El tercer hijo

En una ciudad de provincias murió una vieja. Su marido, un obrero retirado de setenta años, fue a la oficina de telégrafos y mandó a distintas regiones y repúblicas seis telegramas de idéntico contenido: «Madre muerta ven padre».

La empleada de telégrafos, una mujer de edad, contaba el dinero lentamente, se confundía al hacer la suma, escribía recibos, ponía el sello con mano temblorosa. El viejo, con los ojos colorados, la miraba humildemente a través de la ventanilla de madera y distraídamente pensaba en algo, tratando de apartar el dolor de su corazón. Le parecía que la empleada también tenía el corazón destrozado y el alma confusa para siempre: a lo mejor era viuda o, por una voluntad malévola, mujer abandonada.

Y ahora trabaja despacio, confunde el dinero, va perdiendo memoria y atención; hasta para el trabajo más corriente y sencillo el hombre necesita felicidad interior.

Después de mandar los telegramas, el viejo volvió a casa y se sentó en una banqueta junto a una mesa larga, a los pies fríos de su difunta mujer. Fumaba, susurraba palabras tristes, observaba la vida solitaria de un pájaro gris que estaba saltando en el palito de su jaula, a ratos lloraba silenciosamente, luego se calmaba, daba cuerda a su reloj de bolsillo, miraba por la ventana, viendo cómo cambiaba el tiempo afuera —caían hojas junto con los copos de nieve húmeda y cansada, llovía, salía el sol tardío, frío como una estrella— y esperaba a sus hijos.

El mayor llegó en avión al día siguiente. Los otros cinco se reunieron en el transcurso de dos días.

Uno de ellos, el tercero por edad, llegó con su hija, una niña de seis años que nunca había visto a su abuelo.

La madre llevaba ya cuatro días esperando en la mesa, pero su cuerpo no olía a muerte, tan limpio y consumido estaba por la enfermedad; ella, que había dado a sus hijos una vida fuerte y exuberante, se había quedado con un cuerpo pequeño y pobre, y durante mucho tiempo trató de conservarlo, aunque fuera en su aspecto más mísero, para querer a sus hijos y sentirse orgullosa, hasta que se murió.

Unos hombres enormes —de veinte a cuarenta años— rodearon silenciosos la mesa con el ataúd.

Eran seis varones, el séptimo era el padre, más bajo de estatura que su hijo pequeño y más débil que él. El abuelo tenía en brazos a su nieta, que había cerrado los ojos, de miedo ante la vieja muerta y desconocida, que la miraba con unos ojos blancos, sin pestañear, debajo de los párpados entornados.

Los hijos lloraban en silencio con lágrimas pocas y contenidas, desfigurando las caras, tratando de aguantar callados el dolor. El padre ya no lloraba, estaba harto de llorar solo, antes que nadie, y ahora miraba con emoción secreta y alegría desplazada a la vigorosa media docena de hijos. Dos de ellos eran marinos, capitanes de barco, otro era artista en Moscú, otro —el que tenía una niña— físico, comunista, el más pequeño estudiaba para agrónomo, y el mayor trabajaba de jefe de taller en una fábrica de aviones y tenía en el pecho una medalla por el mérito en el trabajo. Los seis hijos y el padre rodeaban en silencio a la madre muerta y la lloraban callados, ocultándose los unos a los otros la desesperación, el recuerdo de la infancia, de la felicidad perecida de un amor que continua y generosamente nacía en el corazón de la madre, y siempre, a través de miles de verstas, los encontraba, y ellos lo sentían sin darse cuenta y eran más fuertes por esta sensación y más valientes para lograr triunfos en su vida. Ahora la madre se había convertido en un cadáver, ya no podía querer a nadie y yacía como una vieja extraña e indiferente.

Cada uno de los hijos sintió soledad y horror; como si en un campo oscuro ardiera una lámpara en la ventana de una casa vieja, iluminando la noche, los escarabajos que volaban, la hierba azul, la nube de mosquitos en el aire: todo el mundo infantil que rodeaba la casa vieja, abandonada por aquellos que habían vivido en ella; en esa casa nunca se cerraban las puertas para que pudieran regresar los que habían salido, pero ninguno volvió. Ahora parecía que la luz en la ventana nocturna se había apagado de repente, y la realidad se había convertido en recuerdo.

