Lady Angkatell le tendió una frágil mano a Eduardo y tocó suavemente a Midge con la otra. Hiciste muy bien, Eduardo, en obligarla a dejar ese horrible establecimiento y traería derecha aquí. Se quedará en esta casa, claro está, y desde aquí se casará. En San Jorge, ¿sabes?, tres millas por carretera, aunque diste sólo una a través de los bosques. Sólo que, naturalmente, una no va a una boda cruzando bosques. Y supongo que tendrá que oficiar el vicario..., pobre hombre, tiene unos catarros tan fuertes a la cabeza todos los otoños... ¡Lástima! El Párroco, por ejemplo, tiene una de esas voces anglicanas muy agudas, y la ceremonia hubiera resultado muy impresionante... y más religiosa también... comprenderás lo que quiero decir. Es tan difícil conservar una actitud reverente cuando alguien suelta un sermón hablando por la nariz...
Era, pensó Midge, una recepción muy a lo Lucía. Le entraban ganas de llorar y reír al escucharla.
—Me encantaría casarme aquí, Lucía —dijo.
—En tal caso, así queda acordado, querida. De raso semiblanco, en mi opinión. Y con un libro de misa de marfil. Ramo de flores, no. ¿Damas?
—No, no quiero jaleo. Una boda tranquila.
—Comprendo lo que quieres decir, querida, y creo que tal vez tengas razón. En una boda de otoño casi siempre se llevan crisantemos... una flor tan poco inspiradora, digo yo... Y a menos que una pierda la mar de tiempo escogiendo... y casi siempre hay una feísima que estropea todo el efecto... pero tienes que admitirla porque, generalmente, suele ser la hermana del novio. Pero claro, Eduardo no tiene hermanas.
—Eso parece ser un tanto a mi favor —sonrió Eduardo.
—Pero los peores en una boda son, en realidad, los niños —prosiguió lady Angkatell, siguiendo feliz el curso de sus propios pensamientos— Todo el mundo dice: «¡Qué encanto!», pero, hija mía, ¡la ansiedad! Le pisan la cola a la novia, o se ponen a dar alaridos llamando a su aya, y con frecuencia se marean. Siempre me pregunto yo cómo puede una muchacha subir la nave hacia el altar en el estado de ánimo que las circunstancias exigen cuando la consume la incertidumbre de lo que estará sucediendo a sus espaldas.
—No es necesario que haya nada detrás de mí —contestó alegremente Midge—. Ni cola siquiera. Puedo casarme con chaqueta y falda.
—¡Oh, no, Midge! Parecerías una viuda. No; raso semiblanco y no de madame Alfrege.
—Desde luego, de casa de madame Alfrege, no —asintió Eduardo.
—Te llevaré a Mireille, es una gran modista —dijo lady Angkatell.
—Mi querida Lucía, no puedo permitirme el lujo de ir a Mireille.
—No digas tonterías, Midge. Enrique y yo vamos a regalarte la canastilla de boda. Y Enrique, claro está, te llevará a la iglesia. Dios quiera que la cintura del pantalón no le esté demasiado estrecha. Hace cerca de dos años que no ha asistido a ninguna boda. Y yo iré de...
Hizo una pausa y entornó los ojos.
—De azul hidrargea —anunció lady Angkatell con voz embelesada—. Supongo, Eduardo, que escogerás a uno de tus amigos para padrino. De lo contrario, claro está, ahí tienes a David. No puedo menos de pensar que eso sería muy bueno para David. Le daría aplomo, ¿sabes?, y tendría la sensación de que todos le queremos. Eso, estoy segura, es muy importante para David. ¡Debe desanimar tanto sentirse uno inteligente e intelectual y, sin embargo, que nadie le quiera a uno más que por eso! Pero, claro, resultaría un poco arriesgado. Probablemente perdería el anillo, o lo dejaría caer en el instante crítico. Supongo que le preocuparía demasiado a Eduardo. Pero resultaría agradable, hasta cierto punto, circunscribir la cosa a la misma gente que tuvimos aquí para el asesinato.
Lady Angkatell pronunció las últimas palabras con la mayor naturalidad del mundo.
Midge no pudo menos que decir:
—Lady Angkatell ha invitado este otoño a unos amigos a un asesinato.
—Sí —murmuró lady Angkatell pensativa—; supongo que sí sonaba de esa manera. Invitación a presenciar un crimen. Y, ¿sabes?, cuando una se para a pensar, ¡eso es lo que ha sido precisamente!
