I

LA CUNA DE ESPERMA

Si en torno del cadáver de Heliogábalo, muerto sin sepultura, y degollado por su policía en las letrinas de su palacio, hay una intensa circulación de sangre y excrementos, en torno de su cuna hay una intensa circulación de esperma. Heliogábalo nació en una época en que todo el mundo se acostaba con todo el mundo; y nunca se sabrá dónde ni por quién fue realmente fecundada su madre. La filiación de un príncipe sirio como él se establece por las madres; y en lo que a madres respecta, hay alrededor de ese hijo de cochero, recién nacido, toda una pléyade de Julias; y ejerzan o no en el trono, todas esas Julias son meretrices de alto vuelo.

El padre de todos, la fuente femenina de ese río de estupros e infamias, debe haber sido cochero antes de sacerdote, ya que de otro modo no se explicaría el encarnizamiento de Heliogábalo, una vez en el trono, en hacerse encular por los cocheros.

El caso es que la Historia, remontándose por el lado femenino a los orígenes de Heliogábalo, tropieza indefectiblemente con ese cráneo chocho y desnudo, con ese coche y esa barba que en nuestros recuerdos componen el rostro del viejo Basianus.

El hecho de que esta momia sea oficiante de un culto no condena a ese culto, sino a los ritos imbéciles y despreciables a que ese culto había quedado reducido por obra de los contemporáneos de las Julias y los Basianos, y por la Siria del naciente Heliogábalo.

Pero desde el momento en que Heliogábalo niño aparece sobre los peldaños del templo de Emesa, ese culto muerto, y reducido a osamentas de gestos, al que se entregaba Basianus, recupera por debajo de las creencias y los revestimientos, su energía de oro concentrado, de luz pulverizada y victoriosa, y vuelve a ser milagrosamente activo.

En todo caso este antepasado Basiano, apoyándose en una cama como sobre muletas, hace esas dos hijas, Julia Domna y Julia mesa, con una mujer ocasional. Las hace y bien. Son hermosas. Hermosas y preparadas para su doble oficio de emperatrices y rameras.

¿Con quién hace estas hijas? Hasta el momento actual la Historia no lo dice. Y nosotros admitiremos que esto no tiene importancia, obsesionados como estamos por las cuatro medallas con las cabezas de Julia Domna, Julia Mesa, Julia Semia y Julia Mamea. Ya que si Basianus hace dos hijas, Julia Domna y Julia Mesa, Julia Mesa a su vez hace otras dos: Julia Semia y Julia Mamea. Y Julia Mesa, cuyo marido es Sextus Varius Marcellus, pero sin duda fecundada por Caracalla o Geta (hijo de Julia Domna, su hermana) o por Gesius Marcianus, su cuñado, esposo de Julia Mamea, o quizá por Septimio Severo, su cuñado segundo, trae al mundo a Varius Avitus Basianus, más tarde apodado Elagabalus, o hijo de las alturas, falso Antonio, Sardanápalo, y por fin Heliogábalo, nombre que parece ser la feliz contracción gramatical de las más altas denominaciones del sol.

Desde aquí vemos a ese bonzo chocho, Basianus, en Emesa, a orillas del Orontes, con sus dos hijas, Julia Domna y Julia Mesa. Ya son dos estupendas mujeres esas dos hijas nacidas de una muleta con un sexo masculino en la punta. Aunque fabricadas con esperma tardía, y en el punto más alejado que alcanza su esperma los días en que el parricida eyacula —digo el parricida y ya se verá por qué—, ambas están bien conformadas y macizas; macizas, es decir llenas de sangre, piel, huesos y cierta materia lívida que pasa bajo las coloraciones de su piel. Una es grande y empolvada de plomo, con el signo de Saturno en la frente, Julia Domna, semejante a una estatua de la Injusticia, la abrumadora Injusticia del destino; la otra es pequeña, delgada, ardiente, explosiva y violenta, y amarilla como una enfermedad del hígado. La primera, Julia Domna, es un sexo con cabeza, y la segunda una cabeza que no carece de sexo.

