TESTIMONIOS

ANDRÉ LEVEL[45]

Un hombre sorprendente que conocí al comienzo de la guerra, y que se relaciona bien, como se verá más adelante, con mis recuerdos de coleccionista, fue Arthur Cravan, de dos metros de alto, que decía ser sobrino de Oscar Wilde y que redactaba solo una revistita intermitente y ofensivamente humorística, Maintenant, en la que atacaba, con palabras de cuartel, a casi todos los pintores y escritores, así como a su padre putativo. Vivía… muy mal, como podría pensarse, en esa época, de extrañas operaciones de corretaje de cuadros, y fue así cómo lo conocí un día, en lo de Georges Aubry, que tenía una boutique en el boulevard de Clichy, casi en la esquina de la rue de Martyrs, barrio que yo había elegido para mis proezas cinegéticas. Su miseria, unida a sus dones innegables de poeta, me emocionó, y estuve feliz de hacer algunos negocios con él.

Recientemente volví a hojear los cinco números de su revista, repartidos en tres años, de 1912 a 1914. Creo que en el Salón de los Independientes de 1914, el único pintor al que le encontró un poco de gracia fue el exquisito La Fresnaye.

Pero Cravan debía su fama a algunos de sus versos, como éstos, que celebran las primeras locomotoras americanas gigantes que se vieron entonces por Europa:

Ella corre locamente, rígida sobre sus ocho ruedas.

Ella arrastra un largo tren en su marcha aventurera,

Hacia el verde Canadá, a los bosques inexplorados,

Y atraviesa mis puentes con caravanas de arcos,

En la aurora, los campos y los trigos familiares;

O, creyendo distinguir una ciudad en las noches estrelladas,

Silba infinitamente a través de los valles,

Soñando con el oasis: la estación con cielo de cristal,

En el matorral de rieles que cruza por millares,

Donde, remolcando una nube, resuena su trueno.

Otra vez una cita de un joven poeta difunto, como tantos que hubo en esa época fatal. Arthur Cravan, inglés de nacimiento, como si tuviera la premonición de una muerte prematura, empezó a no sentirse seguro en Francia cuando nuestro aliado del otro lado de la Mancha adoptó la conscripción. No lo excuso para nada, pero encuentro en su estatura gigantesca circunstancias atenuantes respecto de la guerra de trincheras, donde, en un momento de distracción, al erguirse, hubiera sido el blanco seguro de una bala disparada por un buen tirador alemán. Sea lo que sea, se abocó a reunir lo más rápido posible algunos fondos a fin de abandonar Francia con rumbo a España. Fue entonces cuando me trajo un Matisse bastante viejo así como un Picasso que me pareció bastante singular, del comienzo del cubismo, me aseguró él, rogándome que no se lo mostrara a su autor a causa del vendedor a quien él le había prometido no revelar su nombre; un negocio al que me dejé arrastrar a causa de la confianza que le tenía, hasta ese momento justificada, porque, dejando de lado su violencia, cuando agarraba la pluma de crítico de arte mostraba mucha sensibilidad y gusto. Me encontré así, sin saberlo, al comprarle esos dos cuadros, otorgándole los medios para irse a Barcelona. Para vivir, como boxeador se dejó ganar por el célebre Jack Johnson y luego se fue a América del Sur, en donde, de una manera que nunca se llegó a saber, encontró la muerte con la que temía toparse en los enfrenamientos guerreros de la vieja Europa.

Mientras tanto, me enteré bastante rápido de que mi Picasso era de Ortiz de Zarate, quien más tarde, con mucha amabilidad, me lo firmó. En cambio, Matisse reconoció, como yo esperaba, su obra en el otro dibujo.

