CAPÍTULO XV
Jonathan Rivers fue detenido y acusado formalmente del asesinato de Meg. También se le inculpó de haber pagado a Art Bramm para matar a su esposa. Subsiguientemente, las otras muertes, entre ellas la de la señora Trask, también le fueron achacadas.
Fui a verle a la cárcel un par de días después. Su aspecto era el de un hombre a quien le ha caído encima el tronco del árbol que estaba talando.
Al verme se aferró a la verja con ambas manos, gritando de modo histérico.
—¡Señor Balfour! —gritó—. ¡Tiene que sacarme de aquí!, ¿lo oye? ¡Yo no maté a Meg, ni a mi esposa… ni a ninguno…! ¡Oh, Dios mío! —Y se echó a llorar de repente, como un niño, escondiendo el rostro entre las manos.
—Cálmese —le dije—. Particularmente, creo que no ha sido usted el asesino, aunque está en una situación muy difícil.
—Ustedes dos declararon contra mí —dijo rencorosamente—. Sobre todo, esa arpía de Donna.
—¡Cuidado con lo que dice! —exclamé, amoscado—. Donna es una muchacha muy decente y su enemistad con usted no tiene nada que ver con lo que le está pasando. Por otra parte, convendrá conmigo en que Meg murió a una hora en que usted debía haber estado en su oficina. La señorita Corrigan, su secretaria, manifestó que no había acudido a ella en toda la mañana. ¿Dónde estuvo? —terminé secamente.
Volvió el rostro.
—No…, no puedo decirlo —murmuró, balbuceando.
—Trate de encontrar una respuesta para esa pregunta —dije muy seriamente—. Le va en ello la vida. Yo no soy su defensor y éste querrá saber, sin duda, qué es lo que hizo usted desde las nueve y media, más o menos, que se supone abandonó su casa, como todos los días, hasta que volvió a ella alrededor de la una del mediodía. Tiene que explicar satisfactoriamente el empleo que dio a esas tres horas y media o de lo contrario, el verdugo le pondrá una cuerda al cuello.
Rivers se llevó la mano a la garganta, como si sintiera ya en ella el áspero contacto del cáñamo.
—Me temo —contestó— que nadie podrá declarar a mi favor en la coartada.
—¿Por qué?
Miró a derecha e izquierda aprensivamente.
—Porque en el sitio adonde fui no había nadie.
—¿Y qué sitio era? —pregunté.
Me lo dijo. Esto me hizo pensar un momento.
—¿Qué esperaba encontrar allí?
—Pues… no sé, quizá pruebas de la muerte de mi esposa. Le miré de soslayo.
—¿No estará más correcto expresar que fue usted a tratar de los trescientos mil dólares dilapidados en un año?
El preso acusó el impacto. Su rostro adquirió la blancura del yeso.
—¿Cómo… lo sabe usted?
—Estoy enterado de ello y eso debe ser suficiente para usted, señor Rivers —respondí—. Quería recuperar ese dinero, ¿no es cierto?
—Sí —inclinó la cabeza.
—¿Qué objeto perseguía al invertir los trescientos mil dólares?
—Bueno, cuando me casé con Sally era un modesto empleado. Ella me quería, sí, a pesar de que por mi aspecto no pueda parecer un Adonis. Y yo a ella, por supuesto. Pero me fastidiaba enormemente saber que Sally era rica y yo no tenía un céntimo.
—Entonces, trató de hacer inversiones bursátiles, ¿no es eso?
—Sí.
—Y todas fracasaron lastimosamente.
—Sí.
—Lo cual significa que en un principio, la señora Rivers, había tenido confianza en usted para dejarle manejar su capital, pero cuando al fin se convenció de su incapacidad para los negocios, trató de retirarle los poderes que le había dado para manejar sus caudales. Usted se resistió a ello, porque estaba seguro de recuperar el dinero, pero ella prefería salvar el resto de su fortuna antes de arriesgarlo en un juego dudoso, en el cual las posibilidades de pérdida eran numerosas.
—Sí.
—Y de allí vienen las dificultades que tenía también con su cuñada. Los labios de Rivers formaron una línea prieta No contestó.
En vista de ello, le hice otra pregunta:
—¿Estaba esa persona en casa cuando usted fue a visitarla?
—No.
—¿Dónde estaba?
—¿Cómo quiere que lo sepa, si nadie contestó a mis llamadas?
—Tiene razón… aunque ya me lo figuro. —Me puse en pie y le miré fijamente—. Creo que podré sacarle de este atolladero, aunque bien sabe Dios que no se lo merece demasiado.
