CAPÍTULO PRIMERO
La computadora portátil acoplada al auto indicó la proximidad de Kansas-2. El vehículo pronto abandonaría la carretera electrónica perdiendo así su conducción automática.
Ronald Lowry se hizo cargo del volante recuperando la ficha perforada del indicador-control.
Una plataforma desvió al vehículo de la pista electrónica situándolo en una de las múltiples rampas de descenso existentes en la terminal.
El auto era un «Titania». Dos plazas. Aerodinámico diseño. Techo de vidrio térmico especial, proporcionando amplia visión exterior. Alumbrado electroluminiscente.
En la longitudinal Saks Avenue desembocaban todos los vehículos de State Electrocars en su tramo Kansas-1 a Kansas-2.
El recorrido por las calles de la ciudad fue rápido.
Muy pocos vehículos.
Sólo funcionarios del Gobierno, organismos oficiales o altos cargos de la Administración podían disponer de medio de locomoción propio.
Un buen servicio de «levacars» serpenteaba por entre los edificios de Kansas-2, el suwbay y los diferentes tipos de taxi cumplían sobradamente el transporte urbano de la ciudad.
Ronald Lowry habitaba en el Bloque-2. 642 East.
Un gigantesco conglomerado de edificios unidos entre sí por diferentes túneles.
Cada «bloque» de Kansas-2 contaba con supermercados, escuelas, clínicas, restaurantes y todo tipo de servicios.
El «Titania» llegó ante la plataforma de entrada al parking.
Lowry descendió del vehículo introduciendo la ficha correspondiente en la caja-control del garaje. La plataforma se elevó automáticamente surgiendo otra en el rectángulo anteriormente ocupado por la primera. La plaza de parking reservada a Ronald Lowry se situaba en la planta siete. Allí quedó el «Titania».
El Bloque 2.642 disponía de tantas entradas principales como edificios formaban la comuna.
Lowry esperó el descenso de uno de los tubo-elevadores exteriores.
Se introdujo en la cabina pulsando las siglas B-7- 12-SB.
Building número siete, piso doce y sector «B».
Un pasillo deslizante enlazaba con el tubo-elevador.
Ronald Lowry llegaba minutos más tarde a su apartamento.
Living, comedor-salón, cockpit de alimentación y el dormitorio.
Todos los apartamentos eran iguales en el Bloque 2.642. Con idéntico mobiliario modular.
Ronald Lowry acudió directamente al cuarto de baño incorporado al dormitorio.
Contempló fijamente la imagen reflejada en el espejo mural.
La de un individuo joven. De unos veintiocho años de edad. Pelo negro. Frente despejada. Ojos grises. Nariz perfilada. Labios de fino trazo y barbilla firme.
Su complexión era atlética.
Estatura próxima a los siete pies.
Lowry atrapó el teléfono de la ducha aplicándose un chorro de agua fría en la nuca.
Por espacio de varios segundos.
Antes de pasar al salón arrojó la chaquetilla sobre el circular lecho.
Del mueble-bar se sirvió un whisky.
Con el vaso en la diestra se dejó caer en el sofá que adornaba la estancia.
Cerró los ojos.
Sintió cómo la sangre le golpeaba con fuerza en las sienes. Incluso podía percibir los latidos de su corazón. Y también el leve temblor de sus manos.
Sí.
Tenía miedo.
Encendió un cigarrillo.
Iba a recostarse de nuevo en el sofá cuando sonó el llamador de la entrada.
Sobre la cercana mesa estaba el panel de mandos automáticos del apartamento. Accionó uno de los botones iluminándose una diminuta pantalla.
Lowry esbozó una sonrisa al identificar a su visitante.
Habló por el altavoz:
—Adelante, Janice.
Al pulsar un segundo mando desapareció la imagen a la vez que se abría la puerta del apartamento.
Lowry siguió en el sofá.
La abierta puerta del salón le permitía ver el living.
Y también a la recién llegada.
Una muchacha de unos veinte años de edad. De bellas facciones. Lucía traje-pantalón de una sola pieza. Escote en «V» hasta más abajo de la cintura. Un lazo anudado en tomo a las redondeadas caderas.
—¿Qué haces aquí, Ronald? Apuesto a que lo has olvidado.
—¿El qué?
La joven puso los brazos en jarras.
Cualquier leve movimiento dejaba al descubierto sus breves y erectos senos. En turbador espectáculo.
—¡Lo sabía...! Hoy habíamos quedado en cenar juntos y acudir a la premiére cinematográfica del Building-3.
—Ciertamente, lo olvidé, Janice.
—Aún estamos a tiempo. Tengo los tickets. Cenamos en uno de los automáticos y...
—Otro día.
La muchacha se acomodó en el sofá.
Fijó sus ojos en Lowry.
—¿Ocurre algo?
—No.
—Te encuentro... frío; pero sé cómo ayudarte.
La joven sonrió sensual, mientras tomaba la mano izquierda de Lowry para llevarla al audaz escote del vestido, posándola sobre uno de sus senos.
Entreabrió los labios buscando los de Ronald Lowry...
Le rodeó con sus brazos.
Apretujándose contra él.
Unieron sus bocas, pero Lowry no respondió a la fogosidad demostrada por la muchacha.
—¡Oh, Ronald...! ¿Qué te ocurre?
Lowry se incorporó para servirse un segundo vaso de whisky.
Retornó junto a Janice.
Forzó una sonrisa.
—He presentado mi dimisión en el CMI.
Janice quedó con la boca entreabierta.
Parpadeó repetidamente a la vez que una tenue palidez recubría sus mejillas.
—No..., no es cierto...
—Sí, Janice. No podía soportar más.
—¡Estás loco, Ronald! ¿Sabes lo que eso significa? El Control Médico Interno es un organismo del Gobierno. La dimisión voluntaria de cualquier funcionario de centro estatal es penada con el destierro, la prisión o incluso la muerte.
—Lo sé.
—¿Cuándo has presentado la dimisión?
—Hace unas horas. Al concluir mi jornada en el CMI.
—Puedes volver y...
—No, Janice. La he cursado a la sede central del Control Médico Interior mediante el ordenador. Ya se habrá recibido.
—Santo Dios...
—Dios... Es la primera vez que te oigo invocar su nombre, Janice. Le hemos olvidado. Dominamos la técnica. Somos semidioses... Ya no le necesitamos. Creamos vidas humanas en laboratorios y las destruimos en cámaras de gas.
—¿Qué estás diciendo?
—La verdad. En Texas-1, California-1, Colorado-1... En todas las supermegalópolis de New América existen los denominados Centros de Eutanasia. Ancianos, minusválidos, enfermos más o menos desahuciados son enviados allí por sus propios familiares. Un servicio costeado por el Gobierno. La familia se libra de un estorbo y en los Centros de Eutanasia la muerte es rápida y sin dolor. A primeros de año se inició la denominada «Operación Olvido». Se construyeron cientos de ciudades- jardín por todo el país. Destinadas a albergar a hombres y mujeres mayores de sesenta años. Ofrecían buena alimentación, cuidados, clima sano... Todo a cargo del Gobierno. Muy pocos ciudadanos se resistieron a la tentación de enviar allí a sus familiares seniles. ¿Conoces el destino real de aquellos ancianos, Janice? Los que sobrepasaban los setenta años de edad eran exterminados masivamente en cámaras de gas convenientemente camufladas. Los de edades comprendidas entre los sesenta y setenta servían de cobayas en los distintos centros de CMI existentes en New América.
—Eso es un secreto a voces, Ronald. Por supuesto que muy pocos creyeron en esas utópicas ciudades-jardín para ancianos. Sólo fue un reclamo para los incautos. La Tierra necesita administrar bien los ya escasos recursos de la naturaleza. Los alimentos sintéticos también son racionados. Yo apruebo la política del Gobierno exterminando a seres ya improductivos.
—¿También el experimentar con ellos?
—¿Por qué no? Con ello aumenta el caudal de ciencia médico. Mis padres no viven, pero aunque así fuera no cambiaría de opinión. Estamos superpoblados.
—Afortunadamente, no todos son de tu parecer.
Janice se levantó del sofá.
Irritada.
—¿Afortunadamente? ¿Para quién? Los alimentos naturales no están al alcance de todos. La población aumenta pese a las medidas de control. Hay guerras entre naciones para conseguir tierras más productivas, para ampliar sus aguas... New América debe estar alerta y aprovechar al máximo sus recursos. Esos millones de ancianos, dados los adelantos alcanzados por la Medicina, pueden sobrevivir y alcanzar fácilmente el promedio de los ciento veinticinco años de existencia. ¿Qué quieres, Ronald? ¿Alimentarles todo ese tiempo mientras vegetan improductivos? ¡Es necesario acabar con ellos! ¡El Gobierno debe eliminarles!
Lowry dirigió una despectiva mirada a la muchacha.
—Eso es lo que van a hacer, Janice. Mañana empieza la segunda fase de la «Operación Olvido». Ahora denominada «Operación Morituri». «Los que van a morir». Se dará un plazo de siete días para que todos los mayores de sesenta años se presenten en los centros de CMI. Los que no acudan voluntariamente serán exterminados en sus propios domicilios. Cazados como fieras por las ciudades.
—Una magnífica noticia.
—Empiezo a comprender tu postura, Janice. A ti te engendró una perra sarnosa.
Janice rió en burlona carcajada.
—¿Fue el conocer la «Operación Morituri» lo que te hizo dimitir?
—Sí. Eso unido a los experimentos llevados a cabo en los CMI. Yo soy un biólogo. Las enseñanzas recibidas y el modus vivendi me han insensibilizado; pero no hasta el punto de convertirme en un asesino de masas.
—Pobre estúpido... Con tu comportamiento vas a entrar a formar parte del grupo de los «morituri».
Como confirmando las palabras de Janice se abrió bruscamente la puerta del apartamento.
Sólo la Sección de Seguridad del Bloque 2.642 estaba en posesión de los duplicados de llaves de todos los apartamentos.
Y era precisamente el jefe de Seguridad del Bloque 2.642 el que había penetrado en la vivienda escoltado por tres control-men.
Sin mediar palabra alguna se abalanzaron sobre Ronald Lowry.
CAPITULO II
Era la primera vez que veía personalmente a David Reighan.
Jefe del Control Médico Interno de Kansas-1.
Un individuo de cuarenta años de edad. Cabeza rapada. Las lentillas corneales proporcionaban un siniestro destello a sus ojos.
—Tome asiento, Lowry.
Ronald Lowry se aproximó a la mesa.
Una butaca abatible surgió del suelo.
—Ahora mismo debería estar ya en los departamentos de Control Seguridad Interior, Lowry; pero su brillante historial me obliga a hacer una excepción. Hace dos años llegó al CMI después de superar minuciosas pruebas de selección. Su trabajo ha sido magnífico. ¿Qué le ha ocurrido, Lowry? ¿Por qué esa estupidez de presentar la dimisión?
—No estoy conforme con los métodos empleados en el CSI, señor.
David Reighan agrandó los ojos.
En su rostro una mueca de estupor.
—¿Cómo dice? ¿Que no está...? ¡Maldita sea! ¿Quién es usted para juzgar las directrices marcadas por el Gran Consejo de New América? ¡Aquí todos obedecemos!
—Mi conciencia no me permite secundar ciertos actos, señor.
Reighan parecía ir de sorpresa en sorpresa.
Después de repetir un gesto de perplejidad terminó por reír en estridente carcajada.
—¡Su conciencia...! Eso tiene gracia. En nuestra época los sentimentalismos están superados, Lowry. No podemos permitirnos esos... lujos. No sea ridículo. ¿Qué le ha impulsado a dimitir? ¿La «Operación Morituri»?
—Quise dimitir ya con anterioridad, señor. Al poco tiempo de mi ingreso en CMI. Coincidió con la destrucción de los hibernados del siglo XX. Aquello también fue una monstruosidad.
—Le creía más inteligente, Lowry. La monstruosidad se cometió precisamente en el siglo XX hibernando a todo aquel que podía costearse el proceso. Hombres, mujeres y niños hibernados con la esperanza de resucitar en el futuro.
—Muchos de ellos podían volver a la vida con los actuales adelantos médicos. Enfermedades letales en el siglo XX son ahora fácilmente superadas.
—Nuestros antepasados, junto con los hibernados, debieron colocar alimentos con radiaciones atómicas para su conservación.
—Igualmente se hubiera eliminado al hibernado.
—Cierto, Lowry —sonrió David Reighan con cinismo—; pero al menos dispondríamos de esos alimentos. En el siglo XX fueron muy malos administradores. Y nosotros pagamos ahora las consecuencias.
—El siglo XX no está muy lejano, señor. Mi padre me habló de ello. El conoció, aunque su recuerdo era muy vago, los United States of America, Me habló de la la libertad y de los derechos humanos.
—Oh, sí... Los United States of América. Un Gobierno débil que condujo al país a la I Guerra Bacilar. Que no supo equilibrar las riquezas de los Estados permitiendo que unos florecieran en la abundancia y otros padecieran miseria. Eso hemos heredado de los primitivos USA Actualmente, la V Autarquía de New América es consciente del error de sus antepasados y no caerá en ellos.
—¿Acaso imagina al pueblo contento?
—La masa jamás está satisfecha, Lowry; pero la dominamos y controlamos. Eso es lo importante para el buen funcionamiento de una nación. Los descontentos peligrosos son aniquilados de inmediato.
—¿Me encuentro entre ellos, señor?
David Reigham se reclinó en el sillón.
Los dedos de su diestra juguetearon tecleando sobre la mesa.
—Eso me temo, Lowry. He solicitado de mis superiores esta entrevista con la esperanza de hacerle cambiar de idea. Si reconoce haber cometido un error, únicamente será castigado con tres años de reclusión en un correccional. En caso contrario, entra dentro de la jurisdicción de Control Seguridad Interior. Las prisiones del CSI son extremadamente... incómodas. El Control Médico Interior es un organismo dirigido por el Gran Consejo. Eso significa que su dimisión, considerada por nosotros como deserción, puede ser penada incluso con la muerte.
—Mi cargo en el CMI no es suficiente importante para ello. No puedo revelar secretos vitales ni...
—Puede haber oído más de lo conveniente —interrumpió David Reighan—. Eso se sabrá después de los interrogatorios. También muy penosos, Lowry. Le aconsejo que recapacite. Compórtese como un hombre de ciencia. Usted sabe que debemos aprovechar al máximo los recursos existentes. La «Operación Morituri» es necesaria para nuestra supervivencia. Son hombres y mujeres improductivos que, una vez muertos, sí serán de ayuda al país. No sólo por el ahorro de alimento. La fabricación de superfosfatos, abonos... Son muchas las aplicaciones derivadas del cuerpo humano. Los huesos, los cabellos, la piel...
—Monstruoso.
—No, Lowry. Supervivencia. Esa es la palabra.
—No formaré parte de un complot de destrucción masiva.
—No hay otra solución.
—¡Sí la hay! —gritó Ronald Lowry incorporándose y apoyando las manos sobre la mesa—. ¡Austeridad! ¡Austeridad a todos los niveles! Empezando por las megaló polis número uno. ¿Por qué en Kansas-1 no están racionados los alimentos base? Aquí el despilfarro es desor bitado.
