No tienes consideración. ¡Soy tú familia! –exclamó con ojos iracundos.
Joana no se inmutó. No podía ser débil o jamás saldría del pozo en el que había caído.
-Dudo que piense eso. Hace años que trabajas para ella y nunca ha tenido una queja. Tú misma me lo has dicho cientos de veces; como también que intentase buscar empleo en la parte alta de la ciudad. Pues, lo he conseguido y deberías alegrarte por mí, si al menos me apreciaras un poco. Es un trabajo refinado y con un sueldo mejor. Sería idiota si lo despreciase.
-¡Ilusa! ¿Crees que durarás mucho? No tienes cultura, ni modales. No eres más que una soñadora. Tú padre te educó muy mal. Siempre se lo dije. Pero ni caso. Vas a estrellarte, Joana. Al tiempo –replicó Agustina con desprecio.
-Si me equivoco, volveré a comenzar.
-No será junto a mí. Si te marchas, olvídate de que tienes una prima. ¿Me oyes bien? No te ayudaré. Y cuando estés en la calle sin nada, te arrepentirás de haber echado por tierra la gran oportunidad que te di.
Joana sacudió la cabeza.
-¿Qué oportunidad? ¿Deshidratarme horas y horas en un taller oscuro y miserable? ¿Recibiendo un sueldo miserable, que por cierto, nunca he visto?
-Al menos, era un empleo seguro. Y eres injusta echándome en cara que me quedase tu paga. Fue lo que acordamos, ¿no? La vida está muy achuchada y la comida por las nubes. ¡Si aún me cuestas dinero!
Joana soltó una risa cáustica y dijo:
-¿No me digas?
-Los pájaros que tienes en la cabeza te distorsionan la realidad. Ahora crees que has encontrado el paraíso en esa casa. Pero esa gran dama puede palmarla en cualquier momento o sencillamente que se harte de ti. ¿Y qué harás? Yo te lo diré, no serás más que una de tantas que se abren de piernas para salir adelante.
-El futuro es una ilusión, prima. Un tiempo que el hombre ha inventado. No existe. Eso lo he aprendido a base de golpes. Y a partir de ahora, viviré el presente.
Agustina bufó.
-Eso mismo hacen los que viven tirados en la calle. ¡Niña tonta! No tienes dos dedos de frente. Pero, por mí, puedes tirarte desde una ventana. No seré yo quién te lo impida. Ya eres mayorcita.
-Así es. Puedo tomar mis propias decisiones. Y ahora, si no te importa, recogeré mis cosas y me iré a dormir.
Sacó la caja de debajo de la cama y la dejó junto a la muñeca. Tomó el pañuelo y, a pesar del consejo de dona Beatriz, lo llenó con las escasas prendas. Tal vez, se dijo, las cosas se torcieran y debería echar mano de ellas.
Capitulo 14
La partida de casa de Agustina, ese 20 de febrero de 1913, no fue agradable. En realidad, Joana en ningún momento pensó que lo sería conociendo como era su prima. El disgusto no estaba provocado precisamente por el amor fraternal que las unía; más bien por el hecho de que, repentinamente, los planes marcados se habían ido al traste y el sueldo extra se había evaporado como el humo.
Y así era. Agustina jamás imaginó que esa mocosa consiguiese salir adelante sin su ayuda teniendo en cuenta la educación que el idiota de su primo le inculcó. Y se preguntaba cómo demonios una dama distinguida la había contratado. No tenía el menor sentido. Por lo que, llegó a pensar que Joana mentía. Y, aunque la curiosidad la carcomía, se abstuvo de hacer cualquier tipo de comentario. Lo que le ocurriese a esa entupida a partir de ahora no era asunto suyo. Ella ya había hecho lo necesario para que no abandonase el redil de las personas decentes. Si Joana no deseaba estar con ella, pues que se largara. No la echaría de menos. Nunca fue una compañía agradable. Siempre taciturna, sin abrir la boca, como si estuviese enfadada con el mundo. Y no entendía la razón. La vida era injusta para todos. No era la primera huérfana ni sería la última. Y Joana la tuvo a ella para echarle una mano para continuar sin carecer de las necesidades básicas y empleándola en un trabajo que, si más bien no era el mejor que existía, sí seguro. Ella, en cambio, sí tenía razón para estar furiosa con el destino. Su matrimonio que, a pesar de haber abandonado el amor muchos años atrás, era estable; con esa seguridad que el tiempo imprime a las dos personas que lo componen, quedó roto por culpa de la intransigencia. De repente, la placidez de su existencia se torno un huracán. Fue barrida por la tormenta. Pero su obstinación la llevó a agarrarse a la columna más fuerte y salió adelante, sin la ayuda de nadie. Y si hace años comenzó de nuevo sola, ahora continuaría sin Joana.
