DOMINGO

Cecil’s got his new piece

He cocks and shoots between three and four

He aims it at the sailor

Shoots him down dead on the floor

Aw, you shouldn’t do that…

SISTER RAY

Confundido, tardé unos segundos en reconocer la figura femenina tumbada a mi costado. Los cabellos rubios caían sobre su espalda, enmarcando el tatuaje del Pegaso, que había soñado una vez. ¿Acaso me había anticipado al futuro? La revelación no me preocupó, estaba acostumbrado a tener sueños premonitorios, el problema era que nunca los recordaba en su debido momento, únicamente cuando vivía el acto en el presente. Sonriendo, acaricié su columna vertebral, pasando los dedos sobre los pequeños huesos quebradizos, descendiendo hasta el nacimiento de las nalgas de niña. Estuve tentado en meterle el dedo en el ano, pero me contuve, no quería espantarla. Curiosamente, Sandra había dormido de golpe, a pesar de que tenía problemas de sonambulismo, tal como me había comentado más de una vez. Perezosa, se volvió en mi dirección, un ligero rubor teñía sus mejillas normalmente pálidas, con los ojos hinchados por el sueño:

– Déjame descansar-protestó-Estoy molida.

– Ni lo sueñes-bromeé-¿Has dormido bien?

– Sí-me apretó contra ella-¿Y tú?

– Cómo los ángeles.

No recordaba el resto de la noche, creía que habíamos hecho el amor por tercera vez, rectalmente, antes de caer rendidos de cansancio, sobre las dos de la madrugada pasadas:

– Tengo hambre-se desperezó-¿Comemos algo?

– Perfecto-aparté las sábanas-¿Vas a llamar a tu casa?

– Lo haré más tarde-no le dio excesiva importancia al tema-Me va a caer la bronca de todas maneras.

– Tienes razón-me puse en pie-Estaré duchándome.

Antes de ir al baño, abrí la ventana, limpiando el ambiente de la habitación, que aún almacenaba el aroma de nuestros cuerpos. Fatigado, estudié mi silueta desnuda, contemplando los cardenales que llenaban mi cuerpo, la descarga de postas había sido terrible, sin demasiado interés. ¿Qué diablos había soñado? Recordaba fotogramas bloqueados, inconstantes, situados en la periferia que separa la realidad de la ficción. Regulando la temperatura, me situé dentro de las paredes del cilindro de cristal, abriendo el grifo del agua caliente, disfrutando del contacto hirviente sobre mi piel erizada. El tiempo pareció suspenderse en su balanza, mientras el chorro limpiaba mi anatomía, quebrando la amargura experimentada los días anteriores. Súbitamente, el sueño reapareció como una escena cinematográfica: pálidos ojos azules atiborrados de tristeza, hipodérmica llena de heroína, ave traspasada por la aguja, mujer abrazando el cuentagotas, zarzas descoloridas sobre mi frente… los músculos de mi espalda se relajaron imperceptiblemente, puse las palmas abiertas sobre las baldosas blancas, deshaciéndome de las imágenes de adicción que atesoraba en mi cabeza. ¿Qué podía significar aquello? Intuía una despedida, la ruptura definitiva, quemados por nuestros miedos inadmisibles, encuadrados por las calles enfermizas de Nueva York. Por primera vez en mucho tiempo, me sentía libre de mis obsesiones, volvía a ser persona, había olvidado lo que significaba aquella emoción:

– Desearía sentirme siempre de esta manera-murmuré-Quizá así podría ser feliz

Las manos acariciantes de Sandra me abrazaron desde atrás. Instintivamente, me puse en guardia, no la había oído entrar en el cuarto de baño:

– Eres como Drella-comentó-Odias que te toquen.

