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VII

El rey Mándos se hizo esperar, contra lo que era su costumbre. Hacía media hora ya que el rey Vântar y sus hijos, Inca y la mayoría de los oficiales del cortejo real ebénida, Arabínder y Pradib y varios nobles de Dyesäar, lo esperaban en la Sala de la Asamblea. Oros y azules entraban por las vidrieras que servían de techo, y el sol estaba ya alto en el cielo aquel veinte de Julio caluroso. Por fin se oyeron pasos, metales, se abrió la puerta detrás del trono y el rey entró en la Sala seguido por tres guerreros que portaban respetuosamente a Ida. Ida fue depositada sobre el trono. Mándos se mantuvo de pie.

—Perdonad… —se excusó dirigiéndose a los allí reunidos.

«¡Que un poderoso rey deba disculparse!» —pensó Brahmo.

«¡Que un rey tenga el poder de disculparse!» —pensó Usha.

Mándos, de pie ante el trono y frente a la larga Sala de la Asamblea cuyos lados ocupaban las gradas para los asistentes, cerró sus ojos un instante y permaneció silencioso.

Después de una breve concentración contempló a los litigantes uno a uno y comenzó.

—El rey Vântar y el escudero Inca piden que Ida sea otorgada al príncipe Brahmo, y alegan que la Señora fue hallada en el curso de la aventura del príncipe. El príncipe Brahmo y la princesa Usha piden que la espada sea otorgada a quien la halló, el escudero Inca. El desacuerdo es tan hondo y tan grave que unos y otros han pedido a Mándos, rey de Dyesäar, que juzgue y dé a uno u a otro partido la razón.

La voz de Mándos sonó honda, ceremoniosa, multiplicada por las piedras en el eco que recorrió la antigua Sala.

—He tardado tres días en convocaros no porque la sentencia no fuese perfectamente clara para mi razón, sino porque no quería juzgar con ella, sino Ver en mi Espíritu. Desde el punto de vista legal, esta cuestión no puede dirimirse, no es algo que pueda someterse a leyes. Desde el punto de vista meramente humano, este litigio no presenta duda posible: el elegido es Inca, él es el guardián y portador de Ida hasta que la espada decida abandonarlo, hallar un nuevo lecho, reposar en él hasta que una nueva mano la precise o la merezca.

Vântar torció el gesto.

—Pero la resistencia del elegido a aceptar su destino y su don me han asombrado, me han hecho vacilar, me han hecho investigar esos secretos motivos de las cosas a los que no tiene acceso nuestra mente externa. Lo que he visto o lo que he dejado de ver no lo diré aquí. Pero ésta es la sentencia, no mía sino de la Voluntad secreta:

La voz de Mándos se hizo más grave, más honda, más poderosa.

—Inca, tú eres ahora el guardián de Ida. Acepta el Camino, la Batalla, el Sacrificio o devuelve el arma a la ciénaga, al misterio. Crece con lo primero o renuncia y avergüénzate.

Brahmo, has obrado noble y generosamente, y serás siempre para nosotros no un príncipe extranjero sino un príncipe de Dyesäar. Usha, has servido al partido de la sabiduría y gozarás por siempre en Dyesäar del mismo reconocimiento que el otorgado a tu hermano. Vântar, has razonado y actuado de forma errónea y egoísta; tu saber y tu valor se han visto confundidos por los acontecimientos de los últimos días, y estoy seguro de que en cuanto torne a ti el sosiego comprenderás y verás.

Mándos dejó que el silencio colmase unos instantes la sala, ave que apacigua con sus vastos, tranquilos planeos. Luego:

—Ésta es la sentencia del Espíritu. Aquel que la ponga en duda o que no la considere válida que se quede con la sentencia humana del rey.

Todos los asistentes se pusieron en pie en señal de aceptación del juicio menos el rey Vântar, que permaneció unos instantes sentado en su grada y después se levantó airado y se fue.

Mándos aguardó unos minutos, concentrado; luego tomó a Ida del trono, la puso en las manos del elegido y partió.

Poco a poco todos fueron saliendo y la Sala de la Asamblea se quedó sola, vacía, inundada por el rojo dorado en que las vidrieras que la encielaban transmutaban la luz del sol.

Sólo Inca se quedó allí, inmóvil en su asiento, las rodillas juntas, Ida sobre sus muslos… aquel tesoro en el regazo de un niño que ni para dar un paso tenía ahora fuerzas. Pasó el tiempo. El rojo dorado se rompió en un torbellino de rosas y éste se fundió en un mar de plata rojiza; la tarde trajo verdes dorados, y verdeazules, y violetas el crepúsculo. Inca permanecía allí, insensible al paso de las horas. Pero de pronto, se abrió el postigo de la puerta grande. Un soldado con el uniforme blanco de Eben y el baniano rojo en la espalda y en el pecho, con las insignias de alférez real, entró en la Sala y recorrió el amplio recinto con sus ojos. Allí, en una grada, perdido e insignificante en aquella inmensidad, descubrió al muchacho. Se acercó a él; se sentó a su lado.