El año en que comienza esta historia, el año 960 y pico de la declinación del Latium, del desarrollo separado de ese pueblo de esclavos, comerciantes, piratas, incrustado como ladilla en la tierra de los etruscos; que desde el punto de vista espiritual no hizo otra cosa que chuparle la sangre a los demás; que nunca tuvo otra idea sino defender sus tesoros y cofres con preceptos morales, este año 960 y pico, que corresponde al año 179 del reino de Jesucristo, Julia Domna, la abuela, podía tener dieciocho años, y su hermana trece, y digamos de una vez que pronto estarían en edad de casarse. Pero Julia Domna se asemejaba a una piedra lunar, y Julia Mesa al azufre achicharrado al sol.

Yo no pondría mi mano en el fuego asegurando que ambas fueran vírgenes, eso habría que preguntárselo a sus hombres, es decir, por la Piedra Lunar, a Septimio Severo, y por el Azufre, a Julius Barbakus Mercurius.

Desde el punto de vista geográfico, siempre existía esa franja de barbarie alrededor de lo que se ha dado en llamar el Imperio Romano, y en el Imperio Romano hay que incluir a Grecia que, históricamente, inventó la idea de barbarie. Y desde ese punto de vista nosotros, gente de Occidente, somos los dignos hijos de esa madre estúpida, puesto que para nosotros los civilizados somos nosotros mismos, y todo el resto, que da la medida de nuestra universal ignorancia, se identifica con la barbarie.

No obstante, el hecho es que todas las ideas que impidieron la muerte inmediata de los mundos romano y griego, su caída en una ciega bestialidad, justamente vinieron de esta franja bárbara; y el Oriente, lejos de traer sus enfermedades y su malestar, permitió conservar el contacto con la Tradición. Los principios no se encuentran, no se inventan; se conservan, se comunican; y existen pocas operaciones en el mundo más difíciles que conservar la noción, a la vez diferente y fundada en el organismo, de un principio universal.

Todo esto sirve para señalar que desde el punto de vista metafísico, el Oriente siempre estuvo en un estado de tranquilizadora ebullición; que las cosas jamás se degradan por su causa; y que el día en que la cáscara de los principios se encoja allí irremediablemente, la cara del mundo también se encogerá, y todas las cosas estarán cerca de su ruina; y ese día ya no me parece lejano.

Julia Domna y Julia Mesa nacieron en medio de esta barbarie metafísica, de este desbordamiento sexual que en la misma sangre se encarniza en hallar el nombre de Dios. Nacieron del esperma ritual de un parricida, Basianus, al que yo no puedo ver de otro modo que con la forma de una momia.

Este parricida clavó su miembro en el comprimido reino de Emesa, que en un principio no era un reino sino un sacerdocio; y todo eso, reino, sacerdocio, sacerdotes y sacerdote rey a la cabeza, jura estar inyectado de materia lívida, estar hecho de oro y descender en línea recta del Sol.

Pero un día, este sacerdocio que manejaba preceptos y que balbuceaba principios como se manejan al azar y sin ninguna ciencia alfileres o fuelles, este sacerdocio que quizá llevaba en su interior algo divino, pero que ya no sabía dónde se encontraba, en el que lo divino estaba aplastado, reducido a nada como el pequeño reino de Emesa entre el Líbano, Palestina, Capadocia, Chipre, Arabia y Babilonia, o como el plexo solar está aplastado en nuestros organismos de occidentales; este sacerdocio vacuno de Emesa, Vacuno, es decir mujer, y mujer, es decir cobarde, maleable, abofeteado y esclavizado; que no hubiera podido conquistar su realeza visible a fuerza de puños, sino que se hallaba a su gusto en una atmósfera de facilidad y anarquía, supo aprovechar la descomposición del reinado de los Seleucidas —que a ciento sesenta años de distancia prosiguió la descomposición, mucho más importante, del imperio de Alejandro Magno—, para declararse independiente.

