Linda y fatal

1

Tito Marichal abrió los ojos a un sábado que se empeñaba en colarse por la ventana entreabierta. Estaba, como casi cada mañana, en posición fetal, vuelto hacia la derecha. Y como casi cada mañana veía las puertas del armario empotrado, la esquina de la mesilla de noche sobre la que habría, como siempre, un despertador, una lamparita de luz amarillenta, un ejemplar de una novela de Robert Ludlum que jamás acabaría de leer. Pero hoy había algo distinto.

Intentó recordar la noche anterior. Imposible recordarla toda, pero le vino a la mente el Quilombo. El Quilombo y Marcelo tocando la guitarra y Cora ahí con él, llamando la atención de la parroquia habitual: las mujeres sintiendo curiosidad, los hombres envidiándole la suerte al Palmera.

La reunión en casa del Rubio había sido su ingreso en un país de iniquidades y sucias ambiciones, no contrario, sino definitivamente ajeno a su moralidad. Después de eso, Tito Marichal necesitaba pasar la noche en el Quilombo, regresar a ese territorio acogedor y familiar, aquel reino de blanda e inocua nostalgia. Pero ¿cómo había acabado Cora también allí?

Tito se esforzó en hacer memoria. Casi entraban en la ciudad cuando Cora le había preguntado por el disco. Él, casi avergonzado, le había dicho que le gustaban los tangos, aunque a ella seguramente le sonaría muy casposo. Pero no, a ella también le gustaban los tangos, incluso, en cierta ocasión, había tomado lecciones. El Palmera aclaró que él no bailaba, que prefería los tangos que se decían, que cuando escuchaba tangos sentía algo muy raro, como una tristeza bonita, como si cuanto más se sufriera la vida fuera más linda. Empleó exactamente esa expresión, linda, y casi al instante se arrepintió y dijo que a ella le parecería una cursilada. Entonces Cora dijo algo que al Palmera le gustó mucho: a partir de los treinta y tantos podemos permitirnos el sentimentalismo sin que nadie pueda llamarnos cursis.

Continuaron conversando y surgió el tema del Bar Quilombo. Por supuesto, Tito se cuidó mucho de contarle que él, a veces, se marcaba algún tema. Comentó, simplemente, que era un local pequeño al que iba cada viernes. Tenía un ambiente más bien familiar. Iba casi siempre la misma gente. Había empanada argentina y, si uno llegaba a tiempo, polvitos uruguayos, y, a partir de determinada hora, el dueño dejaba la barra a los camareros y cogía la guitarra y cantaba tangos, milongas, valsecitos y hasta alguna canción de Fito Páez o de Calamaro. Llegados a este punto de la conversación, Cora expresó su deseo de ir al Quilombo esa noche, lo cual dejó a Tito completamente desconcertado. Él pensaba que ella había quedado en el Puerto. Ella quería salir a tomar algo, pero no había quedado.

El Rubio le había dejado muy claro a qué se dedicaba Cora y Tito no había tratado mucho con prostitutas, salvo durante algunas juergas adolescentes que habían acabado en Molino de Viento. Aquellas dos o tres experiencias le habían bastado para saber que aquello le parecía demasiado sórdido para ser de su agrado. Sin embargo, Cora era otra cosa. No la imaginaba tejiéndole a él el camelo de una telaraña de frases hechas y caricias fingidas.

Durante la velada ocuparon una de las mesas del fondo y tomaron cubalibres, sintiendo sobre ellos las miradas curiosas del personal y los habituales. Sostuvieron una conversación dirigida por las preguntas de Cora acerca de la vida del Palmera: el hotel, su mujer, el pasado de militar que no prosperó, su hija, sus nietos, el apartamento estudio en Juan de Miranda, el traspaso que, si todo salía bien, al fin podría permitirse. «A veces uno se imagina que el futuro es posible», dijo Cora de pronto. Y entonces le habló de Fernando, de las expectativas que había tenido hacía unos años, de cómo todo se había ido a la mierda. Le habló de hijos que jamás tendría, de sueños idiotas que la habían llevado en la dirección equivocada, de la imposibilidad de encontrar a alguien que no viera en ella lo que veían todos los hombres. Y, quizá, concluyó, era lo más justo: uno es lo que los demás dicen que es.

—Así que si todos los tíos piensan que no soy más que una del oficio, será porque lo soy. Ya viste cómo me trata el Rubio.

Tito le llevó la contraria. No lo hizo por animarla, ni por quedar bien. Lo hizo con sinceridad, con convicción:

—Yo soy un tío y no te veo así.

