El monasterio de Hango

Cuando recobré mis sentidos, me encontré acostada en mi cama; velaba junto a mi una de las dos mujeres. Pregunté dónde estaba Smeranda, y se contestó que velaba junto al cuerpo de su hijo.

Pregunté dónde estaba Gregoriska y se me dijo que había salido para el monasterio de Hango.

—No pensábamos ya en fugarnos. ¿No había muerto Kostaki? No se trataba tampoco de matrimonio. ¿Podía casarme con el fratricida?

Tres días y tres noches transcurrieron así en medio de sueños extraños. Ya durmiese, ya estuviese despierta, veía siempre aquellos dos ojos vivos en aquel rostro muerto: era una visión horrible.

Al tercer día debía efectuarse el entierro de Kostaki. Por la mañana me llevaron, de parte de Smeranda, un traje completo de viuda.

Me vestí y bajé.

La casa parecía deshabitada. Todo el mundo se hallaba en la capilla.

Me encaminé hacia allí.

Al ir a penetrar en el sagrado recinto, Smeranda, a quien no había visto desde tres días antes, atravesó el umbral y se acercó a mí.

Parecía una imagen del dolor. Con un movimiento leve como el de una estatua, posó sus labios helados sobre mi frente y con voz sepulcral pronunció sus acostumbradas palabras: Kostaki ama Hedwigia.

No podéis figuraros el efecto que produjeron en mí estas palabras. Semejante protesta de amor hecha en tiempo presente en vez de tiempo pasado; ese ama en vez de amaba; ese amor de ultratumba que venía a buscarme en vida produjo en mí una terrible impresión.

Al mismo tiempo un extraño sentimiento se apoderaba de mí, como si yo hubiese sido en efecto la mujer del que había muerto y no la prometida del que estaba vivo. Aquella tumba me atraía hacia sí, a pesar mío, dolorosamente, como dicen que la serpiente atrae al pájaro que fascina. Busqué con los ojos a Gregoriska y le vi pálido, en pie y apoyado contra una columna; sus ojos estaban fijos en el cielo y no puedo por lo tanto decir si me vio.

Los monjes del monasterio de Hango rodeaban el cuerpo entonando salmodias del rito griego, armoniosas alguna vez, monótonas casi siempre. Yo también quise rezar, pero expiró en mis labios la oración. Hallábase mi espíritu perturbado en tal manera que me parecía más bien asistir a un conciliábulo de demonios que a una reunión de sacerdotes.

En el instante en que se llevaron el cuerpo, quise seguirle, pero las fuerzas me faltaron. Sentí vacilar mis piernas y me apoyé en la puerta.

Entonces Smeranda se me acercó, e hizo una seña a Gregoriska.

Gregoriska, obediente, se acercó.

En seguida Smeranda me dirigió la palabra en lengua moldava.

—Mi madre me manda repetiros palabra por palabra lo que va a decir, —murmuró Gregoriska.

Entonces Smeranda habló de nuevo. Cuando hubo concluido:

—He aquí las palabras de mi madre, —dijo Gregoriska.

—«Lloráis a mi hijo, Hedwigia, porque le amabais, ¿no es verdad? Os doy gracias por vuestras lágrimas y por vuestro amor; de aquí en adelante sois mi hija lo mismo que si Kostaki hubiese sido vuestro esposo; de aquí en adelante tenéis una patria, una madre, una familia. Derramemos la copa de lágrimas que se debe a los muertos, y en seguida seamos entrambas, yo su madre, vos su mujer, dignas del que ya no es. Adiós! Retiraos a vuestra habitación; yo voy a seguir a mi hijo hasta su última morada; a mi vuelta me encerraré con mi dolor y no me veréis hasta que lo habré vencido; pero no lo dudéis, le venceré, porque no quiero que me mate».

No pude contestar a estas palabras de Smeranda traducidas por Gregoriska, sino con un gemido.