Los sacerdotes de Emesa, que desde hace mil años y más aún proviene de los Samsigeramidas, se transmiten el reino y la sangre del Sol de madre a hijo. De madre a hijo porque en Siria la filiación se establece por las madres: madre hace de padre, tiene los atributos sociales del padre; y la que, desde el punto de vista de la misma generación, es considerada como el primo genitor. Digo EL PRIMO GENITOR.

Esto quiere decir que la madre es padre, que la que es padre es la madre, y que lo femenino engendra lo masculino. Y esto hay que compararlo con el sexo masculino de la Luna que a quienes lo veneran les impide convertirse en cornudos.

El caso es que en Siria, y particularmente entre los Samsigeramidas, la hija transmite el sacerdocio, mientras que el hijo no transmite nada. Pero para volver a los Basianos, entre los cuales Heliogábalo es el más ilustre, y de los cuales Basianus es el fundador, hay una terrible escisión entre la línea de los Basianos y la de los Samsigeramidas; y esta escisión está señalada por una usurpación y un crimen, que sin interrumpirla desvían la descendencia del Sol.

Ahora, como entre los Samsigeramidas el padre es la madre, para que el historiador romano haya podido llamarlo «parricida», es preciso que Basianus haya matado a su madre; pero como no se sucede a una mujer, sino a un hombre, y aunque la mujer transmitía el sacerdocio era de todos modos el hombre quien estaba encargado de conservarlo, yo pienso que Basianus debió matar a quien lo conservaba, y que mató a su verdadero padre, su padre POR la naturaleza y su padre EN la sociedad. Por lo tanto era de sangre masculina; se encontraba del lado masculino de la sangre solar; pero el hecho de haber restaurado una vez más la supremacía del macho sobre la hembra, y de lo masculino sobre lo femenino, no parece haber arreglado las cosas, puesto que la declinación comienza a partir de él; y es difícil encontrar en la Historia un conjunto de crímenes, de bajezas, de crueldades más perfecto que el de esta familia, en que a los hombres correspondió toda la maldad y la debilidad, y a las mujeres la virilidad. Aquí se puede decir que Heliogábalo fue hecho por las mujeres, que pensó a través de la voluntad de dos mujeres; y que cuando quiso pensar por sí mismo, cuando el orgullo del macho azotado por la energía de sus mujeres, de sus madres, que se acostaron todas con él, quiso manifestarse, se sabe cuál fue el resultado.

No juzgo el resultado como puede juzgarlo la Historia; a mí me gusta esa anarquía, ese libertinaje. Me gusta desde el punto de vista de la Historia y desde el punto de vista de Heliogábalo; pero Heliogábalo todavía no había nacido en el momento en que tomo su historia.

Los reyes de Emesa, esos pequeños reyes-mujeres, que pretenden ser hombre y mujer a la vez —como el Megabiro del templo de Efeso, hombre, que se ata la verga para sacrificar como mujer, pero se convierte en la piedra reclinada del sacrificio, ante la que sacrifica de pie— desde hace mucho tiempo depositaron su libertad en los machos de Roma. Del viejo reinado de Emat no queda más que ese templo, oscuro y voluminoso. El control de los negocios, la guerra, la protección material de los bienes pertenece a la soldadesca de Roma. Por lo demás, cada sirio piensa como quiere, y la religión del Sol sigue estando repleta a cada tanto de devociones a la Luna, con una mezcla de piedras lunares, peces, carneros y jabalíes. Además toros, águilas, gavilanes diseminados; ¡pero nada de gallos! No, no creo que el gallo haya ocupado un gran lugar en medio de esos ritos.

El templo de Elagabalus en Emesa desde hace varios siglos es el centro de espasmódicas tentativas en que se mide la gula de un dios. Ese Dios, Elagabalus, o Surgido de la Montaña, Cima Radiante, viene de muy lejos. Y quizá se llama Deseo en la vieja cosmogonía fenicia; y ese deseo, como el mismo Elagabalus, no es simple, ya que resulta de la mezcla lenta y multiplicada de los principios que irradiaban en el fondo del Hálito del caos. El sol no es más que el rostro reducido de todos esos principios, un aspecto que sólo sirve para adoradores fatigados y caídos.

