CXIV

(LA TIERRA DE ALVARGONZÁLEZ)

Al poeta Juan Ramón Jiménez

I

Siendo mozo Alvargonzález,

dueño de mediana hacienda,

que en otras tierras se dice

bienestar y aquí, opulencia,

en la feria de Berlanga

prendóse de una doncella,

y la tomó por mujer

al año de conocerla.

Muy ricas las bodas fueron,

y quien las vio las recuerda;

sonadas las tornabodas

que hizo Alvar en su aldea;

hubo gaitas, tamboriles,

flauta, bandurria y vihuela,

fuegos a la valenciana

y danza a la aragonesa.

II

Feliz vivió Alvargonzález

en el amor de su tierra.

Naciéronle tres varones,

que en el campo son riqueza,

y, ya crecidos, los puso,

uno a cultivar la huerta,

otro a cuidar los merinos,

y dio el menor a la Iglesia.

III

Mucha sangre de Caín

tiene la gente labriega,

y en el hogar campesino

armó la envidia pelea.

Casáronse los mayores;

tuvo Alvargonzález nueras,

que le trajeron cizaña,

antes que nietos le dieran.

La codicia de los campos

ve tras la muerte la herencia;

no goza de lo que tiene

por ansia de lo que espera.

El menor, que a los latines

prefería las doncellas

hermosas y no gustaba

de vestir por la cabeza,

colgó la sotana un día

y partió a lejanas tierras.

La madre lloró; y el padre

dióle bendición y herencia.

IV

Alvargonzález ya tiene

la adusta frente arrugada,

por la barba le platea

la sombra azul de la cara.

Una mañana de otoño

salió solo de su casa;

no llevaba sus lebreles,

agudos canes de caza;

iba triste y pensativo

por la alameda dorada;

anduvo largo camino

y llegó a una fuente clara.

Echóse en la tierra; puso

sobre una piedra la manta,

y a la vera de la fuente

durmió al arrullo del agua.

EL SUEÑO

I

Y Alvargonzález veía,

como Jacob, una escala

que iba de la tierra al cielo,

y oyó una voz que le hablaba.

Mas las hadas hilanderas,

entre las vedijas blancas

y vellones de oro, han puesto

un mechón de negra lana…

II

Tres niños están jugando

a la puerta de su casa;

entre los mayores brinca

un cuervo de negras alas.

La mujer vigila, cose

y, a ratos, sonríe y canta.

—Hijos, ¿qué hacéis? —les pregunta.

Ellos se miran y callan.

—Subid al monte, hijos míos,

y antes que la noche caiga,

con un brazado de estepas

hacedme una buena llama.

III

Sobre el lar de Alvargonzález

está la leña apilada;

el mayor quiere encenderla,

pero no brota la llama.

—Padre, la hoguera no prende,

está la estepa mojada.

Su hermano viene a ayudarle

y arroja astillas y ramas

sobre los troncos de roble;

pero el rescoldo se apaga.

Acude el menor, y enciende,

bajo la negra campana

de la cocina, una hoguera

que alumbra toda la casa.

IV

Alvargonzález levanta

en brazos al más pequeño

y en sus rodillas lo sienta:

—Tus manos hacen el fuego;

aunque el último naciste

tú eres en mi amor primero.

Los dos mayores se alejan

por los rincones del sueño.

Entre los dos fugitivos

reluce un hacha de hierro.

AQUELLA TARDE…

I

Sobre los campos desnudos,

la luna llena manchada

de un arrebol purpurino,

enorme globo asomaba.

Los hijos de Alvargonzález

silenciosos caminaban,

y han visto al padre dormido

junto de la fuente clara.

II

Tiene el padre entre las cejas

un ceño que le aborrasca

el rostro, un tachón sombrío

como la huella de un hacha.

Soñando está con sus hijos,

que sus hijos lo apuñalan;

y cuando despierta mira

que es cierto lo que soñaba.

III

A la vera de la fuente

quedó Alvargonzález muerto.

Tiene cuatro puñaladas

entre el costado y el pecho,

por donde la sangre brota,

más un hachazo en el cuello.

Cuenta la hazaña del campo

el agua clara corriendo,

mientras los dos asesinos

huyen hacia los hayedos.

Hasta la Laguna Negra,

bajo las fuentes del Duero,

llevan el muerto, dejando

detrás un rastro sangriento;

y en la laguna sin fondo,

que guarda bien los secretos,

con una piedra amarrada,

a los pies, tumba le dieron.

