CAPÍTULO II
Janice entró en la tienda y se encaminó directamente al mostrador. El dueño atendía a un cliente en aquellos momentos y ella aguardó sin impacientarse. Un minuto más tarde, el dueño se acercó a la muchacha.
—¿En qué puedo servirla, señorita?
Ella sacó el resguardo de su bolso.
—Ayer le entregué un carrete para revelar —dijo—. Sucedió poco después del tiroteo que se produjo a unos metros de su tienda.
—Ah, sí, ahora la recuerdo a usted, señorita… Un momento, por favor.
El hombre se alejó, para entrar en una habitación interior, regresando muy poco más tarde, con un sobre en las manos.
—Tengo que darle malas noticias, señorita —dijo.
Janice alzó las cejas.
—¿Ha sucedido algo?
—Las tres últimas fotografías no han salido. Quiero decir que no fueron impresionadas. La película quedó velada, ignoro las causas…
—¡Imposible! Había graduado muy bien la luz —protestó ella.
El dueño de la tienda se encogió de hombros.
—Es todo lo que puedo decirle, señorita —contestó—. Lo lamento muchísimo, pero no puedo hacer milagros.
Janice se mordió los labios.
—Está bien. Por supuesto, no le culpo de nada… pero lo siento muchísimo. Quería enviar la última fotografía a mi amiga … En fin, dígame qué le debo y no se hable más del asunto.
Janice abonó el importe del revelado y de las copias, mientras el dueño de la tienda se deshacía en excusas. Guardó todo en el bolso, se despidió del individuo y salió a la calle.
Apenas había dado dos pasos, un hombre la abordó cortésmente.
—¿Señorita Hyland?
—Sí —dijo ella mirando con curiosidad al sujeto.
—Discúlpeme. Soy Pemberton, del Sentinel. Me gustaría decirle unas palabras.
—Sea breve, por favor; tengo mucha prisa —rogó la muchacha.
El aspecto de Pemberton no le agradaba en absoluto. Aunque vestía bien, más parecía un forajido que un periodista. «Claro que no se puede juzgar a las personas por su apariencia», pensó, para tranquilizarse.
—No la entretendré mucho tiempo, se lo aseguro —declaró Pemberton—. Señorita Hyland, tengo entendido que ayer fue usted espectadora involuntaria de un asesinato.
—En efecto, yo estaba a pocos pasos de la víctima, pero creo haber dicho ya algo a los periodistas sobre ese asunto.
—Sí, sí, lo sé y también sé que estuvo hablando con un colega de mi mismo periódico. Pero he podido averiguar que usted estaba haciendo fotografías en aquellos momentos.
—No entiendo —dijo la muchacha.
—Es muy posible, señorita, que haya fotografiado usted al asesino, sin darse cuenta, desde luego. En tal caso, mi periódico compraría las fotografías, pagando un buen precio, naturalmente.
Janice sonrió.
—Lo siento muchísimo, señor Pemberton —respondió—. Precisamente acabo de salir de la tienda donde entregué el rollo para su revelado. Las tres últimas fotografías resultaron veladas.
—Oh… —dijo el periodista, defraudado.
Ella hizo un gesto con la cabeza.
—Si no me cree, pregunte al dueño de la tienda… Loss, creo que se llama. Buenos días, señor Pemberton.
—Buenos días, señorita Hyland —contestó al periodista maquinalmente.
Janice volvió a sonreír y cruzó la acera, para subir a su coche. Después de arrancar, se preguntó si sería conveniente comunicar la noticia a Turbin.
En aquellos momentos, estaría en el rodaje. Pero los artistas hacían pausas para descansar entre toma y toma. Además, su padre tenía amistades entre los productores de cine. Esperaba que no le pusieran demasiadas dificultades para entrar en los estudios y hablar con Turbin en un momento propicio.
* * *
Los nervios de Turbin estaban a punto de saltar. Jamás había visto persona tan desagradable como Lily Grock, la «estrella» de la película.
—Podrá ser hermosa, pero es tan repulsiva como un caimán con problemas de aliento —dijo entre dientes, después de que otro estallido de nervios de la estrella obligara a suspender el rodaje por unos minutos.
Alguien empezó a quejarse de lo que ocurría.
—La tarta se va a estropear —dijo el hombre.
Era una tarta monumental y auténtica, preparada por el productor de la película, a fin de festejar su cumpleaños. En la ficción, sin embargo, figuraba que era la tarta nupcial, que debían cortar los novios, tras la ceremonia.