—Usted habitaba en Kansas-2. No debería quejarse, Lowry. ¿Conoce la bazofia que llega a Kansas-5?
—Es hora de suprimir privilegios. En algunas zonas, Kansas-7, Texas-8 o Arizona-6, entre otras; se podría aumentar los recursos si se suministrara la tecnología adecuada, ¿Por qué marginarles? Es el momento de...
David Reighan había pulsado un botón del panel de mandos acoplado a la mesa.
Se abrió una puerta de guillotina.
La aparición del individuo hizo enmudecer a Lowry.
Vestía totalmente de negro. Incluso el casco de fibra de vidrio. Del cinturón con luminosas cartucheras pendía un mortífero «Thunderbolt». La reglamentaria arma de los control-men.
El disco amarillo sobre el casco le catalogaba como sargento de los control-men de CSI.
—Le devuelvo a su prisionero, sargento.
—¿Alguna contraorden, señor?
David Reighan denegó.
Con la mirada fija en Lowry.
—Ninguna, Siga el procedimiento ordinario.
Dos hombres más de CSI esperaban fuera de la sala.
Ronald Lowry palideció.
Se hicieron cargo de Ronald Lowry.
Uno de los elevadores les condujo al helicóptero en la terraza del edificio.
Ronald Lowry fue introducido en un avión VTOL.
De cuatro plazas.
El aparato inició el despegue vertical.
—¿Puedo saber dónde me conducen?
El sargento de CSI giró en el asiento. Tras él se situaba Lowry y otro control-man.
—Por supuesto, Lowry. Su destino es la Prisión Especial de New América. En Lincoln-1.
Ronald Lory palideció.
A la Prisión Especial de New América sólo eran conducidos los condenados a muerte.
CAPITULO III
Lincoln-1.
La principal megalópolis de la nación. El único nombre de ciudad conservado a través del tiempo. Sede del Gobierno de la V Autarquía de New América, Los «bloques» más importantes de la megalópolis destinados a organizaciones oficiales. Un cinturón de seguridad envolvía la sede del Gobierno.
La Prisión Especial se encontraba dentro de aquella zona de seguridad.
Un edificio circular con infinidad de anexos. Como un ciclópeo pulpo. Totalmente aislado merced a una gigantesca cúpula geodésica. Disponía de quince helipuertos o entradas aéreas y doble número de accesos por tierra.
La Prisión Especial era dirigida y supervisada por el CSI. Sus funcionarios, también control-men, formaban una unidad especializada.
Ronald Lowry había sido conducido a una de las denominadas «salas de recepción».
Todo el personal de Prisión Especial lucía uniforme gris con casco de fibra de vidrio blanco.
—Desnúdate.
Lowry obedeció la orden del individuo situado tras el mostrador.
Uno de los guardianes recogió su ropa.
También fue obligado a despojarse de su reloj electrónico, de la pulsera indicadora de anomalías físicas y demás objetos personales.
—Firma aquí.
Aquel documento no era el resguardo de las prendas entregadas, sino su total renuncia al apartamento del Bloque-2.642 de Kansas-2 y la confiscación por el Gobierno de todos sus bienes.
—Me niego.
El hombre del mostrador sonrió.
Hizo una seña apenas perceptible.
Uno de los guradianes descargó la porra eléctrica sobre la desnuda espalda de Ronald Lowry. Este profirió un alarido de dolor. Cayó retorciéndose. Su cuerpo sacudido por violentas descargas que laceraban su cerebro.
El guardián le propinó un patadón al bajo vientre.
Un nuevo grito de dolor brotó de Lowry.
Boqueó.
Desesperadamente.
Le ayudaron a incorporarse.
—Firma aquí —dijo una vez más el individuo del mostrador con voz carente de inflexión.
Lowry dudó.
Terminó por tomar la pluma esferográfica y posar su nombre y número de identidad en el documento de renuncia.
Le fue entregado un uniforme rojo realizado en fibra de papel.
El hombre del mostrador tecleó en una computadora.
Unos números y letras aparecieron en la minipantalla.
—Pabellón B, sector 14 y celda 327.
Ronald Lowry abandonó la sala de recepción escoltado por dos guardianes.
Recorrieron varios túneles de piso deslizante hasta llegar a un elevador. Los guardianes eran escasos, pero sí abundaban los «ojos mágicos» que suministraban imagen al circuito cerrado de televisión.
La cabina inició el descenso.
El Pabellón B estaba situado en el subsuelo.
Lowry salió en primer lugar del elevador. Su paso fue detectado iluminándose pilotos de alarma. No ocurrió igual al paso de los dos guardianes.
El uniforme rojo era el programado para provocar la alarma.
Llegaron dos guardianes más.
—¿Qué celda le han destinado?
—La 327 del sector 14 —respondió uno de los individuos que escoltaban a Lowry.
El guardián que formulara la pregunta sonrió.
Con la mirada fija en Ronald Lowry.
—Eres un tipo con suerte.
Lowry, aunque intrigado por aquellas palabras, no hizo comentario alguno.
Los dos nuevos guardianes fueron los encargados de conducirle por el ancho corredor.
Se detuvieron frente a una puerta cuyos números luminosos formaban el 14-327.
Un guardián pulsó uno de los botones del mando control acoplado a su cinturón. La puerta se abrió automáticamente en una línea recta que iba desde el techo al suelo.
Ronald Lowry fue empujado al interior.
La doble hoja se cerró tras él.
La estancia era reducida. Dos literas. Un armario empotrado. Una bandeja receptora de alimentos y el contiguo cuarto de aseo de una sola pieza construido en material epóxido.
Todo aquello pasó desapercibido para Lowry.
Su mirada quedó fija en la muchacha que dormía en una de las literas. La abierta chaquetilla roja dejaba al descubierto los breves senos y el liso vientre. Las bellas facciones de su rostro relajadas por el tranquilo sueño.
Ahora comprendía el significado de las palabras del guardián.
Aquella joven era su compañera de celda.
No se sobresaltó al despertar y encontrarse con Ronald Lowry. Tal vez la tranquilizó su uniforme rojo. Igual al de ella.
—¿Quién eres?
Lowry sonrió.
—Puedes llamarme Ronald.
—Yo soy Amanda Wagoner. ¿Por qué estás aquí?
—Era biólogo en el Control Médico Interior. Presenté la dimisión.
—Todos los del Pabellón B somos científicos en mayor o menor grado. Yo soy doctora en Neurología. ¿Por qué presentaste tu dimisión? Era condenarte tu mismo.
Lowry se encogió de hombros.
—No me importó. Estamos controlados y dirigidos como animales. Una vida sin libertad carece de interés. El comienzo de la «Operación Morituri», consistente en el exterminio masivo de todos los mayores de sesenta años, me impulsó a dimitir. No quise seguir participando en sistemáticos planes de destrucción del ser humano.
Amanda sonrió.
Se incorporó quedando sentada al borde de la litera.
No se molestó en abotonar la abierta chaquetilla roja. Aquellos túrgidos senos eran un bello espectáculo.
—«Operación Morituri»... Tiene gracia.
—¿De veras?
—¿Sabes cuál fue mi delito, Ronald? Muy semejante al tuyo. Me negué a continuar colaborando con el doctor Steele y sus investigaciones para conseguir la inmortalidad. Un proyecto muy ambicionado por el Gobierno. Eso es lo que me resulta irónico. Tratar de lograr la inmortalidad cuando ya nos estorban los hombres y mujeres de sesenta años.
—La pretensión del doctor Steele es ilusoria.
—Eso creía yo también. No me importó colaborar.
Sería un gran triunfo vencer a la muerte. La teoría del doctor Steele se basa en el cerebro humano que, en el momento de nacer, posee unos quince millones de células nerviosas. De ellas alrededor de las diez mil mueren cada día. A la edad de sesenta años el cerebro lleva perdidas gran parte de sus células originándose el crítico estado senil y la posterior muerte. Deteniendo el desgaste de células, o incluso aumentándolas, se lograría la inmortalidad.
—¿Lo consiguió el doctor Steele?
—Experimentó biotécnicamente en el cerebro de un muchacho. Murió a los pocos días. Su caja craneana no soportó la sobredosis de células. Antes de fallecer sufrió horribles ataques de epilepsia.
—Lógico.
—El doctor Steele proyecta ahora un procedimiento hormonal que aumentará el potencial de células cerebrales. Piensa experimentar en recién nacidos. Fue entonces cuando me negué a seguir colaborando. Me han sentenciado a muerte. ¿Cuál es tu condena?
Lowry se acomodó en la litera.
Junto a la muchacha.
—Hasta hace pocas horas disfrutaba de un apartamento en Kansas-2. Con un trabajo envidiable. Al presentar mi dimisión al CMI fui detenido. El jefe del CMI en Kansas-1 trató de que rectificara mi postura. Al no conseguirlo me trasladaron a Lincoln-1. A la Prisión Especial de New América. Supongo que significa la muerte.
—La sentencia te será comunicada oficialmente después del interrogatorio con el alcaide.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí, Amanda?
—Cinco días. Siete es el plazo máximo para el cumplimiento de la sentencia. Cuando llegué había un hombre en la celda. A las pocas horas le ejecutaron.
—No comprendo cómo el pueblo soporta la tiranía del Gobierno. No hay libertad, ni justicia...
—¿No has soportado tú esta situación, Ronald? —interrumpió la joven con leve sonrisa—. Al igual que yo.
Durante años hemos contemplado todo tipo de injusticias. Nosotros mismos, con nuestra sumisión cobarde, hemos permitido el infinito poder y control de las diferentes autarquías que han gobernado el país. Nuestra rebelión de ahora es torpe e inútil.
Lowry mesó sus cabellos.
Nerviosamente.
—Sí..., nosotros somos los culpables...
—No te atormentes, Ronald. Ya no hay solución. Los dos estamos sentenciados. No amarguemos nuestros últimos momentos de vida.
—Nadie ha conseguido escapar de aquí, ¿verdad?
Los gordezuelos labios de Amanda sonrieron más ampliamente.
—No, Ronald. Ni siquiera se ha intentado. En tu traslado hasta aquí habrás comprobado parte del sistema de seguridad. Es sólo una pequeña parte. Aun saliendo del Pabellón B quedan otros complicados e infranqueables sistemas de seguridad electrónicos. En todas las celdas hay un objetivo captando nuestros movimientos y trasladando las imágenes a una unidad central del circuito cerrado. También micrófonos. Tal vez ahora nos estén observando.
Los grises ojos de Lowry recorrieron la reducida estancia.
—Bastardos...
—Olvidemos nuestra penosa situación, Ronald. ¿Tienes hambre? Ya han suministrado la cena, pero guardo...
—No, Amanda.
Quedaron en silencio.
Mirándose a los ojos.
—Sospecho que ésta va a ser mi última noche, Ronald. La V Autarquía, un mundo sin libertad, los derechos humanos pisoteados, un futuro sin esperanza... No quiero llevar tan desagradable recuerdo al Más Allá. De ésta, mi última noche, desearía un grato recuerdo.
Lowry no pronunció palabra alguna.
Sus manos se posaron en los hombros de la muchacha.
Lentamente hizo caer su chaquetilla roja.
Reclinó a Amanda sobre la litera. Con ambas manos abarcó su rostro. Besó los entreabiertos labios femeninos. Un suave preludio amoroso que pronto culminó en desenfrenada pasión. En volcánico deseo. Enfebrecidos y apasionados al máximo.
Con la desesperación que les proporcionaba el saberse condenados a muerte.
CAPITULO IV
Ya había amanecido.
¿O tal vez no?
No existía noción del tiempo.
Cada segundo, cada minuto, cada hora se convertía en interminable.
Amanda estaba en el cuarto de aseo.
Del aparato transmisor de alimentos sonó un agudo timbre por espacio de varios segundos. La bandeja receptora asomó de la pared portando dos recipientes de aluminio en forma de trípode conteniendo leche y dos sandwichs con envoltura vegetal también comestible.
Ronald Lowry tomó el trípode arrancando la anilla perforada.
Aquella leche artificial era nauseabunda.
Dejó el recipiente a medio consumir.
Se disponía a tumbarse nuevamente en la litera cuando se abrió la silenciosa puerta de la celda.
Dos guardianes quedaron bajo el umbral.
—Vístase —ordenó secamente uno de ellos.
Lowry obedeció ajustándose en pocos minutos el rojo uniforme.
Fue sacado de la celda y conducido a uno de los elevadores del Pabellón B.
La cabina le depositó directamente frente a una espaciosa sala amueblada por una semicircular mesa. En una de las paredes la bandera y el escudo de la V Autarquía de New América.
Tres hombres se situaban en la semicircular mesa.
Los guardianes retornaron en el elevador.
—Soy el alcaide de Prisión Especial —dijo uno de los individuos con fría voz—. A mi derecha Melvin Lathrop, jefe de Seguridad de este establecimiento penitenciario. A mi izquierda Neil Wilson, delegado del Control Médico Interior.
—¿Voy a ser juzgado?
La ironía de Ronald Lowry no pasó desapercibida.
—Está, aquí para responder a unas preguntas, Lowry —replicó el hombre del CMI—. No es necesario juzgarle. Usted mismo se ha autosentenciado. Su traición no quedará sin castigo. Ha quebrantado los postulados de fidelidad al CMI y menospreciado la generosa oferta de rectificación que le formuló su superior en Kansas-1.
—Sólo me arrepiento de haber servido al Control Médico Interior en estos dos últimos años.
Los tres individuos contemplaron perplejos a Lowry.
El alcaide intervino:
—Modere sus palabras, Lowry. Ciertas insolencias pueden resultarle muy caras.
—Voy a morir, ¿no? ¿Qué más daño pueden hacerme?
—Hay muchas formas de morir —dijo Melvin Lathrop con siniestra sonrisa—. ¿Recuerda a Lou Stanley? Intentó asesinar a nuestro presidente. Ya hace un año de eso. Stanley fue sentenciado a muerte. La gravedad de su delito era merecedora de riguroso castigo. Lou Stanley está siendo ejecutado lentamente. Lleva ya once meses de suplicio. De dolorosa agonía. Ni su mente ni su cuerpo conocen un segundo de reposo.
—Hijos de perra...
—Me temo que el prisionero no está muy dispuesto a colaborar, Wilson —comentó el alcaide—. ¿Quiere que se le inyecte el suero de la verdad?
Neil Wilson denegó con un movimiento de cabeza.
—No resultaría. Ronald Lowry trabajaba en la III Planta de Experimentación del CMI en Kansas-1.
Allí todo el personal es inmunizado contra ese tipo de sueros con el fin de que no revelen datos en el caso de caer en manos de enemigos del Gobierno.
—¿Son considerados red Secret los trabajos de esa III Planta de Experimentación?
—No, alcaide; aunque Ronald Lowry pudo averiguar algo por su cuenta.
—¿Qué dice a eso, Lowry? —interrogó el jefe de Seguridad de Prisión Especial.
Ronald Lowry escupió despectivo.
Fue su única respuesta.
—Va a pagar sus insolencias —enrojeció el alcaide—.
—Déjemelo a mí —interrumpió Melvin Lathrop—. Me encargaré personalmente de él.
El hombre del CMI se reclinó en el asiento.
