desde Rumania:
Una ojeada a la ciencia ficción Rumana
por Ion Hobana
La comparación entre diversas literaturas nacionales consideradas bajo el ángulo de su propensión a lo fantástico nos ha parecido siempre una operación aventurada. Se puede admitir, con Lessing, que un fantasma de Voltaire no vale lo que un fantasma de Shakespeare, pero ¿se encuentra un equivalente inglés al Diablo enamorado de Cazotte, a las Diabólicas de Barbey d’Aurevilly, al Horla de Maupassant?
Una situación en algún modo similar se presenta a aquel que estudia la literatura de ciencia ficción y constata, por ejemplo, que no solamente Kingsley Amis (News Maps of Hell —publicado en España con el título de El Universo de la ciencia ficción), sino también un número de exégetas franceses consideran este género literario como una creación casi exclusivamente anglosajona, ignorando la contribución de escritores tales como Albert Robida, J. H. Rosny aîné, Gustave Le Rouge, Maurice Renard y otros. Tampoco se han tenido en cuenta, con mayor razón, a escritores pertenecientes a otras literaturas, como los polacos Jerzy Zulawski y Anton Slonimski, los alemanes Bernhard Kellerman, Hans Dominik, Franz Werfel, los checos Karel Capek e Ian Weiss, los rusos Alexandre Kouprine, Alexis Tolstoi, Alexandre Beliaev, etc. Y no hemos citado más que autores de libros aparecidos antes de la segunda guerra mundial.
En tales condiciones, no es en absoluto sorprendente que la literatura rumana de ciencia ficción no haya figurado más que muy poco en el circuito mundial, pese a que haya dado nacimiento, en un período relativamente corto, a obras dignas de interés. Es quizás una cuestión de perspectiva, teniendo en cuenta que el género no posee, en Rumania, una tradición en el verdadero sentido del término, pese a que, entre el número de escritores que se han dejado seducir por su brillo, se encuentran el poeta clásico Alexandru Macedonski, o eminentes prosistas de entre guerras tales como Victor Eftimiu, Cezar Petresco o Gib Mihaesco.
La primera novela de anticipación es probablemente Un rumano en la Luna, aparecida en 1914. Su autor, Henric Stahl, profesor en la Escuela Superior de Archivos —un erudito de conocimientos enciclopédicos— quiso, según su propia confesión, dar a sus lectores «nociones de astronomía popular», lo que se traduce en numerosas páginas explicativas. Es evidente que sufrió la influencia de Julio Verne y de H. G. Wells, este último proporcionándole incluso la misma idea de la locomoción cósmica: su «asbestoide refractario a la atracción» no es más que una variante de la substancia opuesta a la gravitación descubierta por Mr. Cavor. La originalidad de Stahl se manifiesta sobre todo en la segunda parte de la novela, donde el héroe encuentra a un marciano. Al contrario de Wells en La guerra de los mundos y Los primeros hombres en la Luna, el escritor rumano considera que el ideal humano de la belleza y de la armonía de formas está determinada por ciertas condiciones particulares. Su personaje extraterrestre será pues no monstruoso, sino construido de otra forma distinta a nosotros (véase el fragmento que publicamos en este mismo número). Esta visión, algo singular en la época, tiene por corolario la fraternización entre los representantes de los dos mundos solares.
Si desde el punto de vista puramente literario la novela de H. Stahl es sin pretensiones, la segunda obra «clásica» de anticipación debida a un rumano, Las ciudades sumergidas (1935), puede sostener la comparación con las mejores obras similares publicadas en el extranjero entre las dos guerras. Su autor, Felix Aderca, era por otro lado un escritor que se afirmó en varios géneros, novelista formado en la escuela de Proust y de Joyce, ensayista sutil y penetrante, sensible a lo nuevo y a lo insólito. Es cierto que hoy, en la era de la energía atómica y del vuelo espacial, la idea de una retirada de la humanidad a las profundidades de los océanos, para reemplazar el calor del sol moribundo por el calor del centro incandescente de la Tierra, parece anticuada. El escritor ha tomado, sin embargo, las medidas de precaución necesarias, presentando la cosa como el relato de un