CAPÍTULO XI

 

Paul Lemnitzer hizo un titánico esfuerzo por separar sus muñecas y, después de varios intentos, el cáñamo trenzado cedió al fin.

Apenas había empezado a «trabajar» la cuerda con la espuela, había comprobado que aquélla era de mala calidad y que iba a serle mucho más fácil de lo que había pensado, el cortarla.

Ahora, con las manos libres, se quitó las ligaduras de los pies, dejando la cuerda de forma que nadie apreciara su liberación.

Después volvió las manos a la espalda y quedó tendido, a la espera de una oportunidad.

Su mente buscó una forma de desembarazarse por separado de los dos fulanos que habían quedado en el campamento.

Había podido apreciar que la cuadrilla estaba compuesta per cinco elementos, sin contar a su hermano, y con Travys se habían ausentado tres de ellos.

Sin embargo, y aunque en otras circunstancias no le hubieran asustado aquel par de enemigos, ahora no quería exponer a Rita a sufrir daño alguno.

Y sí atacaba a uno de ellos en presencia del otro, estaba seguro que éste utilizaría nuevamente a la muchacha para conseguir que les obedeciera.

Aún tenía presentes los minutos de angustia pasados la noche anterior, y su lucha entre el amor y el deber.

De repente, adivinó la silueta de Kepler entre los árboles.

Venía solo y, con cara de aburrimiento, se sentó cerca de los restos apagados de la hoguera.

Sacó una bolsa de tabaco y comenzó a liar un cigarro.

Paul Lemnitzer elevó la voz para hacerse oír por él:

—¿Le gustaría ganarse veinticinco dólares? Hace más de doce horas que no fumo, y por un cigarro sería capaz de dar todo lo que llevo encima.

Vio a Kepler interesado en el negocio.

Y añadió:

—No tiene más que tomar el dinero del bolsillo de mi camisa... ¿Acepta?

Kepler se puso en pie y observó los alrededores, antes de moverse hacia su prisionero.

No quería que Stanley Crick le viera aceptar la propuesta del sheriff y sólo cuando estuvo seguro de que su patrón no se hallaba cerca, se aproximó a Paul Lemnitzer.

—Primero veremos si es cierto lo del dinero —murmuró con desconfianza.

Paul Lemnitzer dejó que llegara a su lado y se arrodillara.

Luego, cuando Kepler alargó la mano hacia el bolsillo de su camisa, Paul movió con rapidez ambos brazos, y aprisionó el cuello del pistolero entre ellos.

Colocó su antebrazo izquierdo tras la nuca de Kepler y con el derecho empujó su cuello hacia atrás, impidiéndole cualquier movimiento.

—Si te mueves, te parto el cuello —le advirtió a media voz, ante el asombro y el contento de Rita.

Ésta había presenciado la escena desde lejos y, con el corazón latiendo fuertemente en su pecho, vio cómo Paul se ponía en pie, sin soltar a su enemigo.

La llave era peligrosa y terriblemente eficaz.

Kepler sabía que su rival rompería con facilidad sus vértebras superiores, si intentaba la menor resistencia, y se mantuvo inmóvil y silencioso.

Paul Lemnitzer actuó con rapidez.

Tenía calculado cada uno de sus movimientos, y apenas un segundo después de apartar el brazo derecho del cuello del rufián, ya tenía el arma de éste en la mano.

Kepler apenas tuvo tiempo de enterarse de lo que sucedía después.

Su propio «Colt» le golpeó en la cabeza, y Paul Lemnitzer, sujetándole, evitó que su cuerpo chocara contra el suelo.

Lo dejó al pie de un árbol, y corrió hacia Rita.

Mientras la soltaba, la dijo:

—Iré a buscar al jefe de estos miserables, y escaparemos luego hacia Pacos. No te muevas de aquí, hasta que yo regrese.

