Me despierta el olor de café recién hecho. Abro los ojos. Una cafetera Bialetti descansa encima del salvamanteles de la mesa del comedor. Todavía echa humo. Doy gracias a Dios por haber cuidado este detalle. Silvia, delante del portátil, desayuna tostadas con mantequilla y mermelada de arándanos, mi preferida.
Me mira. Tiene los ojos negros, los labios carnosos ligeramente frambuesa, la piel pálida.
―Buenos días ―dice con una sonrisa―. ¿Has descansado bien?
―Perfecto, muchas gracias ―respondo bostezando.
―Me alegro, la verdad es que anoche hacías muy mala cara.
―Me lo creo.
―¿Quieres desayunar?
―¡Por favor!
Me incorporo. Al lado del sofá descansan unas pantuflas con forma de elefante. Me las calzo. Me observo. Un momento. ¿Voy en pijama? ¿Cómo no me di cuenta ayer?
Debo estar poniendo la cara más estúpida de la tierra porque Silvia me mira, divertida.
―Sí, el pijama es de Rubén ―dice―. Mañana te lo puso. Las pantuflas son mías…
―¿Pero entonces...?
―Llevabas toda la ropa vomitada, no te podíamos tumbar en el sofá de esa manera.
―Vaya...
―A parte, apestabas; sin ánimo de ofender, ¿eh?
No sé qué es lo que me sorprende más, que Mañana me haya desnudado y me haya puesto un pijama, o el hecho de no recordarlo.
―Oye, el café todavía está caliente ―dice Silvia señalando la cafetera con la cabeza.
Me acerco de un salto, ante tan clara invitación, y me siento delante de ella, que ya me está sirviendo una taza.
―Perfecto ―murmuro.
―¿Leche?
―No.
―Aquí tienes el azúcar ―dice acercándomelo―. ¿Te apetecen tostadas?
―Sí, gracias...
Son de paquete, pero no me importa en absoluto. La verdad es que no estoy como para hacerle ascos a nada: tengo un hambre atroz, como si hiciera siglos que no comiera. Además, la mermelada de arándanos es casera; creo que esto me va a saber a néctar de los cielos.
Después de haber engullido la primera tostada, me doy cuenta de que estamos solos en el comedor.
―¿Y Mañana? ―pregunto.
―Ha dicho que tenía que salir a comprar no sé qué. Volverá a la hora de comer. Por cierto, estás invitado. Eso ha dicho, que te quedes para recuperar fuerzas. Por la tarde, ya se verá qué hacéis.
No sé desde cuando mi ayudante ha pasado a tomar el mando, pero no protesto. La verdad es que me apetece una mañana de reflexión. No es que haya avanzado demasiado en ninguno de los dos casos que llevo entre manos, pero me vendrá bien pensar un poco. Hay algo gordo detrás de todo esto, lo presiento, y será mejor estar preparado para cuando llegue.
De golpe, me doy cuenta de que Silvia me está haciendo señas con las manos.
―Perdona ―digo―, estaba pensando.
―Ya veo, que tío ―dice ésta apurando la taza de café.
Consulto mi reloj de pulsera mientras respiro hondo. Son las diez de la mañana de un soleado miércoles de primavera. Me planteo volver al sofá.
―Ejem, ―suelta Silvia mientras se gira hacia su portátil.
La miro tratando de comprender.
―Ah, sí, claro, qué tonto ―digo. Debes tener trabajo, ¿no?
―Uno poco, sí.
―¿Te molesta si me quedo aquí?
―Mientras no me des mucho el coñazo... ―responde Silvia suspirando.
―Esa es mi especialidad.
―No sé por qué, me lo temía.
―Si quieres puedo cocinar ―digo para intentar ganármela.
―Eso sería genial.
―Hecho.
Pausa.
―Oye, ¿y Rubén? ―pregunto.
―En su habitación. Es hacker y trabaja desde casa, bueno, desde su cuarto. Cuando empiece a oler a comida, ya verás cómo sale cual chucho al sonido del pienso chocando contra el cuenco.
―¿Hacker? Creía que era informático.
―Sí, en fin, como quieras llamarlo.
No sé cómo debería llamarlo, pero llevo puesto su pijama, o sea que mejor ser generoso. Sólo espero que esté limpio.
―¿Y tú qué haces? ―le pregunto a Silvia.
―Redacto mi tesis.
―¿Sobre qué?
―La ecuación Drake.
―¿La ecuación qué?
―Drake ―dice Silvia levantado una ceja y arqueando ligeramente la espalda hacia atrás.
―¿Y eso qué es? ―pregunto.
―Una ecuación ―responde Silvia sonriendo.
―Hasta ahí había llegado solo.
―Bravo.
―¿Y para qué sirve? ―insisto.
―Mmm… ―murmura Silvia mientras se pellizca la oreja―. Se trata de calcular el número de civilizaciones inteligentes que puede haber en la Vía Láctea.
―¿En serio?
―Sí.
―¿En la Vía Láctea hay alguien más?
―Es posible ―dice Silvia misteriosa.
Hago una pausa.
―Cuando la termines ya me la dejarás leer ―digo.
No se me ha ocurrido nada mejor.
―Descuida ―me responde con una sonrisa.
A la luz que le pega en el cogote, Silvia se me empieza a antojar como un ser angelical, algo que podría evaporarse como las burbujas de la tónica. Quizás debería preocuparme. Siempre que empiezo a pensar así de una chica, significa que mis defensas están bajas.
―Voy a la cocina ―digo, decidido, mientras me levanto.
―Vale, pero no te asustes ―suelta ella con una sonrisa.
Aunque, hace ya bastante tiempo, yo también viví en una casa compartida ―el clásico piso de estudiantes― y, en principio, tendría que estar curado de espantos (en lo que a cocinas guarras se refiere); me asusto. En mi caso coincidimos un romano, una chica griega (nunca supe exactamente de qué ciudad), un tipo de Cork y una inglesa de Sidcup. Ya se sabe, el glorioso programa Erasmus es responsable, entre otras cosas, de las mezclas más extrañas. La verdad es que nos llevábamos muy bien aunque, para decirlo de forma suave, la limpieza no era lo nuestro. Los niveles de insalubridad a los que llegó el tugurio donde vivíamos podrían considerarse casi como un acto de solidaridad con Can Tunis.
Así que me dirijo hacia la cocina bastante seguro de que nada podrá superar mi experiencia pasada. Me equivoco. Sólo con poner un pie en ella, las suelas de las pantuflas se me quedan pegadas al suelo por el exceso de grasa acumulada. Miro a mi alrededor. Los azulejos de las paredes han desaparecido bajo un pegote de color amarillento, como de vómito petrificado; el miserable Gravent encargado de la ventilación está lleno de mierda de paloma, y es totalmente opaco; el mármol de la encimera está cubierto de aceite y comida solidificada; la campana no me atrevo ni a mirarla y, en la pica, una montaña impresionante de platos y cacharros desafía la ley de la gravedad. Si Thomas Mann lo viera seguro que escribía la segunda parte de la Montaña Mágica, aunque debería titularla la Montaña de Mierda, y quizás no quedaría tan bien. Avanzo por el piso y puedo oír como la goma de los zapatos gruñe por el efecto pegamento del suelo. Decido arremangarme. Manos a la obra. Me lo tomo casi como un desafío personal. Ahora que ya he visto esta cocina, no podría vivir tranquilo pensando que sigue ahí. Debo limpiarla a toda costa. Es como una llamada interior. Algo casi religioso. Si puedo hacerla brillar de nuevo, quizás el mundo tendrá más sentido. Como mínimo, será un lugar un poco más limpio. Deambulo mis ojos buscando algo que se parezca a un estropajo, cuando veo una pequeña radio en una estantería. Es como la que usaba mi abuelo en el patio mientras se afeitaba. Todavía lo recuerdo mojando la navaja en el barreño verde lleno de agua y jabón. La radio es de esas que van a pilas. La enciendo y un pequeño piloto rojo se pone en marcha. Chicken run, todavía funciona. Que placer buscar una emisora haciendo rodar el dial; todavía no he logrado acostumbrarme del todo a los chismes digitales. Los que nacimos en el 73 somos una generación rara, a caballo entre el Renault 5 Copa Turbo y el tofu. En fin, de lo mejorcito.
Por la radio suena Candy Says.
Perfecto, me digo mientras ―estropajo en mano― limpio al ritmo de la música.
Que Lou Reed no muera nunca.
Empleo en la tarea tres horas y media que me dejan exhausto. Cuando termino saco la cabeza al comedor donde Silvia sigue tecleando delante del portátil. Cuando me oye, levanta los ojos.
―Tu ropa debe estar ya seca ―dice.
Me echo un vistazo. Sigo llevando el ridículo pijama de Rubén, pero ahora además está todo sudado.
―Cuanto antes me quite esto, mejor.
―¿En serio has tenido el valor de limpiar la cocina? ―pregunta mientras se levanta.
―Me gustan las cosas difíciles. Y limpiar me relaja.
Silvia está ahora delante de mí. Se dispone a entrar, pero le bloqueo el paso con el mocho.
―¿Eh? ¿A dónde crees que vas?
―¿Acaso no se puede ver?
―Está fregado.
―Vale, vale. Pero podré asomarme, digo yo.
―Eso sí.
Silvia saca la cabeza y da un silbidito.
―Como detective privado no sé, pero como chacha tienes un gran futuro.
Se me escapa un gruñido.
―En fin, era imposible cocinar ahí. Por cierto, si dejas que me pegue una ducha, luego preparo algo. ¿Te parece bien?
―Adorable ―dice Silvia y vuelve a sentarse delante de su portátil.
En comparación con la cocina, el baño parece sacado de un anuncio de la tele. Menos mal. Me desnudo y en un pis-pas ya estoy debajo del teléfono de la ducha. El agua caliente me rebota en el cuello formando una cascada natural que se desliza por la espalda, como si fuera la capa de un súper héroe. El olor a jabón penetra por mi nariz y parece como si me limpiara por dentro. Tengo la sensación de que empieza el día de nuevo para mí. Me lavo concienzudamente y es como si recuperara la forma original con la que llegué a la tierra, como si quitara la piedra sobrante del bloque de mármol y surgiera mi verdadero yo. Mientras estoy sumido en tan altos pensamientos, se abre la puerta del baño.
―Lo siento ―dice Silvia―, es que al final...
Le puedo ver la cara que asoma a través de la puerta, eso quiere decir que la cortinilla de la ducha transparenta. Mierda, estoy desnudo. Me doy la vuelta. Ahora sólo puede verme el trasero, algo es algo.
―Eh... ―No consigo articular nada más elocuente.
―Que al final se me ha olvidado devolverte la ropa ―dice.
―Ah, es verdad.
―¿Puedo pasar?
―Sí, sí, claro, como si estuvieras en tu casa.
Silvia entra y deja mi ropa en un taburete rosa fluorescente. ¿Por qué diablos la gente se comprará estas cosas?
―Aquí la tienes.
―Gracias.
Como ha dejado la puerta medio abierta, la corriente de aire me provoca un escalofrío que me recorre la espalda. O sea que sacudo el culo cual petirrojo expulsando las gotitas del rocío mañanero. Silvia me mira atónita.
―Que mono ―se le escapa.
―¿Podrías cerrar la puerta? ―digo medio cabreado―, pasa aire.
―Sí, claro, perdona.
Silvia cierra la puerta. Ahora estamos los dos encerrados en el lavabo. Creo que en la universidad nunca me hablaron de cómo resolver una situación así.
―Si quieres, puedes usar mis chanclas; son esas de ahí ―me dice señalando dos gastadas brasileras amarillas.
―Sí…, sí… ―balbuceo―. Perfecto.
La situación empieza a hacerse incómoda. Básicamente, porque aquí soy el único que está desnudo. Trato de solucionarlo envolviéndome con la cortina mojada, pero el invento no sale muy bien. A Silvia se le escapa la risa.