Volviéndome, tomé a la joven entre mis brazos, besando sus labios fríos. Sus miembros envolvieron mi cuello dulcemente, empujándome contra la pared, rozándome el pecho con los senos. Ella acarició mi pene, aumentando mi grado de excitación, rodeando mis caderas con una pierna. Sus dientes mordieron mi hombro, con mano errática buscó mi sexo, introduciéndolo dentro de los labios húmedos. Sandra lanzó un gemido al sentirse penetrada, las paredes de su vagina se cerraron sobre mi miembro, produciéndome una deliciosa sensación de agonía. Lentamente, comenzamos a movernos debajo de la ducha, intentando no perder el equilibrio, las uñas pintadas de negro arañaban mis caderas:

– Córrete dentro-musitó-Quiero sentirlo todo…

en cinco minutos, ella terminó violentamente, chillando. Rápidamente, la giré contra la pared, agarrando su culo, pegándome a sus piernas, aumentando la intensidad de las embestidas. El orgasmo me alcanzó como una puñalada, vaciando mis testículos en su interior, cumpliendo sus deseos para mi propio placer. Relajados, nos bañamos mutuamente, frotando nuestros cuerpos con devoción, asombrados por las impresiones que habíamos descubierto juntos. Después de secarnos, nos vestimos para salir, deseando prolongar aquellos momentos. En recepción, pagué otro día por adelantado, reuniéndome con la joven en el exterior, ignorando la mirada maliciosa que me lanzó el conserje al marcharme. Aquella tarde me mudaría, tenía que rotar de domicilio, por lo menos hasta que el patio se calmara. La nevada había cubierto la zona de escarcha, llenando las aceras interminables, violando el tránsito matutino, como una ilusión de bordes puntiagudos. Tomados de la mano, entramos en una cafetería, sentándonos en un reservado, mirando la carta por el aire:

– ¿Qué te apetece?-sacó dos píldoras del bolso-¿Huevos con beicon?

– Prefiero un sándwich de pollo-prendí un Winston-¿Te las vas a tomar antes de comer?

– Me siento débil-sonrió-Me he quedado exhausta.

Sandra ignoraba que tomábamos los mismos tranquilizantes, no quise hacer ningún comentario al respecto, sabía más que suficiente sobre mí:

– Me dirás que no te gustó.

– No.

Ambos reímos:

– ¡Déjate de cuentos!-le cogí la mano-¿Qué piensas hacer conmigo?

– Me gustas demasiado, Möhler-se tomó el Valium sin agua-Tengo miedo a depender de ti.

– Hemos hecho el amor, Sandra-argumenté-¿Vas a odiarme por ello?

– No-me quitó el cigarro-Pero has visto algo que nadie ha visto.

– ¿Crees que no lo sé?

– No me gusta que tengas tanto poder sobre mí.

– Parece que te arrepientes.

– Prefiero tomarme las cosas con calma.

¿Acaso estaba levantando barreras? Era un misterio, no sabía como reaccionaría, eventualmente de un modo negativo, aunque el reciente polvo me hiciera creer lo contrario.

Ich habe nichts verstanden-pensé.

La camarera tomó nota de nuestro pedido. Ella me miraba inexpresivamente, inmersa en su mundo, no intuía que demonios le pasaba por la cabeza:

– ¿Qué piensas?

– No eres un buen partido-reconoció-La policía está detrás de ti.

– No te preocupes-intenté tranquilizarla-No tienen pruebas para enchironarme.

– ¿Seguro?

– Nunca dejo testigos.

– ¿Por qué eres asesino a sueldo, Möhler?

La pregunta del millón de dólares:

– Supongo que fue la única opción que tomé en su momento.

– ¿Has matado a gente inocente?

– Nunca-no quise mostrarme sincero-Por norma sólo me cargo a hijos de puta: violadores, maleantes, macarras, camellos, rateros…

– ¿No te remuerde la conciencia?

– No.

Decía la verdad, me importaban un comino las vidas ajenas, con mi dependencia tenía bastante, sólo me preocupaba por mí mismo. Pensándolo bien, era una persona egoísta, pero el mundo que me rodeaba no valía la pena, nadie agradecería que me convirtiera en un santo. A espaldas de Sandra, dos franceses parloteaban, tenían pinta de yonquis veteranos, sus rostros cadavéricos eran el toque definitivo de la combinación:

– Sait-tu ou est le fric?

– Je nai aucune idée.