Yo había olvidado todo esto y guardado un buen recuerdo, compadeciéndolo, del pobre Cravan, cuando recibí de Barcelona, en enero de 1916, la carta siguiente que lo pinta de cuerpo entero:

«Querido Señor,

Aquí una carta que me había prometido escribir desde mi llegada a España y que postergué día tras día… Me enfermé aquí y todavía no me recuperé del todo. Vine a Barcelona para boxear, pero estoy obligado a seguir esperando. Por otro lado, no puedo permanecer aquí. Me iré primero a las Canarias, a las Palmas probablemente, y de ahí a América, a Brasil. ¿Qué iré a hacer ahí? Sólo puedo responder diciendo que viajaré para ir a ver las mariposas. Quizá sea absurdo, ridículo, poco práctico, pero es más fuerte que yo, si valgo algo como poeta, eso se debe a que tengo precisamente amores locos, deseos desmedidos; me gustaría ver la primavera de Perú, hacerme amigo de una jirafa, y cuando leo en el Petit Larousse que el Amazonas, con un recorrido de 6.420 kilómetros, por su caudal es el primer río del mundo, me produce un efecto tal que no podría siquiera decirlo en prosa».

Se declara contento de alejarse «del barrio Montparnasse donde el arte vive sólo de robos, de engaños y de artilugios, donde la fogosidad es calculada, donde la ternura es reemplazada por la sintaxis y el corazón por la razón y donde no hay ni un solo artista noble que respire y donde cien personas viven de lo falso nuevo».

«Usted ha sido una de las poquísimas personas que ha actuado delicadamente y generosamente conmigo […] y si un desacuerdo sobreviene entre nosotros —desacuerdo que siempre consideraré momentáneo— a raíz de divergencias de ideas sobre un tema cualquiera, sepa que siempre tendrá a alguien, por más pequeño que sea», palabra que me hace sonreír, ya que, como dije, Cravan medía dos metros, «con el cual usted podrá contar… No quiero que le dé de mi parte saludos a nadie, ya que detesto a todo el mundo, con excepción de una o dos personas, Monsieur Fénéon y un tal Brummer[46], sin contar a la gente simple, no me queda más que enviarle mis deseos de felicidad para el nuevo año y rogarle que me crea sinceramente suyo,

Arthur Cravan,

10, Calle Albisejos, 10, Gracia, Barcelona».

LEON TROTSKY[47]

La puerta de Europa se cerraba para mí en Barcelona. La policía nos instaló, a mí y a los míos, en el transatlántico español Montserrat, que en diecisiete días debía liberar su carga, viva y muerta, en Nueva York. Diecisiete días es una duración que podría haber sido muy seductora en la época de Cristóbal Colón, cuya estatua domina el puerto de Barcelona.

El mar estaba exageradamente tempestuoso e hizo todo para recordarnos el poco valor de la existencia. El Montserrat era un viejo navío, no muy adecuado para la navegación en el océano. Pero la bandera española, neutra, disminuía mucho los riesgos de ser torpedeados. Por esa razón la compañía padecía, alojaba mal a sus pasajeros y los alimentaba aun peor.

La población del navío era variada y, en conjunto, poco atractiva. Se encontraban numerosos desertores de diferentes países, sobre todo de aquellos de clases sociales más elevadas. Un artista transportaba sus cuadros, su talento, su fortuna y llevaba a su familia bajo la protección de su viejo padre, lejos de la línea de fuego. Un boxeador, literato ocasional, sobrino de Oscar Wilde, reconocía con franqueza que prefería destrozar las mandíbulas de los yanquis en un deporte noble que hacerse romper las costillas por un alemán. Un campeón de billar, gentleman indiscutido, se indignaba de que el llamamiento alcanzara a gente de su edad. ¿Y para qué todo? ¿Para una masacre absurda? Expresaba simpatía por las ideas de Zimmerwald… Todos los demás eran de la misma especie: desertores, aventureros, especuladores desterrados de Europa —«elementos indeseables»—, porque ¿quién podría haber tenido la idea de atravesar en esa época del año el Atlántico en un incómodo barco español?

