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Cuando nos levantamos descubrimos que, para ambos, las horas oníricas habían sido muy productivas. Los dos teníamos pensamientos personales que comunicar al otro.
—He estado pensando... — dijimos los dos al mismo tiempo.
La risa no nos dejó continuar. Cuando nos calmamos, le pedí que empezara ella a sacar de la testa lo pensado.
—Verás, Yuri, soy tan feliz que no quiero volver a Moscú. No quiero más esa vida de niña tonta hija de millonario mafioso. Ni siquiera mi padre ha podido defenderme, con toda su seguridad, con todos sus hombres tan rudos, grandes, armados y chulos. No han podido.
»Me cogieron en un centro comercial y no se dieron ni cuenta. Quiero estar contigo, quiero tener hijos contigo, acompañarte siempre. No me importa lo que hagas.
»Si te soy sincera, me gustaría que dejaras esa profesión odiosa que no te pega, porque tú eres un buen hombre, pero algo te ha hecho tomar un camino equivocado. Me voy contigo al fin del mundo, a Kamchatka si quieres, o al Cáucaso, a Mongolia, a China, a América o a las Islas Fidji. Te quiero, te necesito.
»Me he enamorado de ti hasta lo más profundo de mi ser y eso no podrá cambiarlo nada ni nadie. Siguiendo un poco tu divertido estilo, pues eso es todo lo que tenía que comunicarte, caballero.
Tras esa parrafada emotiva y engrandecedora de mi no pequeño ego, qué podía aportar yo a la incipiente conversación donde mi amiga la limpia brillaba más que el sol del trópico. Había llegado mi turno. La hora de la verdad estaba ahí. Mi futuro se iba a jugar en mis próximas palabras. Pero solo alcancé a decir:
—A ti, mi querida Vika, solo te separará de mí la parca, mi muerte. Mientras la sangre corra por mis venas, te cuidaré, te protegeré y te amaré, aprenderé a amarte como nunca pensé que podría hacerlo con ninguna mujer. Estamos en peligro y tendrás que obedecerme siempre en nuestra huida.
»No será fácil escapar. Es cuestión de principios. Nos van a perseguir aunque nos escondamos en Júpiter. De momento, no te puedo ofrecer otra vida. No voy a matar a nadie más por encargo. Nunca. Jamás.
»Lo juro por mi madre, lo más sagrado para mí. Eso sí, el que amenace nuestra seguridad o te toque un pelo del cabello, se llevará un trocito de metal de mis fieles e infalibles compañeras.
Solo tengo una persona por la que me jugaría el cuello. Y es Saidali, el checheno por el que lo perdí todo (y no me arrepiento) en la Spetsnaz. Me dijo que, por lo que había hecho por él, me estaría eternamente agradecido y que era su hermano, con lo que eso significa en Chechenia. No dudé de su lealtad y lo llamé.
No llegó a estar en prisión más de un año, aunque lo condenaron a cuatro. Desde un teléfono público de Riazán, hice la llamada. Le conté mi situación, que estaba perseguido por varias mafias de la capital y que huía con mi novia. Sin dudarlo, me ofreció su casa, en una aldea cercana a Grozny, la capital.
Él también trabajaba para una mafia chechena muy poderosa con conexiones en toda la Europa del este y en el Cáucaso. Eso es lo que hicieron los poderosos de siempre con dos chicos jóvenes, inocentes, que solo querían lo mejor para su país, y que luchaban por engrandecerlo.
A cambio, nos pudrieron el alma y nos obligaron a aborrecer nuestros antiguos anhelos. En las montañas chechenas esperaríamos juntos, Saidali y yo, a todos los que quisieran venir a por nosotros.
Saidali era un luchador sin igual, ágil como un leopardo, fuerte como un león, rápido como una serpiente e imprevisible como un gato furioso. Era también un grandísimo tirador.
Le di algunos consejos que mejoraron su ya de por sí buenísima puntería. No llega a mi nivel, pero se podría ganar la vida como francotirador.
Tiene sentidos de animal, ve en la oscuridad lo mismo que a las doce del mediodía en verano, tiene el oído de tísico y una vista de águila que compite con la mía. En definitiva, un tío muy peligroso que es mejor tenerlo como amigo, como es mi caso.