Estaba arrodillado ante los pies de Rita, que ya tenía las manos libres, cuando ambos oyeron la voz de Stanley Crick:

—¡Kepler! ¿Es qué no me oyes?

Paul Lemnitzer se alejó de Rita y, con el arma de Kepler en su mano, salió al encuentro del aventurero.

Ambos se encontraron de repente.

Los ojos de Stanley Crick se abrieron, sorprendidos, y su mano se movió con rapidez hacia su cadera.

Pero Paul Lemnitzer tenía el arma en la mano.

—¡No se mueva o disparo!

Su advertencia llegó demasiado tarde para ser obedecida por Stanley Crick, que ya había ordenado a su cerebro los movimientos que debía realizar, y no supo detenerse a tiempo.

Su cuerpo basculó hacia la izquierda, y el «Colt» se deslizó fuera de la pistolera, en una fracción de segundo.

Con la mano izquierda lo amartilló, y cerró el dedo en torno al gatillo.

Pero para entonces Paul Lemnitzer había alojado ya un proyectil en su vientre.

Cuando se hallaba ante una situación semejante jamás disparaba al corazón, pues un balazo en el vientre causaba igualmente la muerte, pero impedía al adversario terminar cualquier movimiento.

En cambio, un balazo en el corazón permitía que, muchas veces, un hombre, a pesar de estar muerto, realizara aquello que su cerebro había ordenado a los músculos.

Stanley Crick se dobló hacia adelante, y su proyectil se incrustó en el suelo, a sus pies.

Después rodó por la tierra, pero ya Paul Lemnitzer estaba corriendo junto a Rita.

La muchacha se puso en pie de un salto al verle acercarse, mientras lágrimas de alegría empañaban sus ojos.

—¡Gracias a Dios, Paul! Cuando oí los disparos, temí que ese hombre te hiriera... —exclamó, abrazándose a él.

Éste se separó suavemente de Rita y se arrodilló junto a Kepler.

—Necesitamos saber los planes de los otros.

En aquel «otros» estaba incluido Travys, pero para Paul Lemnitzer hacía muchos años que su hermano era sólo un «fuera de la ley» más.

—Y este elemento va a decírmelo.

Lo levantó hasta hacerle quedarse con la espalda apoyada en el tronco, y con la mano libre le propinó media docena de bofetadas.

—¡Abre los ojos, rata! ¡Despierta!

La ración de «caricias» que le estaban dando, hizo que Kepler abriera los ojos, antes de que la hinchazón se los volviera a cerrar.

La mano izquierda de Paul Lemnitzer le mantenía clavado al tronco y el pistolero no pudo reprimir un estremecimiento, al sentir sobre sí aquellos dos ojos negros, duros y amenazadores, que parecían despedir fuego.

La mano diestra del sheriff volvió a golpear de revés la mejilla derecha de Kepler, que aulló de dolor.

—¡No me pegue más! —suplicó.

—Tu jefe está muerto, con un balazo en la barriga, y no va a venir a sacarte de ésta —destrozó el sheriff sus últimas esperanzas—. ¡Pero quiero que me digas adónde iban Travys y los demás!

En realidad, sabía a dónde iban.

Pero quería conocer más detalles sobre el viaje de su hermano al Llano del Estacado con Joseph Randall.

Se dijo, con amargura, que si el enviado del gobernador había cometido la insensatez de confiarle el lugar donde se hallaban enterrados los cincuenta mil dólares de Willy Revlon, Travys le habría ahorrado, a aquellas horas, la molestia del viaje.

Conocía bien a su hermano, y sabía lo que era capaz de hacer.

Para él la muerte de un ser humano era algo tan insignificante como para un niño la vida de las hormigas que pisotea en el campo.

Aquélla era la espina que le impedía ser feliz.

Siempre había temido —por el respeto que sentía hacia su misma sangre —que la vida les hiciera enfrentarse a Travys y a él.

Sabía que uno de los dos debería morir entonces.

Y ahora había llegado aquel momento.

