Capítulo 12. El decimotercer día

CAPÍTULO 12

EL DECIMOTERCER DÍA

Iba a ser una noche más de tantas que Nastia pasaría sin pegar apenas ojo. El horrible suceso del día anterior no le dejaba concentrarse. Intentaba pensar en el misterioso Makárov, en dónde encontrarlo, pero en lugar de esto pensaba en Damir y sus películas, en la desdichada Svetlana, en el pequeño Vlad destrozado por la pena, en el hombre enfermo e indocumentado que había matado a la chica y que sin duda era uno de los numerosos clientes y consumidores de las obras de Damir y compañía. ¿Y si Makárov era el propio Damir? ¿O si lo era Uzdechkin? La candidatura de Uzdechkin parecía más probable, era el encargado de la seguridad. Pero ¿cómo saberlo? Lo único de lo que Nastia estaba plenamente convencida era de que Makárov no era Semión, éste se encontraba demasiado a la vista. Aunque eso ocurría a menudo; hacía tiempo que lo había dicho Edgar Alan Poe: si se deseaba ocultar algo, había que colocarlo en el lugar más visible. Además, no sabía el apellido de Semión, sería para troncharse de risa si resultase que en sus documentos constase que se llamaba Semión Makárov.

¿Qué falta les hace Makárov?, reflexionaba Nastia, la vista fija en la cortina color marfil. Semión administraba las cuestiones organizativas, esto se desprendía con toda claridad de lo que le había contado Svetlana. El lado artístico del negocio corría a cargo de Ismaílov, la seguridad, de Uzdechkin, el resto de las funciones tenían un carácter secundario, auxiliar, y quien manejaba todo el cotarro no las tocaba, estaba claro. ¿A lo mejor, no era nadie en concreto sino sólo un sonido vacío, un nombre comodín para designar a un supuesto jefe, a la persona que había tomado una u otra decisión? Para poder decir al cliente: «Voy a preguntárselo a Makárov», «Según decida Makárov», «Makárov ha ordenado…», aunque en cada caso concreto podía tratarse de Damir o del Gatito o de Semión y sabía Dios de quién más. Ni Sveta ni Vlad habían visto a nadie además de Semión. Sin duda, en el proceso del rodaje se habrían encontrado también con Damir y con el Gatito y con alguien más, con aquel que les ayudaba con los equipos, la cámara y la iluminación. Pero una vez ocurrido ese encuentro, ya nunca serían capaces de identificar a nadie y nunca prestarían declaración. Los clientes, por supuesto, tenían que conocer tanto a Damir como al Gatito y a Semión, pero ¿dónde buscar a esos clientes? Sólo había uno y estaba perturbado, sus palabras no merecían ningún crédito, aparte de que ahora no estaba en condiciones de decir nada mínimamente coherente. Un callejón sin salida. Un atolladero. No existía ni una sola prueba de cargo, todo eran puras cábalas. Los implicados conocidos o, mejor dicho, establecidos por deducción, no había quien los identificara. De aquel a quien Vlad sí podía identificar no se sabía ni quién era ni dónde paraba. La sola esperanza era la ayuda de Moscú, pero entonces el asunto podía prolongarse meses… Mientras Moscú recababa los datos sobre los amigos y conocidos que Alferov tuvo a lo largo de toda su vida, mientras comprobaba si alguno de ellos tenía relaciones con el mundo de la delincuencia… Además, todo ese trabajo minucioso e ímprobo podía resultar en balde siempre que Alferov, de veras, hubiera presenciado un asesinato, lo cual habría sido suficiente para que le creyeran peligroso. La identidad de las personas que pudo ver no tenía la menor relevancia. Pero la respuesta de Moscú seguía siendo importante: si se había cometido un asesinato en el balneario y no se encontrara el cuerpo de la victima, había que buscarlo. No se había denunciado la desaparición de ningún habitante de la Ciudad, esto ya lo habían comprobado. ¿Y si no habían matado a nadie sino que lo habían secuestrado y se lo habían llevado lejos de aquí, simplemente? Entonces, hacía falta indagar sobre quién lo había hecho y por qué le había asustado tanto que Nikolai lo viese. No, por más vueltas que le diera, no le quedaba otro remedio que esperar. Ningún otro camino iba a conducir a Nastia hacia Semión. Aunque también cabía la esperanza de que se reuniese con Damir o el Gatito, pero vigilar estas cosas corría a cargo de Starkov y su gente.

