Howard
Watermolenstraat, 1942
Su batallón llegó a la ciudad a última hora de la tarde. Howard bajó del camión del ejército que los había transportado justo delante del cuartel general de las Fuerzas Armadas americanas. Después de entregarles el correo y la paga, les dieron permiso hasta las diez para que echaran una canita al aire.
Los soldados se dispersaron por la ciudad como una nube de langostas y aplacaron la sed con litros de cerveza, que corría en abundancia en los cafés de las calles Maagden, Keizers, Jodenbree, Watermolen y Dominee, la Waterkant, Heiligeweg y Knuffelsgracht.
Era viernes por la noche, y las chicas de los cafés los recibieron con entusiasmo. Howard magreaba con ansiedad a la mujer que se apretaba contra él, y decidió tomarse su tiempo antes de elegir entre la abundante oferta. La noche acababa de empezar y no tenía por qué apresurarse, de manera que se apartó de ella.
—Venga, vayamos a Watermolenstraat. Allí nos divertiremos —propuso finalmente a los dos compañeros que estaban con él en el Cosmopolitan.
El bullicio que reinaba en Watermolenstraat le recordó la celebración del Día de la Independencia. El bochornoso calor le evocaba las noches sofocantes de su pueblo. La arquitectura de los café de las viviendas situadas encima de éstos guardaba un enorme parecido con la del sur de Estados Unidos. Los edificios, de uno o más pisos, tenían una estructura simétrica y estaban adornados con escalinatas de ladrillo, puertas con dos hojas, tragaluces, balcones y galerías. A Howard le sorprendió la abertura que comunicaba una galería o escalinata con Ja siguiente.
Había una gran variedad de escaleras de ladrillo y balaustradas de hierro. También la decoración del maderamen era fantástica. Algunos edificios exhibían, sobre las gruesas puertas, hermosos paneles. Howard estaba impresionado.
De los atestados cafés, que tanto abundaban en esa calle, salían retazos de música de jazz. A su alrededor, militares alegres y risueños se abrían paso entre la multitud. Por todas partes se veían uniformes verdes y mariposas nocturnas que con sus vestidos multicolores y provocativos revoloteaban alegres en busca de néctar.
El ajustado vestido violeta de crespón tenía un profundo escote ribeteado con un volante blanco de organdí. Del pesado botoketi oro que Maxi Linder llevaba al cuello colgaba una pepita de oro, y la luz de las farolas se reflejaba en los dos pares de gruesas pulseras de oro que adornaban sus muñecas.
Venía caminando con la cabeza alta y la vista fija al frente, procedente de la Waterkant. Los perros que la acompañaban sorteaban las innumerables piernas, meneando la cola.
A cada paso que daba, el vestido se le ceñía al cuerpo. Al ver la suave curva de su vientre y las generosas formas de sus muslos a Howard se le erizaron los pelos de la nuca.
A pesar del calor, unas gotas de sudor frío perlaron su frente. La mezcla de excitación y aversión hacía que la sangre fluyese a tal velocidad por su cuerpo que Je zumbaban los oídos. Tenía la garganta completamente seca.
En el campamento hablaban de Maxi con sentimientos encontrados Algunos se gastaban con ella buena parte de su soldada. De creer en las habladurías, ganaba tanto dinero que podía permitirse, como una suerte de Robin Hood femenino, dar a los niños pobres la posibilidad de ir a la escuela. Había oído que algunos soldados la llamaban en tono halagador «la reina de las putas».
Howard sabía mejor que nadie que no debía su fama al mero hecho de conseguir que un hombre adulto gimiera implorando por su madre. Por culpa de Maxi se había pasado nueve meses entre rejas, y ella se preciaba de haber sido la primera puta que había enviado a la cárcel a un americano. En lugar de aceptar el dinero que le había ofrecido por su silencio, había desafiado al ejército americano. A quien quisiera oírla le contaba que «esos cabrones tendrán su merecido». No se molestaba en ocultar los moratones que adornaban su cuello como un collar violáceo; era como si estuviese orgullosa del mudo testigo de esa noche aciaga.
Se había ido de juerga con Brad y habían entrado en casi todos los bares de la ciudad. A medianoche se les había unido Maxi Linden Finalmente, decidieron ir a ver el mar. El que no hubieran provocado ningún accidente por el camino se debía únicamente a que a esas horas no había ni un alma en la carretera.