Turbin era el novio y Lily Grock la flamante esposa. Pero cada vez que llegaba el momento de entrar en el gran salón donde aguardaban los invitados, ocurría algo que obligaba al director a suspender el rodaje.
Sin hacer ruido, pisando de puntillas, Janice entró en el estudio y se situó en un rincón discreto, desde donde podía observar todo con comodidad. Vio a Turbin ataviado con la indumentaria de ceremonia y le pareció un hombre guapísimo.
Los auxiliares iban de un lado para otro, preparándolo todo. La encargada del vestuario y la maquilladora atendían a la estrella. Un ayudante se acercó al joven y le ajustó el nudo de la corbata de plastrón.
—Esa maldita Lily Grock es capaz de romper los nervios del más templado —gruñó el sujeto.
—Marty, ¿qué pena tiene un hombre por estrangular a una pájara como Lily Grock?
—Creo que le dan un premio, pero no estoy seguro, señor Turbin. Ahora bien, si se vendiesen boletos para una rifa, cuyo premio sería eso que acaba de decir, créame, la gente se atropellaría para comprarlos.
—No tiene muchos amigos esa dama, ¿eh?
—Sólo uno.
—¿Uno? ¿Tantos? —dijo la joven mordazmente—. ¿Quién es, Marty?
—El espejo, señor Turbin.
Sonó una estridente carcajada. MacRae, el ayudante de dirección, empezó a dar voces para preparar a los actores. Operadores y especialistas en luz y sonido ocuparon sus puestos. El director, mascando nerviosamente un puro, se sentó en un sillón.
También estaba harto de Lily Grock. Hizo un blando ademán y alguien dio las órdenes clásicas en su lugar:
—¡Silencio, se rueda! Cámara… Motor… ¡Acción!
Los protagonistas entraron en el salón, cogidos del brazo, repartiendo sonrisas a diestro y siniestro, mientras los invitados aplaudían con entusiasmo. De pronto, cuando estaban a mitad del recorrido, Turbin sintió un golpe en el tobillo derecho.
Sin dejar de sonreír, se volvió hacia la artista. Lily volvió a golpearle con la puntera del zapato. Pero entonces ocurrió algo inesperado.
El traje de la novia era largo y ella empujó la falda demasiado con el pie. Al dar el siguiente paso, Turbin pisó la falda y, como ella no se detenía, la tela se rasgó por la cintura con un estridente chirrido qua hizo dar un salto al encargado de sonido.
La falda, naturalmente, estaba prendida con alfileres y Lily quedó prácticamente desnuda de la cintura para abajo, sólo con las prendas íntimas. Se oyó una tremenda carcajada, brotada de decenas de gargantas al mismo tiempo.
La artista pareció convertirse en una fiera y empezó a vomitar atroces insultos contra su pareja, con un lenguaje que habría hecho ruborizar a un curtido camionero. Fue la gota de agua que hizo rebosar el vaso de la paciencia del joven.
Estaban ya a dos pasos de la mesa. Turbin alargó ambas manos y arrancó un enorme trozo de tarta, del penúltimo piso. La tarta tenía nada menos que siete.
El trozo de pastel voló por los aires y fue a estrellarse contra el rostro de la actriz. Pillada por sorpresa, con la boca abierta, Lily quedó inmóvil un momento, incapaz de moverse, mientras el estruendo y la algazara alcanzaban límites indescriptibles a su alrededor.
Pero era mujer de vivas reacciones y, tras limpiarse los ojos de un manotazo, saltó hacia la tarta, arrancó otro pedazo y se lo lanzó al joven.
Turbin adivinó la acción y se agachó. MacRae se acercaba en aquel momento para poner paz, y recibió el trozo de pastel en la cara.
MacRae se enfureció y corrió hacia la tarta. La maquilladora acudía en aquel instante, para ayudar a limpiarse a la estrella, y fue la que recibió el siguiente impacto.
Janice empezó a reír. En pocos instantes, sintió que le dolían los costados. Ahora se había generalizado el tumulto y todos se peleaban por coger un pedazo de tarta y arrojársela al más cercano.
Tampoco Turbin se libró de recibir su correspondiente trozo de pastel, aunque le alcanzó de la barbilla para abajo, poniéndola perdido el traje y el resto de la parte superior de la indumentaria. Lily, en el centro de la refriega, chillaba a más y mejor, blanco preferido de la inmensa mayoría de los lanzamientos.