A través de autobuses de pueblo y parando coches en las carreteras, fuimos cubriendo la distancia que nos separaba del Cáucaso ruso.
Vika y yo nos llevábamos cada día mejor. No podíamos estar ni cinco minutos separados. Ni siquiera me gustaba ir delante en los coches para no perder ni un minuto de tocar su maravilloso cuerpo.
Un día, yendo de camino al sur, hacia Chechenia, tras pasar la noche en una casa de huéspedes en la ciudad de Vorónezh, paramos en la carretera a un camión.
Un azerbaiyano grande como un boxeador de peso pesado y cetrino como el más oscuro pakistaní nos contó la historia de su vida. Era un cristiano azerí y todos los miembros masculinos de su familia estaba en prisión en Azerbaiyán.
Él quería irse de Rusia, había venido para ser taxista y ahorrar algo de dinero. Como no le parecía suficiente, de vez en cuando realizaba viajes en camión que recorrían el país entero de este a oeste y de norte a sur. Se dirigía a Rostov del Don.
Nos venía de camino. Desde esa ciudad sureña llegaríamos en poco tiempo a Grózny. Nos divertía con las tradiciones y costumbres de su país natal. Vika y yo escuchábamos con atención.
Era de una familia que no toleraba la falta de respeto. Nos contó la historia de su tío Hammed, un hombre bueno y honrado que ahora se pudre en la cárcel por culpa de un hijo-puta sin escrúpulos que lo insultó.
Una noche estaba terminando de cenar con su familia y un borracho, desde la calle, comenzó a insultarlo a él y a su mujer. Su tío salió y le dijo que se fuera rápido, que fingiría no haberlo escuchado debido al estado de embriaguez, pero que no lo repitiera.
El borracho, al principio, se asustó un poco ante la firmeza y la mirada de Hammed, que imponía respeto sin utilizar las amenazas. Pero el borracho volvió por la noche, cuando ya dormían todos en la casa.
—Mi tío avisó una vez, lo avisó y fue amable, considerado y paciente — dijo el camionero, del que nunca supimos su nombre —. ¿Qué más debería haber hecho? ¿Invitarlo a cenar o darle dinero? Salió y lo mató con sus propias manos, a puñetazos.
»Y ahí está mi pobre tío Hammed, una persona bondadosa como pocas, cumpliendo condena y pagando los platos rotos de otros. Ahora muchos en el pueblo dicen que estaba borracho, que no había para tanto, que si tal y que si cual.
»Pero los borrachos, no sé si se habrán fijado ustedes, siempre lo están para el mal, para insultar, faltar al respeto, pelear, buscar bronca, etc. Jamás he visto un borracho que, por estar demasiado ebrio, regale dinero o haga estupideces que lo perjudiquen solo a él, pero no al prójimo.
»En fin, que hizo no solo lo correcto, sino que bastante paciencia tuvo. Yo, a la primera, habría salido con mi machete y le habría rajado de arriba abajo.
—Respetado amigo — dije yo —, su tío hizo bien, de verdad. Estoy cansado de hijo-putas que insultan, se mofan, se ríen de los demás y esperan luego salirse de rositas. Muchas veces no se salen, y eso es justicia.
»Después, la pretendida justicia de los jueces y las... leyes no es tal. O usted todavía es tan ingenuo de creer que policía, jueces o fiscales están ahí por amor a sus respectivos pueblos. No me diga eso.
—En absoluto lo creo. Están ahí como obedientes sirvientes del poder. Lo sé. Pero es muy triste comprobarlo una y otra vez. Tengo que decir que en mi Azerbaiyán natal no hay libertad.
»No puedes dar una bofetada con libertad si alguien te ofende. Enseguida te detienen y te meten preso cuando es al otro al que habría que meterlo. Horrible el mundo que estamos dejando a hijos y nietos, terrible se mire por donde se mire.
Vika, en estas conversaciones, abría mucho los ojos y se asustaba, como el pobre cervatillo inocente que era, aunque fuera la hija de uno de los más crueles capos de toda Rusia. Amigas lectoras, yo la calmaba con besos y carantoñas, no os alarméis tanto. Estaba todo controlado.
No quise detenerme en Rostov ni siquiera una hora. Las mafias tienen allí muchos soplones y gente que trabaja para ellos. Había que conseguir un medio de llegar de modo directo a Grózny. Al día siguiente salía un autobús que iba hasta Piatigorsk, una ciudad del Cáucaso muy cercana a la capital chechena.