Obnubilado por el alcohol, Howard apenas podía tener las manos quietas mientras conducía. El jeep avanzaba dando bandazos. Cuando ya no logró dominar sus hormonas, paró el vehículo al borde del camino.
La rudeza con que el mar abrazaba la tierra producía un ruido infernal. Mientras los hombres gozaban de la gloria que les ofrecía la reina de Paramaribo, la brisa marina lamia, golosa, sus cuerpos desnudos. La sal que se depositaba en la piel de Maxi se mezclaba con la saliva de la lengua ávida de Howard. Los gritos que lanzaron a la noche se perdieron en el fragor de la naturaleza.
—¡Ayúdame con la cremallera! —pidió a gritos Maxi Linder haciendo bocina con las manos. Howard ya estaba vestido. Echó a andar hacia Maxi, que se volvió de espaldas. La cremallera del arrugado vestido amarillo de falda acampanada le llegaba justo por encima de las nalgas. Al estar abierta, dejaba al descubierto su espalda.
Maxi estaba despeinada y tenía el cabello enmarañado, cubierto de briznas de hierba. Howard se fijó en los tres gruesos collares de oro que llevaba al cuello. Mientras le subía la cremallera percibió un olor a tierra y perfume Héliotrope. Maxi permanecía con la cabeza inclinada, esperando a que terminase.
Los collares de oro relucían a la luz de los faros del coche. Antes de llegar a ese país, su contacto con mujeres negras no había ido allá del que había mantenido con algunas criadas que trabajaban en hogares de blancos, y a las que ni siquiera se les hubiera ocurrido soñar con tener unos collares como los que lucía Maxi.
En su tierra, los blancos y los negros estaban rigurosamente separados entre sí. Al principio incluso le había dado náuseas la mera idea de hacerlo con una mujer negra. Con el tiempo, sin embargo, comprendió que la única alternativa a la masturbación pasaba por superar esa repulsión: era lo único disponible.
Ya le había subido la cremallera hasta el cuello. Sus dedos descansaban sobre el frío metal. Antes de dar comienzo al loco recorrido de esa noche ya le habían pagado. El dinero que los soldados recibían como compensación por permanecer forzosamente en ese país dejado de la mano de Dios pagaba las joyas que en ese momento adornaban el cuello de Maxi Linder.
Howard vivía la estancia en Surinam como un castigo. Desde chico había soñado con alistarse en el ejército. Sus ideas de lo que significaba la guerra no tenían nada que ver con lo que encontró allí. Ni por un instante se había parado a pensar que en ocasiones la guerra también significaba esperar con impaciencia el fin de semana para follar con cuanta mujer se pusiera por delante.
Al principio había pensado que irían a Europa, pues le habían dicho que Surinam formaba parte de los Países Bajos. Grande fue su sorpresa cuando, tras unas pocas semanas de travesía desembarcó y fue recibido por una muchedumbre de gente de color. Mayor aún fue su frustración cuando vio que había muchachos que partían de Surinam hacia Europa para participar en la contienda.
Sumido en esos pensamientos, rozaba con los dedos el frío metal que adornaba el cuello de Maxi. Ella trató de apartarse, pero se lo impidió sujetándola con la otra mano, que tenía apoyada sobre su hombro.
Maxi se volvió, sonrió y dijo de viva voz, por encima del ruido de las rompientes:
—¡Una segunda ronda te costará más dinero, cariño! Ya sabes mi precio. —Apretó juguetonamente la espalda contra él.
La luna los miraba, amenazadora, desde un cielo tachonado de estrellas. Las luciérnagas titilaban, revoloteando en la oscuridad.
Una ira repentina se apoderó de Howard. Esa sucia puta negra sólo pensaba en el dinero. La mano con que le apretaba el hombro se desplazó hacia el cuello, alrededor del cual se cerró como una prensa.
¡Eh, que me haces daño! ¡Quieres parar! —Maxi trató de zafarse de la mano que la estrangulaba—. A mí no me van esos jueguecitos —protestó.
—¡Vamos a darle una lección a esta zorra codiciosa! —gritó Howard.
Al oír esas palabras, Brad, que estaba apoyado contra el jeep, se acercó con paso vacilante. Maxi soltaba golpes y arañazos como un gato salvaje.