―Tranquilo, no eres el primer tío que veo desnudo, eh.
―Ya me lo imagino.
Desisto de trajinar con la cortina.
―Si me necesitas para algo, estaré en el comedor ―añade.
Se me ocurren algunas ideas para las que la podría necesitar, pero las descarto.
―De acuerdo ―musito.
―Hasta luego.
―Hasta ahora.
Silvia anda hasta la puerta, se gira, y sonríe.
―Por cierto, bonito culo ―dice.
Y sale del baño.
Un piropo. No está mal. Quizás si juego bien mis cartas, pueda acabar saliendo algo bueno de todo esto. Aunque lo más probable es que me estuviera tomando el pelo.
En cualquier caso, decido ganar puntos preparando espaguetis a la carbonara. Clásico pero efectivo. Vamos a dejar una cosa clara: los carbonara se preparan sin crema de leche y sin cebolla. O, al menos, así es como me los enseñó a hacer mi ex-compañero de piso, el romano del que os hablé. Y os juro que así están más buenos.
Vuelvo a la cocina y empiezo a disponer todos los ingredientes por encima del mármol. Milagrosamente, encuentro un pedazo de auténtico parmesano reggiano en la nevera. Cuando lo veo casi se me escapa una lágrima y tengo la sensación de que el fantasma de Josep Pla me da unos golpecitos en el hombro para confortarme; muy extraño. Agarro el queso entre las manos y me dispongo a rallarlo pero, antes, no puedo resistir la tentación de llevarme un pedazo a la boca. Su tacto casi rasposo al paladar y su intenso gusto, como de lava congelada saliendo del volcán, siempre me devuelve las ganas de vivir; así que me lanzo por este tobogán.
Preparo también una ensalada, algo fresco irá bien como complemento. No me entretengo mucho porque los comensales están ya en la mesa y no quiero hacerles esperar. Silvia tenía razón y a Rubén no ha sido necesario llamarlo, ha salido de su habitación cual can al olor de la comida. Mañana, que llegó, supongo, mientras cocinaba, parece que también trae un buen apetito.
Salgo de la cocina con las dos fuentes de comida ―que son recibidas con una ovación―, y el queso rallado en un cuenco como si fuera la hostia consagrada.
―Vaya, si sigues así te vamos a pedir que te vengas a vivir con nosotros ―dice Silvia guiñándome el ojo.
―Ni lo sueñes.
―Si cocinaras, podríamos pagarte un sueldo ―dice Rubén, y no parece bromear.
―Sí, claro, y te lavo los calzoncillos también.
―Anda, pasad los platos ―dice Mañana que está empezando a servir la comida.
―¿Vino? ―Rubén me ofrece de una dudosa botella.
―Sí, gracias... ―Correré el riesgo.
―Tengo buenas noticias, o algo parecido a eso, creo... ―dice Mañana muy animada.
―¿Has averiguado algo?
―Sí, respecto al tema de Johnny.
―Adelante.
―¿Johnny? ¿Quién es Johnny? ―Silvia parece interesada.
―Nadie ―digo―, continúa por favor.
―Pensé en hablar con amigos que, de un modo u otro, tuviesen contacto con la clase alta barcelonesa. ¿Buena idea, no? A ver si habían oído algo sobre perros ―dice Mañana entusiasmada.
―¿Tienes amigos pijos?
―¿Perros? ―pregunta Silvia.
―Calma, chicos ―resopla Mañana―. Pijos no, pero resulta que tengo un amigo que trabaja como proveedor.
―¿Proveedor? ―digo incrédulo.
―En realidad es maquillador profesional, ya sabes, cine, televisión, teatro, cosas así.
―Ya.
―Aunque, de vez en cuando, ayuda en la empresa de su padre.
―Como proveedor ―musito.
―Sí, de materia prima a restaurantes, todo de primera calidad ―dice Mañana todavía excitada―. Se llama Andoni.
Pausa. Mañana me mira esperando mi aprobación.
―Andoni ―digo―. Genial. ¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?
―Bastante ―responde Mañana―. Resulta que uno de sus clientes es un restaurante de Sarriá, una especie de club privado; El pico de oro, se llama. No es un sitio al que se pueda acceder fácilmente.
―Ya.
―Pues bien, parece ser que en ese local, él ve entrar y salir jaulas.
―¿Jaulas? ―pregunto.
―Sí, o algo parecido.
―¿Algo parecido? ¿Las ve o no las ve? ―digo impacientándome.
―Están tapadas con telas pero, por los ruidos, está bastante claro que dentro va algo vivo.
Pausa.
―Es una buena pista ―concedo―. Aunque, siendo un restaurante, podría ser algún tipo de comida, ¿no?
―Imposible ―responde Mañana―. No estoy hablando de langostas. Lo que mi amigo ha oído son gruñidos y respiraciones.
―¿Estás segura?
―Completamente.
―Entonces podrían ser perros, es cierto ―digo apurando el vaso de vino―. Es una buena pista.
―Gracias ―dice Mañana con una sonrisa.
―¿Perros? ―interrumpe Silvia. ¿Entonces Johnny es un perro? ¿Estás buscando un chucho perdido? Yo me parto.
―¿Pero no eras detective privado? ―dice Rubén sumándose a la fiesta sin que nadie lo haya invitado. Y añade―: ¡Cuando ésta me pidió buscar por internet pensaba que se trataba del perro de una amiga!
―Vamos a ver si nos calmamos todos, ¿eh chicos? ―digo tratando de poner orden―. Puntualmente, y quiero recalcar la palabra puntualmente, he ―hemos― aceptado un caso un tanto particular.
―¿Hemos? ―pregunta Mañana con la boca llena.
―Es un decir. Los detectives somos como prostitutas, ¿de acuerdo? Que nadie se engañe, nos pagan por horas y hacemos el trabajo sucio.
―¿Y para qué coño quieren perros en un restaurante? ―suelta Rubén de improviso.
―Eso es lo que deberemos averiguar ―respondo―. Mañana, ¿crees que tu amigo nos podría arreglar un pase para ese club?
―Imposible, como ya te digo, es una cosa bastante exclusiva. Y él es sólo el proveedor.
―Vaya.
Me sirvo otro vaso de vino.
―Lo que quizás sería posible... ―Mañana se queda callada, como buscando las palabras.
―Dime.
Sigue sin hablar.
―Mañana.
―A lo mejor podría colarnos como «personal» del local.
―¿De camareros?
―Eso con suerte ―dice apenada―. Lo siento, pero no se puede conseguir más.
La miro y se me dibuja una sonrisa en la cara.
―¿No lo ves? ¡Eso es mucho mejor!
―¿Por qué?
―Tendremos acceso a zonas más restringidas.
Pausa.
―¡Claro! ―exclama de pronto.
―Cojonudo, Mañana.
―Oye, lo vuestro es bastante entretenido, ¿no? ―pregunta Silvia.
―Depende, a veces se reduce a esperar dentro de un coche durante horas, o días ―respondo.
―Y puede ser peligroso ―añade Mañana.
―Ya ―dice Silvia sin mucha convicción.
―Basta de hablar de trabajo ―digo para zanjar el tema―, que si seguimos así no vamos a terminar de comer ni mañana.
Rubén suelta un gruñido y los cuatro nos lanzamos a devorar lo que queda en nuestros platos.
Cuando terminamos me levanto para despedirme.
―¿No vas a tomar el café? ―pregunta Silvia.
―Prefiero hacerlo de camino al despacho, necesito pensar.
―Vale ―me responde.
―Entonces, ¿dónde nos vemos? ―pregunta Mañana.
―Llevaré el teléfono encendido, cuando sepas algo de tu amigo me lo dices, ¿de acuerdo?
―Perfecto.
Salgo a la calle. Son las cinco de la tarde. El cielo se ha tapado y hay poca luz. Los días nublados siempre son más duros para los melancólicos. De camino al despacho me detengo en el Rialto, un sucio bar de la calle Diputación, para tomar el susodicho café. En la barra, dos obreros fuman un cigarrillo con cara de asco. Hay vicios que son como las mujeres fatales: a pesar de dar más dolor que placer, no podemos dejarlos tan fácilmente. Me tomo el café. Las conexiones entre mis neuronas se encienden y empiezo a pensar. ¿Para qué coño querrán los perros? No puede ser para traficar con ellos. Ni para comérselos, eso sería absurdo. El restaurante tiene que ser la tapadera de algo.
El teléfono interrumpe mis pensamientos. Lo descuelgo de un manotazo.
―¿Diga?
―Soy Remedios.
Por unas horas había olvidado por completo que también tengo entre manos el caso de Juan Ramón Jiménez.
―Encantado de saludarla.
―Perdone que le moleste señor Cacho, llamaba para saber si sabe algo de mi marido ―dice con voz cansina.
―Cada vez estoy más cerca de descubrir la verdad, señora Remedios ―miento―. Aun así, necesito un poco más de tiempo.
―Confío totalmente en usted, ya que mi marido también lo hizo, sino no me hubiera dejado la nota con su nombre.
―Señora Remedios, por lo que he podido averiguar Los Caballeros del Alba Gris no son una inofensiva asociación, tienen mucho poder y están dispuestos a defenderse.
―¿Ha tenido usted algún problema? ―me pregunta con voz temblorosa.
―No ―respondo para no entrar en detalles―. Pero va a ser un poco más complicado de lo que pensaba.
―En cuanto tenga usted alguna noticia, por favor, llámeme.
―Descuide.
Cuelgo el teléfono.
Mi cabeza arranca de nuevo. La conclusión es que debería volver a entrar en la sede de Los Caballeros del Alba Gris. Es el único modo de saber qué diablos ha pasado con Juan Ramón. Busco en mis bolsillos y encuentro el porta-tarjetas que me dio la chica de ojos oscuros en la recepción de la sede. Lo abro. Dentro continúa estando la tarjeta de H.P. Ras. Qué curioso, ¿por qué rayos me la daría? Demasiado casual. Aunque cuando nos encontramos, yo todavía no tenía entre manos el caso de Remedios. ¿Cómo podía saber él que necesitaría entrar ahí? Si no se me ocurre nada mejor, tendré que intentarlo de nuevo, aunque no me hace ninguna gracia volver a ese sitio.
Salgo del bar y encamino mis pasos al despacho. Cuando llego a la altura de la plaza Urquinaona, vuelve a sonar el teléfono. Maldito chisme. Lo saco del bolsillo y miro la pantalla: número desconocido. Descuelgo.
―M. Cacho al habla, diga.
Una risa femenina estalla al otro lado de la línea, su sonido me es familiar.
―¿Oiga? ―digo.
―M. Cacho al habla, muy bueno.
―¿Con quién hablo?
―Soy Silvia, tonto.
¿Para qué me llamará al móvil? No puedo negar que me gusta volver a oír su voz.
―¿Siempre respondes así al teléfono?
―Siempre que no conozco la persona que me llama. Podría ser algo de trabajo, ¿sabes?
―Se trata de algo de trabajo.
―¿Ah, sí? ―respondo interesado.
―Te llamo de parte de Mañana, que se está dando un baño.
―Comprendo.
―Su colega os puede colar en el restaurante, pero tiene que ser hoy mismo.
―¿Hoy mismo?
―Esta noche, ¿estás libre?
Esperaba pasar la tarde en el despacho, reflexionando y escribiendo un rato ―no me gusta abandonar demasiado mis Relatos cósmicos―, o sea que estoy más que libre.
―¿Dónde hay que ir?
―¿Tienes para apuntar?
Saco mi bloc del bolsillo de la Harrington.
―Adelante.
―Calle Osi, 17. Tenéis que estar allí a las ocho en punto.
―¿Te ha dicho Mañana qué vamos a hacer exactamente?
―Ella de camarera, tú de pinche.
―¿Perdona?
―Y da gracias, parece ser que colaros no ha sido nada fácil.
