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—No perdamos la perspectiva, yo ya estoy harta de decirlo, es lo único importante.

Doña Rosa va y viene por entre las mesas del Café, tropezando a los clientes con su tremendo trasero. Doña Rosa dice con frecuencia "leñe" y "nos ha merengao". Para doña Rosa, el mundo es su Café, y alrededor de su Café, todo lo demás. Hay quien dice que a doña Rosa le brillan los ojillos cuando viene la primavera y las muchachas empiezan a andar de manga corta. Yo creo que todo eso son habladurías: doña Rosa no hubiera soltado jamás un buen amadeo de plata por nada de este mundo. Ni con primavera ni sin ella. A doña Rosa lo que le gusta es arrastrar sus arrobas, sin más ni más, por entre las mesas. Fuma tabaco de noventa, cuando está a solas, y bebe ojén, buenas copas de ojén, desde que se levanta hasta que se acuesta. Después tose y sonríe. Cuando está de buenas, se sienta en la cocina, en una banqueta baja, y lee novelas y folletines, cuanto más sangrientos, mejor: todo alimenta. Entonces le gasta bromas a la gente y les cuenta el crimen de la calle de Bordadores o el del expreso de Andalucía.

—El padre de Navarrete, que era amigo del general don Miguel Primo de Rivera, lo fue a ver, se plantó de rodillas y le dijo: "Mi general, indulte usted a mi hijo, por amor de Dios"; y don Miguel, aunque tenía un corazón de oro, le respondió: "Me es imposible, amigo Navarrete; su hijo tiene que expiar sus culpas en el garrote".

—"¡Qué tíos! —piensa—, ¡hay que tener ríñones!" Doña Rosa tiene la cara llena de manchas, parece que está siempre mudando la piel como un lagarto. Cuando está pensativa, se distrae y se saca virutas de la cara, largas a veces como tiras de serpentinas. Después vuelve a la realidad y se pasea otra vez, para arriba y para bajo, sonriendo a los clientes, a los que odia en el fondo, con sus dientecillos renegridos, llenos de basura.

Don Leonardo Meléndez debe seis mil duros a Segundo Segura, el limpia. El limpia, que es un grullo, que es igual que un grullo raquítico y entumecido, estuvo ahorrando durante un montón de años para después prestárselo todo a don Leonardo. Le está bien empleado lo que le pasa. Don Leonardo es un punto que vive del sable y de planear negocios que después nunca salen. No es que salgan mal, no; es que, simplemente, no salen, ni bien ni mal. Don Leonardo lleva unas corbatas muy lucidas y se da fijador en el pelo, un fijador muy perfumado que huele desde lejos. Tiene aires de gran señor y un aplomo inmenso, un aplomo de hombre muy corrido. A mí no me parece que la haya corrido demasiado, pero la verdad es que sus ademanes son los de un hombre a quien nunca faltaron cinco duros en la cartera. A los acreedores los trata a patadas y los acreedores le sonríen y le miran con aprecio, por lo menos por fuera. No faltó quien pensara en meterlo en el juzgado y empapelarlo, pero el caso es que hasta ahora nadie había roto el fuego. A don Leonardo, lo que más le gusta decir son dos cosas: palabritas del francés, como, por ejemplo, "madame" y "rué" y "cravate", y también "nosotros los Meléndez". Don Leonardo es un hombre culto, un hombre que denota saber muchas cosas. Juega siempre un par de partiditas de damas y no bebe nunca más que café con leche. A los de las mesas próximas que ve fumando tabaco rubio les dice, muy fino: "¿Me da usted un papel de fumar? Quisiera liar un pitillo de picadura, pero me encuentro sin papel". Entonces el otro se confia: "No, no gasto. Si quiere usted un pitillo hecho..." Don Leonardo pone un gesto ambiguo y tarda unos segundos en responder: "Bueno, fumaremos rubio por variar. A mí la hebra no me gusta mucho, créame usted". A veces el de al lado le dice no más que "no, papel no tengo, siento no poder complacerle", y entonces don Leonardo se queda sin fumar.

Acodados sobre el viejo, sobre el costroso mármol de los veladores, los clientes ven pasar a la dueña, casi sin mirarla ya, mientras piensan, vagamente, en ese mundo que, ¡ay!, no fue lo que pudo haber sido, en ese mundo en el que todo ha ido fallando poco a poco, sin que nadie se lo explicase, a lo mejor por una minucia insignificante. Muchos de los mármoles de los veladores han sido antes lápidas en las Sacramentales; en algunos, que todavía guardan las letras, un ciego podría leer, pasando las yemas de los dedos por debajo de la mesa: "Aquí yacen los restos mortales de la señorita Esperanza Redondo, muerta en la flor de la juventud", o bien "R. I. P. el Excmo. Sr. D. Ramiro López Puente. Subsecretario de Fomento".

Los clientes de los Cafés son gentes que creen que las cosas pasan porque sí, que no merece la pena poner remedio a nada. En el de doña Rosa, todos fuman y los más meditan, a solas, sobre las pobres, amables, entrañables cosas que les llenan o les vacían la vida entera. Hay quien pone al silencio un ademán soñador, de imprecisa recordación, y hay también quien hace memoria con la cara absorta y en la cara pintado el gesto de la bestia ruin, de la amorosa, suplicante bestia cansada: la mano sujetando la frente y el mirar lleno de amargura como un mar encalmado.

Hay tardes en que la conversación muere de mesa en mesa, una conversación sobre gatas paridas, o sobre el suministro, o sobre aquel niño muerto que alguien no recuerda, sobre aquel niño muerto que, ¿no se acuerda usted?, tenia el pelito rubio, era muy mono y más bien delgadito, llevaba siempre un jersey de punto color beige y debia andar por los cinco años. En estas tardes, el corazón del Café late como el de un enfermo, sin compás, y el aire se hace como más espeso, más gris, aunque de cuando en cuando lo cruce, como un relámpago, un aliento más tibio que no se sabe de donde viene, un aliento lleno de esperanza que abre, por unos segundos, un agujerito en cada espíritu.

A don Jaime Arce, que tiene un gran aire a pesar de todo, no hacen más que protestarle letras. En el Café, parece que no, todo se sabe. Don Jaime pidió un crédito a un Banco, se lo dieron y firmó unas letras. Después vino lo que vino. Se metió en un negocio donde lo engañaron, se quedó sin un real, le presentaron las letras al cobro y dijo que no podia pagarlas. Don Jaime Arce es, lo más seguro, un hombre honrado y de mala suerte, de mala pata en esto del dinero. Muy trabajador no es, ésa es la verdad, pero tampoco tuvo nada de suerte. Otros tan vagos o más que él, con un par de golpes afortunados, se hicieron con unos miles de duros, pagaron las letras y andan ahora por ahí fumando buen tabaco y todo el día en taxi. A don Jaime Arce no le pasó esto, le pasó todo lo contrario. Ahora anda buscando un destino, pero no lo encuentra. Él se hubiera puesto a trabajar en cualquier cosa, en lo primero que saliese, pero no salía nada que mereciese la pena y se pasaba el día en el Café, con la cabeza apoyada en el respaldo de pelu che, mirando para los dorados del techo. A veces cantaba por lo bajo algún que otro trozo de zarzuela mientras llevaba el compás con el pie. Don Jaime no solía pensar en su desdicha; en realidad, no solía pensar nunca en nada. Miraba para los espejos y se decía: "¿Quién habrá inventado los espejos?" Después miraba para una persona cualquiera, fijamente, casi con impertinencia: "¿Tendrá hijos esa mujer? A lo mejor, es una vieja pudibunda". "¿Cuántos tuberculosos habrá ahora en este Café?" Don Jaime se hacía un cigarrillo finito, una pajita, y lo encendía. "Hay quien es un artista afilando lápices, les saca una punta que clavaria como una aguja y no la estropean jamás." Don Jaime cambia de postura, se le estaba durmiendo una pierna. "¡Qué misterioso es esto! Tas, tas; tas, tas; y así toda la vida, día y noche, invierno y verano: el corazón."

A una señora silenciosa que suele sentarse al fondo, conforme se sube a los billares, se le murió un hijo, aún no hace un mes. El joven se llamaba Paco, y estaba preparándose para Correos. Al principio dijeron que le había dado un paralís, pero después se vio que no, que lo que le dio fue la meningitis. Duró poco y además perdió el sentido en seguida. Se sabía ya todos los pueblos de León, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva y parte de Valencia (Castellón y la mitad, sobre poco más o menos, de Alicante); fue una pena grande que se muriese. Paco había andado siempre medio malo desde una mojadura que se dio un invierno, siendo niño. Su madre se había quedado sola, porque su otro hijo, el mayor, andaba por el mundo, no se sabía bien dónde. Por las tardes se iba al Café de doña Rosa, se sentaba al pie de la escalera y allí se estaba las horas muertas, cogiendo calor. Desde la muerte del hijo, doña Rosa estaba muy cariñosa con ella. Hay personas a quienes les gusta estar atentas con los que van de luto. Aprovechan para dar consejos o pedir resignación o presencia de ánimo y lo pasan muy bien. Doña Rosa, para consolar a la madre de Paco, le suele decir que, para haberse quedado tonto, más valió que Dios se lo llevara. La madre la miraba con una sonrisa de conformidad y le decía que claro que, bien mirado, tenía razón. La madre de Paco se llamaba Isabel, doña Isabel Montes, viuda de Sanz. Es una señora aún de cierto buen ver, que lleva una capita algo raída. Tiene aire de ser de buena familia. En el Café suelen respetar su silencio y sólo muy de tarde en tarde alguna persona conocida, generalmente una mujer, de vuelta de los lavabos, se apoya en su mesa para preguntarle: "¿Qué? ¿Ya se va levantando ese espíritu?" Doña Isabel sonríe y no contesta casi nunca; cuando está algo más animada, levanta la cabeza, mira para la amiga y dice: "¡Qué guapetona está usted, Fulanita!" Lo más frecuente, sin embargo, es que no diga nunca nada: un gesto con la mano, al despedirse, y en paz. Doña Isabel sabe que ella es de otra clase, de otra manera de ser distinta, por lo menos.

Una señorita casi vieja llama al cerillero.

—¡Padilla!

—¡Voy, señorita Elvira!

—Un tritón.

La mujer rebusca en su bolso, lleno de tiernas, deshonestas cartas antiguas, y pone treinta y cinco céntimos sobre la mesa.

—Gracias.

—A usted.

Enciende el cigarro y echa una larga bocanada de humo, con el mirar perdido. Al poco rato, la señorita vuelve a llamar.