personaje que aparece en el prólogo y epílogo del libro; y por otro lado, al final del relato, la pareja Xavier-Olivia abandona el planeta condenado a bordo de un avión propulsado por una «lámpara atómica», para dirigirse hacia otro cuerpo celeste… Las ciudades sumergidas no es una de esas obras que hacen las delicias de los especialistas simplemente porque juegan el papel de missing link en la cronología de un tema dado. Por su calidad artística, esta novela suscitó desde su aparición un vivo interés, como resulta, por ejemplo, del pasaje sustancial que le consagra George Galinesco en su Historia de la literatura rumana, del cual citaremos estas pocas líneas: «Su capacidad de distribución espacial de las ideas, la ingeniosidad plástica, la técnica rigurosa del imperio acuático, la mecanización de todas las ramas de actividad, desde el nacimiento hasta la muerte, el lujo eléctrico, helado… todos estos aspectos del dominio de la magia y de la utopía son seductores. A ello se añade un humor frío, un humor inglés hecho de enormidades y de fantasías…». El contexto literario de este perdurable acierto (como lo ha probado el éxito de librería de la nueva edición de 1968, bajo el título de Las ciudades inmersas, modificado por el autor) no es muy abundante. Se podrían citar algunas novelas de carácter particularmente utópico: Las luces arden en Vitol, de Ilie Ienea, La Tierra en llamas, de Alexandru Dumitresco-Coltesti, El año 2000, de Dorina Ienciu, La Atlántida, de Albani-Tiron. Conviene también recordar los cuentos de ciencia ficción de carácter popular de I. C. Vissarion, El sagaz de la Tierra y Ber-Caciula. El hecho es que aún no se ha efectuado un estudio profundo a este respecto y es de creer que esto modificaría el panorama de la anticipación rumana durante el período de entre guerras. De todos modos, no se puede hablar de ciencia ficción propiamente dicha más que después de la segunda guerra mundial, cuando un número siempre más grande de obras de mérito testimonian el esfuerzo constante desplegado por un grupo de autores.
¿Quiénes son esos paladines de la ciencia ficción?
En primer lugar, una serie de escritores conocidos por su actividad en otros planes, como Horia Arama, Vladimir Colin, Mioara Cremene, Ovid S. Crohmalniceanu, Mihu Dragomir, Sergiu Farcasan, Viorica Huber, Víctor Kernbach, Horia Lovinescu, Leonida Neamtu, Adrian Rogoz, Miron Scorobete, Radu Theodoru. Después, ciertos especialistas pertenecientes a diferentes disciplinas: ingenieros (Camil Baciu, Liviu Macoveanu, Dumitru Todericiu), médicos (Grigore Davidesco, Leonid Petresco, Sorin Stanesco, Ovidiu Surianu), físicos (Ion Minzatu), químicos (Max Solomon) y muchos otros aún. En fin, he aquí algunos nombres que están ligados casi exclusivamente a la literatura de anticipación: George Anania, Romulus Barbulesco, Cecilia Dudu, Horia Matei, Ion Negulesco, Radu Nor, Mircea Oprita, Florin Petresco, Ovidiu Riureanu, I. M. Stefan. Todos estos autores, que se sitúan a distintos peldaños de la maestría artística, constituyen una constelación cuyo brillo no deja de acrecentarse. Intentaremos marcar algunas direcciones y tendencias características de este proceso.
FANTASÍA Y RIGOR CIENTÍFICO
No hace mucho tiempo, la cuestión de la relación entre los elementos que componen la noción de ciencia ficción era un objeto de disputa: ¿hasta dónde tiene derecho a ir la Fantasía? ¿Puede separarse de los conocimientos y de las hipótesis científicas que la estimulan? La conclusión normal, aunque un poco tardía, ha sido que esta cuestión debía ser atentamente pesada, teniendo en cuenta, según el caso, las intenciones del autor. ¿Julio Verne creía realmente que la flora y la fauna de antes del Diluvio podían permanecer en vida en el centro de la Tierra, y que una porción de ésta podría huir al Cosmos, permitiendo así a Hector Servadac efectuar un viaje por el mundo solar?… No se trata, sin embargo, aquí, de simples pretextos convencionales, sino de ideas destinadas a estimular la imaginación del lector, a permitirle discutir consigo mismo y precisar en su espíritu la noción de lo posible, en relación a las perspectivas del progreso técnico y científico.