– Si nous ne le truvous pas Wood nous rompe la tête…

Percibí vagamente las palabras, tenía ligeros conocimientos del idioma, tantos años en las calles me habían enseñado muchas cosas. Evidentemente, hablaban de mi viejo amigo Steven Wood, su nombre era inconfundible, parecía que le debían pasta. ¿Cómo iba a dar con él? Tendría que peinar la ciudad, de cabo a rabo, para terminar con aquel cabrón. Seguramente iba detrás de mí, habría puesto a sus hombres en guardia, mi cabeza adquiría valor en metálico, esperaba sobrepasar los mil machacantes, era lo mínimo que podía pedir por mi pellejo. Nos sirvieron el desayuno, comimos en silencio, separados por un vacío estremecedor. Siempre había valorado los momentos de paz, la noche anterior era una buena prueba de ello, pero ahora sentía la futilidad distanciándonos insidiosamente, atrapándonos entre sus mandíbulas afiladas. Era la primera vez que Sandra estaba callada, una experiencia nueva para mí, me sorprendía no escucharla hablar hasta por los codos, tal como era su estilo habitual:

– ¿Te comió la lengua el gato, princesa?

– No-sonrió-Estaba pensando.

– No te trabes del coco, Sandra.

– No puedo evitarlo.

– ¿De qué tienes miedo?

– De que me des la patada.

– ¿Por qué tendría que hacerlo?

– Ya has conseguido lo que querías, ¿no?

Aguanté las ganas de abofetearla:

– Buscaba algo más-reconocí-Si no no hubiera esperado tanto tiempo.

– ¿Dices la verdad?

– Claro-le acaricié la diestra-Nunca te haría daño.

– No sé que pensar.

– No quiero presionarte-terminé mi comida-Tómate el tiempo que precises para reflexionar.

– Gracias, Möhler.

Intenté puntualizar mis intenciones:

– Eres la única persona del mundo que me interesa. Siempre te he apreciado mucho. Piensa que el destino nos había marcado el camino. Tenía que pasar tarde o temprano.

– Supongo-no pareció demasiado convencida.

– Mañana lo verás todo desde otro punto de vista-la animé-Simplemente estás confusa. Es inevitable que te comas la oreja con tonterías.

– Para mí no lo son.

Empezaba a aburrirme:

– Lo sé-me levanté para pagar la cuenta-¿Vas a llamar a tu casa?

– No. Prefiero que me lleves allí directamente.

– ¿Quieres largarte ya?

– Creo que será lo mejor.

Mientras pagaba en la barra, sentí que todo había terminado entre nosotros, no habría una segunda parte. ¿Por qué me sorprendía? Siempre supe que no soportaría follar conmigo, tenía demasiadas barreras psicológicas, no podía romperlas con facilidad. Nuevamente, quería estar solo, necesitaba pensar, mis emociones me liaban, no quería tratarla con rudeza, sus dudas comenzaban a mosquearme:

– Vamos.