—¡Padilla!

—¡Voy, señorita Elvira!

—¿Le has dado la carta a ése?

—Sí, señorita.

—¿Qué te dijo?

—Nada, no estaba en casa. Me dijo la criada que descuidase, que se la daría sin falta a la hora de la cena.

La señorita Elvira se calla y sigue fumando. Hoy está como algo destemplada, siente escalofríos y nota que le baila un poco todo lo que ve. La señorita Elvira lleva una vida perra, una vida que, bien mirado, ni merecía la pena vivirla. No hace nada, eso es cierto, pero por no hacer nada, ni come siquiera. Lee novelas, va al Café, se fuma algún que otro tritón y está a lo que caiga. Lo malo es que lo que cae suele ser de Pascuas a Ramos, y para eso, casi siempre de desecho de tienta y defectuoso.

A don José Rodríguez de Madrid le tocó un premio de la pedrea, en el último sorteo. Los amigos le dicen:

—Ha habido suertecilla, ¿eh?

Don José responde siempre lo mismo; parece que se lo tiene aprendido:

—¡Bah! Ocho cochinos durejos.

—No, hombre, no explique, que no le vamos a pedir a usted nada.

Don José es escribiente de un juzgado y parece ser que tiene algunos ahorrillos. También dicen que se casó con una mujer rica, una moza manchega que se murió pronto, dejándole todo a don José, y que él se dio buena prisa en vender los cuatro viñedos y los dos olivares que había, porque aseguraba que los aires del campo le hacían mal a las vías respiratorias, y que lo primero de todo era cuidarse.

Don José, en el Café de doña Rosa, pide siempre copita; él no es un cursi ni un pobretón de esos de café con leche. La dueña lo mira casi con simpatía por eso de la común afición al ojén. "El ojén es lo mejor del mundo; es estomacal, diurético y reconstituyente; cria sangre y aleja el espectro de la impotencia." Don José habla siempre con mucha propiedad. Una vez, hace ya un par de años, poco después de terminarse la guerra civil, tuvo un altercado con el violinista. La gente, casi toda, aseguraba que la razón la tenia el violinista, pero don José llamó a la dueña y le dijo: "O echa usted a puntapiés a ese rojo irrespetuoso y sinvergüenza, o yo no vuelvo a pisar el local". Doña Rosa, entonces, puso al violinista en la calle y ya no se volvió a saber más de él.

Los clientes, que antes daban la razón al violinista, empezaron a cambiar de opinión, y al final ya decían que doña Rosa había hecho muy bien, que era necesario sentar mano dura y hacer un escarmiento. "Con estos desplantes, ¡cualquiera sabe a dónde iriamos a parar!" Los clientes, para decir esto, adoptaban un aire serio, ecuánime, un poco vergonzante. "Si no hay disciplina, no hay manera de hacer nada bueno, nada que merezca la pena", se oía decir por las mesas.

Algún hombre ya metido en años cuenta a gritos la broma que le gastó, va ya para el medio siglo, a Madame Pimentón.

—La muy imbécil se creia que me la iba a dar. Si, sí... ¡Estaba lista! La invité a unos blancos y al salir se rompió la cara contra la puerta. ¡Ja, ja! Echaba sangre como un becerro. Decía: "Oh, la, la; oh, la, la", y se marchó escupiendo las tripas. ¡Pobre desgraciada, andaba siempre bebida! ¡Bien mirado, hasta daba risa!

Algunas caras, desde las próximas mesas, lo miran casi con envidia. Son las caras de las gentes que sonreían en paz, con beatitud, en esos instantes en que, casi sin darse cuenta, llegan a no pensar en nada. La gente es cobista por estupidez y, a veces, sonríen aunque en el fondo de su alma sientan una repugnancia inmensa, una repugnancia que casi no pueden contener. Por coba se puede llegar hasta el asesinato; seguramente que ha habido más de un crimen que se haya hecho por quedar bien, por dar coba a alguien.

—A todos estos mangantes hay que tratarlos así; las personas decentes no podemos dejar que se nos suban a las barbas. ¡Ya lo decía mi padre! ¿Quieres uvas? Pues entra por uvas. ¡Ja, ja! ¡La muy zorrupia no volvió a arrimar por allí!

Corre por entre las mesas un gato gordo, reluciente; un gato lleno de salud y de bienestar; un gato orondo y presuntuoso. Se mete entre las piernas de una señora, y la señora se sobresalta.

—¡Gato del diablo! ¡Largo de aquí!

El hombre de la historia le sonríe con dulzura.

—Pero, señora, ¡pobre gato! ¡Qué mal le hacía a usted?

Un jovencito melenudo hace versos entre la baraúnda. Está evadido, no se da cuenta de nada; es la única manera de poder hacer versos hermosos. Si mirase para los lados se le escaparía la inspiración. Eso de la inspiración debe ser como una mariposita ciega y sorda, pero muy luminosa; si no, no se explicarían muchas cosas.

El joven poeta está componiendo un poema largo, que se llama "Destino". Tuvo sus dudas sobre si debía poner "El destino", pero al final, y después de consultar con algunos poetas ya más hechos, pensó que no, que sería mejor titularlo "Destino", simplemente. Era más sencillo, más evocador, más misterioso. Además, así, llamándole "Destino", quedaba más sugeridor, más... ¿cómo diríamos?, más impreciso, más poético. Así no se sabía si se quería aludir a "el destino", o a "un destino", a "destino incierto", a "destino fatal" o "destino feliz" o "destino azul" o "destino violado". "El destino" ataba más, dejaba menos campo para que la imaginación volase en libertad, desligada de toda traba.

El joven poeta llevaba ya vanos meses trabajando en su poema. Tenía ya trescientos y pico de versos, una maqueta cuidadosamente dibujada de la futura edición y una lista de posibles suscríptores, a quienes, en su hora, se les enviaría un boletín, por si querían cubrirlo. Había ya elegido también el tipo de imprenta (un tipo sencillo, claro, clásico; un tipo que se leyese con sosiego; vamos, queremos decir un bodoní), y tenía ya redactada la justificación de la tirada. Dos dudas, sin embargo, atormentaban aún al joven poeta: el poner o no poner el "Laus Deo" rematando el colofón, y el redactar por sí mismo, o no redactar por sí mismo, la nota biográfica para la solapa de la sobrecubierta.

Doña Rosa no era, ciertamente, lo que se suele decir una sensitiva.

—Y lo que le digo, ya lo sabe. Para golfos ya tengo bastante con mi cuñado. ¡Menudo pendón! Usted está todavía muy verdecito, ¿me entiende?, muy verdecito. ¡Pues estaría bueno! ¿Dónde ha visto usted que un hombre sin cultura y sin principios ande por ahí, tosiendo y pisando fuerte como un señorito? ¡No seré yo quien lo vea, se lo juro!

Doña Rosa sudaba por el bigote y por la frente.

—Y tú, pasmado, ya estás yendo por el periódico. ¡Aquí no hay respeto ni hay decencia, eso es lo que pasa! ¡Ya os daría yo para el pelo, ya, si algún día me cabreara! ¡Habráse visto!

Doña Rosa clava sus ojitos de ratón sobre Pepe, el viejo camarero llegado, cuarenta o cuarenta y cinco años atrás, de Mondoñedo. Detrás de los gruesos cristales, los ojitos de doña Rosa parecen los atónitos ojos de un pájaro disecado.

—¡Qué miras! ¡Qué miras! ¡Bobo! ¡Estás igual que el día que llegaste! ¡A vosotros no hay Dios que os quite el pelo de la dehesa! ¡Anda, espabila y tengamos la fiesta en paz, que si fueras más hombre ya te había puesto de patas en la calle! ¿Me entiendes? ¡Pues nos ha merengao!

Doña Rosa se palpa el vientre y vuelve de nuevo a tratarlo de usted.

—Ande, ande... Cada cual a lo suyo. Ya sabe, no perdamos ninguno la perspectiva, ¡qué leñe!, ni el respeto, ¿me entiende?, ni el respeto.

Doña Rosa levantó la cabeza y respiró con profundidad. Los pelitos de su bigote se estremecieron con un gesto retador, con un gesto airoso, solemne, como el de los negros cuernecitos de un grillo enamorado y orgulloso.

Flota en el aire como un pesar que se va clavando en los corazones. Los corazones no duelen y pueden sufrir, hora tras hora, hasta toda una vida, sin que nadie sepamos nunca, demasiado a ciencia cierta, qué es lo que pasa.

Un señor de barbita blanca le da trocitos de bollo suizo, mojado en café con leche, a un niño morenucho que tiene sentado sobre las rodillas. El señor se llama don Trinidad García Sobrino y es prestamista. Don Trinidad tuvo una primera juventud turbulenta, llena de complicaciones y de veleidades, pero en cuanto murió su padre, se dijo: "De ahora en adelante hay que tener cautela; si no, la pringas, Trinidad"; se dedicó a los negocios y al buen orden y acabó rico. La ilusión de toda su vida hubiera sido llegar a diputado; él pensaba que ser uno de quinientos entre veinticinco millones no estaba nada mal. Don Trinidad anduvo coqueteando varios años con algunos personajes de tercera fila del partido de Gil Robles, a ver si conseguía que lo sacasen diputado; a él el sitio le era igual; no tenia ninguna demarcación preferida. Se gastó algunos cuartos en convites, dio su dinero para propaganda, oyó buenas palabras, pero al final no presentaron su candidatura por lado alguno y ni siquiera lo llevaron a la tertulia del jefe. Don Trinidad pasó por momentos duros, de graves crisis de ánimo, y al final acabó haciéndose lerrouxista. En el partido radical parece que le iba bastante bien, pero en esto vino la guerra y con ella el fin de su poco brillante, y no muy dilatada carrera política. Ahora don Trinidad vivía apartado de la "cosa pública", como aquel día memorable dijera don Alejandro, y se conformaba con que lo dejaran vivir tranquilo, sin recordarle tiempos pasados, mientras seguía dedicándose al lucrativo menester del préstamo a interés.

Por las tardes se iba con el nieto al Café de doña Rosa, le daba de merendar y se estaba callado, oyendo la música o leyendo el periódico, sin meterse con nadie.

Doña Rosa se apoya en una mesa y sonríe.

—¿Qué.me dice, Elvirita?

—Pues ya ve usted, señora, poca cosa.

La señorita Elvira chupa del cigarro y ladea un poco la cabeza. Tiene las mejillas ajadas y los párpados rojos, como de tenerlos delicados.