No me gustaba la idea, pero no encontré otra solución. Alquilar estaba descartado. A los pocos minutos las tres mafias nos tendrían localizados. La mía, la de Arseni y la mafia que había secuestrado a Vika, de la que yo sabía muy poco aún. Demasiados grupos interesados en localizarnos.
»No podíamos evitar llamar la atención. Vika es como la luz para las mariposas nocturnas, no pueden evitar acudir a su brillo. Todas las miradas se detienen en ella.
»En otras circunstancias, yo estaría orgulloso y podría retar con la mirada a cuanto chulo se interpusiera, pero ahora era una constante molestia y le dije que intentara andar rápido y anduviese con andares poco provocativos, pero entonces empezó a dar saltitos muy divertidos y la miraban aún más.
»Entre vosotros, lectores que queréis saberlo todo, y la belleza de esta mujer, me estáis dando la existencia.
Como el azerí que nos llevó a Rostov pernoctaba en la ciudad, le pedí permiso para dormir en su camión. Así desapareceríamos de miradas indiscretas.
Tres billetes de cinco mil rublos terminaron por convencerlo y dormimos los dos en la parte trasera del camión. A Vika le dejamos el lugar de privilegio de la cabina, donde solía dormir el oscuro camionero.
El autobús salía a las siete de la mañana. A las siete menos cinco llegamos a la estación y subimos al vehículo. Estaba abarrotado. Lo bueno es que nos sentamos en la parte de atrás, en la última fila, y pasamos más o menos desapercibidos.
A primera hora de la tarde, cuando llegábamos a Armavir, el autobús se detuvo. Un control policial. No me gustaba nada ese control. Entraron dos policías con chalecos antibala y fusiles de asalto.
Fueron pidiendo los pasaportes a todos, uno por uno. Mala suerte. Los policías de carretera son los primeros en ser untados por las mafias. Cuando les interesa mucho una información, el pago por ella es casi como un premio de lotería.
A esa pareja le acababa de tocar el gordo. No tenía más remedio que actuar. Vika iba sin documentos y yo no pensaba darles mis datos a esos probables chivatos a sueldo. Cuando llegaron a nuestra altura, se quedaron mirándonos detenidamente. Nos habían reconocido, pensé.
—Pasaportes — dijo uno de ellos, muy brusco.
—¿No os enseñaron educación en casa o en la escuela, ratas? — dije, para provocarlos.
—Insulto a la autoridad. Primer error, hijo — dijo el otro, que entendió que podría sacar una buena tajada de mis palabras.
—No llevamos pasaportes. Venimos huyendo de tres mafias distintas de Moscú — dije.
¿Para qué inventar nada? La verdad, a veces, es tan increíble que es la mejor coartada.
La pareja rió. Esos capullos no sabían nada de nosotros. Podríamos arreglarlo con dinero. El vil metal nos salvaría esa vez.
—Acompáñennos abajo — dijo el que parecía el jefe.
—Por supuesto, señor, usted parece tener más educación que su compañero. Retiro mis palabras de antes. Sé cuándo me equivoco — dije.
—Eres un chico listo, pero no se puede viajar sin documentos.
Bajamos del autobús. El chófer tenía orden de esperar unos minutos. Los muchachos solo querían lo suyo, su dinero.
De eso vivían. Su sueldo es muy bajo y con estos sobornos se sacan un extra. Tampoco es mucho, porque gran parte va a los jefes. Había que regatear.
—¿Eres músico, muchacho? — me preguntó uno de ellos.
—Ya lo ve. Mi violín va conmigo a todas partes. No me separo de él.
—Bueno, tendremos que hacer unas comprobaciones de identidad. Nos llevará bastante tiempo. Voy a decirle al chófer que continúe el camino. Será largo.
—Un momento, jefe. Tengo otro tipo de documentos que quizá sirvan — dije mientras me metía la mano al bolsillo del pantalón y dejé entrever un par de billetes de cinco mil rublos.
—Es posible que podamos arreglarlo antes. Dejaremos lo del conductor, de momento. Vamos a observar esos documentos. Súbase al coche.
