PARTE 2


Con un corazón de furiosos deseos


De los que poseo el mando, Con una lanza ardiente y un caballo de aire.

A la desolación me dirijo. Con un caballero de fantasmas y sombras.

Llamado soy a torneo, Diez leguas más allá del fin del amplio mundo.

En lo que creo que es fácil jornada.

Tom-a-Bedlam.


OCHO


El año viejo se agriaba mientras la peste envenenaba los planetas. La guerra se aceleraba y crecía desde un lejano asunto de románticos ataques y duelos en el espacio hasta los inicios de un holocausto. Se hizo evidente que había pasado el tiempo de las Guerras Mundiales y se iniciaba el de las Guerras Solares.


Los beligerantes concentraban lentamente hombres y material para la destrucción. Los Satélites Exteriores decretaron la movilización total, y los Planetas Interiores tuvieron obligatoriamente que seguir el ejemplo. Las industrias, las profesiones, las ciencias, las habilidades y los negocios fueron militarizados; siguieron normas y opresiones. Los ejércitos y las marinas requisaron y ordenaron.

El comercio obedeció, pues esta guerra (como todas) era la fase caliente de una lucha comercial. Pero las poblaciones se rebelaron y el que la gente escapase jaunteando al reclutamiento y al trabajo se convirtió en un problema crítico. Los pánicos ante posibles espías e invasiones se extendieron. Los histéricos se transformaron en informadores y linchadores. Un ominoso presentimiento paralizó cada casa desde la Isla de Baffin a las Malvinas. El año que moría tan sólo fue alegrado por la llegada del Circo de Fourmyle.

Éste era el nombre popular que se daba a la grotesca corte de Geoffrey Fourmyle de Ceres, un rico joven bufón del mayor de los asteroides. Fourmyle de Ceres era tremendamente rico; también era tremendamente divertido. Era el clásico nuevo rico de todas las épocas. Los que lo rodeaban eran un cruce entre un circo ambulante y la cómica corte de un reyezuelo búlgaro, como demostraba esta típica llegada a Creen Bay, Wisconsin.

A primera hora de la mañana un abogado, llevando el sombrero de copa de un clan legal, apareció con una lista de lugares de acampada en su mano y una pequeña fortuna en su bolsillo. Se decidió por una pradera de cuatro acres situada frente al Lago Michigan y la alquiló por una suma exorbitante. Fue seguido por un grupo de trabajadores del clan Masón Dixon. En veinte minutos los trabajadores habían planificado el campamento y había corrido ya la voz de que el Circo Fourmyle estaba llegando. Nativos de Wisconsin, Michigan y Minnesota se acercaron a contemplar la diversión.

Veinte obreros jauntearon, cada uno de ellos llevando una tienda empaquetada en su espalda. Se oyó una tremenda obertura de órdenes aulladas, gritos, maldiciones, y el torturado gemir del aire comprimido. Veinte gigantescas tiendas se hincharon hacia el cielo, mientras sus superficies de látex y plástico brillaban mientras se secaban al sol del invierno. Los espectadores aplaudieron.

Un helicóptero hexamotor descendió y planeó sobre una gigantesca red. Su panza se abrió y cayó una cascada de mobiliario. Llegaron jaunteando sirvientes, criados, cocineros y camareros. Amueblaron y decoraron las tiendas. Las cocinas comenzaron a humear y el campo se llenó con el olor de fritos, guisos y horneados. La policía privada de Fourmyle ya estaba trabajando, patrullando los cuatro acres, manteniendo lejos a la gran masa de espectadores.

Entonces, en avión, en coche, en autobús, en camión, en bicicleta o jaunteando, llegó la corte de Fourmyle. Bibliotecarios y libros, científicos y laboratorios, filósofos, poetas, atletas. Se dispusieron armerías con espadas y sables, dojos de judo y un cuadrilátero de boxeo. Se hundió en el suelo una piscina de veinte metros y fue llenada bombeando agua del lago. Se inició un interesante altercado entre dos musculosos atletas acerca de si dicha piscina debía ser caldeada para poder nadar o congelada para poder patinar.

Llegaron músicos, actores, juglares y acróbatas. El ruido se hizo ensordecedor. Un equipo de mecánicos construyó un foso de reparaciones y comenzaron a revisar la colección de antiguas cosechadoras diesel de Fourmyle. Por último llegaron los seguidores del campo: esposas, hijas, amantes, prostitutas, mendigos, tahúres y tramposos. A media mañana el rugido del circo podía ser oído desde bien lejos.

Al mediodía, Fourmyle de Ceres llegó en una demostración de medios de transporte conspicuos tan extraña que se sabía que había hecho reír a una persona que llevaba siete años de melancolía. Un gigantesco anfibio llegó del sur y aterrizó en el lago. Del avión emergió una lancha de desembarco que navegó hasta la orilla. Su parte delantera descendió para convertirse en una pasarela y del interior surgió un vehículo militar de mando del siglo veinte. Las maravillas se seguían a las maravillas ante los satisfechos espectadores, pues el vehículo llegó hasta unos veinte metros del centro del campo y entonces se detuvo.

–¿Qué es lo que vendrá ahora? ¿Una bicicleta?

–No, patines de ruedas.

–Saldrá en un palo saltarín.

Fourmyle superó sus más locas especulaciones. Del vehículo de mando surgió la boca de un cañón de circo. Se oyó el bang de una explosión de pólvora negra y Fourmyle de Ceres fue disparado desde el cañón en un grácil arco que le llevó hasta la misma puerta de su tienda, en donde fue recogido en una lona sostenida por cuatro sirvientes. El aplauso que lo saludó pudo ser oído a diez kilómetros de distancia. Fourmyle se subió a los hombros de los sirvientes e hizo una señal pidiendo silencio.

–Amigos, romanos, ciudadanos -comenzó a decir muy serio Fourmyle-. Prestadme vuestra atención; Shakespeare: 1564-1616. ¡Maldición! – Cuatro palomas blancas surgieron de las mangas de Fourmyle y se alejaron volando. Las miró asombrado y luego continuó-. Amigos, saludos y salutaciones, bón jour, bon ton, bon vivant, bon voyage, bon… ¿qué infiernos?

Los bolsillos de Fourmyle se incendiaron y de ellos surgieron fuegos de artificio. Trató de recobrar su aplomo. De sus ropas estallaron confettis y serpentinas.

–Amigos… ¡cállense! Conseguiré que este discurso salga bien. ¡Silencio! Amigos…

Fourmyle se miró a sí mismo desmayadamente. Sus ropas estaban fundiéndose, revelando una ropa interior brillantemente escarlata.

–¡Kleinmann! – gritó furioso- ¡Kleinmann! ¿Qué ha pasado con su maldito entrenamiento hipnótico?

Una peluda cabeza surgió de una tienda.

–¿Usted estudiarrr parrra este discurrrso en noche pasada, Fourrrmyle?

–Claro, maldita sea. Yo estudiarrr durrrante dos horrras. No saqué ni por un momento la cabeza del horno de hipnosis. El curso de Kleinmann sobre prestidigitación.

–¡No, no, no! – aulló el hombre peludo-. ¿Cuántas veces tenerrr que decirrrlo? La prrrestidigitación no es como hacerrr discurrrsos. Serrr magia. ¡Dumbkopf! ¡Usted haberrr tomado hipnosis equivocada!

La ropa interior escarlata comenzó a fundirse. Fourmyle se lanzó de los hombros de sus temblorosos criados y desapareció en el interior de su tienda. Se oyó un rugido de risas y aplausos y el Circo Fourmyle llegó a su punto álgido. Las cocinas silbaban y humeaban. Siempre se estaba comiendo y bebiendo. La música nunca se detenía. El vodevil jamás cesaba.

Dentro de su tienda, Fourmyle cambió de ropa, cambió de idea, cambió de nuevo, se desnudó otra vez, pateó a sus sirvientes y llamó a su sastre en una bastarda mezcla de francés, inglés de Mayfair y afectación. Cuando se había puesto a medias otro traje, recordó que no se había bañado. Abofeteó a su sastre, ordenó que echasen cincuenta litros de perfume en la piscina, y le descendió de repente la musa poética. Llamó a su poeta principal.

–Escriba esto -ordenó Fourmyle-. Le roí est morí. Les… espere. ¿Qué es lo que rima con luna?

–Duna -sugirió el poeta-. Tuna, fortuna, ayuna, moruna, cuna, gatuna, una…

–¡Me olvidé de mi experimento! – exclamó Fourmyle-. ¡Doctor Bohun! ¡Doctor Bohun!

Medio desnudo, se abalanzó corriendo al laboratorio, en donde provocó una explosión que le lanzó a él y al doctor Bohun, su químico principal, al otro extremo de la tienda. Mientras el químico trataba de alzarse del suelo, se encontró apresado en una muy dolorosa y embarazosa llave de estrangulamiento.

–¡Nogouchi! – gritó Fourmyle- ¡Hey! ¡Nogouchi! Acabo de inventar una nueva llave de judo.

Fourmyle se alzó, levantó al medio estrangulado químico y jaunteó al dojo, donde el pequeño japonés inspeccionó la llave y agitó la cabeza.

–Ño, pol favol -silbó cortésmente-. Fui. La plesión en la nuez no es pelpetuamente letal. Fui. Le enséñale, pol favol.

Tomó al atontado químico, le dio unas vueltas y lo depositó en el suelo en una posición de perpetua autoestrangulación.

–¿Lo obselva, pol favol, Fbulmyle?

Pero Fourmyle se hallaba en la biblioteca golpeando en la cabeza de su bibliotecario con el Das Sexual Leben de Bloch (tres kilos quinientos gramos) porque el desgraciado hombre no podía lograrle un texto sobre la fabricación de máquinas de movimiento perpetuo. Corrió a su laboratorio de física, en donde destruyó un carísimo cronómetro para experimentar con sus ruedecillas, jaunteó al estrado de la orquesta, donde tomó una batuta y dirigió a la banda a la confusión, se puso unos patines y cayó en la piscina perfumada, fue sacado, maldiciendo fulminantemente ante la falta de hielo, y se le oyó expresar un deseo de soledad.