Es preciso decir que el Hálito que estaba en el Caos se enamoró de sus principios; y que de ese movimiento de avance, de esa especie de idea que elimina las tinieblas nació un deseo consciente. Y en el mismo Sol hay fuentes vivas, una idea del Caos reducido y completamente eliminado.

Ahora bien, aquello que en el cuerpo humano representa la realidad de ese hálito no es la respiración pulmonar, que sería a ese hálito lo que el Sol en su aspecto físico es al principio de la reproducción, sino esa especie de hambre vital, cambiante, opaca, que recorre los nervios con sus descargas, y entra en lucha con los principios inteligentes de la cabeza. Y a su vez esos principios recargan el hálito pulmonar y le confiere todos sus poderes. Nadie podrá pretender que los pulmones que renuevan la vida no estén bajo las órdenes de un hálito proveniente de la cabeza. Y la cabeza de Elagabalus, dios de Emesa, siempre trabajó mucho.

Pero en el año 179, cuando Septimio Severo en Siria toma el mando de la cuarta Legión Escítica de la alta cosmogonía fenicia divulgada por Sanchoniaton ya no queda más que una piedra negra caída del cielo: ese monolito, ese bloque en punta del que Basianus se constituyó en guardián, pero que en realidad está bajo la custodia de sus dos hijas, esas dos sirias voluptuosas: Julia Domna y Julia Mesa.

Septimio Severo ya está viejo y cansado; desde hace mucho tiempo que las arenas del desierto quemaron sus suelas y mordieron sus talones de asta. Detrás de él tiene dos o tres viudeces: pero ni bien desembarca decide tomar mujer y con ese objeto consulta los registros del estado civil.

En esos registros encuentra a la Luna, es decir la Piedra Lunar, es decir Julia Domna. Pero Domna es Diana, Artemisa, Ishtar, y también es Proserpina, la fuerza de lo femenino negro. Lo negro en la tercera región de la tierra. La mujer encarnada en los infiernos, y que jamás asciende más arriba de los infiernos.

Pero Julia Domna tiene un horóscopo que la destina a ser un día la mujer de un Emperador; y por su horóscopo decide casarse con Julia Domna. Ahora, la piedra lunar, Julia Domna, el horóscopo y los oráculos hidrománticos ante los que se obtienen los horóscopos de los emperadores, todo marcha al unísono. Quiero decir que en Siria la tierra vive, y que hay piedras que viven; y que Julia Domna tiene mucho que ver con todo eso.

Hay piedras negras en forma de verga de hombre, y un sexo de mujer cincelado debajo. Y esas piedras son vértebras en preciosos rincones de la tierra. Y la piedra negra de Emesa es la más grande de esas vértebras, la más pura, y también la más perfecta.

Pero hay piedras que viven, como viven las plantas o los animales, y como puede decirse que el Sol, con sus manchas que se desplazan, se hinchan y se deshinchan, babean unas sobre otras, vuelven a babear y vuelven a desplazarse —y cuando se hinchan o se deshinchan, lo hacen rítmicamente y desde el interior—, como puede decirse que el Sol vive. Las manchas nacen en él como un cáncer, como los bubones efervescentes de una peste. Allí adentro hay materia pulverizada que se contrae, como trozos de sol triturados pero negros. Y pulverizados, ocupan menos lugar. Sin embargo es el mismo Sol y la misma extensión y cantidad de Sol, pero en ciertos sitios apagado, y entonces recuerda al diamante y al carbón. Y todo eso vive; y puede decirse que algunas piedras viven; y las piedras de Siria viven como milagros de la naturaleza, puesto que son piedras lanzadas por el cielo.

Y hay muchos milagros y maravillas de la naturaleza sobre el suelo volcánico de Siria. Ese suelo que parece tapizado y enteramente formado de piedra pómez, pero en donde las piedras caídas del cielo viven su propia vida, y sin confundirse con la piedra pómez. Y existen maravillosas leyendas sobre las piedras de Siria.