Mientras íbamos a su casa, pensé en las horas que habíamos compartido, alcanzando la felicidad que nos estaba vetada por nuestra forma de ser. Desgraciadamente, ella no veía las cosas desde el mismo punto de vista, quería romper con todo, odiaba sentirse atada a alguien, más si tenía algún dominio específico sobre su persona. Habíamos perdido el tiempo, lo mejor hubiera sido pasar del tema, pero mi cuerpo había tomado las riendas, mi mente tenía poco que hacer al respecto. Un atisbo de angustia oscilaba en mi corazón, emoción que detestaba, no estaba acostumbrado a tener ataduras, con Sandra era imposible no asumirlas. Irónico, pensé que me había equivocado respecto a su rendimiento sexual, nunca me lo había pasado tan bien, últimamente mi intuición fallaba, estaba perdiendo facultades. Me encontraba empequeñecido, no podía evitarlo, herido por su indiferencia, que sólo se trataba de una máscara con la que cubrirse las espaldas. ¿Realmente se sentiría satisfecha enterrando los buenos momentos que era capaz de disfrutar? No comprendía aquel tipo de psicopatología, sus implicaciones me aturdían, era incapaz de enfrentarme a su terrorista interior. ¿Por qué se empeñaba en destruir lo que realmente merecía la pena? Su estilo era el siguiente: después de experimentar felicidad, luchaba por aplastarla, todo por el hecho de no involucrarse, le aterrorizaba no controlar sus sentimientos. No me interesaba mantener una relación así, si deseaba hundirse era su problema; estaba cansado de tratar con perdedores, bastante tenía con mi propia porquería. Quise comentarle lo que me pasaba por la mente, contarle la verdad, pero mis barreras estaban activadas, dependía de su capacidad de madurez asumir sus actos, si no cada uno tomaría su camino. Sin darme cuenta, había pasado del afecto a la defensiva con alarmante velocidad, descargando mis sarcasmos contra ella, sin miramientos de ninguna clase. Disfrutaba manteniéndola al límite, quería tenerla en la palma de mi mano, controlar sus emociones, ahora que me había entregado lo que pocos habían visto antes. Me aprovechaba de sus debilidades, de su inseguridad, de su pánico a ser utilizada, de su temor a ser abandonada. Notaba su miedo, la ansiedad de descubrir que no había hecho lo correcto, desintegrando nuestra relación por unas horas de placer que ambos demandábamos. Como podía comprobar, podía perder una amistad por un buen polvo, las relaciones entre sexos opuestos no son mi especialidad, apenas tenía conocimiento de las mujeres a pesar de mi edad. ¿Tanto deseaba odiarme para sentirse infeliz? Mi alma se convirtió en hielo, irradiando una frialdad que ella desconocía, apartándola de mi lado. Sandra notó el cambio, su cuerpo se hundió en el asiento, fundiéndose con la cabina, pasando a formar parte del tablero del automóvil. ¿Qué escribiría Nathan sobre aquel momento? Imaginé un poema de despedida, doloroso, amargo, donde no cabría ningún tipo de esperanza, ni de reconciliación, sufriendo por la otra persona, como si la vida no tuviera sentido sin su presencia. Sonreí sobre el volante, cambiando de carril, con cierta malicia. Nunca pasaría por una experiencia similar, estaba por encima de mis pasiones, nadie merecía mi desasosiego, menos una niñata que no sabía lo que cojones quería:

– ¿De qué te ríes?

– Pensaba.

– ¿El qué?

– Que no vale la pena atormentarse por nadie. ¿Te gustaría que lo pasara mal por ti?

– No.

– Pues no lo parece.

– ¿Por qué lo dices?

– Has cambiado. No eres la misma persona. ¿Tanto disfrutas jodiéndote?

– No.

– Pues procura madurar-dije cruelmente-O no me volverás a ver el pelo.

Sandra estaba apunto de llorar, no fue capaz de responder, la había lastimado, no esperaba que la tratara de aquella forma. Mi brutalidad no era gratuita, quería que despertara de sus traumas, la única manera era golpeándola donde más le dolía. Nerviosa, encendió un pitillo, le temblaban las manos, fumando desconsoladamente. No quería llegar a aquel punto, pero no me quedaba más remedio que machacarla, o todo lo que habíamos aprendido se perdería irremisiblemente. ¿Aún quería mantener nuestra relación a flote? Había conseguido lo que deseaba, no tenía nada que perder, ni siquiera estaba enamorado de ella. Involuntariamente, decidí tomarme las cosas con filosofía, estaba poniéndole cinco pies al gato, actuaría en consecuencia de lo que me demostrara. Su cuerpo sinuoso me atraía tanto como me repelía, me turbaban aquellas emociones entremezcladas, no estaba preparado para asimilarlas, aún me quedaba mucho por aprender de mí mismo. Paré el coche junto a la acera, Sandra me miró con ojos húmedos, habíamos llegado a su vivienda:

– ¿Volveré a verte?

La observé detenidamente, oleadas espumosas sobre su iris, paladeando su dolor, gozando con la experiencia:

– ¿Cogerás el teléfono?

– Sí.

– Sabes que te quiero, ¿no?

– Nunca me lo habías dicho.

– Te llamaré cuando solucione mis rollos, ¿vale?

– ¿Me lo prometes?

La agarré por el cuello, estampando un violento beso en sus labios, acariciándole la nuca:

– Sí.

– Te quiero, Möhler.

– Ya lo sé.

