De los que poseo el mando, Con una lanza
ardiente y un caballo de aire.
A la desolación me dirijo. Con un
caballero de fantasmas y sombras.
Llamado soy a torneo, Diez leguas más
allá del fin del amplio mundo.
En lo que creo que es fácil
jornada.
Tom-a-Bedlam.
Los beligerantes concentraban lentamente hombres y material
para la destrucción. Los Satélites Exteriores decretaron la
movilización total, y los Planetas Interiores tuvieron
obligatoriamente que seguir el ejemplo. Las industrias, las
profesiones, las ciencias, las habilidades y los negocios fueron
militarizados; siguieron normas y opresiones. Los ejércitos y las
marinas requisaron y ordenaron.
El comercio obedeció, pues esta guerra (como todas) era la
fase caliente de una lucha comercial. Pero las poblaciones se
rebelaron y el que la gente escapase jaunteando al reclutamiento y
al trabajo se convirtió en un problema crítico. Los pánicos ante
posibles espías e invasiones se extendieron. Los histéricos se
transformaron en informadores y linchadores. Un ominoso
presentimiento paralizó cada casa desde la Isla de Baffin a las
Malvinas. El año que moría tan sólo fue alegrado por la llegada del
Circo de Fourmyle.
Éste era el nombre popular que se daba a la grotesca corte de
Geoffrey Fourmyle de Ceres, un rico joven bufón del mayor de los
asteroides. Fourmyle de Ceres era tremendamente rico; también era
tremendamente divertido. Era el clásico nuevo rico de todas las
épocas. Los que lo rodeaban eran un cruce entre un circo ambulante
y la cómica corte de un reyezuelo búlgaro, como demostraba esta
típica llegada a Creen Bay, Wisconsin.
A primera hora de la mañana un abogado, llevando el sombrero
de copa de un clan legal, apareció con una lista de lugares de
acampada en su mano y una pequeña fortuna en su bolsillo. Se
decidió por una pradera de cuatro acres situada frente al Lago
Michigan y la alquiló por una suma exorbitante. Fue seguido por un
grupo de trabajadores del clan Masón Dixon. En veinte minutos los
trabajadores habían planificado el campamento y había corrido ya la
voz de que el Circo Fourmyle estaba llegando. Nativos de Wisconsin,
Michigan y Minnesota se acercaron a contemplar la
diversión.
Veinte obreros jauntearon, cada uno de ellos llevando una
tienda empaquetada en su espalda. Se oyó una tremenda obertura de
órdenes aulladas, gritos, maldiciones, y el torturado gemir del
aire comprimido. Veinte gigantescas tiendas se hincharon hacia el
cielo, mientras sus superficies de látex y plástico brillaban
mientras se secaban al sol del invierno. Los espectadores
aplaudieron.
Un helicóptero hexamotor descendió y planeó sobre una
gigantesca red. Su panza se abrió y cayó una cascada de mobiliario.
Llegaron jaunteando sirvientes, criados, cocineros y camareros.
Amueblaron y decoraron las tiendas. Las cocinas comenzaron a humear
y el campo se llenó con el olor de fritos, guisos y horneados. La
policía privada de Fourmyle ya estaba trabajando, patrullando los
cuatro acres, manteniendo lejos a la gran masa de
espectadores.
Entonces, en avión, en coche, en autobús, en camión, en
bicicleta o jaunteando, llegó la corte de Fourmyle. Bibliotecarios
y libros, científicos y laboratorios, filósofos, poetas, atletas.
Se dispusieron armerías con espadas y sables, dojos de judo y un
cuadrilátero de boxeo. Se hundió en el suelo una piscina de veinte
metros y fue llenada bombeando agua del lago. Se inició un
interesante altercado entre dos musculosos atletas acerca de si
dicha piscina debía ser caldeada para poder nadar o congelada para
poder patinar.
Llegaron músicos, actores, juglares y acróbatas. El ruido se
hizo ensordecedor. Un equipo de mecánicos construyó un foso de
reparaciones y comenzaron a revisar la colección de antiguas
cosechadoras diesel de Fourmyle. Por último llegaron los seguidores
del campo: esposas, hijas, amantes, prostitutas, mendigos, tahúres
y tramposos. A media mañana el rugido del circo podía ser oído
desde bien lejos.
Al mediodía, Fourmyle de Ceres llegó en una demostración de
medios de transporte conspicuos tan extraña que se sabía que había
hecho reír a una persona que llevaba siete años de melancolía. Un
gigantesco anfibio llegó del sur y aterrizó en el lago. Del avión
emergió una lancha de desembarco que navegó hasta la orilla. Su
parte delantera descendió para convertirse en una pasarela y del
interior surgió un vehículo militar de mando del siglo veinte. Las
maravillas se seguían a las maravillas ante los satisfechos
espectadores, pues el vehículo llegó hasta unos veinte metros del
centro del campo y entonces se detuvo.
–¿Qué es lo que vendrá ahora? ¿Una
bicicleta?
–No, patines de ruedas.
–Saldrá en un palo saltarín.
Fourmyle superó sus más locas especulaciones. Del vehículo de
mando surgió la boca de un cañón de circo. Se oyó el bang de una
explosión de pólvora negra y Fourmyle de Ceres fue disparado desde
el cañón en un grácil arco que le llevó hasta la misma puerta de su
tienda, en donde fue recogido en una lona sostenida por cuatro
sirvientes. El aplauso que lo saludó pudo ser oído a diez
kilómetros de distancia. Fourmyle se subió a los hombros de los
sirvientes e hizo una señal pidiendo silencio.
–Amigos, romanos, ciudadanos -comenzó a decir muy serio
Fourmyle-. Prestadme vuestra atención; Shakespeare: 1564-1616.
¡Maldición! – Cuatro palomas blancas surgieron de las mangas de
Fourmyle y se alejaron volando. Las miró asombrado y luego
continuó-. Amigos, saludos y salutaciones, bón
jour, bon ton, bon
vivant, bon voyage, bon… ¿qué infiernos?
Los bolsillos de Fourmyle se incendiaron y de ellos surgieron
fuegos de artificio. Trató de recobrar su aplomo. De sus ropas
estallaron confettis y serpentinas.
–Amigos… ¡cállense! Conseguiré que este discurso salga bien.
¡Silencio! Amigos…
Fourmyle se miró a sí mismo desmayadamente. Sus ropas estaban
fundiéndose, revelando una ropa interior brillantemente
escarlata.
–¡Kleinmann! – gritó furioso- ¡Kleinmann! ¿Qué ha pasado con
su maldito entrenamiento hipnótico?
Una peluda cabeza surgió de una tienda.
–¿Usted estudiarrr parrra este discurrrso en noche pasada,
Fourrrmyle?
–Claro, maldita sea. Yo estudiarrr durrrante dos horrras. No
saqué ni por un momento la cabeza del horno de hipnosis. El curso
de Kleinmann sobre prestidigitación.
–¡No, no, no! – aulló el hombre peludo-. ¿Cuántas veces
tenerrr que decirrrlo? La prrrestidigitación no es como hacerrr
discurrrsos. Serrr magia. ¡Dumbkopf! ¡Usted haberrr tomado hipnosis
equivocada!
La ropa interior escarlata comenzó a fundirse. Fourmyle se
lanzó de los hombros de sus temblorosos criados y desapareció en el
interior de su tienda. Se oyó un rugido de risas y aplausos y el
Circo Fourmyle llegó a su punto álgido. Las cocinas silbaban y
humeaban. Siempre se estaba comiendo y bebiendo. La música nunca se
detenía. El vodevil jamás cesaba.
Dentro de su tienda, Fourmyle cambió de ropa, cambió de idea,
cambió de nuevo, se desnudó otra vez, pateó a sus sirvientes y
llamó a su sastre en una bastarda mezcla de francés, inglés de
Mayfair y afectación. Cuando se había puesto a medias otro traje,
recordó que no se había bañado. Abofeteó a su sastre, ordenó que
echasen cincuenta litros de perfume en la piscina, y le descendió
de repente la musa poética. Llamó a su poeta
principal.
–Escriba esto -ordenó Fourmyle-. Le roí est morí. Les…
espere. ¿Qué es lo que rima con luna?
–Duna -sugirió el poeta-. Tuna, fortuna, ayuna, moruna, cuna,
gatuna, una…
–¡Me olvidé de mi experimento! – exclamó Fourmyle-. ¡Doctor
Bohun! ¡Doctor Bohun!
Medio desnudo, se abalanzó corriendo al laboratorio, en donde
provocó una explosión que le lanzó a él y al doctor Bohun, su
químico principal, al otro extremo de la tienda. Mientras el
químico trataba de alzarse del suelo, se encontró apresado en una
muy dolorosa y embarazosa llave de
estrangulamiento.
–¡Nogouchi! – gritó Fourmyle- ¡Hey! ¡Nogouchi! Acabo de
inventar una nueva llave de judo.
Fourmyle se alzó, levantó al medio estrangulado químico y
jaunteó al dojo, donde el pequeño japonés inspeccionó la llave y
agitó la cabeza.
–Ño, pol favol -silbó cortésmente-. Fui. La plesión en la
nuez no es pelpetuamente letal. Fui. Le enséñale, pol
favol.
Tomó al atontado químico, le dio unas vueltas y lo depositó
en el suelo en una posición de perpetua
autoestrangulación.
–¿Lo obselva, pol favol, Fbulmyle?
Pero Fourmyle se hallaba en la biblioteca golpeando en la
cabeza de su bibliotecario con el Das Sexual Leben de Bloch (tres
kilos quinientos gramos) porque el desgraciado hombre no podía
lograrle un texto sobre la fabricación de máquinas de movimiento
perpetuo. Corrió a su laboratorio de física, en donde destruyó un
carísimo cronómetro para experimentar con sus ruedecillas, jaunteó
al estrado de la orquesta, donde tomó una batuta y dirigió a la
banda a la confusión, se puso unos patines y cayó en la piscina
perfumada, fue sacado, maldiciendo fulminantemente ante la falta de
hielo, y se le oyó expresar un deseo de soledad.
–Deseo hablar conmigo mismo -dijo Fourmyle, pateando a sus
criados en todas direcciones. Estaba roncando antes de que el
último de ellos se arrastrase hasta la puerta y la cerrase tras de
sí.
Se detuvo el ronquido y Foyle se alzó.