—¿Se le arregló aquello?

—¿Cuál?

—Lo de...

—No, salió mal. Anduvo conmigo tres días y después me regaló un frasco de fijador.

La señorita Elvira sonríe. Doña Rosa entorna la mirada, llena de pesar.

—¡Es que hay gente sin conciencia, hija!

—¡Psché! ¿Qué más da?

Doña Rosa se le acerca, le habla casi al oído.

—¿Por qué no se arregla con don Pablo?

—Porque no quiero. Una también tiene su orgullo, doña Rosa.

—¡Nos ha merengao! ¡Todas tenemos nuestras cosas! Pero lo que yo le digo a usted, Elvirita, y ya sabe que yo siempre quiero para usted lo mejor, es que con don Pablo bien le iba.

—No tanto. Es un tío muy exigente. Y además un baboso. Al final ya lo aborrecía, ¡qué quiere usted!, ya me daba hasta repugnancia.

Doña Rosa pone la dulce voz, la persuasiva voz de los consejos.

—¡Hay que tener más paciencia, Elvirita! ¡Usted es aún muy niña!

—¿Usted cree?

La señorita Elvirita escupe debajo de la mesa y se seca la boca con la vuelta de un guante.

Un impresor enriquecido que se llama Vega, don Mario de la Vega, se fuma un puro descomunal, un puro que parece de anuncio. El de la mesa de al lado le trata de resultar simpático.

—¡Buen puro se está usted fumando, amigo! Vega le contesta sin mirarle, con solemnidad:

—Sí, no es malo, mi duro me costó. Al de la mesa de al lado, que es un hombre raquítico y sonriente, le hubiera gustado decir algo así como: "¡Quién como usted!", pero no se atrevió; por fortuna, le dio la vergüenza a tiempo. Miró para el impresor, volvió a sonreír con humildad, y le dijo:

—¿Un duro nada más? Parece lo menos de siete pesetas.

—Pues no: un duro y treinta de propina. Yo con esto ya me conformo.

—¡Ya puede!

—¡Hombre! No creo yo que haga falta ser un Romanones para fumar estos puros.

—Un Romanones, no, pero ya ve usted, yo no me lo podría fumar, y como yo muchos de los que estamos aquí.

—¿Quiere usted fumarse uno?

—¡Hombre...!

Vega sonrió, casi arrepintiéndose de lo que iba a decir.

—Pues trabaje usted como trabajo yo.

El impresor soltó una carcajada violenta, descomunal. El hombre raquítico y sonriente de la mesa de al lado dejó de sonreír. Se puso colorado, notó un calor quemándole las orejas y los ojos empezaron a escocerle. Agachó la vista para no enterarse de que todo el Café lo estaba mirando; él, por lo menos, se imaginaba que todo el Café le estaba mirando.

Mientras don Pablo, que es un miserable que ve las cosas al revés, sonríe contando lo de Madame Pimentón, la señorita Elvira deja caer la colilla y la pisa. La señorita Elvira, de cuando en cuando, tiene gestos de verdadera princesa.

—¿Qué daño le hacía a usted el gatito? ¡Michino, michino, toma, toma...!

Don Pablo mira a la señora.

—¡Hay que ver qué inteligentes son los gatos! Discurren mejor que algunas personas. Son unos animalitos que lo entienden todo. ¡Michino, michino, toma, toma...!

El gato se aleja sin volver la cabeza y se mete en la cocina.

—Yo tengo un amigo, hombre adinerado y de gran influencia, no se vaya usted a creer que es un pelado, que tiene un gato persa que atiende por Sultán, que es un prodigio.

—¿Sí?

—¡Ya lo creo! Le dice: "Sultán, ven", y el gato viene moviendo su rabo hermoso, que parece un plumero. Le dice: "Sultán, vete", y allá se va Sultán como un caballero muy digno. Tiene unos andares muy vistosos y un pelo que parece seda. No creo yo que haya muchos gatos como ése; ése, entre los gatos, es algo asi como el duque de Alba entre las personas. Mi amigo lo quiere como a un hijo. Claro que también es verdad que es un gato que se hace querer.

Don Pablo pasea su mirada por el Café. Hay un momento que tropieza con la de la señorita Elvira. Don Pablo pestañea y vuelve la cabeza.

—Y lo cariñosos que son los gatos. ¿Usted se ha fijado en lo cariñosos que son? Cuando cogen cariño a una persona ya no se lo pierden en toda la vida.

Don Pablo carraspea un poco y pone la voz grave, importante:

—¡Ejemplo deberían tomar muchos seres humanos!

—Verdaderamente.

Don Pablo respira con profundidad. Está satisfecho. La verdad es que eso de "ejemplo deberían tomar, etc." algo que le ha salido bordado.

Pepe, el camarero, se vuelve a su rincón sin decir ni palabra. Al llegar a sus dominios, apoya una mano sobre el respaldo de una silla y se mira, como si mirase algo muy raro muy extraño, en los espejos. Se ve de frente, en el de más cerca; de espalda, en el del fondo; de perfil, en los de las esquinas.

—A esta tia bruja lo que le vendría de primera es que la abrieran en canal un buen día. ¡Cerda! ¡Tía zorra!

Pepe es un hombre a quien las cosas se le pasan pronto; le basta con decir por lo bajo una frasecita que no se hubiera atrevido jamás a decir en voz alta.

—¡Usurera! ¡Guarra! ¡Que te comes el pan de los pobres!

A Pepe le gusta mucho decir frases lapidarias en los momentos del mal humor. Después se va distrayendo poco a poco y acaba por olvidarse de todo.

Dos niños de cuatro o cinco años juegan aburridamente, sin ningún entusiasmo, al tren por entre las mesas. Cuando van hacia el fondo, va uno haciendo de máquina y otro dé vagón. Cuando vuelven hacia la puerta, cambian. Nadie les hace caso, pero ellos siguen impasibles, desganados, andando para arriba y para abajo con una seriedad tremenda. Son dos niños ordenancistas, consecuentes, dos niños que juegan al tren, aunque se aburren como ostras, porque se han propuesto divertirse y, para divertirse, se han propuesto, pase lo que pase, jugar al tren durante toda la tarde. Si ellos no lo consiguen, ¿qué culpa tienen? Ellos hacen todo lo posible. Pepe los mira y les dice:

—Que os vais a ir a caer...

Pepe habla el castellano, aunque lleva ya casi medio siglo en Castilla, traduciendo directamente del gallego. Los niños le contestan "no, señor", y siguen jugando al tren sin fe, sin esperanza, incluso sin caridad, como cumpliendo un penoso deber.

Doña Rosa se mete en la cocina.

—¿Cuántas onzas echaste, Gabriel?

—Dos, señorita.

—¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡Así no hay quien pueda! ¡Y después, que si bases de trabajo, y que si la Virgen! ¿No te dije bien claro que no echases más que onza y media? Con vosotros no vale hablar en español, no os da la gana de entender.

Doña Rosa respira y vuelve a la carga. Respira como una máquina, jadeante, precipitada: todo el cuerpo en sobresalto y un silbido roncándole por el pecho.

—Y si a don Pablo le parece que está muy claro, que se vaya con su señora a donde se lo den mejor. ¡Pues estaría bueno! ¡Habráse visto! Lo que no sabe ese piernas desgraciado es que lo que aquí sobran, gracias a Dios, son clientes. ¿Te enteras? Si no le gusta, que se vaya; eso saldremos ganando. ¡Pues ni que fueran reyes! Su señora es una víbora, que me tiene muy harta. ¡Muy harta es lo que estoy yo de la doña Pura!

Gabriel la previene, como todos los dias.

—¡Que la van a oír, señorita!

—¡Que me oigan si quieren, para eso lo digo! ¡Yo no tengo pelos en la lengua! ¡Lo que yo no sé es cómo ese mastuerzo se atrevió a despedir a la Elvirita, que es igual que un ángel y que no vivia pensando más que en darle gusto, y aguanta como un cordero a la liosa de la doña Pura, que es un culebrón siempre riéndose por lo bajo! En fin, como decía mi madre, que en paz descanse: ¡vivir para ver!

Gabriel trata de arreglar el desaguisado.

—¿Quiere que quite un poco?

—Tú sabrás lo que tiene que hacer un hombre honrado, un hombre que esté en sus cabales y no sea un ladrón. ¡Tú, cuando quieres, muy bien sabes io que te conviene!

Padilla, el cerillero, habla con un cliente nuevo que le compró un paquete entero de tabaco.

—¿Y está siempre así?

—Siempre, pero no es mala. Tiene el genio algo fuerte, pero después no es mala.

—¡Pero a aquel camarero le llamó bobo!

—¡Anda, eso no importa! A veces también nos llama maricas y rojos. El cliente nuevo no puede creer lo que está viendo.

—Y ustedes, ¿tan tranquilos?

—Sí, señor; nosotros tan tranquilos. El cliente nuevo se encoge de hombros.

—Bueno, bueno...

El cerillero se va a dar otro recorrido al salón.

El cliente se queda pensativo.

—Yo no sé quién será más miserable, si esa foca sucia y enlutada o esta partida de gaznápiros. Si la agarrasen un día y le dieran una somanta entre todos, a lo mejor entraba en razón. Pero, ¡ca!, no se atreven. Por dentro estarán todo el día mentándole al padre, pero por fuera, ¡ya lo vemos! "¡Bobo, lárgate! ¡Ladrón, desgraciado!" Ellos, encantados. "Si, señor; nosotros tan tranquilos." ¡Ya lo creo! Caray con esta gente, ¡asi da gusto!

El cliente sigue fumando. Se llama Mauricio Segovia y está empleado en la Telefónica. Digo todo esto porque, a lo mejor, después vuelve a salir. Tiene unos treinta y ocho o cuarenta años y el pelo rojo y la cara llena de pecas. Vive lejos, por Atocha; vino a este barrio por casualidad, vino detrás de una chica que, de repente, antes de que Mauricio se decidiese a decirle nada, dobló una esquina y se metió por el primer portal.

Segundo, el limpia, va voceando:

—¡Señor Suárez! ¡Señor Suárez!