IV

Se encontró junto a la fuente

la manta de Alvargonzález,

y, camino del hayedo,

se vio un reguero de sangre.

Nadie de la aldea ha osado

a la laguna acercarse,

y el sondarla inútil fuera,

que es la laguna insondable.

Un buhonero, que cruzaba

aquellas tierras errante,

fue en Dauria acusado, preso

y muerto en garrote infame.

V

Pasados algunos meses,

la madre murió de pena.

Los que muerta la encontraron

dicen que las manos yertas

sobre su rostro tenía,

oculto el rostro con ellas.

VI

Los hijos de Alvargonzález

ya tienen majada y huerta,

campos de trigo y centeno

y prados de fina hierba;

en el olmo viejo, hendido

por el rayo, la colmena,

dos yuntas para el arado,

un mastín y mil ovejas.

OTROS DÍAS

I

Ya están las zarzas floridas

y los ciruelos blanquean;

ya las abejas doradas

liban para sus colmenas,

y en los nidos, que coronan

las torres de las iglesias,

asoman los garabatos

ganchudos de las cigüeñas.

Ya los olmos del camino

y chopos de las riberas

de los arroyos, que buscan

al padre Duero, verdean.

El cielo está azul, los montes

sin nieve son de violeta.

La tierra de Alvargonzález

se colmará de riqueza;

muerto está quien la ha labrado,

mas no le cubre la tierra.

II

La hermosa tierra de España

adusta, fina y guerrera

Castilla, de largos ríos,

tiene un puñado de sierras

entre Soria y Burgos como

reductos de fortaleza,

como yelmos crestonados,

y Urbión es una cimera.

III

Los hijos de Alvargonzález,

por una empinada senda,

para tomar el camino

de Salduero a Covaleda,

cabalgan en pardas mulas,

bajo el pinar de Vinuesa.

Van en busca de ganado

con que volver a su aldea,

y por tierra de pinares

larga jornada comienzan.

Van Duero arriba, dejando

atrás los arcos de piedra

del puente y el caserío

de la ociosa y opulenta

villa de indianos. El río,

al fondo del valle, suena,

y de las cabalgaduras

los cascos baten las piedras.

A la otra orilla del Duero

canta una voz lastimera:

«La tierra de Alvargonzález

se colmará de riqueza,

y el que la tierra ha labrado

no duerme bajo la tierra».

IV

Llegados son a un paraje

en donde el pinar se espesa,

y el mayor, que abre la marcha,

su parda mula espolea,

diciendo: —Démonos prisa;

porque son más de dos leguas

de pinar y hay que apurarlas

antes que la noche venga.

Dos hijos del campo, hechos

a quebradas y asperezas,

porque recuerdan un día

la tarde en el monte tiemblan.

Allá en lo espeso del bosque

otra vez la copla suena:

«La tierra de Alvargonzález

se colmará de riqueza,

y el que la tierra ha labrado

no duerme bajo la tierra».

V

Desde Salduero el camino

va al hilo de la ribera;

a ambas márgenes del río

el pinar crece y se eleva,

y las rocas se aborrascan,

al par que el valle se estrecha.

Los fuertes pinos del bosque

con sus copas gigantescas,

y sus desnudas raíces

amarradas a las piedras;

los de troncos plateados

cuyas frondas azulean,

pinos jóvenes; los viejos,

cubiertos de blanca lepra,

musgos y líquenes canos

que el grueso tronco rodean,

colman el valle y se pierden

rebasando ambas laderas.

Juan, el mayor, dice: —Hermano,

si Blas Antonio apacienta

cerca de Urbión su vacada,

largo camino nos queda.

—Cuando hacia Urbión alarguemos

se puede acortar de vuelta,

tomando por el atajo,

hacia la Laguna Negra

y bajando por el puerto

de Santa Inés a Vinuesa.

—Mala tierra y peor camino.

Te juro que no quisiera

verlos otra vez. Cerremos

los tratos en Covaleda;

hagamos noche y, al alba,

volvámonos a la aldea

por este valle, que, a veces,

quien piensa atajar rodea.

Cerca del río cabalgan

los hermanos, y contemplan

cómo el bosque centenario,

al par que avanzan, aumenta,

y la roqueda del monte

el horizonte les cierra.

El agua, que va saltando,

parece que canta o cuenta:

«La tierra de Alvargonzález

se colmará de riqueza,

y el que la tierra ha labrado

no duerme bajo la tierra».