Mientras Howard aumentaba la presión en torno a su cuello, le susurró al oído:
—Así tratamos en mi pueblo a las putas como tú, negra.
Maxi, con unos ojos abiertos como platos en los que rivalizaban el pánico y la sorpresa, luchaba por su vida, escupiendo sangre y saliva mientras trataba de librarse de la tenaza que la estrangulaba.
—¡Llevémonos estos collares! —dijo Brad, y empezó a tirar con todas sus fuerzas de ellos. Debido al grosor del metal, no cedieron de inmediato. Cada tirón dejaba una huella profunda en el cuello de Maxi quien sentía que no podría resistir por mucho más tiempo. Puso los ojos en blanco y se le doblaron las rodillas.
Con un último tirón le arrancaron los tres collares a la vez. Howard la soltó y ella cayó sobre la hierba como un saco vacío.
—¿Aún vive? —preguntó Brad, asustado.
—¡No lo sé ni me interesa! —contestó Howard mientras le daba a Maxi una patada en el costado.
Ella abrió los ojos y miró alrededor, furiosa y atemorizada a un tiempo. Se llevó una mano al cuello y se incorporó a medias con dificultad. Estaba arrodillada a la luz de los faros. Tenía la barbilla y la pechera del vestido manchadas de sangre. Miró a sus agresores con repugnancia.
—Bien, reina de las putas, ¿cómo te sientes ahí abajo, de rodillas?
—¡Vámonos de aquí, rápido! —dijo Brad mientras metía a su compañero de un empujón en el jeep.
Haciendo girar los collares por encima de la cabeza como si de un trofeo se tratara, desaparecieron a toda velocidad en la oscuridad.
La tierra se separaba ya de los brazos de la noche. Con un festivo resplandor naranja, el sol disipaba los últimos jirones de bruma que cubrían el campamento. En la vasta selva que rodeaba el claro donde se alzaban los barracones colocados en rectas filas, los monos saludaron el alba con un griterío formidable.
Howard miraba aturdido hacia afuera por la ventana abierta, sentado en el borde de la cama. Los restos de la noche que aún flotaban en el firmamento se desvanecían por momentos. A pesar de la pompa con que se anunciaba, el nuevo día no lograba seducirlo. Ni siquiera el agua fría con que acababa de lavarse había conseguido eliminar la opresión que sentía en la cabeza. De haber sido por él se habría quedado en la cama. Ese fin de semana tampoco había conseguido beber menos, como era su intención.
Como era habitual los lunes por la mañana, en el barracón ya reinaba un ajetreo bullicioso. A la espera de que pasaran revista, todos estaban muy atareados. Las sábanas estaban lisas como tablas, las prendas de ropa perfectamente dobladas y el irregular suelo de piedra barrido hasta el último rincón.
Howard se apretaba las sienes con las yemas de los dedos mientras en torno a él la actividad era febril. En muchas de las caras que lo rodeaban vio las señales de un fin de semana desenfrenado. El aire fresco que entraba por las ventanas abiertas no bastaba para mitigar el olor a cuerpos masculinos, loción barata para después del afeitado y colillas.
—¿A cuántas te has follado este fin de semana? —oyó preguntar a alguien detrás de él.
—¿Por qué? ¿Crees que voy por ahí anotando en una libreta todas las mujeres que me tiro? —replicó otro.
Las risotadas que siguieron le atravesaron el cerebro como una llamarada de dolor.
Estimulado por las risas de sus compañeros, el hombre que había hablado en último término continuó:
—Hay tantas mujeres disponibles por aquí que tu polla no para de empinarse.
Las carcajadas que estallaron hicieron que a Howard le zumbaran los oídos. Vuelto de espaldas a los bromistas, y apretando las mandíbulas, siguió mirando hacia afuera. El verde muro de árboles que rodeaba el campamento igual que una cerca le devolvía la mirada, amenazador. De vez en cuando el rocío que cubría las hojas soltaba un destello, lo que le daba la impresión de que la selva le enviaba una señal de triunfo, burlándose de su cautiverio en ese lugar dejado de la mano de Dios. En momentos como ése Howard esperaba despertar de esa pesadilla que ya duraba más de un año. Se sentía como una de las innumerables motas de polvo que flotaban a su alrededor en los rayos de sol que entraban oblicuos a través de las rendijas del techo. Se levantó con dificultad y empezó a estirar las sábanas. Cada movimiento, por lento que fuese, le provocaba una explosión de dolor en la cabeza.