―De acuerdo, de acuerdo. Dile que allí estaré.
―Descuida.
Cuelga el teléfono. No he tenido tiempo ni de darle las gracias. No importa, ahora debo concentrarme en lo mío. Primero, pasaré por el despacho para coger la cámara de vídeo y, después, iré a casa a prepararme para esta noche. Aumento la velocidad de mis pasos hasta que llego al portal de la calle Marina donde tengo la oficina. Subo las escaleras, también, a paso ligero; aunque no tanto como cuando jugaba al fútbol sala con los amigos. Llego arriba resoplando. Voy a meter la llave en la cerradura, pero al apoyar la mano en la puerta, ésta se mueve. Empujo suavemente y se abre. Me asomo. Lo que veo es desolador. Todo está entre revuelto y roto. Los papeles de los casos antiguos esparcidos por el suelo, los libros y documentos caídos de las estanterías, la botella de Jameson hecha pedazos, los Relatos Cósmicos manchados de whisky, la máquina de escribir del revés y la lámpara del escritorio partida por la mitad. Por el contrario, el ordenador está encendido y, contra todo pronóstico, intacto. Me acerco. Recojo la silla del escritorio y me acomodo delante de la pantalla. Hay un mensaje escrito.
Parque de la Ciudadela, mismo banco, ahora.
¿Pero qué mierda...?
No hay tiempo que perder. Apago el ordenador y me dedico a buscar la cámara ―que guardaba en el tercer cajón― por el suelo. Es un artilugio en miniatura que sirve para grabar sin que nadie se dé cuenta. Como está camuflada en la hebilla de un cinturón, probablemente no la habrán destrozado a conciencia. Estoy en lo cierto. Encuentro el cinturón al lado de la papelera, y la cámara sigue en la hebilla. Parece funcionar bien y, además, tiene las baterías a tope. Dentro de la desgracia, por lo menos, esta noche podré hacer mi trabajo en el restaurante como Dios manda. Me pongo el cinturón y salgo del despacho. Consigo cerrar la puerta: Ras tuvo la delicadeza de no reventar la cerradura. Aun así, se va a enterar. Nadie me toca los cojones y se queda igual. Este tío no sabe con quién está tratando.
Salgo a la calle.
A pesar del frío infernal que me cala por los riñones, cubro la distancia entre mi despacho y el parque en un santiamén. Avanzo por la tierra húmeda con paso ligero y cortando el aire helado que me roza la piel. Miro a mi alrededor: prácticamente no queda ya nadie aquí. Supongo que dentro de poco lo cerrarán, así que debería darme prisa. Tuerzo hacia la izquierda en dirección al estanque, paso por delante del Mamut y encaro los bancos dónde me encontré con el malo de Ras. Pero no hay nadie. Mierda. A ver si será todo una broma. Es este caso, sería una broma de muy mal gusto. El despacho destrozado no va a arreglarse solo. Me siento en uno de los bancos. No sé si es muy buena idea ya que enseguida noto como se me empapan los pantalones; maldita humedad, esta ciudad es como un invernadero gigante. Vuelvo a mirar a derecha e izquierda. Nada. Esto empieza a ser aburrido. Observo los cordones de mis zapatos con la esperanza vana de que puedan darme alguna pista sobre el sentido de la existencia, pero sólo obtengo, a cambio, un silencio desolador.
De golpe empiezo a oír una respiración extraña. Vuelvo a mirar. A lo lejos me parece vislumbrar un chucho que se acerca. Sí, ahora lo veo mejor, no hay duda de que viene hacia mí, y no parece tener buenas intenciones. Es un bulldog francés de color blanco con manchas negras, igualito que el de Ras; vaya por Dios. Me subo encima del banco para ponérselo un poco más difícil. El perro se detiene justo en el borde de éste y empieza a ladrarme con agresividad. Tiene los ojos encendidos y de la boca le salen espumarajos de saliva amarillenta. Da saltos hacia mí para mantenerme a raya. Creo que no quiere atacarme, sólo impedir que me escape. Aun así la situación acojona un poco; el chucho parece poseído. Quizás si le diera una patada en el hocico lograría reducirlo, pero no me convence la idea. Mierda. ¿Por qué me pasarán a mí estas cosas?
Pestañeo y aparece Ras, como salido de la nada. Lleva el mismo sombrero y la misma gabardina color crema de la última vez.
―Balón, Balón, estate quieto, muchacho ―dice mientras se va acercando―. Buen chico, buen chico ―añade acariciándole el hocico.
―Podría denunciarlo por eso.
Ras suelta una contundente carcajada. Luego le pone una cadena al chucho, saca un papel de diario del interior de su gabardina azul, lo extiende encima del banco y se sienta.
―Es increíble la cantidad de humedad que hay en el parque a estas horas, ¿no le parece?
―Me importa una mierda la humedad ―le respondo agresivo.
―¿Piensa permanecer toda la noche ahí arriba?
Pego un salto y me quedo de pie mirando a Ras. Que gran cabrón, me digo.
―¿Se puede saber qué quiere de mí?
―Recuperar una cosa que nunca debió estar en sus manos.
―Ya. Oiga, ¿y no podría habérmela pedido simplemente?
―Tenía la impresión de que no me la hubiera dado, ¿me equivoco?
―No.
Está claro que ha venido a por su tarjeta. Mierda, es la única manera que tengo de volver a entrar en la sede de Los Caballeros del Alba Gris.
―Siéntese señor Cacho, me va a coger dolor de cuello de tanto mirar para arriba.
No hay ninguna razón objetiva para seguir de pie. Así que me siento con toda la dignidad de la que soy capaz. Cuando mis posaderas están encima del banco, noto de nuevo como la humedad me trepa por el culo. Definitivamente, hoy no es mi día.
―Entonces, si no le importa... ―me dice extendiendo la mano―, devuélvame lo que es mío.
―Pero usted me la dio.
―Y ahora se la quito.
Pausa.
―Usted pensó que yo era digno ―digo tratando de sonar transcendente.
―Fue un error. Las señales estaban muy claras, pero me confundió su actitud. No suele pasarme. ¿Sabe? A veces los extremos se tocan. ―Ras me mira a los ojos. Y añade―: Pero no es de los nuestros.
Le aguanto la mirada.
―¿Y no puede darme otra oportunidad?
―Señor Cacho, esto no es un juego. Aquí no hay segundas oportunidades. Se acabó.
―Estrictamente hablando, no puede obligarme a dársela.
Ras abre la boca y contrae sus labios formando una o. Es un gesto muy extraño, como si al Papa de Roma le hubiesen dicho que no puede repetir el postre. Entonces, mete la mano dentro de la gabardina y saca de ella un gastado librote de color amarillo.
―¿Qué mierdas es esto?
―Un listín telefónico.
―¿...?
―Sería más práctica una agenda, ya lo sé, pero aquí está todo.
Pausa.
―¿Espera que esto me asuste? ―pregunto.
Ras no responde. Por el contrario, añade:
―Un momento por favor, no me va a llevar más de un minuto ―dice manoseando las gastadas páginas del listín hasta que encuentra el número adecuado. Entonces, saca un móvil del bolsillo y marca un número―. ¿Manolo? ¿Qué tal chico? ―pregunta jovialmente. Pausa―. Bien, bien gracias. Tengo un pequeño encargo para ti. Sí, a la de tres. ―Ras hace una pausa para coger aire y luego susurra―: Uno, dos, tres.
Oigo un chasquido y Balón cae al suelo fulminado. Un chorrito de sangre empieza a manarle de la cabeza. No sale mucha, pero definitivamente Balón debe estar ya jugando en el cielo con el perro de Scotex. Esto empieza a pasar de la raya.
―¿Qué le parece? ―me pregunta Ras con una sonrisa.
―No era necesario matar al perro ―respondo muy cabreado.
―¿Se había encariñado con él?
―Digamos que no soy un gran fan de los asesinatos gratuitos.
―Los detectives privados sois patéticos, pero eso ya lo sabes, ¿verdad? ―dice Ras acercándome la cara. Le apesta el aliento.
―Le repito que no era necesario.
―Vamos, no se ponga melodramático. Además, si usted me hubiese dado lo que no es suyo, en primer lugar, nada de esto hubiera sucedido.
En mi rostro se dibuja una mueca de asco. Lo que siento por dentro es todavía peor. Empiezo a comprender el calibre de la situación.
―Se hace tarde ―digo― y tengo cosas que hacer.
―Le comprendo señor Cacho, es usted una persona muy atareada.
Estamos cara a cara, mirándonos a los ojos.
―Sólo una curiosidad ―digo―. ¿Cuál es su cargo dentro de Los Caballeros del Alba Gris? ¿Reclutar a desconocidos? ¿Es usted una especie de ojeador?
Pausa.
―No sé de qué me habla ―responde Ras rascándose la oreja. Y añade―: La tarjeta, por favor.
Pausa.
Me imagino al francotirador apuntando a mi cabeza. Supongo que no tendré más remedio que dársela, a menos que quiera ir a hacerle compañía a Balón ―sería un honor, pero todavía no he redactado mi testamento. Por cierto, ahora que está muerto me parece la mar de mono; pero eso siempre pasa, la muerte es un gran embellecedor. Así que saco el porta-tarjetas metálico que contiene la dichosa cartulina, y se la ofrezco.
―La niña ―digo―, me habló de usted.
Ras se encoge de hombros.
―¿Qué niña, señor Cacho? Sólo es mi tarjeta de visita ―dice mientras la toma de entre mis dedos―. En cualquier caso ha sido un placer charlar con usted. Que tenga un buen día.
Se pone de pie, como si fuera la cosa más normal del mundo. Mi cara se arruga como una mala cuarteta. Da unos pasos y, cuando está a punto de desaparecer entre la húmeda niebla del parque, se gira y me mira. A la luz de las farolas, sus ojos se me aparecen como de un amarillento repulsivo.
Bajo la mirada. La sangre de Balón ha empapado mis zapatos. Estoy solo y con cara de gilipuertas. La verdad es que a nadie le gusta que le peguen una paliza así, aunque sea metafórica. Por primera vez en la vida, empiezo a sentir miedo de verdad. Tengo la sensación de que este caso me supera; como si no tuviera ni idea del mundo en el que vivo. Es como haber nacido en un zoo: uno ni siquiera puede vislumbrar lo que la vida debería ser en realidad. Me imagino un delfín nacido en cautividad y me deprimo. ¿Le dirá su intuición que hay algo más allá de la piscina? ¿Sabrá de los mares y océanos de infinitas posibilidades?
Vuelvo a mi realidad. Una realidad dónde un tal H.P. Ras puede contratar un francotirador para que me vuele la cabeza en el puto centro de la ciudad. Alguien no juega con la misma baraja de cartas. Alguien ha hecho que me tome esto como una cosa personal. Voy a encontrar a Juan Ramón Jiménez, cueste lo que cueste. Aunque sea lo último que haga ―entiéndanme, si muero tampoco pasaría nada grave; a mi entierro no vendrán mis ex novias a llorar desconsoladamente, ni el alcalde depositará una póstuma Creu de Sant Jordi encima del ataúd en señal de agradecimiento por los servicios prestados a la ciudad. No. Mi miserable vida no le importa a nadie. No hay nada que perder.
Me levanto del banco. Se está haciendo tarde y debo pasar por casa para prepararme para lo de esta noche. Encima todavía tengo la moto estropeada, o sea que voy a tener que andar. Ya me lamentaré más tarde. Ahora toca caminar. Primero un paso y luego otro, no tiene más secreto, aunque a veces se nos olvida. Por suerte, el contacto con la tierra compacta del parque, le da un toque de seguridad a mis pasos que me reconforta. De momento sigo vivo. No sé cómo diablos lograré entrar de nuevo en el cuartel de Los Caballeros del Alba Gris, pero ya se me ocurrirá algo.