CASTIGO

I

Aunque la codicia tiene

redil que encierre la oveja,

trojes que guarden el trigo,

bolsas para la moneda,

y garras, no tiene manos

que sepan labrar la tierra.

Así, a un año de abundancia

siguió un año de pobreza.

II

En los sembrados crecieron

las amapolas sangrientas;

pudrió el tizón las espigas

de trigales y de avenas;

hielos tardíos mataron

en flor la fruta en la huerta,

y una mala hechicería

hizo enfermar las ovejas.

A los dos Alvargonzález

maldijo Dios en sus tierras,

y al año pobre siguieron

largos años de miseria.

III

Es una noche de invierno.

Cae la nieve en remolinos.

Los Alvargonzález velan

un fuego casi extinguido.

El pensamiento amarrado

tienen a un recuerdo mismo,

y en las ascuas mortecinas

del hogar los ojos fijos.

No tienen leña ni sueño.

Larga es la noche y el frío

arrecia. Un candil humea

en el muro ennegrecido.

El aire agita la llama,

que pone un fulgor rojizo

sobre las dos pensativas

testas de los asesinos.

El mayor de Alvargonzález,

lanzando un ronco suspiro,

rompe el silencio, exclamando:

—Hermano, ¡qué mal hicimos!

El viento la puerta bate,

hace temblar el postigo,

y suena en la chimenea

con hueco y largo bramido.

Después, el silencio vuelve,

y a intervalos el pabilo

del candil chisporrotea

en el aire aterecido.

El segundón dijo: —¡Hermano,

demos lo viejo al olvido!

EL VIAJERO

I

Es una noche de invierno.

Azota el viento las ramas

de los álamos. La nieve

ha puesto la tierra blanca.

Bajo la nevada, un hombre

por el camino cabalga;

va cubierto hasta los ojos,

embozado en negra capa.

Entrado en la aldea, busca

de Alvargonzález la casa,

y ante su puerta llegado,

sin echar pie a tierra, llama.

II

Los dos hermanos oyeron

una aldabada a la puerta,

y de una cabalgadura

los cascos sobre las piedras.

Ambos los ojos alzaron

llenos de espanto y sorpresa.

—¿Quién es? Responda —gritaron.

—Miguel —respondieron fuera.

Era la voz del viajero

que partió a lejanas tierras.

III

Abierto el portón, entróse

a caballo el caballero

y echó pie a tierra. Venía

todo de nieve cubierto.

En brazos de sus hermanos

lloró algún rato en silencio.

Después dio el caballo al uno,

al otro, capa y sombrero,

y en la estancia campesina

buscó el arrimo del fuego.

IV

El menor de los hermanos,

que niño y aventurero

fue más allá de los mares

y hoy torna indiano opulento,

vestía con negro traje

de peludo terciopelo,

ajustado a la cintura

por ancho cinto de cuero.

Gruesa cadena formaba

un bucle de oro en su pecho.

Era un hombre alto y robusto,

con ojos grandes y negros

llenos de melancolía;

la tez de color moreno,

y sobre la frente comba

enmarañados cabellos;

el hijo que saca porte

señor de padre labriego,

a quien fortuna le debe

amor, poder y dinero.

De los tres Alvargonzález

era Miguel el más bello;

porque al mayor afeaba

el muy poblado entrecejo

bajo la frente mezquina,

y al segundo, los inquietos

ojos que mirar no saben

de frente, torvos y fieros.

V

Los tres hermanos contemplan

el triste hogar en silencio;

y con la noche cerrada

arrecia el frío y el viento.

—Hermanos, ¿no tenéis leña?

—dice Miguel.

—No tenemos

—responde el mayor.

Un hombre,

milagrosamente, ha abierto

la gruesa puerta cerrada

con doble barra de hierro.

El hombre que ha entrado tiene

el rostro del padre muerto.

Un halo de luz dorada

orla sus blancos cabellos.

Lleva un haz de leña al hombro

y empuña un hacha de hierro.

EL INDIANO

I

De aquellos campos malditos,

Miguel a sus dos hermanos

compró una parte, que mucho

caudal de América trajo,

y aun en tierra mala, el oro

luce mejor que enterrado,

y más en mano de pobres

que oculto en orza de barro.

Dióse a trabajar la tierra

con fe y tesón el indiano,

y a laborar los mayores

sus peguajales tornaron.

Ya con macizas espigas,

preñadas de rubios granos,

a los campos de Miguel

tornó el fecundo verano;

y ya de aldea en aldea

se cuenta como un milagro,

que los asesinos tienen

la maldición en sus campos.