Camil Baciu persigue un fin idéntico en Ilarion e Hirondelle, donde, como en un cuento de hadas o en un sueño, el héroe echa a volar, en presencia de una extraña trompeta, «por el efecto de su deseo sincero e intenso… de la fuerza de querer y realizar…». El lector piensa en Sam Small vuela de nuevo, de Eric Knight, y se pregunta qué puede buscar una tal obra bajo la égida de la literatura de la ciencia ficción. Pero al final del libro uno sabe que la «trompeta» es un fragmento de un lejano planeta pensante y que tiene el poder de estimular las gigantescas reservas ignoradas de energía de que disponen los organismos racionales. Bajo su influencia, Ilarion atravesará el Universo bajo la forma de un rayo y regresará «trayendo de estos mundos llegados a las civilizaciones del tercer nivel, inmensas energías biológicas para el provecho de la Tierra». «Todo esto parecería absurdo a los hombres», dice Hirondelle, otra fracción del planeta pensante, materializada bajo la forma de un caballo. «No a todos», responde Ilarion…
La imprecisión de la respuesta dada a nuestra cuestión inicial puede ser debida igualmente a causas netamente objetivas. En efecto, la misma ciencia ofrece a menudo soluciones contradictorias a los problemas más ardientemente tocados por los autores de anticipación. Así, el planeta Venus ha sido largo tiempo considerado como un cuerpo celeste que poseía un grado elevado de humedad, y por lo tanto fértil y propio para la vida. En enero de 1963, el astrónomo francés Audouin Dollfus afirmó que la atmósfera de Venus contenía vapor de agua. Sin embargo, en junio de 1967, su colega americano Gerald Kuiper negó categóricamente esta posibilidad, sin convencer, sin embargo, a quienes comparten la opinión de Dollfus. En esta coyuntura, Adrian Rogoz tenía perfecto derecho a imaginar la existencia de extrañas criaturas venusianas, en El hombre y el espejismo. Su cualidad de extraño no reside solamente en el aspecto de estos hombres-plantas, sino también en su naturaleza íntima; ya que el metabolismo heterotrópico de los terrestres es reemplazado por un metabolismo autotrópico: los venusianos se alimentan de… rayos de sol, realizando, por medio de sus inmensos ojos verdes, una asimilación clorofílica comparable a la que caracteriza al reino vegetal terrestre. Esta excelente idea de ciencia ficción nos es presentada en imágenes particularmente impresionantes, que nos hacen recordar que el autor es igualmente poeta.
Se podrían multiplicar así los ejemplos. Tanto tiempo como un problema como el de la naturaleza del cáncer no haya sido plenamente elucidado, los escritores pueden optar por una de las hipótesis existentes, o lanzar a su vez una de nueva. Buscando aislar los seres infra-microscópicos que levantan ante los cosmonautas una infranqueable «barrera biológica», los héroes de Florin Petresco descubren la «plasmodia mimética» (en el relato que lleva este título), una célula camaleónica que tiene la función de microbio del cáncer. No quedará más que efectuar las experiencias necesarias para determinar los medios de destruir la «plasmodia». El doctor Paul Raducanu, personaje de El efecto R, de Cecilia Dudu y D. Todericiu, considera, por el contrario, que «la aparición del tumor maligno… es el síntoma de una afección de todo el organismo», afección debida a un desequilibrio entre los efectos de las emisiones bioelectrónicas, al nivel subcelular. En esas condiciones, los ácidos nucleicos «descomponen» el metabolismo de las células atacadas de desarreglos, que se vuelven enfermas. El tratamiento consistirá, pues, en el restablecimiento del equilibrio bioelectrónico, por la acción de un aparato emisor de biocorrientes normales.
Estos dos relatos extrapolan, de hecho, los resultados de investigaciones relativamente recientes, ilustrando de esta manera la tendencia —evidente sobre todo en los autores provistos de diplomas científicos— de tener siempre una cobertura en este sentido. Lo que no quiere decir que la literatura de ciencia ficción pueda contentarse en describir los perfeccionamientos aportados a aparatos y a mecanismos existentes. Su visión de anticipación no puede ser únicamente acumulativa: edificios más elevados, coches y aviones más rápidos, hombres de mayor longevidad… Omitiendo a sabiendas los detalles, escamoteando las etapas demasiado largas y demasiado arduas del proceso del conocimiento, evitando los problemas aún no resueltos, la fantasía modifica las órbitas de los planetas por medio de explosiones termonucleares dirigidas (La gran experiencia, de Mircea Naumesco), concede a los robots la razón y la consciencia (El planeta cúbico, de Camil Baciu), descubre nuevas formas de organización de la materia (El muro metacósmico, de Ion Minzatu). Su audacia no retrocede ni siquiera ante algunas leyes de la naturaleza consideradas como inatacables. En un futuro lejano, se conseguirán pues velocidades superiores a la de la luz, lo que permitirá poblar el espacio intergaláctico de astronaves superfotónicas (Un amor en el año 41042, de Sergiu Farcasan).
¿Se transgrede así una obligación que mana de la noción misma de la ciencia ficción?
Desde el momento en que los sabios no vacilan en proclamar la necesidad de una «idea loca» para hacer progresar la física de las partículas elementales (Niels Bohr), toda tentativa de limitar la fantasía dirigiéndose al estado actual de la ciencia y de la técnica nos trae a la memoria la respuesta dada en 1903 por la Comisión Aeronáutica de la Academia de Ciencias de Francia al proyecto del rumano Traian Wuia, concerniente al «aeroplano-automóvil»: «Es una quimera querer realizar y aplicar el vuelo por medio de un aparato más pesado que el aire». ¡Tres años más tarde, el aeroplano emprendía sin embargo el vuelo!