–Esto debe ser bastante por hoy -murmuró, y fue a su cuarto
vestidor. Se colocó ante un espejo, hizo una inspiración profunda y
aguantó la respiración, contemplándose mientras tanto el rostro. Al
cabo de un minuto todavía estaba sin teñir. Continuó aguantando la
respiración, manteniendo rígido control sobre pulso y músculos,
dominando el esfuerzo con una calma acerada. A los dos minutos y
veinte segundos apareció el estigma, rojo sanguinolento. Foyle dejó
escapar el aliento. Su máscara de tigre
desapareció.
–Mejor -murmuró-. Mucho mejor. El viejo fakir tenía razón. La
respuesta está en el yoga: control. Pulso, respiración, tripas,
cerebro.
Se desnudó y contempló su cuerpo. Estaba en una magnífica
condición, pero su piel aún mostraba delicados hilos plateados en
una red que iba de su cuello a los tobillos. Parecía como si
alguien hubiera grabado la silueta de un sistema nervioso en la
piel de Foyle. Los hilos plateados eran las cicatrices de una
operación que todavía no habían desaparecido.
Esta operación le había costado a Foyle doscientos mil
créditos de soborno al cirujano jefe de la Brigada de Comandos de
Marte, y lo había transformado en una extraordinaria máquina
combativa. Cada plexo nervioso había sido reconstruido, se le
habían injertado en los músculos y huesos microscópicos
transistores y transformadores, y un diminuto enchufe de platino
aparecía en la base de su espina dorsal. A él conectaba Foyle una
batería del tamaño de un guisante.
Entonces, su cuerpo iniciaba una vibración electrónica
interna que casi era mecánica.
–Más máquina que hombre -pensó. Se vistió, dejando a un lado
la extravagante vestimenta de Fourmyle de Ceres y tomando un
anónimo mono negro de acción.
Jaunteó al apartamento de Robin Wednesbury en el solitario
edificio en medio de los pinos de Wisconsin. Esa era la verdadera
razón de la llegada del Circo Fourmyle a Creen Bay. Jaunteó y llegó
en medio de la oscuridad y el vacío, e inmediatamente se desplomó.
¡Coordenadas equivocadas!, pensó. ¿O un jaunteo mal hecho? La
extremidad rota de una viga le dio un tremendo golpe, y cayó
pesadamente sobre un suelo destruido, encima de los restos en
putrefacción de un cadáver.
Foyle se puso en pie con una calmada repugnancia. Apretó
fuertemente con su lengua el primer molar derecho superior. La
operación que había transformado la mitad de su cuerpo en una
máquina electrónica había localizado el tablero de control en sus
dientes. Foyle apretó el diente con su lengua y las células
periféricas de su retina fueron excitadas para emitir una suave
luz. Miró hacia abajo y dos pálidos rayos iluminaron el cadáver de
un hombre.
El cuerpo yacía en el apartamento de debajo del piso de Robin
Wednesbury. Lo habían destripado. Foyle miró hacia arriba. Encima
de él se veía un agujero de tres metros en donde había estado el
suelo de la sala de estar de Robin. Todo el edificio hedía a fuego,
humo y putrefacción.
–Asaltado -dijo Foyle suavemente-. Este lugar ha sido
asaltado. ¿Qué pasó?
La edad del jaunteo había cristalizado a los vagabundos de
todo el mundo en una nueva clase. Seguían a la noche del este al
oeste, siempre en la oscuridad, siempre buscando qué robar, los
restos de un desastre, la carroña. Si un terremoto destruía un
almacén, ellos lo asaltaban a la noche siguiente. Si un fuego abría
una casa o una explosión inutilizaba las defensas de una tienda,
ellos jaunteaban dentro y la desvalijaban. Se llamaban
asaltjaunteantes. Eran chacales.
Foyle subió por entre los restos al corredor del piso de
arriba. Los asaltjaunteantes estaban allí acampados. Todo un buey
se cocinaba sobre un fuego que chisporroteaba hasta el cielo a
través de un agujero en el techo. Había una docena de hombres y
tres mujeres rodeando el fuego, peligrosos, duros, charlando con el
dialecto especial de los chacales.
Estaban vestidos con variadas ropas y bebían cerveza de
patatas en copas de champán.
Un ominoso gruñido de ira y terror saludó la aparición de
Foyle cuando el enorme hombre de oscuro surgió de entre los
cascotes, con sus ojos emitiendo pálidos rayos de luz.
Calmosamente, caminó por entre los individuos, que se ponían en
pie, hasta la entrada del piso de Robin Wednesbury. Su férreo
control le daba un aire despreocupado.
–Si está muerta -musitó-, estoy acabado. Tengo que
utilizarla. Pero si está muerta…
El apartamento de Robin había sido destrozado al igual que el
resto del edificio. La sala de estar era un óvalo de suelo
alrededor del irregular agujero en el centro. Foyle buscó un
cadáver. Dos hombres y una mujer se hallaban en la cama de la
alcoba. Los hombres maldijeron. La mujer chilló ante la aparición.
Los hombres se abalanzaron contra Foyle. Dio un paso atrás y
oprimió su lengua contra los incisivos superiores. Los circuitos
neurales zumbaron y cada sentido y respuesta de su cuerpo fue
acelerado cinco veces.
El efecto fue una instantánea reducción del mundo externo a
un movimiento extremadamente lento. El sonido se convirtió en un
profundo gorgoteo. El color se movió a lo largo del espectro hasta
el rojo. Los dos atacantes parecieron flotar hacia él con una
languidez somnolienta. Para el resto del mundo Foyle se transformó
en una mancha en acción. Evitó el golpe que lentamente se dirigía
hacia él, caminó alrededor del hombre, lo alzó y lo echó hacia el
cráter de la sala de estar. Echó al segundo hombre tras el primer
chacal. Para los acelerados sentidos de Foyle, sus cuerpos
parecieron flotar lentamente, todavía intentando dar un paso, con
los puños adelantándose aún y las bocas abiertas emitiendo unos
sonidos graves.
Foyle se dirigió a la mujer que se escondía en la
cama.
–¿Hinadver? – preguntó la mancha.
La mujer gritó.
Foyle oprimió de nuevo sus incisivos superiores, cortando la
aceleración. El mundo exterior abandonó el movimiento retardado
para volver a ser normal. El sonido y el color saltaron en el
espectro, y los dos chacales desaparecieron por el cráter chocando
contra el apartamento de abajo.
–¿Había un cadáver? – repitió con gentileza Foyle-. ¿Una
muchacha negra?
La mujer era ininteligible. La asió por el cabello y la
agitó. Luego la echó por el cráter del suelo de la sala de
estar.
Su búsqueda por una clave del destino de Robin fue
interrumpida por la gentuza del corredor. Llevaban antorchas y
armas improvisadas. Los asaltjaunteantes no eran asesinos
profesionales. Tan sólo remataban a indefensas presas medio
muertas.
–No me molestéis -les advirtió suavemente Foyle, buscando
cuidadosamente por los armarios y bajo los muebles
derrumbados.
Se acercaron más, empujados por un rufián en un traje de
armiño y un sombrero tricornio e inspirados por las maldiciones que
llegaban del piso de abajo. El hombre del tricornio le lanzó una
antorcha a Foyle. Lo quemó. Foyle aceleró de nuevo y los
asaltjaunteantes se transformaron en estatuas con vida. Foyle tomó
los restos de una silla y con calma les abrió las cabezas a las
figuras. Permanecieron en pie. Echó al suelo al hombre del
tricornio y se arrodilló encima de él. Entonces
desaceleró.
De nuevo, el mundo exterior volvió a la vida. Los chacales se
derrumbaron como alcanzados por un rayo. El hombre del tricornio y
traje de armiño rugió.
–¿Había un cadáver aquí? – preguntó Foyle-. Una muchacha
negra. Muy alta. Muy bonita.
El hombre se agitó y trató de sacarle los ojos a
Foyle.
–Os fijáis en los cadáveres -le dijo gentilmente Foyle-.
Algunos de vosotros, chacales, preferís a las chicas muertas más
que a las vivas. ¿Encontrasteis su cadáver aquí?
Al no recibir una respuesta satisfactoria, tomó una antorcha
y prendió fuego al traje de armiño del hombre. Siguió al
asaltjaunteante a la sala de estar y lo contempló con un interés
despreocupado. El hombre aulló, cayó por el borde del cráter y
llameó hacia la oscuridad de allá abajo.
–¿Había un cadáver? – preguntó hacia abajo Foyle. Movió la
cabeza ante la respuesta-. No es muy satisfactoria -murmuró-. Tengo
que aprender cómo extraer información. Dagenham podría enseñarme
una o dos cosas.
Apagó su sistema electrónico y jaunteó. Apareció en Green
Bay, oliendo tan abominablemente a pelo quemado y a piel tostada
que entró en la tienda Presteign local (joyas, perfumes,
cosméticos, iónicos y similares) para comprar un desodorante. Pero
el señor Presto local había sido evidentemente testigo de la
llegada del Circo Fourmyle y lo reconoció. Foyle se despertó al
instante de su intensidad despreocupada y se convirtió en el
extraño Fourmyle de Ceres. Bromeó y se chanceó, compró un frasco de
trescientos cuarenta gramos de Euge n.° 5 por mil doscientos
créditos, se dio unos toques delicados y lanzó la botella a la
calle para ejemplo y alegría del señor Presto.
El archivero de la oficina del condado desconocía la
identidad de Foyle y fue testarudo y no se dejó
convencer.
–No, Señor Los Archivos Del Condado No Pueden Ser Vistos Sin
Una Autorización Del Juzgado Expedida Por Un Motivo Adecuado. Y
Esto Es Definitivo.
Foyle lo examinó cuidadosamente, sin rencor.
–Un tipo asténico -decidió-. Delgado, de huesos largos, sin
fuerza, carácter epileptoide. Autocentrado, pedante, de ideas
fijas, superficial. No se le puede sobornar: está demasiado
reprimido y es demasiado emperingotado. Pero la represión es la
grieta en su armadura.