Durante unos minutos, que aprovechó para contemplar ávidamente la espada en su regazo, respetó su silencio, luego se inquietó y, como Inca no daba señales de haber notado su presencia, le pasó el brazo sobre los hombros y carraspeó.

—Señor alférez… —se sorprendió Inca.

El oficial lo miró entonces a los ojos sin decir nada todavía. Era un hombre alto, ancho de espaldas, hinchado de carrillos, de rostro tan leal como ignorante. Un buen soldado. Amaba a su señor y rey, y se sabía (él no lo ocultaba) que era el gran confidente del monarca en todo lo que se refería a asuntos militares y domésticos. Tenía las manos grandes, la frente pequeña, los brazos voluminosos pero rudos, sin forma; tenía la voz forzadamente grave, los ojos insabios, una carcajada flotando siempre en sus labios, el corazón inmenso. Su barba ligeramente encanecida y la piel gastada de su rostro sugerían unos cuarenta años: el alférez Ébendas habría nacido el año de la caída del nuevo imperio.

—¿Sabes lo que estás consiguiendo, muchacho? —dijo entonces casi como si le hablase a toda la Asamblea y el sonido de su voz reverberó en la Sala.

—Pero, señor… —intentó defenderse Inca de aquel hombre al que admiraba, pero que por vez primera en cuatro años le concedía un instante de atención.

—Mira muchacho —le interrumpió Ébendas—, mis hombres llevan aquí casi una semana, han trabado amistad con guerreros de este reino, con taberneros, han echado un ojo aquí y allá y han visto mujeres hermosas que habrían empezado a cortejar si el rey Vântar no lo hubiese prohibido absolutamente. Si mañana les digo que tenemos que volver a este reino pero a batallar y a conquistar, ¿cómo crees tú que se sentirán?

—Pero, señor… —logró decir Inca otra vez antes de que el oficial tajase el hilo naciente de su discurso.

—No, no digo que semejante estado de cosas sea inminente. Pero conozco bien a mi rey.

Está airado. Está furioso. Inca, sólo te diré esto pero quiero que comprendas que ya es mucho: la guerra es una posibilidad. Y aunque fuese una posibilidad lejana, muy lejana, eso ya sería bastante terrible, ¿no te parece?

—Sí, pero…

—En fin, tendrías que hacer algo, creo yo —le espetó como conclusión al asustado muchacho y se reclinó en la grada con un gesto que era una invitación no a dar explicaciones, sino a agotarlas, desangrarlas, mientras él aguardaba el momento oportuno para saltar otra vez sobre su presa con abrumadoras razones.

—Por Dios, oficial —comenzó Inca sabiendo que Ébendas exageraba, y exageraba mucho, pero deseando intensamente que comprendiera su desgraciada posición—, por Dios… Por todos los dioses y los demonios y los ángeles y también por los santos de nuestros sacerdotes, entendedme:

¡Yo no quiero la espada! Si el rey Vântar la quiere, ¡que la tenga! Si la quiere para el príncipe, ¡tanto mejor: que convenza a mi amo de que se la quede!

Ébendas no comprendió otra cosa sino que era el momento adecuado para volver a atacar.

—Bien, muchacho, veo que eres razonable y, si me haces caso, todo irá bien. Pero las cosas no se hacen así, a la buena de Dios… Ya ves cómo actúa la gente de este reino. No puedes coger la espada y dársela simplemente al rey; no, eso no serviría de nada.

—No, desde luego que no puedo hacer eso —protestó Inca con insospechada energía—. Eso sería violar el juicio del rey Mándos. Puedo arrojarla a la ciénaga, eso sí, y que la busquen otra maldita vez, si quieren… Porque, si no, ¿qué?

—No, Inca, locuras no, locuras no —trató de apaciguarlo Ébendas—. Ya ha habido bastantes —dijo en voz baja para sí mismo mientras pensaba en la princesa Usha—. Yo te diré lo que tienes que hacer.

—¿Sí? —se le iluminó el rostro a Inca.

—Irás a ver al rey Mándos y hablarás con él —sentenció convencido y satisfecho el alférez.

Inca se sintió decepcionado. Bajó la mirada, contempló la hoja bañada por los lilas, por los reflejos veteada como una tira de mármol. Recordó a la mujer de la ciénaga, recordó sus sensaciones ante ella, y supo en aquel instante que aquella espada sobre sus piernas, y su propia alma, forzarían como fuese el destino… Y supo también que él se resistiría hasta el final.