VEROSIMILITUD Y TÉCNICA
Según ciertas historias del género, la ciencia ficción posee ya impresionantes estados de servicio. Éstos se refieren a algunos temas particulares, como el viaje en el espacio cósmico descrito por Luciano de Samosata en Una historia verdadera. Aceptar este punto de vista podría conducimos a conclusiones sorprendentes. ¿En qué difiere, a fin de cuentas, el navío de velas hinchadas por el viento del que nos habla Luciano, de la alfombra volante o del caballo alado? Por todo ello, ¿por qué no incorporar a la ciencia ficción los cuentos de hadas, que expresan una aspiración bien humana, la de ver más allá de los países y de los océanos, de actuar a distancia, de cambiar el plomo en oro…?
Es más corriente aún confundir la utopía con la ciencia ficción, principalmente exagerando la importancia acordada a los gérmenes de previsión científica encontrados en obras como La nueva Atlántida, de Francis Bacon: «Imitamos el vuelo de los pájaros y tenemos ciertas posibilidades de planear en el aire. Tenemos navíos y barcas que pueden navegar bajo el agua y afrontar los mares…». Pero esas «anticipaciones» difieren demasiado poco de los milagros que se encuentran en los cuentos populares, y Bacon no hace más que enunciarlos brevemente, en el lenguaje del humanista convencido de la enorme potencia de la experiencia.
La ciencia ficción se señala por un nuevo modo de explotar el filón científico. Según nosotros, este modo se manifiesta por primera vez de una manera categórica en ciertos cuentos de Edgar Allan Poe, que escribió en una nota a La aventura sin par de un tal Hans Pfaal, en relación a otras obras de tema similar: «En estos distintos opúsculos, el fin es siempre satírico; el tema, una descripción de las costumbres lunares en relación con las nuestras. Pero yo no veo en ellos en ningún caso el esfuerzo de hacer plausibles los detalles del viaje mismo. Todos los autores parecen perfectamente ignorantes en materia de astronomía; en Hans Pfaal, la intención es original en tanto que se esfuerza en la verosimilitud en la aplicación de principios científicos (en tanto que lo permite la naturaleza fantástica del tema) al viaje de la Tierra a la Luna». La tendencia a la verosimilitud, he aquí pues la expresión lapidaria de una de las constantes de la ciencia ficción. Esta tendencia ha revestido diferentes formas en el curso del tiempo. En Poe, como en Julio Verne y en los epígonos de este último, la abundancia de las precisiones y de los detalles es a veces verdaderamente abrumadora. Hacia finales del último siglo se manifiesta, sin embargo, otra concepción, cuyo promotor es H. G. Wells. Julio Verne decía de Wells: «Sus relatos no tienen, a mi modo de ver, una verdadera base científica… Mientras yo utilizo la física, él la inventa…». La «máquina del tiempo» y la «cavorita» eran en efecto «invenciones», cuya descripción nebulosa o detallada servía más que nada para preparar al lector en relación al choque de ciertas ideas turbadoras aún hoy: el viaje a través de la cuarta dimensión, la aniquilación parcial de una de las leyes más tiránicas del Universo.
Los escritores rumanos siguen, según las necesidades, las dos principales direcciones de la tendencia a la verosimilitud. Cuando en primer plano se halla una aventura ligada al conocimiento científico, los detalles de éste penetran de una forma natural en la textura misma de la obra. Esto es lo que ocurre con el relato de Ovidiu Surianu, El brujo, donde asistimos a la experimentación de un aparato capaz de descifrar las armonías sonoras de la naturaleza. Vladimir Colin, por su parte, no siente la necesidad de describir el proceso por medio del cual los cosmonautas de Giovanna y el ángel obtienen la inmortalidad. El autor menciona simplemente, de pasada, que el fenómeno es debido probablemente al hecho de que los personajes han atravesado una zona sometida a ciertas radiaciones cósmicas. Lo que le interesa son las múltiples implicaciones de la coexistencia entre esos «mutantes» y sus semejantes normales, implicaciones concentradas en el drama vivido por Giovanna y Vittorio.
Pero no es siempre fácil dosificar el esfuerzo hacia lo verosímil, y los resultados de la operación son a veces aleatorios. Una concepción simplista del papel de la previsión en el cuadro de la literatura de anticipación, o más simplemente carencias de orden artístico, llevan a lo que podríamos llamar en términos genéricos el «tecnicismo». Esta enfermedad infantil de la ciencia ficción se manifiesta, según se sabe, por la aglomeración, en espacios tipográficos relativamente restringidos, de un número impresionante de aparatos y de fenómenos científicos, con las explicaciones de rigor. Y, puesto que para ello debe existir una justificación, se recurre casi siempre al trasplante de uno de nuestros contemporáneos al futuro, donde es puesto en presencia de milagros que piden ser dilucidados.