Sería más complicado caracterizar a los pasajeros de tercera clase. Amontonados, moviéndose poco, hablando poco, porque comen poco, apagados, reman desde una mala miseria demasiado conocida hacia otra que todavía pertenece al dominio de lo desconocido. América trabaja para la Europa beligerante, tiene necesidad de recursos frescos de mano de obra a condición de que no le traigan tracoma, anarquismo u otras enfermedades.

1° de enero de 1917. En el navío, todo el mundo se desea buen año. Dos días de Año Nuevo en Francia; la tercera sobre el océano. ¿Qué preparaba el año 1917?

Un domingo, el 13 de enero, llegamos a Nueva York. A las tres de la mañana, despertar general. Estamos listos. Está oscuro. Hace frío. Viento. Lluvia. En la orilla, un húmedo amontonamiento de edificios. El Nuevo Mundo…

El boxeador-poeta, por Francis Picabia. Crayón y acuarela sobre papel, 1924.

FRANCIS PICABIA

Arthur Cravan ha tomado, él también, el transatlántico. Dará conferencias. ¿Se vestirá como un hombre de mundo o como un cowboy? En el momento de la partida, él se inclinaba por lo segundo y se proponía hacer una entrada impresionante en escena: a caballo, y realizando tres disparos de revólver hacia las lámparas del techo.

Firmado: pharamousse. 391, n° 1, Barcelona, 25 de enero de 1917.

—Qué imbécil —profirió Arthur C…, definitivo.

Un desconocido tomaba notas.

El director de 391 se reconoció vencido. Compromisos suntuosos fueron sellados la misma tarde.

Y, a la mañana siguiente, provistos de sacramentos oficiales así como de todo lo que hace falta para escribir, nuestros enviados especiales se dirigieron alegremente hacia sus centros respectivos de información y de acción. Esto sin aventuras de ningún tipo, salvo por el mejor de nuestros colaboradores, Arthur C…, quien, partiendo hacia América, se hizo meter preso durante algunos días en Bilbao, por la ignominiosa acusación de emisión de ideas falsas.

n.n — Texto inédito del telegrama enviado por nuestro amigo, finalmente devuelto a la libertad de los mares, a su esposa al llegar a París: Adiós de España, sé pura. Arthur.

Firmado: pharamousse. 391, n° 3, marzo de 1917.

A. CRAVAN

Como su deliciosa charla en los Independientes fue interrumpida por un caso de fuerza mayor, el brillante conferencista propone terminarla en Sing Sing, la cita estival de la Nueva York que se divierte.

391, n° 5, Nueva York, junio de 1917.

NUEVA YORK — Cravan, profesor de cultura física en la academia atlética de México, va a dar próximamente una conferencia sobre el arte egipcio.

391, n° 8, Zurich, febrero de 1917.

Piper = Guillaume Apollinaire

Me gusta más Arthur Cravan, quien ha dado la vuelta al mundo durante la guerra, perpetuamente obligado a cambiar de nacionalidad a fin de escapar a la estupidez humana. Arthur Cravan se disfrazó de soldado para no ser un soldado, hizo como todos mis amigos, que se disfrazan de hombres honestos para no ser hombres honestos.

Jesucristo Rastacuero [1920].

Retrato de Arthur Cravan, por Gino Severini. Collage 1912.

GABRIELLE BUFFET-PICABIA[48]

Un buen día nos enteramos de que Cravan había partido hacia los Estados Unidos.

Lo volvimos a encontrar en 1917 en muy mala posición; estaba sin recursos y subsistía gracias a los amigos adinerados que subvencionaban sus necesidades, entre los cuales el pintor Frost era uno de los más abnegados. Venía a vernos a menudo e incluso se instalaba en nuestro pequeño departamento de la calle 82, donde jugábamos toda la noche al ajedrez mientras preparábamos los ataques virulentos de un nuevo 391 y discutíamos las últimas excentricidades de Duchamp.