Volvió a golpear la cara de Kepler, cuya cabeza oscilaba sin fuerzas a un lado y a otro, y le exigió una pronta confesión.

—¡Voy a machacarte, como no me digas lo que quiero saber! —le amenazó.

La dura piel de Kepler se hallaba cortada por varios sitios, y sus labios eran dos morcillas hinchadas, que apenas podían contener los dientes.

—Por favor... no me... pegue más...

—¡Empieza a hablar! ¡Pronto!

El rufián tragó una bocanada de aire.

—Debían reunirse... con ese hombre... a las... cinco...

 

* * *

Un grupo de jinetes pasó junto a ellos, hablando excitadamente.

Watson y Aldo se miraron, confusos, mientras idéntico pensamiento asaltaba sus mentes.

Antes de alejarse de ellos, el grupo de jinetes les enteró de lo sucedido.

—Sí, ha habido un tiroteo cerca de la estación. Por lo visto, era un tipo que se hacía pasar por comisario...

Aguardaron a quedarse solos de nuevo para hablar del asunto.

Y fue Watson quien primero lo hizo.

—¡Te dije que ese maldito Travys lo echaría todo a rodar! —exclamó, furioso—. ¡Debimos dejarle que le colgaran en Testville!

Aldo escupió con rabia, mientras miraba, inquieto, a su alrededor.

—De todas formas, nos hacía falta para llevar adelante el plan —masculló.

Estaban, tal y como Stanley Crick les había ordenado, en las afueras de Pacos, cerca del camino que llevaba, al Llano del Estacado.

De no haber surgido ningún contratiempo, Travys. Lemnitzer y Ty debían haber pasado por allí, en compañía del ayudante del gobernador y los dos agentes.

—¿Qué hacemos? —consultó con Watson.

Ignoraban el alcance del tiroteo y la suerte que habrían corrido Travys y Ty.

Quizá, a aquellas horas, alguno de ellos, lo hubiera confesado todo, y los hombres del sheriff se dirigieran hacia allí, en su busca.

—Será mejor largarnos cuanto antes —decidió Watson, pegando un tirón a las riendas de su animal.

—¡Cuidado, se acerca un grupo! —señaló Aldo con desconfianza.

Se ocultaron entre la arboleda que sombreaba la carretera y, con las manos dispuestas para desenfundar, aguardaron al grupo de jinetes que se aproximaba.

Pero sólo se trataba de un pacífico puñado de vaqueros que se reintegraban a su rancho, después de pasar algunas horas en la ciudad.

—Debemos ir al campamento para advertir a Stanley de lo sucedido —decidió, al fin, Aldo.

—Sí, nos conviene estar lejos de aquí. ¡Estoy seguro de que ese bastardo de Travys Lemnitzer nos traicionará, en cuanto le aprieten un poco las clavijas!

Hicieron dar media vuelta a sus animales y se lanzaron hacia el inhóspito paraje donde Stanley Crick había montado el campamento.

Dejaron atrás un pequeño arroyo y, después de cruzar una quebrada se enfrentaron a la serpenteante senda que debía llevarles hasta su patrón.

De repente, Watson distinguió dos figuras a través de la arboleda.

—¡Ocúltate, Aldo! —dijo a media voz—. Viene alguien...

Pero el descubrimiento había sido mutuo, con la ventaja para Paul Lemnitzer de haber reconocido a los dos rufianes mientras que éstos no imaginaron, en un principio, que la pareja que acababan de distinguir fueran los prisioneros.

—¡Al suelo, Rita! —ordenó el sheriff, mientras saltaba a tierra.

La muchacha saltó con agilidad del caballo, y se ocultó tras un tocón, mientras Paul Lemnitzer sacaba su arma y se aprestaba a enfrentarse a los dos forajidos.

Habían dejado hacía quince minutos el campamento, después de atar fuertemente a Kepler para que no se moviera de allí hasta que fueran a buscarle, y su tropiezo con dos de los hombres de la cuadrilla le hizo sospechar que algo andaba mal en Pacos.