Este es el procedimiento. Cuando la persona ya se ha decidido a pagar, te subes al asiento del copiloto del coche patrulla y ahí se negocia. Le ofrecí diez mil rublos, cinco por cabeza. Negó con la cabeza.
Sabía que era muy poco, pero no me apetecía darles un montón de pasta a esos mindundis, aunque llevaba de sobra. Saqué cuatro mil rublos más de distintos bolsillos, fingiendo haber buscado hasta el último rublo.
—Esto no es suficiente, amigo. No está mal, pero no es suficiente. Le faltan algunos papeles importantes. Tenga en cuenta que son dos personas viajando por el país, sin equipaje y sin pasaportes. Y nos ha insultado usted.
—La rata es un animal inteligente y muy útil para la sociedad. Se las utiliza para descubrir vacunas y para probar medicamentos, entre otras cosas. No se lo tomen a mal. No tengo más pasta.
El mayor de ellos empezó a tamborilear con los dedos sobre el volante. No le interesaban mis historias, como podéis comprobar.
—De acuerdo, me queda solo un billete. Es el último. Lo guardaba para situaciones de emergencia. No tengo nada más. Si les doy esto, no podremos ni cenar esta noche ni buscar alojamiento.
Abrí mi mochila y saqué un arrugado billete rojo de cinco mil.
—Por favor, déjeme al menos dos mil de los que le he dado antes. Mire a mi chica, está agotada del viaje, no hemos comido desde ayer...
El guardia cogió mi billete y me hizo un gesto con la mano para que saliera del coche y me fuera. Por supuesto, de los dos mil nunca más se supo. No me salió mal del todo.
Diecinueve mil rublos en una situación así, sin documentos, yo con más armas encima que la OTAN entera, con una belleza como Vika al lado... Eran unos panolis. Me fui muy contento.
Pudimos llegar sin percances hasta Grózny. Allí nos fue a recoger mi amigo Saidali. Saidali, de aspecto, de cara, estaba como antes, no había cambiado apenas. Pero el cuerpo, mis fieles compañeros de líneas, qué decir de ese cuerpo.
Era casi un culturista de competición. Estaba tan musculoso que parecía que las prendas que llevaba estallarían de un momento a otro. Notó mi escrutadora mirada y me aclaró el temario, una vez nos abrazamos como osos y nos dimos un montón de manotazos en los hombros y en la espalda.
—No levanto pesas, mi admirado, respetado y querido Yura. Todos los días, sin fallar uno, hago ejercicios con mi propio peso. Abdominales, dos mil.
»Dominadas, trescientas veinte en cuatro tandas de ochenta, con agarre normal e inverso, pero no en barra, ojo, sino colgado de un tronco un poco grueso que no me permite que la punta de los dedos toque la palma cuando agarro.
»Es la clave para estos antebrazos que tengo ahora. No imaginas la fuerza de agarre que da este simple cambio frente a la barra. Vas a probarlo conmigo y ya me contarás. Después, tras reposar unos reconfortantes segundos, voy al ejercicio grande: flexiones.
»Pero con decenas de posiciones diferentes: inclinado, declinado, plano, con manos juntas, con manos muy separadas, a una mano, a una mano con saltos. Estoy cuarenta y cinco minutos sin parar de hacerlas. Al final, ya no las cuento, creo que paso de las tres mil.
»No hay gimnasio ni mariconadas de pijos que se pueda comparar a un entrenamiento como este. Mira el resultado. Estoy como nunca.
»Empecé a hacerlo solo por rabia. La rabia me daba energía extra y, poco a poco, el cuerpo se fue acostumbrando y ahora lo hago como rutina. En poco más de una hora está todo hecho.
—Vale, vale, Sai (a mí me permitía llamarlo así), pero veo que tienes también el doble de piernas que antes. Una explicación quiero — exigí firme.
—Nuestras montañas, Yura. Subir y bajar sin parar. También como más. Antes no me alimentaba bien. Aquí, con nuestros productos naturales, el aire puro, la ausencia de contaminación, el cuerpo responde de otra forma. Me encuentro bien físicamente, pero no puedo olvidar lo que me hicieron. Ya hablaremos de eso.
Saludó a Vika con mucho respeto, casi sin mirarla por ser la mujer de otro, y nos subimos a su coche, un Volvo nuevo muy cómodo. Saidali vivía en una casa a sesenta kilómetros de Grózny, entre valles y torrentes de montaña, en un paraje virgen que era un espectáculo para la vista.