En marzo de 1917 debía inaugurarse en la Grand Central Gallery la exposición de los Independientes de Nueva York. Fue ahí que Picabia y M. Duchamp tuvieron la idea de hacerle dar una conferencia que renovara el escándalo de los Independientes de París en 1914; pero las cosas se presentaron de una manera totalmente diferente a como habían imaginado y superaron todas sus esperanzas y previsiones. Cravan, que había almorzado con nosotros en Brevoort y bebido en abundancia, llegó muy tarde, abriéndose a duras penas un camino entre los numerosos asistentes de una sala particularmente elegante. Visiblemente borracho, subió con mucha dificultad a la tarima del orador. Sus gestos y su expresión no dejaban dudas sobre el estado de semiinconsciencia en el que se encontraba; una tela del pintor Steichen había sido colgada detrás de él, y la incoherencia de sus movimientos nos hizo temer que, voluntariamente o no, la hiciera caer; luego comenzó a desvestirse, se quitó el saco y los breteles. La primera reacción del público ante esta extravagante manera de entrar en tema fue un estupor que enseguida se transformó en un conjunto de protestas vehementes. Las autoridades llamaron a la policía y en el momento en que, inclinado sobre la mesa del conferencista, lanzaba a la audiencia uno de los epítetos más injuriosos de la lengua francesa, varios policías salidos de no sé dónde lo agarraron, le pusieron las esposas con una pericia absolutamente profesional, y lo arrastraron afuera mientras la sala se vaciaba en una confusión total de espíritus y cuerpos. Habría sido puesto en prisión sin la intervención de Arensberg, que pagó la multa exigida y lo llevó a su casa, poniéndolo así al abrigo de una multitud indignada. Si agregamos que esta audiencia se componía sobre todo de mujeres elegantes, mecenas de las artes, especialmente invitadas a venir a iniciarse en los misterios de la pintura «futurista», como se decía por entonces en Nueva York, se comprenderá que el escándalo no podría haber tenido mejor éxito.

«¡Qué hermosa conferencia!», dijo Marcel Duchamp a la noche, cuando todos nos reencontramos en lo Arensberg. Cravan, que todavía no había recuperado del todo la sobriedad, permanecía en un rincón, sombrío y distante, y se rehusó a hablar a quienquiera que fuera de su hazaña, que no le haría las cosas más fáciles en Nueva York.

Poco después tuve la suerte de encontrarle un empleo momentáneo de traductor con un profesor de filosofía que quería supervisar por su propia cuenta la traducción de sus obras. Había que pasar un tiempo en el campo junto a una familia de lo más correcta y puritana. Al principio dudé en hablarle de esta situación, que podía asegurarle un momento de existencia confortable a cambio de un trabajo fácil, pero que exigía del beneficiario una cierta dosis de corrección. No me atrevía a responder por mi candidato. Finalmente me decidí a plantearle abiertamente la cuestión de confianza.

«Cravan», le dije, «si usted me jura que no se llevará la platería, que se conducirá correctamente con las mujeres, que no se emborrachará, etc., etc.». Prometió no hacer nada de eso con tanta fuerza y espontaneidad que ya no pude seguir dudando de sus buenas intenciones. Estaba feliz como un niño con la idea de irse al campo, de recorrer los bosques, y vivir por un tiempo lejos del alcohol y los escándalos. Por otro lado mantuvo sus promesas (quizá porque la prueba no era de larga duración). Cuento esta anécdota para mostrar un rasgo probablemente desconocido de este personaje de múltiples facetas y aspiraciones contradictorias. Algo que él mismo, por otro lado, expresó conmovedoramente en muchos de sus poemas.

En esa época, el ingreso de América en el conflicto europeo era indudable. Se comenzaban a ver en las calles y en las esquinas más frecuentadas, como las carpas de feria francesas, puestos de inscripción para el enrolamiento voluntario. El espectáculo lo hacía una linda chica escandalosamente elegante flanqueada por dos o tres suboficiales en flamantes uniformes. A pesar de que las girls no descuidaban ni su sexappeal ni su elocuencia patriótica, prometiendo un beso y la gloria a los pobres diablos que se detenían imprudentemente a escucharlas, no parecían tener mucho éxito reclutando hombres.