Un brillo de coquetería cruzó por los ojos de Cora:

—¿Y cómo me ves?

Al Palmera le costó encontrar palabras para expresarlo.

—Mira a tu alrededor: Marcelo, los camareros, esa gente de la barra, los de las otras mesas… Ellos no saben a qué te dedicas. Llevan semanas viéndome venir todos los viernes: un pureta que se acaba de divorciar y está más solo que la una y viene a desahogarse con los tangos, a lo mejor simplemente para que no le estalle la cabeza. Y hoy, fíjate tú, el pureta llega con una piba más joven que él; guapa, pero no solo guapa. Interesante y con algo diferente que le brilla en los ojos. Una piba que dice cosas que a uno lo dejan parado y que, seguramente, sabe decir más cosas que no dice para no deslumbrar completamente a los que hablan con ella. Yo te veo como ellos: no me importa a qué te dediques. Me importa que sigas aquí, al lado mío, porque eso hace que sea algo así como un privilegiado —hizo una pausa, porque al fin había encontrado una frase que resumía todo lo que llevaba un buen rato queriendo explicar—. Eso es: estar en la misma mesa que tú es un privilegio.

Cora no pudo responder ni Tito continuar hablando, porque justo entonces Marcelo atacó «Los mareados». Pero probablemente fueron esas palabras las que hicieron que luego, a las dos de la madrugada, cuando cerró el Quilombo y Tito se ofreció a acompañarla a coger un taxi, Cora tomara su brazo y lo hiciese parar en medio de la avenida de Las Canteras. Habían pasado la noche cantando, bebiendo, intercambiando chistes y bromas con los camareros y los habituales del Quilombo. Y habían salido de allí diciendo que volverían el próximo fin de semana, comentando entre ellos lo bien que se lo habían pasado y diciéndose que ya estaba bien por esa noche, que Cora tenía que marcharse. Pero en lugar de girar por la calle Juan Rejón para buscar un taxi (alguno de los sáquemedeaquí que rondaban a esas horas la ciudad paseando su luz verde como lobos exangües a la caza de bingueros y farristas), habían tomado hacia la avenida de las Canteras, el paseo por el que transitaron durante unas decenas de metros encontrando de todo menos, por supuesto, taxis. Caminaban en un silencio confortable bañado por los vapores del alcohol, cuando Cora lo tomó del brazo y tiró de él hasta que quedaron enfrentados y lo miró fijamente con los ojos húmedos antes de decir:

—Tengo mucho camino andado, Tito. He comido mucha mierda y he hecho cosas que avergonzarían a un verdugo. Y sé que nos hemos conocido en un estercolero, en un puto vertedero de basuras. Pero hoy me has hecho sentir que puedo pasar entre la basura sin mancharme. No sé si serás así siempre, pero, por lo menos hoy, me has hecho sentir así. Y no quiero irme a mi casa.

Así que Cora no se había ido a su casa. Había ido a la de Tito. Ahora, con la resaca golpeándole la frente, mirando las puertas del armario empotrado, Tito se preguntó si realmente había sido así, si ella había subido a su piso, si habían hecho el amor con rabia y si después habían fumado cigarrillos y tomado una última copa y charlado casi hasta el amanecer y si después habían vuelto a follar, ahora ya con un instinto de juego, con una complicidad digna de una larga relación que ellos no habían tenido. Se preguntó, en fin, si ella estaba allí, junto a él, o si estaba solo en la cama. Y, justamente en ese instante, la escuchó suspirar, la sintió volverse hacia él y dar los buenos días de una forma que indicaba que en sus labios solo podía haber una sonrisa.

2

No les costó familiarizarse con las costumbres, con los horarios, con las manías de Larry. Tampoco les costó pasar desapercibidos: nunca aparcaban mucho rato en el mismo sitio, se movían bastante y con mucha naturalidad El sábado lo siguieron por las zonas de copas que frecuentaba. Esa noche no ligó: acabó la juerga en casa de unos amigos. Volvió a la suya el domingo de amanecida y no volvió a salir. A mediodía empezó a llegar gente (algunos pijos de la noche anterior, con sus parejas) y hubo asadero y guitarreo hasta entrada la noche.

El lunes Larry volvió a su rutina laboral, que era más bien poca.

Ellos hicieron guardia cerca de la casa, del gimnasio, de la oficina, de las cafeterías donde desayunaba y los restaurantes en los que almorzaba.

No temían que Larry reparara en su presencia mientras estaban en la ciudad. Cora había expresado sus reparos al principio.