Vivía con sus hermanos, primos, tíos y demás colegas. Eran un pequeño ejército de treinta peligrosos personajes entrenados, valientes como todo caucásico, y unidos como una piña.
Debido a su superior formación como spetsnaz, Sai se constituyó en el jefe natural de aquel grupo. Todos, tanto mayores como menores, le obedecían sin rechistar.
Sai contó a todos nuestra historia, cómo un ruso se jugó su carrera y su futuro por defender a un checheno como él. La admiración hacia mí estaba en todos los rostros. Siempre habían querido conocer a ese, para ellos, héroe. Ya me tenían ahí. Me aceptaron como a un hijo, como a un hermano.
Ya era uno de los suyos. Por Vika sintieron todos un respeto y una veneración que casi podría definir de religiosa. Una mujer como aquella entre treinta hombretones. A Vika le encantó. Era una buena cocinera y, a través de visitas a las familias de los hombres, las mujeres le enseñaron los secretos de la cocina chechena.
Cada día disfrutábamos de un banquete distinto preparado por Vika. Se sentía la madre y la hermana de todos. Menos de mí. Yo era su macho, y punto. Para nosotros acondicionaron una cabaña cercana a la casa con todas las comodidades: chimenea, televisión del plasma, cadena musical por todas las paredes de la casa, jacuzzi, sauna y un largo etcétera.
Esa cabaña era nuestro cielo personal. Allí nos retirábamos por la noche, para amarnos con pasión, como tigres en celo, como auténticos locos.
Nuestra primera noche fue especial. Estábamos cansados del viaje, así que nos metimos juntos en el jacuzzi y allí disfrutamos como niños chicos. Vika se metía bajo el agua para chupármela. Cuando le faltaba aire subía y bajaba yo a darle un repasito en su suave cuevecita.
Nos cansamos de ser hombres ranas y empezamos a follar como locos. Por detrás, por delante, yo encima, yo debajo, sentados, medio tumbados... Probábamos todas las posturas posibles en un jacuzzi, que no son pocas. El cuerpo joven y elástico de Viktoria me excita tanto que llega a dolerme la polla de tantas erecciones seguidas. En serio, duele un poco, pero es agradable ese dolorcillo.
Vika es multiorgásima y necesita mucha atención y cuidados por mi parte. Cuando, después de follar tres o cuatro veces seguidas y necesito un descanso de al menos media hora, me aplico bien con los labios o con los dedos, para que llegue a correrse sus buenas diez veces más.
Esta chica no ha sido feliz hasta que me ha conocido. Y pensar que llegué a arrepentirme de haber girado la llavecita de aquel armario empotrado... Bendita decisión, pienso ahora.
Quién me lo iba a decir a mí, un sicario sin escrúpulos, un puto asesino sin sentimientos, que había renunciado a vivir y se dedicaba a sobrevivir a base de poner balas en cerebros ajenos por unos miserables papeles a los que nos gusta llamar dinero.
Saidali no pudo esperar y, a la mañana siguiente, me contó que no podía dejar de pensar en el hijo de la grandísima puta, en el cobarde de mierda de Alexandr Vólkov, el enchufado de los mandos, el que dejó inválido a aquel recluta nuevo en una de las innumerables pruebas para novatos que se hacen en la academia.
Sasha (Alexandr) era un sádico enfermizo, un frustrado de la vida, un inútil redomado que no tenía que esforzarse por nada, ya que el nombre de su abuelo le abría puertas que deberían haber permanecido cerradas con llave para él.
Mal tirador, peor luchador, malísimo en el agua, pésimo compañero, rencoroso, envidioso... En fin, una prenda que lo tiene todo. Yo tampoco le guardo mucho cariño.
—¿Qué propones, Sai? — le dije, intuyendo lo que me iba a contestar.
—Ir a Moscú y, tras pisotearlo como a una sanguijuela, traerlo aquí y hacerle pasar miedo de verdad. No quiero hablarlo con los muchachos porque no me dejarían ni terminar. Perderían el culo por una venganza como esta. Para vengar ofensas, ya sabes que somos únicos, hermano.
