PRÓLOGO

El éxito moderno del Oráculo manual:

«Más valen quintaesencias que fárragos»

Una famosa marca de automoción italiana publicita su monovolumen estrella con una cita del Oráculo manual de Gracián; un conocido banco europeo asentado en España basa sus campañas comerciales en animar a sus clientes a desaprender, como hiciera en su momento el jesuita; políticos y periodistas citan con frecuencia —casi a diario— los aforismos de este aragonés universal, y esmaltan sus escritos y discursos con fragmentos, casi todos, del librito citado, que se vende sin cesar en ediciones, traducciones y adaptaciones modernas. Se diría que este futuro lo pronosticó el mismo Baltasar Gracián en el aforismo 20, cuando afirmó que «lleva una ventaja lo sabio, que es eterno; y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán». Porque lo cierto es que si el pequeño volumen no fue en su día lo que hoy consideramos un best seller, lo ha sido sin duda en la modernidad.

En Francia, los breves textos del Oráculo manual atrajeron la atención de los traductores desde bien pronto, y, más tarde, de talantes tan distintos como los de Madame de Sablé, La Rochefoucauld, La Bruyère o Pascal. En Alemania, el pesimismo del jesuita atrajo la mirada atenta de Arthur Schopenhauer, a través del cual sus aforismos llegaron a otro gran genio, Friedrich Nietzsche. En España, con ciertos altibajos, la presencia del Oráculo manual forma parte del paisaje intelectual desde al menos la llamada Generación del 98. Y también del paisanaje actual, porque no es extraño ver en las grandes ciudades españolas viajeros en los distintos medios de transporte que paladean los múltiples sentidos de las palabras de Gracián en lugares tan escasamente idóneos, en principio, para la lectura reflexiva. Como ocurrió en los Estados Unidos en la década de los ochenta, cuando la traducción modernizada al inglés del libro se vendía hasta en los supermercados y se convirtió en el libro de cabecera de los ejecutivos de las grandes empresas norteamericanas. Hoy no cabe duda: el centón de aforismos del jesuita ha traspasado la barrera de lo culto para formar parte de la biblioteca ideal de cualquier lector.

¿A qué se debe ese éxito moderno del Oráculo manual y arte de prudencia? No es fácil de explicar (y buena muestra de ello pueden ser los mapas conceptuales recogidos en las páginas 147-151), pero creo que, para exponerlo sucintamente, hay que recurrir aquí a la vieja dicotomía horaciana entre verba y res, entre la palabra y la realidad que designa, entre la forma y el contenido, porque sin la conjunción de ambos no hay manera de entender el libro. Al redactar el texto, en 1647, el jesuita le hizo un gran favor al hombre moderno. Y lo hizo porque, si en sus otras obras había intentado trazar el modelo de un tipo específico de hombre barroco —el político, el discreto, el héroe…—, en el Oráculo buscó el diseño de un varón integral; es decir, que no quiso dirigirse de forma concreta a alguno de esos tipos plenamente de época y que morirían con la llegada de la Ilustración, no quiso perfilar aspectos de la personalidad del hombre de su tiempo, sino que tentó el diseño de lo que debía ser un hombre entero. Es seguro que él no fue consciente de ello (o quizá sí), pero al prescindir de la caracterización tipológica y al dirigirse al hombre en un plano general, sin distinciones de clase o de oficio, su obra abandonaba la estricta temporalidad de su época y obtenía un pasaporte del aquí barroco a la eternidad posmoderna. Es la característica del genio, que siempre sabe ver más allá de su tiempo y anticipar lo que en principio sólo es dado al adivino, al gurú.

¿Qué ofrece exactamente, entonces, el Oráculo manual para atraer tanto al lector moderno, para sortear los siglos con éxito en las diversas situaciones y circunstancias? Difícil responder en tan breve espacio una pregunta tan compleja, porque el Arte de prudencia de Gracián no presenta la estructura definida que le pedimos habitualmente a un tratado: son 300 aforismos —la mayoría de los cien primeros extraídos de obras anteriores del jesuita, escritos los otros dos centenares para la ocasión— que se agrupan bajo un título afortunado: Oráculo manual y arte de prudencia. Estas dos partes del título son sendas contradicciones, pues ni el carácter arcano del oráculo admite la condición de manual, ni la prudencia puede reducirse a un arte, en principio. El libro está desestructurado, pues, desde el mismo título.

Pese a ese carácter lábil, si se estudia con atención pueden percibirse unas constantes que permiten diseñar, a través de esos trescientos aforismos, un sistema de pensamiento estratégicamente definido incluso en sus contradicciones. En su colección, Gracián ofrece al lector una serie de normas prácticas de comportamiento para triunfar en el cambiante y proceloso mundo social del siglo XVII. Se trata, por lo tanto, de una sabiduría práctica que se ve en un número considerable de los aforismos gracianos, como cuando señala el carácter inútil del conocimiento estancado, porque el saber no sirve si no es práctico (af. 232), idea que la modernidad ha revalidado en absolutamente todos los campos.