Subí a mi aposento y el cortejo se alejó. Le vi desaparecer por un recodo del camino. El monasterio de Hango no distaba más que media legua del castillo, por el atajo; pero lo montañoso del terreno obligaba al camino a torcer, y siguiendo éste se empleaban, en el viaje cerca de dos horas.

Estábamos en noviembre. Los días eran fríos y cortos. A las cinco era ya de noche.

A cosa de las siete vi reaparecer las antorchas. Era el cortejo fúnebre que regresaba. El cadáver reposaba en el panteón de sus padres. Todo había concluido.

Os he indicado ya la obsesión extraña de que era presa desde el fatal acontecimiento que a todos nos había vestido de luto, y especialmente desde que había visto abrirse y fijarse en mí unos ojos que la muerte había cerrado. Aquella noche, fatigada por las emociones de todo el día, estaba aún más triste. Oía dar una tras otra las horas en el reloj del castillo y me iba entristeciendo a medida que el tiempo transcurrido me acercaba al instante en que Kostaki había muerto.

Oí dar las nueve menos cuarto.

Entonces una sensación extraña se apoderó de mí. Era un terror espeluznante que recorría todo mi cuerpo, helándolo; y mezclado con este terror algo como un sueño invencible que entorpecía mis sentidos: mi pecho se oprimió, se velaron mis ojos. Extendí los brazos y fui a caer de espaldas sobre mi lecho.

Sin embargo mis sentidos no se habían amortiguado tan completamente que me impidieran oír un rumor de pisadas acercándose a mi puerta; en seguida, me pareció que ésta se abría: después ya no vi ni oí nada más.

Únicamente sentí un vivísimo dolor en el cuello. Después de lo cual caí en completo letargo.

A media noche, desperté; mi lámpara estaba aún encendida; quise levantarme; pero estaba tan débil, que me fue preciso probarlo dos o tres veces. Vencí, empero, esta debilidad, como despierta sentía en el cuello el mismo dolor que había experimentado en mi adormecimiento, me arrastré, apoyándome en la pared, hasta el espejo y miré.

Algo parecido a la picada de un alfiler marcaba la arteria de mi cuello.

Pensé que algún insecto me había mordido durante mi sueño, y, como estaba fatigada a lo sumo, me acosté y me dormí. Al día siguiente desperté como de costumbre y como de costumbre quise levantarme tan pronto como se abrieron mis ojos; pero sentí una debilidad que no había experimentado más que una sola vez en mi vida; el día siguiente de una sangría.

Me acerqué al espejo y me asombró mi palidez.

El día transcurrió triste y sombrío: experimentaba una impresión extraña, tenía necesidad de permanecer inmóvil, porque todo movimiento era para mí una fatiga.

Llegó la noche; encendieron mi lámpara; las camareras, así al menos lo comprendí por sus gestos, me ofrecieron quedarse. Les di las gracias y salieron.

A la hora misma de la víspera experimenté los mismos síntomas. Quise entonces levantarme y pedir socorro; pero no pude andar ni hasta la puerta. Oí vagamente el timbre del reloj dando las ocho y tres cuarto; resonaron los pasos, se abrió la puerta; pero nada veía, nada oía, y, como la víspera, había ido a caer tendida sobre mi cama.

Como la víspera sentí un agudo dolor en el mismo sitio; como la víspera, también me desperté a las doce de la noche, sólo que mucho más débil y mucho más pálida.

Se renovó todavía al siguiente día la terrible obsesión. Estaba decidida a bajar hasta la habitación de Smeranda, por débil que me encontrase, cuando una de las doncellas entró en mi cuarto y pronunció el nombre de Gregoriska. Gregoriska iba tras ella.

Quise levantarme para recibirle; pero volví a caer en mi sillón.

Lanzó un grito al verme y quiso precipitarse hacia mí; pero tuve fuerza suficiente para extender mi brazo hacia él.

—¿Qué venís a hacer aquí? —le pregunté.