-¿Ya lo tienes todo? Entonces, ya puedes irte. Voy justa al trabajo. ¿Me das las llaves? -dijo con tono acerado.
Joana estuvo a punto de decir algo, pero calló. Se las entregó y caminó delante de ella. Agustina cerró la puerta dando un sonoro portazo. Era el sonido de una despedida agria. Con gesto enérgico bajó la escalera. Joana la siguió. Cuando llegaron a la calle, su prima dijo:
-Bien. Hasta aquí hemos llegado. Es una pena que no aprecies la ayuda que te he ofrecido y que me hayas dejado en la estacada. Espero que la jefa sepa comprender y no me considere una mujer de poca palabra. Pero como soy una buena persona, te deseo que te vaya bien.
-Gracias por todo, prima.
Ni un abrazo, ni un estrechamiento de manos, ni un adiós. Las dos se despidieron con la certeza de que sus vidas jamás volverían a cruzarse. Eran dos puntos tan opuestos que el futuro no podía depararles nada de lo ya experimentado.
Con la sensación de haberse liberado de una gran losa, Joana se encaminó hacia casa de doña Paquita. Ella, al igual que Manolito, se alegraría mucho de su buena suerte.
-¡Te lo dije! Nunca haya que darse por vencida –se entusiasmó doña Paquita la tener noticia de los planes de futuro de su pupila.
-De momento, tengo el trabajo. Ahora toca conservarlo –dijo Joana.
La peluquera arrugó la nariz.
-No me gusta que seas tan pesimista.
-Soy realista.
-¿Y dónde dices que trabajarás?
-En Rambla de Cataluña. Con una señora que se llama Beatriz Vidal, viuda de un tal Sagnier. Es muy elegante y muy amable. Hoy mismo, me llevará a renovar mi vestuario. Dijo que debía vestir acorde con el puesto que voy a representar.
-¡Qué maravilla! Estarás preciosa con ropa de calidad. Enriquecerá aún más tu belleza. Se nota que has entrado en una casa de pudientes. ¿Sagnier has dicho? Ese nombre me suena –musitó Paquita. Se levantó y rebuscó en las revistas sin miramiento; lo cuál extrañó a Joana. Siempre fue una mujer muy ordenada.
-¡Aquí está!
Joana miró la fotografía de la portada. Se trataba de un edificio en construcción. Daban la noticia de que Enric Sagnier i Villavecchia, afamado arquitecto, especialista en arquitectura gótica y romántica, había iniciado las obras de La Escuela de las Damas Negras, en el Paseo de Gracia, número 33. Junto a la gran fotografía, la de un hombre de semblante agradable, pero con gesto sobrio.
-¿No lo entiendes? Vas a vivir en el edificio de este hombre. Que por otro lado, es el hermano del nuevo alcalde. ¿No es estupendo? Ya verás lo que experimentarás. Esa gente siempre tiene reuniones sociales, con artistas, políticos y nobles.
Joana, empalideciendo de repente, le devolvió la revista y dijo:
-Dudo mucho que me mueva entre ellos. Seré dama de compañía, pero al fin y al cabo, no dejaré de ser una sirvienta.
-Deberías estar alegre como unas castañuelas y te veo como triste. ¿Es que no estás contenta de haber salido de ese taller?
-Claro que me siento satisfecha. Sin embargo, tengo miedo. No me siento capacitada para el puesto. Y no entiendo como esa dama me ha contratado. Pero en cuanto el señor alcalde descubra que soy una pobre miserable, le ordenará a la señora que me despida de inmediato.
Doña Paquita le acarició la mejilla con ternura.
-Mi niña. Ella ha visto lo mismo que vi yo el primer día que entraste en esta casa. Un gran potencial. Yo te ayudé a que surgiese parte de él. Ahora ella hará el resto. Si aprovechas esta gran oportunidad, podrás llegar muy lejos. Además, es ella quién te ha empleado, no el alcalde. Y por mucho que mande en la ciudad, esa mujer manda en su casa, ¿no? Así que, fuera esos miedos. Ni un solo paso atrás, cielo. Ni uno solo. El camino es recto y no hay que desviarse.