Esos discursos sugestivos oficialmente exhortados por la América puritana eran para mí un motivo de sorpresa y de divertimento cotidianos. Pero la falta de entusiasmo era evidente, y no cabían dudas de que medidas más severas y más eficaces iban a entrar pronto en vigencia. Un día hubo una brusca movilización general, que se esperaba pero que sin embargo sorprendió a todo el mundo. Cravan logró escapar de ella. Se calzó un traje de soldado y partió hacia el Gran Norte canadiense, haciéndose llevar por automovilistas de buena voluntad, que con el disfraz lo tomaban por un militar de permiso. Una tarjeta postal con sello de Newfoundland[49] fue la última señal que recibí de él.

ANDRÉ BRETON[50]

Usted me pregunta, querido señor, qué razones son las que me hacen otorgarle tanto valor a la pequeña revista Maintenant que dirigió Arthur Cravan. Le adjudico, en efecto, una importancia histórica a esta publicación, la primera en la cual ciertas preocupaciones extraliterarias, e incluso antiliterarias, dominan sobre las otras. En este sentido nada me parece más significativo y más profético que el artículo sobre Gide y la reseña sobre el Salón de los Artistas Independientes. El autor de esas páginas es un precursor; considerando cómo actuaba, es incontestable que estaba solo, y si escribimos sobre los orígenes del estado de espíritu de la posguerra (dadá, etc., como por ejemplo lo hace Georges Hugnet en Cahiers d’Art a propósito de las manifestaciones pictóricas más insólitas), hay que insistir particularmente sobre la actitud de Cravan y la de Vaché. Pienso que Gide no se recuperará jamás de esas páginas de crítica desenfadada que no han perdido nada de su actualidad. ¿No le parece que el mismo Apollinaire, que sin embargo no carecía de humor, hace un papel penoso en el altercado con el supuesto sobrino de Oscar Wilde? Usted quizá sepa que Cravan, para exteriorizar su desprecio por la literatura militante, del género hombre de letras, se propuso vender Maintenant por su cuenta, en un carro de verdulero. Durante la guerra, en Nueva York, dio varias conferencias tumultuosas, en el transcurso de las cuales, por ejemplo, se desvestía en escena hasta que la policía evacuaba totalmente la sala. Por la misma época, en España, desafió al boxeador negro Ben Johnson, por entonces campeón del mundo (la foto que usted encontrará en el ejemplar es del día del combate), etc. Logró, creo, ser desertor de cinco o seis países al mismo tiempo. Era, como usted puede ver, un hombre sorprendente, cuya leyenda, previsiblemente, llegará muy lejos. Desapareció, hace algunos años, al intentar atravesar, solo, un día de tormenta, el golfo de México en una embarcación muy endeble.

ANDRÉ SALMON[51]

Dirán todo lo que quieran. Los pensamientos de Arthur Cravan se correspondían con los míos sólo por azar. La mayor parte de las veces su actividad irritaba violentamente mi espíritu, pero sus acciones eran valientes. Lo respetaré por eso. Finalmente, rebelde integral al punto de despreciar los centros revolucionarios donde el individuo es requerido por el grupo, Arthur Cravan supo morir por su causa egoísta.

Decía ser irlandés y sobrino de Oscar Wilde. Una debilidad para un rebelde: habría sido mucho más bello no reconocer ninguna familia, y sobre todo ningún parentesco literario. Pero Arthur Cravan se presentaba, muy a su pesar, repleto de literatura. Por lo demás, ¿quién supo algo alguna vez sobre el estado civil de ese viajero singular? Nadie, ni siquiera los gendarmes. En esa época los pasaportes no importaban.

Nictálope de brumas antiguas, suficientemente diestro como para abrirse paso a través de la multitud patética de sombras apresuradas, vuelvo a ver a Arthur Cravan conferencista. Es sobre las pendientes de Montmartre, en el Cercle de la Biche. Rígido, pálido, lampiño, cinchado, monoculado, Louis de Gonzague Frick preside, presidente sin mandato. Aparece Arthur Cravan, improvisado hombre de letras y, según él, boxeador profesional, si bien no se sabe demasiado en qué rings ha actuado, pero contradecir a Cravan en un solo punto es negarlo en su totalidad.