Cruzo las rejas del parque y tengo la sensación de penetrar de nuevo en la ciudad. Los coches pasan zumbando a mi lado, insensibles a mi pensamiento. El semáforo se pone en verde y encamino mis pasos hacia el paseo Lluís Companys. Debo llegar hasta la calle Ausiàs March y luego torcer a la derecha hasta Sicilia, dónde tengo mi apartamento. Seguro que lo consigo. Todavía queda mucha noche por delante, y hoy voy a estrenarme como pinche de restaurante. La vida y sus ironías. Aunque supongo que nunca es tarde para aprender un oficio nuevo.
Levanto la mirada. Delante de mí el Arco de Triunfo impone su figura a una ciudad descolorida y supurarte.
Llego a casa. Ducha caliente, ropa limpia, y el mundo parece librarse de su inmundicia. No me queda mucho tiempo, así que cojo un taxi rumbo a la siguiente parada de la noche: El pico de oro. Por suerte el taxista no me da conversación y, en nada, enfilamos por la calle Osi. Me parece bastante discreta, la verdad. Es cierto que el barrio es de buena clase, pero no se me antoja posible que haya un local de alto copete en una calle con tan poco encanto. Me equivoco. Cuando llego al número 132, unas macizas puertas de hierro y madera parecen estar diciendo a gritos «pasa de largo, a menos que lleves la American Express bien cargadita». Siempre he sido más de Visa en números rojos, qué le vamos a hacer. Aun así, me paro delante.
Encima de las gruesas puertas se alza un cartel que reza el nombre del restaurante: El pico de oro. Debajo de éste, dos gorilas ―uno calvo, el otro con coleta― protegen la entrada. Decido esperar a que llegue Mañana apoyado en la pared de enfrente, a una distancia prudencial, para no generar sospechas. Si una cosa aprende uno siendo detective, es a calibrar bien las distancias. De hecho, yo diría que ésa es la primera cualidad en la que, quien se dedica a este dudoso empleo, debe sobresalir. Seguir a alguien se reduce prácticamente a eso: encontrar el punto justo en el que uno está suficientemente lejos como para no ser descubierto y, a la vez, suficientemente cerca como para no perder a la presa. Supongo que con el tiempo esta habilidad va desarrollándose, de manera que ahora ya no tengo ni que pensar mucho sobre el tema y me coloco de forma natural en el sitio adecuado, como un centrocampista del Barça. La segunda cualidad, del buen detective, es el arte de mentir. Les juro que yo he hecho actuaciones que ni Al Pacino en Serpico. A lo largo de mi carrera me ha tocado ser fontanero, agente de seguros, vendedor de enciclopedias, empleado de ONG, periodista, turista extraviado, estudiante de arquitectura (eso para poder filmar las casas de la gente), camarero, secretario en una empresa, guardia de seguridad, conserje, ciego y un largo etcétera que no me voy a molestar en nombrar. Y todo eso en la vida real, no en una película. La diferencia es que si no lo haces bien, en la película no pasa nada; en la vida real te puedes llevar un buen mamporro, como mínimo. La tercera cualidad imprescindible para triunfar como detective ―si es que esta expresión tiene algún sentido― es la intuición. Esa cosa que te dice que fulano es un hijo de la gran puta o que mengano es honesto. La maldita intuición que ahora me está diciendo que esta noche voy a sacar algo en claro de todo este asunto ridículo de los perros. Finalmente, la cuarta y última cualidad que todo buen detective debe ostentar es...
―¿Se puede saber qué haces? ―Mañana interrumpe mis pensamientos.
―Estaba meditando.
―Pues se acabó la vida contemplativa, es el momento de pasar a la acción.
Repaso a Mañana de arriba abajo. Va vestida muy discreta, con tejanos, camiseta y chaqueta. Supongo que hoy no tiene previsto hacer el número.
―Entonces, vamos, ¿no? ―digo.
―Sí.
Empiezo a andar con paso decidido hacia las gruesas puertas de hierro y madera que protegen la entrada, pero Mañana me coge del brazo y me detiene. Doy un respingo.
―¿Dónde mierdas vas? ―me pregunta con cara de impaciencia.
―¿No entramos?
―Sí, claro, ¿desde cuándo el friegaplatos entra por la puerta principal?
Mierda, ¿qué me está sucediendo? ¿Estaré idiotizado?
―Perdona, es que me ha pasado una cosa bastante gorda antes de venir aquí.
―¿No te habrán vuelto a drogar?
―No, se trata de Ras.
―¿Ras?
―Sí, el tipo que me dio su tarjeta en el parque.
―¿Qué tarjeta?
―La que me permitió entrar en la sede de Los Caballeros del Alba Gris.
―Ah sí… ―dice Mañana mordiéndose el labio. Y luego añade―: ¿Pero Ras es miembro de Los Caballeros?
―No lo sé. El caso es que quería recuperar la dichosa tarjeta como fuera.
―¿Pero, entonces, por qué te la dio?
―Quizás se equivocó de persona.
Mañana se muerde el labio inferior.
―¿Y estás bien? ―me pregunta.
―Sólo ha sido un susto ―respondo mirando el reloj.
―¿Un susto?
―Vamos.
―Vale, vale; ahora, al señor le entran las prisas ―dice Mañana, mientras avanza a regañadientes.
Entramos por la puerta reservada al servicio y nos quedamos boquiabiertos: la cocina es alucinante, muy amplia y con una luz muy especial. Se me escapa un «joder» que medio reprimo cuando Mañana me mira censuradora.
En lo primero que me fijo cuando entro en un sitio es en la luz; para mí, dice todo del espacio y del nivel de las personas que se mueven en él. La luz es el alma de los lugares. En el caso que nos ocupa, normalmente uno esperaría la típica cocina bien equipada, pero dotada de asquerosos fluorescentes tintineantes de luz verdosa. Pues no. La cocina está iluminada por bonitos paneles ―situados en las paredes y sin sobresalir ni un milímetro de éstas― de los cuales brotan chorros cristalinos de luz cálida. Una iluminación exquisita. Además, la cocina en sí, parece recién estrenada: todo está limpio y nuevo, a pesar de que los cocineros deben haber estado trabajando afanosamente desde hace unas cuantas horas.
―Tú debes ser el sustituto.
Me giro y veo a un tipo gordo, con una sola ceja. Lleva delantal y un ridículo gorro blanco.
―Sí, Cacho.
―¿Perdona?
―Me llamo Cacho.
―Ah, yo Julián, soy el encargado ―dice con cara de agobiado y, sin perder tiempo, añade―: allí tienes la pica.
―Ajá.
―Toma ―dice mientras, con un gesto, me pasa un delantal absurdo.
―De acuerdo ―digo sumisamente―. ¿Dónde están los lavavajillas?
Julián me mira sorprendido y suelta una carcajada.
―¿Lavavajillas? ―Emite un resoplido. Coge una copa de cristal y me la plantifica delante de la cara. ―Cuando una sola de estas vale más que el lavavajillas entero, entonces se friega a mano. Por lo menos así, si se rompe algo, los de arriba le pueden echar la bronca a alguien. Y eso es muy importante, ya que humillar ayuda a sentirse rico y poderoso.
―¿Entonces? ―mascullo incrédulo.
―Vas a tener que limpiar y mimar cada pieza de forma individual, chico.
―Vale ―digo titubeando.
―Lo que ya esté fregado lo vas poniendo en las bandejas de ahí y, después, lo secas a mano. Tienes los trapos en el cajón de abajo ―me dice señalando.
―Bien.
―Sólo dos cosas: primera, trata cada pieza como si fuera el coño de tu novia y, segunda, frota hasta que te salten las uñas. Si al terminar juzgo que el material no está suficientemente limpio no cobras. Si rompes, algo no cobras. ¿Queda claro?
Iba a preguntarle por el contrato, pero mejor dejarse de ironías. Asiento de nuevo y me voy derechito a mi puesto de trabajo. En el fondo de la cocina, Mañana se ha unido al grupo de camareros y escucha atentamente las instrucciones que les está dando otro tipo malcarado. Empiezo a analizar el espacio que me ha tocado. Debo tratar de ser lo más efectivo posible si pretendo durar cinco minutos en este sitio. Delante de mí, se extiende una pica doble y un grifo con tubo de goma. Simple. Compruebo que en el cajón estén lo trapos de cocina. Correcto. También encuentro unos guantes de plástico rosa. Bien, manos a la obra. Me pongo el delantal, me arremango y me calzo los guantes. A mi derecha un tipo fortachón con guantes azules, por si había duda de quién es el novato, comprueba que la temperatura del agua que sale del grifo sea la correcta. No sé cuál deber ser esa temperatura, pero paso de preguntarle; no es cuestión de parecer un pardillo ya de buenas a primeras. Así que empiezo a tontear yo también con mi grifo. El tubo de goma y el delantal hacen que parezca que estamos ordeñando una vaca. Me sale una sonrisa, pero me dura poco ya que, por la puerta del fondo de la cocina, empiezan a llegar las primeras bandejas con copas. Los invitados debe hacer rato que toman sus aperitivos mientras esperan para sentarse en las mesas. Hago una mueca. Esto sí que es llegar y besar el santo.
―Venga, venga, chicos ―Julián se me pega al cogote―. Quiero que, para cuando los invitados estén tomando los cafés, todo lo demás esté limpio. El restaurante debe cerrar con toda la cubertería y la vajilla impoluta y guardada en sus estanterías. ¿Queda claro?
―Sí, señor ―responde el tipo que tengo al lado. Lo saludo con los ojos mientras Julián se aleja de nuevo.
―Miguel ―me dice.
―Cacho.
―Encantado.
―Lo mismo digo.
Estrechamos las enguantadas manos ―la suya azul, la mía rosa― y volvemos cada uno a lo suyo. Supongo que la cuestión debe ser fregar a un ritmo bastante rápido para que no se acumule nada. La verdad sea dicha es que mucha, mucha experiencia en limpiar no tengo. Está claro que todos lavamos los platos en casa, pero hacerlo de modo profesional es distinto. Desde que leí una vez en el periódico la entrevista a un hombre que había suspendido el examen de barrendero ―examen que consistía, efectivamente, en barrer― para mí ya no hay profesión pequeña. Cualquier cosa puede hacerse de forma chapucera o de forma profesional.
Me dejo de historias y empiezo a limpiar las primeras copas que contenían, supongo, el aperitivo de bienvenida. No puedo dejar de pensar que, probablemente, cada una de ellas vale más que mi vajilla entera. ¡Ah! ¿Qué ha sido eso? Noto un intenso dolor en la cabeza y, de nuevo, la respiración en el cogote. ¡Julián me ha dado un capón! Mi instinto es girarme para devolvérselo, pero mientras lo hago me cruzo con la mirada de Miguel, que me insta a detenerme.
―A ver si no nos encantamos ―dice Julián en tono de profesor de la posguerra.
―Lo siento, no volverá a pasar ―De tan sumiso parezco una víctima del maltrato.
Cuando Julián se ha alejado, respiramos hondo.
―Ándate con cuidado, esto no es un restaurante normal ―me dice Miguel.
―¿En qué sentido?
―Piensa que aquí se reúne lo mejorcito de todo. Y este tipo de gente hace cosas muy raras. Si te pagan el triple, es para que trabajes bien y rápido, y para que calles.
―¿Llevas mucho tiempo aquí?
―Tres meses.
―Sí que tiene éxito el sitio, ¿no?
―Estos antros siempre triunfan; los montan ellos para sí mismos. Y cuando pasan de moda pues los cierran y abren otros.
―¿Entonces has trabajado en lugares parecidos? ―No se me ha escapado una copa por un pelo.
―Más o menos, si les gustas te van llamando, siempre sitios tipo éste.
―¿Y por qué no es un sitio normal? ¿Tú has visto algo raro por aquí? ―Trato de usar mi voz más casual.
―Verlo no, pero lo he oído.