–Deseo hablar conmigo mismo -dijo Fourmyle, pateando a sus criados en todas direcciones. Estaba roncando antes de que el último de ellos se arrastrase hasta la puerta y la cerrase tras de sí.

Se detuvo el ronquido y Foyle se alzó.

–Esto debe ser bastante por hoy -murmuró, y fue a su cuarto vestidor. Se colocó ante un espejo, hizo una inspiración profunda y aguantó la respiración, contemplándose mientras tanto el rostro. Al cabo de un minuto todavía estaba sin teñir. Continuó aguantando la respiración, manteniendo rígido control sobre pulso y músculos, dominando el esfuerzo con una calma acerada. A los dos minutos y veinte segundos apareció el estigma, rojo sanguinolento. Foyle dejó escapar el aliento. Su máscara de tigre desapareció.

–Mejor -murmuró-. Mucho mejor. El viejo fakir tenía razón. La respuesta está en el yoga: control. Pulso, respiración, tripas, cerebro.

Se desnudó y contempló su cuerpo. Estaba en una magnífica condición, pero su piel aún mostraba delicados hilos plateados en una red que iba de su cuello a los tobillos. Parecía como si alguien hubiera grabado la silueta de un sistema nervioso en la piel de Foyle. Los hilos plateados eran las cicatrices de una operación que todavía no habían desaparecido.

Esta operación le había costado a Foyle doscientos mil créditos de soborno al cirujano jefe de la Brigada de Comandos de Marte, y lo había transformado en una extraordinaria máquina combativa. Cada plexo nervioso había sido reconstruido, se le habían injertado en los músculos y huesos microscópicos transistores y transformadores, y un diminuto enchufe de platino aparecía en la base de su espina dorsal. A él conectaba Foyle una batería del tamaño de un guisante.

Entonces, su cuerpo iniciaba una vibración electrónica interna que casi era mecánica.

–Más máquina que hombre -pensó. Se vistió, dejando a un lado la extravagante vestimenta de Fourmyle de Ceres y tomando un anónimo mono negro de acción.

Jaunteó al apartamento de Robin Wednesbury en el solitario edificio en medio de los pinos de Wisconsin. Esa era la verdadera razón de la llegada del Circo Fourmyle a Creen Bay. Jaunteó y llegó en medio de la oscuridad y el vacío, e inmediatamente se desplomó. ¡Coordenadas equivocadas!, pensó. ¿O un jaunteo mal hecho? La extremidad rota de una viga le dio un tremendo golpe, y cayó pesadamente sobre un suelo destruido, encima de los restos en putrefacción de un cadáver.

Foyle se puso en pie con una calmada repugnancia. Apretó fuertemente con su lengua el primer molar derecho superior. La operación que había transformado la mitad de su cuerpo en una máquina electrónica había localizado el tablero de control en sus dientes. Foyle apretó el diente con su lengua y las células periféricas de su retina fueron excitadas para emitir una suave luz. Miró hacia abajo y dos pálidos rayos iluminaron el cadáver de un hombre.

El cuerpo yacía en el apartamento de debajo del piso de Robin Wednesbury. Lo habían destripado. Foyle miró hacia arriba. Encima de él se veía un agujero de tres metros en donde había estado el suelo de la sala de estar de Robin. Todo el edificio hedía a fuego, humo y putrefacción.

–Asaltado -dijo Foyle suavemente-. Este lugar ha sido asaltado. ¿Qué pasó?

La edad del jaunteo había cristalizado a los vagabundos de todo el mundo en una nueva clase. Seguían a la noche del este al oeste, siempre en la oscuridad, siempre buscando qué robar, los restos de un desastre, la carroña. Si un terremoto destruía un almacén, ellos lo asaltaban a la noche siguiente. Si un fuego abría una casa o una explosión inutilizaba las defensas de una tienda, ellos jaunteaban dentro y la desvalijaban. Se llamaban asaltjaunteantes. Eran chacales.

Foyle subió por entre los restos al corredor del piso de arriba. Los asaltjaunteantes estaban allí acampados. Todo un buey se cocinaba sobre un fuego que chisporroteaba hasta el cielo a través de un agujero en el techo. Había una docena de hombres y tres mujeres rodeando el fuego, peligrosos, duros, charlando con el dialecto especial de los chacales.

Estaban vestidos con variadas ropas y bebían cerveza de patatas en copas de champán.

Un ominoso gruñido de ira y terror saludó la aparición de Foyle cuando el enorme hombre de oscuro surgió de entre los cascotes, con sus ojos emitiendo pálidos rayos de luz. Calmosamente, caminó por entre los individuos, que se ponían en pie, hasta la entrada del piso de Robin Wednesbury. Su férreo control le daba un aire despreocupado.

–Si está muerta -musitó-, estoy acabado. Tengo que utilizarla. Pero si está muerta…

El apartamento de Robin había sido destrozado al igual que el resto del edificio. La sala de estar era un óvalo de suelo alrededor del irregular agujero en el centro. Foyle buscó un cadáver. Dos hombres y una mujer se hallaban en la cama de la alcoba. Los hombres maldijeron. La mujer chilló ante la aparición. Los hombres se abalanzaron contra Foyle. Dio un paso atrás y oprimió su lengua contra los incisivos superiores. Los circuitos neurales zumbaron y cada sentido y respuesta de su cuerpo fue acelerado cinco veces.

El efecto fue una instantánea reducción del mundo externo a un movimiento extremadamente lento. El sonido se convirtió en un profundo gorgoteo. El color se movió a lo largo del espectro hasta el rojo. Los dos atacantes parecieron flotar hacia él con una languidez somnolienta. Para el resto del mundo Foyle se transformó en una mancha en acción. Evitó el golpe que lentamente se dirigía hacia él, caminó alrededor del hombre, lo alzó y lo echó hacia el cráter de la sala de estar. Echó al segundo hombre tras el primer chacal. Para los acelerados sentidos de Foyle, sus cuerpos parecieron flotar lentamente, todavía intentando dar un paso, con los puños adelantándose aún y las bocas abiertas emitiendo unos sonidos graves.

Foyle se dirigió a la mujer que se escondía en la cama.

–¿Hinadver? – preguntó la mancha.

La mujer gritó.

Foyle oprimió de nuevo sus incisivos superiores, cortando la aceleración. El mundo exterior abandonó el movimiento retardado para volver a ser normal. El sonido y el color saltaron en el espectro, y los dos chacales desaparecieron por el cráter chocando contra el apartamento de abajo.

–¿Había un cadáver? – repitió con gentileza Foyle-. ¿Una muchacha negra?

La mujer era ininteligible. La asió por el cabello y la agitó. Luego la echó por el cráter del suelo de la sala de estar.

Su búsqueda por una clave del destino de Robin fue interrumpida por la gentuza del corredor. Llevaban antorchas y armas improvisadas. Los asaltjaunteantes no eran asesinos profesionales. Tan sólo remataban a indefensas presas medio muertas.

–No me molestéis -les advirtió suavemente Foyle, buscando cuidadosamente por los armarios y bajo los muebles derrumbados.

Se acercaron más, empujados por un rufián en un traje de armiño y un sombrero tricornio e inspirados por las maldiciones que llegaban del piso de abajo. El hombre del tricornio le lanzó una antorcha a Foyle. Lo quemó. Foyle aceleró de nuevo y los asaltjaunteantes se transformaron en estatuas con vida. Foyle tomó los restos de una silla y con calma les abrió las cabezas a las figuras. Permanecieron en pie. Echó al suelo al hombre del tricornio y se arrodilló encima de él. Entonces desaceleró.

De nuevo, el mundo exterior volvió a la vida. Los chacales se derrumbaron como alcanzados por un rayo. El hombre del tricornio y traje de armiño rugió.

–¿Había un cadáver aquí? – preguntó Foyle-. Una muchacha negra. Muy alta. Muy bonita.

El hombre se agitó y trató de sacarle los ojos a Foyle.

–Os fijáis en los cadáveres -le dijo gentilmente Foyle-. Algunos de vosotros, chacales, preferís a las chicas muertas más que a las vivas. ¿Encontrasteis su cadáver aquí?

Al no recibir una respuesta satisfactoria, tomó una antorcha y prendió fuego al traje de armiño del hombre. Siguió al asaltjaunteante a la sala de estar y lo contempló con un interés despreocupado. El hombre aulló, cayó por el borde del cráter y llameó hacia la oscuridad de allá abajo.

–¿Había un cadáver? – preguntó hacia abajo Foyle. Movió la cabeza ante la respuesta-. No es muy satisfactoria -murmuró-. Tengo que aprender cómo extraer información. Dagenham podría enseñarme una o dos cosas.

Apagó su sistema electrónico y jaunteó. Apareció en Green Bay, oliendo tan abominablemente a pelo quemado y a piel tostada que entró en la tienda Presteign local (joyas, perfumes, cosméticos, iónicos y similares) para comprar un desodorante. Pero el señor Presto local había sido evidentemente testigo de la llegada del Circo Fourmyle y lo reconoció. Foyle se despertó al instante de su intensidad despreocupada y se convirtió en el extraño Fourmyle de Ceres. Bromeó y se chanceó, compró un frasco de trescientos cuarenta gramos de Euge n.° 5 por mil doscientos créditos, se dio unos toques delicados y lanzó la botella a la calle para ejemplo y alegría del señor Presto.

El archivero de la oficina del condado desconocía la identidad de Foyle y fue testarudo y no se dejó convencer.

–No, Señor Los Archivos Del Condado No Pueden Ser Vistos Sin Una Autorización Del Juzgado Expedida Por Un Motivo Adecuado. Y Esto Es Definitivo.

Foyle lo examinó cuidadosamente, sin rencor.

–Un tipo asténico -decidió-. Delgado, de huesos largos, sin fuerza, carácter epileptoide. Autocentrado, pedante, de ideas fijas, superficial. No se le puede sobornar: está demasiado reprimido y es demasiado emperingotado. Pero la represión es la grieta en su armadura.

Una hora más tarde seis seguidoras del Circo Fourmyle rodearon al archivero. Poseían toda la persuasión femenina y estaban excelentemente dotadas para el vicio. Dos horas más tarde, el archivero, abotargado por la carne y el demonio, suministró la información. El edificio de apartamentos había quedado expuesto al asaltjaunteo por una explosión de gas hacía dos semanas. Todos los inquilinos habían sido obligados a abandonarlo. Robin Wednesbury estaba bajo custodia en el Hospital de la Merced, cerca de los Terrenos de Prueba de la Iron Mountain.