—Las Palmas es chica —había dicho el Rubio—. ¿O me vas a decir que tú no te has encontrado miles de veces con las mismas caras? Eso sí: lo que no nos conviene es que te vea el hocico a ti, porque eres la que va a tener que verse luego con él y llamas mucho la atención de los tíos. Así que cuando haya que salir del coche para seguirlo, mejor te escaqueas.

El martes, mientras comía en uno de esos restaurantes para gourmets de la calle Cano, Tito y el Rubio tomaron café en la terraza (Cora aprovechó ese rato para bajar a Triana, a ver tiendas). A través de la amplia pared acristalada lo vieron encontrarse con una pareja de mediana edad que lo esperaba en la barra (hubo profusión de abrazos y supuestos piropos) y subir con ellos la escalera que conducía al comedor. A Tito le sonaba aquella pareja.

—Y tanto que te suena —dijo el Rubio—. Él fue consejero, no me preguntes de qué área, porque si te digo te miento. Ella dirige Kámara3.

Tito hizo memoria. De pronto, dio con el anagrama de Kámara3, que había visto en cientos de ocasiones en furgonetas de reparto y cajas de material fungible.

—Espera: esa gente se dedica a suministros para hostelería, ¿no?

—Entre otras cosas. Desde hace unos años se han metido a saco en el catering. Pillaron algunas subcontratas: hospitales, comedores escolares y cosas así.

El Palmera alzó los ojos hacia la parte alta del local, donde los otros estarían ya sentados con la carta abierta o eligiendo el vino.

—¿Tú crees que están en el ajo?

El Rubio pareció no entender a qué se refería.

—¿En qué ajo?

—En lo del blanqueo.

El rostro del Rubio pasó del estupor a la confusión y de ahí al enojo.

—Y yo qué coño sé. ¿Qué eres ahora? ¿Policía? Tú céntrate en lo nuestro, carajo.

Se hizo un silencio. El Rubio intentó tranquilizarse. Tito jugueteó con algunos granos de azúcar que había sobre la mesa. Finalmente, el Rubio dijo:

—Perdona, Tito. No me lo tomes en cuenta. Pero es que no te veo concentrado.

—Estoy concentrado, Rubio, no hay problema.

—No… Quiero decir… —El Rubio parecía estar buscando las palabras adecuadas—. Tito, no te cabrees conmigo por lo que te voy a decir, pero a veces pienso que igual te metí en algo que te viene grande.

El Palmera continuó jugando con el azúcar, pero ahora miró con ojos redondos al Rubio, que prosiguió hablando.

—Yo sé que eres un tipo bragado, pero igual esto no es lo tuyo. Para hacer lo que vamos a hacer, hay que tener mucho estómago y ser muy hijo de puta, en un momento dado. Y yo a ti te veo muy buena gente.

El otro dejó de jugar con el azúcar.

—Es verdad que soy un tío tranquilo, Rubio. Pero cuando llegue el momento, voy a cumplir. Despreocúpate. Solo tengo que acumular el suficiente odio contra ese tío, que me dé el asco suficiente, que me caiga lo suficientemente mal. Entonces —formó con sus manos dos campanas, uniendo las puntas de sus diez dedos en su vientre—, sentiré aquí un coraje, un montón de bilis contra ese cabrón y seré capaz de hacerlo.

El Rubio asintió. Luego le puso una mano en el hombro.

—De acuerdo, Tito. Igual es que estoy un poco paranoias. Yo también hace mucho que no hago esto y ando un poco agobiado.

El tipo tardaría en salir. Para justificar su presencia allí, pidieron más café y unos bocadillos. Mientras se los traían, como si hablara de cualquier frivolidad, el Rubio le preguntó a Tito a bocajarro:

—Oye, Tito, ¿tú te estás tirando a la Cora?

El Palmera palideció y, durante unos segundos delatores, dudó, antes de contestar con un rotundo no. Si algo sabía hacer el Rubio era descubrir una mentira.

—Te lo pregunto porque a mí me da igual si te la tiras o no. Está muy buena y uno se puede sentir muy macho cuando se anda tirando a una piba como esa. Pero, Tito, te lo digo como amigo: no te dejes embaucar.

—No me la tiro —insistió el Palmera con algo más de firmeza.

—Te digo que me la suda si te la tiras o no, pero tengo que darte un consejo de amigo: te la estés tirando o te la vayas a tirar, no te dejes confundir. Cora es una puta con estilo, pero no deja de ser una puta. Y de una puta solo puedes esperarte putadas.