—¡Ah! ¡Venía a despedirme de vos! ¡venía a deciros que dejo este mundo que me es insoportable sin vuestro amor y sin vuestra presencia!, ¡venía a deciros que me retiro al monasterio de Hango!

—Mi presencia os está vedada, Gregoriska, —le respondí—; pero no mi amor. ¡Ah! yo os amo siempre, y mi mayor pena es que de hoy en adelante este amor sea casi un crimen.

—¿Entonces puedo esperar que oraréis por mí, Hedwigia?

—Sí, sólo que no oraré mucho tiempo, —añadí sonriendo.

—¿Qué tenéis? ¿por qué estáis tan pálida?

—¡Tengo… que Dios se compadece de mí y me llama a su lado!

Gregoriska se me acercó, me tomó una mano, que no tuve fuerza para retirarle y, mirándome fijamente me dijo:

—Esa palidez no es natural, Hedwigia. ¿De qué proviene?

—Si os lo dijese, Gregoriska, creeríais que estoy loca:

—No, no, decídmelo, Hedwigia, os lo suplico; vivimos aquí en un país que a ningún otro se parece, en una familia que a ninguna otra se parece tampoco. Decid, decidlo todo: os lo suplico.

Entonces se lo conté todo. La extraña alucinación que me sobrecogía a la hora en que Kostaki había debido morir; el terror, el entorpecimiento, aquel frío glacial, aquella postración que me encadenaba a mi lecho, aquel ruido de pasos que creía oír aquella puerta qué creía ver abrirse, en fin, aquel dolor agudo seguido de una palidez y de una debilidad sin cesar crecientes.

Había creído que mi relato le parecería a Gregoriska un principio de locura, y la terminaba con timidez, cuando vi, por el contrario, que prestaba a mi relato atención profunda.

Cuando hube acabado de hablar, reflexionó un instante.

—¿Así, me preguntó, os dormís cada noche a las nueve menos cuarto?

—Sí, por más esfuerzos que haga para resistir al sueño.

—¿Creéis ver abrirse vuestra puerta?

—Sí, no obstante tener echado el cerrojo por dentro.

—¿Sentís un dolor agudo en el cuello?

—Sí a pesar de conservar apenas mi cuello la huella de una herida.

—¿Queréis permitirme que vea? —me dijo.

Yo recliné mi cabeza sobre el hombro. Gregoriska examinó la cicatriz.

—Hedwigia, —me dijo a los pocos instantes—, ¿tenéis confianza en mí?

—¿Y lo preguntáis? —le contesté.

—¿Creéis en mi palabra?

—Como creo en los Santos Evangelios.

—Pues bien, Hedwigia, bajo mi palabra os juro que no viviréis ocho días si os negáis a hacer hoy mismo lo que voy a deciros.

—¿Y si consiento?

—Si consentís… os salvaréis quizá.

—¿Quizá?

Gregoriska se calló.

—Suceda lo que suceda, —añadí—, haré cuanto me mandéis.

—¡Pues bien! oídme, dijo, y no os asustéis sobre todo. Tanto en vuestro país, como en Hungría y como en nuestra Rumanía existe una tradición…

Me estremecí, porque la tradición a que aludía había ya acudido a mi memoria.

—¡Ah! —exclamó—, ¿sabéis ya lo que quiero decir?

—Sí, —respondí—, he visto en Polonia a personas sometidas a tan horrible fatalidad.

—¿Supongo que hablaréis de los vampiros?

—Sí; cuando era muy niña, vi desenterrar en el cementerio de una villa perteneciente a mi padre, cuarenta personas, muertas en quince días, sin que se pudiera adivinar la causa de su muerte. Diecisiete dieron todos los señales de vampirismo, es decir, se las encontró frescas, coloradas, semejantes a vivos; las otras eran sus víctimas.

—¿Y qué hicieron para libertar al país?

—Se les hundió una estaca en el corazón y los quemaron en seguida.

—Sí, así se procede, ordinariamente; pero, en nuestro caso para nosotros, no basta eso. Para libraros del fantasma, quiero ante todo conocerle, y os juro por el cielo que lo conoceré. Sí, y si es preciso lucharé con él cuerpo a cuerpo, sea quien fuere.