Nastia repasó mentalmente las preguntas que no debía olvidarse de plantearle a Starkov, quien la llamaría, según habían quedado, a las siete de la mañana.

Tampoco esta vez Anatoli Vladímirovich quebrantó su regla de ser puntual. El piloto rojo del teléfono se encendió a las siete en punto, con precisión de minuto.

—Antes que nada quiero informarle de que se ha incoado una causa criminal a propósito del asesinato de Kolomíets. De momento van a llevarla con mucho sigilo, no hay necesidad de darle publicidad. El culpable fue detenido en el lugar de los hechos por testigos oculares y ha sido trasladado a la clínica donde permanecerá hasta que se estabilice su estado, en estos momentos grave. Ha sido identificado como Yuri Fiódorovich Mártsev, con domicilio en la Ciudad, director docente de uno de los colegios locales. Según todos los indicios padece esquizofrenia. ¿Está satisfecha?

—Sí. ¿Ha podido averiguar algo sobre los bungalós de la zona reservada?

—Por supuesto, Anastasia Pávlovna. Ayer no me dio tiempo a decírselo y luego, cuando ocurrió todo, había otras cosas de que ocuparnos. Los bungalós se alquilan a través del departamento comercial del balneario. El arrendatario no está obligado a acreditar su identidad. Paga y luego vive allí el tiempo que desee. Además, cualquiera puede abonar la cuota bajo el nombre que le parezca, la administración toma nota del cobro sin interesarse por nada más. Ya que el precio del alquiler es superelevado, la gentuza no se mete allí, los inquilinos suelen ser gente de categoría. Cuando vence el plazo del arrendamiento, devuelven las llaves a la oficina y en paz.

—¿Y las camareras? ¿Limpian los bungalós?

—Ha dado en el clavo. Verá, dadas las condiciones del alquiler, los bungalós se utilizan principalmente para los guateques o para las citas con mujeres, por lo que la aparición de una camarera no siempre sería deseable. Por ello en el momento de cobrar al cliente se le pregunta si desea el servicio de limpieza y si dice que sí, a qué hora. Algunos prefieren prescindir de la camarera.

—Anatoli Vladímirovich, tenemos que trabajar en esta dirección. Comprendo que será complicado conseguir que nuestro interés por los bungalós pase desapercibido pero intente que así sea. Anatoli Vladímirovich…

Nastia vaciló y se calló.

—¿Sí? La escucho, ¡diga!

—Quería decirle… Ustedes han cumplido su promesa pero yo no la mía. Han arreglado el problema de Kolomíets pero yo no he conseguido llegar a ninguna conclusión respecto a la identidad de Makárov. De momento no me sale.

—Lo entiendo muy bien, Anastasia Pávlovna, anoche estuvo angustiada, nerviosa, y lo dijo sin pensar. No esperábamos en absoluto que lo consiguiera para esta mañana. No se preocupe de nada, tenemos tiempo. Eduard Petróvich me ha pedido que le pregunte si comerá con él esta tarde.

—Dígale a Eduard Petróvich que le agradezco su atención pero hoy me quedaré aquí. ¿Cuándo volverá a llamarme?

—Cuando usted diga.

—Entonces, esta noche, sobre las ocho. Si se me ocurre algo, nos quedará tiempo para comprobarlo.

—Entendido. A las veinte cero cero horas.

Nastia escondió la góndola y volvió a meterse en la cama. Se sentía totalmente baldada. Después de estar acostada una hora más decidió prescindir del desayuno. Se preparó el café, colocó el vaso sobre la mesilla de noche, trajo del cuarto de baño una jarra llena de agua, que dejó al lado del vaso humeante. Luego allí reunió también el infiernillo, una caja de azúcar, otra de galletas, el cenicero y los cigarrillos. Así puedo quedarme en cama hasta la noche, pensó con una sonrisa huraña, arropándose con la gruesa manta. La pereza es mi principal virtud, esto no me lo negará nadie.