—Lo sé. Dime cuándo salimos porque me agrada el plan y quiero participar. Por su culpa me convertí en asesino a sueldo. He matado a gente a la que no conocía, solo por odio, por frustración, por la mala sangre que me hice con lo que nos hicieron, sobre todo a ti. Cuéntame, cómo fue todo en la trena.
—No hubo problema. Esa gente, en general, es más de ley que la de fuera. En cuanto entienden el tamaño de tus cojones, te respetan y no te tocan. Los primeros días tuve que romper algunos dientes y tumbar a algunos grandullones en aparatosas volteretas para que lo vieran todos.
»Después, mano de santo. Llegué a hacerme con un grupo que me obedecía en todo, casi me veneraban. Ya sabes cómo son los muchachos cuando ven a un tío fuerte que no se arredra. Lo siguen ciegamente. Buena gente. Así ha sido siempre y así seguirá. Nada nuevo que no sepas ya, Yura. Allí aprendí nuevas técnicas de combate, muchísimos trucos callejeros que son útiles en uno contra uno.
»Estudié inglés y leí mucho. Pero la ira crecía dentro de mí. Y no ha parado. Sé que, o acabo con él o este sentimiento acabará conmigo. Ni puedo ni quiero perdonar algo así. Ese tío dejó a un pobre chico inválido para siempre.
»Fui a ver a su familia y les conté la verdad, que un compañero, tú, se enteró de la verdad y lo denunció. Me utilizaron a mí por nuestra fama de violentos, para salvar al niño bonito, para no ensuciar con una mancha como esa a una familia de militares de carrera.
»Les dije que vengaría a su hijo, me vengaría yo y te vengaría a ti también. Y que les llevaría el corazón de ese cerdo en una caja de madera. Les dejé aterrorizados, pero agradecidos en el fondo, sobre todo, fíjate, en la madre. Las madres no perdonan ciertas cosas.
—No lo harás solo, Sai. Lo haremos juntos. Estaremos juntos y nos mirará a la cara a los dos. Eso sí, te pido que, antes de hacer todo lo que tienes pensado para él, me dejes darle una paliza que terminará cuando se me caigan los nudillos al suelo.
—Eres muy potente, mi querido Yura. Te dejaré, claro que sí, pero si veo que está en riesgo su vida, tendré que intervenir. No te controlas una vez que te enciendes. No te privaré de ese gran placer. Será todo tuyo.
—Y sobre las mafias que nos persiguen, no quiero estar aquí, esperándolos y poniéndoos en peligro a todos vosotros. Voy a ir a Moscú en cuanto consiga información de cuántos son.
»Pienso liquidar a todos y después, entonces, sí, me retiro de esta vida. Me iré con Vika, mi amor, lejos de aquí, y empezaré de nuevo. Ese es mi plan.
»Te pido que la cuides mientras estoy fuera, no sé cuánto tiempo me llevará. Ni siquiera sé si sobreviviré, es probable que no, pero esto hay que arreglarlo a las bravas, no tiene otra solución.
—Me imaginaba que querrías algo así. Hablé con mi banda y te apoyamos, Yuri, en todo. Eres un ídolo para ellos. Saben que eras el mejor boina roja de todos los tiempos. Quieren verte disparar, quieren protegerte, cubrirte, ir contigo.
»Eres su ídolo, de verdad. Déjanos ir contigo a Moscú y todos esos cerdos, enemigos de mi hermano y de su novia, mi hermana, morirán como perros rabiosos. Nada nos gustaría más.
»Cuando terminemos ese trabajo, buscamos a Sasha y lo traemos aquí, a nuestras montañas. ¿Crees que le sentará bien este clima?
—Le sentará de cojones, ya verás como no hay quejas en ese aspecto — contesté yo —. A lo mejor se anima a hacernos lo que le hizo a ese pobre muchacho. Se lo propondremos. Hay que estar a las duras y a las maduras.
—Estoy seguro de que se lo vas a proponer, Yuri. Me gustará ver su cara entonces. Nada me satisfará más.
* * * *
Durante un mes, la banda al completo de Sai y todos sus chivatos y contactos de Moscú consiguieron darnos una información muy valiosa acerca de las dos bandas que nos buscaban para matarnos, una de ellas la que fue la mía durante tantos meses. La banda del padre de Vika quedaba, es obvio, al margen. Tenía que cuidar a mi suegro.