―¿En serio? ―digo haciéndome el tonto. No será para tanto.
―No ahora, claro. Luego.
―¿Qué quieres decir?
Miguel se toma un tiempo antes de responder.
―Mira, yo no quiero meterme en líos.
―Vale, vale ―digo para calmarlo―. Los ricos son raros, ¿eh?
No quiero forzar la máquina, ya habrá tiempo para camelármelo.
―Aquí tenéis otra ―dice Mañana entrando por la puerta que da al comedor. Lleva una bandeja llena de copas usadas. Parece animada.
―¿Qué tal? ―pregunto.
―Bien, bien, me estoy hasta divirtiendo. Todos me miran el culo.
―Puedo comprenderlo ―dice Miguel.
―Oye... ―le reprocho.
―¿Es tu novia? ―me pregunta.
―Sí ―digo yo.
―No ―responde Mañana.
―A ver si os aclaráis.
Mierda. En otra ocasión tenemos que preparar mejor nuestros antecedentes.
―Tú a lo tuyo ―le digo a Miguel.
Mañana y yo nos miramos con complicidad. De su sonrisa puedo deducir que se está divirtiendo, pero que también está tomando nota de lo que pasa en la fiesta. Seguro que no me defrauda. Por el rabillo del ojo veo que Julián se acerca de nuevo. Le hago una señal a Mañana para que se acerque.
―¡Quédate con todo lo que puedas! ―le susurro al oído.
―No te preocupes, Cacho, estás en buenas manos.
―¿Secretitos? ―pregunta Miguel, socarrón.
No tengo tiempo de replicarle. La ceja de Julián está demasiado cerca, y un capón por noche me parece suficiente. Me concentro de nuevo en mi trabajo mientras veo, por el rabillo del ojo, como Mañana se aleja.
Fuera, la ciudad mantiene el ritmo; ignorante de nuestros quehaceres.
Si el trabajo te atrapa, el tiempo pasa deprisa: cuando vuelvo a mirar el gigante reloj que hay en la pared ha pasado una hora y media. Me asombro de lo agarrotados que tengo los músculos de brazos y cuello. También me noto la vejiga a punto de estallar. Debería ir urgentemente al baño, aunque no creo que Julián me dé permiso: esto es como estar en un maldito campo de trabajos forzados.
Además, debo hablar urgentemente con Mañana para saber qué ha podido averiguar; e idear un plan. No va a ser fácil, a menos que logre encontrar un sitio donde podamos estar a solas. O sea, que empiezo a estar un poco desesperado.
―¡Ay! ―grito. Alguien me ha pellizcado el culo. Como sea Julián lo mato, esto ya pasa de castaño oscuro.
Me giro. Es Mañana.
―¡Por fin! ―exclamo.
―Buen culo ―dice sonriente.
Me pongo rojo. Además, el sudor provocado por el vapor de agua, me empapa la cara. Debo ser un cromo.
―No es el momento ―digo cabreado.
―Hacer de camarera me pone cachonda.
―Basta ―le digo acercándome para que nadie pueda oírnos.
―Vale, vale, tranquilo.
―¿Crees que podrías arreglártelas para estar en los lavabos en cinco minutos? ―pregunto.
―Es una oferta suculenta, pero no estoy segura de si eres mi tipo.
―Mañana, por favor. Tenemos que hablar ―digo bastante desesperado.
―Está bien, está bien, cuenta con ello.
Claramente, esta noche, ella se lo está pasando mejor que yo. Me guiña el ojo y se va. Yo hago algunas rotaciones de muñeca, a ver si consigo relajarme un poco, pero el dolor no pasa. Así que vuelvo a lo mío, sin más. Qué pena que mi madre no pueda verme, seguramente se sentiría orgullosa de su hijo.
Al cabo de cinco minutos, me saco los guantes de color rosa y el delantal.
―¿Qué crees que estás haciendo? ―Es Julián.
―Necesito ir al baño.
―Irás cuando yo te dé permiso, Cacho.
―Mira, lo siento pero tengo incontinencia, o voy ahora, o en un momento deberás dejarme unos pantalones secos ―digo de una tirada.
Julián me mira interesado. Me doy asco a mí mismo por la mentira, pero algo en su mirada ha cambiado.
―Haber empezado por ahí ―dice mientras sube su ceja unificada hasta casi la raíz del pelo―. Muchos sufrimos este problema, no tienes por qué avergonzarte. Tómate el tiempo que haga falta, Cacho.
Me da unas palmaditas en la espalda y se aleja. Miguel me mira con una media sonrisa. A veces el destino decide hacerte un regalito.
―¿Dónde está el baño?―le pregunto.
―Al final del pasillo, a la derecha ―dice señalando el otro extremo de la sala―. No te recomiendo fumar, tienen alarma.
―Gracias.
Me dirijo al final de la sala, donde empieza el corredor que lleva al baño. La entrada está protegida por unos faldones de plástico grueso. Los cruzo y sigo andando. Inmediatamente, siento un escalofrío; fuera de la cocina hace un poco más de frío. Además, el pasillo está pobremente iluminado. Supongo que debe ser un sitio de paso y por eso no está tan cuidado.
Al fondo, encuentro los servicios tal como me había dicho Miguel. Supongo que lo más apropiado es entrar en el de chicas, para que Mañana no deba entrar en el de hombres. No me apetece demasiado, más que nada por si me encuentro con alguna otra camarera, pero no hay más remedio. Empujo la puerta y, justo cuando me dispongo a entrar, una voz me detiene.
―¿Cacho? ―susurra la voz desde el interior del lavabo de hombres.
―¿Sí?
―Soy Mañana, estoy en el lavabo de tíos, tercer cubículo.
―¿Y eso?
―Me ha parecido que llamaría menos la atención. Venga, rápido, antes de que te vea alguien.
Entro en el baño y hago una inspección rápida con la mirada. Es mucho más grande de lo que uno podría predecir desde el exterior. Dentro hay nueve cubículos. La puerta del tercero está entornada y, a través de la rendija, un ojo de Mañana me mira.
―Venga, tonto.
―Es que... ―digo titubeante.
―¿Qué pasa?
―Que necesito hacer pis, ¡joder!
―Pues venga, ¡date prisa!
No soporto tener a alguien pendiente de eso, y menos una chica.
―Me da cosa ―digo con la boca pequeña.
―Pero si no te voy a ver.
―¡Pero me vas a oír!
―Me importa una mierda ―estalla Mañana―. ¿O es que te crees que el mío suena distinto?
―Ya lo sé, pero no hay confianza, mujer.
―Cacho, por el amor de Dios.
―Está bien, está bien.
Voy a uno de los urinarios adosados a la pared y hago lo mío.
―¡Venga! ―me dice Mañana, impaciente.
―Las manos.
―¿Qué?
―Que me tengo que lavar las manos.
―Joder, y eso que vas de tío duro.
Omito el comentario. Luego me lavo y seco las manos, pulcramente, sin prisas.
―¡Cacho, por favor!
Entro de sopetón en el cubículo. Con el ímpetu arrollo a Mañana que cae sentada encima del wáter; yo quedo encima de ella. Nuestros cuerpos están completamente pegados, los labios a un milímetro. Su aliento es dulce. Su cuerpo suave.
―Cacho, no sé si tenemos tiempo para eso ―dice, Mañana, irónica.
―Sí, sí, claro, claro ―suelto mientras me sonrojo, por segunda vez esta noche―. Lo siento por el ímpetu. Me he puesto nervioso.
―No hay nadie en el baño, sólo tenemos que estar atentos que no entre alguien.
―Perfecto ―Hago una pequeña pausa para reordenar mis pensamientos―. ¿Has visto algo?
Mañana reflexiona durante unos segundos.
―No sé exactamente qué es, pero algo se está cociendo ahí fuera.
―¿Podrías ser más precisa?
―Todos los invitados tienen una especie de quiniela.
―¿Una especie de quiniela? ¿Qué coño dices?
―Un papel con nombres donde pueden poner cruces.
―¿Qué tipo de nombres?
―Te he traído uno para que lo veas tú mismo.
―Dame, dame.
Lo lleva escondido en la manga, que arte. Despliego el folleto delante de mis narices. Tiene razón, contiene sólo una lista de nombres con una casilla al lado para marcarlos. La leo: «Bribón, Patilla, Cosita, Chispa, Guardián, Patas, Mimoso, Frufrú, Niño, Matador».
―Parecen nombres de perro, ¿no? ―me interrumpe Mañana.
―Absolutamente.
La lista es muy larga, así que continúo leyendo como un poseso: «Brindis, Besito, Tiritón, Patitas, Orejón, Colita, Shiva, Johnny».
¡Johnny! Chicken run. ¡Johnny está en la lista!
―¿Has visto? ―le pregunto a Mañana mientras señalo con el dedo.
―Sí ―responde ésta conteniendo la emoción. Luego se muerde el labio y añade―: Todo esto es muy raro, ¿para qué querrán a los perros?
―No tengo ni idea ―respondo sinceramente―. ¿Peleas clandestinas?
―Johnny es un chihuahua.
―Sí, desde luego, no es el tipo de perro que uno esperaría encontrar en un pelea ilegal ―digo pensativo―. Aunque podría ser que los emparejaran por tamaños. Los ricos son muy raritos.
―No sé ―musita Mañana―, hay algo que me dice que no.
Un ruido nos interrumpe. Alguien acaba de entrar en el baño. Mañana va a decir algo pero le tapo la boca con la mano y corro el pestillo de la puerta. El tipo anda despacio, pero, claramente, se está acercando. Puedo oír como abre la puerta del primer cubículo, casi me lo imagino mirando dentro y frunciendo el ceño. Vuelve a andar, se está acercando más. Noto los latidos del corazón de Mañana, ¿o son los míos? El tipo abre la puerta del segundo habitáculo. Mierda, si nos descubre, ¿cómo vamos a justificar que estamos encerrados en el lavabo de hombres? ¿Habrán descubierto ya que somos unos impostores? Si es así, supongo que nos espera una buena paliza. El tipo no encuentra nada, así que prosigue con su ronda. Por el ruido de sus pasos, ya lo tenemos delante. Sólo nos separa la fina hoja de madera que hace de puerta. La empuja. El pestillo impide que se abra. Silencio. Vuelve a empujar. Retrocede y entra en el cubículo de al lado. Quiere pillarnos sea como sea, probablemente desde arriba. Entonces sucede algo sorprendente. Mañana me desabrocha los pantalones y me baja los calzoncillos ―parezco un pingüino―, se pone de rodillas y se mete mi sexo (por decirlo finamente) en la boca. Inmediatamente, comienza a succionar. Tengo una erección brutal, casi como si me estuviese a punto de estallar. Fuera, oigo como el hombre trepa por el habitáculo de al lado. Esto es surrealista. Si me viera mi madre ahora, no sé si estaría tan orgullosa. Por otro lado, si Mañana sigue así voy a terminar en un minuto, o sea que encima voy a quedar mal. Una mano peluda se posa en el borde superior de la pared que separa los dos cubículos, luego la otra. Sólo espero que no sea Julián. Trato de pensar algo que nos pueda sacar de esta situación, pero no se me ocurre nada; cuando, de repente, aparece la cara cansina de uno de los pinches por la parte superior del cubículo. Nos pilla en plena faena. Mañana, que lo ve por el rabillo del ojo, succiona con más fuerza, presa del pánico. Intento detenerla pero me es imposible.
―Perdón ―dice el tipo y, mientras desaparece dando un salto, sucede lo que hace ya unos segundos que es inevitable. Por unos instantes viajo a Venus y vuelvo a la Tierra. No sé si dar las gracias a Dios o al Diablo. Mañana me mira alucinada. Yo de la vergüenza no sé ni donde posar mis ojos.
―¿Pero...? ―dice Mañana medio atragantada.
Tardo unos segundos en recuperarme.