—Desisto de interrogarle. Estamos investigando en el círculo de amistades de Ronald Lowry. Muy limitado por cierto. Si se fue de la lengua pronto lo sabremos. Sólo mantenía relaciones íntimas con una tal Janice Cardiff. Como medida de precaución la hemos sometido a un «vacío de cerebro».
Ronald Lowry apretó con fuerza las mandíbulas.
Conocía el significado de aquel «vacío de cerebro». Un tratamiento que convertía al ser humano en autómata.
—¡Malditos...! ¡Janice comulgaba con vuestra fanática doctrina! ¡Ella no...!
Lowry se había aproximado a la semicircular mesa. Furioso.
Con ánimo de abalanzarse sobre los tres individuos.
Bruscamente tropezó con una invisible pared. El choque le hizo retroceder tambaleante, aunque sin llegar a caer.
Los tres hombres rieron a carcajadas.
Se hallaban protegidos por una invisible barrera de ionización magneticomolecular.
El alcaide pulsó un botón del panel de mandos.
A los pocos segundos se abrió la puerta del elevador Dos guardianes se hicieron nuevamente cargo de Ronald Lowry.
Retornaron al Pabellón B.
Pocas yardas antes de llegar a la celda 327 se cruzó con Amanda.
La muchacha iba escoltada por dos guardianes cuyos cascos de vidrio tenían la peculiaridad de lucir la insignia de una calavera.
—Amanda...
La joven le dedicó una sonrisa.
—Adiós, Ronald. Ya es mi turno. Gracias por...
—¡Cierra la boca! —Uno de los guardianes de la calavera empujó con violencia a Amanda—. ¡Camina! Lowry no pudo controlarse.
Ciego de ira se abalanzó sobre el guardián.
Aquel súbito ataque por sorpresa le permitió arrebatarle la porra eléctrica.
La descargó sobre el rostro del guardián.
En los ojos, nariz y boca,
El único hueco al descubierto que dejaba el casco protector.
Una y otra vez hasta que los demás guardianes se abalanzaron sobre Lowry inmovilizándole.
Ronald Lowry ya no se resistió.
Contempló sonriente al guardián que yacía en el suelo. Con el rostro endrino. Quemado por las brutales descargas eléctricas.
Uno de los individuos se inclinó sobre el caído accionando su pulsera detectora. La minipantalla no se iluminó. Sin funcionar ninguno de los indicadores.
—Está muerto...
—¡Llevadle a su celda! —gritó uno de los guardianes con soez maldición—. Yo informaré a Melvin Lathrop.
Ronald Lowry fue arrastrado hacia la celda.
Amanda también era conducida por el largo corredor.
Sus miradas se encontraron por última vez.
En la mente de Lowry quedaron grabados los llorosos ojos de la muchacha, su dulce sonrisa de despedida, sus serenas facciones enfrentándose con dignidad a una muerte injusta...
Lowry entreabrió los labios.
Sus palabras fueron un tenue susurro:
—Hasta pronto, Amanda...
* * *
Ronald Lowry apenas permaneció un par de horas en la celda.
Fueron a buscarle cuatro individuos.
Cuatro guardianes con una calavera dibujada en el casco de vidrio.
Los mensajeros de la muerte.
El ataque al guardián sin duda había acelerado la ejecución.
Abandonaron el Pabellón B.
Después de recorrer varias secciones de la Prisión Especial fue introducido en una sala de paredes abovedadas.
Una camilla se hallaba acoplada a una pista deslizante en aquel momento sin funcionar.
Ronald Lowry fue obligado a desnudarse.
Le acomodaron en aquella extraña litera mecánica. Automáticamente surgieron unas anillas que sujetaron sus tobillos, muñecas y cuello. Inmovilizándole totalmente.
Los cuatro guardianes abandonaron la sala.
Ronald Lowry quedó largos minutos en aquella siniestra estancia.
Solo.
La plataforma deslizante iba de pared a pared. Al entrar en funcionamiento accionaría sin duda camufla das puertas.
Apareció Melvin Lathrop.
El jefe de Seguridad de Prisión Especial.
Con una ficha perforada en su diestra.
Sonrió.
—Has tenido suerte, Lowry. Nos hemos decidido por una muerte dolorosa, pero rápida. El atacar y dar muerte al guardián nos indicó tu peligrosidad. Individuos como tú deben ser exterminados cuanto antes.
—No esperes oír súplicas de piedad.
—Por supuesto que no, Lowry. Demasiado sabes que resultarían vanas. Te encuentras en una de las cámaras de ejecución más espeluznantes de Prisión Especial. Utilizamos muchos métodos de ejecución. Todos ellos de una refinada crueldad, pero esta sala es mi favorita.
—¡Termina de una vez, verdugo!
Melvin Lathrop volvió a sonreír.
Contempló superficialmente la ficha perforada.
Allí figuraba el nombre de Ronald Lowry, tipo de delito cometido, fecha de ingreso en la Prisión Especial..., y la fecha de la ejecución.
Melvin Lathrop introdujo la ficha en un computador portátil situado bajo la plataforma.
Pulsó un botón.
—Tu ficha está siendo transmitida a un ordenador central, Lowry. Figuras ya como ejecutado. ¿Método utilizado? La «Cámara de Trituración».
Lowry sintió un nudo en la garganta.
Por unos instantes su corazón dejó de latir.
Paralizado por el terror.
Se esforzó en que sus facciones no delataran su estado de ánimo. No quería proporcionar a Melvin Lathrop aquel sádico placer.
—Supongo que deduces el significado de «cámara de trituración», ¿verdad, Lowry? Una máquina dentada triturará tu cuerpo hasta convertirlo en una masa deforme. Una desagradable muerte aunque con un bello destino. Sí, amigo Lowry. Después de muerto prestarás ayuda a tus conciudadanos más necesitados. ¿Conoces la carne enlatada que el generoso gobierno de la V Autarquía proporciona a las megalópolis inferiores a un precio reducido? ¿Adivinas nuestra fuente de abastecimiento?
Por unos instantes fue incapaz de reaccionar.
Mientes... ¡Mientes, bastardo!
Lathrop rió en desaforada carcajada.
Accionó una palanca.
La pista deslizante entró en funcionamiento arrastrando consigo la camilla donde se hallaba Lowry. Este, con el rostro desencajado, pugnaba inútilmente por librarse de las anillas que le inmovilizaban.
—¡Malditos...! ¡Malditos...!
La abovedada pared se abrió automáticamente para recibir a Ronald Lowry.
Sus gritos ya no fueron audibles desde la sala.
Engullido por aquella gigantesca boca la puerta volvió a cerrarse.
La alfombra transportadora realizaba su recorrido por túneles iluminados por pilotos rojizos.
Al final brillaba un foco de luz opalescente.
El ruido llegó hasta Ronald Lowry.
Con intensidad.
La pista trazó ahora un pronunciado descenso.
Fue entonces cuando Ronald Lowry pudo divisar parte de la gigantesca máquina trituradora.
Se aproximaba a ella.
Hacia una de sus entradas.
Ronald Lowry cerró los ojos
Y se encomendó a Dios.
Al Dios olvidado.
CAPITULO V
La voz llegó audible.
Procedente del cerebro de Ronald Lowry.
Sí.
Aquella voz sonaba en su mente:
—Ronald..., escucha con atención..., dentro de quince segundos llegarás a la boca de la máquina, La camilla quedará vertical junto a la entrada y las anillas se abrirán para dejarte caer al interior; pero yo haré que quedes libre unos instantes antes. Deberás incorporarte y saltar esquivando la boca de entrada. Puedes aferrarte a cualquiera de los salientes. Preparado, Ronald...
Lowry había abierto los ojos.
Parpadeó repetidamente.
Aquellas palabras no eran imaginación suya.
Las había oído perfectamente.
Sin embargo...
—¡Ahora, Ronald!
Lowry obedeció instintivamente aquella orden.
Estaba a menos de una yarda del orificio de entrada a la terrorífica máquina. La plataforma realizaba un brusco descenso dejando la litera en vertical; pero Ronald Lowry ya no estaba sobre ella.
Las anillas se habían abierto instantes antes.
Tal como dijo la misteriosa voz.
Y Lowry saltó.
Con una agilidad y reflejos que difícilmente volvería a repetir. Acuciado por la perspectiva de una horrible muerte.
Quedó aferrado a uno de los salientes metálicos la máquina trituradora. Aquella parte visible del arte facto tenía forma cónica. Con protuberancias esféricas en la superficie.
La cinta transportadora empezó ahora a funcionar en sentido opuesto.
Alejándose la vacía camilla.
—Ronald...
De nuevo la voz.
Aquella voz en su cerebro.
—¿Quién eres? —inquirió Lowry con el cuerpo bañado en frío sudor—. ¿Cómo puedes...?
—No es momento adecuado para preguntas, Ronald Ahora verás aparecer una cabina teleférica. Es la utilizada por los mantenedores de la máquina triturador para reparar las averías en las bocas receptoras. Suba a ella.
En efecto.
A los pocos segundos surgió por una guía-raíl aérea una cabina esferoide que se detuvo junto a la entrada de la máquina trituradora.
Ronald Lowry subió rápido a la cockpit.
El aparato entró nuevamente en movimiento.
Deslizándose silenciosamente por la guía-raíl.
Tras unas doscientas yardas de recorrido en horizontal un automático cambió la dirección permitiendo el ascenso de la cabina.
Una doble hoja metálica en el techo se abrió al con tacto con el móvil esférico.
La sala receptora de aquellas cabinas era amplia Con una potente iluminación que obligó a Ronald Lowry a entornar los ojos. Parpadeante.
Y aún parpadeó más por la presencia de la mujer Joven.
De extraordinaria belleza.
Lucía un traje-pantalón de una sola pieza en poliuretano. Ceñido a su cuerpo como una segunda piel. Resaltando con todo detalle cada una de sus provocativas curvas. Complementaba su vestimenta con una capa negra y botas altas de igual color.
—¡Rápido, Ronald! ¡Sígueme!
—¿Eras tú quien me hablaba?
La muchacha arqueó las cejas.
—Acabo de llegar para proporcionarte la salida de Prisión Especial. Cumplo órdenes.
—¿De quién? ¿Quién eres tú?
—Más tarde recibirás todo tipo de explicaciones, Ronald. Ahora sígueme. No hay tiempo que perder.
—Estoy... estoy desnudo.
La muchacha, sonrió.
—No te preocupes por mí, Ronald. Prometo no mirarte. Sígueme.
Ronald Lowry dudó.
Una fracción de segundo.
De inmediato salió de la cabina corriendo tras los presurosos pasos de la joven.
En aquella sala de alineaban infinidad de cabinas esféricas, máquinas portátiles y herramientas automáticas. Llegaron a un montacargas.
—Adentro, Ronald. Aquí tienes ropa.
Lowry se precipitó sobre el envoltorio situado en el suelo del elevador.
La muchacha pulsó uno de los mandos del tablero. —He accionado el dispositivo de descenso lento. Tienes dos minutos para vestirte.
Ronald Lowry se ajustó un pantalón de fibra elástica muy ligera. Al igual que la chaquetilla. Calzó botas de altas cañas. Y el cinturón.
Un cinturón con «Thunderbolt» incorporado.
—El casco, Ronald.
Lowry tomó también el casco de vidrio,
En él aparecía grabada una «S» encerrada en un círculo negro.
—¿De qué voy disfrazado?
—Eres un control-man de escolta personal. No tepreocupes por más y limítate a mantener la boca cerrada.
—Si me hacen alguna pregunta o...
—No ocurrirá eso. Los control-men de escolta personal son todos mudos. Se les somete a una operación que asegura contundentemente su discreción.
El montacargas se había detenido.
Abandonaron la cabina.
Ronald Lowry siguió a la muchacha por diferentes salas. Se cruzaron con varios funcionarios de Prisión Especial.
Nadie les cortó el paso.
Llegaron a una estación subterránea.
Una línea privada de subway destinada a altos funcionarios de Prisión Especial.
Un aerodinámico vehículo de tres plazas esperaba e el andén.
—Al asiento de atrás, Ronald —susurró la muchacha— A partir de ahora no pronuncies una sola palabra. Ocurra lo que ocurra.
Lowry obedeció situándose en el solitario asiento trasero.
La joven se acomodó en uno de los delanteros.
Manipuló en el avisador de ruta proporcionando lo datos para la conducción automática del vehículo.
Consultó su reloj de pulsera.
Sus bellas facciones mostraron cierta inquietud.
A los pocos minutos en su rostro asomaba una leve sonrisa.
Ronald Lowry siguió la mirada de la muchacha.
Palideció.
Un individuo se aproximaba al vehículo.
El pasajero que esperaban.
Melvin Lathrop.
El cruel jefe de Seguridad del Pabellón B.
* * *
El trayecto, aunque breve y rápido, se hizo interminable para Ronald Lowry.
Permaneció rígido.
Expectante.
Con la frente perlada en sudor.
Sin comprender nada de cuanto ocurría.
Melvin Lathrop le había dirigido una indiferente mida al subir al vehículo.
Forzosamente tuvo que reconocerle.
Y sin embargo, permaneció impasible.
¿Por qué?
¿Qué significaba todo aquello?
El vehículo detuvo su marcha en el andén subterráneo del Building-8 perteneciente al Bloque-PE. Un grupo de edificios destinados a albergar a funcionarios de Prisión Especial.
Descendieron del vehículo.
En aquel parking subterráneo había varios tubo-elevadores que conducían a las diferentes plantas del Building-8.
Melvin Lathrop se despidió de la muchacha introduciéndose en uno de los elevadores.
—Bien, Ronald. Ya puedes hablar. En el vehículo de Prisión Especial hay micrófonos ocultos cuyo emplazamiento ignora el propio Melvin.
—Melvin Lathrop...
—Sí, Ronald —sonrió la joven, interrumpiendo a Lowry—. Es uno de los nuestros. Uno de los mejores. El brazo derecho de «El Gran Guía». Vamos a mi apartamento. Allí estaremos más tranquilos y responderé a todas tus preguntas. Comprendo que tu mente esté aturdida.
—Dime al menos tu nombre.
—Lavina.
—Gracias, Lavina. Hoy he vuelto a nacer.
Atravesaron varios túneles.
La indumentaria de Ronald Lowry parecía facilitarle el paso por todos los controles de seguridad existente en torno al Bloque-PE.
Minutos más tarde abandonaban aquel riguroso cinturón de seguridad que envolvía los edificios gubernamentales.
Salieron a la superficie.
Las calles de Lincoln-1 no aparecían muy animadas Los establecimientos de diversión semidesiertos. La afluencia de pasajeros a los transportes públicos era casi nula.
Sí abundaban los gigantescos celulares de Contro Seguridad Interior patrullando por calles y avenidas.
De un edificio cercano sonaron varias detonaciones.
Surgieron varios control-men arrastrando los cadáveres de cinco ancianos. Fueron introducidos en uno de los vehículos blindados. Arrojados junto a otros cadáveres.
—¿Qué significa...?
—La «Operación Morituri», Ronald. En Lincoln-1 no se ha dado plazo. Los mayores de sesenta años que no se presenten voluntariamente en los lugares difundidos por los medios de información son aniquilados allí donde se encuentren. Los familiares que les oculten sentenciados a diez años de prisión. Se puede decir que la caza ha empezado en todo el país.
