Capítulo VIII
FUE un triste día en Venecia, aunque no todas las componentes del grupo respetaron el duelo por la muerte de Pamela.
Palacio de los Dux, la Loggetta, la Casa Dorada, la Torre del Reloj, Puente de los Suspiros, Puente Rialto, los espejos, mosaicos, encajes… Eran demasiadas las maravillas que ofrecía Venecia para permanecer ajeno a ellas.
Además, Pamela era sólo una D.P.B.
Fue un día triste para Jennifer, Sharon y algunas pocas más compañeras.
Y también para mí.
Cualquier punto donde fijara los ojos se me presentaba el rostro de Pamela.
Sí.
Sus rubios cabellos extendidos sobre las aguas. Su cuerpo desdibujado por el leve oleaje quedaba roto al paso de las góndolas.
Arrojé el cigarrillo.
A los pocos segundos un nuevo emboquillado colgaba de mis labios.
Atardecer en Venecia.
Maravilloso.
Morir en Venecia…
—Discúlpame, Mark. Me he demorado en demasía, pero los problemas se han ido acumulando uno sobre otro.
Contemplé a Jennifer.
Su bello rostro seguía acusando las emociones del día. Tampoco había tenido un segundo de paz. Llamadas de Illinois, el comisario Carlini, trámites con Sanidad, pompas fúnebres…
Mi brazo derecho rodeó protectoramente los hombros femeninos.
Caminamos por el puente.
—¿Cómo te ha ido?
La muchacha ahogó un suspiro.
—De no surgir nuevas dificultades, creo que ya está solucionado lo del traslado. Aunque la Baldwin Center School ha presionado bastante facilitando las cosas, ha sido demasiado para mí. No puedes imaginar el papeleo que se necesita. En Italia, como en todas partes, el dinero mueve montañas. Esta misma noche el forense embalsamará el cadáver. Ya dispone del ataúd especial. Mañana será precintado y autorizado su traslado por las autoridades sanitarias.
—¿Conoces el resultado de la autopsia?
El rostro de Jennifer se ensombreció.
—Pamela ingirió seis o siete comprimidos. Posiblemente los que quedaban en el tubo de «Ilumyn». Creo que no calibró bien el alcance de su acción. Cada comprimido es de 10 mgrs. La dosis, aunque elevada, no es mortal de necesidad, pero el organismo de Pamela no la toleró. Afortunadamente ha quedado descartada la hipótesis del suicidio. No es lógico suicidarse después de hacer el amor —Jennifer fijó sus ojos en mí. Con leve sonrisa, añadió—: Pamela, la misma noche en que tomó los comprimidos, realizó el acto sexual. Ese informe de la autopsia ha determinado que el comisario Carlini decretara la muerte de Pamela Smight como accidental.
Jennifer esperó algún comentario.
No lo recibió.
Nada tenía que decir.
Mi mente era un torbellino. Por supuesto que Pamela no se había suicidado, pero tampoco fue un accidente.
Asesinato.
Esa era la palabra correcta.
Aunque… ¿cómo sabía el asesino que con siete comprimidos de «Ilumyn» ocasionaría la muerte de Pamela?
—¿Te ocurre algo, Mark?
Sacudí la cabeza.
—No, nada… ¿Quieres ir al hotel o prefieres cenar en otro lugar?
—No pienso cenar.
—Apuesto a que tampoco has almorzado. Llevas todo el día de un lado a otro. Instituto Anatómico Forense, Pompas Fúnebres, Comisaría… Te llevaré a un lugar tranquilo y cenarás algo.
—No, Mark. No soy capaz de probar alimento. Todo esto me ha impresionado mucho. La muerte de Pamela y luego los burocráticos y materialistas trámites de su traslado a los EE.UU. Es cruel comerciar de esta forma con la muerte. Pobre Pamela… Siempre fui dura con ella. Mi severidad contrastaba con su sempiterna alegría. Yo no… ¡Dios mío…!
—Cálmate, Jennifer.
Asintió nerviosa.
Con forzada sonrisa frenó una lágrima que asomaba a sus ojos.