El señor Suárez, que tampoco es un habitual, se levanta de donde está y va al teléfono. Anda cojeando, cojeando de arriba, no del pie. Lleva un traje a la moda, de un color clarito, y usa lentes de pinza. Representa tener unos cincuenta años y parece dentista o peluquero. También parece, fijándose bien, un viajante de productos químicos. El señor Suárez tiene todo el aire de ser un hombre muy atareado, de esos que dicen al mismo tiempo: "Un exprés solo; el limpia; chico, búscame un taxi". Estos señores tan ocupados, cuando van a la peluquería, se afeitan, se cortan el pelo, se hacen las manos, se limpian los zapatos y leen el periódico. A veces, cuando se despiden de algún amigo, le advierten: "De tal a tal hora, estaré en el Café; después me daré una vuelta por el despacho, y a la caída de la tarde me pasaré por casa de mi cuñado; los teléfonos vienen en la guía; ahora me voy porque tengo todavía multitud de pequeños asuntos que resolver". De estos hombres se ve en seguida que son los triunfadores, los señalados, los acostumbrados a mandar.

Por teléfono, el señor Suárez habla en voz bajá, atiplada, una voz de lila, un poco redicha. La chaqueta le está algo corta y el pantalón le queda ceñido, como el de un torero.

—¿Eres tú?

—¡Descarado, más que descarado! ¡Eres un carota!

—Sí... Sí... Bueno, como tú quieras.

—Entendido. Bien; descuida, que no faltaré.

—Adiós, chato.

—¡Je, je! ¡Tú siempre con tus cosas! Adiós, pichón; ahora te recojo.

El señor Suárez vuelve a su mesa. Va sonriendo y ahora lleva la cojera algo temblona, como estremecida; ahora lleva una cojera casi cachonda, una cojera coqueta, casquivana. Paga su café, pide un taxi y, cuando se lo traen, se levanta y se va. Mira con la frente alta, como un gladiador romano; va rebosante de satisfacción, radiante de gozo.

Alguien lo sigue con la mirada hasta que se lo traga la puerta giratoria. Sin duda alguna, hay personas que llaman más la atención que otras. Se les conoce porque tienen como una estrellita en la frente.

La dueña da media vuelta y va hacia el mostrador. La cafetera niquelada borbotea pariendo sin cesar tazas de café exprés, mientras la registradora de cobriza antigüedad suena constantemente.

Algunos camareros de caras flaccidas, tristonas, amarillas, esperan, embutidos en sus trasnochados smokings, con el borde de la bandeja apoyada sobre el mármol, a que el encargado les dé las consumisiones y las doradas y plateadas chapitas de las vueltas.

El encargado cuelga el teléfono y reparte lo que le piden.

—¿Conque otra vez hablando por ahí, como si no hubiera nada que hacer?

—Es que estaba pidiendo más leche, señorita. —¡Sí, más leche! ¿Cuánta han traído esta mañana? —Como siempre, señorita: sesenta.—¿Y no ha habido bastante?

—No, parece que no va a llegar.

—Pues, hijo, ¡ni que estuviésemos en la Maternidad! ¿Cuánta has pedido?

—Veinte más.

—¿Y no sobrará?

—No creo.

—¿Cómo "no creo"? ¡Nos ha merengao! ¿Y si sobra, di?

—No, no sobrará. ¡Vamos, digo yo!

—Si, "digo yo", como siempre, "digo yo", eso es muy cómodo. ¿Y si sobra?

—No, ya verá como no ha de sobrar. Mire usted cómo está el salón.

—Sí, claro, cómo está el salón, cómo está el salón. Eso se dice muy pronto. ¡Porque soy honrada y doy bien, que si no ya verías a donde se iban todos! ¡Pues menudos son!

Los camareros, mirando para el suelo, procuran pasar inadvertidos.

—Y vosotros, a ver si os alegráis. ¡Hay muchos cafés solos en esas bandejas! ¿Es que no sabe la gente que hay suizos, y mojicones, y torteles? No, ¡si ya lo sé! ¡Si sois capaces de no decir nada! Lo que quisierais es que me viera en la miseria, vendiendo los cuarenta iguales. ¡Pero os reventáis! Ya sé yo con quienes me juego la tela. ¡Estáis buenos! Anda, vamos, mover las piernas y pedir a cualquier santo que no se me suba la sangre a la cabeza.

Los camareros, como quien oye llover, se van marchando del mostrador con los servicios. Ni uno solo mira para doña Rosa. Ninguno piensa, tampoco, en doña Rosa.

Uno de los hombres que, de codos sobre el velador, ya sabéis, se sujeta la pálida frente con la mano —triste y amarga la mirada, preocupada y como sobrecogida la expresión—, habla con el camarero. Trata de sonreír con dulzura, parece un niño abandonado que pide agua en una casa del camino.

El camarero hace gestos con la cabeza y llama al echador.

Luis, el echador, se acerca hasta la dueña.

—Señorita, dice Pepe que aquel señor no quiere pagar.

—Pues que se las arregle corno pueda para sacarle los cuartos; eso es cosa suya; si no se los saca, dile que se le pegan al bolsillo y en paz. ¡Hasta ahí podíamos llegar! La dueña se ajusta los lentes y mira.

—¿Cuál es?

—Aquel de allí, aquel que lleva gafitas de hierro.

—¡Anda, qué tío, pues esto si que tiene gracia! ¡Con esa cara! Oye, ¿y por qué regla de tres no quiere pagar?

—Ya ve... Dice que se ha venido sin dinero.

—¡Pues sí, lo que faltaba para el duro! Lo que sobran en este país son picaros.

El echador, sin mirar para los ojos de doña Rosa, habla con un hilo de voz:

—Dice que cuando tenga ya vendrá a pagar. Las palabras, al salir de la garganta de doña Rosa, suenan como el latón.

—Eso dicen todos y después, para uno que vuelve, cien se largan, y si te he visto no me acuerdo. ¡Ni hablar! ¡Cria cuervos y te sacarán los ojos! Dile a Pepe que ya sabe: a la calle con suavidad, y en la acera, dos patadas bien dadas donde se tercie. ¡Pues nos ha merengao!

El echador se marchaba cuando doña Rosa volvió a hablarle.

—¡Oye! ¡Dile a Pepe que se fije en la cara!

—Sí, señorita.

Doña Rosa se quedó mirando para la escena. Luis llega, siempre con sus lecheras, hasta Pepe y le habla al oído.

—Eso es todo lo que dice. Por mí, ¡bien lo sabe Dios!

Pepe se acerca al cliente y éste se levanta con lentitud. Es un hombrecillo desmedrado, paliducho, enclenque, con lentes de pobre alambre sobre la mirada. Lleva la americana raída y el pantalón desflecado. Se cubre con un flexible gris oscuro, con la cinta llena de grasa, y lleva un libro forrado de papel de periódico debajo del brazo.

—Si quiere, le dejo el libro.

—No. Ande, a la calle, no me alborote.

El hombre va hacia la puerta con Pepe detrás. Los dos salen afuera. Hace frío y las gentes pasan presurosas. Los vendedores vocean los diarios de la tarde. Un tranvía tristemente, trágicamente, casi lúgubremente bullanguero, baja por la calle de Fuencarral.

El hombre no es un cualquiera, no es uno de tantos, no es un hombre vulgar, un hombre del montón, un ser corriente y moliente; tiene un tatuaje en el brazo izquierdo y una cicatriz en la ingle. Ha hecho sus estudios y traduce algo del francés. Ha seguido con atención el ir y venir del movimiento intelectual y literario, y hay algunos folletones de El Sol que todavía podría repetirlos casi de memoria. De mozo tuvo una novia suiza y compuso poesías ultraístas.

El limpia habla con don Leonardo. Don Leonardo le está diciendo:

—Nosotros los Meléndez, añoso tronco emparentado con las más rancias familias castellanas, hemos sido otrora dueños de vidas y haciendas. Hoy, ya lo ve usted, ¡casi en medio de la rué!

Segundo Segura siente admiración por don Leonardo. El que don Leonardo le haya robado sus ahorros es, por lo visto, algo que le llena de pasmo y de lealtad. Hoy don Leonardo está locuaz con él, y él se aprovecha y retoza a su alrededor como un perrillo faldero. Hay días, sin embargo, en que tiene peor suerte y don Leonardo lo trata a patadas. En esos días desdichados, el limpia se le acerca sumiso y le habla humildemente, quedamente.

—¿Qué dice usted?

Don Leonardo ni le contesta. El limpia no se preocupa y vuelve a insistir.

—¡Buen día de frío!

—Si.

El limpia entonces sonríe. Es feliz y, por ser correspondido, hubiera dado gustoso otros seis mil duros.

—¿Le saco un poco de brillo?

El limpia se arrodilla, y don Leonardo, que casi nunca suele ni mirarle, pone el pie con, displicencia en la plantilla de hierro de la caja.

Pero hoy, no. Hoy don Leonardo está contento. Segura mente está redondeando el anteproyecto para la creación ile una importante Sociedad Anónima.

—En tiempos, ¡oh, mon Dieu!, cualquiera de nosotros se asomaba a la Bolsa y allí nadie compraba ni vendía hasta ver lo que hacíamos.

—¡Hay que ver! ¿Eh?

Don Leonardo hace un gesto ambiguo con la boca, mientras con la mano dibuja jeribeques en el aire.

—¿Tiene usted un papel de fumar? —dice al de la mesa de al lado—; quisiera fumar un poco de picadura y me encuentro sin papel en este momento.

El limpia calla y disimula; sabe que es su deber.

Doña Rosa se acerca a la mesa de Elvirita, que habia estado mirando para la escena del camarero y el hombre que no pagó el café.

—¿Ha visto usted, Elvirita?

La señorita Elvira tarda unos instantes en responder.

—¡Pobre chico! A lo mejor no ha comido en todo el día, doña Rosa.

—¿Usted también me sale romántica? ¡Pues vamos servidos! Le juro a usted que a corazón tierno no hay quien me gane, pero, ¡con estos abusos!

Elvirita no sabe qué contestar. La pobre es una sentimental que se echó a la vida para no morirse de hambre, por lo menos, demasiado de prisa. Nunca supo hacer nada y, además, tampoco es guapa ni de modales finos. En su casa, de niña, no vio más que desprecio y calamidades.