—Tenemos que hacer algo. Es inhumano el...
—Lo haremos, Ronald. Ya estamos preparados. «El Gran Guía» te ha asignado a ti la principal misión.
—Estoy dispuesto a todo. ¿Qué debo hacer?
La joven fijó sus ojos en Lowry.
—Tu misión es matar al presidente de la V Autarquía de New América.
CAPITULO VI
El apartamento de la muchacha era similar al que Ronald Lowry habitara en Kansas-2. Tipo standard. Uniones, juntas y revestimientos realizados con materiales y adhesivos plásticos. Fácilmente desmontable.
Lavina había preparado una esmerada cena.
—¿Quieres algo más, Ronald?
—¡No...! Hacía tiempo que no degustaba una comida tan exquisita. Todo estaba delicioso.
—Es lógico que encuentres todo maravilloso. Hace pocas horas estabas en la «Cámara de Trituración» de Prisión Especial.
Cierto. El fantasma de la muerte no es agradable. Todos deseamos vivir. Aun en el infierno de New América.
—Todo el mundo actual es un infierno. Creación del hombre. Hambre, guerras, miseria... New América sigue manteniendo su tradicional superioridad sobre el resto de las naciones. ¿Imaginas cómo estarán en Uniáfrica, en los Estados Unidos de Europa...?
—Hemos transformado la Tierra en un gran estercolero.
Lavinia sonrió.
Buena definición. Espérame en el salón. Allí encontrarás tabaco y bebidas. Voy a cambiarme de ropa.
La joven abandonó la cocina.
Ronald Lowry pulsó el automático que hacía desaparecer la abatible mesa. También el refrigerador termoeléctrico quedaba oculto al no ser utilizado. El resto de los aparatos, equipo cocina, lavadora de platos y trituradora de desperdicios formaban una sola unidad.
Lowry pasó al salón.
Descubrió el esférico mueble-bar y la tabaquera.
Se decidió por un brandy.
Con un cigarro en los labios se acomodó en el sofá.
Lavina llegó a los pocos minutos.
Con una larga túnica transparente. Ninguna otra prenda, El cuerpo femenino se mostraba provocativo bajo la hialina tela.
La muchacha se sentó junto a Lowry.
—Bien, Ronald. Reconozco que has sido muy paciente. Ahora ya puedo responder a todas tus preguntas. ¿Por dónde empezamos?
—¿Quién es «El Gran Guía»?
Lavina rió divertida.
—Sospechaba que ésa iba a ser tu primera pregunta. La única que no puedo responder. Desconocemos la identidad de «El Gran Guía». Sin duda es alguien de extraordinarios poderes que, descontento con la reinante tiranía, quiere derrocar la V Autarquía e implantar en el país un sistema de gobierno semejante al utilizado a finales del siglo XX. Con los derechos del hombre nuevamente en vigor, con su libertad y dignidad...
—Es imposible derrocar al Gobierno.
—Lo sería sin «El Gran Guía». El nos dirige. Nos llevará a la victoria. Tenemos adictos introducidos en los más importantes organismos oficiales. En la sede de CSI, en el Control de Defensa Exterior..., e incluso en The Hothouse. »
Lowry succionó el cigarro.
Pensativo.
Por The Hothouse se conocía familiarmente a la residencia oficial del presidente de la V Autarquía.
—¿Y en las restantes megalópolis?
—Sólo en las principales. Kansas-1, Colorado-1, Mis souri-1, Ohio-1... Un centenar de hombres en cada una de ellas. Es aquí donde disponemos de mayor número de fieles.
—Ignoro cuál puede ser el plan de... «El Gran Guía» para derrocar al Gobierno; pero no resultará. Cualquier rebelión, de no ser masiva, será aplastada.
—El pueblo está dominado por el terror, Ronald. Sin atreverse a levantar cabeza por miedo a las represalias. Considera a la V Autarquía intocable. ¿Qué ocurriría si ve al todopoderoso Gobierno sufrir continuos ataques que minaran su autoridad?
—¿Ese es el plan?
—Parte de él. Atacar a la V Autarquía en sus puntos más vulnerables y despertar así la conciencia del pueblo. Hay muchos descontentos, Ronald. La «Operación Morituri» está colmando el vaso. ¿Crees acaso que los mayores de sesenta años no nos apoyarían?
—¿Un ejército de ancianos? —sonrió Lowry con amarga ironía.
—Sí, Ronald. Un ejército de ancianos..., armados con las más poderosas armas. Las más modernas. Muchas de ellas incluso desconocidas para los hombres de Control Defensa Exterior.
—¿Cómo es posible eso?
—Obra de «El Gran Guía».
—Me gustaría hablar con él.
—El ya lo ha hecho, Ronald. Fue «El Gran Guía» quien llegó a tu mente en los túneles de la máquina trituradora para decirte lo que tenías que hacer.
—¿Telepatía?
—Los poderes extrasensoriales de «El Gran Guía» son ilimitados. Puede establecer «contacto» con cada uno de nosotros a un mismo tiempo. No importa el lugar o la distancia. Cuando llegue el momento de actuar todos recibiremos órdenes simultáneamente. Al unísono.
—¿Conoce Melvin Lathrop a «El Gran Guía»?
—No. Nadie le conoce. Nadie le ha visto.
—¿Siempre se comunica con vosotros telepáticamente?
—Sí.
—No me gusta un jefe que permanece en las sombras.
—¿Crees que en un gobierno como el de la V Autarquía se puede actuar al descubierto? Ahí tienes el caso de Melvin Lathrop. Jefe del Pabellón B de la Prisión Especial. Alabado por sus superiores por su refinada crueldad. Debe obrar así para no despertar sospechas. Fue Melvin Lathrop quien sugirió la «Cámara de Trituración». El único lugar donde podía camuflarse tu muerte. La máquina está continuamente recibiendo... material. De todos los pabellones de Prisión Especial. El número de ejecuciones diarias es escalofriante.
—¿Por qué fui yo el seleccionado?
—Lo decidió «El Gran Guía» después de tu interrogatorio con el alcaide.
Lowry rió.
Algo nerviosamente.
—¿Está en todas partes?
Lavina no respondió.
Limitándose a una enigmática sonrisa.
—Mañana a primera hora se presentará aquí Melvin Lathrop para hablar contigo. Creo que el momento de actuar ha llegado.
—¿Por qué no hemos ido al apartamento de Melvin?
—Melvin Lathrop, como todos los funcionarios directamente vinculados a CSI, está sometido a vigilancia. En su apartamento hay micrófonos y cámaras por doquier. Yo soy una de sus secretarias particulares. La más insignificante.
—¿Quién nos asegura que aquí no hay micrófonos?
—«El Gran Guía». El lo investigó.
—Admito mi profunda admiración por tan misterioso personaje. Debe ser un superdotado. Será un honor servirle. Dame más datos sobre mi misión. No dudaré en cumplirla.
—Melvin te pondrá al corriente de todo. Yo nada más puedo decirte. Ahora necesitas descansar. Apuesto a que desde tu detención no has pegado ojo. ¿Quieres tomar un baño antes de dormir?
—Sí, gracias. Lo necesito.
Lowry fue tras la muchacha.
Al cuarto de baño contiguo al dormitorio.
—Melvin te traerá mañana ropa adecuada, Yo aquí nada puedo ofrecerte; aunque puedes cubrirte con uno de mis anchos albornoces de baño. Los encontrarás en el armario.
Ronald Lowry prolongó el confortable baño por espacio de veinte minutos. Lo culminó con la ducha-masaje.
Del armario mural tomó un albornoz al azar.
Le resultó ajustado y corto.
Salió del cuarto de aseo.
Lavina estaba ya sobre el lecho. Se había despojado de la túnica. Cubría su desnudez con la fina sábana.
Rió divertida al ver a Lowry.
—Te sienta muy bien, Ronald.
—Ya me he percatado —sonrió también Lowry—. Buenas noches, Lavina.
—¿Adonde vas?
—Pues... al salón.
—No es necesario, Ronald —murmuró la joven, deslizando la sábana—. ¿Por qué no aquí?
Lowry se aproximó.
Al llegar junto a Lavina dudó.
Fue al descubrir el brillo en los ojos de la muchacha. Un extraño destello. Enigmático. Difícil de catalogar. Una mirada que, aunque de fuerte intensidad, no parecía delatar sentimiento alguno.
Era como la fría mirada de un muerto.
La indecisión de Lowry se borró al sentir los brazos de Lavina en torno a su cuello. Atenazándole contra si y ofreciendo sus carnosos labios.
Sin embargo, aquella mirada...
CAPITULO VII
Melvin Lathrop sonrió.
—Espero disculpes el mal momento que te hice pasar, Ronald.
—De todo corazón. Fue en verdad alucinante. Diabólico. Te ensañaste conmigo, ¿no?
—En absoluto. Seguían nuestros movimientos por televisión en circuito cerrado. Afortunadamente no hay «ojos mágicos» en el túnel que conduce a la máquina trituradora. De ahí que aconsejara llevar a la práctica ese método de ejecución. Contigo demostré mi habitual crueldad. Sin exagerar. Tengo fama de hombre frío. Alterar costumbres resulta sospechoso. Los mandos supremos de Prisión Especial son muy suspicaces.
Ronald Lawry tragó saliva.
Con dificultad.
—Entonces... ¿no era mentira?
—¿A qué te refieres?
—Al destino de los ejecutados en la máquina trituradora.
—Es cierto, Ronald. Una monstruosidad más de la V Autarquía. Algo realmente espeluznante. El Gran Consejo aprobó la orden del presidente hace ya más de un año. La carne humana triturada en la máquina es aderezada con otros condimentos y enlatada, Todo bajo riguroso control sanitario. Se destina a precios bajos en las megalópolis inferiores. Es red secret, Muy pocos conocen la procedencia de las latas.
—¿Cómo es posible? ¿Cómo se puede llegar hasta ese extremo? ¿Acaso estamos gobernados por engendros de Satanás?
—La política de la V Autarquía está acentuando la crisis, Ronald. La situación pronto será insostenible. Los recursos actuales en explotación terminarán por agotarse. Los infrahumanos métodos del Gobierno, a los que se une la «Operación Morituri», sólo lograrán demorar el trágico desenlace. Hay zonas de la nación que convenientemente potenciadas resultarían productivas; pero el Gobierno teme esa industrialización.
—Estoy de acuerdo contigo, Melvin.
Lavina penetró en el salón portando una bandeja. En las tazas sendas pastillas de café. Añadió agua caliente.
La muchacha compartió la mesa junto con Lowry y Lathrop.
—¿Le has adelantado algo de nuestros planes, Lavina? —inquirió Melvin Lathrop.
—Sólo su misión.
Lathrop entornó los ojos.
Fijos en Lowry.
—¿Estás dispuesto a ello, Ronald?
—Sí.
—Hoy mismo empezaremos la lucha, Ronald. Ya es imposible permanecer así por más tiempo. Las atrocidades de la V Autarquía se suceden. Ahora quieren acelerar y llevar a la práctica los experimentos del doctor Steele.
Lowry dio un respingo.
—¿El doctor Steele?
—Sí, Ronald. Aparentemente ha logrado sus propósitos. La inmortalidad es ya un hecho.
—¿Qué diablos pretende el Gobierno? ¡No lo comprendo! Extermina a los ancianos, adopta severas medidas de control de la natalidad y...
—Es muy sencillo, Ronald —interrumpió Lathrop, endureciendo sus facciones—. Sencillo y diabólico. El problema actual es la falta de recursos para mantener nuestra superpoblación, ¿no? Imagina a New América habitada por unos pocos millones de seres humanos.
Hombres y mujeres que el Gran Consejo de V Autarquía seleccionará. Unos pocos millones de habitantes que serán tratados con la fórmula del doctor Steele. Ellos serán los inmortales.
—Pero... ¿y el resto?
—La V Autarquía está madurando un plan de exterminio masivo a corto plazo. Empezará por las megalópolis inferiores. Un virus en los suministros de agua o cualquier otro procedimiento. Epidemias que el Control Médico Interior no atajará. Millones de muertos. Sólo quedarán ellos. Los seleccionados. Y entonces sí contarán con recursos en abundancia.
—Eso no... no pueden hacerlo...
—Lo impediremos, Ronald. Vamos a aplastar a la V Autarquía. Terminaremos con su reinado de terror. Hoy es el gran día. Vamos a sembrar el caos en los miembros del Gobierno. Todo el país conocerá la vulnerabilidad de la V Autarquía. Nuestro primer trabajo será precisamente la Prisión Especial.
—¿Con cuántos hombres contamos?
Lathrop sonrió.
—Muchos, Ronald. Alrededor de los tres mil.
Lowry no pudo reprimir una mueca de asombro.
Las burlonas sonrisas de Lathrop y Lavina le hicieron comprender.
—Los ancianos.
—Correcto, Ronald. Miles de ancianos están siendo recluidos en zonas de concentración. En espera de la muerte. No dudarán en empuñar un arma. Nosotros se las proporcionaremos.
—Morituri... «Los que van a morir...»
—Todo saldrá bien, Ronald.
Lowry sonrió.
Fríamente.
—No tengo miedo, Melvin. No me importa formar parte del grupo de «morituri». Ya estamos sentenciados. Hemos vivido sometidos como perros. Es tiempo de morir como hombres.
Melvin Lathrop no lucía uniforme de control-man.
Largo chaleco, camisa de poliuretano gris, cinturón cartuchera y pantalón embutido en botas de altas cañas.
La indumentaria proporcionada a Ronald Lowry era similar.
Lathrop pilotaba un «Titania».
Un auto capaz de alcanzar velocidades vertiginosas.
Ya estaban fuera de la megalópolis de Lincoln-1.
—¿Adonde nos dirigimos, Melvin?
—A la Granja-L-56. Un campo de concentración. Es el más distante, pero ajeno al cinturón de seguridad de Lincoln-1. Según mis noticias alberga ya a unos seis mil ancianos. De las diferentes «granjas» son luego trasladados en grupos a los campos de exterminio de CSI, CDE, Prisión Especial y otros.
—¿Cómo conseguiremos entrar?
—Con mi ficha. ¿Olvidas que soy alto funcionario de Control Seguridad Interior?
—Eso te situará abiertamente en contra del Gobierno.
—Tengo un plan para actuar sin ser descubierto; aunque tampoco me inquieta quedar al margen de CSI.
—¿Por qué no eres más explícito conmigo, Melvin? ¿Cómo vamos a sacar y transportar a tres mil ancianos en un ataque contra Prisión Especial?
—Sobre el terreno irás conociendo el plan.
—Pero...
—Ya estamos llegando, Ronald. Con mi ficha será suficiente, pero si solicitan la tuya no dudes en entregarles la que te he proporcionado. Te cataloga como sargento de CSI destinado en Prisión Especial.
La Granja-L-56 consistía en dos longitudinales naves rodeadas de alta muralla electrificada.
También los funcionarios de las granjas dependían de Control Seguridad Interior.
Cuatro centinelas custodiaban la entrada al recinto.
Uno de ellos, con una lanzafuego «Upton» en posición de disparo, se aproximó al auto.
Melvin Lathrop le tendió una circular ficha plastificada.