—No, oficial —dijo ahora con voz más serena y terminante, con la gravedad de un príncipe—. No serviría de nada. ¿Acaso no estabais en el juicio? Es evidente que el rey Mándos ha dicho su última palabra. Si existe una solución, tiene que ser otra.

—No hay otra solución —repuso Ébendas con apasionamiento—. No hay otra. ¿Qué otra?

Tienes que hablar con él y convencerle…

—Pero convencerle ¿de qué modo… cómo…? —interrumpió Inca.

—Convencerle… —retornó Ébendas— de que las cosas en Eben no son como aquí.

Entiéndeme. Aquí hablan del Espíritu y todas esas cosas. Hasta el rey dice tener experiencia de Él. Está bien, no lo discuto, me parece legítimo, nosotros tenemos sacerdotes y ellos a un rey místico. No digo ni que sea posible ni imposible. Pero en Eben… —vaciló un instante; trató de escoger las palabras más adecuadas, pero al final la precipitación y la pasión lo ganaron—. En Eben todas esas cosas no existen fuera de los templos. Son ideales, no reales… no prácticas.

Quiero decir esto Inca: que aquí, en Dyesäar, puesto que tienen tan presentes estas cosas, el Espíritu puede bajar del Cielo, poseer un instante a una grácil doncella y hacerle manejar una espada tan diestramente que acabe con una horda de bárbaros o de piratas. Estas historias están aquí por todas partes. Y que Dios me fulmine, si sé lo que hay detrás de esto, el Espíritu o los demonios. Pero en Eben las cosas son distintas: un príncipe entrenado en las artes de la guerra y con una de las Señoras en la mano es un héroe, pero un bastardo sigue siendo un bastardo.

Inca miró al alférez fijamente. Ébendas se había llevado las dos manos a la boca como para impedir que saliera de ella ninguna palabra más antes de que se mordiese la lengua en castigo por tan inoportuna indiscreción.

—Caramba… caramba… —musitó al cabo de un instante.

Inca le contemplaba silencioso, ni triste ni enfadado. Perplejo. Con una pregunta impronunciada insistiendo desde la comisura de sus ojos:

«¿Bastardo yo?».

Ébendas se levantó, descendió unos peldaños, caminó por el inmenso recinto arriba y abajo con las manos en la espalda, alzando brevemente la mirada hacia el trono cada vez que se volvía hacia él, sobrecogido por el respeto que le infundía la realeza. Al fin, dio libre curso a sus pensamientos mirando al muchacho en su asiento elevado desde el medio de la Sala.

—Está bien, Inca, está bien. La pasión me ha podido y me ha hecho traicionar un secreto fielmente guardado durante quince años. Sólo añadiré una cosa y luego saldré de esta Sala; no quiero que me sigas ni que me preguntes nada más: si no harías lo que te he pedido por tu rey, hazlo al menos por tu padre.

*

—No padre, yo no partiré.

Eso es lo que le dijo la princesa Usha a Vântar cuando éste la llamó a sus aposentos al morir la tarde, después de haber pasado todo el día encerrado allí.

—No partiré contigo, éste es mi sitio. He descubierto muchas cosas aquí… Si me fuese, morirían. Aún son jóvenes. Y, además, padre, no puedo comprender tu actitud. Sólo como un estado pasajero de ofuscación puedo entenderla, sólo así.

—¿Ofuscación pasajera? —repuso Vântar—. Desde que hemos llegado aquí todo ha sido una continua humillación. Mírate: mi hija se transforma en una desconocida; hace alarde de todo lo que avergonzaría a una muchacha ebénida, pantalones, pelo corto, piel morena… y aparece y desaparece a su antojo con el señor gobernador. Mi hijo hinca la rodilla ante un escudero, el último de los pajes, el más aldeano de todos ellos. El rey de Dyesäar falla en contra de la opinión del rey de Eben, su amigo, su camarada, su compañero de armas. ¡Y, porque todo esto no basta, en todo momento, en cada esquina, en cada pizca de aire que respiro, esta sensación de fracaso y error!

—Responderé sólo por mí, padre; mi hermano y el rey Mándos se defienden solos. Me trajiste para ofrecerme a Arabínder. Todos, y tú el primero, comprendimos que ésa no era la opción adecuada. Pensaste en Pradib. Bien, estoy con él y con él me quedo. El que lo haga enamorada no creo que tizne de indecencia tus regios planes. Y hay algo más. Según como se mire, incluso más importante. ¿Ves esta cabeza? Acabo de descubrir que sirve para discernir, para razonar, para conocer, y, sobre todo, para convertirse en receptáculo de una Sabiduría aun mayor. Lo siento por los peluqueros de palacio. ¿Ves estas manos, estos brazos, estas piernas?