—¡Oh! Gregoriska, —exclamé, aterrada.

—He dicho sea quien fuere y lo repito. Pero es preciso para salir con bien de esa terrible aventura, que consintáis en todo lo que de vos voy a exigir.

—Decid.

—Halláos dispuesta a las siete. Bajad a la capilla; pero bajad sola: hay que vencer vuestra debilidad, Hedwigia, hay que vencerla. Allí recibiremos la bendición nupcial. Consentid en ello, querida mía; es preciso para defenderos que, ante Dios y ante los hombres, tenga yo derecho a velar sobre vos. Subiremos en seguida aquí; y después, veremos.

—¡Oh! Gregoriska, —exclamé—; si es él, os matará.

—Nada temáis, mi amada Hedwigia. Consentid sólo.

—Ya sabéis que haré cuanto queráis, Gregoriska.

—Entonces, hasta la noche.

—Sí, haced por vuestra parte lo que gustéis, que yo os secundaré en cuanto pueda.

Y salió.

Un cuarto de hora después vi a un jinete tomar a escape el camino del monasterio: era él.

Apenas le hube perdido de vista caí de rodillas y recé, como no se reza en vuestro país sin creencias; y esperé las siete ofreciendo a Dios y a los santos el holocausto de mis pensamientos; sólo me levanté en el instante en que dieron las siete.

Estaba débil como una moribunda, pálida como un cadáver.

Cubrí mi cabeza con un ancho velo negro, bajé la escalera sosteniéndome en las paredes, y me dirigí a la capilla sin haber encontrado a nadie.

Gregoriska me aguardaba con el padre Basilio, superior del convento de Hango. Llevaba en el costado una espada santa, reliquia de un viejo cruzado que había tomado a Constantinopla con Ville-Hardouin y Beandoin de Flandes.

—Hedwigia, —me dijo golpeando con la mano su espada—, con la ayuda de Dios ved lo que romperá el encanto que amenaza vuestra vida. Acercaos resueltamente; ved aquí a un santo hombre que, después de haber recibido mi confesión, va a recibir nuestros juramentos.

Comenzó la ceremonia; quizá no hubo nunca otra más sencilla y solemne a la vez. Como nadie asistía, él mismo nos colocó en la cabeza las nupciales coronas. Vestidos ambos de luto, dimos la vuelta al altar, con un cirio en la mano; después, el religioso pronunció las palabras de ritual y añadió:

—Y ahora id, hijos míos, y que Dios os dé la fuerza y el valor indispensable para luchar contra el enemigo del género humano. Armados estáis con vuestra inocencia y su justicia: venceréis al demonio. Id, y benditos seáis.

Besamos los libros santos y salimos de la capilla.

Entonces, por vez primera, me apoyé en el brazo de Gregoriska, y me pareció que al contacto de aquel brazo valeroso, a la proximidad de aquel noble corazón, la vida entraba nuevamente en mis venas.

Segura estaba yo de triunfar, pues que Gregoriska se hallaba conmigo; subimos a mi aposento.

Daban las ocho y media.

—Hedwigia, —me dijo entonces Gregoriska—, no tenemos tiempo que perder. ¿Quieres dormirte como de costumbre para que todo ocurra durante tu sueño? ¿o quieres permanecer despierta y verlo todo?

—Junto a ti nada temo, quiero permanecer despierta y verlo todo.

Gregoriska sacó de su bolsillo un ramo bendito, húmedo aún de agua sagrada y me lo dio.

—Toma pues este ramo, me dijo, acuéstate, recita tus oraciones a la Virgen y espera sin temor. Dios está con nosotros. Sobre todo, no dejes caer tu ramo, porque con él dictarás órdenes al infierno mismo. No me llames, no grites; reza, aguarda y espera.

Me tendí en la cama, cruzando mis manos sobre el pecho en el cual apoyé el ramo bendito.