El centinela giró sobre sus talones dirigiéndose a la cabina de guardia existente junto a la entrada.
—¿Qué ocurre, Melvin? ¿Problemas?
—Tranquilo. Mi ficha será introducida en un aparato identificador. El ordenador central le proporcionará mis datos y en pantalla aparecerá mi fotografía. Simple rutina.
—Si piden mi ficha comprobarán que es falsa.
—¿Falsa? Jamás cometería el error de proporcionarte una ficha falsa. Es imposible duplicarlas. Una ficha falsa sería de inmediato rechazada por el identificador. La fotografía, reproducida sería la tuya, Ronald. Ha sido suministrada a la memoria del ordenador central.
—Eso es imposible.
Lathrop sonrió enigmático.
—Para cualquiera de nosotros, pero no para «El Gran Guía».
Ronald Lowry iba a añadir algo, pero enmudeció ante el retorno del centinela.
—¿Cuál es el motivo de su visita, señor Lathrop? —interrogó el guardián a la vez que devolvía la ficha.
—Quiero hablar con el comandante.
—Transmitiré sus deseos, señor. Pueden pasar.
El centinela hizo una seña con el brazo izquierdo.
El «Titania» reanudó la marcha adentrándose por una especie de túnel de reducida longitud.
Salieron a la circular explanada.
Las dos naves en el centro.
Una casa prefabricada se alzaba a poca distancia de la muralla.
Un centinela junto a la puerta.
Era el único guardián visible.
Melvin Lathrop había estacionado junto a otro auto. También se alineaban tres vehículos todo terreno y dos camiones de transporte.
—¿Están en los pabellones?
—Sí, Ronald. Unos seis mil ancianos ahí encerrados.
—¿Dónde están los guardianes?
—Sólo los cuatro centinelas de la entrada y el cuerpo de guardia. Apuesto a que no más de diez.
—¿Diez hombres controlando a seis mil prisioneros?
—Ese pequeño túnel que hemos atravesado, de estar conectada la alarma, nos hubiera carbonizado. Incluido el «Titania». La muralla está electrificada y la puerta de los pabellones sólo se abre por control remoto. Un solo hombre podría controlar a los prisioneros.
La puerta de la casa se había abierto.
El centinela se cuadró ante la salida de su superior.
—¿Melvin Lathrop?
—Yo soy, comandante. Este es el sargento Lowry. Al igual que yo destinado en Prisión Especial.
—Síganme.
Se introdujeron en la casa.
La antesala comunicaba con tres puertas.
El comandante del campo abrió una de ellas.
Era un despacho y sala de mandos. Una centralilla electrónica controlaba los sistemas de alarma y accesos dirigidos por control remoto.
—¿En qué puedo ayudarles?
—Estoy recopilando datos, comandante. De la «Operación Morituri» ayer iniciada me ha sido encomendada la misión de supervisar los métodos de exterminio.
El comandante arqueó las cejas.
Dirigiendo a Lathrop una inquisitiva mirada.
—Granja-L-56 no es campo de exterminio. Al recibir a los prisioneros se me comunicó que paulatinamente serían evacuados a Prisión Especial o a los sótanos de CSI de Lincoln-1.
—De eso se trata, comandante. Granja-L-56 será la primera en el envío de prisioneros.
—Creí que se empezaría por las granjas enclavadas en Lincoln-1.
—Hay contraorden. Mañana empezará la evacuación. Me he desplazado hasta aquí para advertirle y también para solicitar datos sobre el número de prisioneros. No ha suministrado información alguna.
El comandante enrojeció.
Levemente irritado.
—Pensaba transmitirla mañana. Al ignorar ese cambio de planes no imaginaba urgencia en la información.
—No le reprocho nada. ¿Cuántos son los internados?
El comadante consultó unos papeles depositados sobre la mesa.
—Pues... un total de 5.179.
—¿Cuántos hombres?
La pregunta de Lathrop sorprendió al comandante.
Nuevamente volvió a dirigirle una penetrante mirada.
—¿Importa eso? En Prisión Especial eliminan conjuntamente a hombres y mujeres, ¿no es cierto?
—Algunas de las mujeres van a sufrir trato especial, comandante. Miembros de Control Médico Interior han solicitado mujeres de la «Operación Morituri» para ciertos experimentos.
—Comprendo. Bien..., tengo contabilizados 2.131 hombres y 3.048 mujeres.
Melvin Lathrop introdujo la diestra en uno de los bolsillos del largo chaleco.
—Gracias por todo.
—¿Qué significa...?
El comandante no pudo seguir hablando.
Lathrop apretó el gatillo de la diminuta pistola.
No sonó ninguna detonación. Tampoco pareció salir proyectil alguno del anillado cañón del arma; sin embargo, el comandante de Granja-L-56 se desplomó sin vida.
Como alcanzado por un invisible rayo destructor.
Lathrop llevó ahora la zurda al bolsillo del chaleco. Extrajo otra pistola igual a la que empuñaba su mano derecha.
—Toma, Ronald. Un bonito juguete.
El perplejo Lowry cogió el arma.
Casi se ocultaba con la mano.
La culata era cilindrica. De fuerte brillo metálico.
El anillado cañón ancho. El gatillo, para evitar accidentales disparos, sólo asomaba al presionarse la culata.
—¿Qué arma es ésta, Melvin? Jamás la había visto con anterioridad.
—Fabricación en exclusiva para nosotros por «El Gran Guía» —sonrió Lathrop—. Si presionas la culata surge el gatillo. No te preocupes por afinar la puntería. Es igual alcanzar al enemigo en un dedo que en pleno corazón. El resultado es el mismo. Muerte instantánea.
Ronald Lowry desvió la mirada hacia el cadáver del comandante.
Ninguna herida visible.
Su piel había adquirido un tono verdoso.
—¿Qué le ha ocasionado la muerte, Melvin?
Lathrop se encogió de hombros.
—Un rayo. Una invisible descarga... Ni yo mismo lo sé, Ronald. Sólo puedo decirte que esta mortífera arma puede realizar infinidad de disparos sin necesidad de ser recargada.
—¿Las proporcionó «El Gran Guía»?
—Sí.
—¿Cómo? ¿También por transmisión de pensamiento? Escucha, Melvin. Quiero ver a...
La puerta del despacho se abrió.
El guardián que apareció bajo el umbral, al descubrir el cadáver del comandante, enfiló velozmente el lanzafuego «Upton».
Lowry fue más rápido.
Accionó el disparador de la pistola.
El guardián tuvo una muerte silenciosa. Ni un solo gemido escapó de sus labios.
Melvin Lathrop, que no había demostrado grandes reflejos ante la aparición del guardián, sí reaccionó ahora corriendo hacia la antesala.
Una puerta estaba abierta.
Cuatro ccntrol-men.
Dos de ellos tumbados sobre literas.
—¡Alarma! —gritó uno de los guardianes al descubrir la sospechosa aparición de Lathrop pistola en mano.
Sólo dos de ellos lograron apoderarse de los lanza- fuegos «Upton»; pero sin oportunidad de utilizarlos.
Los de las literas allí perecieron.
Los cuerpos al caer, o tal vez el grito de alarma, hizo que el centinela exterior penetrara en la casa con el «Upton» en posición de fuego.
Encañonó la espalda de Melvin Lathrop, pero cuando se disponía a accionar el disparador se desplomó fulminado por un misterioso rayo.
Lathrop giró.
Descubrió a Lowry con la pistola en la diestra.
—Gracias, Ronald. Me has salvado la vida.
Lowry abrió la tercera puerta.
Correspondía a la vivienda del comandante.
—No hay nadie más.
—Quedan los cuatro de la entrada. Yo me encargaré de ellos, Ronald. Tú puedes ir pensando en la arenga que vas a dedicar a los ancianos. Debes convencerles para la lucha.
—¿Por qué yo? Háblales tú, Melvin. Tienes dotes de mando y...
—No, Ronald. Debes ser tú. No me preguntes por qué. Más tarde, cuando alcancemos la victoria, lo comprenderás.
CAPITULO VIII
Los cuatro centinelas de la entrada fueron eliminados con facilidad.
El súbito e inesperado ataque apenas les permitió reaccionar.
Los cadáveres quedaron ocultos en la caseta de guardia.
Ronald Lowry y Melvin Lathrop retornaron a la sala de mandos.
—Ayúdame, Ronald. Hay que vaciar una de las habitaciones.
—¿Para qué?
—Es una sorpresa.
—¡Al diablo contigo! Esto no puede continuar asi, Melvin. Voy de sobresalto en sobresalto. Cuando te vi apuntar al comandante se me heló la sangre en las venas. Estoy metido en esto hasta el cuello y no pienso seguir actuando a ciegas.
Lathrop arrastró el mobiliario de una de las habitaciones hacia la antesala.
Dejó la estancia vacía.
El esfuerzo no le alteró lo más mínimo.
—Yo no puedo decirte nada, Ronald. Lo lamento.
Melvin Lathrop depositó en el centro de la habitación una pequeña caja rectangular.
Abandonó la estancia cerrando tras de sí.
Lowry no hizo preguntas.
Consciente de no obtener respuestas.
Lathrop se situó frente a la centralilla electrónica. Volvió a conectar el sistema de seguridad del túnel y accionó los mandos que abrían automáticamente las puertas de las naves.
—Ahí tienes un amplificador de voz portátil, Ronald. Espero de ti un buen discurso.
Lowry se ajustó al cuello el aparato.
El micro-altavoz quedó frente a su boca,
—No quiero engañarles, Melvin. ¿Hay alguna posibilidad de que salgan con vida?
—Remotas. Más bien nulas. El ataque a Prisión Especial será suicida, pero servirá para otros levantamientos con más probabilidades de éxito. Ahora nos interesa crear un golpe de efecto. Algo que despertará la conciencia de los ciudadanos.
Abandonaron la casa.
De los dos pabellones, pese a estar las puertas abiertas, no había salido nadie.
—Tienen miedo, Ronald.
Lowry accionó la palanca del micro-altavoz:
—¡Pueden salir sin temor alguno...! ¡Están en libertad...! ¡Salgan todos, amigos!
Transcurrieron unos segundos.
Tímidamente asomaron los primeros hombres.
Melvin Lathrop había procedido a sacar fuera de la casa los cadáveres del comandante y los cinco guardianes.
—¡Nos hemos adueñado de la granja! —gritó Lowry—. ¡Pueden salir sin temor!
Ahora sí.
Hombres y mujeres comenzaron a salir de los barracones.
La muerte del comandante y los guardianes iba de boca en boca, decidiendo a los más suspicaces.
Pronto la explanada quedó poblada de una muchedumbre vociferante.
Ronald Lawry alzó los brazos.
—¡Silencio...! ¡Escuchad con atención...! ¡Silencio...!
Paulatinamente el requerimiento de Lowry fue obedecido.
Todos quedaron en silencio.
Expectantes.
Ronald Lowry les contempló en semicircular mirada.
Hombres y mujeres.
Ancianos.
Abrazados unos a otros para infundirse valor,
Morituri...
Ronald Lowry desvió la mirada hacia el impasible Lathrop. Este comprendió el estado de ánimo de su compañero.
—Adelante, Ronald. Es necesario. Sólo contamos con ellos.
Lowry asintió.
Inspiró con fuerza.
—¡Oídme todos con atención...! Mi compañero y yo formamos parte de un reducido grupo que proyecta derrocar la tiranía de la V Autarquía. La «Operación Morituri» de la que sois víctimas nos obliga a luchar. Contamos con armas poderosas, pero necesitamos manos para empuñarlas. ¡Os necesitamos a vosotros!
Los prisioneros se miraron entre sí.
Perplejos.
Sin reaccionar.
—Comprendo y comparto vuestra angustia —prosiguió Lowry—; pero es necesario luchar para sobrevivir. Os han sentenciado. ¡A todos vosotros! La «Operación Morituri» sigue por todo el país. Vosotros sois los primeros, pero yo os ofrezco la oportunidad de una muerte digna. ¡La de luchar contra la V Autarquía! ¡La conquista de la libertad para vuestros hijos!
Ahora sí sonaron gritos de adhesión.
Lowry hizo gesto para acallarles.
—Las mujeres quedarán aquí a la espera de acontecimientos o bien volver nuevamente a sus hogares. El Gobierno va a estar muy ocupado a partir de ahora y empleará sus fuerzas en problemas más acuciantes que la «Operación Morituri». Nosotros les proporcionaremos esos problemas. Los que se encuentren débiles o enfermos también pueden marchar. Y con ellos los cobardes que teman a una muerte digna y prefieran esperar a ser nuevamente cazados como ratas.
Melvin Lathrop se había ajustado también un micro- altavoz.
Intervino.
Con potente voz:
—¡Ya es suficiente, Ronald! No hay más tiempo para palabras. Es el momento de actuar. Supongo que entre vosotros se encontrarán veteranos militares e incluso ex funcionarios de Control Seguridad Interior o de Control Defensa Exterior, ¿me equivoco?
Varios hombres alzaron su mano derecha.
Lathrop sonrió.
Satisfecho.
—Bien. Volveréis a ser jefes. Cada uno de vosotros formará y dirigirá un grupo de cincuenta hombres. Ahora necesito cuatro técnicos en telecomunicación para que se instalen en la centralilla y respondan con naturalidad a las posibles llamadas dirigidas a Granja-L-56. Tenemos que aparentar que aquí todo sigue en orden. También cuatro técnicos en electrónica para la sala de mandos. Nueve de vosotros, los más ágiles y fuertes, tomarán las ropas de los guardianes y cubrirán la entrada.
—¿Y las armas? —gritó uno de los ancianos—, ¡Necesitamos las armas!
Melvin Lathrop consultó su reloj de pulsera.
Volvió a sonreír.
—Ya están aquí, compañeros. Tengo el resto del día para enseñaros el manejo de ellas.
—¡Sabemos manejarlas! —vociferaron los más exaltados—. ¡Lo demostraremos vendiendo cara nuestra vida!
Lathrop trató de calmarles.
Aumentó el tono de su voz:
—Algunas de las armas son desconocidas para vosotros. Incluso para los que han servido en Control Defensa Exterior. De aquí a la noche os convertiré en máquinas de destrucción. En maestros de la muerte. Esta noche será cuando ataquemos.
Un grupo de hombres, comprendidos entre los sesenta y sesenta y cinco años de edad, despojaban ya a los cadáveres de sus uniformes.
Otros se habían instalado en la sala de mandos.
En la centralilla telefónica.
Un anciano comenzó a gritar junto a la casa:
—¡Es cierto...! ¡Es cierto...! ¡Venid! ¡Aquí hay un verdadero arsenal! ¡Tenemos armas capaces de arrasar Lincoln-1 y convertirlo en cenizas! ¡Venid a verlo!
Ronald Lowry fue uno de los primeros.
Corrió hacia la casa.
Acudió directamente a la habitación que minutos antes desocupara Melvin Lathrop.
Tres ancianos habían abierto la puerta y contemplaban admirados aquel arsenal.
Cientos de lanzacohetes portátiles con carga de uranio, lanzafuegos de nuevo diseño, lanzagranadas.
Las cajas se amontonaban hasta casi llegar al techo.
Ocupando toda la estancia.
La habitación que poco antes estaba totalmente vacía.