–¿Bajo custodia? – se preguntó Foyle-. ¿Por qué? ¿Qué habrá hecho?

Llevó treinta minutos el organizar una fiesta de Navidad en el Circo Fourmyle. Estaba compuesta por músicos, cantantes, actores y muchedumbre que conocía las coordenadas de la Iron Mountain. Guiados por el mayor de los bufones, jauntearon con música, fuegos artificiales, aguardiente y regalos. Desfilaron a través de la ciudad regalando obsequios y sonrisas. Fourmyle de Ceres, vestido como Santa Claus, lanzando billetes de banco de un enorme saco que llevaba sobre el hombro y saltando agónicamente cuando el campo de inducción del sistema protector le quemó el fondillo de los pantalones, constituyó en sí mismo un verdadero espectáculo. Asaltaron el Hospital de la Merced, siguiendo a aquel Santa Claus que rugía y jugueteaba con la tranquila calma de un elefante solemne. Besó a las enfermeras, emborrachó a los enfermeros, cubrió a los pacientes de regalos, ensució los suelos de los corredores con dinero y desapareció abruptamente cuando el feliz jaleo alcanzó tal nivel que tuvo que ser llamada la policía. Mucho más tarde se descubrió que también había desaparecido una paciente, a pesar del hecho de que estaba bajo sedantes y era incapaz de jauntear. En realidad, salió del Hospital dentro del saco de Santa Claus.

Foyle jaunteó con ella sobre el hombro hasta los jardines del hospital. Allí, en una silenciosa pineda bajo un helado cielo, la ayudó a salir del saco. Llevaba un austero pijama blanco de hospital, y era hermosa. Se sacó su propio traje, contemplando intensamente a la muchacha, esperando ver si lo reconocía y se acordaba de él.

Estaba alarmada y confusa; su telemisión era como un rayo de calor.

–¡Dios mío! ¿Quién será? ¿Qué ha pasado? Esa música. Esos gritos. ¿Por qué me han raptado en un saco? Borrachos tocando el trombón. "Sí, Virginia, existe un Santa Claus". Adeste Fidelis. ¿Qué es lo que querrá de mí? ¿Quién será?

–Soy Fourmyle de Ceres -dijo Foyle.

–¿Qué? ¿Quién? ¿Fourmyle de…? Sí, naturalmente. El bufón. El gentilhombre burgués. Vulgaridad. Imbecilidad. Obscenidad. El Circo Fourmyle. ¡Dios mío! ¿Estoy telemitiendo? ¿Puede oírme?

–La oigo, señorita Wednesbury -dijo suavemente Foyle.

–¿Qué es lo que ha hecho? ¿Por qué? ¿Qué es lo que quiere de mí? Yo…

–Quiero que me mire.

Bonjour, madame. A mi saco, madame. ¡Ecco! Míreme. Estoy mirando -dijo Robin, tratando de controlar el tumulto de sus pensamientos. Miró a su rostro sin reconocerlo-. Es un rostro. He visto tantos como él. Los rostros de los hombres, ¡Oh, Dios! Las facciones de la masculinidad. El hombre vulgar en celo. ¿Nos salvará Dios de los brutales deseos?

–Mi época de celo ya ha pasado, señorita Wednesbury.

–Lamento que oyese esto. Naturalmente, estoy aterrorizada. Yo… ¿Me conoce?

–La conozco.

–¿Nos hemos visto antes? – Lo miró con mayor fijeza, pero aún sin reconocerlo. En el interior de Foyle se produjo una sensación de triunfo. Si aquella mujer, entre todas las mujeres, no lo reconocía, entonces estaba a salvo, siempre que mantuviese controlados su sangre, su cerebro y su rostro.

–Nunca nos hemos visto -dijo-. He oído hablar de usted. Quiero algo de usted. Es por esto por lo que estoy aquí; para hablar de ello. Si no le gusta mi oferta puede regresar al hospital.

–¿Quiere algo? Pero, si no tengo nada… nada. No me queda nada más que la vergüenza y… ¡oh, Dios! ¿Por qué me falló el suicidio? ¿Por qué no pude…?

–¿Así que es eso? – interrumpió suavemente Foyle-. Trató de suicidarse, ¿no? Así se explica la explosión de gas que abrió el edificio… y el que esté bajo custodia. Intento de suicidio. ¿Por qué no le pasó nada en la explosión?

–Hubo tantos heridos, tantos muertos. Pero a mí no me pasó nada. Tengo mala suerte, supongo. La he tenido toda mi vida.

–¿Por qué suicidarse?

–Estoy cansada. Estoy acabada. Lo he perdido todo… estoy en la lista gris del ejército… sospechada, vigilada, fichada. Sin trabajo, sin familia, sin… ¿por qué suicidarme? Dios mío, ¿qué otra cosa quedaba?

–Puede trabajar para mí.

–Que puedo… ¿qué es lo que ha dicho?

–Quiero que trabaje para mí, señorita Wednesbury.

Estalló en una risa histérica.

–¿Para usted? ¿Otra seguidora del circo? ¿Trabajar para usted, Fourmyle?

–Tiene el sexo metido en el cerebro -le dijo suavemente-. No busco putas. Generalmente, ellas me buscan a mí.

–Lo siento. Estoy obsesionada por el salvaje que me destruyó. Estoy… Trataré de comprenderlo -Robin se calmó-. Deje que trate de comprenderlo. Me ha sacado del hospital para ofrecerme un trabajo. Ha oído hablar de mí. Eso quiere decir que quiere algo en especial. Mi especialidad es la teletransmisión.

–Y el encanto.

–¿Qué?

–Quiero contratar su encanto, señorita Wednesbury.

–No comprendo.

–Vaya -dijo, asombrado, Foyle-. Tendría que ser simple para usted. Yo soy el bufón. Soy la vulgaridad, la imbecilidad, la obscenidad. Esto tiene que terminar. Quiero que sea mi secretaria social.

–¿Espera que me crea eso? Podría contratar a un centenar de secretarias sociales… a un millar, con su dinero. ¿Espera que me crea que soy la única que le va bien? ¿Que tuvo que raptarme de la custodia en que estaba para lograr verme?

Foyle asintió.

–Ciertamente hay millares, pero tan sólo una puede telemitir.

–¿Y qué tiene que ver eso?

–Usted será el ventrílocuo; yo seré el muñeco. No conozco a las altas capas sociales; usted sí. Tienen su propia manera de hablar, sus chistes propios, sus modales propios. Si uno quiere ser aceptado por ellos tiene que hablar su mismo idioma. Yo no puedo, pero usted sí. Hablará por mí, a través de mí boca…

–Pero podría aprender.

–No, Me llevaría demasiado tiempo. Y el encanto no puede ser aprendido. Deseo contratar su encanto, señorita Wednesbury. Hablemos de su salario: le pagaré un millar al mes.

Los ojos de ella se hicieron grandes.

–Es usted muy generoso, Fourmyle.

–Arreglaré eso de la denuncia por suicidio contra usted.

–Es muy amable.

–Y le garantizo que la sacaré de la lista gris del ejército. Volverá a estar en la lista blanca para cuando acabe de trabajar conmigo. Podrá volver a comenzar con una ficha en blanco y una gratificación. Podrá comenzar a vivir de nuevo.

Los labios de Robin temblaron, y comenzó a llorar. Sollozó y se agitó, y Foyle tuvo que calmarla.

–Bien -preguntó-: ¿lo hará?

Ella asintió.

–Es usted tan amable… es que… ya no estoy acostumbrada a la amabilidad.

La seca detonación de una explosión distante hizo que Foyle se pusiera rígido.

–¡Cristo! – exclamó, asustado repentinamente-. Otro Jaunteo Infernal. Yo…

–No -dijo Robin-. No sé lo que es un jaunteo infernal, pero eso es el Campo de Pruebas. Allí… -miró al rostro de Foyle y chilló. La inesperada explosión y la vivida cadena de asociaciones había destruido su férreo control. Las sanguinolentas cicatrices de su tatuaje se mostraban bajo su piel. Lo contempló horrorizada, aún chillando.

Foyle se tocó el rostro, y entonces saltó hacia adelante y le tapó la boca con la mano. De nuevo se controlaba a sí mismo.

–¿Se ve? – murmuró, con una aterradora sonrisa-. Perdí el control por un minuto. Pensé que estaba de vuelta en la Gouffre Martel escuchando un Jaunteo Infernal. Sí, soy Foyle. El bruto que la destruyó. Tendría que haberlo sabido, más pronto o más tarde, pero esperaba que fuera más tarde. Soy Foyle, de regreso. ¿Se callará y me escuchará?

Ella negó frenéticamente con la cabeza, tratando de escapar de sus manos. Con mucha calma, la golpeó en la mandíbula. Robin se derrumbó, Foyle la recogió, la arropó con su abrigo y la alzó en brazos, esperando a que recobrase el conocimiento. Cuando vio que sus párpados se agitaban, habló de nuevo:

–No se mueva o se sentirá mal. Tal vez no retuve bastante el golpe.

–Bruto… bestia…

–Podría hacer esto a las malas -dijo-. Podría chantajearla. Sé que su madre y hermanas están en Caliste, que sería clasificada como un beligerante enemigo por asociación. Eso la pondría en la lista negra, ipso facto. ¿Es eso correcto? Ipso facto: por el mismo hecho. Latín. Uno no puede fiarse de la enseñanza hipnótica. Le podría decir que todo lo que tengo que hacer es enviar un informe anónimo a la Central de Inteligencia y ya no sería tan sólo sospechosa: le estarían sacando la información a tiras en un plazo de doce horas.

Notó cómo se estremecía.

–Pero no voy a hacerlo de esa manera. Voy a contarle la verdad porque quiero que se asocie conmigo. Su madre está en los Planetas Interiores. Está en los Planetas Interiores -repitió-. Tal vez esté en la misma Tierra.

–¿A salvo? – susurró.

–No sé.

–Déjeme en el suelo.

–Está fría.

–Déjeme en el suelo.

La puso en pie.