3

Al fin, el jueves a media tarde, cuando el tipo salió de su casa para el gimnasio, el Rubio, desde su lugar en el asiento del conductor, dijo:

—Yo creo que ya está bastante controlado. Si sale de copas mañana, lo hacemos mañana.

Cora, a su lado, propuso:

—Entonces vámonos para Las Palmas. Tengo cosas que hacer.

—¿Y eso?

—Últimos preparativos —respondió ella.

En el asiento de atrás, el Palmera pensó en ingles brasileñas y sintió celos. No sabía cómo se sentiría vigilando a Cora mientras se llevaba al huerto a Larry. Aún no se lo había planteado. Llevaba casi una semana viéndose a diario con esa mujer y acostándose cada noche con ella. Había comenzado a experimentar algo más que deseo hacia Cora; algo, no sabía si importante, pero sí singular. De hecho, pese a las agujetas, se sentía más joven, más ligero, más capaz de hacer cualquier cosa.

—Sí, yo también tengo que preparar unas cuantas cosas antes de mañana —dijo el Rubio—. Entre ellas, me toca verme con mi amigo…

Cuando el coche arrancó, Tito se preguntó por enésima vez quién diantre sería el amigo misterioso del Rubio.

4

El amigo misterioso del Rubio estaba sentado en su oficina cuando recibió la llamada. Eran las seis menos cuarto de la tarde. El Rubio, simplemente, dijo:

—Mañana.

Júnior se tomó unos segundos para hacer cálculos y luego dijo:

—Nos vemos en la tienda, dentro de una horita.

—De acuerdo —dijo el Rubio antes de colgar.

Júnior, sin soltar el móvil, apoyó el codo en la mesa, se rascó la cabeza, volvió a incorporarse y buscó un nombre en la memoria del aparato.

—Dime —se oyó al otro lado.

—Felo, vente para la oficina.

—En un ratito estoy ahí.

—Ah, y no hagas planes para mañana por la noche.

5

Tito llegó a Juan de Miranda sobre las seis y media. Habían dejado a Cora en Santa Luisa de Marillac, barrio de las Rehoyas, ante la casa de su madre. Después habían ido a casa del Rubio, donde había dejado el Ford Fiesta. Antes de marcharse, el Rubio entró en el garaje y salió con una bolsa de plástico para él.

Ahora el contenido de la bolsa estaba sobre la mesita de centro: un chándal de pantalón y sudadera con capucha, de color negro. Unos guantes de algodón, muy sencillos. Unos escarpines de escalada (se los probó: le quedaban bien). Una mascarilla sanitaria. Una pistola de juguete (la imitación de Sig Sauer que el Rubio le había mostrado). Por último, unas gafas de esquí, con lentes ahumadas. Eso le preocupó, porque el asunto sería de noche. Dentro de la casa habría luz, pero tendría que acostumbrarse igualmente. Él nunca usaba gafas de sol.

A su teléfono móvil llegó un mensaje de Cora:

VOY A TU KSA A LAS9.BSOS

No se sentía especialmente nervioso. Y no tenía miedo. Esto último le pareció muy extraño. Durante los últimos días, cada vez que pensaba en lo que iba a pasar, notaba cosquilleo de rodillas, aflojamiento de esfínter, sequedad de boca y escalofríos surtidos. Y, por las noches, mientras Cora dormía a pierna suelta, él daba vueltas y más vueltas, sin conseguir relajarse. Sin embargo, desde que se había decidido que la cosa sería a la noche siguiente, la inquietud había desaparecido, como desaparece la del paciente cuando comienza a hacerle efecto la anestesia.

Le pareció absurdo no tener miedo. Todo parecía ir bien, pero él era de los que pensaban que si todo parece ir bien es porque se te ha pasado algo por alto. Y aunque no se le hubiera escapado nada, las cosas aún podían torcerse.

Fue al dormitorio y, del armario empotrado, sacó una lata de galletas. En su interior, había una insignia de su Tabor de Regulares, unos galones de cabo, una cartilla militar y algunas fotos con compañeros en Melilla. En una de ellas posaba con Plácido y con Virgilio Illada, el otro canario de su promoción, ante la puerta del Destacamento de Chafarinas. Virgilio sí que había seguido en Regulares. Casó en Melilla, con la hija de un alférez, y allí se quedó.