Midge se estremeció levemente y dijo:
—Bueno, por lo menos todo eso ha terminado ya.
—No del todo. El sumario sólo se aplazó. Y ese simpático inspector Grange nos ha llenado la vecindad de agentes, que no hacen más que correr por el bosque como una manada de elefantes aplastándolo todo y asustando a los faisanes, y asomando de pronto por los sitios más inverosímiles.
—¿Qué andan buscando? —inquirió Eduardo—. ¿El revólver con el que mataron a Juan Christow?
—Me imagino que sí. Hasta vinieron a casa con un mandato judicial para efectuar un registro. El inspector se deshizo en excusas, y parecía la mar de cohibido; pero, claro, le dije que a mí me encantaría. Mirando absolutamente en todas partes. Yo les seguí de un lado para otro, ¿sabéis?, y hasta sugerí dos o tres sitios que a ellos ni se les habían ocurrido. Pero no encontraron nada. Nos llevamos un verdadero chasco. El pobre inspector Grange está adelgazando a ojos vistas y no hace más que tirarse del bigote. Su esposa debiera darle comidas más nutritivas que de costumbre ahora que anda tan preocupado y atareado... pero tengo una vaga idea que debe ser una de esas mujeres que se preocupan más de que el linóleo esté brillante que de guisar una comida apetitosa. Lo cual me recuerda que debo ir a ver a la señora Medway. Es curioso lo poco que puede soportar la servidumbre a la policía. Su soufflé de queso de anoche era completamente incomestible. En el soufflé y en las pastas siempre se conoce cuándo no está una centrada. De no ser porque Gudgeon los mantiene unidos, creo de veras que la mitad de los criados se despedirían. ¿Por qué no os vais los dos a daros un paseo y ayudáis a la policía a buscar el revólver?
Hércules Poirot estaba sentado en el banco, desde el que se veían los castañares que rodeaban la piscina. No tenía sensación de hallarse en terreno vedado, puesto que lady Angkatell le había suplicado, con mucha dulzura, que vagara por donde le diese la gana cuando quisiera. Era la dulzura de lady Angkatell la que estaba siendo objeto de estudio por parte de Poirot en aquellos instantes.
De vez en cuando oía el chasquido de ramas en los bosques de arriba o veía una figura moverse entre los castaños de abajo.
A los pocos momentos apareció Enriqueta en el sendero que daba al camino. Se detuvo un momento al ver a Poirot y luego fue a sentarse a su lado.
—Buenos días, monsieur Poirot. Salí a hacerle una visita, pero no le encontré en casa. Tiene usted aspecto olímpico. ¿Preside usted la caza? El inspector parece muy activo. ¿Qué andan buscando? ¿El revólver?
—Sí, señorita Savernake.
—¿Lo encontrarán, cree usted?
—Creo que sí. Bien pronto ya, digo yo.
Ella le miró interrogadora.
—Así, pues, ¿tiene usted una idea de dónde se encuentra?
—No. Pero creo que se encontrará pronto. Ha llegado la hora de que se le encuentre.
—¡Dice usted unas cosas más raras, monsieur Poirot!
—Son raras las cosas que aquí suceden. Ha regresado usted muy pronto de Londres, mademoiselle.
El semblante de Enriqueta se tornó duro. Rió, con risa breve y amarga.
—El asesino vuelve al lugar del crimen, ¿eh? Ésa es la antigua superstición, ¿verdad? Conque sí que cree que yo... le maté. ¿No me cree cuando le digo que yo no haría... que no podría matar a nadie?
Poirot no contestó en seguida. Por fin dijo pensativo:
—Me ha parecido a mí desde un principio que o era muy sencillo este crimen... tan sencillo que costaba trabajo creer en su sencillez, y la sencillez, mademoiselle, puede ser a veces sumamente misteriosa y de solución casi imposible... o era extremadamente complicado. Es decir, que nos hallábamos luchando contra una inteligencia capaz de invenciones intrincadas e ingeniosas. De suene que, cada vez que parecíamos encaminados a la verdad, nos estaban conduciendo, en realidad, por un camino que serpenteaba alejándose de la verdad para rematar en... nada. Esta aparente futileza, esta esterilidad continua, no es real, es artificial, obedece a un plan. Una mente muy sutil e ingeniosa está conspirando contra nosotros en todo momento... y triunfando.
—¿Bien? —inquirió Enriqueta—. ¿Qué tiene que ver eso conmigo?
—La mente que conspira contra nosotros es una mente creadora, mademoiselle.