¿Una tal objeción no contraviene a la lógica más elemental? Si un hombre fuera dormido a finales del siglo pasado para despertarse en nuestros días, ¿no se hubiera sentido impresionado en primer lugar por los aparatos de radio y de televisión, por los trenes eléctricos y los aviones a reacción? Sí, seguramente. Sin embargo, nuestra época nos ha familiarizado no sólo con ciertas formas de civilización, sino también con «la ideología del desarrollo inherente al progreso científico», como decía Antonio Gramsci en uno de sus escritos. Este fenómeno ha creado una receptividad a todo lo que es nuevo, y esto obliga a los escritores a sobrepasar el milagro artificial de los mecanismos, incluso cibernéticos, y a describir la influencia que el estallido de las fronteras del conocimiento ejerce sobre el individuo y sobre la colectividad.
LAS MODALIDADES DE LA ANTICIPACIÓN
Nacida en un período de impetuoso arranque de la ciencia y de la técnica, la literatura de anticipación clásica constituye de alguna manera una tentativa de substituto, a la apología de lo sobrenatural, a las explicaciones místicas, el elogio de la potencia ilimitada de que dispone el conocimiento activo. Se sitúa así en la confluencia de las dos grandes corrientes literarias del siglo pasado, el realismo y el romanticismo. El esfuerzo hacia lo verosímil —y no solamente en el plano científico— se encuentra pues en estado de simbiosis específica con la exaltación del sentimiento de la naturaleza, con héroes de tipo byroniano, con la vibración patética del afrontamiento de lo Desconocido. Siguiendo la evolución del fenómeno literario en general, la ciencia ficción asimila además, con la movilidad característica de un género literario joven, las modalidades artísticas más diversas. Se sabe, por otro lado, que entre aquellos que la han abordado, aunque fuera de una manera incidental, figuran Marcel Schwob y Tristan Bernard, Alfred Jarry y Pierre Mac Orlan, Guillaume Apollinaire y André Maurois, para no citar más que escritores franceses.
No podemos permitirnos, en este espacio limitado un análisis de todos los aspectos del género. Nos limitaremos pues a algunas fugitivas observaciones. La anticipación no puede contentarse con una estricta presentación científica de los fenómenos. Debe hacer surgir su evolución en conformidad con la verdad de la vida, es decir tener en cuenta el lugar y la época en que se desarrolla la acción, el carácter de los personajes, etc. El elemento fantástico puede convertirse en verídico y surgir de una manera mucho más evidente en el contexto de circunstancias perfectamente ordinarias. Es lo que subraya Wells (en su prefacio a Seven famous novels (Siete famosas novelas), Alfred A. Knopf, Nueva York, 1934), y la mayor parte de sus novelas utilizan este procedimiento con brío. El paso de una atmósfera de aburrimiento cotidiano al torbellino de acontecimientos extraordinarios la efectúa con una notable naturalidad y, sea la transición lenta o explosiva, el efecto producido es siempre muy grande.
Los escritores rumanos tienen una marcada predilección por entradas en materia más abruptas, más espectaculares. Un periodista se desliza a bordo de un cohete que parte de una manera intempestiva, y desaparece en el Cosmos (La aventura paradójica, de Ion Minzatu). Una misteriosa calesa, cuyo cochero es de vidrio, caldea la imaginación de los habitantes de una pequeña ciudad americana (El canto de guerra de los elefantes, de Camil Baciu). Un apacible funcionario es tomado por un peligroso gángster, y esta confusión lo lleva como una tromba a las cimas de la celebridad (El huevo de Colón, por Eduard Jurist).
Para volver al realismo de la ciencia ficción, señalaremos que la impresión de veracidad se realiza a menudo por medios fantásticos. Para leer los pensamientos, es preciso un complejo aparato de complicado nombre: electro-encéfaloretroversor (Las aventuras de Serban Andronic por Ovidiu Riureanu). La memoria inerte es estimulada, en ciertas condiciones, por un hongo alucinógeno (Lnaga de Vladimir Colin). Y si los héroes llegan a un planeta donde reinan condiciones muy distintas a las de la Tierra, es totalmente natural que los seres racionales que descubran en ellos tengan un aspecto diferente al nuestro. Plutarco mismo escribía: «Podrían existir habitantes en la Luna, y aquellos que pretenden que esos seres deberían tener necesidad de todo lo que nos es necesario no han estado jamás atentos a las variaciones que nos ofrece la naturaleza y que hacen que los animales difieran más entre ellos que las sustancias inanimadas entre sí». Pero este punto de vista está lejos de reunir todos los votos.