Elvirita era de Burgos, hija de un punto de mucho cuidado, que se llamó, en vida, Fidel Hernández. A Fidel Hernández, que mató a la Eudosia, su mujer, con una lezna de zapatero, lo condenaron a muerte y lo agarrotó Gregorio Ma yoral en el año 1909. Lo que él decia: "Si la mato a sopas con sulfato, no se entera ni Dios". Elvirita, cuando se que do huérfana, tenia once o doce años y se fue a Villalón, a vivir con una abuela, que era la que pasaba el cepillo del pan de San Antonio en la parroquia. La pobre vieja vivia mal, y cuando le agarrotaron al hijo empezó a desinflarse y al poco tiempo se murió. A Elvirita la embromaban las otras mozas del pueblo enseñándole la picota y diciéndole: "¡En otra igual colgaron a tu padre, tía asquerosa!" Elvirita, un dia que ya no pudo aguantar más, se largó del pueblo con un asturiano que vino a vender peladillas por la función. Anduvo con él dos años largos, pero como le daba unas tundas tremendas que la deslomaba, un día, en Orense, lo mandó al cuerno y se metió de pupila en casa de la Pelona, en la calle del Villar, donde conoció a una hija de la Marraca, la leñadora de la pradera de Francelos, en Ribadavia, que tuvo doce hijas, todas busconas. Desde entonces, para Elvirita todo fue rodar y coser y cantar, digámoslo así.

La pobre estaba algo amargada, pero no mucho. Además, era de buenas intenciones y, aunque tímida, todavía un poco orgullosa.

Don Jaime Arce, aburrido de estar sin hacer nada, mirando para el techo y pensando en vaciedades, levanta la cabeza del respaldo y explica a la señora silenciosa del hijo muerto, a la señora que ve pasar la vida desde debajo de la escalera de caracol que sube a los billares:

—Infundios... Mala organización... También errores, no lo niego. Créame que no hay más. Los bancos funcionan defectuosamente, y los notarios, con sus oficiosidades, con sus precipitaciones, echan los pies por alto antes de tiempo y organizan semejante desbarajuste que después no hay quien se entienda.

Don Jaime pone un mundano gesto de resignación.

—Luego viene lo que viene: los protestos, los líos y la monda.

Don Jaime Arce habla despacio, con parsimonia, incluso con cierta solemnidad. Cuida el ademán y se preocupa por dejar caer las palabras lentamente, como para ir viendo, y midiendo y pesando, el efecto que hacen. En el fondo, no carece también de cierta sinceridad. La señora del hijo muerto, en cambio, es como una tonta que no dice nada; escucha y abre los ojos de una manera rara, de una manera que parece más para no dormirse que para atender.

—Eso es todo, señora, y lo demás, ¿sabe lo que le digo?, lo demás son macanas.

Don Jaime Arce es hombre que habla muy bien, aunque dice, en medio de una frase bien cortada, palabras poco finas, como la monda, o el despiporrio, y otras por el estilo.

La señora lo mira y no dice nada. Se limita a mover la cabeza, para adelante y para atrás, con un gesto que tampoco significa nada.

—Y ahora, ¡ya ve usted!, en labios de la gente. ¡Si mi pobre madre levantara la cabeza!

La señora, la viuda de Sanz, doña Isabel Montes, cuando don Jaime andaba por lo de "¿Sabe lo que le digo?", empezó a pensar en su difunto, en cuando lo conoció, de veintitrés años, apuesto, elegante, muy derecho, con el bigote engomado. Un vaho de dicha recorrió, un poco confusamente, su cabeza, y doña Isabel sonrió, de una manera muy discreta, durante medio segundo. Después se acordó ' del pobre Paquito, de la cara de bobo que se le puso con la meningitis, y se entristeció de repente, incluso con violencia.

Don Jaime Arce, cuando abrió los ojos que había entornado para dar mayor fuerza a lo de "¡Si mi pobre madre levantara la cabeza!", se fijó en doña Isabel y le dijo, obsequioso:

—¿Se siente usted mal, señora? Está usted un poco pálida.

—No, nada, muchas gracias. ¡Ideas que se le ocurren a una!

Don Pablo, como sin querer, mira siempre un poco de reojo para la señorita Elvira. Aunque ya todo terminó, él no puede olvidar el tiempo que pasaron juntos. Ella, bien mirado, era buena, dócil, complaciente. Por fuera, don Pablo fingía como despreciarla y la llamaba tía guarra y meretriz, pero por dentro la cosa variaba. Don Pablo, cuando, en voz baja, se ponía tierno, pensaba: "No son cosas del sexo, no; son cosas del corazón". Después se le olvidaba y la hubiera dejado morir de hambre y de lepra con toda tranquilidad; don Pablo era asi.

—Oye, Luis, ¿qué pasa con ese joven?

—Nada, don Pablo, que no le daba la gana de pagar el café que se había tomado.

—Habérmelo dicho, hombre; parecía buen muchacho.

—No se fíe; hay mucho mangante, mucho desaprensivo. Doña Pura, la mujer de don Pablo, dice:

—Claro que hay mucho mangante y mucho desaprensivo, ésa es la verdad. ¡Si se pudiera distinguir! Lo que tendría que hacer todo el mundo es trabajar como Dios manda, ¿verdad, Luis?

—Puede; sí, señora.

—Pues eso. Así no habría dudas. El que trabaje que se tome su café y hasta un bollo suizo si le da la gana; pero el que no trabaje..., ¡pues mira! El que no trabaja no es digno de compasión; los demás no vivimos del aire.

Doña Pura está muy satisfecha de su discurso; realmente le ha salido muy bien.

Don Pablo vuelve otra vez la cabeza hacia la señora que se asustó del gato.

—Con estos tipos que no pagan el café hay que andarse con ojo, con mucho ojo. No sabe uno nunca con quién tropieza. Ése que acaban de echar a la calle, lo mismo es un ser genial, lo que se dice un verdadero genio como Cervantes o como Isaac Peral, que un fresco redomado. Yo le hubiera pagado el café. ¿A mi qué más me da un café de más que de menos?

—Claro.

Don Pablo sonrió como quien, de repente, encuentra que tiene toda la razón.

—Pero eso no lo encuentra usted entre los seres irracionales. Los seres irracionales son más gallardos y no engañan nunca. Un gatito noble como ése, ¡je, je!, que tanto miedo le daba, es una criatura de Dios, que lo que quiere es jugar, nada más que jugar.

A don Pablo le sube a la cara una sonrisa de beatitud. Si se le pudiese abrir el pecho, se le encontraría un corazón negro y pegajoso como la pez.

Pepe vuelve a entrar a los pocos momentos. La dueña, que tiene las manos en los bolsillos del mandil, los hombros echados para atrás y las piernas separadas, lo llama con una voz seca, cascada; con una voz que parece el chasquido de un timbre con la campanilla partida.

—Ven acá.

Pepe casi no se atreve a mirarla.

—¿Qué quiere?

—¿Le has arreado?

—Sí, señorita.

—¿Cuántas?

—Dos.

La dueña entorna los ojitos tras los cristales, saca las manos de los bolsillos y se las pasa por la cara, donde apuntan los cañotes de la barba, mal tapados por los polvos de arroz.

—¿Dónde se las has dado?

—Donde pude; en las piernas.

—Bien hecho. ¡Para que aprenda! ¡Así otra vez no querrá robarle el dinero a las gentes honradas!

Doña Rosa, con sus manos gordezuelas apoyadas sobre el vientre, hinchado como un pellejo de aceite, es la imagen misma de la venganza del bien nutrido contra el hambriento. ¡Sinvergüenzas! ¡Perros! De sus dedos como morcillas se reflejan hermosos, casi lujuriosos, los destellos de las lámparas.

Pepe, con la mirada humilde, se aparta de la dueña. En el fondo, aunque no lo sepa demasiado, tiene la conciencia tranquila.

Don José Rodríguez de Madrid está hablando con dos amigos que juegan a las damas.

—Ya ven ustedes, ocho duros, ocho cochinos duros. Después la gente, habla que te habla. Uno de los jugadores le sonríe.

—¡Menos da una piedra, don José!

—¡Psché! Poco menos. ¿A dónde va uno con ocho duros?

—Hombre, verdaderamente, con ocho duros poco se puede hacer, ésa es la verdad; pero, ¡en fin!, lo que yo digo, para casa todo, menos una bofetada.

—Sí, eso también es verdad; después de todo, los he ganado bastante cómodamente...

Al violinista a quien echaron a la calle por contestar a don José, ocho duros le duraban hasta ocho días. Comía poco y mal, cierto es, y no fumaba más que de prestado, pero conseguía alargar los ocho duros durante una semana entera; seguramente, habría otros que aún se defendían con menos.

La señorita Elvira llama al cerillero.

—¡Padilla!

—¡Voy, señorita Elvira!

—Dame dos tritones; mañana te los pago.

—Bueno.

Padilla sacó los dos tritones y se los puso a la señorita Elvira sobre la mesa.

—Uno es para luego, ¿sabes?, para después de la cena.

—Bueno, ya sabe usted, aquí hay crédito. El cerillero sonrió con un gesto de galantería. La señorita Elvira sonrió también.

—Oye, ¿quieres darle un recado a Macario?

—Sí.

—Dile que toque "Luisa Fernanda", que haga el favor.

El cerillero se marchó arrastrando los pies, camino de la tarima de los músicos. Un señor que llevaba ya un rato timándose con Elvirita, se decidió por fin a romper el hielo.

—Son bonitas las zarzuelas, ¿verdad, señorita?

La señorita Elvira asintió con un mohín. El señor no se desanimó; aquel visaje lo interpretó como un gesto de simpatía.

—Y muy sentimentales, ¿verdad? La señorita Elvira entornó los ojos. El señor tomó nuevas fuerzas.

—¿A usted le gusta el teatro?

—Si es bueno...

El señor se rió como festejando una ocurrencia muy chistosa. Carraspeó un poco, ofreció fuego a la señorita Elvira, y continuó:

—Claro, claro. ¿Y el cine? ¿También le agrada el cine?

—A veces...

El señor hizo un esfuerzo tremendo, un esfuerzo que le puso colorado hasta las cejas.

—Esos cines oscuritos, ¿eh?, ¿qué tal?

La señorita Elvira se mostró digna y suspicaz.

—Yo al cine voy siempre a ver la película. El señor reaccionó.

—Claro, naturalmente, yo también... Yo lo decía por los jóvenes, claro, por las parejitas, ¡todos hemos sido jóvenes!... Oiga, señorita, he observado que es usted fumadora; a mí esto de que las mujeres fumen me parece muy bien, claro que muy bien; después de todo, ¿qué tiene de malo? Lo mejor es que cada cual viva su vida, ¿no le parece a usted? Lo digo porque, si usted me lo permite (yo ahora me tengo que marchar, tengo mucha prisa, ya nos encontraremos otro día para seguir charlando), si usted me lo permite, yo tendría mucho gusto en... vamos, en proporcionarle una cajetilla de tritones.

El señor habla precipitadamente, azoradamente. La señorita Elvira le respondió con cierto desprecio, con el gesto de quien tiene la sartén por el mango.