Temblorosa, Sandra caminó hacia el bloque, sin atreverse a mirar atrás. Quise bajarme del Mustang, abrazarla con todas mis fuerzas, fundirla contra mis huesos, transformarla en mi torrente sanguíneo, pero sabía que no era mi estilo, nunca daría el brazo a torcer. Desanimado, recorrí la calle sin rumbo, sintiendo como una luz moría en mi interior, doblada por el destino implacable, que parecía burlarse de mí. Tendría que ser paciente, quizá me había precipitado, pero nunca he sabido esperar. ¿Qué podía hacer? La desolación llenaba los resquicios de mi alma, haciéndome dudar de los hechos, cambiando todos mis puntos de vista. Me había comportado como un gilipollas, pero no me arrepentía de haber actuado como tal, no quería que me mandara al carajo. Curiosamente, por primera vez en mucho tiempo, tenía la capacidad de plantearme el futuro. Por norma solía esperar, dejar que las cosas vinieran solas, actuando a última hora, tomando decisiones sin importancia, sabiendo que no me afectarían en absoluto. Asombrado, me di cuenta de que no necesitaba tomar Valium, ella había borrado aquel sometimiento, estaba decisivamente curado. ¿Y si fueran paranoias mías? Quizá había dramatizado la situación, Sandra tenía miedo de que la dejara, por ello se mostraba confundida, no sabía como iba a reaccionar, no soportaría que la usase como un condón. Tenía que haberme parado, profundizar en el tema, consolar sus temores, pedirle explicaciones… demasiado tarde para arrepentirme, mañana la llamaría sin falta, tenía que solucionarlo, no tendría otra oportunidad. También debía llamar al boss, aún estaba preocupado por mi libertad, era la única persona que podía sacarme de la ciudad sin levantar sospechas. Aparqué en la calle 25, acercándome a una cabina telefónica, sin perder de vista el entorno nevado, esperando ver un coche patrulla abalanzándose sobre mí:

– Buenos días, Smith.

– Hola, Stark-saludó-Eres un personaje famoso.

– ¿Cómo te has enterado?

– Esta mañana me hicieron una visita unos amigos tuyos.

– ¿Quiénes?

– Federales.

– ¿Qué te preguntaron?

– Siguieron tus llamadas. Estaban bastante cabreados. Pero les corté los ánimos. No sabían con quien estaban tratando.

– ¿Van detrás de mí?

– Te cepillaste a su pandilla-ironizó-¿Tú que crees?

– Tengo que salir de Nueva York.

– Lo tengo todo controlado. Tienes un pasaje reservado esta madrugada.

– ¿Donde?

– Barco mercante. ¿Has estado en Italia?

– Nunca.

– Jerry pasará a buscarte. ¿Dónde estás?

– Aún no he terminado-le conté lo de Wood-¿Sabes dónde vive?

– Me han llegado rumores de lo de la fábrica. Tenías que haberlo liquidado. Ahora estará escondido como una rata.

– Eran demasiados-bufé-Tengo que cargarme a ese hijo de puta.

– Brown se encargará de él-prometió-¿Vas a largarte o no?

Estaba acorralado, dentro de poco me cogerían, no me quedaba más remedio que ceder:

– Lo haré.

– Por cierto. Tu amigo el policía está haciendo muchas preguntas desagradables. ¿Por qué no le haces una visita de última hora?

– No lo había pensado. ¿Dónde puedo encontrarle?

– Calle 16 con la 8ª avenida. Número 17. Piso 7º-5.

– Sigues teniendo buenos contactos, ¿eh?

– Ya lo sabes. ¿Vas a quedar con Jerry?

– Sí. Pasaré por el club a medianoche.

– Vale.

– Hasta la vista.