Es cierto que, después de La guerra de los mundos, toda una galería de criaturas monstruosas y casi siempre hostiles puebla las páginas de ciertos libros y las pesadillas de lectores demasiado sensibles. Sin embargo, en esta novela, el aspecto de los marcianos tiene una significación precisa, ya que simbolizan las tendencias agresivas, inhumanas, que se encuentran en la Tierra. Mientras que ciertos escritores contemporáneos se complacen en la postura de creadores de monstruos únicamente para responder al gusto no evolucionado de una cierta categoría de lectores, o para condimentar sus fantasías con una gota de su propia angustia cósmica. Por otro lado, en la mayoría de los casos, se trata de una teratología primaria, y el esfuerzo imaginativo se limita a combinar elementos pertenecientes a las diferentes especies de animales existentes o desaparecidos.
Los escritores rumanos rehúsan, en general, esta forma híbrida, fácil. Algunos de entre ellos prefieren la visión de Henric Stahl: los seres extraterrestres tienen otro aspecto distinto a nosotros, sin ser por ello monstruosos. En este orden de ideas han sido propuestas soluciones ingeniosas y poéticas por Vladimir Colin en El décimo mundo, y por Adrian Rogoz en El hombre y el espejismo. Hemos hablado más arriba de los hombres-plantas de Rogoz. He aquí ahora al representante de los seres racionales de Thule, «el décimo mundo» de nuestro sistema solar: «Una esbelta columna azulada, envuelta en un vestido blanco… una columna sin capitel pero llevando en su cúspide una extraña cabellera verde (…). Como las sirenas, no tenía piernas. Pero, así como el cuerpo de las fabulosas sirenas terminaba en una cola de pez, el cuerpo real de la mujer del satélite helado parecía un tronco de árbol, una columna surgida directamente de la roca opalina». (Llevando esta imagen pura a sus últimas consecuencias, el escritor imagina, en La rana, un mundo de árboles pensantes).
En la literatura rumana de anticipación se puede encontrar también, netamente indicado, un punto de vista antropomórfico. En la novela La llamada del infinito, Ion Minzatu se representa a los habitantes de un sistema planetario de la galaxia del Cisne-A, una galaxia de antimateria, como «la forma más auténtica de la naturaleza humana». Igualmente, en el relato El mensaje de los azules, de D. Todericiu, un explorador de las estructuras hiperfinas de la materia ve aparecer en su pantalla «tres seres en todo punto semejantes a los hombres». En las diversas soluciones propuestas se adivinan de hecho dos maneras de concebir el realismo de la ciencia ficción. A primera vista, se podría creer que el antropomorfismo es la única concepción partiendo de datos reales, verificados por la experiencia. Pero su debilidad, su alejamiento del realismo, en el sentido de la veracidad, proviene precisamente, según nosotros, de una transplantación artificial de las formas terrestres en el Universo.
La controversia concerniente al aspecto de los seres hipotéticos que pueblan los demás mundos terminará al mismo tiempo que su descubrimiento, o al menos cuando puedan ser registradas imágenes claras del Cosmos. Lo esencial es, sin embargo, saber no cómo se presentan sino cómo razonan esos seres con los cuales será posible entenderse, no sobre la base de ciertas semejanzas físicas, exteriores, sino sobre la base de la universalidad del pensamiento, independientemente de sus formas concretas de expresión.
TRADICIÓN E INNOVACIÓN
En una entrevista realizada hace algunos años, el conocido escritor polaco Stanislaw Lem declaró: «Intentemos reflexionar en lo que queda aún de interés en la literatura de anticipación del pasado. Incluso Julio Verne, que imaginó no hace mucho un submarino, incluso él es hoy en día arcaico hasta el ridículo». Esta actitud no es única. También algunos críticos franceses consideran que su gran compatriota ha abandonado la escena desde el instante en que sus anticipaciones se han realizado. Pero los hechos son obstinados. Julio Verne sigue siendo uno de los favoritos de las jóvenes generaciones, precisamente porque no se contentó con imaginar los aparatos que se han convertido hoy en de uso corriente, sino porque supo ligar orgánicamente las ideas de ciencia ficción a los grandes problemas socio-políticos de su época y crear héroes memorables, admirables prefiguraciones del nuevo tipo de sabios. Otros detalles del método de creación propio de Julio Verne han sido también insuficientemente estudiados. Se podría escribir un voluminoso estudio únicamente sobre la variedad de los medios empleados para crear una tan vasta galería de tipos humanos, sobre la poesía de calidad de las descripciones, o aún sobre la ironía y la sátira que Julio Verne manejaba en la mejor tradición del espíritu galo. Todo esto no quiere ciertamente decir que la literatura contemporánea de ciencia ficción podría limitarse a proseguir el camino abierto por Julio Verne u otros representantes eminentes de la anticipación clásica. Los escritores de hoy en día buscan sin descanso nuevos caminos, nuevos modos de expresión.