―Mierda, creo que sólo es un puto pinche, ni nos han descubierto ni nada ―digo guardándome el trasto y subiéndome la bragueta.
―¿Pero entonces? ―añade Mañana, mientras coge un trozo de papel de wáter para limpiarse.
―¡No tengo ni la más remota idea! ―Suspiro.
Permanecemos callados unos segundos, a la expectativa, esperando el siguiente movimiento de nuestro captor; pero éste se mantiene en silencio hasta que Mañana, desesperada, estalla:
―¡¿Se puede saber qué...?!
―Estaba comprobando que no hubiera nadie ―la corta el tipo con voz compungida.
―¿Quién eres?
―Sólo un pinche, Juanito.
―¿Y por qué coño ibas a comprobar que no hubiese nadie? ―pregunta Mañana agresiva.
―Ahora que ya hay confianza os lo puedo decir. Iba a meterme una raya. ―Se produce una pausa―. No se lo vais a decir a nadie, ¿verdad? Yo me callo lo vuestro y vosotros lo mío, ¿eh?
Esto es alucinante.
―Tú a lo tuyo ―le suelto.
―De acuerdo ―dice el tipo entrando en el primer compartimento.
Mientras oímos como se prepara el tiro de polvo blanco, nos adecentamos en silencio, sin mirarnos a la cara. Cuando salimos del cubículo, nos acompaña el característico solo de trompeta: todo esnifador compulsivo lleva un músico dentro. Ya delante del espejo, nos arreglamos para que parezca que no ha pasado nada, y salimos del baño a paso ligero. Mañana va delante, está visiblemente cabreada y no creo que quiera hablar sobre el tema. Así que me toca a mí romper el hielo:
―Mañana, lo siento ―digo.
Se para.
―¿Y para qué vas a sentirlo? He sido yo solita.
―En cualquier caso, ha sido una situación que se ha dado y ya está.
―Sí, claro.
―Además, ha funcionado ―digo tratando de convencerla―. Juanito no ha sospechado nada.
―Vamos a hacer como que no ha pasado, ¿vale? ―dice Mañana cabreada.
―Será lo mejor.
Andamos en silencio por el pasillo hasta que llegamos al lado de los faldones de plástico que lo separan la cocina.
―Mejor que no entremos juntos ―digo―. Ve tú primera, yo esperaré aquí un segundo.
―Vale ―susurra.
Pero se queda inmóvil, esperando a que haga o diga algo. Debería romper este silencio incómodo con alguna frase inteligente, pero no se me ocurre nada. Opto por soltar lo primero que se me pasa por la cabeza:
―¿Seis peniques?
―¡¿Qué coño dices?! ―estalla ella cabreada.
Pausa.
―Cuando era pequeño y mi hermana estaba triste le decía esto.
―¿Y ella qué te respondía?
―No te flipes.
―¿Cómo?
―Eso; me respondía «no te flipes».
―Qué tontería ―dice Mañana golpeando el suelo con la punta del zapato―. ¿Se supone que esto me tiene que animar? No le veo la gracia.
―No la tiene, es sólo un juego.
―Hablamos después ―concluye.
Me la quedo mirando unos segundos y, justo cuando va a cruzar los faldones de plástico, lo suelto de nuevo.
―¿Seis peniques?
Mañana me mira muy seria. Poco a poco, le sale una tenue sonrisa.
―No te flipes ―dice―. Pero no te flipes, ¿eh?
―Vale, vale.
Mañana se gira y sale por la puerta.
Me quedo solo, un clásico de mi vida. Aunque esta vez la cosa tiene fácil solución; sólo tengo que esperar unos minutos y luego entrar. Un escalofrío. Me jugaría cualquier cosa a que a los lavabos de los invitados no se llega por un pasillo tan frío y mal iluminado. Me apoyo en la pared y escucho los ruidos amortiguados que provienen de la cocina, como una canción lejana. De nuevo, se me erizan los pelos del cogote. Me giro de cara a la pared. Una tenue corriente de aire recorre la superficie. Examino el muro. Es de piedra maciza. Me recuerda esos túneles que, durante la guerra, llevaban a los refugios subterráneos. Utilizo las manos como si fueran un detector de metales para seguir la corriente de aire. Me voy desplazando hasta que encuentro el origen. Me detengo. Recorro con los dedos lo que parece ser el canto de una puerta. Una entrada secreta. A simple vista era invisible porque está formada por rocas como las de la pared, aunque éstas están hechas de cartón piedra.
Ah, sí, ¿que cuál era la cuarta cualidad de un buen detective?
Es la suerte. Tan imprescindible como todas las demás.
Creo que, hoy, este descubrimiento es mi ración de suerte.
Trato de abrir la puerta, pero está cerrada. No se puede tener todo en esta vida. La olisqueo. Huele muy fuerte, como a orín. Aquí hay gato encerrado. O mejor debería decir perro. De momento, a seguir fregando. Luego me ocupo de ti, pequeña.
Vuelvo a la cocina y me aplico a la tarea hasta que pierdo la noción del tiempo. Es odioso aceptarlo, pero trabajar duro, a veces, da la felicidad. Cuando compruebo, de nuevo, la hora en mi reloj de pulsera no puedo creerlo: llevo más de cuatro horas fregando platos, platitos, platazos, vasos, copas, tenedores, cuchillos, cucharas, cucharones (y todo tipo de utensilios que ni siquiera sabía que se utilizan para comer); y no estoy deprimido. Nunca hubiera imaginado que una cubertería podría llegar a tener tantas piezas. Por otro lado, supongo que el hecho de ser rico consiste precisamente en eso, la sofisticación. Uno no come con un solo tenedor, necesita uno para cada plato. Del mismo modo, también son necesarios un par de zapatos para cada ocasión y, también, un coche para el campo, otro para la ciudad, otro que corra mucho y uno más para que la señora vaya a recoger los niños al colegio. La vida se vuelve entonces muy complicada, ya que para dar cualquier mínimo paso es necesario contar con una infinidad de cosas. Uno simplemente no puede ponerse el chándal viejo y salir a correr, debe hacerse primero con un GPS de última generación y unas deportivas de 300 euros. Todos caemos en estas trampas en mayor o menor medida y, supongo, que hojear catálogos de helicópteros mientras se caga en un retrete de diez mil euros debe ser bastante reconfortante. Aun así, soy de los que creen que al final del día, eso se va a convertir en un problema más. Tengo que dar la razón a los hippies y afirmar que, al final, uno ―para vivir y ser feliz― sólo necesita lo esencial. Quizás tantas horas fregando platos me están haciendo delirar… En cualquier caso, ahora sí que le he pillado el truco. He conseguido una coordinación perfecta entre brazos, muñecas y caderas y, hay que mencionarlo, mi velocidad de ejecución no es menor que la de Miguel, el otro friegaplatos. Además, he desarrollado una cierta afición por las cucharillas, y casi podría decir que me lo he pasado bien con esas pequeñas cabronas.
―Señoras, señores estamos terminando; las últimas bandejas de platos están a punto de salir del comedor ―anuncia Julián, el encargado, despertándome de mi ensoñación―. ¡Los auxiliares de cocina pueden empezar a recoger y limpiar!
Acto seguido, se abren las puertas de la cocina y empiezan a entrar las bandejas con las tacitas de café vacías y las copas de licores. Perfecto, nos adentramos, pues, en el tercer acto de esta comedia. Por lo menos ahora ya sé que, si no me sale trabajo como detective, siempre puedo dedicarme a fregar platos. Es un trabajo digno.
―Ya casi estamos ―dice Miguel. Tiene esa sonrisa del que entra en el último quilómetro de la maratón.
―Sí, menos mal. Un ratito más y para casa.
―Eh..., yo no ―farfulla.
―¿Y eso? ¿Tienes otro curro?
―No, no ―responde Miguel, esquivando. Parece reticente a contarme algo. Pero es ahora o nunca, así que le pregunto directamente:
―Oye, ¿pero pasa algo más aquí cuando acaba la cena?
Me mira a los ojos.
―Digamos que sigue la fiesta ―dice en voz baja―. A los que somos más veteranos nos ponen en una sala pequeña.
―¿Una sala pequeña?
―Sí, llena de botellas, hielo y grifos de cerveza.
―Eso no suena nada mal ―digo tratando de sonar interesado―. ¿Trabajo de camarero?
―Más o menos. Se trata de servir copas.
―¿Nada más?
―También hay unas neveras con comida preparada.
―¿Todo dentro de la habitación?
―Exacto.
―¿Y cómo lo hacéis?
Miguel se queda callado.
―No sé si debería seguir ―dice.
―Me vendría bien un poco más de trabajo. Sólo quiero saber si es algo que yo podría hacer.
Me mira detenidamente, analizándome. Creo que paso el examen.
―Es muy sencillo ―dice―, hasta un niño podría hacerlo. Hay una pequeña puerta giratoria por donde vamos sirviendo las copas y la comida. El propio mecanismo de la puerta impide la visión, es decir, nosotros no podemos ver lo que hay al otro lado y ellos no pueden ver lo que hay en el nuestro.
―¿Ellos? ¿...?
―Los ricos, supongo, ¿quién más podría ser?
―Sí, sí, claro.
―Deben tener un teclado al otro lado de la pared, porque a nosotros nos aparece en una pantalla lo que van pidiendo.
―Realmente, parece un trabajo sencillo.
―Lo es, y además no tenemos ni que lavar los vasos.
―¿Ah no? ¿Y qué hacéis?
―Los rompemos y a la basura.
―Qué nivel.
―Eso pensé yo la primera vez pero, si te fijas, son platos de mala calidad.
―Claro. ―Le dedico una sonrisa cómplice―. De todos modos, supongo que no está mal sacarse un sobresueldo, ¿eh?
―Sí,… ―dice balbuceando―. Nos pagan en negro, pero generosamente.
―Vaya, a ver si me dejan quedar.
―Lo dudo. Además, no es tan agradable como parece.
―¿Y eso?
Puedo ver como se le dilatan las pupilas.
―La baba. No sé qué hacen los hijos de puta pero la mitad de los vasos y platos están llenos de baba asquerosa. No me extraña que nos los hagan tirar.
Los perros. Chicken run. Está claro que al otro lado están los perros.
―¿Oye, y no se escucha nada de lo que hacen los ricos?
―Sinceramente, no sabría decir. Una música atronadora lo llena todo. Se oyen cosas, pero no podría concretar qué es exactamente lo que pasa. Lo que está claro es que no se sientan a escuchar un concierto de violín.
―Me lo creo.
Me giro para coger otra taza de la bandeja y veo que es la última. Esto parece que llega a su fin. La limpio despacio, para que sea mi floritura final, mi firma. Probablemente no volveré a lavar tantos platos en bastante tiempo, a menos que acabe otra vez en la cocina de Mañana, así que quiero dejar el listón alto. Cuando termino, cierro el grifo de agua, seco la diminuta taza, me quito los guantes, doblo el delantal y lo dejo plegado encima de la pica.
La cocina se ha quedado silenciosa. Sólo se oye el rumor tranquilo de los trabajadores que, en un rincón, hacen cola delante de Julián. Éste les entrega unos sobres, supongo que con el dinero de la jornada y el contrato. Vaya, esto sí que es eficiencia. Mañana, que ya tiene el suyo, me espera cerca de la puerta de salida. Me pongo la Harrington, me acerco al grupo y espero pacientemente a que me toque el turno. Cuando estoy delante de Julián, éste me hace una señal para que me acerque más.
―Esta vez es en negro ―me dice―. La primera con nosotros siempre los es, de prueba. Pero me ha gustado tu forma de trabajar. Nos quedamos con tu contacto. Pasado mañana, es posible que salga otro evento, ¿te interesa?
―Sí, sí, claro ―digo recogiendo el sobre.
―Muy bien.
Me hago a un lado. Mañana se me acerca, parece preocupada.
―¿Qué hacemos? ―me pregunta.