Antes de morir la vieja había encargado a su marido que un sacerdote celebrara el funeral mientras ella estuviera en casa, pero que la sacaran de la casa y la bajaran a la tumba ya sin el pope, para no ofender a sus hijos y para que ellos pudieran ir detrás del ataúd. Más que creer en Dios, la vieja quería que su marido, al que había amado toda su vida, sufriera y se apenara más al oír los cantos de las oraciones a la luz de las velas de cera sobre su cara sin vida; no quería irse de este mundo sin solemnidad y memoria. Cuando llegaron sus hijos, el viejo estuvo mucho tiempo buscando a algún pope, por fin trajo por la tarde a un hombre, también viejecito, vestido corrientemente, de paisano, sonrosado por la comida vegetal y sin grasa, con unos ojos vivos en los que brillaban pequeñas ideas fijas. El pope apareció con una bolsa militar de comandante atada a la cintura; allí llevaba sus instrumentos eclesiásticos: el incienso, unas velas delgadas, el libro, una estola y un pequeño incensario en una cadenita. Rápidamente colocó y encendió las velas alrededor del ataúd, prendió fuego al incienso y en seguida, sin avisar, empezó la lectura del libro. Los hijos que estaban en la habitación se pusieron en pie; se sintieron avergonzados y azorados sin saber porqué. Mirando al suelo, inmóviles, formaban una fila delante del ataúd. Enfrente de ellos un hombre mayor cantaba y murmuraba apresurado, casi irónicamente, mirando con ojos pequeños y comprensivos a la guardia de descendientes de la difunta vieja. En parte les tenía miedo, en parte los respetaba y visiblemente estaba dispuesto a entablar con ellos una conversación y hasta a expresar su entusiasmo por la construcción del socialismo. Pero los hijos estaban callados, nadie, ni siquiera el padre, se santiguaba; no asistían a una ceremonia religiosa: estaban montando guardia.

Al terminar el breve oficio, el pope recogió sus cosas rápidamente, luego apagó las velas que ardían junto al ataúd y colocó todos sus enseres en la bolsa de comandante. El padre de los hijos le metió en la mano el dinero, y el pope, sin detenerse, atravesó la fila de los seis hombres que ni le miraron, y, algo atemorizado, desapareció por la puerta. En realidad, le hubiera gustado quedarse en aquella casa para los pominki[3]; habrían hablado de las perspectivas de guerras y revoluciones, y por mucho tiempo le habría durado el consuelo del encuentro con los representantes del mundo nuevo que admiraba en secreto, pero en el que no podía penetrar; cuando estaba solo soñaba con realizar algún día una hazaña indiscutiblemente heroica para irrumpir en el futuro luminoso de las nuevas generaciones; con este fin, una vez incluso llegó a enviar al aeropuerto del lugar una solicitud pidiendo que le subieran a la altura más alta y que de allí le lanzaran con paracaídas, pero sin máscara de oxígeno. No le contestaron.

Por la noche el padre hizo seis camas en la segunda habitación, y a la niña-nieta la acostó a su lado en la cama, donde durante cuarenta años había dormido la vieja. La cama estaba en la misma habitación grande que el ataúd, los hijos pasaron a la otra. El padre se quedó en la puerta mientras los hijos se desnudaban y se acostaban, luego cerró la puerta y se fue a dormir junto a su nieta, apagando las luces en todas partes. La nieta ya estaba dormida, sola en la gran cama, tapada con la manta hasta la cabeza. El viejo se la quedó mirando en la oscuridad; la nieve de la calle recogía la luz pobre y difusa del cielo e iluminaba las tinieblas de la habitación a través de las ventanas. El viejo se acercó al ataúd abierto, besó las manos, la frente y los labios de su mujer y le dijo: «Ahora descansa». Se acostó con cuidado junto a su nieta y cerró los ojos para que el corazón lo olvidara todo. Estaba dormitando, pero de pronto se despertó. Por debajo de la puerta de la habitación donde dormían sus hijos salía luz; de nuevo habían encendido la lámpara y se oían risas y una conversación ruidosa.

La niña empezó a dar vueltas; a lo mejor, tampoco dormía, pero no se atrevía a sacar la cabeza de debajo de la manta por temor a la noche y a la vieja muerta.