—Bueno, ¿por qué no? ¡Si es capricho!

El señor llamó al cerillero, le compró la cajetilla, se la entregó con su mejor sonrisa a la señorita Elvira, se puso el abrigo, cogió el sombrero y se marchó. Antes le dijo a la señorita Elvira:

—Bueno, señorita, tanto gusto. Leoncio Maestre, para servirla. Como le digo, ya nos veremos otro día. A lo mejor somos buenos amiguitos.

La dueña llama al encargado. El encargado se llama López, Consorcio López, y es natural de Tomelloso, en la provincia de Ciudad Real, un pueblo grande y hermoso y de mucha riqueza. López es un hombre joven, guapo, incluso atildado, que tiene las manos grandes y la frente estrecha. Es un poco haragán y los malos humores de doña Rosa se los pasa por la entrepierna. "A esta tía —suele decir— lo mejor es dejarla hablar; ella sola se para." Consorcio López es un filósofo práctico; la verdad es que su filosofia le da buen resultado. Una vez, en Tomelloso, poco antes de venirse para Madrid, diez o doce años atrás, el hermano de una novia que tuvo, con la que no quiso casar después de hacerle dos gemelos, le dijo: "O te casas con la Marujita o te los corto donde te encuentre". Consorcio, como no quería casarse ni tampoco quedar capón, cogió el tren y se metió en Madrid; la cosa debió irse poco a poco olvidando porque la verdad es que no volvieron a meterse con él. Consorcio llevaba siempre en la cartera dos fotos de s gemelitos: una, de meses aún, desnuditos encima de un cojin, y otra de cuando hicieron la primera comunión, que había mandado su antigua novia, Maruja Ranero, entonces ya señora de Gutiérrez.

Doña Rosa, como decimos, llamó al encargado.

—¡López!

—Voy, señorita.

—¿Cómo andamos de vermú?

—Bien, por ahora bien.

—¿Y de anís?

—Así, así. Hay algunos que ya van faltando.

—¡Pues que beban de otro! Ahora no estoy para meterme en gastos, no me da la gana. ¡Pues anda con las exigencias! Oye, ¿has comprado eso?

—¿El azúcar?

—Sí.

—Si; mañana lo van a traer.

—¿A catorce cincuenta, por fin?

—Sí; querían a quince, pero quedamos en que, por junto, bajarían esos dos reales.

—Bueno, ya sabes: bolsita y no repite ni Dios. ¿Estamos?

—Si, señorita.

El jovencito de los versos está con el lápiz entre los labios, mirando para el techo. Es un poeta que hace versos "con idea". Esta tarde la idea ya la tiene. Ahora le faltan consonantes. En el papel tiene apuntados ya algunos. Ahora busca algo que rime bien con río y que no sea tio, ni tronío; albedrío, le anda ya rondando. Estío, también.

—Me aguarda una caparazón estúpida, una concha de hombre vulgar.

La niña de ojos azules... Quisiera, sin embargo, ser fuerte, fortísimo. De ojos azules y bellos... O la obra mata al hombre o el hombre mata a la obra. La de los rubios cabellos... ¡Morir! ¡Morir, siempre! Y dejar un breve libro de poemas. ¡Qué bella, qué bella está...!

El joven poeta está blanco, muy blanco, y tiene dos rosetones en los pómulos, dos rosetones pequeños.

—La niña de ojos azules... Río, rio, río. De ojos azules y bellos... Tronío, tío, tronío, tio. La de los rubios cabellos... Albedrío. Recuperar de pronto su albedrío. La niña de ojos azules... Estremecer de gozo su albedrío. De ojos azules y bellos... Derramando de golpe su albedrío. La niña de ojos azules... Y ahora ya tengo, intacto, mi albedrío. La niña de ojos azules... O volviendo la cara al manso estío. La niña de ojos azules... La niña de ojos... ¿Cómo tiene la niña los ojos...? Cosechando las mieses del estío. La niña... ¿Tiene ojos la niña...? Larán, larán, larán, larán, la, estío...

El jovencito, de pronto, nota que se le borra el Café.

—Besando el universo en el estío. Es gracioso... Se tambalea un poco, como un niño mareado, y siente que un calor intenso le sube hasta las sienes.

—Me encuentro algo... Quizás mi madre... Sí; estío, estío... Un hombre vuela sobre una mujer desnuda... ¡Qué tío...! No, tío, no... Y entonces yo le diré: ¡jamás!... El mundo, el mundo... Sí, gracioso, muy gracioso...

En una mesa del fondo, dos pensionistas, pintadas como monas, hablan de los músicos.

—Es un verdadero artista; para mí es un placer escucharle. Ya me lo decía mi difunto Ramón, que en paz descanse: "Fíjate, Matilde, sólo en la manera que tiene de echarse el violin a la cara". Hay que ver lo que es la vida: si ese chico tuviera padrinos llegaría muy lejos.

Doña Matilde pone los ojos en blanco. Es gorda, sucia y pretensiosa. Huele mal y tiene una barriga tremenda, toda llena de agua.

—Es un verdadero artista, un artistazo.

—Sí, verdaderamente: yo estoy todo el día pensando en esta hora. Yo también creo que es un verdadero artista. Cuando toca, como él sabe hacerlo, el vals de "La viuda alegre", me siento otra mujer.

Doña Asunción tiene un condescendiente aire de oveja.

—¿Verdad que aquélla era otra música? Era más fina, ¿verdad?, más sentimental.

Doña Matilde tiene un hijo imitador de estrellas, que vive en Valencia. Doña Asunción tiene dos hijas: una casada con un subalterno del Ministerio de Obras Públicas, que se llama Miel Contreras y es algo borracho, y otra, soltera, que salió armas tomar y vive en Bilbao, con un catedrático.

El prestamista limpia la boca del niño con un pañuelo. Tiene los ojos brillantes y simpáticos y, aunque no va muy aseado, aparenta cierta prestancia. El niño se ha tomado un doble de café con leche y dos bollos suizos, y se ha quedado tan fresco.

Don Trinidad García Sobrino no piensa ni se mueve. Es un hombre pacífico, un hombre de orden, un hombre que quiere vivir en paz. Su nieto parece un gitanillo flaco, y barrigón. Lleva un gorro de punto y unas polainas, también Ir punto; es un niño que va muy abrigado.

¾¿Le pasa a usted algo, joven? ¿Se siente usted mal?

El joven poeta no contesta. Tiene los ojos abiertos y pasmados y parece que se ha quedado mudo. Sobre la frente le cae una crencha de pelo.

—¿Está usted enfermo?

Algunas cabezas se volvieron. El poeta sonreía con un gesto estúpido, pesado.

—Oiga, ayúdeme a incorporarlo. Se conoce que se ha puesto malo.

Los pies del poeta se escurrieron y su cuerpo fue a dar debajo de la mesa.

—Échenme una mano; yo no puedo con él. La gente se levantó. Doña Rosa miraba desde el mostrador.

—También es ganas de alborotar... El muchacho se dio un golpe en la frente al rodar debajo de la mesa.

—Vamos a llevarlo al water, debe de ser un mareo.

Mientras don Trinidad y tres o cuatro clientes dejaron al poeta en el retrete, a que se repusiese un poco, su nieto se entretuvo en comer las migas del bollo suizo que habían quedado sobre la mesa.

—El olor del desinfectante lo espabilará; debe de ser un mareo.

El poeta, sentado en la taza del retrete y con la cabeza apoyada en la pared, sonreía con un aire beatifico. Aun sin darse cuenta, en el fondo era feliz.

Don Trinidad se volvió a su mesa.

—¿Le ha pasado ya? —Sí, no era nada, un mareo.

La señorita Elvira devolvió los dos tritones al cerillero.

—Y este otro para ti.

—Gracias. Ha habido suerte, ¿eh?

—¡Psché! Menos da una piedra...

Padilla, un día, llamó cabrito a un galanteador de la señorita Elvira y la señorita Elvira se incomodó. Desde en tonces, el cerillero es más respetuoso.

A don Leoncio Maestre por poco lo mata un tranvía.

—¡Burro!

—¡Burro lo será usted, desgraciado! ¿En qué va usted pensando?

Don Leoncio Maestre iba pensando en Elvirita.

Es mona, sí, muy mona. ¡Ya lo creo! Y parece chica fina... No, una golfa no es. ¡Cualquiera sabe! Cada vida es una novela. Parece así como una chica de buena familia que haya reñido en su casa. Ahora estará trabajando en alguna oficina, seguramente en un sindicato. Tiene las facciones tristes y delicadas; probablemente lo que necesita es cariño, y que la mimen mucho, que estén todo el día contemplándola.

A don Leoncio Maestre le saltaba el corazón debajo de la camisa.

—Mañana vuelvo. Sí, sin duda. Si está, buena señal. Y si no... Si no está... ¡A buscarla!

Don Leoncio Maestre se subió el cuello del abrigo y dio dos saltitos.

Elvira, señorita Elvira. Es un bonito nombre. Yo creo que la cajetilla de tritones le habrá agradado. Cada vez que fume uno se acordará de mí... Mañana le repetiré el nombre. Leoncio, Leoncio, Leoncio. Ella, a lo mejor, me pone un nombre más cariñoso, algo que salga de Leoncio. Leo. Oncio. Oncete... Me tomo una caña porque me da la gana.

Don Leoncio Maestre se metió en un bar y se tomó una caña en el mostrador. A su lado, sentada en una banqueta, una muchacha le sonreía. Don Leoncio se volvió de espaldas. Aguantar aquella sonrisa le hubiera parecido una traición; la primera traición que hacia a Elvirita.

—No; Elvirita, no. Elvira. Es un nombre sencillo, un nombre muy bonito.

La muchacha del taburete le habló por encima del hombro.

—¿Me da usted fuego, tio serio? Don Leoncio le dio fuego, casi temblando. Pagó la caña y salió a la calle apresuradamente.

—Elvira..., Elvira...

Doña Rosa, antes de separarse del encargado, le pregunta:

—¿Has dado el café a los músicos?

—No.

—Pues anda, dáselo ya; parece que están desmayados. ¡Menudos bribones!

Los músicos, sobre su tarima, arrastran los últimos compases de un trozo de "Luisa Fernanda", aquel tan hermoso que empieza diciendo:

Por los encinares de mi Extremadura, tengo una casita tranquila y segura.

Antes habían tocado "Momento musical" y antes aún, "La del manojo de rosas", por la parte de "madrileña bonita, flor de verbena".

Doña Rosa se les acercó.

—He mandado que le traigan el café, Macario.