Una hora más tarde seis seguidoras del Circo Fourmyle
rodearon al archivero. Poseían toda la persuasión femenina y
estaban excelentemente dotadas para el vicio. Dos horas más tarde,
el archivero, abotargado por la carne y el demonio, suministró la
información. El edificio de apartamentos había quedado expuesto al
asaltjaunteo por una explosión de gas hacía dos semanas. Todos los
inquilinos habían sido obligados a abandonarlo. Robin Wednesbury
estaba bajo custodia en el Hospital de la Merced, cerca de los
Terrenos de Prueba de la Iron Mountain.
–¿Bajo custodia? – se preguntó Foyle-. ¿Por qué? ¿Qué habrá
hecho?
Llevó treinta minutos el organizar una fiesta de Navidad en
el Circo Fourmyle. Estaba compuesta por músicos, cantantes, actores
y muchedumbre que conocía las coordenadas de la Iron Mountain.
Guiados por el mayor de los bufones, jauntearon con música, fuegos
artificiales, aguardiente y regalos. Desfilaron a través de la
ciudad regalando obsequios y sonrisas. Fourmyle de Ceres, vestido
como Santa Claus, lanzando billetes de banco de un enorme saco que
llevaba sobre el hombro y saltando agónicamente cuando el campo de
inducción del sistema protector le quemó el fondillo de los
pantalones, constituyó en sí mismo un verdadero espectáculo.
Asaltaron el Hospital de la Merced, siguiendo a aquel Santa Claus
que rugía y jugueteaba con la tranquila calma de un elefante
solemne. Besó a las enfermeras, emborrachó a los enfermeros, cubrió
a los pacientes de regalos, ensució los suelos de los corredores
con dinero y desapareció abruptamente cuando el feliz jaleo alcanzó
tal nivel que tuvo que ser llamada la policía. Mucho más tarde se
descubrió que también había desaparecido una paciente, a pesar del
hecho de que estaba bajo sedantes y era incapaz de jauntear. En
realidad, salió del Hospital dentro del saco de Santa
Claus.
Foyle jaunteó con ella sobre el hombro hasta los jardines del
hospital. Allí, en una silenciosa pineda bajo un helado cielo, la
ayudó a salir del saco. Llevaba un austero pijama blanco de
hospital, y era hermosa. Se sacó su propio traje, contemplando
intensamente a la muchacha, esperando ver si lo reconocía y se
acordaba de él.
Estaba alarmada y confusa; su telemisión era como un rayo de
calor.
–¡Dios mío! ¿Quién será? ¿Qué ha pasado? Esa música. Esos
gritos. ¿Por qué me han raptado en un saco? Borrachos tocando el
trombón. "Sí, Virginia, existe un Santa Claus". Adeste Fidelis.
¿Qué es lo que querrá de mí? ¿Quién será?
–Soy Fourmyle de Ceres -dijo Foyle.
–¿Qué? ¿Quién? ¿Fourmyle de…? Sí, naturalmente. El bufón. El
gentilhombre burgués. Vulgaridad. Imbecilidad. Obscenidad. El Circo
Fourmyle. ¡Dios mío! ¿Estoy telemitiendo? ¿Puede
oírme?
–La oigo, señorita Wednesbury -dijo suavemente
Foyle.
–¿Qué es lo que ha hecho? ¿Por qué? ¿Qué es lo que quiere de
mí? Yo…
–Quiero que me mire.
–Bonjour, madame. A mi saco,
madame. ¡Ecco! Míreme. Estoy mirando -dijo
Robin, tratando de controlar el tumulto de sus pensamientos. Miró a
su rostro sin reconocerlo-. Es un rostro. He visto tantos como él.
Los rostros de los hombres, ¡Oh, Dios! Las facciones de la
masculinidad. El hombre vulgar en celo. ¿Nos salvará Dios de los
brutales deseos?
–Mi época de celo ya ha pasado, señorita
Wednesbury.
–Lamento que oyese esto. Naturalmente, estoy aterrorizada.
Yo… ¿Me conoce?
–La conozco.
–¿Nos hemos visto antes? – Lo miró con mayor fijeza, pero aún
sin reconocerlo. En el interior de Foyle se produjo una sensación
de triunfo. Si aquella mujer, entre todas las mujeres, no lo
reconocía, entonces estaba a salvo, siempre que mantuviese
controlados su sangre, su cerebro y su rostro.
–Nunca nos hemos visto -dijo-. He oído hablar de usted.
Quiero algo de usted. Es por esto por lo que estoy aquí; para
hablar de ello. Si no le gusta mi oferta puede regresar al
hospital.
–¿Quiere algo? Pero, si no tengo nada… nada. No me queda nada
más que la vergüenza y… ¡oh, Dios! ¿Por qué me falló el suicidio?
¿Por qué no pude…?
–¿Así que es eso? – interrumpió suavemente Foyle-. Trató de
suicidarse, ¿no? Así se explica la explosión de gas que abrió el
edificio… y el que esté bajo custodia. Intento de suicidio. ¿Por
qué no le pasó nada en la explosión?
–Hubo tantos heridos, tantos muertos. Pero a mí no me pasó
nada. Tengo mala suerte, supongo. La he tenido toda mi
vida.
–¿Por qué suicidarse?
–Estoy cansada. Estoy acabada. Lo he perdido todo… estoy en
la lista gris del ejército… sospechada, vigilada, fichada. Sin
trabajo, sin familia, sin… ¿por qué suicidarme? Dios mío, ¿qué otra
cosa quedaba?
–Puede trabajar para mí.
–Que puedo… ¿qué es lo que ha dicho?
–Quiero que trabaje para mí, señorita
Wednesbury.
Estalló en una risa histérica.
–¿Para usted? ¿Otra seguidora del circo? ¿Trabajar para
usted, Fourmyle?
–Tiene el sexo metido en el cerebro -le dijo suavemente-. No
busco putas. Generalmente, ellas me buscan a mí.
–Lo siento. Estoy obsesionada por el salvaje que me destruyó.
Estoy… Trataré de comprenderlo -Robin se calmó-. Deje que trate de
comprenderlo. Me ha sacado del hospital para ofrecerme un trabajo.
Ha oído hablar de mí. Eso quiere decir que quiere algo en especial.
Mi especialidad es la teletransmisión.
–Y el encanto.
–¿Qué?
–Quiero contratar su encanto, señorita
Wednesbury.
–No comprendo.
–Vaya -dijo, asombrado, Foyle-. Tendría que ser simple para
usted. Yo soy el bufón. Soy la vulgaridad, la imbecilidad, la
obscenidad. Esto tiene que terminar. Quiero que sea mi secretaria
social.
–¿Espera que me crea eso? Podría contratar a un centenar de
secretarias sociales… a un millar, con su dinero. ¿Espera que me
crea que soy la única que le va bien? ¿Que tuvo que raptarme de la
custodia en que estaba para lograr verme?
Foyle asintió.
–Ciertamente hay millares, pero tan sólo una puede
telemitir.
–¿Y qué tiene que ver eso?
–Usted será el ventrílocuo; yo seré el muñeco. No conozco a
las altas capas sociales; usted sí. Tienen su propia manera de
hablar, sus chistes propios, sus modales propios. Si uno quiere ser
aceptado por ellos tiene que hablar su mismo idioma. Yo no puedo,
pero usted sí. Hablará por mí, a través de mí
boca…
–Pero podría aprender.
–No, Me llevaría demasiado tiempo. Y el encanto no puede ser
aprendido. Deseo contratar su encanto, señorita Wednesbury.
Hablemos de su salario: le pagaré un millar al
mes.
Los ojos de ella se hicieron grandes.
–Es usted muy generoso, Fourmyle.
–Arreglaré eso de la denuncia por suicidio contra
usted.
–Es muy amable.
–Y le garantizo que la sacaré de la lista gris del ejército.
Volverá a estar en la lista blanca para cuando acabe de trabajar
conmigo. Podrá volver a comenzar con una ficha en blanco y una
gratificación. Podrá comenzar a vivir de nuevo.
Los labios de Robin temblaron, y comenzó a llorar. Sollozó y
se agitó, y Foyle tuvo que calmarla.
–Bien -preguntó-: ¿lo hará?
Ella asintió.
–Es usted tan amable… es que… ya no estoy acostumbrada a la
amabilidad.
La seca detonación de una explosión distante hizo que Foyle
se pusiera rígido.
–¡Cristo! – exclamó, asustado repentinamente-. Otro Jaunteo
Infernal. Yo…
–No -dijo Robin-. No sé lo que es un jaunteo infernal, pero
eso es el Campo de Pruebas. Allí… -miró al rostro de Foyle y
chilló. La inesperada explosión y la vivida cadena de asociaciones
había destruido su férreo control. Las sanguinolentas cicatrices de
su tatuaje se mostraban bajo su piel. Lo contempló horrorizada, aún
chillando.
Foyle se tocó el rostro, y entonces saltó hacia adelante y le
tapó la boca con la mano. De nuevo se controlaba a sí
mismo.
–¿Se ve? – murmuró, con una aterradora sonrisa-. Perdí el
control por un minuto. Pensé que estaba de vuelta en la Gouffre
Martel escuchando un Jaunteo Infernal. Sí, soy Foyle. El bruto que
la destruyó. Tendría que haberlo sabido, más pronto o más tarde,
pero esperaba que fuera más tarde. Soy Foyle, de regreso. ¿Se
callará y me escuchará?
Ella negó frenéticamente con la cabeza, tratando de escapar
de sus manos. Con mucha calma, la golpeó en la mandíbula. Robin se
derrumbó, Foyle la recogió, la arropó con su abrigo y la alzó en
brazos, esperando a que recobrase el conocimiento. Cuando vio que
sus párpados se agitaban, habló de nuevo:
–No se mueva o se sentirá mal. Tal vez no retuve bastante el
golpe.
–Bruto… bestia…
–Podría hacer esto a las malas -dijo-. Podría chantajearla.
Sé que su madre y hermanas están en Caliste, que sería clasificada
como un beligerante enemigo por asociación. Eso la pondría en la
lista negra, ipso facto. ¿Es eso correcto? Ipso facto: por el mismo
hecho. Latín. Uno no puede fiarse de la enseñanza hipnótica. Le
podría decir que todo lo que tengo que hacer es enviar un informe
anónimo a la Central de Inteligencia y ya no sería tan sólo
sospechosa: le estarían sacando la información a tiras en un plazo
de doce horas.
Notó cómo se estremecía.