Desde el primer día, acompañé a mi hermano a hacer sus ejercicios en el campo. La serie de abdominales me pareció sencilla, pude seguirle. Después, con las dominadas, las pasé putas. Colgarse de ese tronco, que era como una barra cuatro veces más gruesa, me reventó los antebrazos, me los quemó de manera literal.
Creo que aún tengo agujetas ahí solo de recordarlo. La primera tanda no pasé de unas miserables veinticinco. La segunda, trece. Y no hubo una tercera. Sai me dijo que no me preocupara porque para la primera vez estaba de puta madre. Él no había hecho tantas el primer día que ideó ese ejercicio. Se quedó en veinte.
En las flexiones, anduve muy cerca. Pude seguirlo durante media hora. Después, mis tríceps dijeron basta. Dos semanas después, me puse a su nivel en las flexiones. En las dominadas no hay nada que hacer. No puedo hacer una serie de ochenta.
Consigo llegar a cincuenta con mucho esfuerzo, pero no paso de ahí. Eso sí, hago las cuatro series, al menos. Así que me fui fortaleciendo aún más.
El aire puro de montaña ayudaba mucho. Las comilonas pantagruélicas que nos metíamos entre pecho y espalda ayudaban a recuperarnos. Después, por la noche, Vika seguía mi entrenamiento, en este caso sexual.
Me gustaba llegar a la cabaña, pillarla por detrás mientras me preparaba algo de cenar, subirle la falda larga que llevaba para no ofender al resto de mujeres de la aldea, y penetrarla por detrás sin mucho preliminar.
Ella sonreía y me decía que era feliz como nunca. Aún no le había dicho nada de nuestra pronta marcha a Moscú. ¿Qué sentido tenía preocuparla, y más viéndola así de feliz? Cuando llegara el momento, se lo diría.
Hasta que llegó, follábamos cada noche. No pocas veces nos despertábamos de madrugada y empezábamos de nuevo, hasta agotarnos y volver a quedarnos dormidos como troncos. Ese mes en Chechenia fue, de momento, el más feliz que recuerdo. Vika me contaba cuáles eran sus planes.
Tener un hijo, primero sería un niño, al que llamaríamos Denís. No sabía por qué pero ese era su nombre, sin duda. Después viajaríamos mucho los tres, para que Denís viera mundo y disfrutara de las maravillas de cada país.
Después vendría una niña, Irina. Pero entre Denís e Irina tendrían que pasar no menos de tres años, para que nuestro amor no se diluyera entre pañales y llantos infantiles. Dónde vivir, qué hacer, cómo ganarnos la vida lo dejaba a mi elección, ella obedecería sin rechistar.
Los planes estaban muy bien, eran perfectos, eran incluso demasiado buenos, teniendo en cuenta que dos ejércitos me esperaban en Moscú. Bien es cierto que otro ejército no menos preparado y unido estaba de mi lado.
No tenía miedo por mí, nunca lo he tenido, pero sí tenía miedo por lo que pudiese sucederle a Vika. Estaba preocupado y necesitaba resolver el problema lo antes posible.
Ganar o perder. Morir con las botas puestas o vivir una vida apacible con la persona amada. Quién dijo que vivir fuera sencillo, amigos. A Saidali le pedí solo una cosa.
—Si caigo en la batalla, solo te pido que hagas que Vika llegue sana y salva a casa de su padre. Nada más. Me importa más ella que mi propia vida. Pero para que ella sea feliz tengo que cuidar también de la mía. Pero, en caso de que suceda, prométeme que no le pasará nada y podrás entregársela a su padre.
—Si así lo quisiera Alah, ojalá que no, se hará todo como pides. No temas, hermano. Tu puntería es tu mayor salvavidas. Si sigues disparando como en la academia, son otros los que deberían estar preocupados.
—El ojo aún funciona bien, y el pulso continúa firme — contesté, dejando que mi mirada vagara sin un punto fijo, perdida entre el agreste y salvaje paisaje checheno.
El día de la marcha a Moscú llegó al fin. Por la tarde del día anterior, después de una copiosa y deliciosa comida consistente en cazuelitas de cordero con verduras, jinkali y jachapuri, le conté a Vika nuestros planes.
Ella se quedaría en la aldea, defendida por un remanente de hombres que la cuidarían y esconderían en lugar seguro si fuera necesario. Pero Vika no lo aceptó.