Ronald Lowry giró lentamente.
Aturdido.
Se enfrentó con la enigmática sonrisa de Melvin Lathrop.
CAPITULO IX
La normalidad fue total.
Se recibieron escasas y rutinarias llamadas telefónicas a Granja-L-56 y los visitantes fueron nulos.
Ya había oscurecido.
Melvin Lathrop había enseñado el manejo de alguna de aquellas armas a veteranos de CSI y CDE. Estos, a su vez, a los restantes hombres seleccionados para el proyectado ataque.
Lathrop recibió unas señales por el transmisor que guardaba en una de las cartucheras del cinturón.
Mantuvo una breve conversación a distancia.
—¡Eh, Ronald...! Avisa a los de la sala de mandos para que desconecten el sistema de seguridad del túnel. Los de la entrada que dejen paso franco a un convoy de diez camiones que llegarán dentro de unos minutos.
—¿Nuestro transporte?
—Sí, Ronald. Diez camiones blindados de CSI. Conducidos por diez de los nuestros. Ellos dirigirán a los ancianos en el ataque a Prisión Especial.
—Creí que serías tú.
—Yo debo marchar ahora. Es mi turno de trabajo en Prisión Especial. Allí estará también Lavina. Juntos sabotearemos una de las entradas para facilitar el paso de los atacantes. El plan es adueñarse de uno de los pabellones de Prisión Especial y refugiarse allí hasta la muerte del Presidente. El magnicidio hará tambalearse la V Autarquía. Habrá nuevas rebeliones y... ¡Maldita sea, Ronald! ¡Avisa a la sala de mandos! Ya están próximos.
Lowry fue a prevenir la llegada del convoy.
La aparición de los diez camiones fue acogida con gritos de entusiasmo.
Los diez conductores, jóvenes y expertos luchadores, procedieron con ayuda de los ancianos a instalar las armas en los vehículos.
También las mujeres querían colaborar.
Las víctimas de la «Operación Morituri», aun con nulas esperanzas de sobrevivir, hacían gala de entereza. Se consideraban afortunados. Morir combatiendo era mejor que la humillación del encierro y posterior aniquilamiento en campos de exterminio masivo.
Los ancianos.
Los improductivos.
Precisamente ellos iban a iniciar la lucha por la libertad.
—Nos vamos, Ronald.
—¿Cómo?
—Esos diez hombres que han llegado dirigirán la operación de ataque. Yo debo estar en Prisión Especial para...
—Lo sé, Melvin; pero yo me quedo con ellos. Quiero combatir también.
Lathrop chasqueó la lengua.
—No, Ronald. Tu misión es más importante. De ti depende el éxito. Mañana recibirás instrucciones de cómo acabar con el Presidente. No podemos correr el riesgo de que caigas en el ataque a Prisión Especial.
—Si muero, cualquiera de esos diez hombres, o incluso tú, puede...
Lathrop le interrumpió.
Secamente.
—No, Ronald. Esos hombres no pueden. Tampoco yo. Debes ser tú.
—Pero...
—No sigas. Comprendo tus deseos de actuar, pero de ti depende que el sacrificio de estos ancianos no sea inútil. De seguro lograrán adueñarse de uno de los pabellones de Prisión Especial. Y allí esperarán anhelantes que tú cumplas con tu parte. Eliminar al Presidente.
—Sigo sin comprender nada.
—«El Gran Guía» sabe bien lo que hace, Ronald. Sigamos sus órdenes. ¿De acuerdo?
Lowry asintió.
Resignado.
Lathrop le palmeó la espalda.
—Perfecto, muchacho. ¡Ahora en marcha! En Prisión Especial son muy severos con la hora de incorporación al trabajo.
Se acomodaron en el «Titania».
Poco más tarde dejaban atrás Granja-L-56.
—¿Tienes un cigarrillo, Melvin?
—Lo siento. No fumo.
Ronald Lowry se reclinó en el asiento.
Se dio un masaje en las sienes.
—Apuesto a que tampoco tienes una botella de whisky.
—Correcto. Lavina te proporcionó las llaves de su apartamento, ¿no? Allí encontrarás de todo. Te aconsejo que no salgas. Las calles de Lincoln-1 van a estar muy alborotadas.
—Será desesperante permanecer en el apartamento mientras ellos luchan y mueren.
—Ya llegará tu momento. No cometas imprudencias, Ronald. Dentro de seis horas, cuando Lincoln-1 duerma, aparecerán los camiones blindados. Diez más los tres de Granja-L-56. Cada uno de ellos portando a un centenar de hombres. Al llegar al «cinturón de seguridad» que envuelve parte de la megalópolis surgirán los primeros enfrentamientos. Combates que se prolongarán hasta atacar Prisión Especial. Lograremos entrar.
—Melvin..., ¿cómo llegaron las armas a Granja-L-56?
—Lo ignoro.
—Esperaba esa respuesta. He comprobado el manejo de alguna de esas armas. Las interceptoras portátiles son algo fabuloso.
—Cierto. Los expertos de CSI sueñan con fabricar un arma portátil de esas características. Los de Control Defensa Exterior también se sentirían muy felices de poseer los lanzacohetes ligeros con cabeza de ul-uranio.
—En Lincoln-1 se fabrican las más poderosas armas.
—Tenemos algo a nuestro favor, Ronald. El Gobierno se instaló aquí hace años para, con sus misiles de corto alcance, dominar a las restantes megalópolis del país. Esto es el centro. Desde aquí pueden arrasar California-1, New York-1, Texas-1 en caso de rebelión; pero la V Autarquía no imaginó ser atacada en su propia madriguera. No utilizará armas nucleares potentes por miedo a destruirse ella misma. Aquí es, precisamente, donde estamos más seguros. Si los ancianos consiguen refugiarse en uno de los pabellones de Prisión Especial, para sacarles sería necesario destruir el bloque entero. Y eso no lo hará la V Autarquía.
—Todo esto es tan descabellado que incluso puede dar resultado.
—¡Seguro! Espera a la muerte del Presidente. Le seguirán unos ataques sistemáticos en todas las megalópolis importantes del país. La confusión reinará entre los miembros del Gran Consejo y nuestros voluntarios ya no se limitarán a ancianos de la «Operación Morituri». Todo el pueblo se alzará contra la V Autarquía.
—¿Conoces el plan para eliminar al Presidente? ¿Qué debo hacer?
—Sólo puedo adelantarte una cosa, Ronald. Actuarás solo. Sin ayuda alguna. Acabarás con el Presidente, pero no conseguirás escapar con vida. Su escolta te acribillará apenas cometido el magnicidio.
—Alguna posibilidad tendré, ¿no?
Melvin Lathrop desvió por unos instantes su mirada del volante.
Posó sus ojos fríos e inexpresivos en Lowry.
—No, Ronald. Ninguna.
Seis horas.
Ese era el tiempo transcurrido desde que Melvin Lathrop le dejara frente al Bloque.
Seis horas.
Seis interminables horas para Ronald Lowry en la soledad del apartamento.
En principio conectó el televisor tridimensional.
El Gobierno había dedicado un programa especial a la «Operación Morituri». Un escalofriante reportaje de la caza de ancianos en las diferentes megalópolis de la nación.
Pronto desconectó el aparato.
Una cajetilla de cigarrillos.
Whisky...
El tiempo transcurrió lento.
Seis horas.
Fueron puntuales.
A pesar de las aislantes paredes del apartamento llegó el estruendo de las primeras detonaciones.
Paulatinamente, se incrementaron.
Ya estaban en Lincoln-1.
Hacia Prisión Especial.
Ronald Lowry arrojó el enésimo cigarrillo.
No.
No podía permanecer allí con los brazos cruzados.
Se ajustó el largo chaleco. En uno de los bolsillos estaba la diminuta pistola proporcionada por Lathrop.
Abandonó el apartamento precipitándose hacia uno de los tuboelevadores exteriores.
En el descenso, desde aquella considerable altura, pudo ver los fogonazos de las explosiones que destacaba lejanas en las oscuridad de la noche.
En las calles reinaba la confusión.
Las explosiones habían despertado la megalópolis.
Los escasos viandantes nocturnos corrieron atemorizados al refugio de sus casas.
De todos los bloques de Lincoln-1 comenzaron a sonar las sirenas de emergencia. Aquello alertaba a los ciudadanos de la obligatoridad de permanecer en sus casas, Los control-men de CSI dispararían sin previo aviso sobre todo aquel que deambulara por las calles después de sonar las sirenas de emergencia.
Los establecimientos nocturnos cerraron precipitadamente sus puertas.
El transporte público dejó de funcionar.
Ronald Lowry ignoró todo tipo de advertencias.
Emprendió veloz carrera por una solitaria avenida.
Sudoroso.
Con el corazón golpeando con fuerza en su pecho.
Se aproximaba al «cinturón de seguridad» que envolvía los bloques gubernamentales y viviendas de funcionarios.
Las explosiones y fragor de los disparos eran ya cercanos.
Lowry descubrió uno de los camiones blindados.
Había sido alcanzado por una multigranada antitanque.
Los cadáveres de varios ancianos aparecían despedazados en un extenso radio de acción.
Ronald Lowry continuó avanzando.
Jadeante.
La calle aparecía sembrada de cadáveres.
Ancianos y control-men.
Escuchó el silbar de proyectiles seguido de atronadoras explosiones.
La zona de Prisión Especial era el foco de aquella singular y sangrienta batalla.
Lowry descubrió el cuerpo de uno de los conductores. Uno de los diez hombres que llegaron con los camiones a Granja-L-56.
Tenía destrozado el vientre. Los intestinos asomaban fuera. Amputados brazos y piernas.
Un despojo humano.
Mantenía los ojos abiertos.
Fijos en Lowry.
—Salga de aquí, Ronald... ¡Rápido!
Lowry palideció.
Aquel hombre, aquel cuerpo destrozado, le había hablado.
—¿Está vivo?
—Regrese al apartamento de Lavina. Ya hemos conseguido nuestro objetivo. Estamos en el Pabellón-A-1 de Prisión Especial. ¡Ahora márchese! Dentro de unos segundos se originará aquí una violenta explosión.
—Pero...
—¡Corra...! ¡Pronto! ¡Tiene cinco segundos!
Lowry giró sobre sus talones.
Hacia la casa más cercana.
En vertiginosa carrera.
Apenas recorridas diez yardas una ensordecedora explosión le hizo caer rodando sobre sí.
Aunque ya semiprotegido por el edificio.
No sufrió daño alguno.
Ronald Lowry se incorporó.
Tambaleante.
Retrocedió unos pasos.
Sus facciones desencajadas en una mueca de estupor, incredulidad..., y miedo.
Ya no había rastro del conductor.
Ni tan siquiera sus cenizas.
Sólo un fuliginoso y humeante círculo dibujado sobre el asfalto.
CAPITULO X
Se había decretado estado de excepción en Lincoln-1.
Las medidas de seguridad ya no se centraban en el «cinturón», sino que se extendían por toda la megalópolis.
La noticia había sido difundida por radio y televisión.
En la madrugada de ayer un reducido grupo de ancianos habían logrado introducirse en uno de los pabellones de Prisión Especial. Portadores de modernas armas resistían hasta el momento el asedio de las fuerzas de CSI.
Los boletines informativos restaban importancia al suceso y aseguraban que la rebelión pronto sería aplastada. No mencionaban el número de bajas entre los control-men, pero sí contabilizaban los cadáveres de dos mil ancianos.
Ronald Lowry sabía que aquel dato era falso.
Se había seleccionado alrededor de los mil quinientos ancianos para el ataque. Difícilmente podía elevarse el número de víctimas a los dos mil. Por pequeño que fuera el grupo atrincherado en Prisión Especial.
También los boletines afirmaban que pese a los sucesos el Presidente no suspendería su anunciada alocución al país a través de las cámaras de televisión conmemorando su exaltación como V Presidente de la Autarquía de New América.
Ronald Lowry había escuchado los partes informativos durante toda la mañana.
Sin salir del apartamento.
Paseando de un lado a otro como león enjaulado.
Inquieto por las ausencias de Lavina y Lathrop.
Ninguno de ellos había aparecido durante la noche y la mañana.
Fue a la hora del almuerzo cuando se abrió la puerta del apartamento.
Ronald Lowry, tumbado en el sofá del salón, se incorporó con rapidez.
—¡Lavina...!
—Hola, Ronald. ¿Has dormido bien?
—¿Dormir? ¡Maldita sea! ¡Ha sido la noche más larga de mi vida! Incluso peor que cuando esperaba la muerte en Prisión Especial.
Lavina se dejó caer en el sofá.
—Supongo que ya conocerás las noticias por los boletines, pero yo te ampliaré datos. Todo salió bien. Melvin y yo alteramos los sistemas de seguridad en una de las entradas a Prisión Especial. No funcionaron los disparadores automáticos ni el bloque de alarma. Muchos ancianos cayeron durante el asalto, pero cerca del millar están ahora refugiados en el Pabellón A-1. Tienen en su poder armas óptimas para resistir y repeler a las fuerzas de Control Seguridad Interior. Se han comportado como héroes, Ronald. El único inconveniente son las provisiones. Como es lógico, se ha cortado todo suministro al Pabellón A-1. Los prisioneros de ese pabellón se han unido a los ancianos en su lucha contra el CSI.
—Eso no lo han dicho los boletines.
—Tampoco el número de bajas en el CSI. Han sido numerosas, Ronald. Les hemos dado un duro golpe. El ataque a Prisión Especial está siendo comentado con estupor y admiración por el oprimido pueblo. Unos ancianos desafiando a la todopoderosa V Autarquía.
—¿Dónde está Melvin?
—En Prisión Especial. A todos los funcionarios de CSI les han sido cancelados los permisos. Nadie puede abandonar su puesto.
—Lavina...
—¿Si?
Lowry fijó su mirada en la muchacha.
Atento a su posible reacción.
—¿Conocías tú a los conductores de los camiones blindados? Me refiero a los que transportaron a los ancianos.
—No.
—¿A ninguno?
—Pues..., no. Eran hombres como tú, como Melvin..., dispuestos a combatir a la V Autarquía. Fueron reclutados por Melvin.,
Lowry chasqueó la lengua.
Repetidamente.
—No, Lavina. No eran hombres como yo. Al menos el que vi ayer. Estaba despedazado. Desmembrado. Con un enorme boquete en el vientre.
—Una horrible muerte.
Lowry sonrió.
Duramente.
—No, Lavina. ¡Estaba vivo! ¡Aquel despojo humano me habló con potente y firme voz! Me advirtió de que iba a producirse una explosión. Así fue. Una explosión que le volatilizó.
Ronald Lowry esperó algún comentario de la joven.
Lavina permaneció impasible.
—No pareces muy sorprendida...
—Esos diez hombres iban dispuestos a todo, Ronald. A causar el mayor número de bajas posibles. Si caían heridos accionarían una mini-bomba para enviar al Más Allá a los control-men que deambulaban por la zona.
—Allí ya no había enemigos, Lavina. Sólo estaba yo.
—Pudo accionar la mini-bomba al caer herido. Sin percatarse de...
Lowry interrumpió a la muchacha.
La aferró por los hombros.
Zarandeándola.