Era la venganza de muchos contra las intemperancias y los desplantes de la estrella, vana, arrogante y engreída. Lily chillaba y pateaba histéricamente, pero nadie la hacía el menor caso.
Janice seguía riendo a todo trapo. De pronto, vio una cosa blanca que volaba hacia ella, pero no tuvo tiempo de apartarse y recibió un buen pedazo de pastel en plena cara. Ello, sin embargo, no enfrió su buen humor. Se limpió como pudo, para ver mejor, y entonces divisó a Turbin, tratando de abrirse paso entre el tumulto.
Janice corrió hacia él, llamándole a voz en cuello:
—¡Hank, Hank!
El joven se volvió un instante,
—Tengo algo que hacer —contestó a grito pelado—. En seguida soy con usted.
Apartando con sus poderosos brazos al gentío, alcanzó finalmente a la estrella y, metiendo el hombro izquierdo, la alzó en peso.
—Eh, ¿qué diablos pretende? —chilló Lily.
—Vamos a hacer un viajecito, preciosa —contestó Turbin.
Ella pateaba furiosamente, pero, de pronto, pareció calmarse.
—¿Un viaje… como el de novios? ¿Auténtico?
Turbin pareció sorprenderse por la pregunta, pero no tardó en dar su respuesta:
—Algo más corto, pequeña fiera —dijo.
Segundos después, salían del estudio. Janice, curiosa, les siguió.
A veinte pasos de distancia, había un jardín con piscina. Antes de que Lily pudiera darse cuenta de lo que pasaba, se h encontró volando por los aires, para sumergirse en el agua con una tremenda explosión de espumas.
—¡A ver si así te refrescas un poco! —dijo Turbin, mientras simulaba limpiarse un inexistente polvo de las manos.
Dio media vuelta y casi se tropezó con una joven, que tenía la cara y parte del pecho cubierta de pastel.
—¡Bravo! —dijo la muchacha, a la vez que aplaudía con fuerza.
Turbin sonrió a través de los restos que embadurnaban todavía la parte inferior de su rostro.
—A usted, me parece, la conozco yo…
—Janice Hyland —dijo ella.
Turbin respingó.
—¿También actuaba?
—Oh, no, vine de espectadora, pero, como en las antiguas películas de Charlot, alguien hizo volar un pedazo de pastel, uno se agachó y yo recibí el impacto. Hank, jamás me había reído tanto como hoy —confesó Janice.
—Lo siento, no pude contenerme. Esa fiera que pugna por salir del agua, empezó a patearme los tobillos, perdí el ritmo del paso, le pisé la falda del traje de novia y… Bueno, el resto ya lo sabe usted.
—Sí, pude verlo desde el principio. Hank, vine a hablar con usted de algo importante.
El joven pareció sorprenderse de aquellas palabras.
—Espera —pidió—. Tengo el presentimiento de que me van a despedir y no precisamente con palabras amables, así que voy a cambiarme de ropa y luego podremos hablar con toda tranquilidad. Ah, la llevaré a una de las maquilladoras, buena amiga mía, y ella restaurará los desperfectos de su cara y de su vestuario. ¿Le parece bien?
—Estupendo, Hank. Pero me duele que se quede sin empleo…
—Bah, de todos modos, pensaba dejarlo al finalizar al rodaje y ya sólo quedaban unas cuantas sesiones. No se preocupe por eso, Janice; no se acaba el mundo porque me pongan de patitas en la calle.
Ella se sintió muy sorprendida al ver la despreocupación que mostraba Turbin, aunque no quiso hacer ningún comentario. En aquel momento, algunos empleados del estudio trataban de sacar del agua a la artista, que seguía braceando frenéticamente, sin dejar de proferir palabrotas de grueso calibre.
Eran tres o cuatro y estaban muy juntos. Uno de ellos, inadvertidamente, pisó un resto de crema caído junto al borde y resbaló aparatosamente.
Al intentar buscar un asidero, se agarró al brazo del hombre que tenía más cerca. Este sintió perder también al equilibrio y agarró al vecino y, a su vez, éste también al que tenía al lado, con el resultado de que los cuatro hombres cayeron al agua, encima de la artista.
Turbin contempló la escena y meneó la cabeza.
—Lástima de cámara que hubiera registrado estos momentos —dijo, con amplia sonrisa—. ¿Vamos, Janice?
—Sí, desde luego, Hank —respondió la muchacha.