Por su parte, Gregoriska se ocultó detrás del dosel de que ya he hablado y que cortaba el ángulo de mi aposento. Contaba yo los minutos y sin duda Gregoriska los contaba también por su parte.

Dieron los tres cuartos.

Vibraba aún el zumbido del martillo, cuando sentí el mismo entorpecimiento, el mismo terror, el mismo frío glacial; pero acerqué a mis labios el ramo bendito y se disipó esa primera sensación.

Entonces oí distintamente el rumor de los mesurados y lentos pasos que resonaban en la escalera y se acercaban a mi puerta.

No tardó ésta en abrirse pausadamente, sin ruido, como empujada por una fuerza sobrenatural, y entonces…

La voz se detuvo como ahogada en la garganta de la dama pálida.

—Y entonces, —continuó ésta haciendo un esfuerzo—, entonces vi a Kostaki, pálido como le había visto cuando estaba tendido en la litera; sus largos cabellos negros, esparcidos sobre los hombros, goteaban, sangre; llevaba su traje acostumbrado; pero la ropilla, desabrochada, dejaba ver la ensangrentada herida.

Todo era muerto, todo era cadáver… carne, traje, movimientos… los ojos solo, sus ojos terribles estaban vivos.

Ante aquel espectáculo ¡cosa extraña! en vez de sentir redoblar, mi espanto, sentí acrecentarse mi valor. Dios me lo enviaba, sin duda, para que pudiera juzgar mi situación y defenderme contra el infierno. Al primer paso que dio el fantasma hacia mi lecho, crucé con osadía mi mirada con aquella mirada de plomo y le presenté el ramo bendecido.

El espectro intentó adelantarse; pero un poder más fuerte que el suyo le mantuvo en su sitio.

Se paró.

—¡Oh! —murmuró—; no duerme; ¡todo lo sabe!

Hablaba en moldavo y, sin embargo, lo entendí como si aquellas palabras hubiesen sido pronunciadas en un idioma conocido. Nos hallábamos así, cara a cara, el fantasma y yo, sin que mis ojos pudieran separarse de los suyos, cuando vi, sin tener necesidad de volver la cabeza hacia aquel lado, a Gregoriska, salir de su escondite, parecido al ángel exterminador llevando su espada en la mano. Hizo la señal de la cruz con la mano izquierda, y avanzó lentamente tendida la espada hacia el fantasma; éste, al aspecto de su hermano, había a su vez tirado del sable con una carcajada terrible; mas apenas el sable hubo tocado el hierro bendecido, cuando el brazo del fantasma cayó inerte junto a su cuerpo.

Kostaki exhaló un suspiro preñado de lucha y desesperación.

—¿Qué quieres? —preguntó a su hermano.

—¡En nombre del Dios vivo! —exclamó Gregoriska—, te conjuro para que me respondas.

—Habla, —dijo el fantasma rechinando los dientes.

—¿Soy yo quien te aguardó?

—No.

—¿Soy yo quien te atacó?

—No.

—¿Soy yo quien te hirió?

—No.

—Tú te arrojaste sobre mi espada, y todo hubo concluido. Por consiguiente, a los ojos de Dios y de los hombres, no soy culpable del crimen de fratricidio; tú no has recibido una misión divina sino infernal; tú has salido de la tumba, no como una sombra santa, sino como un espectro maldito y vas a volver de nuevo a tu tumba.

—¡Con ella, sí! —exclamó Kostaki haciendo un esfuerzo supremo para apoderarse de mí.

—¡Solo! —exclamó a su vez Gregoriska—; esa mujer me pertenece.

Y al pronunciar estas palabras, con la punta del hierro bendito tocó la llaga viva.

Kostaki exhaló un grito, como si le hubiese herido una espada de fuego y llevando a su pecho la mano izquierda dio un paso hacia atrás.