Pasadas las once, Nastia oyó los pasos de Reguina Arkádievna que se acercaban por el pasillo: pesados, descompasados a causa de la pierna mala, acompañados del suave golpeteo del bastón. Cuando los pasos llegaron a la altura de la puerta de Nastia, se oyó una voz desconocida de mujer:

—Reguina Arkádievna, necesito hablar con usted.

—Dígame, la escucho.

La anciana se detuvo, obviamente ajena a la idea de invitar a la visita a entrar en la habitación.

—Soy la madre de Olia Rodímuskina, usted la oyó tocar hace un mes, ¿se acuerda?

—Me acuerdo. Su hija es una niña muy aplicada pero no ama la música. No merece la pena torturarla inútilmente. Se lo dije entonces.

—Reguina Arkádievna, se equivoca. Olia tiene muchas ganas de estudiar, muchísimas. Quizá quiera aceptarla como alumna, a pesar de todo.

—No, mi bonita, no soy partidaria de maltratar a los niños. Su hija tiene buen corazón, no quiere disgustarla y por eso trabaja a conciencia. Pero no es lo que ella quiere. Con estas cosas no me equivoco jamás. Tengo alumnos sin una pizca de talento pero que aman la música y están dispuestos a servirle, y para mí es lo más importante.

—Reguina Arkádievna, la niña sueña con estudiar con usted. Se lo pido por favor… Sé que no acepta dinero por sus clases pero, a lo mejor haría una excepción… Se lo suplico. Le pagaré por dar clases a mi hija, por favor, permítale que venga.

—Lo siento de veras —se pudo oír a la anciana exhalar un suspiro—, pero ha venido en vano. No lo tome a mal. Buenos días.

Hacia las cinco Nastia, a pesar de todo, tuvo hambre. Faltaban unas dos horas para la cena, no iba a poder aguantar tanto. De mala gana se vistió y bajó al bar esperando saciar el hambre a base de pastelitos. Tuvo suerte, en el bar, además de los pasteles, también había bocadillos. El estado del salchichón llenó a Nastia de dudas pero el queso parecía perfectamente apto para el consumo.

Nunca muy concurrido, hoy el bar estaba completamente vacío y excepto por el joven detrás de la barra en la sala no había nadie.

—¿Han declarado el Día de la Salud hoy en el balneario? ¿Nadie come dulces y nadie toma alcohol? —bromeó Nastia mientras esperaba el café, que se hacía en el pote turco colocado encima de la arena incandescente.

—¿Es que no se ha enterado? Hoy está actuando aquí un famoso humorista, la sala de proyecciones está de bote en bote, incluso ha venido gente de la Ciudad para verle. ¡Cuándo volverán a tener la oportunidad de ver a Rudakov en persona!

Mientras daba estas explicaciones, el camarero manejaba con gran destreza el pote turco, desplazándolo sin parar sobre la arena, al tiempo que cortaba el queso y sacaba del frigorífico los pasteles.

Con motivo de la ausencia de la clientela ese día en el bar no había música. Los dulces sumieron a Nastia en un estado de relajación placentera, el silencio la ayudó a concentrarse y se abandonó a sus reflexiones sin darse cuenta del paso del tiempo.

Pasadas las seis, el bar, poco a poco, empezó a llenarse de gente. El recital del humorista había terminado. Ahora esto se va a poner ruidoso, pensó Nastia, van a meter la música a toda pastilla y no habrá manera de pensar. Tenía que subir a la habitación, debería intentar traducir un poco, llevaba demasiado tiempo descuidando a McBain.

Se apartó de la barra y empezó a avanzar hacia ella el masajista Uzdechkin, una botella de cerveza y dos vasos en las manos. Detrás de él trotaba una jovencita embutida en una falda tan ceñida que no daba de sí más que para unos pasos de un centímetro de largo como mucho. Al cruzarse su mirada con la de Nastia, el masajista se detuvo.

—Hoy ha faltado al masaje —observó—. ¿Sigue dándole guerra la espalda?

—Como de costumbre.

Se esforzaba por mantener el tono más tranquilo posible.