Como lo atestigua este texto de Fotius, historiador bizantino de la época de Septimio Severo:

«Severo era un romano, y padre de romanos, de acuerdo con la ley; fue él mismo quien dijo que había visto una piedra en la cual se observaban las diferentes caras de la Luna, adoptando todo tipo de apariencias, ora ésta, ora aquélla, creciendo y disminuyendo según el curso del Sol, y que también llevaba impreso el mismo Sol».

Debe decirse que este texto de Fotius no es en sí mismo una obra original, sino el plagio de un libro perdido que, a juzgar por la cantidad de escritores que a él se refieren, parece haber constituido para los antiguos una verdadera Biblia de lo Maravilloso: la «Vida de Isidoro» por Damascius.

Pero la forma más apasionante de las piedras sirias se encuentra en los Betilos, los Betilos negros, o Piedras de Bel. El cono negro de Emesa es un Betilo que conserva su fuego y se dispone a devolverlo, ya que los Betilos surgieron del fuego. Son como chispas carbonizadas del fuego celeste. E indagar su historia es volver a la génesis del mundo creado:

«Vi —sigue diciendo Severo— un Betilo movido por el aire, a veces oculto entre mantas, pero también a veces llevado en las manos de un servidor; el nombre de ese servidor que se encargaba del Betilo era Eusebios, quien me dijo que súbitamente y de manera totalmente imprevista, le había sobrevenido el deseo de salir de la ciudad de Emesa, casi en medio de la noche, y de irse muy lejos hacia esa montaña en la que estaba enclavado el viejo y magnífico templo de Atenas; que había llegado muy rápido al pie de la montaña y que allí se había sentado para reposar del cansancio de la ruta y que en ese mismo lugar había visto una bola de fuego que caía del cielo con una velocidad muy grande y un león enorme que se hallaba junto a la bola de fuego; que el león había desaparecido de súbito pero que él había corrido hasta la bola de fuego ya apagada, la había tomado y era ese Betilo, y mientras lo llevaba le preguntó a qué dios pertenecía; y le respondió que pertenecía a Gennaios (ese Gennaios es adorado por los hieropolitanos que le erigieron en el templo de Zeus una estatua en forma de león); lo había llevado a su casa esa misma noche, y había recorrido una distancia no menor, decía, de doscientos diez estadios. Eusebios no regía los movimientos del Betilo, sino que estaba obligado a rogarle, a implorarle; y el otro satisfacía sus deseos.

Era una bola perfectamente esférica, de un color blancuzco; y su diámetro medía un palmo. Pero en ciertos momentos aumentaba o disminuía su tamaño; en otros momentos adoptaba un color purpurino. Y nos mostró unas letras trazadas sobre la piedra, teñidas del color llamado minio (o cinabrio). Luego adosó el Betilo a la pared. Y era por medio de esas letras que a quien lo interrogaba el Betilo daba la respuesta buscada. Emitía voces en forma de un leve silbido que Eusebios nos interpretaba».

En otro pasaje de su libro, ese mismo Fotius, obsesionado por lo maravilloso de esas piedras, siente la necesidad de reanudar su descripción, y una vez más apela al testimonio de Severo:

«Severo contaba, entro otras cosas, durante su estancia en Alejandría, que también había visto una piedra heliaca, no tal como las que nosotros vimos, sino que lanzaba desde lo más profundo de su masa unos rayos dorados que formaban un disco semejante al Sol colocado en el centro de la piedra, y que al principio tenía la apariencia de una bola de fuego. De esta bola surgían rayos que iban hasta su circunferencia, ya que toda la piedra tenía una forma esférica. También había visto una piedra selenita, no de aquéllas en la que se ve aparecer una pequeña luna, sólo después de haberla hundido en el agua, y que por eso se llaman hidroselenitas, sino una piedra que, por un movimiento propio e inherente a su naturaleza, giraba cuando la Luna giraba, y de la manera como ella giraba, obra realmente maravillosa de la naturaleza».

La pequeña ciudad de Apamea en Emesa se alza al pie del Anti Líbano, en medio de un paisaje de lava muerta y polvo de osamentas. Su pequeño templo de sol-luna posee un oráculo hidromántico, oráculo que nunca se equivoca.