Arthur Cravan nos habla. Expresa su desprecio del artista. Asestando palazos a la lámpara, exige silencio, si bien éste es total. Arthur Cravan lamenta que el cólera no se haya llevado a los treinta años a los grandes poetas (paciencia, Cravan, ya llega la guerra). Morir jóvenes les hubiera ahorrado una vida mezquina.

Luego de evocar, entre otras cosas, el famoso vino tinto bebido en el transcurso de su conferencia y su partida, desde la declaración de la guerra, primero a España y luego a América, André Salmon concluye así:

¿Arthur Cravan se metió con propaganda peligrosa? No se sabe. Siempre lo reencontramos, siguiendo su caso a través de la prensa yanqui y de lo que las agencias transmiten a Europa, mezclado con un grupo de personas fuera de la ley. La banda acorralada erraba entre la frontera de México y los Estados Unidos, a orillas de un río. Debe ser el Río Grande del Norte. La banda se enfrentó con la policía. ¡Un western!… Policía montada en caballos que caracolean… bandidos escondidos, no demasiado, bajo los cactus de los que sacan un alcohol poderoso… Ordenes de rendición… Fuertes insultos como respuesta. Arthur Cravan debe haber estado maravilloso, la lengua inglesa es perfecta para eso. Persecución… Huida por el río… ¡Fuego! No podría decir con exactitud si las sólidas balas de uno de esos Colt Frontier incorporados al material de lo «fantástico social» alcanzaron a Arthur, o si el río fue más fuerte que el magnífico atleta. La verdad es que el río, finalmente, lo absorbió[52].

Arthur Cravan dejaba en Francia a una viuda. La habíamos conocido muy poco, casi nada, en Montparnasse. Luego la volví a encontrar. Ella me habló, sin duda. ¿Supimos mucho más gracias a ella? Era una viuda discreta, muy digna. Como se dice, ella rehizo su vida; algo muy sano. Nadie fue a molestarla con preguntas.

MARCEL DUCHAMP[53]

Yo, el abajo firmante Henri Robert Marcel Duchamp, pintor, declaro por la presente haber conocido a Fabian Lloyd, cuya desaparición en 1918 causó gran estupor en el mundo del Arte. Esperábamos mucho de sus poemas, cuyos manuscritos desaparecieron con él. Lo conocía bien, y sólo la muerte puede haber sido causa de su desaparición.

Nueva York, 2 de marzo de 1946

Henri Robert Marcel Duchamp

Atestación recogida bajo juramento el segundo día de marzo de 1946, Max M. Levite, notario, condado de Nueva York.

Él [Cravan] llegó a fines de 1915 o en 1916. Hizo una muy corta aparición, porque a raíz de su situación militar habría tenido que rendir cuentas. No se sabe lo que hizo, nadie habla demasiado, quizá robó un pasaporte para largarse a México, son cosas que no se cuentan. Se casó, o al menos «se juntó», con Mina Loy, una poetisa inglesa de la escuela de los imaginistas, también amiga de Arensberg, que todavía vive en Arizona. Tuvo un hijo con ella. Arthur Cravan había llevado a Mina a México; un día se subió solo a un bote y nunca volvió. Ella lo buscó en todas las cárceles, y como era un boxeador fantástico, muy alto, ella pensó que él no habría podido esconderse en la multitud, ¡lo habrían reconocido enseguida!

Era un tipo raro. Yo mucho no lo quería, él tampoco a mí. Fue él el que, en uno de los Salones de los Independientes, en 1914, insultó a todo el mundo con palabras chocantes, en particular a Sonia Delaunay y a Marie Laurencin; tuvo problemas por eso…

Nota manuscrita de Marcel Duchamp fechada el 2 de marzo de 1946 en Nueva York.