—¡Cómo odio toda esta mierda! —furioso, dio una patada a su taquilla.
—Tranquilo, hombre, más vale estar aquí que morir en algún lugar de Europa —dijo Brad, mientras saltaba al suelo desde la litera superior.
—¿Morir en Europa? No olvides que no se trata de nuestra guerra. —Con un solo movimiento Howard tiró al suelo todo lo que había en la taquilla.
—¿Por qué te pones así? Un día dejarán de pelear, y entonces volveremos a casa. Además, la verdad es que no me lo paso tan mal aquí.
—No se trata de eso. Lo que más me fastidia es que los holandeses no ven la hora de que nos larguemos. —Se agachó con dificultad para recoger las prendas esparcidas por el entarimado—. ¿Sabías que Roosevelt tuvo que discutir durante tres meses con ellos antes de que aceptaran que viniéramos?
—¿Tres meses? ¡No me digas! Si no fuera por nosotros, hace tiempo que los alemanes se habrían quedado con todo. La bauxita tiene un valor incalculable.
—En algunos temas les costó mucho llegar a un acuerdo.
—¿Cómo qué?
—Holanda quería tener el mando de nuestras tropas.
—¡Eso es ridículo!
—Incluso quería correr con los gastos de la operación, a pesar de que Roosevelt les había ofrecido que fueran por nuestra cuenta. No nos está permitido meternos en los asuntos internos del país. Y debíamos prometer que nos largaríamos en cuanto desapareciera el peligro de guerra.
—Pues yo espero que el peligro de guerra todavía dure un poco. Echaré de menos a las chicas.
Durante unos segundos se produjo entre ellos un silencio incómodo. Hasta que Brad cambió de tema:
—Eh… ¿Cómo estará Queeny?
—Bah… —Mientras con una mano se apretaba un lado de la cabeza, con la otra hizo un ademán despectivo.
El dolor de cabeza, que había remitido un poco en el curso de la conversación, volvió con toda su intensidad. Se le apareció ante los ojos la imagen de Maxi Linder de rodillas en el suelo Logró librarse de ella sacudiendo la cabeza. El dinero que les habían dado por los collares se lo habían gastado en bebida, e incluso habían pagado rondas con generosidad en todos los bares donde habían estado.
—La próxima vez que la vea le diré que lo siento. Seguro que no es la primera vez que tiene una aventurita que se sale un poco de madre. Esas chicas no saben lo que hacen. Los negros son como monos; no les importa, están contentos con cualquier cosa que les des.
El chirrido de la puerta del barracón puso fin a la charla. En el vano sólo se veía una silueta, iluminada por detrás por el sol de la mañana. Todos miraron con curiosidad en aquella dirección. Algunos se alisaron de inmediato el uniforme pero respiraron aliviados cuando el ordenanza del comandante del campamento salió del haz de luz.
Para sorpresa de todos, se dirigió con paso decidido hacia Howard, delante del cual se detuvo en posición de firmes. Al ver que se cuadraba, Howard, sorprendido, hizo lo propio.
Sargento Fields —dijo el ordenanza—, reclaman su presencia en el despacho del comandante.
—No retiraría la denuncia ni por todo el dinero del mundo. Esos bestias han de ir a la cárcel, donde deben estar. —Las pulseras de oro que llevaba en las muñecas tintinearon suavemente. Sus pupilas oscuras parecieron más negras cuando los señaló con el índice.
El director de la prisión de fuerte Zeelandia iba y venía por el despacho con las manos cruzadas en la espalda. El comandante del ejército americano estaba sentado en el borde del escritorio. Un gesto de preocupación ensombreció su rostro.
—Escucha, Queeny —dijo—. Se trata de una broma que se les ha ido un poco de las manos. Los chicos se aburren y entonces pasan estas cosas desagradables. Be a good sport. Venga, olvidemos ya este asunto.
—¿Que lo olvide? ¿Ve estos moratones en mi cuello? —De una patada se quitó el zapato derecho—. ¿Y qué me dice de estas ampollas en los pies? Todavía me cuesta andar. ¿Sabe a qué distancia me dejaron del primer lugar habitado?