En él se hubiera podido ver, un día cualquiera del mundo antiguo, caminando en grupo como peregrinos en el cerco de la luz solar, a toda la familia de Heliogábalo: Basianus, el bisabuelo, Julia Domna, la tía abuela, Julia Mesa, la abuela. Basianus, de color amarillo chillón, se adelanta lentamente a paso de asno; y sus hijas lo preceden.

A las doce en punto, hora en que el oráculo habla, llegan al segundo recinto del templo; y se acercan al vivero sagrado.

La «Vida de Isidoro» de Damascius contiene una descripción de este oráculo por el cual, según se cuenta, Julia Domna llegó al trono. Y es de suponer que aquel día el oráculo estuvo particularmente preciso y particularmente concienzudo, pues a partir de él se obtuvo el horóscopo que anunció a Julia Domna su futuro reinado. Y se sabe que treinta años después, Varius Marcellus, padre putativo de Heliogábalo, hace levantar en honor del oráculo una estela votiva que lleva grabado en la piedra el horóscopo de Julia Domna, realizado en aquel momento.

«Quienes venían a honrar a la diosa (Afrodita, salida de las aguas) —cuenta Juvenal según el libro perdido—, llevaban presentes de oro y plata, telas de lino, biso y otros materiales preciosos, y si esos presentes eran aceptados, tanto los paños como los objetos pesados se iban al fondo. Si al contrario eran rehusados y rechazados, se veía sobrenadar los paños y hasta todo aquello que estaba hecho de oro, plata y materiales lo bastante pesados para no flotar naturalmente.

Las tablillas oblongas de bronce, perforadas por un agujero que permitía ensartarlas a la manera de los sortilegios etruscos, y que llevaban respuestas triviales redactadas en latín arcaico en una cadencia próxima al hexámetro, conservaron para nosotros el valor de ejemplos de esos talismanes o sortilegios, en los cuales vivían los oráculos itálicos».

Entre los otros milagros y maravillas de Siria de los que dan fe los historiadores, hay apariciones fabulosas, como la de Apolonio de Tiana frente a Antioquía; y la de esa divinidad misteriosa que se manifiesta frente a Emesa poco tiempo después de la muerte de Heliogábalo, como lo relata Vopiscus en la «Vida del Emperador Aureliano».

«La caballería de Aureliano había emprendido la retirada frente a Emesa cuando una divinidad que sólo más tarde fue conocida vino a alentar a nuestros soldados. La emperatriz Zenobia huyó, Aureliano entró en Emesa como triunfador y en el mismo momento se dirigió al Templo de Heliogábalo, pues quería cumplir con los dioses. Allí divisó una vez más, y con la misma forma, la divinidad que había visto en el combate, alentando la acción de sus armas.

De regreso a Roma hizo construir en honor del Sol un templo cuya consagración fue hecha con la mayor magnificencia».

………

«Entonces aparecieron en Roma esos vestidos cubiertos de pedrerías que vemos en el Templo del Sol, esos dragones provenientes de Persia, esas mitras de oro».

Pero por encima de esas leyendas y relatos de la tierra que, simbólicos o no, y como todos los símbolos, ocultan y ponen de manifiesto, pero de manera reversible, las más precisas e indiscutibles verdades, están los relatos y leyendas del cielo. Están las Fábulas Metafísicas, las Cosmogonías, el Génesis, no el bíblico, sino el feacio, y que, falso o no en su redacción primitiva, nos transmite, mediante la estela de Sanconiaton, el espíritu profundo y las preocupaciones cenagosas (quiero decir referidas al antiguo cieno) de los primeros mercachifles surgidos del color rojo, rojo amarillo como las menstruaciones. Esas menstruaciones rojo amarillas que son el color y la bandera de los feacios, vuelven a delinear el recuerdo de la más terrible de las guerras. Rojo amarillo, estandarte de la mujer, contra blanco esperma, estandarte del sexo masculino. Acerca de los principios volveré a esta guerra que opone sin tregua posible lo femenino a lo masculino. Por el momento sólo quiero detenerme en una guerra de maravillas, de anomalías naturales, de espectáculos rituales espléndidos, en los que el hombre y la mujer se mezclan a través del oro y de la Luna sobre el manto del sacerdote celebrante.