—No, mi amado Yura. No me quedo aquí. Voy contigo. Te dije que no me importa el riesgo, ni adónde vayamos, pero será juntos, o no será. Si me dejas aquí sola y te vas, no me volverás a ver nunca. Me iré lejos y nadie podrá localizarme.
»Voy a acompañarte. Si tengo que disparar a alguien, estoy dispuesta a luchar por nuestra vida, por nuestros futuros hijos que han de venir. Pero te lo digo una sola vez. Aquí no me quedo sola. Contigo sí, el tiempo que haga falta.
»Si tú vas a ajustar unas cuentas que son, en realidad, las mías, yo voy contigo. Haré lo que digas, te obedeceré en todo, pero estaré allí, a tu lado.
No conseguí, de ninguna de las maneras, convencerla de que la muerte de alguno o de incluso todos los miembros de la expedición era posible.
La muerte de algunos era más que probable, habría víctimas. Y una mujer que no sabe disparar tenía más papeletas que el resto para caer entre la lluvia de balas que se avecinaba.
—Y ¿quién te ha dicho a ti que no sé tirar?
Compuse un gesto interrogante por respuesta
—Mi padre me puso instructores desde niña —continuó—. Me has contado que fuiste el número uno en las Spetsnaz en tiro al blanco. Venga, salgamos al campo y déjame una de tus queridísimas armas. Sé darle a un bote, no creas que voy a caerme para atrás.
Salimos al campo de tiro que Sai preparó especialmente para mí, donde cada mediodía dejaba a mi dedo índice explayarse a gusto durante unos minutos. No por práctica, que no necesito, sino por costumbre quizá, aún no sé bien por qué disparo cada día, si mi mano no lo necesita.
Una vez hice una prueba, estuve un mes sin disparar. Me fui de vacaciones sin armas a un lugar del Caribe. Cuando volví a Rusia, salí al campo y puse blancos a doscientos metros. No fallé uno solo.
Sé que no lo necesito, pero lo hago por rutina. A Sai no le digo que no me es necesaria la práctica diaria. Él sí la necesita, como muchos buenos tiradores.
Puse a Vika unos tacos de madera que utilizo para larga distancia. Se los puse a cincuenta metros, creyendo que ni se acercaría. Reventó los tres por el mismo centro. ¡Vaya con la muñeca de porcelana!, me dije silbando de admiración. Después pasé a cien y volvió a acertar.
Cogí unas latas aplastadas, bastante difíciles de dar, y las puse a ciento cincuenta metros. Le dejé mi Dragunov. Las cinco latas salieron volando por el aire. Vika es una tiradora de primerísimo nivel. Madre del amor hermoso, si tenemos hijos, ¿qué serán? ¿balas humanas, gatillos con nariz y orejas?
Me excitó tanto verla disparar así y acertar en todos los disparos que tuve que follármela allí mismo, contra un árbol.
Ella quería seguir tirando. Le tuve que prometer que seguiría después, pero que su forma de disparar me había puesto burro y no podía esperar a ver más.
—Ahora voy a hacer unos disparos yo... pero en otro sitio. ¿Adivinas dónde, mi niña traviesa, mi amazona?
—No tengo ni idea — dijo, creo que imitando mis maneras, lo que me dejó un tanto inquieto. Ese bellezón se me estaba subiendo a las barbas y no había forma de parar aquello.
Qué cómodo es que las mujeres lleven faldas. Se levantan, se bajan las bragas y ya estamos al tema. Fue uno de nuestros mejores polvos en Chechenia. Allí, entre los árboles, acompañados de los trinos de los pájaros y del viento fresco de la montaña, nos amamos como si fuera, así lo creí yo entonces, la última vez.
Hice el amor como un desesperado, me aferré a Vika con todas mis fuerzas, la abracé hasta hacerle daño, me sujeté a su espalda, agarré sus tetas grandes de valkiria, besé su cuello, sus orejas, sus hombros...
Sentí unas ganas irresistibles de llorar. Por primera vez en años, en muchísimos años, las lágrimas volvían a mis ojos. Estaba volviendo a ser humano. Viktoria me había resucitado para la vida.
Podía sentir, era capaz de amar sin límites. Le di las gracias en voz baja. Ella me escuchaba satisfecha, llorando sobre mis antebrazos, que rodeaban su pecho de seda.