–Me destruyó en una ocasión -dijo con tono apagado-. ¿Está tratando de destruirme otra vez?

–No. ¿Me escuchará?

Ella asintió.

–Me perdí en el espacio. Estuve muerto y pudriéndome durante seis meses. Llegó una nave que podría haberme salvado. Pasó a mi lado. Me dejó morir. Una nave llamada Vorga. Vorga-T: 1339. ¿Significa algo para usted ese nombre?

–No.

–Jiz McQueen, una amiga mía que murió, me dijo que averiguara por qué dejaron que me pudriera. Entonces tendría la respuesta a mi pregunta de quién dio la orden. Así que comencé a comprar información acerca del Vorga. Cualquier información.

–¿Y qué es lo que tiene que ver eso con mi madre?

–Escúcheme, Fue difícil comprar esa información. Los datos del Vorga fueron sacados de los archivos de la Boness Uig. Pero conseguí averiguar tres nombres… tres de una tripulación standard de cuatro oficiales y doce hombres. Nadie sabía nada, o nadie quería admitirlo. Y encontré esto -Foyle sacó un portaretratos de plata de su bolsillo y se lo entregó a Robin-. Fue empeñado por uno de los espacionautas del Vorga. Es todo lo que pude averiguar.

Robin lanzó un grito y abrió el portarretratos con dedos temblorosos. En su interior estaba su retrato y los retratos de otras dos muchachas. Cuando lo abrió, las fotos tridimensionales sonrieron y murmuraron:

–Te quiero, mamá, Robin… Te quiero, mamá, Holly… Te quiero, mamá, Wendy…

–Es de mi madre -lloró Robin-. Lo… ella… por piedad, ¿dónde está? ¿Qué pasó?

–No lo sé -le dijo con calma Foyle- pero puedo imaginármelo. Pienso que su madre logró escapar de aquel campo de concentración… de una forma u otra.

–Y mis hermanas también. Nunca las abandonaría.

–Quizá sus hermanas también. Creo que el Vorga estaba pasando refugiados de Calisto de contrabando. Su familia pagó con dinero y joyas para ser aceptada a bordo y traída a los Planetas Interiores. Es así como este portarretratos llegó a poder de un marino del Vorga.

–Entonces, ¿dónde están?

–No lo sé. Probablemente fueron dejadas en Marte o Venus. Lo más probable es que fueran vendidas a un campo de trabajos en la Luna, por lo que no han podido ponerse en contacto con usted. No sé dónde están, pero el Vorga podría decírnoslo.

–¿Está mintiendo? ¿Trata de engañarme?

–¿Es ese portarretratos una mentira? Le estoy contando la verdad… la única verdad que conozco. Deseo saber por qué me dejaron morir, y quién dio la orden. El hombre que dio la orden debe de saber dónde están su madre y hermanas. Se lo dirá… antes de que lo mate. Tendrá mucho tiempo. Tardará mucho tiempo en morir.

Robin lo miró horrorizada. La pasión que lo embargaba estaba haciendo aparecer de nuevo los estigmas escarlatas en su rostro. Parecía un tigre disponiéndose a matar.

–Tengo una fortuna para gastar… no se preocupe de cómo la obtuve. Tengo tres meses para acabar con esto. He aprendido las suficientes matemáticas como para poder computar mis probabilidades. Tres meses es lo máximo que puede pasar antes de que se les ocurra que Fourmyle de Ceres es Gully Foyle. Noventa días. Desde Año Nuevo hasta abril. ¿Se me unirá?

–¿A usted? – gritó con repugnancia Robin-. ¿Unirme a usted?

–Todo este Circo Fourmyle no es más que un enmascaramiento. Nadie sospecha de un payaso. Pero he estado estudiando, aprendiendo, preparándome para el final. Todo lo que necesito ahora es a usted.

–¿Por qué?

–No sé dónde me va a llevar esta cacería: a la alta sociedad o a los barrios bajos. Tengo que estar preparado para ambos casos. En los barrios bajos me las puedo arreglar solo, no he olvidado las cloacas; pero la necesito para la alta sociedad. ¿Vendrá conmigo?

–Me hace daño -Robin soltó su brazo del apretón de Foyle.

–Lo siento. Pierdo el control cuando pienso en el Vorga. ¿Me ayudará a encontrar al Vorga y a su familia?

–Lo odio -estalló Robin-. Me da asco. Está podrido. Destruye todo lo que toca. Algún día me las pagará.

–Pero, ¿trabajaremos juntos desde Año Nuevo hasta abril?

–Trabajaremos juntos.


NUEVE


La víspera de Año Nuevo, Geoffrey Fourmyle de Ceres hizo su entrada al asalto en la alta sociedad. Apareció primero en Canberra, en el baile de la Casa del Gobierno, media hora antes de medianoche. Era un evento altamente formal, repleto de pompa y color, pues era costumbre en las fiestas selectas de la sociedad el vestir los trajes de noche que habían estado de moda el año en que se había fundado el clan o patentado la marca registrada.


Así, los Morses (Teléfonos y Telégrafos) llevaban chaqués del siglo diecinueve y sus esposas usaban trajes Victorianos. Los Skodas (Pólvoras y Cañones) se remontaban a finales del siglo dieciocho, vistiendo calzones y crinolinas de la regencia. Los atrevidos Peenemundes (Cohetes y Reactores), que databan de alrededor de mil novecientos veinte, usaban fracs, y sus mujeres revelaban desvergonzadamente brazos, piernas y gargantas con el descoco de los antiguos trajes de Worth y Mainbocher.

Fourmyle de Ceres apareció con un traje de gala, muy moderno y muy negro, con la única nota de una blanca explosión solar en su hombro, la marca registrada del clan de Ceres. Con él iba Robin Wednesbury en un brillante traje de noche blanco, con su grácil cintura apretada por un corsé de ballenas mientras el polisón de su falda acentuaba su larga y erguida espalda y su gracioso paso.

El contraste blanco y negro era tan atractivo que se envió a un ordenanza a comprobar la marca registrada de la explosión solar en el Almanaque de la Nobleza y Patentes. Regresó con la noticia de que era de la Compañía Minera de Ceres, organizada en el dos mil doscientos cincuenta para la explotación de los recursos minerales de Ceres, Palas y Vesta. Esos recursos nunca se habían hallado y la Casa de Ceres se había eclipsado, pero nunca extinguido. Aparentemente estaba siendo revivida ahora.

–¿Fourmyle? ¿El payaso?

–Sí. El Circo Fourmyle. Todo el mundo habla de él.

–¿Es el mismo hombre?

–No puede ser. Parece humano.

La alta sociedad se arremolinó alrededor de Fourmyle, curiosa pero desconfiada.

–Ahí vienen -murmuró Fourmyle a Robin.

–Relájese. Desean un toque ligero. Aceptarán cualquier cosa si es divertida. Sea brillante.

–¿Es usted ese terrible hombre del circo, Fourmyle?

–Seguro que lo es. Sonría.

–Lo soy, madame. Me puede tocar.

–Vaya, si hasta parece estar orgulloso de ello. ¿Está orgulloso de su mal gusto?

–El problema hoy en día es tener cualquier clase de gusto.

–El problema hoy en día es tener cualquier clase de gusto. Pienso que soy afortunado.

–Afortunado pero terriblemente indecente.

–Indecente pero no aburrido.

–Y terrible pero delicioso. ¿Por qué no está bromeando ahora?

–No estoy en mis cabales, madame.

–Oh, querido. ¿Está usted loco? Soy Lady Shrapnel. ¿Cuándo volverá a estar cuerdo?

–Es usted la que me saca de mis cabales, Lady Shrapnel.

–Oh, malévolo joven. ¡Charles! Charles, ven aquí y salva a Fourmyle. Lo estoy enloqueciendo.

–Ese es Víctor de la R. C. A. Víctor.

–Fourmyle, ¿no? Encantado. ¿Cuánto le cuesta esa corte que lleva?

–Dígale la verdad.

–Cuarenta mil, Víctor.

–¡Buen Dios! ¿A la semana?

–Al día.

–¡Al día! ¿Y para qué gasta todo ese dinero?

–¡La verdad!

–Por la notoriedad, Víctor.

–¡Ja! ¿Lo dice en serio?

–Ya te dije que era terrible. Charles.

–Pero es un agradable cambio. ¡Klaus! Ven aquí un momento. Este impúdico jovenzuelo gasta cuarenta mil al día… por la notoriedad, ¿oyes?

–Skoda de Skoda.

–Buenas noches, Fourmyle. Estoy muy interesado en esa resurrección del nombre. ¿Es usted acaso un descendiente del grupo fundador de la Compañía Ceres?

–Dígales la verdad.

–No, Skoda. Compré el título. Adquirí la compañía. Soy un recién llegado.

–¡Bien. Toujours de l'audace!

–¡Voto a bríos, Fourmyle! Es usted sincero.

–Ya te dije que era impúdico. Pero muy agradable. Hay una gran cantidad de malditos recién llegados, joven, pero no lo admiten. Elizabeth, ven, que te presentaremos a Fourmyle de Ceres.

–¡Fourmyle! Estaba muriéndome por conocerlo.

–Lady Elizabeth Citroen.

–¿Es cierto que viaja con una universidad portátil?

–Aquí, un toque ligero.

–Una academia portátil, Lady Elizabeth.

–¿Pero por qué, Fourmyle?

–Oh, madame. Es tan difícil el gastar dinero en estos días. Tenemos que inventarnos las excusas más tontas. Si tan sólo alguien inventase una nueva extravagancia.

–Tendría que viajar con un inventor portátil, Fourmyle.

–Tengo uno. ¿No es así, Robin? Pero pierde su tiempo buscando el movimiento perpetuo. Lo que necesito es un manirroto en mi equipo. ¿Alguno de sus clanes podría cederme un hijo joven?

–¿Que si alguno de nosotros lo haríamos? Más de un clan pagaría por el privilegio de desprenderse de algunos.

–¿No es bastante gasto para usted el movimiento perpetuo, Fourmyle?

–No. Es un aterrador gasto de dinero. El objetivo real de una extravagancia es actuar como un tonto y sentirse como un tonto, pero divertirse. ¿Y qué diversión hay en el movimiento perpetuo? ¿Existe alguna extravagancia en la entropía? Millones para la tontería, pero ni un céntimo para la entropía. Ese es mi slogan.