La mirada del director iba de Howard y Brad a Maxi Linder y de ésta a aquéllos.
Era evidente que urdía un plan.
—Les ofrecí mi cuerpo —prosiguió Maxi—, y, como si eso no les bastara, también quisieron mis joyas, y hasta mi vida, o al menos eso parecía. —Con una mueca de dolor volvió a ponerse el zapato—. Pagarán por lo que me han hecho. Que maltraten a las otras chicas, venga o no a cuento, pase, pero con Wilhelmina Angélica Adriana Merian Rijburg han de ir con mucho cuidado.
Con gesto de determinación, recogió el bolso de encima del escritorio y fue hacia la puerta.
La madera del banco en que se hallaba sentado estaba húmeda. Sentía los pantalones empapados de sudor. Durante todo el tiempo había permanecido inmóvil. No acababa de comprender que lo que estaba ocurriendo ante sus propios ojos se refería, a él. A su lado, Brad, nervioso, no paraba de moverse. De vez en cuando dejaba escapar un profundo suspiro.
Las dos últimas semanas habían pasado como una pesadilla de la que no lograba despertar. El calor del día quedaba flotando entre las gruesas paredes de piedra de su celda. Ni siquiera la noche traía un poco de frescor.
El comandante le había asegurado que no pasaría entre rejas ni un solo día. Que se trataba de una mera formalidad y que, después de un arreglo con Queeny, volvería a ser un hombre libre. El ruido tranquilizador de las aguas del río Surinam rompiendo contra las murallas del fuerte habían evitado que enloqueciera.
Por supuesto que lamentaba lo ocurrido. Así lo había manifestado una y otra vez en presencia de ella, pero jamás hubiera imaginado que su comportamiento de aquella noche tendría tan graves consecuencias.
En su pueblo nunca se habría llegado a eso. Allí, los negros sabían cuál era su sitio.
Para que un blanco fuese a la cárcel por abusar de una negra tenía que pasarse mucho de la raya. Aparte de que la mujer no solía tener ocasión de presentar una denuncia. A esa chusma la linchaban por mucho menos.
Antes de que llegara a la puerta, el comandante trató de persuadirla una vez más, ahora con nuevos argumentos.
—Queeny, sería una lástima condenar a estos chicos. No sólo se pasarían un año en chirona, como mínimo, por robo e intento de homicidio, sino que, además, serían degradados. ¿Verdad que no querrías tener ese peso sobre tu conciencia? —inquirió con el tono que adopta un padre que intenta convencer de algo a su hijo pequeño.
Ella se detuvo junto a la puerta.
¡Me importa un pimiento! —exclamó con expresión de ira—. La próxima vez que quieran divertirse con una chica, que elijan mejor la candidata.
Howard sentía nacer en su interior una mezcla de miedo y respeto hacia aquella mujer. Nunca había oído a una negra dirigirse de ese modo a un hombre blanco, y menos a uno de la posición del comandante…
Mientras el aludido se desabrochaba el botón superior del uniforme, dirigió una mirada de súplica al director, que, con el entrecejo fruncido, guardaba silencio apoyado contra el alféizar de la ventana.
Maxi estaba en muy buenas relaciones con los holandeses. A lo mejor él conseguía convencerla de que retirara la denuncia. El director cambió una mirada de entendimiento con el comandante y se volvió hacia ella, que seguía con la mano sobre el pomo de la puerta, en actitud altiva. El vestido de algodón floreado le ceñía estrechamente los pechos, pero en esta ocasión no era escotado. Los moratones habían adquirido una tonalidad violácea. La cadena de oro que llevaba al cuello, de la que colgaba una moneda de oro, ascendía y descendía al ritmo de su respiración. Aquella puta poseía tanto oro que Howard se preguntó si realmente le importaría que le hubiesen robado los tres collares.
Como si le hubiera adivinado el pensamiento, Maxi se dirigió a Howard:
—En contra de lo que la gente cree, las joyas que tengo no las he conseguido vendiendo mi cuerpo, sino que son una prueba del amor de mi padre, que en paz descanse. Las compró con el dinero que obtuvo trabajando duramente como buscador de oro. —Lo miró desafiante.
Incapaz de soportar el odio que irradiaban sus ojos, Howard volvió la cabeza hacia el director, que en ese momento se acercaba a Maxi con una silla en las manos.