Sé que no le va a gustar lo que le voy a responder.
―Espérame fuera, quiero comprobar una cosa.
―¿Estás de coña? ―suelta enarcando una ceja―. Me quedo contigo.
―Es mejor que vaya solo.
―¿Por qué?
―No quiero arriesgarme a que sospechen de nosotros. Es más fácil que pase desapercibido si voy solo.
―Pero…
―Lo siento ―la corto. Luego añado―: Si de aquí a media hora no he salido, llama a la policía, ¿de acuerdo?
Hace una larga pausa.
―Supongo que no servirá de nada insistir, ¿verdad? ―pregunta, ya casi resignada.
―Nos vemos ahora.
Mañana se va con un gruñido. Me pego a Miguel, a ver si puedo enterarme de algo. Éste ha formado, junto a otros, un pequeño grupo aparte. Supongo que se trata de los veteranos. Julián se acerca y va señalando a algunos de ellos. «Tú, tú, tú, tú.» Cuando lo tengo delante me mira con cara sorprendida.
―Cacho, ¿qué haces todavía por aquí? Para casa.
―Si se necesita alguien más...
―No me hagas cabrear.
―De acuerdo ―digo bajando la cabeza―. Con tu permiso voy al baño antes de salir.
Julián me guiña el ojo y trata de hacer un arco con la ceja que le cruza la frente de izquierda a derecha. No hay nada como la solidaridad que se establece entre dos personas que se supone que tienen el mismo problema.
Me deslizo, silenciosamente, a través de los faldones de plástico y voy al lavabo a esperar un rato a que se calme un poco el ambiente. Como no quiero revivir lo que ha sucedido hace unas horas, elijo el cubículo del camarero cocainómano en lugar del que estuve con Mañana. Todavía quedan restos del polvillo blanco encima de la cisterna. Toco el mármol con un dedo: está sucio. ¿Se dan cuenta que cuando esnifan también se llevan para adentro toda la mierda de la superficie? En fin, tampoco soy nadie como para dar sermones.
Aguzo el oído y escucho como el grupo selecto de camareros empieza a desfilar. No puedo deducir hacia dónde se dirigen pero, en cualquier caso, esto de aquí un momento estará desierto, o sea que perfecto. Pongo en funcionamiento la cámara que llevo oculta en la hebilla del cinturón, a ver si puedo pillar algo que valga la pena. Vuelvo a aguzar el oído. No se oye ni un alma. Salgo del cubículo y me miro en el espejo. Me gustaría decir que veo determinación en mi rostro, pero ese careto de ojos hinchados más bien parece desencantado. Saco la cabeza por la puerta de los lavabos. Bien: el lúgubre pasillo está desierto, así que pongo rumbo a la misteriosa puerta que encontré antes. Mis pasos resuenan en el vacío silencio y parece como si alguien hubiese subido, con mala saña, el volumen de mi respiración. La puerta sigue ahí, muda, indiferente; me recuerda a mi ex. Recorro su contorno con delicadeza, como si se tratara de la espalda de una yegua, y la abro con suavidad. Del interior, sale un viento gélido que me silba al oído y me nubla el cerebro; el canto de las sirenas debe ser algo parecido... En momentos como éste es cuando me pregunto por qué no me quedaría en el sofá de casa viendo la tele. En fin. Me introduzco por la oscura abertura, tanteando con el pie por si hay escalones. No los hay. Aun así, esto no va a ser un paseo: el pasadizo tiene el techo bastante bajo, o sea que tendré que andar encorvado. Tampoco hay ningún tipo de iluminación y, cuando cierro la puerta detrás de mí (para no levantar sospechas), me quedo a oscuras. Por suerte siempre llevo una linterna acuática conmigo. Son perfectas en caso de que se ponga a diluviar. Eso y una navaja suiza multiusos. Sí, ya sé que no es muy glamuroso, pero me ha sacado de más de un aprieto. Además, la navaja es muy útil si uno decide comerse una manzana en un parque. Meto la mano en el bolsillo derecho de la Harrington y saco la linternita. La enciendo y su alegre luz me hace sonreír. Se apaga. Mierda, no ahora. Le doy un golpecito, pero nada. Le doy un golpe más fuerte. Se enciende. Chicken Run. Mejor ponerse en marcha, tampoco tengo todo el tiempo del mundo.
Camino despacio para evitar caerme. Con una mano voy siguiendo la húmeda pared, con la otra aguanto la linterna. El corredor avanza unos diez metros en línea recta y luego empieza a descender. Qué extraño, ¿dónde mierdas estoy yendo? Prosigo cauteloso. Cada vez hay más humedad y tengo miedo de resbalar, así que me meto la linterna en la boca, despliego los brazos y me sostengo ―una mano contra cada pared― mientras voy avanzando. Parezco Cristo de nuevo crucificado. Para más inri, empiezo a sudar copiosamente y la camisa se me pega al cuerpo. Es desesperante, debo haber descendido ya como unos treinta metros y de momento no parece que esto tenga un final a la vista. Además, empieza a apestar. Un hedor que yo definiría como «animal». Después de todo, debo estar detrás de la pista buena. No deja de ser curioso que un sabueso esté detrás de un chucho. Si algún día acabo encontrando a Johnny seguro que me escupe a la cara y luego se pone a reír. ¡Guau! Un ladrido, ¡acaba de resonar un ladrido en el corredor! Aumento el ritmo de mis penosos pasos, sea lo que sea, ahora ya no hay marcha atrás. Voy a comerme el mundo con patatas. ¡Ah! Choco contra algo y del impacto me cae la linterna. Se apaga. ¿Qué mierda ha pasado? A tientas recorro con las manos lo que tengo delante de mí: es un muro. Mierda. Me detengo en seco. ¡El corredor no puede acabarse ahí! Lo inspecciono de nuevo con las manos, pero no hay duda, es un muro. Lo golpeo, pero sólo consigo lastimarme los nudillos. ¿Y ahora qué? Me siento en el suelo, derrotado. Toda la noche ha sido en vano y vuelvo a encontrarme con las manos vacías. En fin. ¿Qué se supone que debo hacer ahora? ¿Volver? Me quedo pensativo, inmóvil y en silencio. Un escalofrío. De nuevo, una corriente. Es un tenue airecito que me hace cosquillas en la punta de la nariz. Vaya, que divertido; sólo me faltaba esto. Estornudo. Joder, encima voy a coger un resfriado. Saco un Kleenex del bolsillo y me sueno los mocos. Me vuelvo a quedar quieto. La cuestión es que la corriente de aire sigue ahí todavía. ¿Cómo puede ser? Pongo las manos en la pared que me impide el paso y la inspecciono por tercera vez, con delicadeza. ¿Seré imbécil? Efectivamente, a la izquierda la pared limita con el túnel del que vengo, pero a la derecha continúa. Se trataba sólo de un giro de noventa grados: ¡el pasillo no acaba aquí!
Problema solucionado.
Me levanto y sigo avanzando con energías renovadas hasta que, al cabo de un rato, una tenue luz, casi imperceptible, llega hasta mis ojos desde el fondo del corredor. Ahora, debo extremar mis precauciones al máximo, así que me acerco sigilosamente. Por lo que puedo ver, estoy delante de una pequeña reja entornada. Me acerco. Al otro lado, se oyen gruñidos y resoplidos animales. El olor a meado es ahora tremendo. Asomo la cabeza entre los barrotes y lo que ven mis ojos es un panorama desolador. Conectada a la reja donde estoy, una rampa desciende a una estancia de piedra iluminada por una bombilla de las antiguas. En la sala, medio centenar de perros de todas las razas, tamaños y tipos están tirados por el suelo, como drogados. Así que es cierto. Alguien se dedica a secuestrar perros caros. Que me maten si sé el porqué. Enfoco con la cámara-cinturón, aunque con tan poca luz dudo que pueda sacar nada aprovechable. Debería haberme comprado la de infrarrojos, que idiota. En cualquier caso, ahora, debo bajar y encontrar a Johnny entre todos estos perros meados ¿Por qué coño no me haría policía? Solo tendría que pedir refuerzos por radio y ya está. Pero no lo soy, soy detective privado. Y me toca bajar a mi solito. Empujo la reja: está abierta. Chicken run. Bajo por la rampa hasta llegar a los perros. Espero que a los elegidos para esta velada se los hayan llevado ya, porque si ahora me sorprende alguien aquí dentro yo sí que desearé ser un chucho. Doy unos pasos. El suelo de la estancia está trufado de mierda y pis, delicioso. Trato de encender de nuevo la linterna a base de golpes. A pesar de lo absurdo del método, funciona; como en las películas americanas. Examino la habitación a conciencia. Al fondo hay otra puerta, seguramente por ahí deben sacar a los perros. Me muevo por el espacio mientras un San Bernardo, con cara de bonachón, abre un ojo y deja escapar un poco de baba. A saber qué mierda le habrán metido, no parece que esté teniendo un mal viaje. Camino entre pastores alemanes, golden retrievers, bulldogs, pit bulls, seters, terriers y un sinfín más de razas; pero no puedo localizar a Johnny. Quizás el pobre está en plena lucha con otro chihuahua, quien sabe. Eso si es que los utilizan para peleas clandestinas. La verdad es que si todos estos perros decidieran atacarme de golpe, estaría perdido. Por suerte, están drogados.
Me dirijo a uno de los extremos de la sala porque me parece que se mueve un chucho diminuto; en el camino le piso la cola a un doberman que me mira con cara de fumador de opio: descansa colega, descansa. Enfoco con la linterna en la dirección del perrito con la esperanza de que sea Johnny. Mala suerte, una rata del tamaño de un león me mira desafiante. Tiene razón ella, la estoy deslumbrando y eso la molesta, tendría que aprender modales.
De golpe, pasos. Me giro preso del pánico y veo una luz. Mierda. Apago mi linterna.
―¿Quién anda ahí? ―suelta una rasgada voz.
Me quedo paralizado mientras oigo como alguien se aproxima a la puerta de la sala. Quizás, después de todo, hoy no voy a tener suerte. Hago acopio de fuerzas y empiezo a correr como un loco en dirección a la rampa. En mi camino voy sorteando perros. No miro al suelo, pero a juzgar por los gruñidos que oigo ―y por el tacto blandengue― debo estar pisando a todos y cada uno de ellos. Dios me perdone. Aun así, consigo llegar hasta la rampa, que ahora me parece larguísima. Miro de reojo hacia atrás, alguien está tratando de abrir la otra puerta de entrada, así que aprieto el paso. El suelo resbala debajo de mis suelas de goma barata, pero creo que lo voy a conseguir. Clac. Me giro y veo como la puerta se abre y alguien entra. Un tipo con una linterna mira lo que debe ser mi culo desaparecer por la reja.
―¿Pero qué...? ―farfulla para sí―. ¡Detente, imbécil!
No sé por qué pero creo que no voy a hacer caso a tan amable orden de mi perseguidor. Suena un disparo. O quizás sí debería hacerle caso. Desaparezco por el túnel hacia arriba. El vigilante todavía tiene que cruzar toda la estancia y subir la rampa, o sea que existe la posibilidad de escapar. Me guardo la linterna en el bolsillo y empiezo a correr como un poseso. Como el pasillo está a oscuras voy con las manos por delante para no hostiarme cuando llegue el giro de noventa grados. Detrás de mí, oigo el tipo que me persigue subir la rampa y entrar en el pasillo, la luz de su linterna va de un lado para el otro. Choco con las manos contra la pared del túnel, vale, ahora debo de estar más o menos a la mitad. Tuerzo hacia la izquierda y sigo corriendo. Espero que los disparos no hayan alertado a nadie; si me están esperando al final, por mucho que corra, no voy a conseguir nada. Oigo otro disparo. Aunque ahora la luz de la linterna de mi perseguidor no me da directamente. O sea que todavía no habrá doblado el ángulo de noventa grados. Acelero. Mierda. Doy con todo el careto contra el suelo. ¿Seré imbécil? He resbalado. Tengo una sensación viscosa en los labios y de golpe un gusto que me resulta familiar. Genial, estoy sangrando. Me levanto. La luz de mi perseguidor me da de lleno, lo tengo detrás.