Se rieron, y la multitud que se arremolinaba alrededor de Fourmyle creció. Estaban encantados y divertidos. Era un juguete nuevo. Y entonces sonó la medianoche y, mientras el gran reloj señalaba la llegada del Año Nuevo, la reunión se preparó a jauntear con la medianoche alrededor del mundo.

–Venga con nosotros a Java, Fourmyle. Regís Sheffield da allí una maravillosa fiesta legal. Vamos a jugar a "Emborrachar al Juez".

–Hong Kong, Fourmyle.

–Tokio, Fourmyle. Está lloviendo en Hong Kong. Venga a Tokio y tráigase su circo.

–Gracias, no. Prefiero Shanghai. El Domo Soviético. Prometo una recompensa extravagante al primero que me descubra bajo el disfraz que llevaré. Nos encontraremos dentro de dos horas. ¿Preparada, Robin?

–No jauntee. Es mala educación. Salga caminando. Lentamente. La languidez es chic. Ofrezca sus respetos al Gobernador… al Comisionado… a sus señoras… bien. No se olvide de dar una propina a los asistentes. ¡No a ese, so idiota! Ese es el Secretario del Gobernador. De acuerdo, ha sido todo un éxito. Lo han aceptado. ¿Y ahora qué?

–Ahora vamos a por lo que estamos en Canberra.

–Creí que habíamos venido al baile.

–Al baile y a por un hombre llamado Forrest.

–¿Quién es ese?

–Ben Forrest, espacionauta del Vorga. Tengo tres pistas hacia el hombre que dio la orden de dejarme morir. Tres nombres. Un cocinero en Roma llamado Poggi; un curandero en Shanghai llamado Orel, y este hombre, Forrest. Esta es una operación combinada: alta sociedad e investigación. ¿Comprende?

–Comprendo.

–Tenemos dos horas para despanzurrar a Forrest. ¿Conoce las coordenadas de la Enlatadora Aussie? ¿La ciudad industrial?

–No quiero tomar parte en su venganza contra el Vorga. Yo sólo busco a mi familia.

–Esto es una operación combinada… en todos los sentidos -dijo él, con un salvajismo indiferente tal que ella se estremeció y jaunteó al instante. Cuando Foyle llegó a su tienda en el Circo Fourmyle, en Jervis Beach, ya se estaba cambiando a ropas de viaje. Foyle la contempló. Aunque la obligaba a vivir en su tienda por razones de seguridad, nunca la había vuelto a tocar. Robin vio su mirada, dejó de cambiarse y esperó.

Él movió la cabeza.

–Eso se acabó.

–Qué interesante. ¿Ya no se dedica a violar?

–Vístase -dijo, controlándose-. Y dígales a esos que tienen dos horas para llevar el campamento a Shanghai.

Eran las doce y treinta cuando Foyle y Robin llegaron a la oficina de entrada de la ciudad industrial de la Enlatadora Aussie. Pidieron tarjetas de identificación y fueron recibidos por el mismo alcalde.

–Feliz Año Nuevo -canturreó-: ¡Feliz! ¡Feliz! ¡Feliz! ¿De visita? Será un placer atenderlos. Permítanme -los introdujo en un lujoso helicóptero y despegó-. Hemos tenido montañas de visitantes esta noche. La nuestra es una ciudad amistosa. La más amistosa ciudad industrial del mundo -el vehículo sobrevoló gigantescos edificios-. Ése es nuestro palacio del hielo… las piscinas están a su izquierda… ese gran domo es el trampolín de esquí. Hay nieve todo el año… jardines tropicales bajo aquel techo de cristal. Palmeras, cotorras, orquídeas, frutas. Ese es nuestro mercado… teatro… tenemos nuestra propia emisora también. Tres Dimensiones-Cinco Sentidos. Échenle una mirada a ese campo de fútbol. Dos de nuestros muchachos han llegado a primera división este año. Turner en el Right Rockne y Otis en el Left Thorpe.

–No me diga -murmuró Foyle.

–Sí, señor. Lo tenemos todo, todo. Uno no tiene que jauntear alrededor del mundo buscando diversiones. La Enlatadora Aussie le trae el mundo a la puerta. Nuestra ciudad es un pequeño universo. El más alegre pequeño universo del mundo.

–Ya veo, tienen problemas de personal.

El alcalde rehusó terminar con su charla comercial.

–Miren a las calles. ¿Ven esas bicicletas? ¿Motocicletas? ¿Automóviles? Podemos enorgullecemos de tener más transportes de lujo per capita que cualquier otra ciudad de la Tierra. Miren esas casas. Mansiones. Nuestra gente es rica y feliz. Hacemos que sean ricos y felices.

–Pero, ¿logran retenerlos?

–¿Qué es lo que quiere decir? Naturalmente que…

–Puede contarnos la verdad. No buscamos trabajo. ¿Logran retenerlos?

–No podemos aguantarlos más de seis meses -gruñó el alcalde-. Es un problema infernal. Les damos de todo pero no podemos retenerlos. Les coge morriña y jauntean. El absentismo ha rebajado nuestra producción en un doce por ciento. No podemos mantener una plantilla fija.

–Nadie lo logra.

–Tendría que haber una ley. ¿Forrest, me dijo? Aquí mismo.

Aterrizó frente a un chalet de estilo suizo sito en un acre de jardines y despegó, murmurando para sí mismo. Foyle y Robin llegaron ante la puerta de la casa, esperando que la pantalla los detectase y anunciase. En lugar de esto, la puerta brilló con color rojo y sobre ella se iluminó una calavera y dos tibias cruzadas de radiante blanco. Una voz grabada habló:

–Aviso. Esta residencia ha sido provista de trampas por la Corporación de Defensa Letal de Suecia. R: 77-23. Quedan legalmente advertidos.

–¿Qué infiernos? – murmuró Foyle-. ¿En la víspera de Navidad? Un tipo amistoso. Probemos por detrás.

Rodearon el chalet, perseguidos por el cráneo y las tibias que brillaban a intervalos y el aviso grabado. A un lado, vieron la parte superior de una ventana del sótano iluminada brillantemente, y escucharon el ahogado sonido de unas voces.

–¡Creyentes de sótano! – exclamó Foyle. El y Robin atisbaron a través de la ventana. Treinta creyentes de diversas religiones estaban celebrando el Año Nuevo con una ceremonia combinada y absolutamente ilegal. El siglo veinticuatro no había abolido a Dios, pero sí había abolido la religión organizada.

–No es extraño que la casa esté protegida -dijo Foyle-, con ceremonias como ésta. Mire, tienen unos oficiantes y esas cosas que hay tras ellos son sus símbolos.

–¿Se le ha ocurrido pensar alguna vez en lo que dice al jurar? – le preguntó en voz baja Robin-. Usted dice "cielos" e "infiernos". ¿Sabe lo que significa eso?

–Son simples juramentos, eso es todo. Como "maldición" y "peste".

–No, es religión. Usted no lo sabe, pero hay dos mil años de significado tras palabras como esas.

–No es el momento para hablar de estos temas -dijo impaciente Foyle-. Déjelo para otro rato. Vamos.

La parte trasera del chalet era una sólida pared de cristal, la enorme ventana de una sala de estar vacía y débilmente iluminada.

–Échese al suelo -ordenó Foyle-. Voy a entrar.

Robin se tendió en el patio de mármol. Foyle conectó su cuerpo, aceleró hasta convertirse en una relampagueante mancha, y abrió un agujero en la pared de cristal. Muy abajo, en el espectro de sonido, oyó apagados ruidos. Eran disparos. Rápidos proyectiles pasaron a su lado. Se echó al suelo y conectó sus oídos, recorriendo desde las más bajas tonalidades hasta los sonidos supersónicos, y captando finalmente el zumbido del mecanismo de control del Atrapahombres. Giró lentamente su cabeza, localizó el punto con su goniómetro binaural, fintó entre el chorro de balas y demolió el mecanismo. Se frenó.

–¡Venga dentro, pronto!

Robin se le reunió en la sala de estar, temblando. Los Creyentes de Sótano estaban subiendo a la casa por algún sitio, emitiendo los sonidos de unos mártires.

–Espere aquí -gruñó Foyle. Aceleró, restalló a lo largo de la sala, localizó a los Creyentes de Sótano en poses de huida helada y los examinó uno a uno. Regresó a Robin y frenó.

–Ninguno de ellos es Forrest -informó-. Tal vez esté arriba. Vamos por detrás, mientras ellos vienen por delante. ¡Vamos!


Corrieron a las escaleras de atrás. En el descansillo se detuvieron para mirar a su alrededor.

–Tendremos que trabajar rápido -murmuró Foyle-. Entre los disparos, y el tumulto de los Creyentes, todo el mundo y alguien más vendrá jaunteando a hacer preguntas.

Se cortó en seco. Un débil sonido maullante surgió tras una puerta en la parte alta de las escaleras. Foyle olisqueó.

–¡Análogo! – exclamó-. Debe de ser Forrest. ¿Se imagina? Creyentes en el sótano y droga en el piso de arriba.

–¿De qué está hablando?

–Ya le explicaré luego. Aquí dentro. Tan sólo espero que no esté en un "viaje" como gorila.

Foyle atravesó la puerta como si fuera una terraplenadora. Se encontraron en una amplia habitación vacía. Del techo colgaba una gruesa cuerda. Un hombre desnudo estaba retorcido contra ella, en el aire. Se agitaba y deslizaba arriba y abajo por la cuerda, emitiendo sonidos maullantes y un olor repugnante.

–Pitón -dijo Foyle-. Siempre es un alivio. No se le acerque. Le aplastaría los huesos si lo tocase.

Se empezaron a oír voces gritando:

–¡Forrest! ¿Qué demonios son esos disparos? ¡Feliz Año Nuevo, Forrest! ¿Dónde infiernos es la fiesta?

–Ahí vienen -gruñó Foyle-. Tendremos que jauntearlo fuera de aquí. Nos encontraremos en la playa. ¡Váyase!