-Pondré todo mi empeño –aseguró Joana.
La peluquera la abrazó.
-Ven a verme de vez en cuando. Y si estás en algún apuro, no dudes en venir. ¿De acuerdo?
-Lo prometo. Gracias por todo.
Joana sintió el sonido de la puerta que se cerraba. Otra nueva la estaba aguardando para cruzarla. Y a pesar de sentirse terriblemente asustada, no se permitió sucumbir. Con paso firme se encaminó hacia la parte alta de la ciudad. Cuanto más avanzaba, más crecía la sensación de que se estaba equivocando. ¿Qué ocurriría si esa mujer, finalmente, descubría que no servía? Se vería en la calle, sin nada con que alimentarse y por supuesto, no podría regresar con Agustina; a no ser que le suplicase y se humillara perdiendo la dignidad. Esa sola idea la irritó de tal modo que, se juró no tener que hacerlo jamás. No debería tener miedo. Como dijo la señora Paquita, alguna cualidad vio doña Beatriz para quererla a su lado. Era en eso en lo único que debía pensar.
Subió Las Ramblas. Las floristas y vendedores de animales exóticos ya estaban ente sus puestos. Algunos niños vociferaban la prensa sorteando a algún que otro borracho que aún no había encontrado su casa. Ella, en cambio, iba hacia la que sería la suya a partir de esa mañana.
Decidió comprar unas flores para Isabel, como agradecimiento por su inestimable ayuda. En febrero no había muchas para elegir. Optó por una planta de interior.
Sonrió. Los temores se iban disipando y al llegar a la Plaza Cataluña, se elevaron con el estallido de palomas. Cruzó la plaza y se adentró en el Paseo de Gracia. Como siempre, Isabel estaba adecentando el portal.
-¡Buenos días, Joana!
Ella le entregó la planta.
-¡Oh! No debías, no –se sorprendió la mujer.
-Sólo es un detalle como agradecimiento. Me han aconsejado que no le de la luz directa y que la riegue una vez por semana. Espero que le dure. A mí, desgraciadamente, se me mueren todas. No tengo mano para ello.
Isabel acarició con delicadeza las hojas y sonrió ampliamente.
-Pues yo sí. Lucirá muy bien en mí minúscula portería. Le dará un toque alegre.
-Es un alivio saberlo. Tengo que dejarla. Doña Beatriz es fanática de la puntualidad. Ya nos veremos.
-Pues ve. No me gustaría ser la causante de tú primera riña. Suerte, preciosa.
Joana tomó la Rambla de Cataluña. En ese preciso momento circulaba el tranvía número 17 para llegar a San Gervasio. Pensó que nunca había cogido ninguno. Nunca lo necesitó. Puede que a partir de ahora su trabajo sí lo requiriese. Aunque, si debía acompañar a la señora Vidal, dudaba mucho que saliese de casa. No le pareció una mujer dada a los excesos; más bien del tipo que al llegar a cierta edad apenas salía al exterior.
Su corazón casi se le paró al llegar frente al edificio. Alzó la cabeza. Los cinco pisos casi la marearon. Inspiró con fuerza y se plantó ante la puerta. La portera la miró con el mismo aire de superioridad que el día anterior.
Por supuesto, Felisa, estaba al corriente de que había sido empleada. Pero estaba segura de que no dudaría mucho en el puesto. No tenía ni edad, ni planta ni modos para ir de un lado a otro con la señora. A saber de dónde había salido. Seguramente de una de esas casas infectadas de ratas, humedad y habitaciones atestadas de críos. Se apostaba el cuello que no sabia hacer la o ni con un canuto. Ni dos días permanecería en esa casa. El tiempo le daría la razón. Alzó la barbilla y le abrió la puerta de servicio.
-Gracias –musitó Joana.
Cuando llegó a la última planta, apenas le quedaba resuello. Se enjugó la frente con el pañuelo y se arregló el cabello. Alzó la mano y golpeó la puerta con el ángel dorado.
Leonardo, impecablemente vestido como el día anterior, abrió.