Al mismo tiempo y con un movimiento que parecía ir acorde con el suyo, Gregoriska dio un paso hacia adelante; entonces, fijos sus ojos en los ojos del muerto, la espada apuntada al pecho de su hermano, comenzó una caminata lenta, terrible, solemne; algo parecido a la escena de D. Juan y del Comendador, retrocediendo el espectro ante el sagrado acero, bajo la voluntad irresistible del campeón de Dios, siguiéndole éste paso a paso sin pronunciar una sola palabra, jadeantes los dos, lívidos entrambos, el vivo empujando al muerto delante de él, y obligándole a abandonar el castillo que había sido en lo pasado su morada, por la tumba que era su habitación en lo porvenir.

¡Oh! era cosa horrible de ver, os lo juro.

Y no obstante, arrastrada yo por una fuerza superior, invisible, desconocida, sin darme cuenta de lo que hacía, me levanté y los seguí. Bajamos la escalera iluminados sólo por las pupilas ardientes de Kostaki; así atravesamos la galería, así cruzamos el patio; así franqueamos la puerta, con el mismo andar mesurado; el espectro hacia atrás, Gregoriska con el brazo extendido, y yo siguiéndoles.

Esta fantástica carrera duró una hora; era preciso volver el muerto a su tumba; sólo que, en vez de seguir el camino habitual, Kostaki y Gregoriska habían cortado el terreno en línea recta, inquietándose poco por los obstáculos que habían dejado de existir. Bajo sus pies se allanaba el suelo, se secaban los torrentes, retrocedían los árboles, se separaban las rocas; el mismo milagro se operó para mí que se operaba para ellos; solamente, el cielo me parecía cubierto de una gasa negra, la luna y las estrellas habían desaparecido, y no veía brillar en la obscuridad de la noche más que los ojos de fuego del vampiro.

De este modo llegamos a Hango, de este modo pasamos a través del seto de arbustos que servía de muralla al cementerio. Apenas habíamos entrado, distinguí en la sombra la tumba de Kostaki colocada al lado de la de su padre; ignoraba qué estuviese situada allí y la conocí sin embargo.

Aquella noche nada ignoraba yo, todo lo sabía. Gregoriska se detuvo a orillas de la abierta huesa.

—Kostaki, —dijo—, no ha concluido aún todo para ti. Una voz celeste me dice que serás perdonado si te arrepientes; ¿prometes volver a entrar en la tumba, prometes no salir de ella, prometes, en fin, consagrar a Dios el culto que hasta ahora has tributado al infierno?

—No, respondió Kostaki.

—¿Te arrepientes? —preguntó Gregoriska.

—¡No!

—¿Por última vez, Kostaki?

—¡No!

—Pues bien; llama en tu auxilio a Satanás como yo invoco a Dios, y veamos de nuevo quién saldrá victorioso.

Dos gritos resonaron a un mismo tiempo; se cruzaron los aceros brotando chispas, y el combate duró un minuto que me pareció un siglo.

Kostaki cayó; vi alzarse la espada terrible, la vi hundirse en su cuerpo y clavar aquel cuerpo en la tierra recientemente removida.

Un grito supremo y que nada tenía de humano desgarró el aire.

Yo me precipité.

Gregoriska había permanecido en pie, pero vacilando. Corrí y le sostuve en mis brazos.

—¿Estáis herido? —le pregunté con ansiedad.

—No, —me dijo—; pero en un duelo semejante, mi querida Hedwigia, no es la herida la que mata, es la lucha. He luchado con la muerte y pertenezco a la muerte.

—Amado, amado mío, —exclamé—, aléjate de aquí y volverá la vida tal vez.

—No, —dijo él—, aquí está mi tumba, Hedwigia; pero no perdamos tiempo: toma un poco de esa tierra impregnada con su sangre y aplícatela sobre la mordedura que te hizo; es el único medio de preservarte en lo futuro de su horrible amor.

Obedecí estremeciéndome. Me incliné para recoger aquella ensangrentada tierra, y, al bajarme, vi el cadáver clavado en el suelo; la espada bendita le atravesaba el corazón, y brotaba de su herida una sangre negra y abundante, como si en aquel instante acabase de morir.