Ya el pueblo canta una copla

que narra el crimen pasado:

«A la orilla de la fuente

lo asesinaron.

¡Qué mala muerte le dieron

los hijos malos!

En la laguna sin fondo

al padre muerto arrojaron.

No duerme bajo la tierra

el que la tierra ha labrado».

II

Miguel, con sus dos lebreles

y armado de su escopeta,

hacia el azul de los montes,

en una tarde serena,

caminaba entre los verdes

chopos de la carretera,

y oyó una voz que cantaba:

«No tiene tumba en la tierra.

Entre los pinos del valle

del Revinuesa,

al padre muerto llevaron

hasta la Laguna Negra».

LA CASA

I

La casa de Alvargonzález

era una casona vieja,

con cuatro estrechas ventanas,

separada de la aldea

cien pasos y entre dos olmos

que, gigantes centinelas,

sombra le dan en verano,

y en el otoño secas.

En casa de labradores,

gente aunque rica plebeya,

donde el hogar humeante

con sus escaños de piedra

se ve sin entrar, si tiene

abierta al campo la puerta.

Al arrimo del rescoldo

del hogar borbollonean

dos pucherillos de barro,

que a dos familias sustentan.

A diestra mano, la cuadra

y el corral; a la siniestra,

huerto y abejar, y, al fondo,

una gastada escalera,

que va a las habitaciones

partidas en dos viviendas.

Los Alvargonzález moran

con sus mujeres en ellas.

A ambas parejas que hubieron,

sin que lograrse pudieran,

dos hijos, sobrado espacio

les da la casa paterna.

En una estancia que tiene

luz al huerto, hay una mesa

con gruesa tabla de roble,

dos sillones de vaqueta;

colgado en el muro, un negro

ábaco de enormes cuentas,

y unas espuelas mohosas

sobre un arcón de madera.

Era una estancia olvidada

donde hoy Miguel se aposenta.

Y era allí donde los padres

veían en primavera

el huerto en flor, y en el cielo

de mayo, azul, la cigüeña

—cuando las rosas se abren

y los zarzales blanquean—

que enseñaba a sus hijuelos

a usar de las alas lentas.

Y en las noches del verano,

cuando la calor desvela,

desde la ventana al dulce

ruiseñor cantar oyeran.

Fue allí donde Alvargonzález,

del orgullo de su huerta

y del amor a los suyos,

sacó sueños de grandeza.

Cuando en brazos de la madre

vio la figura risueña

del primer hijo, bruñida

de rubio sol la cabeza,

del niño que levantaba

las codiciosas, pequeñas

manos a las rojas guindas

y a las moradas ciruelas,

o aquella tarde de otoño,

dorada, plácida y buena,

él pensó que ser podría

feliz el hombre en la tierra.

Hoy canta el pueblo una copla

que va de aldea en aldea:

«¡Oh casa de Alvargonzález,

qué malos días te esperan;

casa de los asesinos,

que nadie llame a tu puerta!»

II

Es una tarde de otoño.

En la alameda dorada

no quedan ya ruiseñores;

enmudeció la cigarra.

Las últimas golondrinas,

que no emprendieron la marcha,

morirán, y las cigüeñas

de sus nidos de retamas,

en torres y campanarios,

huyeron.

Sobre la casa

de Alvargonzález, los olmos

sus hojas que el viento arranca

van dejando. Todavía

las tres redondas acacias,

en el atrio de la iglesia,

conservan verdes sus ramas,

y las castañas de Indias

a intervalos se desgajan

cubiertas de sus erizos;

tiene el rosal rosas grana

otra vez, y en las praderas

brilla la alegre otoñada.

En laderas y en alcores,

en ribazos y cañadas,

el verde nuevo y la hierba,

aun del estío quemada,

alternan; los serrijones

pelados, las lomas calvas,

se coronan de plomizas

nubes apelotonadas;

y bajo el pinar gigante,

entre las marchitas zarzas

y amarillentos helechos,

corren las crecidas aguas

a engrosar el padre río

por canchales y barrancas.

Abunda en la tierra un gris

de plomo y azul de plata,

con manchas de roja herrumbre,

todo envuelto en luz violada.

¡Oh tierras de Alvargonzález,

en el corazón de España,

tierras pobres, tierras tristes,

tan tristes que tienen alma!