Debajo de las fotos estaba lo que buscaba: un cuchillo de campaña. Lo desenfundó, pasó la yema del pulgar por la hoja y la miró al trasluz, antes de volver a enfundarlo. Después se subió la pernera del pantalón y se fijó la funda a la pantorrilla con la punta del cuchillo apuntando hacia arriba, de forma que el pomo de la empuñadura rozaba la cara interior de su tobillo. Se bajó la pernera y anduvo un poco por la habitación. El velcro fijaba la funda perfectamente. El puño no le hacía daño al caminar. Con el chándal, de pernera holgada, resultaría completamente invisible.

6

El Rubio entró en Confecciones Mendoza e Hijo, dio las buenas tardes a la dependienta y preguntó por Júnior.

—Está en la oficina —dijo Pilar, que en ese momento se disponía a coger las llaves para echar el cierre—. Me dijo que pasara, que lo está esperando.

El Rubio sintió en su cogote los ojos de la mujer. «Asombradita estará la pobre», pensó mientras llegaba al despacho y tocaba a la puerta. Al instante, escuchó la cerradura y entró. Quien había abierto era un individuo de estatura mediana, fibroso, con cara de caballo. Llevaba una camiseta blanca, unos pantalones holgados, una riñonera de imitación cuero pasada de moda. El individuo, después de franquearle el paso, fue a la pared de enfrente y apoyó la espalda contra ella, mirándolo con unos ojillos arrogantes.

Antes de que preguntara quién coño era aquel tipo, Júnior, sentado tras su escritorio, lo informó:

—Este es Felo. No te preocupes: es mi hombre de confianza.

El Rubio cerró la puerta, echó una larga mirada al flaco y meneó la cabeza.

—Tu hombre de confianza. No el mío.

Felo separó la espalda de la pared, abrió la postura de sus piernas, separó las manos del tronco, mordiéndose visiblemente el carrillo. Al Rubio no le pasó inadvertido el gesto. Soltó una risita de desprecio y ni siquiera lo miró para decirle:

—Mira, amigo, contra ti no tengo nada. Pero vuélvete para atrás si no quieres que te salte toda la piñata.

Felo fue a decir, a hacer algo. Pero se paró en seco a un gesto de Júnior, quien al mismo tiempo se levantó, diciéndole:

—Tranquilo, Felo. Es normal que desconfíe. —Luego se volvió hacia el Rubio y le indicó la silla del otro lado de la mesa—. Siéntate, hombre, por favor. Déjame que te explique.

Tuvo que insistir varias veces más. Por fin, el Rubio acabó por tomar asiento, Felo volvió a apoyarse en la pared y él mismo se sentó nuevamente.

—Vamos a ver: Felo es mi mano derecha, como quien dice. Está en todos los negocios míos y es tan de fiar como yo.

—Vale, Felo es la repolla, un tío cojonudo, el hermano que siempre quise tener —atajó el Rubio—. Pero ¿qué cojones hace aquí y por qué sabe cómo me llamo? Y, sobre todo, ¿por qué coño me está viendo el careto, joder?

—Porque al reparto no voy a ir yo, sino él.

—A ver, explícame la cosa.

—La cosa es que yo tengo que buscarme una buena excusa para mañana. Cuando alguien me pregunte, voy a decir que estaba en Lanzarote, y podré enseñar hasta la tarjeta de embarque. Vamos a sacudir un avispero; eso no te lo tengo que explicar. Y, por otro lado, yo tampoco quiero que la Cora y ese amigo tuyo me vean la cara. Así que lo mejor va a ser que Felo sea quien se encuentre con ustedes esta noche.

Júnior continuó hablando. El punto de encuentro sería un solar vacío que había en el polígono industrial de Arinaga.

—¿Dónde, exactamente?

—Felo te lo va a enseñar luego. Cuando salgan de aquí, lo sigues en tu coche y te lleva al sitio. En cuanto la cosa esté hecha, le das una perdida al móvil para que vaya para allá. Él te espera allí, hacen el reparto y cada palo que aguante su vela.

El Rubio pensó un buen rato. No le gustaban los cambios de última hora. Y el flaco era un cambio de los grandes. Aquel tipo podía joder el bisnes, podía, por ejemplo, quedarse con una «mengua de transporte» de la parte de Júnior y echarle el muerto a él. O aparecer allí con gente que no estuviera invitada a la fiesta. Pero también resultaba razonable que Júnior quisiera asegurarse una coartada.