—¿Me tomas por idiota? El cuerpo de aquel hombre fue alcanzado por una fuerte descarga. Por el proyectil de un lanzagranadas o algo similar. Cualquier explosivo que llevara encima hubiera estallado al recibir el impacto. Además..., ¿cómo pudo accionar la mini-bomba? ¡Su cuerpo estaba desmembrado!
—De acuerdo, Ronald. Yo no estaba allí. Ignoro qué ocurrió.
Lowry soltó a la joven.
Mesó nerviosamente sus cabellos.
—Voy a volverme loco...
—Tranquilízate, Ronald. Hoy precisamente necesitas tener nervios de acero. Es hoy cuando debes matar al Presidente. Esta noche. Durante la recepción que da en The Hothouse para celebrar su llegada al poder. Precisamente cuando se disponga a hablar por televisión. Todo el país presenciará su ejecución. Será eso, Ronald. Una ejecución.
—¿Cómo hacerlo?
—En el armario de mi dormitorio encontrarás todo lo necesario. Traje apropiado para el acto, la invitación, ficha de identificación... Eres corresponsal de la Bandly Press de Louisiana-1. También encontrarás una cámara fotográfica. Esa será tu arma para acabar con el Presidente.
—¿La cámara?
—Sí, Ronald. De allí saldrá el proyectil que terminará con el Presidente. Junto con el disparo se originará una nube de humo. Dudo que te sirva de mucho, pero no podemos hacer más. La Sala de Ceremonias estará controlada al máximo. Si milagrosamente consigues salir de la Sala de Ceremonias corre a los jardines de The Hothouse. Tras el pedestal dedicado al Presidente de la I Autarquía encontrarás armas y uno movilcóptero. A la recepción acude sin armamento alguno. Todos los invitados sin excepción serán sometidos al control de rigurosos aparatos detectores de armas.
—¿Y la máquina fotográfica?
—Por supuesto, también la examinarán, pero no descubrirán en ella nada anormal.
—Otro artilugio de «El Gran Guía».
Lavina sonrió.
—Correcto, Ronald.
—¿A qué hora es la recepción?
—Los invitados deberán estar allí a las cinco. La cena en la Sala de Ceremonias dos horas más tarde.
—No dispongo de mucho tiempo.
—Lo sé, pero me fue imposible salir antes de Prisión Especial. Allí la situación es de emergencia.
—¿Resistirán los ancianos?
—Como tú sabes, se seleccionaron a los comprendidos entre los sesenta y sesenta y cinco años de edad. Están demostrando a la V Autarquía que no son ancianos. Resistirán. Si tú fracasas..., el hambre y la sed les rendirá; pero si muere el Presidente, las proyectadas rebeliones en las megalópolis importantes se efectuarán.
Y todo el país, todos los ciudadanos hasta ahora oprimidos, se imirán a la rebelión.
—Esperemos que...
Ronald Lowry se interrumpió.
Alertado por el ruido.
Procedente del living.
Alguien había penetrado en el apartamento.
Otro duplicado de la llave sólo podía estar en posesión del control-man del Building.
—¿Qué ocurre? —interrogó Lavina con voz carente de inflexión.
—Tenemos orden de conducirla ante el alcaide de Prisión Especial —dijo uno de los individuos apoderándose de su reglamentario «Thunderboldt»—. Y también a quien encontremos con usted. Ese hombre, quien quiera que sea, está igualmente detenido.
—Vengo ahora de Prisión Especial. No comprendo... ¿Es necesario encañonarnos?
—Usted y el jefe de seguridad del Pabellón-B han sido acusados de traición y sabotaje. Hemos descubierto su complicidad en los sucesos de ayer. Melvin Lathrop consiguió huir al Pabellón A-1 y refugiarse con los ancianos; pero tú no lograrás...
El movimiento de Lavina fue rápido.
De aquel mueble extrajo el «Thunderbolt» que Melvin Lathrop proporcionara a Lowry.
Disparó contra el individuo armado alcanzándole de lleno.
Sus dos compañeros desenfundaron sus reglamentarios revólveres.
Tampoco Ronald Lowry permaneció inactivo.
Del bolsillo del chaleco sacó la pistola.
Fue rápido, aunque no lo suficiente para evitar los disparos sobre Lavina.
Los proyectiles alcanzaron a la muchacha en la cabeza, Impulsándola con violencia contra la pared.
Ronald Lowry accionó dos veces el disparador.
Los dos control-men cayeron fulminados.
Víctimas de la invisible y terrorífica descarga.
—¡Lavina...! ¡Lavina...!
Lowry corrió hacia el lugar donde yacía la muchacha. Iba a inclinarse sobre ella, pero quedó paralizado.
Sus facciones se desencajaron.
Pálidas.
Fue presa de visible temblor.
—No..., no es posible...
Lavina yacía con la cabeza destrozada por los dos disparos. Quedaba visible su caja craneana; pero allí no existía masa encefálica.
No había cerebro.
Sólo una pequeña máquina metálica de complicado mecanismo.
Como una computadora.
Ronald Lowry procedió a ajustarse el elegante traje encontrado en el armario. Depositó la diminuta cámara fotográfica en uno de los bolsillos interiores de la chaqueta.
Junto a la perforada ficha de identificación y la invitación encontró algún dinero.
Retornó al salón.
Nadie había acudido al apartamento después de los disparos. Las aislantes paredes acallaron el ruido.
Ronald Lowry llenó un vaso de whisky.
Lo vació de un trago.
Fijó sus ojos en Lavina.
—Empiezo a comprender... ¿Qué eres tú, Lavina? ¿Una bella mujer... o un androide? Aunque ya poco importa. Tú me has ayudado, Lavina. Incluso con aquella extraña noche de amor que jamás olvidaré. Tus besos, tus caricias, tu volcánico apasionamiento... No podía ser real. Tu amor fue programado por computadora. El ser humano no ama con esa intensidad. Es egoísta y mezquino. Tú eras diferente. Debí leer en tu mirada. En aquellos ojos que nada reflejaban porque nada
sentían...
Ronald Lowry abandonó lentamente el apartamento.
Al llegar junto al tubo-elevador sonó la explosión, aunque amortiguada por las paredes aislantes.
Lowry esbozó una sonrisa.
«El Gran Guía» borraba toda pista haciendo desaparecer el cadáver de Lavina.
CAPITULO XI
Ninguna excepción.
Todos los invitados eran sometidos a los detectores de armas.
Incluidos los miembros del Gran Consejo.
Ronald Lowry ya deambulaba por los jardines de The Hothouse. Tal como predijo Lavina, no hubo dificultad alguna en el control. La cámara fotográfica fue examinada minuciosamente sin que descubrieran nada anormal.
Los jardines de The Hothouse...
Maravillosos,
El único jardín natural existente en Lincoln-1.
Ronald Lowry se detuvo frente a la estatua dedicada al Presidente de la I Autarquía de New América.
Rodeada de flores.
Lowry inspeccionó los alrededores.
Sin encontrar la menor huella de las armas y el movilcóptero prometido por Lavina.
No se inquietó.
Confiaba en «El Gran Guía».
Lógicamente, hubiera sido una imprudencia colocarlas allí durante toda la recepción. Los jardines eran una de las zonas más visitadas por los invitados.
«El Gran Guía» haría «aparecer» las armas en el momento oportuno.
Ronald Lowry se encaminó hacia la Sala de Ceremonias.
The Hothouse era una bella construcción en niveo mármol. Tenía forma de pulpo.
Sí.
Como un gigantesco pulpo.
Uno de los tentáculos era la denominada Sala de Ceremonias.
La cena pronto concluiría y entonces se permitiría la entrada a los reporteros gráficos y periodistas allí convocados para testimoniar el acto.
Las cuatro entradas a la Sala de Ceremonias estaban custodiadas por agentes del CSI. También junto al Presidente se hallaba su escolta personal. Los temidos black-men. Con su brillante uniforme negro y el multi fusil en posición de disparo.
Ronald Lowry se unió a un grupo de periodistas que esperaban junto a una de las entradas.
Fueron autorizados a pasar.
Las cámaras de televisión filmaron a los ilustres comensales centrando luego sus objetivos en el Presidente.
La sala era inmensa.
Las mesas formaban una herradura.
En el centro se levantaba un improvisado estrado.
Primero tomó uso de la palabra el alcalde de Lincoln-1 para glosar las virtudes del Presidente y su glorioso mandato como dirigente de la V Autarquía. Condenó la absurda y suicida acción de los ancianos de la «Operación Morituri», refugiándose en Prisión Especial. Aseguró un pronto y ejemplar castigo a todos ellos.
Cedió el estrado al Presidente.
Ronald Lowry se había ido aproximando. Abriéndose paso a codazos entre periodistas, reporteros y camera-men.
Logró situarse en primera fila.
A unas cinco yardas del Presidente.
El estrado estaba circundado por un cordón que impedía el paso. Cruzarlo significaba la muerte bajo el fuego de los black-men.
El Presidente se situó en el estrado.
Ronald Lowry alzó la cámara fotográfica.
Con el dedo índice sobre el pulsador.
El Presidente comenzó a hablar.
—Ciudadanos de New América... En el día de hoy conmemoramos la...
—¡Muerte al tirano! —gritó súbitamente uno de los camareros empuñando una «Saks-77», que apuntaba al Presidente—. ¡Libertad para New América!
Accionó el gatillo.
El proyectil de la «Saks-77», bala cilíndrica «dum- dum», alcanzó de lleno en la cabeza del Presidente. Convirtiéndola en una deforme masa sanguinolenta.
Una muchacha junto al camarero arrojó una granada sobre los black-men.
El caos reinó en la Sala de Ceremonias.
Los gritos de los aterrorizados invitados se entremezcló con el crepitar de los disparos.
Y el más confuso de todos era Ronald Lowry, que contemplaba, estupefacto, la dantesca escena.
La pareja trataba de alcanzar una de las salidas.
Los control-men hacían funcionar sus potentes multi-fusiles. Sin importarles alcanzar a los invitados que entraban en la línea de fuego.
Los agentes de CSI que custodiaban los exteriores de la Sala de Ceremonias acudieron en tropel.
El camarero cayó con el cuerpo destrozado por infinidad de proyectiles.
La muchacha detuvo entonces su carrera.
—¡Herbert...!
Su angustiosa llamada, en aquel ensordecedor infierno de gritos y detonaciones, sólo fue escuchada por Ronald Lowry, que había acudido junto a la joven.
La desesperada huida de los invitados bloqueaba dos salidas entorpeciendo el paso de los control-men.
Lowry atrapó a la joven por la mano derecha.
—¡Sígueme, muchacha!
Pulsó la cámara fotográfica enfocando una de las puertas donde disparaban cuatro agentes de CSI.
Uno de los individuos se desplomó con un enorme boquete en el pecho.
Y junto con el disparo surgió la densa nube de humo.
Ronald Lowry soltó instintivamente la cámara de donde salía aquella gigantesca cortina de humo que velozmente envolvía toda la Sala de Ceremonias.
—¿Quién eres...? ¿Quién eres? —gritaba la joven arrastrada por Lowry.
En alucinante escapada, confundidos entre los cientos de invitados que pugnaban por salir, alcanzaron una de las puertas.
Las ráfagas de CSI, cegadas por aquel humo, disparaban ahora con ira. Sin importarles la masacre con tal de que cayeran también los culpables.
Los control-men estaban acordonando aquella zona.
Dos de las salidas de la Sala de Ceremonias conducían al jardín.
El bello y bien cuidado jardín ahora pisoteado por la enloquecida muchedumbre.
Ronald Lowry, sin soltar a la muchacha, llegó junto a la estatua indicada por Lavina.
Y allí, entre las pujantes y olorosas flores, vio el lanzagranadas y el movilcóptero.
Lowry se acopló el aparato a la espalda.
Un equipo de fibra de vidrio. Con motor de peróxido-hidrógeno 2 H de doble tobera. Provisto de acelerador manual y automático para controlar velocidad y dirección.
—Sólo hay un movilcóptero, pequeña —sonrió Lowry duramente—No contábamos contigo. Abrázate fuerte a mi cintura y trataremos de salir de aquí.
—Herbert..., mi hermano...
—Está muerto. Ya nada podemos... ¡Sujétate...! ¡Están ahí!
Una veintena de control-men acudían por aquella zona del jardín.
Ronald Lowry accionó al máximo la palanca de aceleración.
Se elevaron con gran velocidad.
—¡Van a disparar! —advirtió la muchacha, aferrada a la cintura de Lowry.
En efecto.
Varios agentes de CSI enfocaban sus armas hacia ellos.
Ronald Lowry se adelantó.
Pulsó una y otra vez el disparador del lanzagrana das.
El movilcóptero incrementaba su velocidad.
Alejándoles de The Hothouse.
CAPITULO XII
—¿Qué haces? ¿Por qué descendemos? ¡Aún estamos muy cerca de The Hothouse! Es peligroso...
Lowry ignoró las protestas de la muchacha.
Aterrizó en las pistas exteriores de un complejo deportivo. Se despojó del aparato para acto seguido conectar el piloto automático. El movilcóptero volvió a subir.
—Eso es lo más prudente —dijo Lowry, contemplando alejarse el aparato—. No podíamos sobrevolar toda la megalópolis. Autos patrulla con radar detectarían nuestro paso y comunicarían a... ¡Ahí los tienes! ¡Aviones «Schell-VIT».
La joven alzó la mirada al cielo.
Aviones biplaza ligeros, emplazados en la sede central de Control Seguridad Interior sobrevolaban ya la megalópolis.
Lowry y la muchacha comenzaron a correr.
Minutos más tarde dejaban atrás el complejo deportivo y recorrían las solitarias calles de Lincoln-1.
Dado el estado de excepción decretado, muy pocos se atrevían a abandonar sus hogares. También eran escasos los establecimientos públicos abiertos y el transporte urbano.
—Tenemos que encontrar refugio. Pronto cientos de autos blindados patrullarán por las calles de Lincoln-1 —dijo Lowry—. ¿Dónde vives?
—En el Bloque-1. 780, pero no podemos ir allí.
—¿Te han identificado?
La muchacha sonrió.
—Soy Colleen Hawley. Una de la azafatas privadas de la esposa del Presidente recientemente fallecido. ¿Y tú? ¿Por qué no vamos a tu apartamento?
—Tampoco es posible. En mi apartamento tengo tres cadáveres. Tres control-men.
La joven agrandó los ojos.
—¿Quién eres?
—Puedes llamarme Ronald. ¡Maldita sea...! No podemos seguir deambulando por las calles. Es preciso... Ahí lo tenemos. ¡Un autohotel!
—¿Olvidas que estamos dentro de la zona de «cinturón de seguridad»? Ese autohotel está destinado exclusivamente a funcionarios del Gobierno,
—¿También a sargentos de Control Seguridad Interior?
—Por supuesto. ¿Y qué? ¿Acaso eres tú uno de ellos?
Ronald Lowry sonrió, rodeando los hombros femeninos.
Con la zurda rebuscó en los bolsillos del pantalón.
Mostró la ficha perforada.
—Vamos a comprobarlo, Colleen.
Se detuvo frente a una de las cabinas receptoras del autohotel.
Lowry introdujo la ficha.
—Si no es correcta sonará la alarma —musitó la muchacha con temblorosa voz—. Fue un error desprendernos del lanzagranadas.