―¡Hijo de puta! ―grito.
No sé muy bien por qué lo he hecho, pero me ha salido del fondo del corazón. El hombre parece detenerse un segundo, seguramente está calibrando la posibilidad de que yo pueda estar apuntándolo con una arma. Éste es mi momento. Me levanto y empiezo a correr de nuevo. Se me escapa otro grito, esta vez es de dolor. Debo haberme torcido el tobillo al caer porque me duele horrores. Mi perseguidor contesta mi grito con otro disparo. Puedo sentir como la bala me pasa silbando por el lado de la oreja, como si fuera una serpiente de fuego. Llego a la puerta y la empujo con todas mis fuerzas. Cerrada. Mierda. Estoy perdido. Kaput. Aquí acaba la gloriosa vida de M. Cacho. Lástima que el último caso por el que seré recordado será la búsqueda de un perro perdido. En fin, así es la vida. Me apoyo en la pared con las manos en alto. Quizá si el tipo me encuentra así, no me disparará. «Me rindo», grito desesperado. Silencio. Puedo oír como sus pasos siguen acercándose. Puedo casi oler su aliento animal. Cierro los ojos y me entra una profunda nausea. Todo está perdido. Y justo en ese momento la pared en la que me apoyo cede a causa de mi peso y empiezo a rodar hacia atrás. Estoy cayendo al vacío. Por delante de mí, se cruza la imagen de mi padre tomando el té en su despacho. Incluso puedo sentir el olor a jazmín que desprende la infusión. Y de golpe, choof, aterrizo en lo que debe ser una especie de piscina. Todo me da vueltas y estoy sin aliento. Mi cuerpo empieza a empaparse y tengo la sensación de que el agua me llega hasta los huesos, fundiéndose con ellos. Por unos segundos me relajo en la improvisada cuna de agua y creo que esta pesadilla ha terminado, pero me equivoco: sigo sin estar sólo. En lo alto, un punto de luz ciega mis pupilas: el tipo trata de enfocar con la linterna para encontrarme. Está bastante arriba y, por lo que parece, no se atreve a saltar. Dispara una vez. No me da. Lo intenta de nuevo, pero se ha quedado sin balas. De momento, parece que no voy a morir. Me relajo y una ligera corriente se me lleva. El punto de luz que me enfocaba se va haciendo pequeño. Me siento como Moisés; nacido de las aguas. Esta agradable sensación dura poco; a medida que mis sentidos se ajustan de nuevo a la realidad, un intenso olor a putrefacción y muerte empieza a invadir mis fosas nasales. Claro, no podía ser de otra manera, estoy en la cloaca. En estos momentos soy un trozo de mierda flotando entre otros trozos de mierda. Dios, si querías decirme algo, no era necesario ser tan explícito. Me arrimo, entonces, al borde del canal y salgo como puedo del agua. Un grupo de ratas, cada una de ellas del tamaño de un gato, me mira con interés. Si deciden atacarme todas juntas, estoy perdido. Debo encontrar una salida. La linterna, ¡claro! Meto la mano en el bolsillo. Ahí está. Le doy al interruptor y, extrañamente, se enciende a la primera. Me dedico a repasar metódicamente el techo. A unos cinco metros hay una salida, con escalerillas y todo, genial, aunque queda al otro lado del canal de agua. Me tapo la nariz y me zambullo de nuevo en la mierda. Encontrarte en una situación horrible de golpe y por azar es una cosa, pero saltar a sabiendas dentro de un río de porquería, requiere una fuerza de voluntad de la que no me sabía poseedor. Llego al otro lado. Una fuerte nausea se instala en la boca de mi estómago. No hay tiempo para detenerse. Salgo del agua. Al ponerme de pie, noto una punzada aguda en el tobillo. Casi me había olvidado de él. Lo miro: está más hinchado que una mortadela italiana. Avanzo penosamente hasta poder apoyarme en las escalerillas, cojo aire y subo como puedo hasta tocar con las manos la tapa de la alcantarilla. Pesa un montón, y tengo que hacer un esfuerzo inhumano para levantarla unos centímetros y moverla hacia un lado. El aire frío de la noche me refresca las sienes. Saco la cabeza. Estoy medio mareado y aturdido, la nariz continua sangrándome, apesto, y el tobillo me duele como si llevara clavado en él el cuchillo de cortar jamón. Salgo arrastrándome cómo puedo del agujero. Debo estar en una de las callejuelas perpendiculares a la calle Osi, porque a lo lejos puedo ver a Mañana apoyada en la esquina, fumando un cigarro. Tengo que llamar su atención como sea. «Mañana», grito. Ella se gira. Justo en ese momento me viene una arcada y empiezo a vomitar. Mis rugidos parecen los de un león y me doy asco a mí mismo, pero parece que, por lo menos, ella me ha visto. Mira a su alrededor. Coge un palo que hay detrás de un contenedor de la basura y se acerca corriendo. ¿Pero qué coño hace? «Mañana, que soy...»
Negro.
Abro los ojos. Mañana me mira. Alrededor de la nariz lleva un pañuelo y su cara es de asco.
―¿Se puede saber por qué me has dado? ―digo tocándome la cabeza. Tengo un bulto considerable. ―Duele un montón.
―Me has asustado.
―¿Asustado? ¿Y por qué?
―Vamos a ver ―dice encendida―. De pronto oigo a alguien que pronuncia mi nombre de forma tenebrosa, me giro, y veo a un tipo saliendo de la alcantarilla, cubierto de pies a cabeza de mierda, con la cara llena de sangre y vomitando. ¿Tú qué hubieses pensado? Parecías un zombi del videoclip de Michael Jackson. Joder, que susto me has dado.
Recapacito.
―Sí, supongo que mi aspecto no es el mejor.
―¿Bromeas? Cacho, yo no sé cómo lo haces, pero eres un experto en acabar hecho un cisco.
―Mañana, tenemos que largarnos de aquí cagando leches.
―¿Por qué?
―He escapado por los pelos, pero si nos descubren estamos perdidos.
―¿Te están persiguiendo?
―Luego te lo cuento ―respondo impaciente―. Ayúdame a levantarme, por favor.
Le tiendo una mano y Mañana estira de mí hacia arriba hasta que consigo una cierta verticalidad.
―¿Crees que me dejarán subir a un taxi?
―A ti no lo sé, a mí seguro ―dice.
―Pues tendremos un problema ―digo señalando mi tobillo; sigue hinchado a más no poder.
―Joder, Cacho, cuando haces un trabajo lo haces a conciencia, ¿eh?
―Méteme en un taxi y ya está.
―No puedes ni andar.
―Ya me las apañaré.
―Venga, apóyate ―dice ayudándome―. Vamos a encontrar un taxi y luego para mi casa, seguro que Silvia y Rubén se alegran de verte de nuevo.
No tengo fuerzas para discutir, así que empezamos a caminar en dirección a la calle Osi; pero la detengo en seco.
―Mejor hacia el otro lado. Mi perseguidor no me ha visto la cara pero, estarás de acuerdo conmigo, que resulto un poco sospechoso.
―Sí, tienes razón ―dice mientras retomamos la marcha en dirección contraria.
―Mañana ―musito.
―¿Qué?
―Muchas gracias.
―De nada cielo, de nada.
Me desmayo, creo.
Durante un tiempo inconcreto no estoy.
Mañana me trae de vuelta. Oigo su voz muy lejana, como si hablara a través de un colchón de lana.
―¿Qué dices? ―me pregunta.
Debo de haber hablado en voz alta porque me está mirando fijamente con cara de preocupación.
―Nada ―respondo.
Miro a mi alrededor; estamos en el interior de un taxi. Su aire es nauseabundo, como si todavía estuviera en la cloaca, aunque podría considerarme afortunado por haber salido del peligro. Como empieza a ser habitual, Mañana está a mi lado. No sé cómo lo hago últimamente pero, como mínimo, no me quedo solo.
Cuando llegamos, le doy al taxista el sobre con todas las ganancias que me he sacado haciendo de friegaplatos esta noche. Los billetes están empapados y llenos de mierda, pero éste los coge igualmente; es más del triple de lo que vale la carrera. Prefiero que no haga preguntas y se olvide de nosotros, aunque supongo que eso será difícil.
Bajo del coche y, con la ayuda de Mañana, me arrastro hasta su casa. El trayecto se me hace increíblemente largo. Allí, Silvia nos está esperando. Ha preparado una bañera con agua hirviendo, o sea que supongo que en algún momento Mañana la habrá avisado de lo sucedido. Debo hacer un gran esfuerzo para entrar en el agua caliente, ya que mi lastimado tobillo me sigue doliendo horrores, aun así parece que la hinchazón ha bajado un poquito.
Dentro de la bañera me relajo por completo. El vapor de agua se me cuela por la nariz y los ojos, y parece envolver mi cerebro como si fuera un velo. Me enjabono lentamente todas las partes del cuerpo y, poco a poco, voy recuperando mi forma habitual. Es como si fuera una serpiente mudando de piel.
Al terminar cojo un pijama que, supongo, Silvia ha dejado para mí, encima de la tapa del wáter. Esta vez no es el de Rubén, sino uno de color rosa con olor a lavanda. Me lo pongo y, de golpe, me convierto en un oso amoroso; en fin, no voy a discutir nada esta noche.
Cuando llego al comedor, Mañana y Silvia me esperan con un vaso de leche caliente y unas galletas Oreo. Delicioso. Me siento en el sofá y voy comiendo poco a poco. Las chicas no dicen nada, parece que comprenden que necesito que entre algo en mi estómago; en estos momentos no podría decir ni mi nombre. El ruido de las galletas resuena en mi cabeza como si un tractor estuviera removiendo tierra, pero el sabor dulce me relaja. Además, la leche caliente parece reconfortar mi estómago y, pronto, me invade un gran sueño.
―Toma ―dice Silvia pasándome una manta―. A juzgar por la cara que pones, la vas a necesitar dentro de nada.
―Es que me ha entrado mucho sueño ―murmuro.
―Lo mejor será que descanses y mañana ya veremos que hacemos, ¿no? ―dice Mañana.
Asiento con la cabeza y me tumbo a lo largo del sofá.
―Aunque antes deja que te vende eso ―añade señalando el tobillo.
Vuelvo a asentir mientras me tumbo de nuevo. Por alguna extraña razón me entran ganas de llorar. Los eventos ocurridos esta noche han desatado algo en mí, algo nuevo que no acabo de reconocer; es como si se hubiera roto un cristal; como si todos llegásemos a este mundo atados con cables de acero a un centro imaginario y, hoy, se hubiese partido uno de esos cables; como si estuviese alejándome de lo que hasta ahora he llamado realidad. Supongo que es lo que pasa cuando tratan de matarte.
―Ya está ―dice Mañana dejando suavemente mi tobillo a un lado.
―Gracias.
―De nada ―Hace una breve pausa y añade―: Buenas noches.
―Buenas noches.
Veo como Mañana desaparece por el pasillo en penumbra. Me siento un poco mejor. El vendaje parece calmarme, casi como si en lugar de llevarlo en el tobillo me lo hubiera puesto en el cerebro. Se me escapa una risa. Estaría bien si se pudiera hacer algo así, poner vendas al cerebro. «Doctor, estoy triste». «No se preocupe usted, ahora mismo la enfermera le hará un vendaje compresivo y ya verá como se le pasa». Se oye una radio a lo lejos. «Si él te lleva a un sitio oscuro, que no te asuste la oscuridad. Ah, ah, ah, ah, en el amor todo es empezar». Entro en otra dimensión.
Negro.