Se lanzó a la reja con ímpetu.
—Si lo consigue, le pagaré lo que sea, señor Balfour —exclamó ansiosamente.
—Bueno, allá veremos —contesté ambiguamente. Y me marché.
Al caer la noche entraba en el «Kritos». Busqué al griego y le dije:
—Durante unos momentos tendré acaparada a tu pianista, así que arréglatelas como puedas para servir a la clientela.
—De acuerdo, Louie.
May estaba sentada al piano y me miró con sorpresa y alegría a un tiempo. Avancé sorteando las mesas, y escogí una situada junto al estrado. Esperé.
La muchacha vestía un traje negro, sencillo y sin mangas, aunque extremadamente ajustado a su espléndida silueta. El único toque de color en su atavío era un pañuelo rojo anudado descuidadamente en torno a su garganta cié cisne. Al terminar la interpretación de la pieza descendió y se situó frente a mí.
—Tráete dos copas y así hablaremos mejor, May.
—¿De qué, Louie? —preguntó.
—Espera un poco y lo sabrás. Anda, date prisa.
May regresó un minuto después con las copas. Levanté la mía.
—A tu salud, preciosa.
—Igual te digo, Louie.
Bebimos en silencio. Luego saqué cigarrillos.
—¿Y bien? —exclamó ella al cabo.
—El otro día, cuando estuve hablando contigo en tu apartamiento, olvidaste de mencionarme algunos detalles. O quizá a mí se me olvidó preguntarte por ellos.
—Explícate.
—Por ejemplo, tú no has vivido en esta ciudad hasta ahora.
—Cierto.
—¿Por qué?
—Ya te dije que estuve en París cinco o seis años…
—Lo sé, estudiando música y canto. ¿Pintura no?
Sacudió enérgicamente la cabeza, a la vez que exhalaba una carcajada.
—¡Dios mío! ¿Pintar yo? Louie, tú no estás en tu sano juicio.
—Es posible —concordé—. Y antes de ir a París, ¿en dónde habías vivido?
—En Fresno, California.
—¿Siempre?
May hizo un gesto ambiguo.
—La verdad es que siempre fui una chica un poco díscola. Temperamento, supongo. El caso es que a los diez años me internaron en un colegio y estuve en el ocho.
—Hasta que te fuiste a París.
—Exactamente.
—En el colegio te enseñarían música y canto.
—Por supuesto. Eran unas monjas muy buenas y fue precisamente la profesora de música la que me alentó a proseguir en mis estudios.
—Me parece muy bien. Pero, entonces, ¿por qué viniste a esta ciudad? Estamos en Camden, del Estado de Nueva Jersey, en el punto opuesto de la nación. Si habías nacido y vivido en Fresno, era lógico que vivieses y volvieses a Fresno, ¿no?
May apretó los labios.
—Bueno, la verdad es que no vine muy sobrada de dinero. Y tuve que quedarme aquí.
—Se encogió de hombros de repente. —Además, no teniendo ya familia… lo mismo me da vivir en un sitio que en otro, ¿no te parece?
—Es posible —murmuré—. Pero ¿sabes?, tengo la sensación de que no me estás diciendo toda la verdad, May.
—Bueno —volvió a levantar los hombros—. Tómatelo como quieras. —Concluyó su copa de licor y se puso en pie—. Dispénsame, tengo que trabajar.
Antes de que se marchara, disparé el brazo y la agarré por la muñeca.
—Un momento tan sólo —dije—. ¿Has trabajado hoy como modelo para Mac Lean?
—Sí. Un par de horas, por la tarde.
—¿Y por la mañana?
—Aquí no termino demasiado pronto que digamos. Estuve durmiendo hasta cerca del mediodía.
—¿Fue Donna Horgan al estudio?
—No, hoy no.
—Una pregunta, la última. ¿Toca Donna el piano cuando acude al estudio?
—Oh, no, en absoluto. Si lo hiciera, ¿cómo podría atender al trabajo de Mac Lean?
—Es cierto —concordé. La solté y ella se alejó con un armonioso, balanceo de sus rotundas caderas.
Permanecí allí largo rato, entreteniéndome en trasladar mis suposiciones al papel.
Luego me puse en pie.
May me miró inquisitivamente. La dirigí una sonrisa y me encaminé hacia la salida. Ella me alcanzó antes de que hubiera podido llegar hasta la puerta.
—Por favor, se prudente, Louie —murmuró, mirándome al fondo de los ojos. Di un par de palmadas en su mano, con gesto afectuoso.
—Claro, preciosa. —Y cuando me disponía a echar a andar, se apagaron las luces de repente.