—En adelante, cuando decida no ir, avíseme. Así podré dar su hora a alguien más. Hoy he perdido cuarenta minutos esperándola en balde.

—Seguiré viniendo —contestó Nastia contrita—. Perdone. Me he quedado dormida.

Mientras subía a la habitación, se imaginó vivamente cómo entraba en el despacho de Uzdechkin y le dejaba estrujar y frotarle la espalda. A ese asesino… Ese gordinflón tan campechano, que tenía un apodo tan cariñoso, el Gatito. ¿Y si había vuelto a equivocarse? En los últimos días ocurría con frecuencia. Al parecer, el mecanismo analítico había vuelto a desajustarse. ¿Para qué se había metido en este lío? No iba a resolver nada. Denísov la había sobreestimado.

En la habitación, encima de la mesa había un abultado sobre esperándola (Shajnóvich tenía las llaves de todas las habitaciones, cosa que, haciendo gala de su honradez, le había advertido). Nastia lo abrió y extrajo un largo listado de datos de arrendamientos y compras de locales comerciales de la Ciudad. Le había pedido a Starkov que consiguiese esta información porque por algún sitio tenía que empezar a buscar el lugar donde se filmaban en vídeo aquellas estremecedoras películas. La lista era imponente pero sólo unos cuantos apartados despertaron sospechas en Nastia. Al lado de la mayor parte de entradas había una nota indicando que el local en cuestión estaba ocupado por una empresa u organización subordinadas a la Unión de los Empresarios, es decir, que se encontraba bajo el control del propio Denísov. Otros locales, que no llevaban esa mención, contaban un centenar, de los que unos ochenta se situaban en bloques de viviendas o al lado de tiendas u otros centros de afluencia pública. Era poco probable que fueran utilizados para un negocio de esta clase, decidió Nastia, puesto que no se trataba sólo de llevar allí a los intérpretes sino también, de sacar de allí los cadáveres. Aunque si trabajaban por las noches, daría lo mismo… No, no daría lo mismo, rectificó. Las víctimas de homicidio no solían abandonar este mundo a la chita callando, era probable que gritasen. Se podían descartar los inmuebles. Quedaban treinta y siete locales, que se tendrían que investigar.

Tras dictar por teléfono a Starkov, quien, como siempre, llamó a la hora en punto, los números de la lista de los locales arrendados por investigar, Nastia intentó continuar con la traducción. Pero el trabajo avanzaba a trancas y barrancas. Cada dos o tres párrafos tropezaba con una palabra, frase o pensamiento que le traían al recuerdo a Makárov y su grupo. Se inmovilizaba delante de la máquina de escribir, con los dedos suspendidos sobre el teclado. Hacia la medianoche, cuando se dio cuenta de que apenas había traducido tres páginas, Nastia, disgustada, guardó la máquina pensando que, parafraseando el viejo refrán, dos trabajos para una cabeza hacían perder el trabajo y el seso.

Ya tumbada en la cama, se imaginó que al día siguiente estaría así tumbada en la mesa de masajes del asesino Uzdechkin, completamente abandonada a su merced, y se enmendó en seguida: no, ni el Gatito, ni Damir habían matado con sus propias manos a nadie. Los que mataban eran sus clientes, el grupo como tal se limitaba a organizado todo, a crear las condiciones, y más tarde, a borrar las huellas y a deshacerse de los cadáveres. Todos ellos eran organizadores, ayudantes, tal vez había algún instigador, por ejemplo, los encargados de captar a la clientela. Pero ninguno de ellos era ejecutor. De modo que a Makárov, si es que existía, no se le podría inculpar de nada. Si acaso, de la dirección ideológica de carácter general, pero vayan ustedes a saber cómo se probaba esto…

Si Nastia había pasado el día absorta en las reflexiones, entregada, por así decirlo, al sedentarismo más pernicioso, Anatoli Vladímirovich Starkov, por el contrario, no había parado en todo el día, que pasó dando instrucciones, haciendo llamadas, planteando exigencias, escuchando informes, dando las gracias, masticando sobre la marcha bocadillos y trozos de carne fría. Si alguien colocase a esa silenciosa señorita al frente de una agencia de detectives, se precisaría poner a su disposición a cuarenta subordinados como mínimo, pensaba Starkov mientras coordinaba la recopilación y la verificación de los datos requeridos por Kaménskaya.