El hijo mayor hablaba con pasión, con el entusiasmo de la convicción, de las hélices metálicas huecas, y su voz sonaba vigorosa y satisfecha, se notaban sus muelas sanas, arregladas a tiempo, y una laringe colorada y profunda. Los hermanos marinos contaban aventuras en los puertos extranjeros y se reían a carcajadas de que su padre les había cubierto con las mantas viejas que usaban en la infancia y la adolescencia. Estas mantas tenían cosidas en los dos extremos unas cintas de algodón donde ponía «cabeza» y «pies», para hacer las camas correctamente y no taparse la cara con el extremo sucio y sudado donde estaban los pies. Luego uno de los marinos agarró al actor y empezaron a revolcarse por el suelo como cuando eran pequeños y vivían todos juntos. El pequeño los animaba y prometía levantarlos a los dos con su mano izquierda. Se veía que los hermanos se querían y estaban contentos de su encuentro. Llevaban muchos años sin reunirse todos y no se sabía cuándo volverían a verse. A lo mejor, sólo para el entierro del padre. En medio del alboroto los hermanos volcaron una silla; se calmaron un instante, pero al acordarse de que la madre estaba muerta y no oía nada, siguieron alborotando. Al poco rato el hermano mayor pidió al artista que cantara algo a media voz: conocía buenas canciones moscovitas. Pero el artista dijo que le costaba trabajo empezar así, de repente. «Tapadme con algo», pidió. Le taparon la cara y se puso a cantar así, protegido, para que no le diera vergüenza empezar. Mientras cantaba, un movimiento del pequeño hizo que el otro hermano se escurriera de la cama y cayera sobre el tercero, que estaba acostado en el suelo. Todos se rieron y ordenaron al pequeño que inmediatamente levantara y acostara con la mano izquierda al que se había caído. El pequeño contestó algo en voz baja a sus hermanos, y dos de ellos soltaron una carcajada tan fuerte que en la habitación oscura la niña sacó la cabeza de debajo de la manta y llamó:

—¡Abuelo! ¿Estás dormido?

—No, no duermo, aquí estoy —contestó el viejo y tosió tímidamente.

La niña no pudo contenerse y se echó a llorar. El viejo le acarició la cara: estaba mojada.

—¿Por qué lloras? —le preguntó en voz baja.

—Me da pena de la abuela —contestó la nieta—. Todos viven, se ríen, y ella sola se ha muerto.

El abuelo no dijo nada. Tosía, sorbía con la nariz. La niña sintió miedo; se incorporó para ver mejor al abuelo y para comprobar que no estaba dormido. Le vio la cara y preguntó:

—¿Y tú por qué lloras? Yo ya no lloro.

El abuelo le acarició el pelo y contestó:

—Pues… no lloro, es que estoy sudando.

La niña se sentó en la cama a la cabecera del abuelo.

—¿Echas de menos a la vieja? —decía—. No llores: eres viejo, y pronto te morirás y entonces ya no podrás llorar.

—Bueno, no lo haré más —susurró el viejo.

De pronto, en la otra habitación, en la ruidosa, se hizo el silencio. Uno de los hijos había dicho algo. Todos se callaron en seguida. Otro repitió algo en voz baja. El viejo reconoció por la voz al tercer hijo, el físico, el padre de la niña. Hasta entonces no se le había oído; no decía nada ni se reía. De alguna manera había calmado a sus hermanos y ya no hablaban.

Pronto se abrió la puerta de la otra habitación y apareció el tercer hijo, vestido como si fuera de día. Se acercó a la madre en el ataúd y se inclinó sobre su cara confusa, en la que ya no había sentimientos hacia nadie.

Se sintió el silencio de la noche. Nadie pasaba por la calle. Los cinco hermanos no se movían en la otra habitación. El viejo y la nieta observaban a su hijo y a su padre con tanta atención que ni respiraban.

El tercer hijo se enderezó de pronto, estiró la mano en la oscuridad y se agarró al extremo del ataúd, pero no consiguió asirse, solamente lo corrió un poco, y se cayó. Su cabeza, como si fuera de otro, chocó contra el suelo, pero el hijo no dejó escapar ni un sonido, sólo se oyó el grito de la niña.

Los cinco hermanos salieron en ropa interior a recoger al otro y se lo llevaron a su habitación para reanimarlo y tranquilizarlo. Al poco rato, cuando el tercer hijo había vuelto en sí, los otros ya estaban vestidos con sus uniformes o sus trajes, aunque no era más de la una. Se fueron en secreto, cada uno por su parte, a esconderse en la casa, en el patio, en la noche alrededor de la casa donde habían vivido de pequeños, y allí se echaron a llorar, susurrando palabras y quejándose, como si la madre estuviera al lado de cada uno de ellos, escuchándolo y sintiendo que se había muerto y con eso había hecho sufrir a sus hijos; si hubiera podido, se habría quedado a vivir para siempre, para que nadie sufriera por su culpa y no gastaran en ella unos corazones y unos cuerpos, que ella había traído al mundo… Pero la madre no aguantó vivir mucho tiempo.

Por la mañana los seis hijos subieron el ataúd a hombros y lo llevaron a enterrar, y el viejo cogió a la nieta en brazos y los siguió; ya se había acostumbrado a añorar a la vieja y estaba contento y orgulloso de que a él le iban a enterrar aquellos seis hombres recios de la misma manera, y no peor.

1936