-Señorita Balcells, pase –dijo. Cerró tras ellos y le pidió que lo acompañase. Caminaron hasta el final del corredor. Leonardo abrió la puerta y dijo: Esta será su habitación. Espero que sea de su gusto.
Joana no pronunció palabra. ¡Cómo no iba a serlo! Era el cuarto más bonito que había visto en su vida. Sus dimensiones eran tales, que podía abarcar la mitad de su antigua casa. El gran ventanal daba al balcón y la luz entraba a raudales. La cama era el doble de grande que la suya y el colchón enorme y mullido. Pero lo mejor era que no olía a humedad y las paredes estaban decoradas con un papel pintado de color crema con dibujos de aves. Y le pareció muy adecuado, pues en ese instante, sentía algo parecido a la libertad.
-La señora la espera en la sala de invierno dentro de quince minutos. Imagino que deseará refrescarse en el baño –dijo Leonardo abriendo la otra puerta del cuarto.
Joana no pudo evitar emitir un leve gemido de dicha. ¡Había un baño completo en la misma habitación!
-Sí. Me gustaría –dijo sin apenas voz.
-Sea puntual. A la señora le molesta terriblemente tener que aguardar.
En cuanto escuchó el sonido de la puerta cerrarse, corrió hacia el baño. ¡Era magnífico! Mármol en las paredes, bañera de porcelana y los grifos de un dorado impoluto. Le dio la sensación de encontrarse en una de esas residencias que salían en las revistas de doña Paquita. Pero no era una sensación, se dijo, intentando serenarse. Realmente se encontraba instalándose en una de ellas.
Con dedos trémulos abrió el grifo. El agua corrió con total libertad. Mojó los dedos deleitándose en la sensación, recordando que ese gesto fue imposible realizarlo con anterioridad. Ninguna de las casas de la Barceloneta tenía agua corriente. Las mujeres recorrían la calle hasta la fuente para llenar cubos o cántaros. Era un trabajo agotador, pues se debía realizar más de una vez al día; aunque tenía su recompensa. La larga cola propiciaba la charla fácil y que las noticias del barrio se propagaban con rapidez. Una vida que, a partir de ahora, sino metía la pata, quedaría muy atrás.
Se mojó la cara y se secó con la toalla mullida y suave. Cogió el cepillo y se arregló el cabello. Por unos instantes, la sonrisa dio paso a una mueca melancólica. Pensó en lo orgulloso que se sentiría su padre al ver como sus sueños se estaban cumpliendo. Su querida niña no se deslomaría en una fábrica infecta; por el contrario, viviría cómodamente en una casa elegante, propiedad de un insigne arquitecto y siendo la mano derecha de una prestigiosa dama, tía del mismísimo alcalde. Pero, ¿podría hacerlo? No lo sabría hasta que recibiese las primeras órdenes. De lo que sí estaba segura era de que, se esforzaría hasta el agotamiento para que ese sueño no se convirtiese en una pesadilla.
Inspiró con fuerza. No se molestó en guardar la ropa. Dejó el fardo en el armario y la caja de sus tesoros, y salió. Leonardo, como buen mayordomo, la aguardaba para mostrarle la salita.
Doña Beatriz estaba ante una mesa de cristal y patas doradas tomando el desayuno, mientras ojeaba el periódico. Aún iba con bata. De todos modos, la elegancia innata respiraba por cada poro de su piel; al igual que la salita. Al notar su presencia, levantó los ojos y sonrió.
-Buenos días, Joana. ¿Has desayunado?
-Sí, señora.
-De todos modos, toma un café –dijo llenándole una taza.
Joana la cogió y dio un sorbo.
-¿No pretenderás tomártelo de pie? Siéntate. Tenemos que planear el día de hoy –dijo Beatriz Vidal. La miró a través de las gafas y preguntó: ¿No tenías otro vestido? Este es espantoso.
-No, señora. Dijo que me proporcionaría el vestuario.