–Pero no voy a hacerlo de esa manera. Voy a contarle la
verdad porque quiero que se asocie conmigo. Su madre está en los
Planetas Interiores. Está en los Planetas Interiores -repitió-. Tal
vez esté en la misma Tierra.
–¿A salvo? – susurró.
–No sé.
–Déjeme en el suelo.
–Está fría.
–Déjeme en el suelo.
La puso en pie.
–Me destruyó en una ocasión -dijo con tono apagado-. ¿Está
tratando de destruirme otra vez?
–No. ¿Me escuchará?
Ella asintió.
–Me perdí en el espacio. Estuve muerto y pudriéndome durante
seis meses. Llegó una nave que podría haberme salvado. Pasó a mi
lado. Me dejó morir. Una nave llamada Vorga. Vorga-T: 1339.
¿Significa algo para usted ese nombre?
–No.
–Jiz McQueen, una amiga mía que murió, me dijo que averiguara
por qué dejaron que me pudriera. Entonces tendría la respuesta a mi
pregunta de quién dio la orden. Así que comencé a comprar
información acerca del Vorga. Cualquier
información.
–¿Y qué es lo que tiene que ver eso con mi
madre?
–Escúcheme, Fue difícil comprar esa información. Los datos
del Vorga fueron sacados de los archivos de la Boness Uig. Pero
conseguí averiguar tres nombres… tres de una tripulación standard
de cuatro oficiales y doce hombres. Nadie sabía nada, o nadie
quería admitirlo. Y encontré esto -Foyle sacó un portaretratos de
plata de su bolsillo y se lo entregó a Robin-. Fue empeñado por uno
de los espacionautas del Vorga. Es todo lo que pude
averiguar.
Robin lanzó un grito y abrió el portarretratos con dedos
temblorosos. En su interior estaba su retrato y los retratos de
otras dos muchachas. Cuando lo abrió, las fotos tridimensionales
sonrieron y murmuraron:
–Te quiero, mamá, Robin… Te quiero, mamá, Holly… Te quiero,
mamá, Wendy…
–Es de mi madre -lloró Robin-. Lo… ella… por piedad, ¿dónde
está? ¿Qué pasó?
–No lo sé -le dijo con calma Foyle- pero puedo imaginármelo.
Pienso que su madre logró escapar de aquel campo de concentración…
de una forma u otra.
–Y mis hermanas también. Nunca las
abandonaría.
–Quizá sus hermanas también. Creo que el Vorga estaba pasando
refugiados de Calisto de contrabando. Su familia pagó con dinero y
joyas para ser aceptada a bordo y traída a los Planetas Interiores.
Es así como este portarretratos llegó a poder de un marino del
Vorga.
–Entonces, ¿dónde están?
–No lo sé. Probablemente fueron dejadas en Marte o Venus. Lo
más probable es que fueran vendidas a un campo de trabajos en la
Luna, por lo que no han podido ponerse en contacto con usted. No sé
dónde están, pero el Vorga podría decírnoslo.
–¿Está mintiendo? ¿Trata de engañarme?
–¿Es ese portarretratos una mentira? Le estoy contando la
verdad… la única verdad que conozco. Deseo saber por qué me dejaron
morir, y quién dio la orden. El hombre que dio la orden debe de
saber dónde están su madre y hermanas. Se lo dirá… antes de que lo
mate. Tendrá mucho tiempo. Tardará mucho tiempo en
morir.
Robin lo miró horrorizada. La pasión que lo embargaba estaba
haciendo aparecer de nuevo los estigmas escarlatas en su rostro.
Parecía un tigre disponiéndose a matar.
–Tengo una fortuna para gastar… no se preocupe de cómo la
obtuve. Tengo tres meses para acabar con esto. He aprendido las
suficientes matemáticas como para poder computar mis
probabilidades. Tres meses es lo máximo que puede pasar antes de
que se les ocurra que Fourmyle de Ceres es Gully Foyle. Noventa
días. Desde Año Nuevo hasta abril. ¿Se me unirá?
–¿A usted? – gritó con repugnancia Robin-. ¿Unirme a
usted?
–Todo este Circo Fourmyle no es más que un enmascaramiento.
Nadie sospecha de un payaso. Pero he estado estudiando,
aprendiendo, preparándome para el final. Todo lo que necesito ahora
es a usted.
–¿Por qué?
–No sé dónde me va a llevar esta cacería: a la alta sociedad
o a los barrios bajos. Tengo que estar preparado para ambos casos.
En los barrios bajos me las puedo arreglar solo, no he olvidado las
cloacas; pero la necesito para la alta sociedad. ¿Vendrá
conmigo?
–Me hace daño -Robin soltó su brazo del apretón de
Foyle.
–Lo siento. Pierdo el control cuando pienso en el Vorga. ¿Me
ayudará a encontrar al Vorga y a su familia?
–Lo odio -estalló Robin-. Me da asco. Está podrido. Destruye
todo lo que toca. Algún día me las pagará.
–Pero, ¿trabajaremos juntos desde Año Nuevo hasta
abril?
–Trabajaremos juntos.
Así, los Morses (Teléfonos y Telégrafos) llevaban chaqués del
siglo diecinueve y sus esposas usaban trajes Victorianos. Los
Skodas (Pólvoras y Cañones) se remontaban a finales del siglo
dieciocho, vistiendo calzones y crinolinas de la regencia. Los
atrevidos Peenemundes (Cohetes y Reactores), que databan de
alrededor de mil novecientos veinte, usaban fracs, y sus mujeres
revelaban desvergonzadamente brazos, piernas y gargantas con el
descoco de los antiguos trajes de Worth y
Mainbocher.
Fourmyle de Ceres apareció con un traje de gala, muy moderno
y muy negro, con la única nota de una blanca explosión solar en su
hombro, la marca registrada del clan de Ceres. Con él iba Robin
Wednesbury en un brillante traje de noche blanco, con su grácil
cintura apretada por un corsé de ballenas mientras el polisón de su
falda acentuaba su larga y erguida espalda y su gracioso
paso.
El contraste blanco y negro era tan atractivo que se envió a
un ordenanza a comprobar la marca registrada de la explosión solar
en el Almanaque de la Nobleza y Patentes. Regresó con la noticia de
que era de la Compañía Minera de Ceres, organizada en el dos mil
doscientos cincuenta para la explotación de los recursos minerales
de Ceres, Palas y Vesta. Esos recursos nunca se habían hallado y la
Casa de Ceres se había eclipsado, pero nunca extinguido.
Aparentemente estaba siendo revivida ahora.
–¿Fourmyle? ¿El payaso?
–Sí. El Circo Fourmyle. Todo el mundo habla de
él.
–¿Es el mismo hombre?
–No puede ser. Parece humano.
La alta sociedad se arremolinó alrededor de Fourmyle, curiosa
pero desconfiada.
–Ahí vienen -murmuró Fourmyle a Robin.
–Relájese. Desean un toque ligero. Aceptarán cualquier cosa
si es divertida. Sea brillante.
–¿Es usted ese terrible hombre del circo,
Fourmyle?
–Seguro que lo es. Sonría.
–Lo soy, madame. Me puede
tocar.
–Vaya, si hasta parece estar orgulloso de ello. ¿Está
orgulloso de su mal gusto?
–El problema hoy en día es tener cualquier clase de
gusto.
–El problema hoy en día es tener cualquier clase de gusto.
Pienso que soy afortunado.
–Afortunado pero terriblemente indecente.
–Indecente pero no aburrido.
–Y terrible pero delicioso. ¿Por qué no está bromeando
ahora?
–No estoy en mis cabales, madame.
–Oh, querido. ¿Está usted loco? Soy Lady Shrapnel. ¿Cuándo
volverá a estar cuerdo?
–Es usted la que me saca de mis cabales, Lady
Shrapnel.
–Oh, malévolo joven. ¡Charles! Charles, ven aquí y salva a
Fourmyle. Lo estoy enloqueciendo.
–Ese es Víctor de la R. C. A. Víctor.
–Fourmyle, ¿no? Encantado. ¿Cuánto le cuesta esa corte que
lleva?
–Dígale la verdad.
–Cuarenta mil, Víctor.
–¡Buen Dios! ¿A la semana?
–Al día.
–¡Al día! ¿Y para qué gasta todo ese dinero?
–¡La verdad!
–Por la notoriedad, Víctor.
–¡Ja! ¿Lo dice en serio?
–Ya te dije que era terrible. Charles.
–Pero es un agradable cambio. ¡Klaus! Ven aquí un momento.
Este impúdico jovenzuelo gasta cuarenta mil al día… por la
notoriedad, ¿oyes?
–Skoda de Skoda.
–Buenas noches, Fourmyle. Estoy muy interesado en esa
resurrección del nombre. ¿Es usted acaso un descendiente del grupo
fundador de la Compañía Ceres?
–Dígales la verdad.
–No, Skoda. Compré el título. Adquirí la compañía. Soy un
recién llegado.
–¡Bien. Toujours de l'audace!
–¡Voto a bríos, Fourmyle! Es usted sincero.
–Ya te dije que era impúdico. Pero muy agradable. Hay una
gran cantidad de malditos recién llegados, joven, pero no lo
admiten. Elizabeth, ven, que te presentaremos a Fourmyle de
Ceres.
–¡Fourmyle! Estaba muriéndome por conocerlo.
–Lady Elizabeth Citroen.
–¿Es cierto que viaja con una universidad
portátil?
–Aquí, un toque ligero.
–Una academia portátil, Lady Elizabeth.
–¿Pero por qué, Fourmyle?
–Oh, madame. Es tan difícil el gastar
dinero en estos días. Tenemos que inventarnos las excusas más
tontas. Si tan sólo alguien inventase una nueva
extravagancia.
–Tendría que viajar con un inventor portátil,
Fourmyle.
–Tengo uno. ¿No es así, Robin? Pero pierde su tiempo buscando
el movimiento perpetuo. Lo que necesito es un manirroto en mi
equipo. ¿Alguno de sus clanes podría cederme un hijo
joven?
–¿Que si alguno de nosotros lo haríamos? Más de un clan
pagaría por el privilegio de desprenderse de
algunos.
–¿No es bastante gasto para usted el movimiento perpetuo,
Fourmyle?
–No. Es un aterrador gasto de dinero. El objetivo real de una
extravagancia es actuar como un tonto y sentirse como un tonto,
pero divertirse. ¿Y qué diversión hay en el movimiento perpetuo?