—Está bien —dijo, muy lentamente, para que todo lo que iba a decir quedara perfectamente claro—. Felo hace de delegado de la clase. Pero, lo digo ahora y lo digo una sola vez para que todo el mundo me entienda, si veo por allí la cara de alguien que no sea Felo, quiero decir, si se le ocurre aparecer acompañado de alguien más, lo único que voy a poder pensar es que alguien está intentando jugármela. Y, en ese caso, no voy a esperar a averiguar quién: me paso por la piedra a todo el mundo, incluido tú, Júnior, o me piro con todo el pastel. O, mejor pensado, las dos cosas. —Se volvió hacia Felo—. ¿Queda claro, amigo? Ni colegas, ni novia, ni tu primo de Fuerteventura que vino a verte. Si veo por allí otra cara que no sea la tuya, arraso con todo.

—Está claro y es lo justo —se apresuró a decir Júnior antes de que a Felo se le ocurriera abrir la boca para decirle al Rubio que él no era su amigo y que no se le pusiera tan chulo—. Pierde cuidado. Solo Felo. Yo me fío de ti, Rubio.

—Y hasta bueno estaría que no lo hicieras, después de meterme en todo este fregado.

Júnior se levantó, rodeó la mesa, volvió a ponerle la mano en el hombro, sonriendo:

—Vamos a ganar pasta, tío, pasta de la buena. Somos colegas, ¿vale? ¿O no somos colegas? ¿Te he hecho yo alguna mataperrería? No, ¿verdad? Pues confía en mí, Rubio, coño. Todo va a salir de puta madre.

Mientras Júnior lo zarandeaba amigablemente, el Rubio miró de reojo a Felo, en cuyo rostro se había comenzado a dibujar una sonrisa que le recordó a un velocirraptor hambriento.

7

Su madre no estaba en casa. No le hizo falta recorrer las dos míseras habitaciones, el recibidor atiborrado de arretrancos inútiles, la cocina y el baño minúsculos. Era jueves por la tarde, así que el silencio le gritó que la vieja estaría en el bingo, como siempre.

Cora cruzó el recibidor y entró en su habitación.

Fue sacando prendas del armario, doblándolas e introduciéndolas en una maleta de ruedas. En aquel trolley debía caber todo lo que necesitara, todo aquello que considerase imprescindible. No sabía lo que pasaría a partir del día siguiente.

En algún momento hizo una pausa, se hizo un café, volvió con él al dormitorio.

Tomándolo, fue acabando la tarea. Cuando casi estuvo lista, se dio una ducha, se puso unos vaqueros, una camiseta sencilla y unas zapatillas deportivas.

Se pintó los labios y se soltó el pelo, que había recogido en un moño para ducharse. Se peinó hasta que su cabello fue una melena lacia cayendo sobre sus hombros, mostrando la imagen que quería regalarle esa noche a Tito. Pensó en si llevarse o no el secador de pelo, pero recordó que no le haría falta, así que, del baño, solo cogió su neceser de viaje, que introdujo en la maleta antes de cerrarla.

En la cocina, fregó la taza en la que había bebido el café y garrapateó una nota:

Mamá:Me voy unos días. Te llamaré antes de volver.Cuídate mucho.Carolina.

Mientras dejaba la nota en la mesa del comedor, pensó en Tito y en que estaría bien contarle cómo se llamaba realmente. Muy pocas personas lo sabían.

Se sentó un momento al borde de su cama de soltera y recapacitó sobre lo que ocurriría en los próximos días. Para empezar, esa noche dormiría con Tito. Al día siguiente, iría a la peluquería. Le había pedido algo más de dinero al Rubio. No le quedaba demasiado, pero alcanzaría para el corte y el tinte. Por mucho que el Rubio dijera que el tal Larry se olvidaría de ella, no las tenía todas consigo, así que le convenía un buen cambio de look. Se preguntó si Tito querría marcharse con ella de la isla. Había tiempo para preguntárselo. Por lo pronto, le envió un SMS avisándolo de que llegaría a las nueve de la noche.

Iba a guardar el teléfono en el bolso cuando la telefoneó Iovana. Hacía muchos días que no sabía de ella, quería saber cómo le iba, dónde se había metido, qué se contaba. Cora casi agradeció su curiosidad. Le contó que había conocido a un tío estupendo, un hombre de verdad. Se llamaba Tito y era algo mayor que ella. La llevaba a locales de tangos, a un bar que se llamaba el Quilombo y estaba por la zona de La Puntilla. Sí, un caballero. Sí, estaba muy quedada con él, la tenía loquita.