—Willemientje, quiero hablar contigo —dijo en tono paternal—. Siéntate un momento.
Satisfecha con la atención que le dispensaba el director, ella se sentó en la silla que éste le ofrecía, no sin antes mirar con expresión triunfal a sus agresores.
A Howard no se le pasó por alto que antes de volver a su lugar junto a la ventana el director rozó levemente el cuello de Maxi con el pulgar, ni que ella le dirigió una mirada seductora. Saltaba a la vista que se conocían bastante bien. Un profundo suspiro escapó de su pecho, aliviando el peso que sentía en éste. Algo más tranquilo, se acomodó en el asiento.
Tras apoyarse de nuevo contra el alféizar, el director se volvió hacia la denunciante.
—Willemientje, supón que los americanos te ofrecieran quinientos dólares…
—Yo…
La acalló con un movimiento de la mano.
—Antes de responder, deja que termine. Por tu parte, no necesitaré más que una declaración según la cual la policía te obligó a firmar una acusación falsa contra estos hombres.
Quinientos dólares era mucho dinero. ¿Qué haría esa puta con tanta pasta?
¡Con quinientos dólares podía mostrarse generosa con quien le viniera en gana! Bah, a él qué le importaba. Mientras no tuviese que volver a la celda…
Cuando hubo concluido, el director miró al militar esperando una confirmación.
El comandante se mostró de acuerdo:
—Si Queeny quiere aceptar el trato, no pondré ninguna objeción. —Le costó pronunciar esas palabras.
El director, que entretanto había pelado y cortado por el medio una naranja, le ofreció la mitad a Maxi.
—Toma, Willemientje, debes de tener la garganta seca de tanto hablar.
Maxi se puso de pie de un salto, como poseída por un espíritu maligno, y retrocedió, haciendo caer la silla.
—¡Vete al infierno con tu naranja! ¡Odio las naranjas, odio las naranjas, odio las naranjas…! —Se apoyó contra la pared, sin dejar de repetir esa frase, mientras cruzaba los brazos en torno al pecho.
Todos se miraron sin comprender.
—Esta zorra está loca —le susurró Howard a Brad.
El director se acercó a ella con los brazos extendidos.
—¿Qué te pasa, Willemientje? —preguntó—. Mírate, estás trastornada. Una chica tan valiente como tú, que no le teme a Dios ni al Diablo… —La asió del brazo.
Ella lo hizo a un lado con un ademán violento.
—¡No me toques! ¿No te he dicho que odio las naranjas?
El director miró azorado al comandante, quien le dijo:
—Mientras se ocupa de que firme esa declaración, iré al cuartel general a buscar el dinero, y los chicos podrán volver al campamento. Ya han pasado bastante tiempo encerrados —añadió, encaminándose hacia la puerta.
Parecía asunto concluido. Howard tuvo que contenerse para no abrazar a su compañero.
Sin embargo, antes de que el comandante llegase a la puerta, Maxi, que al parecer había recuperado la compostura, se interpuso en su camino.
—¡No intentes sobornarme! Estos cabrones deben ir a la cárcel.
El director sacudió la cabeza, con expresión de abatimiento, aplastando entre las manos los gajos de naranja que había recogido del suelo.
Howard golpeó con los puños el banco de madera en que estaba sentado. Desanimado, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Volvía a oír el ruido que producían las olas al romper contra el muro del sofocante lugar donde había pasado las últimas dos semanas.
La voz del comandante lo devolvió a la realidad.
—¡Aguarda un momento, bitch! —exclamó al tiempo empujaba hacia la puerta—. Lo que estás haciendo quizá tenga consecuencias mucho más graves de lo que imaginas. Ahora no son los holandeses los únicos que cortan el bacalao aquí. Llegará el día en que ni siquiera tus poderosos amigos estarán en situación de protegerte.
Maxi se volvió e intentó abrir la puerta; el comandante no hizo nada por impedirlo.
—Como probablemente sabrás —añadió—, se están elaborando leyes para que las putas como tú no vayan por ahí transmitiendo enfermedades. No creas que eres tan high and mighty como para librarte de ésa.