¿Existe alguna extravagancia en la entropía? Millones para la
tontería, pero ni un céntimo para la entropía. Ese es mi
slogan.
Se rieron, y la multitud que se arremolinaba alrededor de
Fourmyle creció. Estaban encantados y divertidos. Era un juguete
nuevo. Y entonces sonó la medianoche y, mientras el gran reloj
señalaba la llegada del Año Nuevo, la reunión se preparó a jauntear
con la medianoche alrededor del mundo.
–Venga con nosotros a Java, Fourmyle. Regís Sheffield da allí
una maravillosa fiesta legal. Vamos a jugar a "Emborrachar al
Juez".
–Hong Kong, Fourmyle.
–Tokio, Fourmyle. Está lloviendo en Hong Kong. Venga a Tokio
y tráigase su circo.
–Gracias, no. Prefiero Shanghai. El Domo Soviético. Prometo
una recompensa extravagante al primero que me descubra bajo el
disfraz que llevaré. Nos encontraremos dentro de dos horas.
¿Preparada, Robin?
–No jauntee. Es mala educación. Salga caminando. Lentamente.
La languidez es chic. Ofrezca sus respetos al Gobernador… al
Comisionado… a sus señoras… bien. No se olvide de dar una propina a
los asistentes. ¡No a ese, so idiota! Ese es el Secretario del
Gobernador. De acuerdo, ha sido todo un éxito. Lo han aceptado. ¿Y
ahora qué?
–Ahora vamos a por lo que estamos en
Canberra.
–Creí que habíamos venido al baile.
–Al baile y a por un hombre llamado Forrest.
–¿Quién es ese?
–Ben Forrest, espacionauta del Vorga. Tengo tres pistas hacia
el hombre que dio la orden de dejarme morir. Tres nombres. Un
cocinero en Roma llamado Poggi; un curandero en Shanghai llamado
Orel, y este hombre, Forrest. Esta es una operación combinada: alta
sociedad e investigación. ¿Comprende?
–Comprendo.
–Tenemos dos horas para despanzurrar a Forrest. ¿Conoce las
coordenadas de la Enlatadora Aussie? ¿La ciudad
industrial?
–No quiero tomar parte en su venganza contra el Vorga. Yo
sólo busco a mi familia.
–Esto es una operación combinada… en todos los sentidos -dijo
él, con un salvajismo indiferente tal que ella se estremeció y
jaunteó al instante. Cuando Foyle llegó a su tienda en el Circo
Fourmyle, en Jervis Beach, ya se estaba cambiando a ropas de viaje.
Foyle la contempló. Aunque la obligaba a vivir en su tienda por
razones de seguridad, nunca la había vuelto a tocar. Robin vio su
mirada, dejó de cambiarse y esperó.
Él movió la cabeza.
–Eso se acabó.
–Qué interesante. ¿Ya no se dedica a violar?
–Vístase -dijo, controlándose-. Y dígales a esos que tienen
dos horas para llevar el campamento a Shanghai.
Eran las doce y treinta cuando Foyle y Robin llegaron a la
oficina de entrada de la ciudad industrial de la Enlatadora Aussie.
Pidieron tarjetas de identificación y fueron recibidos por el mismo
alcalde.
–Feliz Año Nuevo -canturreó-: ¡Feliz! ¡Feliz! ¡Feliz! ¿De
visita? Será un placer atenderlos. Permítanme -los introdujo en un
lujoso helicóptero y despegó-. Hemos tenido montañas de visitantes
esta noche. La nuestra es una ciudad amistosa. La más amistosa
ciudad industrial del mundo -el vehículo sobrevoló gigantescos
edificios-. Ése es nuestro palacio del hielo… las piscinas están a
su izquierda… ese gran domo es el trampolín de esquí. Hay nieve
todo el año… jardines tropicales bajo aquel techo de cristal.
Palmeras, cotorras, orquídeas, frutas. Ese es nuestro mercado…
teatro… tenemos nuestra propia emisora también. Tres
Dimensiones-Cinco Sentidos. Échenle una mirada a ese campo de
fútbol. Dos de nuestros muchachos han llegado a primera división
este año. Turner en el Right Rockne y Otis en el Left
Thorpe.
–No me diga -murmuró Foyle.
–Sí, señor. Lo tenemos todo, todo. Uno no tiene que jauntear
alrededor del mundo buscando diversiones. La Enlatadora Aussie le
trae el mundo a la puerta. Nuestra ciudad es un pequeño universo.
El más alegre pequeño universo del mundo.
–Ya veo, tienen problemas de personal.
El alcalde rehusó terminar con su charla
comercial.
–Miren a las calles. ¿Ven esas bicicletas? ¿Motocicletas?
¿Automóviles? Podemos enorgullecemos de tener más transportes de
lujo per capita que cualquier otra ciudad de la Tierra. Miren esas
casas. Mansiones. Nuestra gente es rica y feliz. Hacemos que sean
ricos y felices.
–Pero, ¿logran retenerlos?
–¿Qué es lo que quiere decir? Naturalmente
que…
–Puede contarnos la verdad. No buscamos trabajo. ¿Logran
retenerlos?
–No podemos aguantarlos más de seis meses -gruñó el alcalde-.
Es un problema infernal. Les damos de todo pero no podemos
retenerlos. Les coge morriña y jauntean. El absentismo ha rebajado
nuestra producción en un doce por ciento. No podemos mantener una
plantilla fija.
–Nadie lo logra.
–Tendría que haber una ley. ¿Forrest, me dijo? Aquí
mismo.
Aterrizó frente a un chalet de estilo suizo sito en un acre
de jardines y despegó, murmurando para sí mismo. Foyle y Robin
llegaron ante la puerta de la casa, esperando que la pantalla los
detectase y anunciase. En lugar de esto, la puerta brilló con color
rojo y sobre ella se iluminó una calavera y dos tibias cruzadas de
radiante blanco. Una voz grabada habló:
–Aviso. Esta residencia ha sido provista de trampas por la
Corporación de Defensa Letal de Suecia. R: 77-23. Quedan legalmente
advertidos.
–¿Qué infiernos? – murmuró Foyle-. ¿En la víspera de Navidad?
Un tipo amistoso. Probemos por detrás.
Rodearon el chalet, perseguidos por el cráneo y las tibias
que brillaban a intervalos y el aviso grabado. A un lado, vieron la
parte superior de una ventana del sótano iluminada brillantemente,
y escucharon el ahogado sonido de unas voces.
–¡Creyentes de sótano! – exclamó Foyle. El y Robin atisbaron
a través de la ventana. Treinta creyentes de diversas religiones
estaban celebrando el Año Nuevo con una ceremonia combinada y
absolutamente ilegal. El siglo veinticuatro no había abolido a
Dios, pero sí había abolido la religión
organizada.
–No es extraño que la casa esté protegida -dijo Foyle-, con
ceremonias como ésta. Mire, tienen unos oficiantes y esas cosas que
hay tras ellos son sus símbolos.
–¿Se le ha ocurrido pensar alguna vez en lo que dice al
jurar? – le preguntó en voz baja Robin-. Usted dice "cielos" e
"infiernos". ¿Sabe lo que significa eso?
–Son simples juramentos, eso es todo. Como "maldición" y
"peste".
–No, es religión. Usted no lo sabe, pero hay dos mil años de
significado tras palabras como esas.
–No es el momento para hablar de estos temas -dijo impaciente
Foyle-. Déjelo para otro rato. Vamos.
La parte trasera del chalet era una sólida pared de cristal,
la enorme ventana de una sala de estar vacía y débilmente
iluminada.
–Échese al suelo -ordenó Foyle-. Voy a
entrar.
Robin se tendió en el patio de mármol. Foyle conectó su
cuerpo, aceleró hasta convertirse en una relampagueante mancha, y
abrió un agujero en la pared de cristal. Muy abajo, en el espectro
de sonido, oyó apagados ruidos. Eran disparos. Rápidos proyectiles
pasaron a su lado. Se echó al suelo y conectó sus oídos,
recorriendo desde las más bajas tonalidades hasta los sonidos
supersónicos, y captando finalmente el zumbido del mecanismo de
control del Atrapahombres. Giró lentamente su cabeza, localizó el
punto con su goniómetro binaural, fintó entre el chorro de balas y
demolió el mecanismo. Se frenó.
–¡Venga dentro, pronto!
Robin se le reunió en la sala de estar, temblando. Los
Creyentes de Sótano estaban subiendo a la casa por algún sitio,
emitiendo los sonidos de unos mártires.
–Espere aquí -gruñó Foyle. Aceleró, restalló a lo largo de la
sala, localizó a los Creyentes de Sótano en poses de huida helada y
los examinó uno a uno. Regresó a Robin y frenó.
–Ninguno de ellos es Forrest -informó-. Tal vez esté arriba.
Vamos por detrás, mientras ellos vienen por delante.
¡Vamos!
Corrieron a las escaleras de atrás. En el descansillo se
detuvieron para mirar a su alrededor.
–Tendremos que trabajar rápido -murmuró Foyle-. Entre los
disparos, y el tumulto de los Creyentes, todo el mundo y alguien
más vendrá jaunteando a hacer preguntas.
Se cortó en seco. Un débil sonido maullante surgió tras una
puerta en la parte alta de las escaleras. Foyle
olisqueó.
–¡Análogo! – exclamó-. Debe de ser Forrest. ¿Se imagina?
Creyentes en el sótano y droga en el piso de
arriba.
–¿De qué está hablando?
–Ya le explicaré luego. Aquí dentro. Tan sólo espero que no
esté en un "viaje" como gorila.
Foyle atravesó la puerta como si fuera una terraplenadora. Se
encontraron en una amplia habitación vacía. Del techo colgaba una
gruesa cuerda. Un hombre desnudo estaba retorcido contra ella, en
el aire. Se agitaba y deslizaba arriba y abajo por la cuerda,
emitiendo sonidos maullantes y un olor repugnante.
–Pitón -dijo Foyle-. Siempre es un alivio. No se le acerque.
Le aplastaría los huesos si lo tocase.
Se empezaron a oír voces gritando:
–¡Forrest! ¿Qué demonios son esos disparos? ¡Feliz Año Nuevo,
Forrest! ¿Dónde infiernos es la fiesta?