8

El Rubio examinó el descampado. Pura tierra. Puro lapilli salpicado aquí y allá de rocas más o menos grandes. Puras malezas crecidas ante la indiferencia de los que pasaban por el polígono industrial, que amén de quienes iban por allí a trabajar eran solo alguna pareja que lo escogía para aparcar el coche y ponerse mirando a Cuenca, tal y como indicaba algún que otro condón abandonado. En uno de los rincones del cuadrilátero que formaba el solar se moría de óxido y raña la carrocería de un Simca modelo 1100 que un día debió de ser de color crema. Junto a ella había una torre formada por palés de madera con sospechas de podredumbre. La única farola que alumbraría aquel erial, situada justamente en la esquina opuesta, aún no se había encendido, pero el Rubio dio por hecho que pariría una luz amarillenta y mortecina. Por lo demás, el solar era el aburrimiento más absoluto entre dos naves destinadas a almacenaje por una empresa de venta de muebles y otra de recauchutados.

Pensó que, un viernes por la noche, el sitio sería perfecto para hacer lo que tenían que hacer sin levantar sospechas, sobre todo porque no habría allí ni un alma que pudiera sospechar lo que hacían. Según Felo, la mayoría de las naves del polígono carecían de vigilancia nocturna. Y en las que disponían de vigilantes, estos se pasaban la noche durmiendo o viendo la tele, sin preocuparse por lo que ocurría fuera de los edificios.

Por otro lado, al Rubio no le desagradó. Era muy despejado. Había pocos rincones donde Felo pudiera esconder a un hipotético compinche, en el caso de que pretendiera hacerle una jugarreta. Y, ahora, examinándolo a la luz de ese atardecer, Felo no le parecía un individuo demasiado peligroso si había que medirse con él o con el Palmera.

—¿Qué? —dijo Felo mostrando las palmas de las manos a los lados de su enteca humanidad de lagartija—. ¿Qué te parece?

Antes de contestar, el Rubio tuvo la precaución última de comprobar que en los aleros de las dos naves adyacentes no había cámaras de vigilancia.

—No está mal —opinó echando un descuidado vistazo final a su alrededor y dando media vuelta para regresar al coche.

—¿Nada más que eso? ¿Que no está mal? —se quejó el otro.

El Rubio, que ya casi abría la portezuela de su monovolumen, se volvió nuevamente hacia él.

—¿Y qué coño quieres? ¿Una medalla?

Felo avanzó hasta el coche del Rubio. Su furgoneta había quedado aparcada unos metros más allá.

—Mira, Felo: tú y yo no nos caemos bien ni tenemos por qué andar con cortesías. Nos ha tocado currar juntos y ya está —se limitó a añadir el Rubio, antes de meterse en el coche—. Te llamo mañana por la noche. Procura no andar a más de media hora de aquí.

Felo dijo algo, pero el Rubio no lo escuchó, porque ya había arrancado. El flaco sacó sus llaves y se dirigió a la Trade, pero, antes de entrar en ella, telefoneó a Júnior.

—¿Qué pasó, querido?

—Tu amigo ya se piró. Está bonito el gilipollas ese…

—Coño, parece que te cayó bien, ¿no?

—Como una patada en los huevos, jefe.

9

Esa última noche antes del trabajo, se quedan en casa y piden pizza. Tito abre una botella de vino y cenan viendo en la televisión una comedia familiar.

Después de cenar, Tito se sienta y ella se tumba en el sofá, poniendo la cabeza sobre su regazo. Le acaricia el pelo, juguetea con él durante un rato. Ambos han visto ya esa película. Se limitan a estar ahí, uno contra el otro, sintiendo el cuerpo ajeno.

—Es curioso —dice, de pronto, Tito—. Hace una semana yo era un cincuentón parado, recién divorciado y más aburrido que un programa de Sánchez Dragó. Y ahora estoy aquí, con una tía estupenda, a punto de convertirme en un puto gánster.

—Haz lo que quieras —dice ella con la voz de quien canta un arrorró—. Pero no dejes de acariciarme la cabeza. Qué rico, tío…

—Me gusta tu pelo —dice el Palmera, que se siente repentinamente niño.

—Pues aprovéchalo mientras puedas. Mañana me toca ir a la peluquería.

Hay un silencio de unos minutos. Luego, ella dice:

—En realidad, no me llamo Cora.

Tito tarda unos segundos en decir:

—Ya lo supuse.

—Me gustó ese nombre. Era el que tenía esa actriz rubia… ¿Cómo se llama? Bueno, la que salía en El cartero siempre llama dos veces.

—¿Lana Turner?

—No, bobo… La de otra versión, más nueva…

—Jessica Lange.