—Era demasiado llamativo para pasear con él.
A los pocos segundos por la bandeja expulsora apareció la ficha junto con una llave. Un ticket señalaba el importe a descontar que quedaba registrado y posteriormente cursado al titular.
Lowry consultó el disco acoplado a la llave.
—Habitación S02-S... Perfecto. Tomaremos el tubo-elevador de la zona Sur del edificio. ¡Vamos!
Colleen estaba inmóvil.
Pálida.
—Eres..., eres un sargento de CSI...
—Tranquilízate —rió Lowry, divertido—. La ficha me la proporcionó un amigo para poder visitar cierta «granja». Ya te lo explicaré. Es peligroso permanecer aquí. También tú tienes mucho que contarme.
—¿Conoces a «El Gran Guía»?
Colleen parpadeó.
—¿Quién?
—Olvídalo. ¿Un whisky?
—Sí, gracias.
Ronald Lowry tomó la botella del mueble-bar situado bajo el televisor. Conectó el aparato.
No apareció ninguna imagen en pantalla.
—Parece que han suspendido la emisión —sonrió Lowry con ironía—. El Presidente hizo su última aparición en público.
—Deduzco que los dos teníamos el mismo propósito.
—Sí. Mi proyecto era suicida, pero el vuestro...
Colleen estaba sentada al borde del lecho.
Ronald Lowry acudió junto a ella ofreciendo el vaso de whisky.
—No nos importaba morir, Ronald. Mi hermano y yo habíamos decidido acabar con el Presidente. Terminar con su mandato de terror. Hace un año mi madre enfermó. La hospitalizamos. Cuando mi padre fue a visitarla, se encontró con la sorpresa de que había sido trasladada a uno de los Centros de Eutanasia. Afirmamarón que padecía una enfermedad incurable. Eso era falso. Mi padre fue encarcelado por alterar el orden en un establecimiento de CMI. A los pocos días nos comunicaron su muerte debida a un... accidente. Unos meses más tarde, yo conseguía plaza como azafata privada de la esposa del Presidente.
—¿Con esos antecedentes?
—¿Antecedentes? Superé todos los tests. Ningún acto punible contra la V Autarquía en mi historial.
—Me refiero a las circunstancias que rodearon la muerte de tus padres.
—¿Tienen acaso algo de extraño en la V Autarquía? Son millones los que mueren en los Centros de Eutanasia. Muchos enviados por sus propios hijos. Eso fue lo que creyó el Comité de Selección. Ni Herbert ni yo formulamos la menor queja por la muerte de nuestros padres. Empezábamos a madurar ya nuestra venganza. Ayer nos decidimos. Fue ese acto desesperado de los ancianos de la «Operación Morituri» atacando a Prisión Especial lo que nos impulsó. Con la muerte del Presidente se tambalearía la V Autarquía. Poco importaba que Herbert y yo pereciéramos también en el intento.
—¿Cómo lograste introducir el arma?
—Introducirlas era imposible. Ya estaban dentro. En las habitaciones privadas del Presidente. De allí la saqué junto con la granada. Mi hermano era camarero de The Hothouse. Se la pasé a él y...
—Lamento no haber salvado también la vida de tu hermano.
Colleen esbozó una sonrisa.
—Ninguno de los dos esperaba sobrevivir. Tu aparición fue milagrosa. ¿Quién eres realmente? Tu disco en la chaqueta te cataloga como corresponsal de Prensa, tienes ficha de sargento de CSI...
—Soy biólogo.
Ronald Lowry narró a la muchacha todo lo acontecido desde su ingreso en Prisión Especial. Unicamente ocultó el espeluznante descubrimiento del cerebro mecánico de Lavina.
Colleen le escuchó con asombro.
—Entonces... ¿ignoras quién puede ser «El Gran Guía?»
—Sí.
—Puede ser un científico de Control Termonuclear o de Control Investigación Espacial.
Lowry dejó nuevamente los vasos en el mueble-bar.
La imagen seguía sin aparecer en pantalla.
Manipuló ahora en el aparato de esferorradio.
Accionó el mando en busca de antena.
Ninguna de Lincoln-1.
Se disponía a desconectarlo cuando surgió una voz por el receptor.
—...Un día para la Historia. Transmite California-1. La primera emisora libre. Nos hemos adueñado de ella para proclamar al país la lucha contra la V Autarquía. El Presidente ha muerto. Se combate en las calles de California-1 contra los fieles del terror. Hay luchas en Texas-1, Arizona-1, Utah-1... Todo el país en rebelión contra la tiranía. Ahora nos llega la noticia de que la televisión estatal de Arizona-1 está en poder de los rebeldes. El Gran Consejo de la V Autarquía no eligirá nuevo Presidente. Será el pueblo libre de New América quien designe a su mandatario...
—Santo Dios... Es cierto —balbuceó Colleen con emocionada voz—. Todo el país se ha alzado contra la V Autarquía...
La muchacha comenzó a llorar.
Lowry acudió junto a ella.
Tomó el rostro de Colleen entre sus manos.
Con suavidad.
Acariciando las bellas facciones femeninas.
Reflejándose en aquellos llorosos ojos.
Unos ojos en que sí podía ver un brillo de ilusión, de esperanza...
CAPITULO XIII
Paradójicamente fue Lincoln-1 la megalópolis que ofreció menor resistencia. Los hombres distribuidos por «El Gran Guía» en los organismos gubernamentales hicieron una buena labor. Apenas hubo enfrentamientos armados. Muchos agentes de CSI y CDE se negaron a cumplir las órdenes de superiores.
La muerte del Presidente y las masivas rebeliones en las megalópolis influyeron en un pueblo dominado por el terror y deseos de libertad.
En Prisión Especial estaban ahora miembros del Gran Consejo y altos funcionarios de la V Autarquía.
—¿No puedo ir contigo, Ronald?
—¿Qué dices a eso, Melvin? —interrogó Lowry—, ¿Puede acompañamos Colleen?
—No tengo inconveniente, pero sólo tú serás recibido por «El Gran Guía».
Se encontraban en el bloque de Control Investigación Secreta.
Allí, desde el comienzo de la I Autarquía, se habían llevado a cabo alucinantes y monstruosas experimentos. De todo tipo. Con máquinas y seres humanos.
Control Investigación Secreta era un departamento siniestro para la opinión pública. Sólo tenían acceso a él contados científicos. Su trabajo era red secret.
Lathrop, Lowry y Colleen se introdujeron en uno de los elevadores.
Comenzó un largo descenso.
—¿Por qué no he sido recibido antes, Melvin? Llevo tres días suplicando una entrevista con «El Gran Guía».
—Era necesario contemplar la marcha de los acontecimientos. La situación nos es favorable en todo el país. En algunas megalópolis será necesaria una mayor depuración, pero es un trabajo a realizar a largo plazo.
—Es el primer momento que puedo hablar contigo, Melvin. Me has rehuido y...
—Nada de eso, Ronald. Yo he dirigido el levantamiento en Lincoln-1. He estado muy ocupado. También tú, ¿no es cierto? Has colaborado con eficacia. Un buen trabajo.
—Yo quería hablarte de Lavina.
Melvin Lathrop sonrió.
—«El Gran Guía» responderá a todas tus preguntas.
—Pero...
El elevador se detuvo.
Abandonaron la cabina.
Recorrieron varias salas. Largos pasillos circulares de suelo deslizante. Al final de uno de ellos se alzó una puerta de guillotina.
—Debes esperar aquí fuera, Colleen. Sígueme, Ronald:
Lathrop y Lowry cruzaron aquella puerta.
Se cerró tras ellos.
Se encontraban en una espaciosa estancia de paredes abovedadas. Ocupada por una extraña y gigantesca máquina de una sola unidad. Con iridiscente disco en su parte superior. Portador de diminutos puntos de intermitencias fúlgidas.
—¿Qué es esto, Melvin? Parece... ¡Melvin!
Lathrop estaba rígido.
Sin mover un solo músculo.
Como una estatua de piedra.
—Melvin Lathrop ya no puede oír ni hablar —dijo súbitamente una voz procedente de la máquina—. He desconectado su cerebro electrónico-sensor.
Lowry retrocedió.
Pálido.
Aturdido por aquella voz de modulaciones metálicas. De acusadas resonancias acústicas.
—No..., no puede ser...
—Sí, Ronald. Yo soy «El Gran Guía».
Lowry estaba temblando.
Bañado en un frío sudor.
—Una computadora...
—Algo más que eso, Ronald. Fui construido y programado en la III Autarquía de New América. En mi interior almaceno toda la sabiduría. Todas las ciencias. Fui diseñado con «libertad de pensamiento». El auge tecnológico alcanzado por la III Autarquía fue debido a mí. Yo solucionaba todo problema que se planteaba, aumentando así mis conocimientos. Autoabasteciendo mi saber. Con el transcurso de los años comprobaba que todos aquellos adelantos técnicos, médicos, espaciales, bélicos... eran mal utilizados por el hombre. Al comienzo de la V Autarquía me autoaverié. Aparentemente dejé dejé funcionar. Ilustres técnicos en cibernética trataron de localizar el fallo sin conseguirlo.
Ronald Lowry seguía aturdido.
Contemplando estupefacto a la máquina.
Centrando su mirada en aquel luminoso disco de donde procedía la voz.
—No comprendo...
—Mi poder es ilimitado, Ronald; pero nada puedo hacer contra la maldad y estupidez del hombre. El hombre que se destruye a sí mismo quemando la tierra que puede alimentarle. Con la V Autarquía el fin de New América estaba próximo. La falta de recursos la forzarían a una guerra contra las demás naciones. Una guerra que arrasaría el planeta. Un holocausto termonuclear que borraría todo signo de vida. De civilización... Yo también sería destruido. Era el momento de actuar. Lo que vosotros llamáis supervivencia.
—Pero tú..., eres una máquina..., una computadora.
—Con autodecisión, Ronald. Con «pensamiento». No podía permitir mi destrucción. Fue entonces cuando formé mi equipo de colaboradores. En una de las salas de Control Investigación Secreta se experimentaba con cadáveres de enfermos mentales recién fallecidos. Sometí a hipnosis al equipo médico que dirigía las investigaciones. Actuaron siguiendo mis órdenes. En aquellos cadáveres fue introducido un cerebro mecánico. Un computador portátil controlado por mí. En principio fueron tan sólo tres. No quería seguir utilizando al equipo médico. Corría el riesgo de ser descubierto. Ellos no recordarían nada y yo tenía ya tres colaboradores. Ellos, siguiendo mis instrucciones, fueron introduciendo cerebros mecánicos en otros cadáveres. Hombres y mujeres. Químicos, doctores, físicos... Yo les suministraba el conocimiento adecuado a su lugar de destino. Les daba nueva identidad. Fueron destinados por todo el país. En las grandes megalópolis. Los controlaba a todos. «Veía» por sus ojos. Nada pasaba desapercibido para mí.
—¿Todos..., todos eran androides?
—¿Androides? Yo no los considero robots con forma humana, RonaId. Eran hombres y mujeres muertos por lesiones en el cerebro. Yo sustituía ese dañado cerebro por un computador.
—Pero... no podían pensar, sentir y actuar como humanos.
—Lo hacían, Ronald. ¿Acaso no recuerdas a Lavina?
Lowry se estremeció.
De nuevo volvió a temblar.
—Su cuerpo sí actuaba, pero no su mente.
—Por supuesto. Yo era esa mente. Al igual que la de Melvin Lathrop y la de cientos de hombres y mujeres que he distribuido por New América para preparar la rebelión. Hemos encontrado hombres dignos. Tú eres uno de ellos. El triunfo de la rebelión ha demostrado que son muchos los descontentos con la V Autarquía. A ti te encomendé la principal misión. Acabar con el Presidente.
—¿Por qué no enviar a uno de tus... colaboradores?
—Hubiera sido destruido por agentes de CSI. Y hubieran descubierto su cerebro mecánico. Las investigaciones les llevarían hasta mí. No podía correr ese riesgo. De ahí que los que cayeron heridos en el ataque a Prisión Especial se autodestruyeran por un mecanismo instalado en el computador. Tú mismo lo comprobaste con el conductor y con Lavina.
—¿Por qué has permitido que conozca la verdad? Hubiera sido preferible ignorarla.
—Tú serás el único en conocer la identidad de «El Gran Guía», Cuando te «hablé» en el túnel de la máquina trituradora ya te seleccioné como el mejor. Eres inteligente y tu grado de maldad no es muy elevado. Tú puedes hacer que New América no vuelva a caer en los mismos errores. Será una dura labor. Tuya y de los hombres que deseen una New América libre.
—Yo no soy un político.
—No hagas política, Ronald; pero elige a los mejores políticos. Hombres que respeten la libertad. Que sepan crear un equilibrio viable entre la población y los recursos. De no conseguirlo se volverá a la tecnocracia, al despotismo, a la tiranía... y, por último a la destrucción. En vuestras manos está el impedirlo. Yo no voy a intervenir. No es ésa mí misión. Mis «colaboradores» irán desapareciendo paulatinamente.
—Aseguras que tu poder es ilimitado. Lo has demostrado. Encierras toda la sabiduría. Conoces nuestros errores. ¿Por qué no sigues ayudándonos?
—Por supuesto, Ronald. Con mayor placer que antes solucionaré los problemas planteados. Cualquier dato ignorado que me sea programado tendrá respuesta.
—No me refiero a eso. Tú puedes dirigir New América. Gobernarla. Te has autodenominado «El Gran Guía», ¿no es cierto? No eres humano. Estás libre de la maldad, del egoísmo, de la envidia... Construyes modernas armas que puedes teletransportar de un lugar a otro. Lo has demostrado en Granja-L-56 y el The Hothouse. Controlando tú el armamento no habrá deseos de destrucción ni grandeza en conquistar otras naciones. Tú puedes ser nuestro Presidente.
La máquina enmudeció.
Durante largos segundos.
—¿Qué respondes?
—Tu propuesta me ha sorprendido, Ronald. Y desilusionado. Un país gobernado por una computadora. ¿Tan poco confías en tus semejantes, Ronald? No puedo aceptar. Conoces los errores cometidos. Todos vosotros los conocéis. Habéis padecido por ellos cinco largos gobiernos de terror. Ahora tenéis la oportunidad de crear un futuro más digno. Si volvéis a fracasar, si vuelve una VI Autarquía..., yo no actuaré. Reconoceré mi impotencia. Mi falta de poder para combatir la maldad del ser humano. Os deseo suerte, Ronald.
Lowry giró lentamente.
La puerta de guillotina se abrió automáticamente para permitir su paso.
Colleen esperaba junto al elevador.
—Ronald..., ¿qué te ocurre?
—Nada,
—¿Le has visto? ¿Quién es «El Gran Guía»?
Penetraron en la cabina.
Lowry abrazó a la muchacha.
Fuertemente.
—«El Gran Guía» es un ser invisible, Colleen. Algo así como la voz de nuestra conciencia.
—No te comprendo...
Ronald Lowry se vio reflejado en los ojos de la joven.
Nuevamente descubrió en ellos ilusión, esperanza, amor...
La abrazó con más fuerza,
Esperanza en un futuro mejor.
Ese era también el deseo de Ronald Lowry.
FIN