Sacó un cuchillo del bolsillo, cortó la cuerda, se echó el reptante hombre a cuestas y jaunteó. Robin había llegado a la vacía playa de Jervis un momento antes que él. Foyle llegó con el serpenteante hombre babeando sobre su cuello y hombros como una pitón, atenazándolo en un terrible abrazo. El estigma rojo apareció repentinamente en el rostro de Foyle.

–Como Simbad -dijo en una voz estrangulada-. El Viejo del Mar. ¡Rápido, muchacha! En los bolsillos de la derecha. Tres hacia arriba. Dos hacia abajo. Una ampolla autoinoculante. Clávesela en cual…

Se le ahogó la voz.

Robin abrió el bolsillo, halló un paquete de ampollas de cristal y lo sacó. Cada ampolla tenía un aguijón diminuto. Clavó el aguijón de una de ellas en el cuello del hombre reptante. Se desplomó. Foyle se libró de su abrazo y se levantó de la arena.

–¡Cristo! – murmuró, dándose masajes al cuello. Respiró profundamente-. Sangre y tripas. Control -dijo, volviendo a asumir su aire de tranquila calma. El tatuaje escarlata desapareció de su rostro.

–¿Qué era ese horror? – preguntó Robin.

–Análogo. Una droga psiquiátrica para psicóticos. Ilegal. Esos chalados tienen que liberarse en alguna forma, retrogradarse a lo primitivo. Se identifican con un tipo específico de animal: un gorila, un oso, un toro, un lobo… toman la droga y se convierten en el animal que admiran. Parece que Forrest está mochales por las serpientes.

–¿Cómo sabe todo eso?

–Ya le dije que he estado estudiando… preparándome para el Verga. Ésta es una de las cosas que aprendí. Le enseñaré otra cosa que aprendí, si es que no es usted una gallina: cómo sacar a un mochales del Análogo.

Foyle abrió otro bolsillo de su mono de combate y comenzó a trabajar sobre Forrest. Robin le contemplo un momento, luego lanzó un grito de horror, se dio la vuelta y caminó hasta la orilla del agua. Se quedó allí, contemplando sin ver las olas y las estrellas, hasta que cesó el maullar y el reptar y Foyle la llamó.

–Ya puede regresar.

Robin lo hizo, para encontrarse con una derruida criatura sentada en la playa que miraba a Foyle con ojos apagados pero sobrios.

–¿Eres Forrest?

–¿Y quién infiernos es usted?

–Eres Ben Forrest, marino de primera. En otro tiempo estuviste a bordo del Vorga de Presteign.

Forrest gritó aterrorizado.

–Estabas a bordo del Vorga el dieciséis de septiembre de dos mil cuatrocientos treinta y seis.

El hombre sollozó y agitó la cabeza.

–El dieciséis de septiembre pasasteis al lado de un pecio. Cerca del cinturón de asteroides. Los restos del Nomad, otra de las naves de la compañía. Pidió ayuda. El Vorga pasó sin ayudarla. La abandonó a la deriva y a la muerte. ¿Por qué pasó de largo el Vorga?

Forrest comenzó a chillar histéricamente.

–¿Quién dio la orden de seguir adelante?

–¡Jesús, no! ¡No! ¡No!

–Todos los datos han desaparecido de los archivos de Bo'ness Uig. Alguien se los llevó antes de que yo llegara. ¿Quién fue? ¿Quién estaba a bordo del Vorga? ¿Quién se embarcó contigo? Quiero los nombres de los oficiales y la tripulación. ¿Quién la mandaba?

–No -chilló Forrest-. ¡No!

Foyle puso un puñado de billetes frente a la cara del hombre histérico.

–Te pagaré por la información. Cincuenta mil. Análogo para el resto de tu vida. ¿Quién dio la orden de dejarme morir, Forrest? ¿Quién?

El hombre apartó de un manotazo los billetes de la mano de Foyle, se alzó y corrió a lo largo de la playa. Foyle lo derribó al borde del agua. Forrest cayó boca abajo, con la cara en las olas. Foyle lo mantuvo así.

–¿Quién mandaba el Vorga, Forrest? ¿Quién dio la orden?

–¡Lo está ahogando! – gritó Robin.

–Deje que sufra un poco. El agua es mejor que el vacío. Yo sufrí seis meses. ¿Quién dio la orden, Forrest?

El hombre gorgoteaba y se ahogaba. Foyle le sacó la cabeza del agua.

–¿Qué es lo que eres? ¿Leal? ¿Loco? ¿Aterrorizado? Un tipo como tú se vendería por cinco mil. Yo te ofrezco cincuenta. Cincuenta mil por la información, so hijo de puta, o te mataré lenta y cruelmente. – El tatuaje apareció en el rostro de Foyle. Volvió a meter la cabeza de Forrest en el agua, aferrando al hombre que se agitaba. Robin trató de que lo soltara.

–¡Lo está matando!

Foyle enfrentó su horrible cara a Robin.

–¡Sáqueme las manos de encima, perra! ¿Quién estaba a bordo contigo, Forrest? ¿Quién dio la orden? ¿Por qué?

Forrest logró sacar su cabeza del agua.

–Íbamos doce en el Varga -aulló-. ¡Cristo, sálvame! Estaba yo, y Kemp…

Se estremeció espasmódicamente y se relajó. Foyle sacó su cuerpo del agua.

–Sigue. ¿Tú y quién? ¿Kemp? ¿Quién más? ¡Habla!

No hubo respuesta. Foyle examinó el cuerpo.

–Muerto -murmuró.

–¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!

–Una pista que se va al diablo. Y justo cuando estaba empezando a hablar. ¡Maldita sea mi suerte! – Hizo una inspiración profunda, y se arropó con la calma como si fuera un manto de hierro. El tatuaje desapareció de su rostro. Ajustó su reloj para ciento veinte grados de longitud Este.

–Debe ser casi medianoche en Shanghai. Vayamos. Tal vez tengamos mejor suerte con Sergei Orel, encargado del botiquín del Varga. No ponga esa cara de susto. Esto es sólo el principio. ¡Venga, muchacha, jauntee!

Robin se quedó helada. Él vio que estaba mirando por encima de su hombro, con una expresión de incredulidad. Se dio la vuelta. Una figura llameante se alzaba en la playa, un enorme hombre con ropas encendidas y una cara horriblemente tatuada. Era él mismo.

–¡Cristo! – exclamó Foyle. Dio un paso hacia su imagen ardiente, pero abruptamente ésta hubo desaparecido.

Se volvió hacia Robin, demacrado y tembloroso.

–¿Vio eso?

–Sí.

–¿Qué era?

–Usted.

–¡Por Dios! ¿Yo? ¿Cómo es posible? ¿Cómo…?

–Era usted.

–Pero… -sintió desmayarse, y la fuerza y su furiosa idea fija lo abandonaron-. ¿Era una ilusión? ¿Una alucinación?

–No lo sé. Yo también lo vi.

–¡Dios poderoso! Verse a uno mismo… cara a cara… la ropa estaba ardiendo. ¿Lo vio? En el nombre de Dios, ¿qué era eso?

–Era Gully Foyle -dijo Robin-. Ardiendo en el infierno.

–¡De acuerdo! – estalló airado Foyle-. Era yo en el infierno, pero seguiré adelante a pesar de todo. Si he de arder en el infierno, Vorga arderá conmigo. – Golpeó ambas palmas, recuperando su fuerza y energía.– ¡Por Dios que voy a seguir con ello! A Shanghai. ¡Jauntee!


DIEZ


En el baile de disfraces de Shanghai, Founnyle de Cares electrizó a la alta sociedad apareciendo como la Muerte del cuadro de Durero "La muerte y la doncella", con una espectacular criatura rubia ataviada con velos transparentes. Una sociedad victoriana que ocultaba a sus mujeres en gineceos, y que consideraba los cortos trajes de 1920 del clan Peene-münde como excesivamente atrevidos, se sintió avergonzada, a pesar de que Robin Wednesbury estaba haciendo de carabina con el par. Pero, cuando Founnyle reveló que la mujer no era más que un magnífico androide, hubo un inmediato cambio de opiniones a su favor. La alta sociedad se sintió encantada por la añagaza. El cuerpo desnudo, deshonroso para los humanos, era simplemente una curiosidad asexuada en los androides.


A medianoche, Fourmyle subastó el androide entre los caballeros del baile.

–¿Dará el dinero a obras de caridad, Fourmyle?

–De ningún modo. Ya conocen mi slogan: ni un centavo para la entropía. ¿He oído un centenar de créditos por esta cara y bella criatura? ¿Un centenar, caballeros? Es toda belleza y altamente adaptable. ¿Dos? Gracias. ¿Tres y medio? Gracias. Se me ofrecen… ¿cinco? ¿Ocho? Gracias. ¿Alguna otra oferta por este sensacional producto de los genios del Circo Fourmyle? Camina, habla, se adapta, ha sido acondicionada para responder al mayor postor. ¿Nueve? ¿Hay alguna otra puesta? ¿Eso es todo? ¿Nadie quiere seguir pujando? Vendida a Lord Yale por novecientos créditos.

Un tumultuoso aplauso y asombrados comentarios:

–¡Un androide como ése debe de haber costado noventa mil! ¿Cómo puede permitirse esos lujos?

–¿Hará el favor de darle el dinero al androide, Lord Yale? Le responderá en forma conveniente. Hasta la vista, cuando nos encontremos de nuevo en Roma, señoras y caballeros… en el Palazzo Borghese, a medianoche. Feliz Año Nuevo.

Fourmyle ya había partido cuando Lord Yale descubrió, para su satisfacción y la de otros solterones, que la añagaza había sido doble. El androide era, en realidad, una criatura humana viva, toda belleza y altamente adaptable. Respondió en forma más que adecuada a los novecientos créditos. La broma fue la historia más comentada del año. Todos los caballeros esperaban ansiosos poder felicitar a Fourmyle.

Pero Foyle y Robin Wednesbury estaban pasando bajo un letrero que decía: DOBLE su JAUNTEO o LE DEVOLVEREMOS EL DOBLE DE LO QUE GASTO, en siete idiomas, y entrando en el emporiura del DOCTOR SERGEI OREL, AMPLIADOR CELESTIAL DE LAS CAPACIDADES CRANEANAS.