–Ahí vienen -gruñó Foyle-. Tendremos que jauntearlo fuera de
aquí. Nos encontraremos en la playa. ¡Váyase!
Sacó un cuchillo del bolsillo, cortó la cuerda, se echó el
reptante hombre a cuestas y jaunteó. Robin había llegado a la vacía
playa de Jervis un momento antes que él. Foyle llegó con el
serpenteante hombre babeando sobre su cuello y hombros como una
pitón, atenazándolo en un terrible abrazo. El estigma rojo apareció
repentinamente en el rostro de Foyle.
–Como Simbad -dijo en una voz estrangulada-. El Viejo del
Mar. ¡Rápido, muchacha! En los bolsillos de la derecha. Tres hacia
arriba. Dos hacia abajo. Una ampolla autoinoculante. Clávesela en
cual…
Se le ahogó la voz.
Robin abrió el bolsillo, halló un paquete de ampollas de
cristal y lo sacó. Cada ampolla tenía un aguijón diminuto. Clavó el
aguijón de una de ellas en el cuello del hombre reptante. Se
desplomó. Foyle se libró de su abrazo y se levantó de la
arena.
–¡Cristo! – murmuró, dándose masajes al cuello. Respiró
profundamente-. Sangre y tripas. Control -dijo, volviendo a asumir
su aire de tranquila calma. El tatuaje escarlata desapareció de su
rostro.
–¿Qué era ese horror? – preguntó Robin.
–Análogo. Una droga psiquiátrica para psicóticos. Ilegal.
Esos chalados tienen que liberarse en alguna forma, retrogradarse a
lo primitivo. Se identifican con un tipo específico de animal: un
gorila, un oso, un toro, un lobo… toman la droga y se convierten en
el animal que admiran. Parece que Forrest está mochales por las
serpientes.
–¿Cómo sabe todo eso?
–Ya le dije que he estado estudiando… preparándome para el
Verga. Ésta es una de las cosas que aprendí. Le enseñaré otra cosa
que aprendí, si es que no es usted una gallina: cómo sacar a un
mochales del Análogo.
Foyle abrió otro bolsillo de su mono de combate y comenzó a
trabajar sobre Forrest. Robin le contemplo un momento, luego lanzó
un grito de horror, se dio la vuelta y caminó hasta la orilla del
agua. Se quedó allí, contemplando sin ver las olas y las estrellas,
hasta que cesó el maullar y el reptar y Foyle la
llamó.
–Ya puede regresar.
Robin lo hizo, para encontrarse con una derruida criatura
sentada en la playa que miraba a Foyle con ojos apagados pero
sobrios.
–¿Eres Forrest?
–¿Y quién infiernos es usted?
–Eres Ben Forrest, marino de primera. En otro tiempo
estuviste a bordo del Vorga de Presteign.
Forrest gritó aterrorizado.
–Estabas a bordo del Vorga el dieciséis de septiembre de dos
mil cuatrocientos treinta y seis.
El hombre sollozó y agitó la cabeza.
–El dieciséis de septiembre pasasteis al lado de un pecio.
Cerca del cinturón de asteroides. Los restos del Nomad, otra de las
naves de la compañía. Pidió ayuda. El Vorga pasó sin ayudarla. La
abandonó a la deriva y a la muerte. ¿Por qué pasó de largo el
Vorga?
Forrest comenzó a chillar histéricamente.
–¿Quién dio la orden de seguir adelante?
–¡Jesús, no! ¡No! ¡No!
–Todos los datos han desaparecido de los archivos de Bo'ness
Uig. Alguien se los llevó antes de que yo llegara. ¿Quién fue?
¿Quién estaba a bordo del Vorga? ¿Quién se embarcó contigo? Quiero
los nombres de los oficiales y la tripulación. ¿Quién la
mandaba?
–No -chilló Forrest-. ¡No!
Foyle puso un puñado de billetes frente a la cara del hombre
histérico.
–Te pagaré por la información. Cincuenta mil. Análogo para el
resto de tu vida. ¿Quién dio la orden de dejarme morir, Forrest?
¿Quién?
El hombre apartó de un manotazo los billetes de la mano de
Foyle, se alzó y corrió a lo largo de la playa. Foyle lo derribó al
borde del agua. Forrest cayó boca abajo, con la cara en las olas.
Foyle lo mantuvo así.
–¿Quién mandaba el Vorga, Forrest? ¿Quién dio la
orden?
–¡Lo está ahogando! – gritó Robin.
–Deje que sufra un poco. El agua es mejor que el vacío. Yo
sufrí seis meses. ¿Quién dio la orden, Forrest?
El hombre gorgoteaba y se ahogaba. Foyle le sacó la cabeza
del agua.
–¿Qué es lo que eres? ¿Leal? ¿Loco? ¿Aterrorizado? Un tipo
como tú se vendería por cinco mil. Yo te ofrezco cincuenta.
Cincuenta mil por la información, so hijo de puta, o te mataré
lenta y cruelmente. – El tatuaje apareció en el rostro de Foyle.
Volvió a meter la cabeza de Forrest en el agua, aferrando al hombre
que se agitaba. Robin trató de que lo soltara.
–¡Lo está matando!
Foyle enfrentó su horrible cara a Robin.
–¡Sáqueme las manos de encima, perra! ¿Quién estaba a bordo
contigo, Forrest? ¿Quién dio la orden? ¿Por qué?
Forrest logró sacar su cabeza del agua.
–Íbamos doce en el Varga -aulló-. ¡Cristo, sálvame! Estaba
yo, y Kemp…
Se estremeció espasmódicamente y se relajó. Foyle sacó su
cuerpo del agua.
–Sigue. ¿Tú y quién? ¿Kemp? ¿Quién más?
¡Habla!
No hubo respuesta. Foyle examinó el cuerpo.
–Muerto -murmuró.
–¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!
–Una pista que se va al diablo. Y justo cuando estaba
empezando a hablar. ¡Maldita sea mi suerte! – Hizo una inspiración
profunda, y se arropó con la calma como si fuera un manto de
hierro. El tatuaje desapareció de su rostro. Ajustó su reloj para
ciento veinte grados de longitud Este.
–Debe ser casi medianoche en Shanghai. Vayamos. Tal vez
tengamos mejor suerte con Sergei Orel, encargado del botiquín del
Varga. No ponga esa cara de susto. Esto es sólo el principio.
¡Venga, muchacha, jauntee!
Robin se quedó helada. Él vio que estaba mirando por encima
de su hombro, con una expresión de incredulidad. Se dio la vuelta.
Una figura llameante se alzaba en la playa, un enorme hombre con
ropas encendidas y una cara horriblemente tatuada. Era él
mismo.
–¡Cristo! – exclamó Foyle. Dio un paso hacia su imagen
ardiente, pero abruptamente ésta hubo
desaparecido.
Se volvió hacia Robin, demacrado y
tembloroso.
–¿Vio eso?
–Sí.
–¿Qué era?
–Usted.
–¡Por Dios! ¿Yo? ¿Cómo es posible? ¿Cómo…?
–Era usted.
–Pero… -sintió desmayarse, y la fuerza y su furiosa idea fija
lo abandonaron-. ¿Era una ilusión? ¿Una
alucinación?
–No lo sé. Yo también lo vi.
–¡Dios poderoso! Verse a uno mismo… cara a cara… la ropa
estaba ardiendo. ¿Lo vio? En el nombre de Dios, ¿qué era
eso?
–Era Gully Foyle -dijo Robin-. Ardiendo en el
infierno.
–¡De acuerdo! – estalló airado Foyle-. Era yo en el infierno,
pero seguiré adelante a pesar de todo. Si he de arder en el
infierno, Vorga arderá conmigo. – Golpeó ambas palmas, recuperando
su fuerza y energía.– ¡Por Dios que voy a seguir con ello! A
Shanghai. ¡Jauntee!
A medianoche, Fourmyle subastó el androide entre los
caballeros del baile.
–¿Dará el dinero a obras de caridad,
Fourmyle?
–De ningún modo. Ya conocen mi slogan: ni un centavo para la
entropía. ¿He oído un centenar de créditos por esta cara y bella
criatura? ¿Un centenar, caballeros? Es toda belleza y altamente
adaptable. ¿Dos? Gracias. ¿Tres y medio? Gracias. Se me ofrecen…
¿cinco? ¿Ocho? Gracias. ¿Alguna otra oferta por este sensacional
producto de los genios del Circo Fourmyle? Camina, habla, se
adapta, ha sido acondicionada para responder al mayor postor.
¿Nueve? ¿Hay alguna otra puesta? ¿Eso es todo? ¿Nadie quiere seguir
pujando? Vendida a Lord Yale por novecientos
créditos.
Un tumultuoso aplauso y asombrados
comentarios:
–¡Un androide como ése debe de haber costado noventa mil!
¿Cómo puede permitirse esos lujos?
–¿Hará el favor de darle el dinero al androide, Lord Yale? Le
responderá en forma conveniente. Hasta la vista, cuando nos
encontremos de nuevo en Roma, señoras y caballeros… en el Palazzo
Borghese, a medianoche. Feliz Año Nuevo.
Fourmyle ya había partido cuando Lord Yale descubrió, para su
satisfacción y la de otros solterones, que la añagaza había sido
doble. El androide era, en realidad, una criatura humana viva, toda
belleza y altamente adaptable. Respondió en forma más que adecuada
a los novecientos créditos. La broma fue la historia más comentada
del año. Todos los caballeros esperaban ansiosos poder felicitar a
Fourmyle.
Pero Foyle y Robin Wednesbury estaban pasando bajo un letrero
que decía: DOBLE su JAUNTEO o LE DEVOLVEREMOS EL DOBLE DE LO QUE
GASTO, en siete idiomas, y entrando en el emporiura del DOCTOR
SERGEI OREL, AMPLIADOR CELESTIAL DE LAS CAPACIDADES
CRANEANAS.
La sala de espera estaba decorada con vividas ilustraciones
de secciones craneanas demostrando cómo el Doctor Orel emplastaba,
moldeaba, embalsamaba y electrolizaba el cerebro hasta doblar su
capacidad o le devolvía a uno el doble de lo gastado. También
duplicaba la memoria con purgas antifebriles, ampliaba la moral con
roborativos tónicos, y ajustaba todas las psiques angustiadas con
el Vulnerario Epulótico de Orel.