A su manera, el boss intentaba protegerme, mantener mi culo a salvo de la trena. No se trataba de altruismo, ni de amistad (Smith no mezclaba los negocios con tonterías), sino por cálculo; sabía muchas cosas sobre sus actividades, hubiera podido testificar contra su imperio en un tribunal. Suponía que prefería mantenerme controlado, así no tendría que darle una puñalada trapera si me veía acorralado entre la espada y la pared. De todas maneras, declarar contra el Irlandés era lo peor que podía hacer; antes de que el FBI pudiera meterme en un programa de Protección de Testigos estaría muerto, mi jefe tenía demasiadas influencias para salir bien librado del asunto. Reanimado, volví a subir al coche, arrancando con fuerza, Morris vivía cerca, en diez minutos estaría allí. ¿Por qué procuraba sentirme culpable? Desde el principio la decisión de mantener nuestra relación había sido mía, ella nunca me llamaba, ni se molestaba en mostrar un atisbo de interés, pese a saber que tal cosa me hubiera agradado. El primer paso siempre venía por mi parte, la había malacostumbrado, pero en su momento no me importó hacerlo, ahora la tenía dominada, las tornas iban a cambiar. Evidentemente, si no le gustaban las nuevas normas la mandaría a tomar por culo, no pensaba transigir en ningún momento, ni cambiar mi mentalidad, desconectaría en el momento adecuado, la maldad de mi interior podía salir al exterior, arrasando con lo que hubiera por delante, Sandra incluida. No sentía dolor, el pesar había desaparecido, me encontraba completo, satisfecho por el simple hecho de existir. Estaba harto de mis depresiones postcaballo, del mono, de abscesos sobre mi piel, de la vida miserable que implica ser yonqui, un modus operandi que había elegido por voluntad propia. Mis pensamientos volvían a su cauce, lograba unificarlos después de tanto tiempo fragmentados, no sabía si era un alivio tener las cosas claras, mi realidad era demasiado horrible para que me gustara. Afortunadamente, sabía que no me comería el coco pensando en lo bonito que pudo ser y no fue, no ganaría nada rompiéndome la cabeza contra la pared, más me valía aceptar los hechos con pragmatismo, sino todo esto sería una pérdida de tiempo. Tantos años hundido en el aislamiento, en la soledad perpetua del adicto, me habían convertido en un capullo. Me sentía triste, las imágenes de la noche anterior perdían su belleza, mientras las eliminaba psicológicamente de mi cabeza, restándoles su valor. Aún podía rememorar su anatomía entre mis brazos, el sabor de sus besos, la dulzura de su sexo, el placer que su cuerpo me había proporcionado, evaporándose como un charco de gasolina. Las puertas estaban cerradas, dudaba que alguien pudiera volver abrirlas, lo nuestro había llegado al final, tendría que buscar nuevos alicientes. ¿Terminaría como Jim, en un bar de mala muerte, hecho pedazos, intentando aparentar indiferencia ante lo sucedido, engañándome miserablemente, esperando por mi camello? La idea me dio náuseas, no acabaría de una manera tan patética, prefería pegarme un tiro. No quería pensar en Sandra, no era el momento oportuno, tenía que tener la mente despejada, mi objetivo era mucho más importante. Lamenté estar poco armado, sólo llevaba la 9 milímetros de rigor, puede que en el piso hubieran varios tipos esperándome. El teniente Morris habría tomado precauciones, no creía que después de la matanza del FBI estuviera con los brazos cruzados, probablemente estaría atrincherado, acompañado por hombres de confianza. Con las manos metidas en los bolsillos, me acerqué al bloque de apartamentos, estudiando la fachada color marrón agrietada, donde destellaba un cartel publicitario de las próximas elecciones. Sonreí fríamente ante el rostro hipócrita del candidato presidencial. Prefería vivir en las tinieblas de la ciudad, codeándome con la escoria, alimentándome de los espasmos de la jungla de asfalto, de los rascacielos interminables que cortaban las nubes con sus dimensiones distorsionadas. La política era un negocio, una mentira infame, donde los hombres podían actuar a sus anchas, de la manera más corrupta posible. No descubrí ningún coche sospechoso, me tomé mi tiempo para comprobarlo, el exterior estaba libre. Al llegar a la entrada, una mujer con un carro de la compra salió fuera; aproveché para colarme dentro, sin intercambiar saludos. Rápidamente, tomé uno de los ascensores del vestíbulo, dirigiéndome al séptimo piso, con las mandíbulas apretadas, saboreando anticipadamente mi venganza. Con precaución, salvé el corredor vacío, mirando las puertas cerradas con desconfianza. No podía entrar aún, ignoraba cuanta gente podía haber dentro, debía idear una estratagema alternativa. Abrí una ventana, saltando a las escaleras de emergencia, mareado por las alturas que crecían bajo mis pies inseguros. Abajo, el tráfico circulaba perezosamente, haciendo sonar las bocinas, sobre la carretera cubierta de blancura. ¿Por qué me gustaba andar por la cuerda floja? Para mí era un misterio, puede que mi naturaleza autodestructiva necesitara una válvula de escape, tantos años viviendo al límite me habían condicionado de una manera irreal, apenas comprendía la necesidad que sentía por estar pasado de rosca. Desde mi posición, podía ver el salón de Morris, unos hombres charlaban, sus voces llegaban apagadas por el viento:

– ¿Aún no lo has encontrado?-el teniente Morris tenía la cara roja de rabia.