Impregné un poco de tierra con la sangre, y apliqué el horrible talismán sobre mi herida.

—Y ahora, mi adorada Hedwigia, —dijo Gregoriska con voz débil—; escucha bien mis postreras instrucciones: abandona el país tan pronto como puedas. Sólo la distancia es una seguridad para ti. El padre Basilio ha recibido hoy mis voluntades supremas, y a sus cuidados dejo encomendado el cumplimiento. ¡Hedwigia, un beso! ¡el último! ¡el único, Hedwigia!… ¡Ah! ¡yo muero!

Y al decir estas palabras, Gregoriska cayó junto a su hermano.

En cualquier otra circunstancia, hallándome en medio del cementerio, cerca de aquella tumba abierta, con aquellos dos cadáveres, tendidos uno junto al otro, hubiera enloquecido; pero, y lo he dicho, Dios había puesto en mí una fuerza igual a los acontecimientos de los que me hacía no solamente testigo, sino también actriz.

En el momento en que miraba en torno mío, buscando un auxilio cualquiera, vi abrirse la puerta del monasterio, y los monjes, guiados por el padre Basilio, se adelantaron dos a dos, con sendas antorchas encendidas y entonando las oraciones de difuntos.

El padre Basilio acababa de llegar al convento; había previsto lo que había ocurrido, y, a la cabeza de toda la comunidad, se dirigía al cementerio.

Me encontró viva junto a dos muertos.

Kostaki tenía el rostro contraído por una postrera convulsión.

Gregoriska, por el contrario, estaba tranquilo y casi sonriendo.

Como lo había encargado Gregoriska, se le enterró junto a su hermano; el cristiano guardando al condenado.

Smeranda al saber aquella nueva desgracia y la parte que en ella había yo tomado, quiso verme. Fue, por consiguiente, a encontrarme al monasterio de Hango y supo de mi boca todo lo que en aquella terrible noche había acontecido.

Le referí en todos sus detalles la fantástica historia, pero me escuchó como Gregoriska me había escuchado, sin admiración, sin terror.

—Hedwigia, —me dijo después de un momento de silencio—, por extraño que sea lo que acabáis de contarme, no habéis dicho sin embargo más que la pura verdad. La raza de los Brankovan está maldita hasta la tercera y cuarta generación por haber muerto un sacerdote a manos de un Brankovan. Pero ha llegado el término de la maldición, pues, aunque esposa, sois virgen y en mí se extingue la raza. Si mi hijo os ha legado un millón, tomadlo, y a mi muerte, aparte de los legados piadosos que cuento hacer, tendréis el resto de mi fortuna. Y ahora, creedme, seguid cuanto antes el consejo de vuestro esposo; volveos pronto a los países donde no permite Dios que se cumplan esos terribles prodigios. De nadie necesito yo para que conmigo llore a mis hijos. Adiós, y no os inquietéis por mí. Mi suerte futura sólo pertenece a mí y a Dios.

Y después de haberme abrazado y besado en la frente como de costumbre, me dejó y fue a encerrarse en el castillo de Brankovan.

Ocho días después partí para Francia, y, como lo había esperado Gregoriska, cesó de visitarme el terrible fantasma. Mi salud se ha restablecido también y no he conservado de ese acontecimiento más que la palidez mortal que acompaña hasta la tumba a toda criatura humana que ha recibido el beso de un vampiro.

La dama se calló, dieron las doce, y casi me atrevería a decir que el más valiente de nosotros se estremeció al timbre del reloj.

Era ya hora de retirarnos, y nos despedimos del señor Ledrú. Un año después, ese excelente hombre había muerto.

Ésta es la primera vez que, después de su muerte, se me presenta ocasión de pagar un tributo al buen ciudadano, al modesto sabio, al hombre honrado sobre todo.

Me apresuro pues a aprovecharla. Jamás he vuelto a Fontenay-aux-roses.