La sala de espera estaba vacía. Foyle abrió una puerta al
azar. Pudieron ver una larga sala de hospital. Foyle gruñó
disgustado.
–Nevados. Debía de haberme imaginado que también se ocuparía
de estos majaretas.
Aquella sala recogía a los Coleccionistas de Enfermedades,
los más locos de todos los adictos neuróticos. Yacían en sus camas
de hospital, sufriendo débilmente de sus ilegalmente inoculadas
paraviruelas, paragripe, paramalaria; atendidos devotamente por
enfermeras en almidonados uniformes blancos, y gozando ávidamente
de su enfermedad ilegal y de la atención que ésta les
deparaba.
–Mírelos -dijo desdeñosamente Foyle-. Dan asco. Si hay algo
que sea más repugnante que los adictos a la religión, son los
adictos a las enfermedades.
–Buenas noches -dijo una voz tras ellos.
Foyle cerró la puerta y se dio la vuelta. El Doctor Sergei
Orel les hizo una reverencia. El buen doctor parecía seco y estéril
en el clásico gorrito, bata y mascarilla blancos de los clanes
médicos, a los que pertenecía tan sólo en su fraudulenta
aseveración. Era bajo, atezado y de ojos oblicuos, pareciendo ruso
en él tan sólo su nombre. Más de un siglo de jaunteo había mezclado
tanto a las poblaciones del mundo, que los tipos raciales estaban
desapareciendo.
–No esperaba que trabajase en la víspera del Año Nuevo -dijo
Foyle.
–Nuestro Año Nuevo ruso es dentro de dos semanas -le
respondió el Doctor Orel-. Vengan por aquí, por
favor.
Señaló a una puerta y desapareció con un chasquido. La puerta
revelaba una alta escalera. Mientras Foyle y Robin comenzaban a
subir las escaleras, el Doctor Orel reapareció sobre
ellos.
–Por aquí… Oh… un momento -desapareció y apareció de nuevo
tras ellos-. Se olvidaron de cerrar la puerta.
La cerró y jaunteó de nuevo. Esta vez apareció en lo alto de
las escaleras.
–Aquí dentro, por favor.
–Fanfarroneando -murmuró Foyle-. Doble su jaunteó o le
devolveremos el doble de lo que gastó. De todas maneras, es
bastante rápido. Yo tendré que serlo más que él.
Entraron en la sala de consultas. Era un ático con techo
transparente. Las paredes estaban repletas de extraños pero
anticuados aparatos médicos: una máquina de baños sedantes, una
silla eléctrica para darles shocks a los esquizofrénicos, un
analizador EKG para trazar los gráficos psicóticos, viejos
microscopios ópticos y electrónicos.
El curandero les esperaba tras su escritorio. Jaunteó a la
puerta, la cerró, jaunteó de vuelta a su escritorio, se inclinó en
saludo, jaunteó tras la silla de Robin para ayudarla a sentarse,
jaunteó a la ventana y ajustó la persiana, jaunteó al control de la
luz y ajustó su brillo, y luego reapareció en el
escritorio.
–Hace un año -sonrió-, no podía ni siquiera jauntear.
Entonces descubrí el secreto, el Salutífero Abstersivo
que…
Foyle tocó con su lengua el tablero de control conectado a
las terminaciones nerviosas de su dentadura. Aceleró. Se alzó sin
prisas, se adelantó hacia la figura que continuaba hablando a un
ritmo superlento tras el escritorio, tomó un pesado pisapapeles, y
golpeó científicamente a Orel en la frente, produciéndole una
contusión en los lóbulos frontales y dejando inútil su control del
jaunteo. Tomó al curandero y lo ató a la silla eléctrica. Todo esto
le llevó aproximadamente cinco segundos. Robin Wednesbury no vio
más que una mancha de color.
Foyle desaceleró. El curandero abrió los ojos, se estremeció,
vio dónde estaba y se envaró, irritado y perplejo.
–Eres Sergei Orel, encargado del botiquín del Varga -dijo en
voz baja Foyle-. Estabas a bordo del Vorga el 16 de septiembre de
2436.
La irritación y la perplejidad se transformaron en
terror.
–El 16 de septiembre pasasteis junto a unos restos, cerca del
cinturón de asteroides. Yo estaba en ese pecio, el Nomad. Señaló
pidiendo ayuda y el Vorga pasó sin detenerse. Lo dejasteis a la
deriva, esperando la muerte. ¿Por qué?
Orel desorbitó los ojos, pero no contestó.
–¿Quién dio la orden de seguir adelante? ¿Quién deseaba que
me pudriese y muriese?
Orel comenzó a balbucear.
–¿Quién iba a bordo del Vorga? ¿Quién componía la
tripulación? ¿Quién la mandaba? Voy a conseguir una respuesta. No
creas que lo podrás evitar -dijo Foyle con tranquila ferocidad-. Te
la compraré o te la arrancaré. ¿Por qué me dejasteis morir? ¿Quién
os dijo que me dejaseis morir?
–No puedo hablar de… -chilló Orel-. Déjeme
decirle…
Se desmadejó.
Foyle examinó el cuerpo.
–Muerto -murmuró-. Justo cuando iba a hablar. Igual que
Forrest.
–Asesinado.
–No. Ni siquiera lo toqué. Fue un suicidio -Foyle se rió sin
ganas.
–Está loco.
–No, divertido. No los maté; los obligué a matarse a ellos
mismos.
–¿Qué idiotez es esa?
–Les habían implantado Bloqueos del Simpático. ¿Ha oído
hablar de los BS, muchacha? Inteligencia los utiliza para sus
agentes de espionaje. Se toma una cierta información que uno no
desea que sea divulgada. Se conecta con el sistema nervioso
simpático que controla el automatismo de la respiración y los
latidos del corazón. Tan pronto como el sujeto trata de revelar esa
información, se activa el bloqueo, el corazón y los pulmones son
detenidos, el hombre muere, y el secreto continúa siéndolo. Un
agente no tiene que preocuparse por matarse para evitar la tortura;
esto es automático.
–¿Eso es lo que le ocurrió a esos hombres?
–Obviamente.
–Pero, ¿por qué?
–¿Cómo puedo saberlo? El contrabando de refugiados no es
suficiente. El Varga tenía que estar haciendo cosas más sucias para
tomar tantas precauciones. Pero tenemos un problema. Nuestra última
pista es Poggi en Roma. Ángel Poggi, el pinche a bordo del Vorga.
¿Cómo vamos a extraer la información sin…?
Se cortó en seco.
Su imagen se alzaba frente a él, silenciosa, ominosa, con el
rostro ardiendo en rojo sangriento y la vestimenta
prendida.
Foyle estaba paralizado. Aspiró y dijo con voz
temblorosa:
–¿Quién es usted? ¿Qué es lo que…?
La imagen desapareció.
Foyle se giró hacia Robin, humedeciéndose los
labios.
–¿Lo vio? – La expresión de ella le dio la respuesta-. ¿Era
real?
Señaló hacia el escritorio de Sergei Orel, a cuyo lado se
había alzado la imagen. Los papeles del escritorio se habían
encendido y estaban ardiendo. Foyle se echó hacia atrás, aún
asustado y anonadado. Se pasó una mano por el rostro. El sudor la
empapó.
Robin corrió hasta el escritorio y trató de apagar las
llamas. Cogiendo montones de papeles y cartas, golpeó inútilmente
con ellos. Foyle no se movió.
–No puedo apagarlo -jadeó ella al fin-. Tenemos que salir de
aquí.
Foyle asintió, y entonces se recuperó por un puro esfuerzo de
su voluntad.
–Roma -carraspeó-. Jauntearemos a Roma. Tiene que haber
alguna explicación a todo esto. ¡Por Dios que la hallaré! Y
mientras tanto, no voy a dejarlo correr. Roma. ¡Venga, muchacha,
jauntee!
Desde la Edad Media, las Escaleras Españolas han sido el
centro de la corrupción en Roma. Alzándose desde la Piazza di
Espagna hasta los jardines de la Villa Borghese en una amplia
subida, estas escalas han estado, están y estarán repletas de
vicio. Por ellas caminan chulos, prostitutas, pervertidos,
lesbianas e invertidos. Insolentes y arrogantes, se pavonean
ofreciéndose, y se ríen de las personas respetables que a veces
pasan por allí.
Las escalinatas fueron destruidas en las guerras nucleares de
finales del siglo veinte. Fueron reconstruidas y destruidas de
nuevo en la Guerra de la Restauración Mundial en el siglo
veintiuno. De nuevo fueron reconstruidas, y esta vez cubiertas con
un cristal a prueba de explosiones que las convirtió en una galería
escalonada. El domo de la galería cortaba la vista de la cámara
mortuoria de la casa de Keats. Ya no podían mirar los visitantes
por la estrecha ventana para ver el último panorama que
contemplaron los moribundos ojos del poeta. Ahora sólo se veía el
humeante domo de las Escaleras Españolas, y a través del mismo las
distorsionadas figuras de la corrupción de abajo.
La Galería de las Escaleras estaba iluminada por la noche, y
en esta víspera de Año Nuevo se hallaba en el caos. Durante un
millar de años, Roma ha recibido al Año Nuevo con un bombardeo:
fuegos artificiales, cohetes, torpedos, disparos, botellas,
zapatos, viejos cacharros de cocina y sartenes. Durante meses los
romanos guardan basura para tirarla desde las ventanas más altas
cuando llega la medianoche. El rugido de los fuegos de artificio en
el interior de las Escaleras y el golpear de los desechos cayendo
sobre el techo de la Galería era ensordecedor mientras Foyle y
Robin Wednesbury bajaban desde el carnaval en el Palazzo
Borghese.
Llevaban aún puestos los disfraces: Foyle las brillantes
ropas escarlatas de Cesare Borgia y Robin el traje ornado en plata
de Lucrezia Borgia. Usaban grotescas máscaras de terciopelo. El
contraste entre sus trajes renacentistas y las modernas ropas de su
alrededor ocasionó chanzas y burlas. Hasta los Lobos que
frecuentaban las Escaleras Españolas, aquellos desafortunados
criminales habituales a los que se les había quemado un cuarto de
sus cerebros en una lobotomia prefontal, se sintieron extraídos de
su condición de apatía y los contemplaron. La multitud cerró filas
alrededor de la pareja mientras ésta descendía por la
Galería.
