Carnaval fantástico

I

En aquel valle extenso, jardín prodigioso e inconmensurable cuajado de todo linaje de flores, rincón del mundo ignorado de los geógrafos, reinaba plácido silencio: no interrumpía la carnavalesca fiesta de la humanidad con sus risas imbéciles ni con sus carcajadas —vibraciones de la borrachera de los sentidos— el solemne misterio en que se envolvía en tal noche del martes aquel valle policromo y fragante, sobre el que caía, como intangible lluvia de plata, la luz que despedía la luna, faz de muerta asomada en un cielo azulino, diáfano como cristal.

Y, no obstante, en el valle palpitaba la vida, librándose en parecida noche tremebunda batalla.

Aquellos millones de flores eran millones de almas, almas de los que fueron sobre la faz terrestre…

Hospedábanse los espíritus cándidos en las modestas margaritas; los de los príncipes, en la blanca azucena, adorno alusivo de regias coronas y divisa santa; los de los ricos, en las flores de oro o crisantemas; en los cinco simbólicos y aterciopelados pétalos de los pensamientos, los de los sabios y escritores; las almas tiernas, en las impresionables corolas de las mimosas púdicas; las apasionadas, en el encendido clavel, flor divina; las soberbias, presas en los movibles girasoles; las de las mujeres que en su tránsito mortal hicieron coro a Safo encerrábanse en la purpúrea cárcel de los geranios o en las pálidas rosas de té; las que padecieron mal de amores, sed de justicia, ingratitud y desencantos, en las benditas pasionarias; las que triunfaron del dios Cupido, en las clásicas verbenas, denominadas por la Mitología venas de Venus, propicias para estrechar los lazos amorosos; las de los infelices, en los alelíes de un amarillo fuerte; las de los ilusionistas, en los miosotis; en las valerianas, los aventureros del placer; los que convirtieron su existencia material en un reflejo de la diosa Felicidad, en las violetas de azul púrpura; el soplo vital de los que, imitadores de Diógenes, buscaron, sin hallarlo, el pan del cuerpo y el del alma, en las lilas; las almas de los indiferentes, en las livianas amapolas; y las camelias, cantadas por los poetas; las peonías de flores anchas y colores vivos; las azulinas hortensias; las rosas, color de fuego; toda la dilatada escala de la floricultura servía de aposento a la ora no menos grande de los espíritus.

Lo afirmo: la batalla era terrible aunque silenciosa, porque el espíritu sin boca no habla, no ríe, no vocifera; solo tiene estremecimientos, espasmos.

Las almas en aquella noche del martes de Carnaval agitábanse enloquecidas, haciendo temblar sus débiles y perfumadas viviendas; querían desprenderse de los sutiles tallos a que se veían adheridas; querían huir, escapar del jardín psíquico.

Recordaban el Carnaval mundano, la fiesta sardanapalesca, la conjunción de Venus y Baco, el coro tumultuoso de voces y risas, el calor asfixiante de la muchedumbre girando en el torbellino de un galop infernal.

Sí; las almas querían también celebrar sus carnavales —aunque esto os parezca imperdonable contrasentido—; querían disfrazarse, como in illo tempore disfrazaron los cuerpos de su pertenencia con trajes de su grotesca invención.

¡Qué cosa tan deliciosa sería verse los espíritus-flores con el puntiagudo gorro del clown, o con los pintarrajeados calzones del payaso, o con la no menos ridícula vestimenta del arlequín!… ¡Qué hermoso lucir el rojo traje de Mefistófeles, la negra ropa del nigromante, la plateada armadura de Lohengrin o la amplia túnica de Fausto viejo! ¡Qué placer librarse de las floridas prisiones, y lanzarse al baile danzando en el espacio como los fuegos fatuos en noches estivales! La orquesta tendría por único instrumental los juncos y los tallos, las ramas y las hojas; y el viento sería el que marcase el ritmo de aquella música tan original como estrafalaria.

¡El Carnaval de los espíritus!…

¿Y por qué no?… ¿No habían ellos animado aquel otro mundanal cuando, en vez de palpitar dentro de las flores, palpitaban en los cuerpos humanos?

II

Como si Aquel que todo lo rige quisiera realizar el deseo de las almas, ocurrió en el valle de los espíritus una trasformación mágica por lo maravillosa e inusitada.

Las almas-flores viéronse repentinamente disfrazadas.

Pero ¡cuán irónicos sus disfraces!

Los espíritus timoratos y apocados sintiéronse dentro de férreas y pesadas armaduras; los egoístas, convertidos en Don Quijotes; los ilusionistas, en Sancho Panzas; los enamorados, en bufones; los serios, en payasos; los necios, en Licurgos; los ignorantes, en sabios; los buenos de corazón, en Maquiavelos; los poetillas rapsodistas, en Homeros; y así, por este orden, todo trastrocado y revolucionariamente revuelto.

Así metamorfoseadas, con disfraces tan contrarios a su prístina esencia, las almas, henchidas de regocijo, dispusiéronse a parodiar el galop de antaño, que remedaría el viento arrancando con sus inquietas e invisibles manos una sucesión de notas solo conocidas en el indescifrable pentagrama de lo infinito.

¡Qué baile! ¡Qué gozo el de aquellas flores enmascaradas, que, al mezclarse en el torbellino de la danza, se embromaban unas a otras y se reían silenciosamente, como deben reír y solazarse los espíritus!

Y la faz de muerta, arriba, en el cristal de los cielos, parecía reírse también con su mueca más irónica de aquel Carnaval extraño que quería parecerse al que en tales horas divertía a los humanos.

III

Lo juro que desperté azorado, como se vuelve a la vida real después de una pesadilla soñada.

Miré en derredor mío… Estaba solo, completamente solo en el interior de un palco.

El teatro hallábase a obscuras; no, débil y tristona claridad entraba por los ventanales de la gradería: era el amanecer.

En los ámbitos de la sala se respiraba una atmósfera angustiosa: flotaba en ella el humo, el vaho de los perfumes y el de la multitud recién ida.

La alfombra que cubría el tablado veíase recubierta a su vez de montones de papelitos multicolores; de los palcos colgaban tiras rotas de serpentinas; algunas de estas cruzaban de parte a parte el hemiciclo.

Cerca del escenario vislumbrábase una porción de flores mustias ya, deshojadas…

Al verlas, recordé aquellas otras flores donde moraban los espíritus…

Y salí del teatro deslizándome como una sombra por sus pasillos, y pensando con desconsuelo que en la vida real también los espíritus tienen un Carnaval parecido al que soñó mi fantasía.

Pero este Carnaval es eterno.