Un lirismo descriptivo de buena ley caracteriza, por ejemplo, el relato de Mihu Dragomir La naturaleza invertida. Dos cosmonautas descienden sobre «Copo blanco», un planeta que parecía cubierto de nieve o de hielo, según podía deducirse por su brillo, visto a gran distancia. Descubren sin embargo una insólita aglomeración de volúmenes geométricos, cubos, prismas, pirámides, brillando con todos los colores del arco iris. Un universo de materia plástica, teniendo por base no el carbón, sino el silicio. Del cielo caen cataratas de agua pesada. Relámpagos esféricos, aparecidos de repente, acompañan con su peligrosa solicitud a los alocados exploradores.
Otros escritores buscan también nuevos medios de expresión. Presentándonos las tribulaciones de su héroe Mike Smith, Eduard Jurist utiliza como procedimiento esencial el humor y la sátira, así como el juego de palabras hasta la risa amarga y los acentos grotescos requeridos por ciertas formas del fetichismo que inspira la cibernética (El huevo de Colón). El mismo autor ejerce con éxito su inspiración paródica en Misterio a −179 °C, historia cuyo héroe, que no es llamado por casualidad Timon Semplar, parece surgir de la pantalla del televisor para descubrir el misterio de la muerte de un banquero y asegurar, accesoriamente, la felicidad de la hija huérfana y de su torpe prometido. Se intenta igualmente encontrar o adoptar técnicas y formas de composición liberadas de los cánones tradicionales. Mioara Cremene pretende que su novela Esplendor y decadencia del planeta Globus ha sido escrita sobre la base de ciertas emisiones cósmicas truncadas, lo que le permite dejar lagunas en la acción descrita y dar interpretaciones elípticas. Por su parte, Radu Nor ha concebido su Capítulo XXII como una recopilación de artículos de periódico, de entrevistas, de notas, de fonogramas y de laserogramas.
Los autores de ciencia ficción del siglo XIX situaban casi siempre la acción de sus obras en un presente identificable por numerosas referencias a acontecimientos y a personajes bien conocidos de los lectores, El futuro, cuando aparecía, estaba considerado casi exclusivamente bajo un ángulo satírico; como una hipertrofia de los elementos negativos existentes en la época.
Si se exceptúan las novelas utópicas de Morris, Bellamy, etc., las primeras tentativas hechas con vistas a imaginar la posible evolución sobre bases científicas pertenece a Wells. Cuando el durmiente despierta, El mundo liberado, Lo que será, constituyen emocionantes alegatos en favor de una humanidad liberada de la explotación y de la guerra. Pero la concepción del escritor en cuanto a la organización de la sociedad futura es sobre todo ilustrada por M. Barnstaple con los Hombres-Dioses. Los Utópicos están animados de una inextinguible sed de conocimiento y del deseo de transformar la naturaleza; su obligación moral fundamental es no solamente trabajar, sino también consagrar todos sus esfuerzos, sus pensamientos y su capacidad de creación en provecho de sus semejantes y de la sociedad entera. Esos rasgos, característicos de la «forma superior del socialismo», por tomar la fórmula empleada por uno de los personajes de la sociedad utópica, se encuentran de nuevo en las novelas de Sergiu Farcasan (Un amor en el año 41042 y El ataque de los Cesiumistas), de Victor Kembach (La sombra del tiempo), etc.
En Un amor en el año 41042, por ejemplo, el conflicto nace del contacto que se establece entre los hombres de un lejano futuro con los pasajeros del «Arca de Noé», un cohete fotónico que abandonó la Tierra 30.000 años antes (¡lo cual nos lleva de todos modos al doceavo milenio!…). De regreso al planeta madre, éstos experimentan un verdadero shock psíquico, puesto que «encuentran a su alrededor un progreso demasiado grande, hombres demasiado bien desarrollados, teniendo seis o siete veces su edad y una superioridad tal en el plano de las costumbres, de la inteligencia y de la erudición, que los viajeros sienten a su pesar un agudo sentimiento de inferioridad». Farcasan no resuelve las contradicciones más que con un trazo de su pluma y no lima las asperezas. Presenta personajes que intentan aislarse o incluso suicidarse, antes de haber hallado un fin en la vida gracias a los hombres del 42° milenio.