– No he podido, teniente-respondió uno de los maderos que había registrado mi apartamento-Nadie sabe donde está.

Tenía a la Santísima Trinidad delante, parecía que era mi día de suerte, aún no había olvidado el registro del viernes:

– ¡Tienes que localizarlo!-se llevó un vaso a los labios-¡O te mandaré a Harlem a interrogar a las putas!

Sonreí malignamente, solamente eran tres, cosa fácil para mí. ¿Dónde estaría su encantadora esposa? Sabía que estaba preñada de cuatro meses, Morris se había casado recientemente, podían celebrar las Bodas de Plata en el Infierno, haciéndose compañía mutuamente. Pasos recios recorrieron el pasillo, me agaché tocando los escalones metálicos, el arma empuñada con las dos manos. Alguien tocó a la puerta, cuatro hombres entraron, vestían abrigos largos, rodeando al trío de agentes:

– Hola, Morris-Wood le estrechó la mano-¿Cómo va todo?

– Mal.

Estuve apunto de perder el equilibrio, ¿qué cojones hacía Steven Wood allí?, asombrado por lo que mis ojos estaban viendo:

Morris fulminó a uno de sus hombres:

– ¡Prepara un trago, idiota!

– Hemos estado buscando a tu colega-un matón le quitó la gabardina a Wood-No aparece por ninguna parte.

– ¿Habéis ido a su apartamento?

– Estaba cerrado. El maldito FBI lo clausuró.

– ¿Interrogasteis a los vecinos?

– Follaba con la furcia del segundo-encendió un cigarro-Pero la zorra no sabe nada.

– ¿Seguro?

– Puedes ir al hospital-rió-Tendrán que recomponerle la jeta mirando sus fotografías.

– ¡Mierda!

Una bilis amarga llenó mi boca, la cólera constreñía mis entrañas, haciéndome perder la respiración. Deseaba entrar en el apartamento, terminar con aquellos bastardos, escupir encima de sus cadáveres:

– ¿Cómo pudo localizarme?

– Trabaja para el Irlandés-explicó Morris-El cabrón lo tiene bien informado.

– Te equivocas-lo contradijo Wood-Johnnie le dio el soplo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Fuimos a buscarlo a su casa. Alguien se lo cargó el viernes. Salió en los periódicos.

– ¡No me jodas!

– ¿Lo leíste?

– Sí. Pero no me di cuenta que era él.

– ¡Eres una mierda de poli!

El teniente Morris no le hizo caso:

– ¿Qué coño piensas hacer?

– Darle caza. Tarde o temprano lo encontraremos. Es un hijo de perra muy peligroso.

El madero le alcanzó una copa:

– ¿Sabes lo que hizo ayer?

– ¡Sorpréndeme!

– Entró como el puto Gary Cooper en la fábrica. Se cargó a mis hombres…

– ¿Cómo dices?-lo interrumpió Morris, pasmado.

– Me lanzó una granada. La jodida coca desapareció. No quedó nada.

– ¡No me lo puedo creer!

– Tuve que salir por piernas-vació el Martini doble de golpe-Si no hubiera terminado conmigo.

– ¿Hablas en serio?

– Los cinco kilos volaron, tío. Te lo juro por mi madre.

– ¿No queda nada?-el teniente Morris estaba apunto de sufrir un ataque cardiaco.

– Como lo oyes.

– ¡Joder!-propinó una patada a una mesa-¡Mataré a ese capullo!

– Tienes que encontrarlo, Morris. Está muy bien relacionado. Irá detrás de nosotros. Nos cazará uno por uno.

– Te aseguro que lo haré-salpicó de saliva a un madero-¡No descansaré hasta meterle mi revólver por el culo!

– ¿Por qué vino detrás de mí?-inquirió Wood-Nunca he tenido problemas con el Irlandés.

– Te cargaste a un amigo suyo.

Steven Wood enarcó las cejas interrogativamente:

– ¿Quién?

– Paul Lowenstein.

– ¿Lo conocía?

– Sí.

– ¿Cómo lo sabes?