Hacia la medianoche sobre su mesa se apilaban informes sobre veintidós de los treinta y siete locales seleccionados; sobre los arrendatarios de los bungalós del balneario a lo largo del último mes; sobre los contactos mantenidos por Ismaílov y Uzdechkin en el curso de ese día. No había nada a lo que agarrarse, ni un solo hecho, por minúsculo que fuera. Aunque faltaba todavía realizar pesquisas sobre quince locales más, y tampoco se conocía todo respecto a los inquilinos de los bungalós. Tal vez, mañana habría más suerte…

Ismaílov había pasado el día en su suite, sin que nadie viniese a verle. Uzdechkin había estado en su lugar de trabajo hasta las dieciséis horas (se adjuntaba la lista de pacientes a los que practicó masaje), de dieciséis a dieciocho horas asistió al recital del famoso humorista Rudakov, después de lo cual se dirigió al bar del balneario, donde se entretuvo en compañía de una joven (se adjuntaban los datos personales) hasta las veinte treinta horas, cuando regresó a su piso, siempre acompañado de dicha joven. La cual abandonó el piso de Uzdechkin alrededor de las veintitrés horas, mientras que él permaneció en casa. No se pudo identificar a todos aquellos con quienes mantuvo comunicación durante el recital y en el bar. Vaya con el caudal informativo.

A diferencia de la mayor parte de sus compañeros, Anatoli Vladímirovich Starkov era un hombre comedido. Raras veces se dejaba llevar por la cólera y casi nunca se enfadaba con nadie. Desconocía el coraje e ignoraba la envidia. En cambio, comprendía muy bien qué significaban la palabra empeñada, las obligaciones y los compromisos.

Al ponerse al servicio de Denísov, escogió su camino de una vez para siempre, hecho lo cual ya nunca creyó necesario perder el tiempo en valoraciones morales. Si Edu de Borgoña decía que se tenía que hacer una cosa, él, Starkov, debía hacerla y no tenía derecho a preguntarse si le gustaba o no. Haberlo pensado antes, se decía, haberlo pensado cuando él, un oficial jovencísimo del KGB, se planteó la elección. No fue una elección fácil, pasó varios meses rumiándola antes de aceptar la proposición de Denísov. Pero una vez tomada la decisión, no se creía con derecho a volver la vista y juzgar a los demás y sus acciones. Como una avestruz que esconde la cabeza en la arena, Starkov había levantado una valla que lo separaba del mundo, que para él se redujo a partir de entonces al cumplimiento de las obligaciones por las que Denísov le pagaba. Por eso hoy, cuando uno de sus colaboradores más inmediatos dijo: «¡Lo que faltaba! ¡Ahora tenemos que cumplir las órdenes de una tía!», el jefe de la inteligencia no comprendió siquiera de qué le estaba hablando. Nadie tenía que cumplir las órdenes de nadie, simplemente había aparecido alguien que, en virtud de una serie de circunstancias, sabía mejor que ellos qué se debía hacer y cómo. Había situaciones en que le tocaba a él ser ese alguien pero a veces lo eran otros. Nada más. Eso de que Kaménskaya era «una tía» era pura idiotez. Era una joven muy seria, muy perspicaz y muy atractiva. En la fotografía que Shajnóvich le entregó nada más llegar ella tenía un aspecto realmente espantoso, pero Anatoli Vladímirovich no se fiaba demasiado de las fotos. En la vida real era casi guapa. Y tampoco se sentía humillado al tener que colaborar con ella, todo lo contrario, había sido el primero en plantear la posibilidad de utilizar sus servicios, ya que esto redundaría en beneficio de la causa.

A Starkov le causó buena impresión el que esa mañana le mencionase su promesa incumplida, apreciaba a la gente de palabra. Y en lo más hondo de su alma anidaba un sentimiento apenas perceptible de gratitud hacia Anastasia Kaménskaya por haber echado a Liova Repkin a cajas destempladas. No, el jefe de la inteligencia de Denísov no era tan frío como podía parecer. Había gente que le caía francamente mal.