Páramo que cruza el lobo

aullando a la luna clara

de bosque a bosque, baldíos

llenos de peñas rodadas,

donde roída de buitres

brilla una osamenta blanca;

pobres campos solitarios

sin caminos ni posadas,

¡oh pobres campos malditos,

pobres campos de mi patria!

LA TIERRA

I

Una mañana de otoño,

cuando la tierra se labra,

Juan y el indiano aparejan

las dos yuntas de la casa.

Martín se quedó en el huerto

arrancando hierbas malas.

II

Una mañana de otoño,

cuando los campos se aran,

sobre un otero, que tiene

el cielo de la mañana

por fondo, la parda yunta

de Juan lentamente avanza.

Cardos, lampazos y abrojos,

avena loca y cizaña,

llenan la tierra maldita,

tenaz a pico y a escarda.

Del corvo arado de roble

la hundida reja trabaja

con vano esfuerzo; parece,

que al par que hiende la entraña

del campo y hace camino

se cierra otra vez la zanja.

«Cuando el asesino labre

será su labor pesada;

antes que un surco en la tierra,

tendrá una arruga en su cara».

III

Martín, que estaba en la huerta

cavando, sobre su azada

quedó apoyado un momento;

frío sudor le bañaba

el rostro.

Por el Oriente,

la luna llena, manchada,

de un arrebol purpurino,

lucía tras de la tapia

del huerto.

Martín tenía

la sangre de horror helada.

La azada que hundió en la tierra

teñida de sangre estaba.

IV

En la tierra en que ha nacido

supo afincar el indiano;

por mujer a una doncella

rica y hermosa ha tomado.

La hacienda de Alvargonzález

ya es suya, que sus hermanos

todo le vendieron: casa,

huerto, colmenar y campo.

LOS ASESINOS

I

Juan y Martín, los mayores

de Alvargonzález, un día

pesada marcha emprendieron

con el alba, Duero arriba.

La estrella de la mañana

en el alto azul ardía.

Se iba tiñendo de rosa

la espesa y blanca neblina

de los valles y barrancos,

y algunas nubes plomizas

a Urbión, donde el Duero nace,

como un turbante ponían.

Se acercaban a la fuente.

El agua clara corría,

sonando cual si contara

una vieja historia, dicha

mil veces y que tuviera

mil veces que repetirla.

Agua que corre en el campo

dice en su monotonía:

Yo sé el crimen, ¿no es un crimen

cerca del agua, la vida?

Al pasar los dos hermanos

relataba el agua limpia:

«A la vera de la fuente

Alvargonzález dormía».

II

—Anoche, cuando volvía

a casa —Juan a su hermano

dijo—, a la luz de la luna

era la huerta un milagro.

Lejos, entre los rosales,

divisé un hombre inclinado

hacia la tierra; brillaba

una hoz de plata en su mano.

Después irguióse y, volviendo

el rostro, dio algunos pasos

por el huerto, sin mirarme,

y a poco lo vi encorvado

otra vez sobre la tierra.

Tenía el cabello blanco.

La luna llena brillaba,

y era la huerta un milagro.

III

Pasado habían el puerto

de Santa Inés, ya mediada

la tarde, una tarde triste

de noviembre, fría y parda.

Hacia la Laguna Negra

silenciosos caminaban.

IV

Cuando la tarde caía,

entre las vetustas hayas

y los pinos centenarios,

un rojo sol se filtraba.

Era un paraje de bosque

y peñas aborrascadas;

aquí bocas que bostezan

o monstruos de fieras garras;

allí una informe joroba,

allá una grotesca panza,

torvos hocicos de fieras

y dentaduras melladas,

rocas y rocas, y troncos

y troncos, ramas y ramas.

En el hondón del barranco

la noche, el miedo y el agua.

V

Un lobo surgió, sus ojos

lucían como dos ascuas.

Era la noche, una noche

húmeda, oscura y cerrada.

Los dos hermanos quisieron

volver. La selva ululaba.

Cien ojos fieros ardían

en la selva, a sus espaldas.

VI

Llegaron los asesinos

hasta la Laguna Negra,

agua transparente y muda

que enorme muro de piedra,

donde los buitres anidan

y el eco duerme, rodea;

agua clara donde beben

las águilas de la sierra,

donde el jabalí del monte

y el ciervo y el corzo abrevan;

agua pura y silenciosa

que copia cosas eternas;

agua imposible que guarda

en su seno las estrellas.

¡Padre!, gritaron; al fondo

de la laguna serena

cayeron, y el eco ¡padre!

repitió de peña en peña.

Soria, 1912

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