Es interesante constatar que, partiendo de un tema parecido en sus líneas generales, Víctor Kernbach ha escrito una novela extremadamente distinta como estructura y como factura literaria. Es cierto que entre sus héroes, dos cosmonautas que son casi nuestros contemporáneos, y los hombres que encuentran en la Tierra después de un accidente temporal, la diferencia no es «más» que de 5100 años. El desfase es sin embargo terrible, y el escritor no lo difumina ni un solo instante. Pero nuestra atención se halla concentrada en la evolución de las relaciones entre dos jóvenes, venidos de dos puntos diferentes de la Europa de antaño, con cualidades y sobre todo mentalidades distintas, que los mantienen largo tiempo alejados el uno del otro. La sociedad futura actúa más bien en esta novela con el papel de catalizador de una reacción sutil a consecuencia de la cual, reconciliados, Bucur y Wolfram se integran plenamente al nuevo mundo. A nuestro modo de ver, La sombra del tiempo constituye una réplica moderna y muy personal de M. Barnstaple con los Hombres-Dioses, obra que, por otro lado, entre otras novelas y relatos de Wells, Victor Kernbach ha traducido al rumano.
En la segunda novela de ciencia ficción de Sergiu Farcasan, El ataque de los Cesiumistas, la horrible risa del monstruo surgido de las profundidades resuena por primera vez en el momento en que el sabio Milton Kipfer afirma su convicción y su aspiración más querida: «Los hombres se convertirán en dioses». Y, hasta el desenlace, asistimos a la terrible batalla entre aquellos que, por una parte, quieren salvaguardar la tendencia evolutiva de la humanidad hacia la perfección y, por otra parte, el grupo subterráneo de los «Cesiumistas», que se esfuerzan en extender su monstruosidad social y biológica a toda la tierra. Usando una fórmula totalmente distinta a la que le sirvió para Un amor en el año 41042, el escritor aborda de nuevo el problema de la responsabilidad del hombre con respecto a la humanidad, así como el de la humanidad con respecto a algunos de sus grupos. En este sentido, el coraje lúcido y el sacrificio de Milton Kipfer, al igual que toda la actividad del «grupo operacional mundial», son ejemplares. La novela ofrece también un interesante tema de discusión ya que bosqueja algunos conflictos posibles en el futuro. Nos referimos, entre otros, a la polémica a veces casi violenta que se desencadena entre los grupos de sabios a quienes preocupa la idea de orientar a la humanidad hacia la perfección física y moral, sea por una evolución espontánea —los «espontaneístas»—, sea por una guía de este proceso —los «perfeccionistas»—. Este conflicto toma en consideración el hecho que, en una sociedad sin clases, las divergencias son resueltas «en un espíritu científico y con una total confianza recíproca». En fin, un punto de interrogación apasionante es puesto por las relaciones entre Milton y Lorette Durand. Esta afinidad entre dos seres tan semejantes, igualmente fuertes y agraciados, ¿será el verdadero amor del futuro? ¿O bien se trata de un sentimiento demasiado racional, demasiado rígido, puesto que se aplica a lo que —como dice el Presidente— «es un asunto mucho menos lógico, mucho menos complicado»? Sea lo que sea, Mitton, Lorette y el Presidente, para no mencionar más que a ellos, quedan en la conciencia del lector como seres vivos y muy próximos, arrancados de una porción futura de la espiral infinita a lo largo de la cual la humanidad asciende hacia la perfección. ¿Hombres semejantes a dioses? Quizá a dioses tales como los que cantó Homero en sus poemas: semejantes a hombres.
Llegados al fin de esta rápida incursión en los dominios de la anticipación rumana, podemos preguntarnos cuales son sus perspectivas y, de una manera general, cuales son las perspectivas de este género literario.
El ritmo vertiginoso del progreso técnico y científico, las realizaciones espectaculares obtenidas en los dominios más variados, han determinado una aparición siempre más frecuente —en artículos, conferencias, debates— de la aserción según la cual la realidad sobrepasa los sueños más audaces. Con, sin embargo, una precisión: se trata de los sueños de nuestros precursores, y ni siquiera de todos. Hemos construido el submarino del capitán Nemo y el avión de Robur, nos preparamos a volar hacia la Luna, pero la «máquina del tiempo» y la «cavorita» permanecen por el momento en las páginas de los libros y en las pantallas. ¿Puede hablarse en consecuencia del vuelo a una velocidad superior a la de la luz o de la transmisión de la materia a distancia?…
Cada nuevo descubrimiento científico de una cierta envergadura acrecienta el radio de acción de la fantasía. Pero no olvidemos que la ciencia ficción, al igual que todos los demás géneros literarios, tiene por principal objeto el universo humano, más inagotable que el de las miríadas de estrellas.
Título original:
PRIVIRE ASUPRA LITERATURII STIINTIFICO-FANTASTICE ROMANESTI
© 1967, Revue Roumaine.
Traducción de P. Domingo