—Esa: Jessica Lange. Pues, bueno, ella se llamaba así en la película y era muy sexy y muy apasionada.

—¿Y cómo te llamas?

—No sé si te va a gustar.

—Si no me lo dices, nos quedamos con las ganas de saber si me gusta o no.

Vuelve a hacerse el silencio.

—Carolina —dice ella por fin.

—Pues es bonito.

—¿Y tú? ¿Cómo te llamas?

—Nicholson. Jack Nicholson.

—No me vaciles. Tito es un diminutivo, ¿no?

—Sí.

—¿De qué?

—De Vicente.

—Vicente —dice ella, como si escuchara ese nombre por primera vez. Luego, repite lentamente, paladeando cada sílaba—: Vicente. Vicente Marichal. Me gusta. Es nombre de macho.

—¿Qué vas a hacer después de mañana?

—No lo sé.

—Lo digo por la maleta.

Cora recuerda la mirada de extrañeza de Tito cuando la vio entrar con el trolley. La miró así, sorprendido, pero no dijo nada hasta ahora. Supone que él teme que ella se le cuele en casa.

—Tranquilo, ya sé que esto es chico para los dos y que nos acabamos de conocer.

—No lo digo por eso. Como si hay que tirar un tabique. Te lo pregunto porque no sé cuáles son tus planes. Por mí, encantado. Pero no me quiero hacer demasiadas ilusiones si luego vas a salir corriendo en cuanto tengamos la pasta.

—Pues no lo sé, Tito. De verdad que no sé lo que voy a hacer. Pero lo de mañana no es ninguna tontería. Algo puede salir mal. Así que es mejor tenerlo todo preparado por si hay que salir por patas.

Tito da un suspiro, alcanza el mando a distancia y baja el volumen de la tele. Cora capta la señal, se incorpora y se sienta, con los pies recogidos, en el otro extremo del sofá.

—¿Y si no lo hiciéramos? —dice Tito.

Ella parece no entender. Así que intenta explicarse:

—¿Y si tú y yo llamamos ahora mismo al Rubio y le decimos que nos lo hemos pensado mejor? Podemos ganarnos el dinero honradamente: yo puedo conseguir trabajo de camarero y…

—Y yo puedo volver al oficio —le corta ella—. Eso siempre lo tenemos: el camarero y la furcia. Parece el título de una película mexicana. Tito: un palo como este no sale todos los días. Una historia que nadie va a denunciar y tan bien preparada no la vamos a volver a tener en la vida.

—Tú misma lo dijiste: algo puede salir mal.

—El que no arriesga no gana, Tito. Y si sale bien, que es lo más probable, no nos vamos a tener que volver a preocupar. Tú vas a poder montar la cafetería y yo no voy a tener que volver a hacer lo de siempre.

El silencio que se hace ahora es denso como un puré. Ambos se sienten muy lejanos, pese a que sus cuerpos estén tan solo a unos centímetros.

—Estoy harta de comer mierda, Tito. Estoy cansada de fingir que me corro. Estoy harta de abrirme de piernas para tipos que no ven en mí a una persona, sino un culo y unas tetas. Tú no sabes lo que es eso, Tito. Quiero poder decidir. Quiero tener la posibilidad de elegir por qué puerta entro y por cuál no, no como ahora, que cuando entro por una puerta es porque no me queda otro remedio. Esa libertad solo la da el dinero. Mucho dinero. Y, desengáñate: nadie gana mucho dinero honradamente. Mírate, Tito: te has matado a trabajar toda tu puta vida, sirviendo a los jodidos ricos en el Hespérides de los cojones, que ya ni existe. ¿Y qué tienes? ¿Este piso alquilado? ¿Unos cuantos discos de tangos?

—Te tengo a ti.

Cora sonríe con tristeza.

—Lo siento, Tito, pero yo no voy a durar mucho si no tenemos perras. No te diré que no me vuelves loca, porque sí que me pones a mil cada vez que te veo. De verdad: se me hace el chichi pepsicola cuando me tocas. De hecho, creo que me estoy encoñando contigo como no me encoñaba desde los quince años, pero a la larga, sin perras, no va a funcionar.

Tito baja la vista, se mira las manos, que reposan sobre sus piernas. Esas manos, mañana por la noche, estarán manchadas.

Cora adivina lo que le está pasando por la cabeza. Dulcifica el gesto, se aproxima a él, acerca el rostro al suyo buscándole los labios.

—Será una sola vez, Tito. Y luego vamos a ser libres. Tú y yo. Juntos.