–¿Poggi? – dijo Foyle con voz tranquila-. ¿Angelo
Poggi?
Un borracho hizo unos comentarios anatómicos sobre su
persona.
–¿Poggi? ¿Angelo Poggi? – Foyle permaneció impasible-. Me han
dicho que puede hallársele en las Escaleras por la noche. ¿Angelo
Poggi?
Una prostituta maldijo a su madre.
–¿Angelo Poggi? Diez créditos a cualquiera que me lo
traiga.
Se vio rodeado por manos extendidas, algunas sucias, otras
perfumadas, pero todas ansiosas. Negó con la
cabeza.
–Tráiganmelo primero.
La rabia romana restalló a su alrededor.
–¿Poggi? ¿Angelo Poggi?
Tras seis semanas de vagar por las Escaleras Españolas, el
Capitán Peter Y'ang-Yeovil escuchó al fin las palabras que había
esperado oír. Seis semanas de tediosa impersonación de la identidad
de un tal Angelo Poggi, pinche del Vorga, muerto hacía tiempo,
estaban produciendo al fin su fruto. Había sido un riesgo que había
decidido correr cuando Inteligencia le había proporcionado la
noticia de que alguien estaba haciendo cautelosas preguntas acerca
de la tripulación del Vorga de Presteign, y pagando soberanamente
por la información.
–Es una probabilidad entre un millón -había dicho
Y'ang-Yeovil. Pero Gully Foyle, AS-128/I27:006, hizo ese loco
intento de volar el Vorga, y ocho kilos de Piros merecen correr ese
riesgo.
Ahora, se aproximó por las escaleras hacia el hombre con el
traje y máscara del Renacimiento. Había aumentado dieciséis kilos
de peso con inyecciones glandulares. Se había oscurecido la tez con
una manipulación en su dieta. Sus facciones, que jamás habían
tenido rasgos orientales sino más bien corrían a lo largo de las
líneas aguileñas del antiguo indio americano, se convertían
fácilmente en inidentificables con un poco de control
muscular.
El hombre de Inteligencia subió por las Escaleras Españolas,
un grueso cocinero de aspecto poco recomendable. Extendió un
paquete de sucios sobres hacia Foyle.
–¿Fotos curiosas, signore? ¿Creyentes
de Sótano en sus prácticas? Muy curiosas. Muy prohibidas, signore. Entretenga a sus amigos… enternezca a las
señoras.
–No -Foyle apartó las fotografías-. Estoy buscando a Angelo
Poggi.
Y'ang-Yeovil hizo una microscópica señal. Su equipo en las
escaleras comenzó a fotografiar y a grabar la entrevista, sin dejar
de hacer el chulo o la prostituta. La Lengua Secreta del Núcleo de
Inteligencia de las Fuerzas Armadas de los Planetas Interiores
zigzagueó alrededor de Foyle y Robin en un cúmulo de débiles tics,
sorbidos, gestos, actitudes y movimientos. Era el antiguo idioma
chino por signos de los párpados, cejas, dedos e infinitésimos
movimientos corporales.
–¿Signore? – susurró
Y'ang-Yeovil.
–¿Angelo Poggi?
–Sí, signore. Soy Angelo
Poggi.
–¿Pinche a bordo del Verga? – Esperando el mismo
estremecimiento de terror manifestado por Forrest y Orel, que al
fin comprendía, Foyle adelantó un brazo y asió el codo de
Y'ang-Yeovil-. ¿Sí?
–Sí, signore -replicó tranquilamente
Y'ang-Yeovil-. ¿Cómo puedo servir a su excelencia?
–Quizá éste pueda decirnos algo -murmuró Foyle a Robin-. No
tiene miedo. Tal vez sepa cómo evitar el Bloqueo. Deseo que me dé
información, Poggi.
–¿De qué naturaleza, signore, y a qué
precio?
–Quiero comprar toda la que tenga. Sea la que sea. Y ponga su
propio precio.
–¡Pero signore! Soy un hombre con
muchos años de experiencia, no se me puede comprar en lotes. Debo
de ser pagado artículo por artículo. Haga su selección y le diré el
precio. ¿Qué es lo que quiere?
–¿Se hallaba a bordo del Vorga el dieciséis de septiembre de
2436?
–El costo de ese artículo es de diez
créditos.
Foyle sonrió sin humor y pagó.
–Estaba, signore.
–Quiero saber acerca de una nave que cruzaron cerca del
cinturón de asteroides. El pecio del Nomad. Lo cruzaron el
dieciséis de septiembre. El Nomad pidió ayuda y el Varga pasó de
largo. ¿Quién dio esa orden?
–¡Ah, signore!
–¿Quién dio esa orden, y por qué?
–¿Por qué lo pregunta, signore?
–Eso no le importa. Dígame el precio y
hable.
–Tengo que saber por qué una cuestión es preguntada antes de
contestarla, signore. – Y'ang-Yeovil
sonrió, grasiento-. Y pagaré por mi precaución rebajando el
precio.
¿Por qué está usted interesado en el Varga y el Momad y ese
abandono en el espacio? ¿Fue usted quizá el infortunado tratado de
una forma tan cruel?
–¡No es italiano! Su acento es perfecto, pero la construcción
es totalmente incorrecta. Ningún italiano construirla así las
frases.
Foyle se puso rígido, alarmado. Los ojos de Y'ang-Yeovil,
acostumbrados a detectar y deducir las minucias, se dieron cuenta
del cambio de actitud. Inmediatamente supo que en alguna forma
había cometido un desliz. Hizo una señal apresurada a su
equipo.
Una tremenda pelea estalló en las Escaleras Españolas. En un
instante, Foyle y Robin se hallaron cogidos entre una masa gritona
que se peleaba. Los equipos del Núcleo de Inteligencia eran unos
excelentes expertos en esta maniobra operativa, destinada a
enfrentarse con un mundo jaunteante. Su coordinación casi
instantánea podía hacer perder el equilibrio a cualquier hombre,
desvalijándolo para identificarlo. Su éxito estaba basado en el
simple hecho de que entre un ataque inesperado y una respuesta
defensiva siempre hay un intervalo de reconocimiento. En el espacio
de ese intervalo, el Núcleo de Inteligencia lograba evitar que
cualquier hombre pudiera salvarse a sí mismo.
En tres quintos de segundo, Foyle fue golpeado, pateado,
martilleado en la frente, echado contra los escalones y aferrado.
Le arrancaron la máscara de la cara, le arrebataron porciones de su
vestimenta y se halló inerme ante la violación de las cámaras
identificadoras.
Entonces, por primera vez en la historia del Núcleo, su
programa fue interrumpido.
Apareció un hombre, acercándose al cuerpo de Foyle… un hombre
enorme con el rostro horriblemente tatuado y unas ropas que
humeaban y llameaban. La aparición era tan asombrosa que el equipo
se quedó paralizado contemplándola. La multitud de las Escaleras
lanzó un aullido ante el aterrador espectáculo.
–¡El Hombre Ardiente! ¡Mirad! ¡El Hombre
Ardiente!
–Pero ese es Foyle -susurró Y'ang-Yeovil.
Durante quizá un cuarto de minuto la aparición permaneció
allí, silenciosa, ardiendo, mirando con ojos ciegos. Entonces
desapareció. El hombre derribado en el suelo desapareció también.
Se convirtió en un centelleante movimiento que recorrió el equipo,
localizando y destruyendo las cámaras, grabadoras y todos los
aparatos de identificación. Entonces el relámpago tomó a la
muchacha del traje del Renacimiento y desapareció.
Las Escaleras Españolas volvieron de nuevo a la vida,
dolorosamente, como si surgiesen de una pesadilla. El anonadado
equipo de Inteligencia se congregó alrededor de
Y'ang-Yeovil.
–¿Qué diablos era eso, Yeo?
–Creo que era nuestro hombre, Gully Foyle. Ya le vieron la
cara tatuada.
–¡Y las ropas prendidas!
–Parecía un brujo en la hoguera.
–Pero, si el hombre que ardía era Foyle, ¿en quién infiernos
estábamos perdiendo el tiempo?
–No lo sé. ¿Tiene la Brigada de Comandos un servicio de
inteligencia del que no nos hayamos enterado?
–¿Por qué los Comandos, Yeo?
–¿No vieron la forma en que aceleró? Destruyó todas las
grabaciones que habíamos hecho.
–Sigo sin poder creer a mis ojos.
–Oh, puede creer en lo que no vio. Eso fue una técnica
altamente secreta de los Comandos. Despedazan a sus hombres y los
reconstruyen, mejorándolos. Tendré que hablar con el Cuartel
General de Marte y averiguar si la Brigada de Comandos está
realizando una investigación paralela.
–¿Confiará el Ejército en la Marina?
–Tendrán que confiar en Inteligencia -dijo irritado
Y'ang-Yeovil-. Este caso es ya bastante crítico sin disputas
jurisdiccionales. Y otra cosa: no había necesidad de maltratar a
aquella chica en la maniobra. Fue indisciplinado e innecesario
-Y'ang-Yeovil hizo una pausa, no advirtiendo, por una vez, las
miradas significativas que se cruzaban a su alrededor-. Tendré que
averiguar de quién se trataba -añadió, soñador.
–Si también la han reconstruido, será realmente interesante,
Yeo -dijo una suave voz, pulcramente desprovista de toda ironía-.
El Muchacho y la Comando.
Y'ang-Yeovil se ruborizó.
–De acuerdo -tartamudeó-. Soy transparente.
–Tan sólo repetitivo, Yeo. Todos tus romances se inician en
la misma forma: "No había ninguna necesidad de maltratar a esa
chica…" Y entonces: Dolly Quaker, Jean Webster, Gwynn Roget,
Marión…
–¡Sin nombres, por favor! – interrumpió una voz molesta-.
¿Acaso Romeo se lo cuenta todo a Julieta?
–Os mandaré a limpiar las letrinas a todos mañana -dijo
Y'ang-Yeovil-. No os creáis que voy a soportar esta solapada
insubordinación. Bueno, mañana no. Pero sí tan pronto como se
cierre este caso -su rostro aguileño se ensombreció-. ¡Dios mío,
qué lío! ¿Podremos olvidarnos alguna vez de la visión de Foyle
ardiendo? Pero, ¿dónde está? ¿Qué es lo que quiere hacer? ¿Qué es
lo que significa todo esto?