La sala de espera estaba decorada con vividas ilustraciones de secciones craneanas demostrando cómo el Doctor Orel emplastaba, moldeaba, embalsamaba y electrolizaba el cerebro hasta doblar su capacidad o le devolvía a uno el doble de lo gastado. También duplicaba la memoria con purgas antifebriles, ampliaba la moral con roborativos tónicos, y ajustaba todas las psiques angustiadas con el Vulnerario Epulótico de Orel.

La sala de espera estaba vacía. Foyle abrió una puerta al azar. Pudieron ver una larga sala de hospital. Foyle gruñó disgustado.

–Nevados. Debía de haberme imaginado que también se ocuparía de estos majaretas.

Aquella sala recogía a los Coleccionistas de Enfermedades, los más locos de todos los adictos neuróticos. Yacían en sus camas de hospital, sufriendo débilmente de sus ilegalmente inoculadas paraviruelas, paragripe, paramalaria; atendidos devotamente por enfermeras en almidonados uniformes blancos, y gozando ávidamente de su enfermedad ilegal y de la atención que ésta les deparaba.

–Mírelos -dijo desdeñosamente Foyle-. Dan asco. Si hay algo que sea más repugnante que los adictos a la religión, son los adictos a las enfermedades.

–Buenas noches -dijo una voz tras ellos.


Foyle cerró la puerta y se dio la vuelta. El Doctor Sergei Orel les hizo una reverencia. El buen doctor parecía seco y estéril en el clásico gorrito, bata y mascarilla blancos de los clanes médicos, a los que pertenecía tan sólo en su fraudulenta aseveración. Era bajo, atezado y de ojos oblicuos, pareciendo ruso en él tan sólo su nombre. Más de un siglo de jaunteo había mezclado tanto a las poblaciones del mundo, que los tipos raciales estaban desapareciendo.

–No esperaba que trabajase en la víspera del Año Nuevo -dijo Foyle.

–Nuestro Año Nuevo ruso es dentro de dos semanas -le respondió el Doctor Orel-. Vengan por aquí, por favor.

Señaló a una puerta y desapareció con un chasquido. La puerta revelaba una alta escalera. Mientras Foyle y Robin comenzaban a subir las escaleras, el Doctor Orel reapareció sobre ellos.

–Por aquí… Oh… un momento -desapareció y apareció de nuevo tras ellos-. Se olvidaron de cerrar la puerta.

La cerró y jaunteó de nuevo. Esta vez apareció en lo alto de las escaleras.

–Aquí dentro, por favor.

–Fanfarroneando -murmuró Foyle-. Doble su jaunteó o le devolveremos el doble de lo que gastó. De todas maneras, es bastante rápido. Yo tendré que serlo más que él.

Entraron en la sala de consultas. Era un ático con techo transparente. Las paredes estaban repletas de extraños pero anticuados aparatos médicos: una máquina de baños sedantes, una silla eléctrica para darles shocks a los esquizofrénicos, un analizador EKG para trazar los gráficos psicóticos, viejos microscopios ópticos y electrónicos.

El curandero les esperaba tras su escritorio. Jaunteó a la puerta, la cerró, jaunteó de vuelta a su escritorio, se inclinó en saludo, jaunteó tras la silla de Robin para ayudarla a sentarse, jaunteó a la ventana y ajustó la persiana, jaunteó al control de la luz y ajustó su brillo, y luego reapareció en el escritorio.

–Hace un año -sonrió-, no podía ni siquiera jauntear. Entonces descubrí el secreto, el Salutífero Abstersivo que…

Foyle tocó con su lengua el tablero de control conectado a las terminaciones nerviosas de su dentadura. Aceleró. Se alzó sin prisas, se adelantó hacia la figura que continuaba hablando a un ritmo superlento tras el escritorio, tomó un pesado pisapapeles, y golpeó científicamente a Orel en la frente, produciéndole una contusión en los lóbulos frontales y dejando inútil su control del jaunteo. Tomó al curandero y lo ató a la silla eléctrica. Todo esto le llevó aproximadamente cinco segundos. Robin Wednesbury no vio más que una mancha de color.

Foyle desaceleró. El curandero abrió los ojos, se estremeció, vio dónde estaba y se envaró, irritado y perplejo.

–Eres Sergei Orel, encargado del botiquín del Varga -dijo en voz baja Foyle-. Estabas a bordo del Vorga el 16 de septiembre de 2436.

La irritación y la perplejidad se transformaron en terror.

–El 16 de septiembre pasasteis junto a unos restos, cerca del cinturón de asteroides. Yo estaba en ese pecio, el Nomad. Señaló pidiendo ayuda y el Vorga pasó sin detenerse. Lo dejasteis a la deriva, esperando la muerte. ¿Por qué?

Orel desorbitó los ojos, pero no contestó.

–¿Quién dio la orden de seguir adelante? ¿Quién deseaba que me pudriese y muriese?

Orel comenzó a balbucear.

–¿Quién iba a bordo del Vorga? ¿Quién componía la tripulación? ¿Quién la mandaba? Voy a conseguir una respuesta. No creas que lo podrás evitar -dijo Foyle con tranquila ferocidad-. Te la compraré o te la arrancaré. ¿Por qué me dejasteis morir? ¿Quién os dijo que me dejaseis morir?

–No puedo hablar de… -chilló Orel-. Déjeme decirle…

Se desmadejó.

Foyle examinó el cuerpo.

–Muerto -murmuró-. Justo cuando iba a hablar. Igual que Forrest.

–Asesinado.

–No. Ni siquiera lo toqué. Fue un suicidio -Foyle se rió sin ganas.

–Está loco.

–No, divertido. No los maté; los obligué a matarse a ellos mismos.

–¿Qué idiotez es esa?

–Les habían implantado Bloqueos del Simpático. ¿Ha oído hablar de los BS, muchacha? Inteligencia los utiliza para sus agentes de espionaje. Se toma una cierta información que uno no desea que sea divulgada. Se conecta con el sistema nervioso simpático que controla el automatismo de la respiración y los latidos del corazón. Tan pronto como el sujeto trata de revelar esa información, se activa el bloqueo, el corazón y los pulmones son detenidos, el hombre muere, y el secreto continúa siéndolo. Un agente no tiene que preocuparse por matarse para evitar la tortura; esto es automático.

–¿Eso es lo que le ocurrió a esos hombres?

–Obviamente.

–Pero, ¿por qué?

–¿Cómo puedo saberlo? El contrabando de refugiados no es suficiente. El Varga tenía que estar haciendo cosas más sucias para tomar tantas precauciones. Pero tenemos un problema. Nuestra última pista es Poggi en Roma. Ángel Poggi, el pinche a bordo del Vorga. ¿Cómo vamos a extraer la información sin…?

Se cortó en seco.

Su imagen se alzaba frente a él, silenciosa, ominosa, con el rostro ardiendo en rojo sangriento y la vestimenta prendida.

Foyle estaba paralizado. Aspiró y dijo con voz temblorosa:

–¿Quién es usted? ¿Qué es lo que…?

La imagen desapareció.

Foyle se giró hacia Robin, humedeciéndose los labios.

–¿Lo vio? – La expresión de ella le dio la respuesta-. ¿Era real?

Señaló hacia el escritorio de Sergei Orel, a cuyo lado se había alzado la imagen. Los papeles del escritorio se habían encendido y estaban ardiendo. Foyle se echó hacia atrás, aún asustado y anonadado. Se pasó una mano por el rostro. El sudor la empapó.

Robin corrió hasta el escritorio y trató de apagar las llamas. Cogiendo montones de papeles y cartas, golpeó inútilmente con ellos. Foyle no se movió.

–No puedo apagarlo -jadeó ella al fin-. Tenemos que salir de aquí.

Foyle asintió, y entonces se recuperó por un puro esfuerzo de su voluntad.

–Roma -carraspeó-. Jauntearemos a Roma. Tiene que haber alguna explicación a todo esto. ¡Por Dios que la hallaré! Y mientras tanto, no voy a dejarlo correr. Roma. ¡Venga, muchacha, jauntee!

Desde la Edad Media, las Escaleras Españolas han sido el centro de la corrupción en Roma. Alzándose desde la Piazza di Espagna hasta los jardines de la Villa Borghese en una amplia subida, estas escalas han estado, están y estarán repletas de vicio. Por ellas caminan chulos, prostitutas, pervertidos, lesbianas e invertidos. Insolentes y arrogantes, se pavonean ofreciéndose, y se ríen de las personas respetables que a veces pasan por allí.

Las escalinatas fueron destruidas en las guerras nucleares de finales del siglo veinte. Fueron reconstruidas y destruidas de nuevo en la Guerra de la Restauración Mundial en el siglo veintiuno. De nuevo fueron reconstruidas, y esta vez cubiertas con un cristal a prueba de explosiones que las convirtió en una galería escalonada. El domo de la galería cortaba la vista de la cámara mortuoria de la casa de Keats. Ya no podían mirar los visitantes por la estrecha ventana para ver el último panorama que contemplaron los moribundos ojos del poeta. Ahora sólo se veía el humeante domo de las Escaleras Españolas, y a través del mismo las distorsionadas figuras de la corrupción de abajo.

La Galería de las Escaleras estaba iluminada por la noche, y en esta víspera de Año Nuevo se hallaba en el caos. Durante un millar de años, Roma ha recibido al Año Nuevo con un bombardeo: fuegos artificiales, cohetes, torpedos, disparos, botellas, zapatos, viejos cacharros de cocina y sartenes. Durante meses los romanos guardan basura para tirarla desde las ventanas más altas cuando llega la medianoche. El rugido de los fuegos de artificio en el interior de las Escaleras y el golpear de los desechos cayendo sobre el techo de la Galería era ensordecedor mientras Foyle y Robin Wednesbury bajaban desde el carnaval en el Palazzo Borghese.

Llevaban aún puestos los disfraces: Foyle las brillantes ropas escarlatas de Cesare Borgia y Robin el traje ornado en plata de Lucrezia Borgia. Usaban grotescas máscaras de terciopelo. El contraste entre sus trajes renacentistas y las modernas ropas de su alrededor ocasionó chanzas y burlas. Hasta los Lobos que frecuentaban las Escaleras Españolas, aquellos desafortunados criminales habituales a los que se les había quemado un cuarto de sus cerebros en una lobotomia prefontal, se sintieron extraídos de su condición de apatía y los contemplaron. La multitud cerró filas alrededor de la pareja mientras ésta descendía por la Galería.