—Comprendo. Ahí es donde entro yo, ¿verdad?
Guardó silencio, comprimidos los labios en amargo gesto. Había sacado del bolsillo de la chaqueta un lápiz y estaba dibujando, distraída, el contorno de un árbol fantástico sobre la madera, pintada de blanco, del banco, frunciendo al propio tiempo el entrecejo.
Poirot la observó. Algo se agitó en su cerebro... De pie en la sala de lady Angkatell la tarde del crimen, contemplando un montón de hojas de bridge. De pie junto a la mesa de hierro pintado del pabellón a la mañana siguiente, y la pregunta que le había hecho a Gudgeon...
Dijo:
—Eso es lo que dibujó usted en su hoja de tantos del bridge: un árbol.
—Sí —Enriqueta pareció darse cuenta de pronto de lo que estaba haciendo—, Ygdrasil, monsieur Poirot.
Rió.
—¿Por qué lo llama Ygdrasil?
Se lo explicó.
—Conque cuando está usted distraída... ¿siempre es Ygdrasil lo que dibuja?
—Sí. Esa manía de hacer dibujos cuando una está distraída es rara, ¿verdad?
—Aquí, en el banco..., en la hoja de tantos el sábado por la noche..., en el pabellón el domingo por la mañana.
La mano que sostenía el lápiz se tornó rígida y paró. Dijo Enriqueta, con desesperación y sonriendo:
—¿En el pabellón?
—Sí; en el velador de hierro del pabellón.
—¡Oh!, eso debe haber sido... el sábado por la tarde.
—No fue el sábado por la tarde. Cuando Gudgeon sacó las copas al pabellón a eso de las doce de la mañana el domingo, no había nada dibujado en la mesa. Se lo pregunté y está completamente seguro de ello.
—Entonces habrá sido... —vaciló un segundo— el domingo por la tarde, naturalmente. Sí, esto debió ser, el domingo por la tarde.
Pero Hércules Poirot sacudió la cabeza sin dejar de sonreír agradablemente.
—Me parece que no. Los agentes de Grange estuvieron junto a la piscina todo el domingo por la tarde fotografiando el cadáver, sacando el revólver del agua. No se marcharon hasta el oscurecer. La hubieran visto entrar a usted en el pabellón.
Enriqueta dijo muy despacio:
—Ahora me acuerdo. Fui allá a última hora..., después de cenar.
Poirot habló con brusquedad:
—Nadie hace dibujos en la oscuridad, señorita Savernake. ¿Quiere usted decirme que entró de noche en el pabellón, se acercó a la mesa y dibujó un árbol sin ver lo que hacía?
Enriqueta dijo serenamente:
—Le estoy diciendo la verdad. Naturalmente, usted no lo cree. Tiene ideas propias. Y a propósito, ¿qué idea tiene usted?
—Sugiero que estuvo usted en el pabellón el domingo por la mañana después de las doce, hora en que sacó Gudgeon las copas. Que se plantó junto a aquella mesa observando a alguien... o esperando a alguien..., y que distraídamente sacó el lápiz y dibujó Ygdrasil sin darse del todo cuenta de lo que hacía.
—No estuve en el pabellón el domingo por la mañana. Me senté un rato en la terraza, luego fui a buscar la cesta de horticultura y me acerqué a las dalias a recortarlas, y até algunas de las margaritas que estaban demasiado desparramadas. Después, a la una, me dirigí a la piscina. No me acerqué a la piscina para nada hasta la una, poco después de haber sido asesinado Juan.
—Eso —anunció Poirot— es lo que usted dice. Pero Ygdrasil, mademoiselle, presenta su testimonio contra usted.
—Yo estaba en el pabellón, yo maté a Juan, ¿es eso lo que quiere decir?
—Estuvo usted allí y mató al doctor Christow. O estuvo usted allí y vio quién mataba al doctor Christow. O estuvo allí una tercera persona que estaba enterada de Ygdrasil y lo dibujó deliberadamente en la mesa para hacer recaer las sospechas sobre usted.
Enriqueta se puso en pie. Se encaró con él, alzando desafiadora la barbilla.
—Usted sigue creyendo que maté a Juan Christow. Usted cree poder demostrar que le pegué un tiro. Bueno, pues le diré una cosa: jamás logrará demostrarlo... ¡Jamás!
—¿Usted cree ser más lista que yo?
—Jamás lo podrá demostrar —repitió Enriqueta.
Y dando media vuelta se
alejó por el serpenteante sendero que conducía a la
piscina.