—Vamos al hotel, Mark. Tengo que telefonear a Illinois. El señor Baldwin espera mi llamada para que le informe de la marcha de los acontecimientos. Por supuesto, la gira ha quedado suspendida. Mañana por la noche hay un vuelo de Alitalia Venecia-Londres con conexión de madrugada con un avión Londres-Nueva York. Una vez en el aeropuerto Kennedy, hay infinidad de salidas hacia Chicago. Lo difícil está en el vuelo de mañana, aunque Alitalia me ha dado esperanzas de acoger a todo el grupo. Está de por medio la J. W. International Tour gestionando un cambio de reservas que permitan nuestro pasaje. —Desde Roma o Milán sería más fácil. Son escala de muchas compañías extranjeras con vuelo a los EE.UU.
—Sí, pero también me han informado de los requisitos necesarios para el traslado del cadáver por carretera. Y pudiendo solucionarlo desde aquí, tanto mejor.
A nuestra llegada al hotel, el recepcionista pasó a Jennifer un mensaje recibido de la J. W. International Tour. Se habían conseguido las plazas necesarias para el vuelo de mañana con destino a Londres y la conexión con Nueva York.
Jennifer suspiró con fuerza.
—Algo sale bien… Voy a telefonear al señor Baldwin y luego informaré a las chicas de que mañana regresamos a casa. La J. W. International Tour también me notifica que cancele los servicios con la Agenzia Gabbiano. Supongo que ya indemnizará a tu jefe.
—Eso me tiene sin cuidado —sonreí, tomando a Jennifer del brazo—. Ya que no vamos a cenar juntos, bebamos al menos una copita de despedida.
—¿Despedida?
Pasamos al bar contiguo a recepción.
Ahora sí estaba concurrido el mostrador.
Todos los taburetes ocupados. Algunos de ellos por muchachas del Baldwin Center School.
Nos acomodamos en una de las mesas.
Jennifer solicitó un zumo de naranja con ginebra.
Yo me limité a un Johnnie Walker.
—Mark…
—Sí, Jennifer. Es una despedida. Esta misma noche regreso a Milán.
—Lo comprendo. La J. W. International Tour también habrá comunicado con la Agenzia Gabbiano. Cancelado el servicio, no tiene objeto seguir aquí. Debes rendir cuentas a tus superiores.
—Correcto. Soy el empleado modelo.
Jennifer sonrió compartiendo mi ironía.
—Como guía dejas mucho que desear, pero como persona eres único. No te olvidaré. Mark.
—Tampoco yo, Jennifer.
Levantamos nuestros vasos.
Mirándonos a los ojos.
En mudo brindis.
* * *
Cuando abandoné el gigantesco estacionamiento, ya era de noche en Venecia.
Llevaba en mis bolsillos los diez mil dólares y la comprometida nota que anunciaba el «accidente» de Pamela Smight.
Habían permanecido ocultos bajo el asiento del autocar. En el tapizado.
Ante el temor de que siguieran mis pasos, realicé una serie de traslados de góndola en motonaves capaz de despistar al más sagaz de los sabuesos.
En la rent-a-car de la terminal esperaba a mi nombre un Ferrari-400.
No llevaba ningún equipaje.
Del hotel sólo había retirado los pasaportes y algunos objetos personales de la bolsa. Había telefoneado al concesionario de la Agenzia Gabbiano en Venecia para que se hiciera cargo del autocar.
Yo regresaba a Milán en el Ferrari.
Y desde Milán, vía París, Londres o cualquier otra ruta, emprendería vuelo a los EE.UU.
En el primer avión.
Llegaría a Chicago antes que el grupo de la Baldwin Center School.
La orden de matar a Pamela no se había germinado en Italia, sino que procedía de Wilkesville.
Estaba seguro de ello.
Alguien deseaba la muerte de Pamela y había logrado su objetivo.
Y yo no descansaría hasta descubrir al culpable y hacerle pagar su crimen.
Aquellos diez mil dólares, anticipo a cuenta para un asesino, me iban a servir para llegar hasta el culpable. Los gastos que no hubiera podido costear, eran solucionados por aquellos diez mil dólares.
El culpable de la muerte de Pamela iba a contribuir a su propio fin. Los diez mil dólares que proporcionó para la muerte de Pamela serían destinados contra él.
Sonreí fríamente.
Mi primera compra en Chicago iba a ser una Magnum.