—Gracias, doña Rosa.

—No hay de qué. Ya sabe, lo dicho vale para siempre; yo no tengo más que una palabra.

—Ya lo sé, doña Rosa.

—Pues por eso.

El violinista, que tiene los ojos grandes y saltones como un buey aburrido, la mira mientras lía un pitillo. Frunce la boca, casi con desprecio, y tiene el pulso tembloroso.

—Y a usted también se lo traerán, Seoane.

—Bien.

—¡Pues anda, hijo, que no es usted poco seco! Macario interviene para templar gaitas.

—Es que anda a vueltas con el estómago, doña Rosa.

¾Pero no es para estar tan soso, digo yo. ¡Caray con la educacación de esta gente! Cuando una les tiene que decir algo sueltan una patada, y cuando tienen que estar satisfechos porque una les hace un favor, van y dicen "¡bien!", como si fueran marqueses. ¡Pues sí!

Seoane calla mientras su compañero pone buena cara a doña Rosa. Después pregunta al señor de una mesa contigua:

¾¿Y el mozo?

¾Reponiéndose en el water, no era nada.

Vega, el impresor, le alarga la petaca al cobista de la mesa de al lado. Ande, líe un pitillo y no las píe. Yo anduve peor que está usted y, ¿sabe lo que hice?, pues me puse a trabajar.

El de al lado sonríe como un alumno ante el profesor: ton la conciencia turbia y, lo que es peor, sin saberlo.

¾¡Pues ya es mérito!

¾Claro, hombre, claro, trabajar y no pensar en nada más. Ahora ya lo ve, nunca me falta mi cigarro ni mi copa de todas las tardes.

El otro hace un gesto con la cabeza, un gesto que no significa nada.

¾¿Y si le dijera que yo quiero trabajar y no tengo en qué?.

—¡Vamos, ande! Para trabajar lo único que hacen falta son ganas. ¾¿Usted está seguro que tiene ganas de trabajar?

—¡Hombre, si!

—¿Y por qué no sube maletas de la estación?

—No podría; a los tres días habría reventado... Yo soy bachiller...

—¿Y de qué le sirve?

—Pues, la verdad, de poco.

—A usted lo que le pasa, amigo mío, es lo que les pasa a muchos, que están muy bien en el Café, mano sobre mano, sin dar golpe. Al final se caen un día desmayados, como ese niño litri que se han llevado para adentro.

El bachiller le devuelve la petaca y no le lleva la contraria.

—Gracias.

—No hay que darlas. ¿Usted es bachiller de verdad?

—Sí, señor, del plan del 3.

—Bueno, pues le voy a dar una ocasión para que no acabe en un asilo o en la cola de los cuarteles. ¿Quiere trabajar?

—Sí, señor. Ya se lo dije.

—Vaya mañana a verme. Tome una tarjeta. Vaya por la mañana, antes de las doce, a eso de las once y media. Si quiere y sabe, se queda conmigo de corrector; esta mañana tuve que echar a la calle al que tenia, por golfo. Era un desaprensivo.

La señorita Elvira mira de reojo a don Pablo. Don Pablo le explica a un pollito que hay en la mesa de al lado:

—El bicarbonato es bueno, no hace daño alguno. Lo que pasa es que los médicos no lo pueden recetar porque para que le den bicarbonato nadie va al médico.

El joven asiente, sin hacer mucho caso, y mira para las rodillas de la señorita Elvira, que se ven un poco por debajo la mesa.

—No mire para ahí, no haga el canelo; ya le contaré, no la vaya a pringar.

Doña Pura, la señora de don Pablo, habla con una amiga gruesa, cargada de bisutería, que se rasca los dientes de oro con un palillo.

—Yo ya estoy cansada de repetirlo. Mientras haya hombres y haya mujeres, habrá siempre líos; el hombre es fuego y la mujer estopa y luego, ¡pues pasan las cosas! Eso que le digo a usted de la plataforma del 49, es la pura verdad. ¡Yo no sé a dónde vamos a parar!

La señora gruesa rompe, distraídamente, el palillo entre los dedos.

—Sí, a mi también me parece que hay poca decencia. Eso viene de las piscinas; no lo dude, antes no éramos asi... Ahora le presentan a usted cualquier chica joven, le da la mano y ya se queda una con aprensión todo el santo día. ¡A lo mejor coge una lo que no tiene!

—Verdaderamente.

—Y los cines yo creo que también tienen mucha culpa. Eso de estar todo el mundo tan mezclado y a oscuras por completo no puede traer nada bueno.

—Eso pienso yo, doña María. Tiene que haber más moral si no, estamos perdiditas.

Doña Rosa vuelve a pegar la hebra.

—Y además, si le duele el estómago, ¿por qué no me pide un poco de bicarbonato? ¿Cuándo le he negado a usted un un poco de bicarbonato? ¡Cualquiera diría que no sabe usted hablar!

Doña Rosa se vuelve y domina con su voz chillona y desagradable todas las conversaciones del Café.

—¡López! ¡López! ¡Manda bicarbonato para el violín!

El echador deja las cacharras sobre una mesa y trae un plato con un vaso mediado de agua, una cucharilla y el azucarero de alpaca que guarda el bicarbonato.

—¿Ya habéis acabado con las bandejas?

—Así me lo dio el señor López, señorita.

—Anda, anda; ponió ahí y lárgate.

El echador coloca todo sobre el piano y se marcha. Seoane llena la cuchara de polvitos, echa la cabeza atrás, abre la boca... y adentro. Los mastica como si fueran nueces y después bebe un sorbito de agua.

—Gracias, doña Rosa.

—¿Lo ve usted, hombre, lo ve usted qué poco trabajo cuesta tener educación? A usted le duele el estómago, yo le mando traer bicarbonato y todos tan amigos. Aquí estamos para ayudarnos unos a otros; lo que pasa es que no se puede porque no queremos. Ésa es la vida.

Los niños que juegan al tren han parado de repente. Un señor les está diciendo que hay que tener más educación y más compostura, y ellos, sin saber qué hacer con las manos, lo miran con curiosidad. Uno, el mayor, que se llama Bernabé, está pensando en un vecino suyo, de su edad poco más o menos, que se llama Chus. El otro, el pequeño, que se llama Paquito, está pensando en que al señor le huele mal la boca.

—Le huele como a goma podrida. A Bernabé le da la risa al pensar aquello tan gracioso que le pasó a Chus con su tía.

—Chus, eres un cochino, que no te cambias el calzoncillo hasta que tiene palomino; ¿no te da vergüenza?

Bernabé contiene la risa; el señor se hubiera puesto furioso.

—No, tía, no me da vergüenza; papá también deja palomino.

¡Era para morirse de risa! Paquito estuvo cavilando un rato.

—No, a ese señor no le huele la boca a goma podrida. Le huele a lombarda y a pies. Si yo fuese de ese señor mepondría una vela derretida en la nariz. Entonces hablaria como la prima Emilita —gua, gua—, que la tienen que operar de la garganta. Mamá dice que cuando la operen de la garganta se le quitará esa cara de boba que tiene y ya no dormirá con la boca abierta. A lo mejor, cuándo la operen se muere.

¾Entonces la meterán en una caja blanca, porque aún no tiene tetas ni lleva tacón.

Las dos pensionistas, recostadas sobre el diván, miran para doña Pura.

Aún flotan en el aire, como globitos vagabundos, las ideas de los dos loros sobre el violinista.

¾Yo no sé cómo hay mujeres así; ésa es igual que un sapo. Se pasa el día sacándole el pellejo a tiras a todo el mundo y no se da cuenta de que si su marido la aguanta es porque todavía le quedan algunos duros. El tal don Pablo es un punto filipino, un tío de mucho cuidado. Cuando mira para una, parece como si la desnudara.

¾Ya, ya.

¾Y aquella otra, la Elvira de marras, también tiene sus ronchas.

¾Porque lo que yo digo: no es lo mismo lo de su niña, la Paquita, que después de todo vive decentemente, aunque sin los papeles en orden, que lo de ésta, que anda por ahí rodando como una peonza y sacándole los cuartos cualquiera para malcomer.

¾Y además, no compare usted, doña Matilde, a ese pelao del don Pablo con el novio de mi hija, que es catedrático de Psicología, Lógica y Ética, y todo un caballero.

¾Naturalmente que no. El novio de la Paquita la respeta y la hace feliz y ella, que tiene un buen parecer y es simpática, pues se deja querer, que para eso está. Pero estas pelanduscas ni tienen conciencia ni saben otra cosa que abrir la boca para pedir algo. ¡Vergüenza les había de dar!

Doña Rosa sigue su conversación con los músicos. Gorda, abundante, su cuerpecillo hinchado se estremece de gozo al discursear; parece un gobernador civil.

—¿Que tiene usted un apuro? Pues me lo dice y yo, si puedo, se lo arreglo. ¿Que usted trabaja bien y está ahí subido, rascando como Dios manda? Pues yo voy y, cuando toca cerrar, le doy su durito y en paz. ¡Si lo mejor es llevarse bien! ¿Por qué cree usted que yo estoy a matar con mi cuñado? Pues porque es un golfante, que anda por ahí de flete las veinticuatro horas del día y luego se viene a casa para comerse la sopa boba. Mi hermana, que es tonta y se lo aguanta, la pobre fue siempre así. ¡Anda que si da con migo! Por su cara bonita le iba a pasar yo que anduviese todo el día por ahí calentándose con las marmotas. ¡Sería bueno! Si mi cuñado trabajara, como trabajo yo, y arrimara el hombro y trajera algo para casa, otra cosa sería; pero el hombre prefiere camelar a la simple de la Visi y pegarse la gran vida sin dar golpe.

—Claro, claro.

—Pues eso. El andova es un zángano malcriado que nació para chulo. Y no crea usted que esto lo digo a sus espaldas, que lo mismo se lo casqué el otro dia en sus propias narices.

—Ha hecho usted bien.

—Y tan bien. ¿Por quién nos ha tomado ese muerto de hambre?

—¿Va bien ese reló, Padilla?

—Sí, señorita Elvira.

—¿Me da usted fuego? Todavía es temprano. El cerillero le dio fuego a la señorita Elvira.

¾Está usted contenta, señorita. ¿Usted cree?

¾Vamos, me parece a mí. La encuentro a usted más animada que otras tardes.

¾...¡Psché! A veces la mala uva pone buena cara.

La señorita Elvira tiene un aire débil, enfermizo, casi vicioso. La pobre no come lo bastante para ser ni viciosa ni virtuosa.