-¡Ah! Cierto. Mi cabeza ya no es tan ágil como antes. Los años erosionan el cerebro. Eso dice mi médico. Por eso me receta infinidad de vitaminas; que como supondrás, no tomo. Siempre he sido de la opinión que la química no es buena para el cuerpo humano, a no ser que tengas que salvarte de la muerte. Una buena alimentación ordenada es suficiente para llevar una vida sin complicaciones. Tú pareces sana, aunque excesivamente flaca. ¿No serás de esas que no comen para ir a la moda? No entiendo esa manía que les ha entrado a las jóvenes por parecer tablas. Dudo mucho que a los caballeros les guste esa nueva imagen. Les parecerá que llevan colgados en el brazo a un mozalbete. Una mujer ha de tener lo que tiene que tener. De ahí el éxito de esas cupletistas. Demasiado, en mi modesta opinión. Son un peligro. ¿No te parece?
-Nunca he ido al teatro, señora. Solamente las he visto en las gacetas.
-Al igual que yo. Pero tengo sobrinos y no soy sorda –sonrió Beatriz Vidal. Dobló el periódico y se levanto. Se ajustó el cinturón y dijo: Hoy tenemos mucho que hacer. Acompáñame.
Joana la siguió hasta su cuarto. Era una extensión de ella misma. Delicado y encanecido. Se notaba que los años habían pasado por muebles y objetos personales. Aún así, era un lugar hermoso.
Beatriz Vidal abrió el armario y escogió un vestido de entre los cientos que poseía. Era simple. De color verde musgo, cuerpo ajustado y falda un tanto amplia que caía hasta los tobillos. Joana pensó que un poco pasado de moda. Pero, supuso que era lo acorde a su edad. La ayudó a ponérselo y después la peinó. Nadie podía imaginar cuanto disfrutó con ello.
Una vez arreglada, Beatriz se miró en el espejo.
-No está nada mal para una anciana de sesenta y ocho años. ¿No te parece?
-Está usted muy elegante, señora.
-Ahora te toca a ti cambiarte el aspecto. ¿Preparada?
Capitulo 15
Joana se quedó paralizada ante la visión del hermoso coche. Era un Hispano-Suiza de color azul oscuro y con capota movible, que en ese momento estaba colocada. Imaginó que en verano transitarían a descubierto. Un apuesto chófer uniformado las aguardaba frente al edificio.
-Buenos días, Germán. Vamos a los Almacenes el Siglo.
Germán se quitó la gorra para saludarlas y abrió la puerta. Doña Beatriz se acomodó y Joana se sentó junto a ella, notando como el corazón brincaba emocionado. Jamás hubiese imaginado que algún día se encontraría sentada junto a una gran dama en un automóvil que debía ser carísimo.
Cuando arrancó, se asió a los bordes. Un temor vano. El coche se deslizó suavemente.
-El rey tiene uno igualito. Bueno, en crema. Lo pedí de otro color. No por ser distinta. Si me hubiese gustado, no me habría importado. Pero hay que respetar las normas y hubiese sido de muy mal gusto. ¿No te parece?
-Este color me gusta. Es elegante –dijo Joana.
-Y yo estoy encantada con el auto. Esta es una de las modernidades de las que no reniego. Es mucho más cómodo que el carruaje; e indiscutiblemente más rápido. La gasolina es más cara que el forraje. Sin embargo, nos hemos librado de los aromas de la cuadra, que en verano eran casi insoportables. Aunque, le tengo prohibido a Germán que se sobrepase. No deja de ser un mecanismo creado por los hombres y por ello peligroso –dijo Beatriz.
Pero a Joana le parecía un ingenio maravilloso. Las casas, la gente, los objetos, pasaban como estelas a su paso. Era una visión casi mágica y un modo de moverse fantástico, sin apretujones ni olores nauseabundos. El transporte de los privilegiados. Y ahora ella, formaba parte de se círculo.
El viaje apenas duro quince minutos. Los almacenes se encontraban en la Rambla dels Estudis. Se trataba de un edificio de siete pisos. Allí uno, como pudo comprobar Joana al entrar, podía comprar de todo.
Beatriz miró hacia la gran cúpula de cristal de donde colgaba una inmensa lámpara de lágrimas brillantes y dijo:
-Un lugar maravilloso para los amantes de las compras. ¿No te parece? Esto tiene nada menos que ciento cuarenta y nueve mil cuatrocientos sesenta y cuatro palmos de superficie. Lo sé porque mi amigo Leocadio Olivarria fue el arquitecto. Hizo un buen trabajo. ¿Cierto? Es difícil que algo quede elegante siendo de tan grandes dimensiones. Vamos. Hemos de subir al primer piso.