De esa convicción inicial salen las indicaciones sobre cómo comportarse en situaciones concretas y habituales en cualquier relación humana. Gracián las llamará de distintas maneras: reglas de vivir (caracterizadas siempre por un saber: saber olvidar, saber afrontar los problemas, saber sufrir a los necios, saber echarle la culpa a los otros, saber decir que no, saber vender los méritos propios, saber pedir, saber obligar a los demás…), o artes (es decir, técnicas) para superar situaciones concretas (para ser dichoso, para vivir mucho, para ganarse a todos, para atraer las voluntades ajenas, para dorar el desengaño, para no hacer caso, para dejar estar las cosas…). Todas ellas pasadas por el crisol de la prudencia, verdadero motivo del libro desde el título y sin cuya comprensión no puede entenderse la intención graciana: hay que dominar primero a uno mismo, dominarse, y después saber, para elevarse a continuación sobre los demás, o, dicho más a la moderna, para triunfar en el campo de lo que nosotros llamamos relaciones interpersonales. Curioso que un hombre tan limitado en habilidades sociales como demuestra su biografía fuese capaz de codificar las reglas del éxito personal con tanta precisión.

Es cierto que trivializo el contenido, pero, bien aplicado, el Oráculo manual es un conjunto de normas para acertar en el vivir, en cualquier situación. Lo habían intentado, con mayor o menor fortuna, otros muchos autores desde fines de la Edad Media en toda Europa. ¿Qué tiene Gracián que no tuviesen ellos? ¿Qué diferencia el manualito del jesuita de los centones que desde el siglo XIII venían enseñando al ser humano la forma de comportarse? La respuesta reside en la forma empleada.

Y es que la originalidad del mensaje de Gracián procede del molde utilizado. Hasta bien entrado el Barroco, el moralista europeo había basado su discurso en dos métodos de conocimiento que venían al menos desde la Biblia: ejemplos y sentencias. Unos y otras se basaban en la repetición mecánica. Si el primero, el ejemplo, adquiere valor precisamente por su carácter paradigmático (hay que repetir sin cuestionar el modelo del personaje imitable, sea éste romano, griego o bíblico), la sentencia se caracteriza por su inmutabilidad (se repiten durante siglos sin variar el formato: «Lo que no quieras para ti, no lo quieras para los demás»). Quiere decirse, pues, que tanto en uno como en otro caso, sólo hay una solución para el problema planteado («No mentirás»). El mundo está bien hecho, hay un principio superior que lo ordena todo, y por tanto no vale cuestionarlo: son los mismos problemas desde Grecia o desde Jerusalén, y las soluciones no varían.

Sucede, sin embargo, que Gracián está en los orígenes de la modernidad y eso le lleva a apreciar a su alrededor cambios (sociales, políticos, científicos, económicos…) que le muestran la inutilidad de ese conocimiento estancado y alambicado. Problemas nuevos necesitan nuevas soluciones. Por eso no le valen los ejemplos y las sentencias, que formaban la base del argumentario del predicador, del hombre religioso, por un lado, y del humanista, por otro. La decisión es importante, porque supone el abandono de un pensamiento que se apoyaba en la autoridad y en la historia para dar paso a una argumentación basada en la realidad de los hechos, en la experiencia práctica, y sobre todo en la utilidad de las acciones: se trata de ofrecer unos pensamientos que permitan lo que en la época llamarían un gobierno acertado de las acciones humanas. Vale decir: reglas breves de aplicación universal que contribuyan a evitar los males que afectan al hombre considerado como entidad individual («Sin mentir, no decir todas las verdades», af. 181). Es bien probable que Gracián tampoco fuera plenamente consciente de ello, pero al abandonar el conocimiento especulativo y proponer uno de tipo práctico, encaminado a ofrecer soluciones inmediatas y exitosas para el comportamiento del hombre en cualquier situación, por varia que fuera, estaba poniendo el otro pie en el terreno de la modernidad.

Eso lo hace mediante la forma brevísima del aforismo: frente al ejemplo, que lo explica todo, o la sentencia, que no deja lugar a tener que elegir, la extrema brevedad del aforismo, su expresión lacónica, tan reconcentrada, no indica claramente cómo actuar en una situación concreta, ante un problema dado. Ha de ser la prudencia de cada uno la que debe discriminar lo que en el texto queda sólo apuntado o insinuado, y decidir no lo correcto, sino lo acertado de cada momento. La situación concreta, la circunstancia, es otra clave de Gracián. Es precisamente la atención a la circunstancia lo que permite discernir lo que es bueno en cada momento para poder tomar la decisión adecuada, que no tiene por qué ser la correcta. El mundo ya no está bien hecho, como pensaron por razones distintas la Edad Media y el Renacimiento. Antes al contrario, el mundo es una crisis perpetua, las circunstancias cambian y el mismo problema puede requerir, en dos momentos o en dos lugares distintos, soluciones diferentes: «No basta la sustancia: requiérese también la circunstancia» (af. 14). La forma oscura del aforismo es la que permite a Gracián decir las cosas a medias, para que sea el lector quien añada su conocimiento del contexto y pueda concluir con éxito la solución del problema.

Por todo ello, el conocimiento, la sabiduría, son costosos de adquirir, pero valen mucho si se aplican bien. Así entendido, el librillo de Gracián es sólo una mitad, queda incompleto: ha de ser el lector quien, de la mano de la prudencia, rellene los huecos, dando sustancia a los vacíos dejados en el texto en función de su propio contexto. El Oráculo manual está siempre in fieri, haciéndose y tomando cuerpo y sustancia en cada lector, en cada lugar, en cada momento histórico, en cada circunstancia concreta. Por eso nos sigue hablando hoy, más de tres siglos después de su redacción, siempre exitoso en los tiempos de crisis que requieren soluciones nuevas o diferentes a los distintos problemas que aquejan al ser humano.

EMILIO BLANCO