—¿Cuánto crees que podrás retenerme en esta habitación? —preguntó Maxi en tono de fastidio. Miró al director y añadió. —¿Qué, Hein, ahora también soy tu prisionera? No le hará mucha gracia a tu mujer cuando se entere.
—¿Por qué eres tan cabezota, Willemientje? Algún día esa bocaza tuya te traerá problemas —le advirtió él sin mucha convicción.
En respuesta, ella le tiró un beso con la mano.
La idea de verse obligado a pasar una buena temporada a la sombra hizo que Howard sintiese un nudo en la garganta. Por un instante creyó que no podía respirar.
—Queeny, por favor, piensa en mi futuro… —imploró temblando de la cabeza a los pies. Avergonzado, se cubrió la cara con las manos. Oyó que la puerta se abría.
—¡Zorra! ¡Me las pagarás! —exclamó el comandante, furioso. Como si de un eco se tratara, sonó a lo lejos la sirena de un barco.
La puerta se cerró con un golpe sordo.
Muy consiente del efecto que producía en la gente su ceñido vestido violeta, Maxi, a quien los americanos llamaban Queeny, caminaba en dirección a él. La luz de las farolas de gas arrancaba deslíos amarillos de sus pulseras. Él miró extasiado su escote y sintió envidia de la pepita de oro que colgaba entre sus pechos.
Vaciando de un trago el vaso de cerveza que tema en la mano, consiguió eliminar el regusto amargo de su boca. Ya había perdido la cuenta de las cervezas que llevaba bebidas esa tarde, y a causa del alcohol que le obnubilaba el cerebro Maxi era poco más que una mancha violácea.
El ambiente era festivo. Todo el mundo estaba eufórico, algo nada infrecuente los fines de semana; era un paréntesis bienvenido después de una semana de inacción y tedio en el campamento. Algunos iban del brazo de dos o más mujeres. La mayoría de ellas dirigían miradas despectivas a Maxi, y los soldados no paraban de hacer comentarios groseros. Como iba sola, llamaba aún más la atención.
Howard nunca le había perdonado el que por su culpa hubiese pasado nueve meses en la cárcel. Cada vez que la veía deseaba tanto vengarse de ella como hacerle el amor, pero hasta el momento había logrado contenerse. El incidente que había tenido lugar en el despacho del director de la cárcel le había hecho comprender que contaba con protectores poderosos, y una prueba de ello era que se había atrevido a desdeñar las amenazas del comandante de las tropas americanas.
La bebida, la euforia reinante y la fuerza sensual que emanaba de ella le infundieron valor. Al imaginar aquella boca voluptuosa dando placer a su polla, olvidó toda prudencia.
—Hi Queeny! Do you want to smoke the pipe? —gritó. Sabía que ella no se la chupaba a sus clientes, al contrario de lo que estaba de moda.
—You better give it to your fuckin’ mum and dad! —le espeto Maxi y siguió su camino sin mirarle. El modo en que enderezó la espalda y echó los hombros hacia atrás reforzó su actitud de menosprecio.
Todas las miradas convergieron sobre él, como innumerables alfilerazos, y las risas de burla retumbaron en sus oídos. Una vez más, Maxi había logrado humillarlo.
Howard sintió de repente que algo estallaba dentro de su cabeza, y exclamó:
—¡Esta vez te la cargas, bitch!
Maxi, que ya se había alejado unos cinco metros, volvió la cabeza hacia él, asombrada. Howard echó a andar tras ella con los puños cerrados. Advirtió que huía presa del pánico, tras soltar la traílla de los perros.
Él apretó el paso, decidido a que no escapase. Todos se detuvieron, ansiosos por ver cómo acababa aquello.
La alcanzó a la altura de la Krabbesteeg. Con una mano la agarró por el cabello, que llevaba recogido en bucles flojos, y con la otra, ciego de furia, le dio un puñetazo tremendo en la cara.
Notó que ella le clavaba los dientes en la mano, pero no le dolió. El segundo golpe volvió a acertarle en plena cara. Cuando oyó que algo crujía, su cólera se transformó en pánico. La apartó con rudeza, y Maxi fue a parar en medio de un grupo de chinos que jugaban a las cartas. Cayó como una muñeca rota entre los naipes esparcidos en el suelo. De su nariz y su boca manaba sangre a borbotones. Resollaba en busca de aire. Donde antes habían estado sus incisivos había ahora un gran agujero oscuro.