– Llevo detrás de Stark desde hace años.

Nuevamente, volví a arrepentirme de estar pobremente armado. Una granada hubiera sido lo ideal, pintaría las paredes con sus entrañas, acabaría con todos de golpe, el espacio era demasiado estrecho para que escaparan de la onda expansiva:

– ¿Por qué demonios liquidaste al subnormal de Lowenstein?-preguntó Morris, crispado.

– Intentó estafarme.

– ¿Cómo?

– Me robó la coca del sábado. Johnnie me dio el soplo. ¿Crees que estaban compinchados?

– Es posible.

No podía aguantar más la rabia, mis dedos temblaban sobre la culata, estaba apunto de saltar contra la ventana, aunque me estallara contra el asfalto, convirtiéndome en gelatina:

– El FBI lo esta buscando-decía Morris-No podrá ocultarse durante mucho tiempo.

– Tiene a todo el mundo detrás-reflexionó Wood-La policía, el FBI, la mafia… ¡está loco!

– No lo subestimes. Es el mejor cazador de cabezas que conozco. No será fácil pescarle.

– ¿Cómo podemos pillarlo desprevenido?

– Imposible. Lowenstein era su único punto débil. No tiene amigos. Vive solo. No está casado. No sale con nadie… puede estar en cualquier parte.

– ¿Y la fulana?

– ¡Olvídala!-Morris hizo un gesto despectivo-No movería un dedo por ella.

– ¡Silencio!-Wood levantó la mano-He escuchado algo.

Ahogando una maldición, volví al corredor, aquel cerdo había sospechado. Con una rodilla en el suelo, apunté a la puerta, dispuesto a entrar en acción. Afortunadamente, la entrada no tenía mirilla, tenían que salir por narices. Un gorila abrió la puerta, su cabeza saltó hacia atrás, partida en dos pedazos, con una expresión de estupor. De un salto, rodé hasta el cuerpo, cogiendo la metralleta con la mano libre. Un balazo me rozó el hombro izquierdo. Mi descarga barrió la estancia, destripando a tres hombres, que cayeron con las manos alrededor del estómago:

– ¡Matadle!-aullaba Morris enloquecido-¡Acabad con él!

Los maderos retrocedieron, buscando refugio detrás de los matones, acojonados. Vacié el cargador de la Thompson, taladrando a los policías, mientras entraba en el apartamento, enfurecido hasta límites insoportables. Sentí un puñetazo en el vientre, me quedé sin aire en los pulmones, saliendo impulsado contra la pared:

– ¡Le he dado!-gritó Wood triunfalmente-¡Le he dado!

No tuvo tiempo de celebrarlo, un pildorazo le arrancó la mandíbula, destrozándole la cara en pedazos. El teniente Morris abrió fuego, una mordedura me golpeó las costillas, haciéndome retroceder, arrojándome de rodillas contra la alfombra. Bramando, disparé contra Morris, perforándole el corazón, arrojándolo hacia atrás, con una última mirada sorprendida. Automáticamente, recargué la 9 milímetros. A mi alrededor los cuerpos sin vida empezaban a enfriarse; a pesar de mi penoso estado me sentí satisfecho, aquellos bastardos no merecían otra cosa. Agotado, me puse en pie, apretando las heridas que traspasaban mi cuerpo. Había terminado mi vendetta, mis objetivos estaban muertos, Mozart podría descansar en paz. Sabía que ningún impacto era mortal, todo me daba vueltas, tenía que detener las hemorragias, si no me iría al diablo. Los vecinos salían de sus viviendas, alarmados por el tiroteo, pidiendo a gritos que alguien llamara a la bofia. Escupí un borbotón de sangre, arrastrándome fuera del apartamento, hacia los ascensores. Con la lucidez que me restaba, analicé la órbita de las lesiones, levantándome la camisa. Primer impacto: colón descendente. Segundo impacto: costilla verdadera inferior. Un dolor insoportable recorría mi estómago, dardos afilados calcinando mi interior, buscando aire frenéticamente. Podía superarlo, las había recibido peores, sólo era cuestión de ponerle un par de pelotas. Tenía que largarme de allí, la pasma no tardaría en aparecer, o terminaría en la morgue antes de que finalizara el puto día…

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13/01/2009