–¿Poggi? – dijo Foyle con voz tranquila-. ¿Angelo Poggi?

Un borracho hizo unos comentarios anatómicos sobre su persona.

–¿Poggi? ¿Angelo Poggi? – Foyle permaneció impasible-. Me han dicho que puede hallársele en las Escaleras por la noche. ¿Angelo Poggi?

Una prostituta maldijo a su madre.

–¿Angelo Poggi? Diez créditos a cualquiera que me lo traiga.

Se vio rodeado por manos extendidas, algunas sucias, otras perfumadas, pero todas ansiosas. Negó con la cabeza.

–Tráiganmelo primero.

La rabia romana restalló a su alrededor.

–¿Poggi? ¿Angelo Poggi?

Tras seis semanas de vagar por las Escaleras Españolas, el Capitán Peter Y'ang-Yeovil escuchó al fin las palabras que había esperado oír. Seis semanas de tediosa impersonación de la identidad de un tal Angelo Poggi, pinche del Vorga, muerto hacía tiempo, estaban produciendo al fin su fruto. Había sido un riesgo que había decidido correr cuando Inteligencia le había proporcionado la noticia de que alguien estaba haciendo cautelosas preguntas acerca de la tripulación del Vorga de Presteign, y pagando soberanamente por la información.

–Es una probabilidad entre un millón -había dicho Y'ang-Yeovil. Pero Gully Foyle, AS-128/I27:006, hizo ese loco intento de volar el Vorga, y ocho kilos de Piros merecen correr ese riesgo.

Ahora, se aproximó por las escaleras hacia el hombre con el traje y máscara del Renacimiento. Había aumentado dieciséis kilos de peso con inyecciones glandulares. Se había oscurecido la tez con una manipulación en su dieta. Sus facciones, que jamás habían tenido rasgos orientales sino más bien corrían a lo largo de las líneas aguileñas del antiguo indio americano, se convertían fácilmente en inidentificables con un poco de control muscular.

El hombre de Inteligencia subió por las Escaleras Españolas, un grueso cocinero de aspecto poco recomendable. Extendió un paquete de sucios sobres hacia Foyle.

–¿Fotos curiosas, signore? ¿Creyentes de Sótano en sus prácticas? Muy curiosas. Muy prohibidas, signore. Entretenga a sus amigos… enternezca a las señoras.

–No -Foyle apartó las fotografías-. Estoy buscando a Angelo Poggi.

Y'ang-Yeovil hizo una microscópica señal. Su equipo en las escaleras comenzó a fotografiar y a grabar la entrevista, sin dejar de hacer el chulo o la prostituta. La Lengua Secreta del Núcleo de Inteligencia de las Fuerzas Armadas de los Planetas Interiores zigzagueó alrededor de Foyle y Robin en un cúmulo de débiles tics, sorbidos, gestos, actitudes y movimientos. Era el antiguo idioma chino por signos de los párpados, cejas, dedos e infinitésimos movimientos corporales.

–¿Signore? – susurró Y'ang-Yeovil.

–¿Angelo Poggi?

–Sí, signore. Soy Angelo Poggi.

–¿Pinche a bordo del Verga? – Esperando el mismo estremecimiento de terror manifestado por Forrest y Orel, que al fin comprendía, Foyle adelantó un brazo y asió el codo de Y'ang-Yeovil-. ¿Sí?

–Sí, signore -replicó tranquilamente Y'ang-Yeovil-. ¿Cómo puedo servir a su excelencia?

–Quizá éste pueda decirnos algo -murmuró Foyle a Robin-. No tiene miedo. Tal vez sepa cómo evitar el Bloqueo. Deseo que me dé información, Poggi.

–¿De qué naturaleza, signore, y a qué precio?

–Quiero comprar toda la que tenga. Sea la que sea. Y ponga su propio precio.

–¡Pero signore! Soy un hombre con muchos años de experiencia, no se me puede comprar en lotes. Debo de ser pagado artículo por artículo. Haga su selección y le diré el precio. ¿Qué es lo que quiere?

–¿Se hallaba a bordo del Vorga el dieciséis de septiembre de 2436?

–El costo de ese artículo es de diez créditos.

Foyle sonrió sin humor y pagó.

–Estaba, signore.

–Quiero saber acerca de una nave que cruzaron cerca del cinturón de asteroides. El pecio del Nomad. Lo cruzaron el dieciséis de septiembre. El Nomad pidió ayuda y el Varga pasó de largo. ¿Quién dio esa orden?

–¡Ah, signore!

–¿Quién dio esa orden, y por qué?

–¿Por qué lo pregunta, signore?

–Eso no le importa. Dígame el precio y hable.

–Tengo que saber por qué una cuestión es preguntada antes de contestarla, signore. – Y'ang-Yeovil sonrió, grasiento-. Y pagaré por mi precaución rebajando el precio.

¿Por qué está usted interesado en el Varga y el Momad y ese abandono en el espacio? ¿Fue usted quizá el infortunado tratado de una forma tan cruel?

–¡No es italiano! Su acento es perfecto, pero la construcción es totalmente incorrecta. Ningún italiano construirla así las frases.

Foyle se puso rígido, alarmado. Los ojos de Y'ang-Yeovil, acostumbrados a detectar y deducir las minucias, se dieron cuenta del cambio de actitud. Inmediatamente supo que en alguna forma había cometido un desliz. Hizo una señal apresurada a su equipo.

Una tremenda pelea estalló en las Escaleras Españolas. En un instante, Foyle y Robin se hallaron cogidos entre una masa gritona que se peleaba. Los equipos del Núcleo de Inteligencia eran unos excelentes expertos en esta maniobra operativa, destinada a enfrentarse con un mundo jaunteante. Su coordinación casi instantánea podía hacer perder el equilibrio a cualquier hombre, desvalijándolo para identificarlo. Su éxito estaba basado en el simple hecho de que entre un ataque inesperado y una respuesta defensiva siempre hay un intervalo de reconocimiento. En el espacio de ese intervalo, el Núcleo de Inteligencia lograba evitar que cualquier hombre pudiera salvarse a sí mismo.

En tres quintos de segundo, Foyle fue golpeado, pateado, martilleado en la frente, echado contra los escalones y aferrado. Le arrancaron la máscara de la cara, le arrebataron porciones de su vestimenta y se halló inerme ante la violación de las cámaras identificadoras.

Entonces, por primera vez en la historia del Núcleo, su programa fue interrumpido.

Apareció un hombre, acercándose al cuerpo de Foyle… un hombre enorme con el rostro horriblemente tatuado y unas ropas que humeaban y llameaban. La aparición era tan asombrosa que el equipo se quedó paralizado contemplándola. La multitud de las Escaleras lanzó un aullido ante el aterrador espectáculo.

–¡El Hombre Ardiente! ¡Mirad! ¡El Hombre Ardiente!

–Pero ese es Foyle -susurró Y'ang-Yeovil.

Durante quizá un cuarto de minuto la aparición permaneció allí, silenciosa, ardiendo, mirando con ojos ciegos. Entonces desapareció. El hombre derribado en el suelo desapareció también. Se convirtió en un centelleante movimiento que recorrió el equipo, localizando y destruyendo las cámaras, grabadoras y todos los aparatos de identificación. Entonces el relámpago tomó a la muchacha del traje del Renacimiento y desapareció.

Las Escaleras Españolas volvieron de nuevo a la vida, dolorosamente, como si surgiesen de una pesadilla. El anonadado equipo de Inteligencia se congregó alrededor de Y'ang-Yeovil.

–¿Qué diablos era eso, Yeo?

–Creo que era nuestro hombre, Gully Foyle. Ya le vieron la cara tatuada.

–¡Y las ropas prendidas!

–Parecía un brujo en la hoguera.

–Pero, si el hombre que ardía era Foyle, ¿en quién infiernos estábamos perdiendo el tiempo?

–No lo sé. ¿Tiene la Brigada de Comandos un servicio de inteligencia del que no nos hayamos enterado?

–¿Por qué los Comandos, Yeo?

–¿No vieron la forma en que aceleró? Destruyó todas las grabaciones que habíamos hecho.

–Sigo sin poder creer a mis ojos.

–Oh, puede creer en lo que no vio. Eso fue una técnica altamente secreta de los Comandos. Despedazan a sus hombres y los reconstruyen, mejorándolos. Tendré que hablar con el Cuartel General de Marte y averiguar si la Brigada de Comandos está realizando una investigación paralela.

–¿Confiará el Ejército en la Marina?

–Tendrán que confiar en Inteligencia -dijo irritado Y'ang-Yeovil-. Este caso es ya bastante crítico sin disputas jurisdiccionales. Y otra cosa: no había necesidad de maltratar a aquella chica en la maniobra. Fue indisciplinado e innecesario -Y'ang-Yeovil hizo una pausa, no advirtiendo, por una vez, las miradas significativas que se cruzaban a su alrededor-. Tendré que averiguar de quién se trataba -añadió, soñador.

–Si también la han reconstruido, será realmente interesante, Yeo -dijo una suave voz, pulcramente desprovista de toda ironía-. El Muchacho y la Comando.

Y'ang-Yeovil se ruborizó.

–De acuerdo -tartamudeó-. Soy transparente.

–Tan sólo repetitivo, Yeo. Todos tus romances se inician en la misma forma: "No había ninguna necesidad de maltratar a esa chica…" Y entonces: Dolly Quaker, Jean Webster, Gwynn Roget, Marión…

–¡Sin nombres, por favor! – interrumpió una voz molesta-. ¿Acaso Romeo se lo cuenta todo a Julieta?

–Os mandaré a limpiar las letrinas a todos mañana -dijo Y'ang-Yeovil-. No os creáis que voy a soportar esta solapada insubordinación. Bueno, mañana no. Pero sí tan pronto como se cierre este caso -su rostro aguileño se ensombreció-. ¡Dios mío, qué lío! ¿Podremos olvidarnos alguna vez de la visión de Foyle ardiendo? Pero, ¿dónde está? ¿Qué es lo que quiere hacer? ¿Qué es lo que significa todo esto?