Watson advirtió la extraña maniobra de los dos jinetes, y ello le hizo sospechar su verdadera identidad.

—¡Ten cuidado, Aldo! ¡Creo que es ese maldito comisario...! Lleva la cabeza, vendada, y va acompañado de la chica.

También había desmontado, en busca de un lugar seguro desde el que disparar.

Paul Lemnitzer segó de un balazo los movimientos de Aldo.

Había quedado al descubierto entre unos zarzales, y el arma del comisario inició su canción de muerte, dejando la lucha igualada.

El rufián cayó de bruces contra las zarzas mientras Watson mascullaba un juramento y vaciaba medio cargador hacia la posición que ocupaba el sheriff.

Las balas se estrellaron en la roca que le servía de parapeto, y media docena de esquirlas volaron por los aires, como pequeños cuchillos.

Paul Lemnitzer asomó cautelosamente por la derecha y, ayudándose de la mano izquierda para amartillar más aprisa, colocó una rápida serie de disparos en las proximidades del forajido.

Watson corrió a protegerse tras un grueso árbol y contestó a las balas del comisario, mientras sus ojos trataban de localizar el lugar donde había quedado escondida la chica.

Llegar hasta ella y utilizarla como rehén, se le ocurrió era una magnífica idea.

Aún no sabía cómo habrían conseguido burlar la vigilancia de Stanley Crick y Kepler para escapar del campamento, pero aquello ahora no le interesaba.

Se movió con sigilo entre los árboles, mientras Paul Lemnitzer abría fuego, de nuevo contra el antiguo emplazamiento del rufián.

Éste se detuvo de repente, al divisar la mancha amarilla del vestido femenino, asomando junto a un grueso tocón.

Sus ojos brillaron con alegría y, a la carrera, se lanzó hacia el lugar donde estaba escondida Rita Crosbron.

Esta se volvió al sentir el ruido de una rama quebrada cerca de ella, y un grito de espanto se escapó de sus labios:

—¡Paul! ¡Aquí!

Paul Lemnitzer se revolvió, alertado por la llamada de socorro de su prometida, y su dedo se cerró vertiginosamente sobre el gatillo del «Colt», cortando en seco la carrera del pistolero.

Watson recibió tres balazos en el costado izquierdo, y su cuerpo rodó por el terreno irregular hasta detenerse contra el tocón que había servido de protección a Rita.

Paul Lemnitzer corrió hacia la muchacha, dispuesto a cortar los últimos movimientos del indeseable, si era preciso.

Pero la completa inmovilidad de Watson le confirmó que los disparos habían puesto fin a su vida.

—¡Fue horrible, Paul! De repente, me asomé y vi que corría hacia mí, con el arma empuñada...

Paul Lemnitzer abrazó a la muchacha y trató de devolverle la calma.

Mientras acariciaba su sedoso pelo, buscó con la mirada los caballos que, asustados por los disparos, se habían alejado del lugar de la lucha.

Aún tenía que llegar a Pacos a tiempo de advertir a Joseph Randall la trampa que le había tendido, con ayuda de Travys.

—¿Te encuentras mejor, querida? —preguntó a Rita—. En cuanto lleguemos a la ciudad, podrás descansar de toda esta pesadilla.

La muchacha estaba pálida y ojerosa, con rostro cansado, en el que podía apreciarse la angustia de las últimas horas.

No había conseguido dormir en toda la noche, y ardía en deseos de ver a Burt y comprobar que no le había ocurrido nada.

Paul la ayudó a montar, después de haber ido en busca de los caballos, e inmediatamente lo hizo él en otro.

No conocía la zona, pero estaba seguro de llegar a Pacos.

Sólo tenía una duda.

Si llegaría a tiempo de avisar a Joseph Randall e impedir que su hermano Travys cometiera un nuevo crimen.