Joana no podía dejar de mirar a su alrededor. Era un edificio impresionante. El patio central estaba rodeado por tiendas. Tras los pasillos que parecían balconadas, las de los pisos superiores.
A su paso pudo ver departamentos de hilaturas, de muebles, zapatería e incluso un departamento dedicado al luto. Se detuvieron el la tienda de ropa ya confeccionada.
La dependienta, una joven de aspecto saludable, figura delgada y vestida a la última moda, sonrió ampliamente.
-Señora Vidal, es un placer verla de nuevo.
-Lo mismo digo, Margarita. Luce usted muy elegante hoy.
-Debe darle las gracias a la empresa. Se esfuerza al máximo para que nuestras prendas sean las mejores. ¿En qué puedo ayudarla?
-Tengo que renovar todo el vestuario de esta jovencita. Necesitamos vestidos de diario, dos de fiesta y alguno de viaje.
-Cómo no. Por favor, siéntense. Les mostraré los de diario.
Margarita abrió uno de los armarios. Decenas de vestidos se mostraron ante ellas. Sacó un par y se los mostró. A joana le parecieron maravillosos, pero la señora Vidal no estuvo de acuerdo. La dependienta sacó dos más. Uno de color crema y el otro de color melocotón. Beatriz aseveró. Margarita abrió el segundo armario. En él se encontraban los vestidos más resistentes, de tela menos delicada. Se decantó por uno de color azul marino y otro marrón. El tercer armario les descubrió los grandes tesoros. Vestidos de tul, de gasa, de terciopelo. Joana sintió como la sangre le bullía. Nunca imaginó que existiese algo tan precioso y en pocos minutos, alguno de ellos serían suyos.
-¿Te gustan estos? –le preguntó doña Beatriz, mostrándole uno de tela de batista de color rosa pálido con bordados florales en un tono más fuerte. Por su forma, se intuía que la tela enfundaba a la silueta como si se tratase de una segunda piel; mientras la falda caía lánguidamente. El otro era de seda gris plateado, sin apenas formas. Un simple cinturón delineaba el talle. Escote en pico, no muy pronunciado y mangas hasta la altura del codo.
-Sí, señora –musitó Joana emocionada.
Al ver el brillo en los ojos de Joana, no pudo evitar que el pasado regresase. Llegó nítido y tan claro que, al verse en el espejo, le pareció imposible que hubiesen pasado cincuenta años desde el día que recibió a la modista para elegir sus primeros vestidos de fiesta. Acaba de cumplir dieciocho años y sería presentada en sociedad. En aquella época era el acto más importe para una joven. Esa noche, la niñez daba paso a una nueva vida como aprendiz de adulta. No volvería a mirar desde lo alto de la escalera el bullicio del salón ni soñar con el futuro. Ahora ella sería una de las protagonistas, luciendo maravillosas galas y joyas; siendo alagada por jóvenes casaderos. Ese pensamiento, le produjo una gran excitación. Las únicas compañías masculinas que tuvo hasta entonces fueron la de sus hermanos y amigos. Y por supuesto, manteniéndose siempre en un segundo plano. Una joven decente jamás iniciaba una conversación y mucho menos, demostrar interés por el sexo contrario. Esta norma no iba a variar en absoluto. Sin embargo, ahora se le permitiría relacionarse en los ambientes festivos, cenas o actos formales. Siempre y cuando, su presentación surgiese como todos esperaban. Un solo fallo y, su reputación quedaría marcada para siempre. Por eso, la elección del vestuario era importantísima. Aunque, nunca entendió esa preocupación. Ninguna muchacha se exhibía con telas de colores vivo y mucho menos de negro. La norma indicaba una gama de tonos apenas diferentes. Del blanco impoluto al beige. Más adelante, podían atreverse con tonos pasteles. Así que, la única decisión era el tipo de tejido. Se decantaron por una seda de color blanco impoluto bordada en hilo de plata con motivos florales. Como dijo su abuela, nada mejor que las flores para una jovencita inocente y bien educada.
Pero los tiempos habían cambiado. Y ella, con los años y la experiencia, también. No deseaba vestir a su dama de compañía como si fuese una criatura a punto de tomar la primera comunión. Deseaba a su lado a alguien que le aportase vitalidad, colorido a su anodina vida. Se levantó.
-Joana se los probará en casa. Aún tenemos que continuar con el vestuario.
-Por supuesto, señora Vidal.