Acabo de descubrir que la trama invisible de su substancia es Luz, Luz dormida que quiere emerger, brillar, venciendo toda esta resistencia material. Lo siento por los modistos de nuestra regia Casa.

Cesó un instante, luego se arrepintió de haber callado tan pronto.

—Aunque pensándolo mejor, padre, diré también una palabra en defensa de Inca. Corre la voz… de que es hijo tuyo… ese aldeano.

Vântar no pudo soportarlo más y abandonó su habitación. Ya daba igual. Todo daba igual. Había pasado la tarde preparando su equipaje, titubeando al hacerlo, sí, pero ahora ya estaba todo en las bolsas de cuero con su real insignia y él se había decidido por fin. Brahmo había sido avisado una hora antes de que partirían la mañana siguiente y no había discutido las órdenes de su padre, pero Vântar sabía que el joven príncipe abandonaría Dyesäar con poca alegría, incluso con dolor. Es más, sabía que Dyesäar era una atmósfera magnífica para el desarrollo de las capacidades innatas del príncipe, la mejor que podría encontrar nunca. Lo sabía pero se negaba a reconocer que lo sabía. Lo sabía y debía negarse a sí mismo que lo sabía porque… porque en estos momentos, después de haberse enfrentado a su propio fracaso, después de haber estado tan cerca de la muerte, ya no temía sino una sola cosa en el mundo: que su hijo y heredero le mirase a los ojos tal y como le había mirado Usha y le dijese aquellas mismas palabras terribles:

«Padre, nos hemos equivocado».

Palabras que en realidad querían decir:

«Te has equivocado, padre, te has equivocado totalmente, de principio a fin. Y si uso la primera persona del plural, no es para disimular la evidencia de tu propia, crasa equivocación, sino porque yo también me he equivocado al admirarte como a rey, al amarte como a padre».

Los ojos de Vântar se llenaron de lágrimas. Aceleró el paso a través de los corredores del castillo, alcanzó la puerta de la habitación de Mándos, se detuvo ante ella resollando, intentando serenarse antes de entrar. Cuando creyó que lo había logrado la abrió de golpe. Descubrió al rey sentado en la mesa de trabajo, con los codos hincados en ella, el mentón sobre el dorso de las manos cruzadas, la melena suelta hasta los hombros, observando el vano de la puerta.

—Pasa, Vântar, te esperaba hace rato —dijo con voz suave.

—¿Vale la pena? Me voy, Mándos. He venido a despedirme.

—¿Estás seguro de lo que haces, Vântar? Espera dos días, sólo dos. Este furor habrá pasado. Verás las cosas de otro modo.

—¿De otro modo? Sí, Mándos, tienes razón. Veré cosas que nunca he visto, como por ejemplo a esa criatura pavoneándose por ahí con una espada que… ¡Con la espada de Tâuron, Mándos, de Dama Alayr! ¡Dios!, ¿tan bajo hemos caído? Y también veré a mi hija, o lo que queda de ella, desnuda en eso que llamáis Templo haciendo eso que llamáis deporte. Ya he visto bastante, rey Mándos, y creo que he tratado de verlo de todos los modos posibles… Pero ya es bastante.

—¿Tan bajo hemos caído, Vântar, preguntas? —dijo Mándos poniéndose en pie y enfrentando al rey de Eben con suavidad, pero con determinación—. ¿Tan bajo te estás arrojando, hermano?, te pregunto yo. No tienes ni idea de lo que hay detrás de ese muchacho. ¿Eres capaz de ver su alma?, ¿de descubrir la misión con la que ha descendido a este mundo? Pues no te precipites en juzgarle porque está muy lejos de ser lo que su apariencia te sugiere.

—¿Su… alma? —sonrió Vântar cínicamente—. No, príncipe de los sabios, de los místicos, de los adeptos, de los videntes, no soy capaz de verla. ¿Vos sí?

Y dándose media vuelta cruzó el umbral. Y desde el pasillo, riendo, sollozando, le gritó aún:

—Y por cierto, señor Mándos, ¿os ha dicho ya esa alma que soy yo quien la trajo a este mundo? ¿Qué pensáis, señor? ¿Es éste el pecado que estoy purgando ahora?, ¿es éste el pecado…?

Y ya en su habitación se encerró con llave, se tumbó en la cama, se abrazó a la almohada con ojos repentinamente secos y se reprochó:

«Un instante… ¿por qué pedí un instante? ¿Por qué pedí un instante más?».

Y antes de que se apagasen sus sentidos, antes de que la noche se tumbase sobre él pesadamente, aplastándolo, inhumando su mente en la cripta de un dormir negro, sin sueños, oró… Oró no al dios de sus sacerdotes, sino a la serpiente de la ciénaga.