La del hijo muerto que se estaba preparando para Correos dice:

¾Bueno, me voy.

Don Jaime Arce, reverenciosamente, se levanta al po de hablar, sonriendo.

¾A sus pies, señora; hasta mañana si Dios quiere. La señora aparta una silla.

¾Adiós, siga usted bien.

¾Lo mismo digo, señora; usted me manda.

Doña Isabel Montes, viuda de Sanz, anda como una reina. Con su raida capita de quiero y no puedo, doña Isabel parece una gastada hetaira de lujo que vivió como las cigarras y no guardó para la vejez. Cruza el salón en silencio y se cuela por la puerta. La gente la sigue con una mirada donde puede haber de todo menos indiferencia; donde puede haber admiración, o envidia, o simpatía, o desconfianza, cariño, vaya usted a saber.

Don Jaime Arce ya no piensa ni en los espejos, ni en las viejas pudibundas, ni en los tuberculosos que albergará el Café (un 10% aproximadamente), ni en los afiladores de lápices, ni en la circulación de la sangre. A don Jaime Arce, a última hora de la tarde, le invade un sopor que le atonta.

¾¿Cuántas son siete por cuatro? Veintiocho. ¿Y seis por nueve? Cincuenta y cuatro. ¿Y el cuadrado de nueve? Cincuenta y uno. ¿Dónde nace el Ebro? En Reinosa, provincia de Santander. Bien.

Don Jaime Arce sonríe; está satisfecho de su repaso, y. mientras deslia unas colillas, repite por lo bajo:

—Ataúlfo, Sigerico, Walia, Teodoredo, Turismundo... ¿A que esto no lo sabe ese imbécil?

Ese imbécil es el joven poeta que sale, blanco como la cal, de su cura de reposo en el retrete.

—Deshilvanando, en aguas, el estio...

Enlutada, nadie sabe por qué, desde que casi era un niña, hace ya muchos años, y sucia y llena de brillantes que va len un dineral, doña Rosa engorda y engorda todos los años un poco, casi tan de prisa como amontona los cuartos.

La mujer es riquísima; la casa donde está el Café es suya, y en las calles de Apodaca, de Churruca, de Campoa mor, de Fuencarral, docenas de vecinos tiemblan como muchachos de la escuela todos los primeros de mes.

—En cuanto una se confia —suele decir—, ya están abusando. Son unos golfos, unos verdaderos golfos. ¡Si no hu biera jueces honrados, no sé lo que sería de una!

Doña Rosa tiene sus ideas propias sobre la honradez.

—Las cuentas claras, hijito, las cuentas claras, que son una cosa muy seria.

Jamás perdonó un real a nadie y jamás permitió que le pagaran a plazos.

—¿Para qué están los desahucios —decía—, para que no se cumpla la ley? Lo que a mi se me ocurre es que si hay una ley es para que la respete todo el mundo; yo la primera. Lo otro es la revolución.

Doña Rosa es accionista de un Banco donde trae dé ca beza a todo el Consejo y, según dicen por el barrio, guarda baúles enteros de oro tan bien escondidos que no se lo en contraron ni durante la Guerra Civil.

El limpia acabó de limpiarle los zapatos a don Leonardo.

¾Servidor.

Don Leonardo mira para los zapatos y le da un pitillo de noventa.

¾Muchas gracias.

Don Leonardo no paga el servicio, no lo paga nunca. Se deja limpiar los zapatos a cambio de un gesto. Don Leonardo es lo bastante ruin para levantar oleadas de admiración entre los imbéciles. El limpia, cada vez que da brillo a los zapatos de don Leonardo, se acuerda de sus seis mil duros. En el fondo está encantado de haber podido sacar de un apuro a don Leonardo; por fuera le escuece un poco, casi nada.

¾Los señores son los señores, está más claro que el agua. Ahora anda todo un poco revuelto, pero al que es señor desde la cuna se le nota en seguida. Si Segundo Segura, el limpia, fuese culto, sería, sin duda, lector de Vázquez Mella.

Alfonsito, el niño de los recados, vuelve de la calle con el periódico.

¾Oye, rico, ¿dónde has ido por el papel?

Alfonsito es un niño canijo, de doce o trece años, que tiene el pelo rubio y tose constantemente. Su padre, que era periodista, murió dos años atrás en el Hospital del Rey. Su madre, que de soltera fue una señorita llena de remilgos, fregaba unos despachos de la Gran Via y comía en Auxilio Social.

¾Es que había cola, señorita.

¾Si, cola; lo que pasa es que ahora la gente se pone a hacer cola para las noticias, como si no hubiera otra cosa más importante que hacer. ¾Anda, ¡trae acá!

—Informaciones se acabó, señorita; le traigo Madrid.

—Es igual. ¡Para lo que se saca en limpio! ¿Usted entiende algo de eso de tanto Gobierno como anda suelto por el mundo, Seoane?

—¡Psché!

—No, hombre, no; no hace falta que disimule; no hable si no quiere. ¡Caray con tanto misterio!

Seoane sonríe, con su cara amarga de enfermo del estómago, y calla. ¿Para qué hablar?

—Lo que pasa aquí, con tanto silencio y tanto sonreír, ya lo sé yo, pero que muy bien. ¿No se quieren convencer? ¡Allá ustedes! Lo que les digo es que los hechos cantan, ¡vaya si cantan!

Alfonsito reparte Madrid por algunas mesas.

Don Pablo saca las perras.

—¿Hay algo?

—No sé, ahí verá.

Don Pablo extiende el periódico sobre la mesa y lee los titulares. Por, encima de su hombro, Pepe procura ente rarse.

La señorita Elvira hace una seña al chico.

—Déjame el de la casa, cuando acabe doña Rosa.

Doña Matilde, que charla con el cerillero mientras su amiga doña Asunción está en el lavabo, comenta despreciativa:

—Yo no sé para qué querrán enterarse tanto de todo lo que pasa. ¡Mientras aquí estemos tranquilos! ¿No le parece?

—Eso digo yo.

Doña Rosa lee las noticias de la guerra.

—Mucho recular me parece ése... Pero, en fin, ¡si al final lo arreglan! ¿Usted cree que al final lo arreglarán, Macario?

El pianista pone cara de duda.

¾No sé, puede ser que sí. ¡Si inventan algo que resulte bien!

Doña Rosa mira fijamente para el teclado del piano. Tiene el aire triste y distraído y habla como consigo misma, iguall que si pensara en alto.

¾Lo que hay es que los alemanes, que son unos caballeros corno Dios manda, se fiaron demasiado de los italianos, que tienen más miedo que ovejas. ¡No es más!

Suena la voz opaca, y los ojos, detrás de los lentes, parecen velados y casi soñadores.

¾Si yo hubiera visto a Hitler, le hubiera dicho: "¡No se fíe, no sea usted bobo, que ésos tienen un miedo que ni ven!"

Doña Rosa suspiró ligeramente.

¾¡Que tonta soy! Delante de Hitler, no me hubiera atrevido ni a levantar la voz...

A doña Rosa le preocupa la suerte de las armas alemanas. Lee con toda atención, día a día, el parte del Cuartel General del Führer, y relaciona, por una serie de vagos presentimientos que no se atreve a intentar ver claros, el destino de la Wehrmacht con el destino de su Café. Vega compra el periódico. Su vecino le pregunta:

¾¿Buenas noticias? Vega es un ecléctico.

¾Según para quién.

El echador sigue diciendo "¡Voy!" y arrastrando los pies por el suelo del Café.

¾Delante de Hitler me quedaría más azorada que una mona; debe ser un hombre que azora mucho; tiene una mirada como un tigre.

Doña Rosa vuelve a suspirar. El pecho tremendo le tapa el cuello durante unos instantes.

¾Ese y el Papa, yo creo que son los dos que azoran más.

Doña Rosa dio un golpecito con los dedos sobre la tapa del piano.

—Y después de todo, él sabrá lo que se hace; para eso tiene a los generales.

Doña Rosa está un momento en silencio y cambia la voz:

—¡Bueno!

Levanta la cabeza y mira para Seoane:

—¿Cómo sigue su señora de sus cosas? Va tirando; hoy parece que está un poco mejor.

—Pobre Sonsoles; ¡con lo buena que es! Sí, la verdad es que está pasando una mala temporada.

—¿Le dio usted las gotas que le dijo don Francisco?

—Si, ya las ha tomado. Lo malo es que nada le queda dentro del cuerpo; todo lo devuelve.

—¡Vaya por Dios!

Macario teclea suave y Seoane coge el violín.

—¿Qué va?

—"La verbena", ¿le parece?

—Venga.

Doña Rosa se separa de la tarima de los músicos míen tras el violinista y el pianista, con resignado gesto de colegiales, rompen el tumulto del Café con los viejos compases, tantas veces —¡ay, Dios!— repetidos y repetidos.

¿Dónde vas con mantón de Manila,

dónde vas con vestido chiné?

Tocan sin papel. No hace falta.

Macario, como un autómata, piensa:

"Y entonces le diré: —Mira, hija, no hay nada que hacer: con un durito por las tardes y otro por las noches, y dos, cafes, tú dirás—. Ella, seguramente, me contestará: —No seas tonto, ya verás; con tus dos duros y alguna clase que me salga...—. Matilde, bien mirado, es un ángel; es igual que un ángel."

Macario, por dentro, sonríe; por fuera, casi, casi. Macaririo es un sentimental mal alimentado que acaba, por aquellos días, de cumplir los cuarenta y tres años. Seoane mira vagamente para los clientes del Café, y no piensa en nada. Seoane es un hombre que prefiere no pensar; lo que quiere es que el dia pase corriendo, lo más deprisa posible, y a otra cosa.

Suenan las nueve y media en el viejo reló de breves numneritos que brillan como si fueran de oro. El reló es un mueble casi suntuoso que se habia traído de la Exposición de París un marquesito tarambana y sin blanca que anduvo cortejando a doña Rosa, allá por el 905. El marquesito, que se llamaba Santiago y era Grande de España, murió tísico en El Escorial, muy joven todavía, y el reló quedó posado sobre el mostrador del Café, como para servir de recuerdo de unas horas que pasaron sin traer el hombre para doña Rosa y el comer caliente todos los dias, para el muerto. ¡La vida!.

Al otro extremo del local, doña Rosa riñe con grandes aspavientos a un camarero. Por los espejos, como a traición, los otros camareros miran la escena, casi despreocupados.

El Café, antes de media hora, quedará vacio. Igual que un hombre al que se le hubiera borrado de repente la memoria.