En Siria los templos vibran de maravillas reales, de magia exteriorizada. Y una considerable cantidad de templos que no parecen construidos sino para ilustrar esa guerra, esos ritos, esas anomalías, rivalizan en esplendor por toda la extensión de Siria, unos consagrados al Sol, otros a la Luna, y nunca se sabe muy bien cuál es la hembra, cuál el macho, y si el macho es quien ha engendrado a la hembra o a la inversa. En Emesa está el templo del Sol, que parece tener la primacía sobre los otros templos del Sol macho, como si hubiera muchos soles y tomadas en particular cada uno fuera el doble de todos los demás, y como la Luna es el doble hembra de un dios único y masculino; y el templo del sol-luna en Apamea todo empedrado con piedras lunares; y el de la Luna en Hierápolis cerca de Emesa que, exteriormente consagrado a la mujer, posee un trono esmirriado y disminuido para el macho, que sólo se muestra una vez al año y en la figura de Apolo. Apolo, es decir el Sol en movimiento y que corre, el Sol liberado de una parte de sí mismo, la más alta, y considerado en su fuerza motora, el Sol que ha bajado de su trono y que acepta ponerse en movimiento, que ya no es rey, puesto que no está sentado, no está inmóvil y trabaja, y se ha convertido en el hijo del rey, como el cristo es hijo de Dios.

Luciano, autor griego del siglo II después de Jesucristo, relata una visita que efectuó al templo de Astarté en Hierápolis.

Pero en vano se buscaría en su relato una precisión acerca de los ritos que allí se practican. Nada parece haberle impresionado fuera de un pintoresquismo puramente exterior:

«El templo conserva objetos preciosos, antiguas ofrendas, una multitud de objetos maravillosos, estatuas veneradas y dioses siempre presentes. En efecto las estatuas sudan, se mueven y emiten oráculos».

Ya que si las piedras emiten sonidos, si vuelan, si tienen un hálito, una respiración que les pertenece, también las estatuas tienen un hálito que sin duda es el espíritu del dios.

«A menudo —dice Luciano—, se escucha una voz en el santuario, cuando el templo está cerrado. Muchos la han oído».

Es de suponer que una vez abierto el templo, la superchería se hacía imposible. Siempre habrá farsantes al lado de los iniciados.

«He visto —continúa Luciano—, el tesoro secreto del templo, donde se conservan las reliquias, las innumerables riquezas; paños, objetos de oro y plata ordenados por separado.

Además el templo contiene cuernos de elefantes, alfarería, tejidos etíopes; en el vestíbulo se ven dos enormes falos. También puede verse, en el recinto del templo, un hombrecito de bronce sentado provisto de un enorme miembro.

El emplazamiento mismo en donde se construyó el templo de Hierápolis es una colina situada en medio de la ciudad. Está rodeado por dos murallas. Una de esas murallas es antigua, la otra no es muy anterior a nuestra época. Los propileos tiene una extensión de aproximadamente cien brazas (ciento sesenta metros). Bajo estos propileos se encuentran falos de una altura de treinta brazas (cuarenta y ocho metros). Un hombre sube dos veces por año a uno de esos falos y se queda en lo alto durante siete días. El motivo de esta ascensión es el siguiente: el pueblo está persuadido de que este hombre, desde ese sitio elevado, conversa con los dioses, les pide la prosperidad de toda Siria, y que aquellos escuchan su ruego desde más cerca. Otros piensan que esto se practica en honor de Deucalión y en recuerdo de ese triste acontecimiento, cuando los hombres huían a las montañas por temor a la inundación. (El templo de Hierápolis poseía un orificio por el cual se decía que había salido el agua del diluvio). Para subir al falo el hombre pasa una gruesa cadena alrededor del falo y de su cuerpo, luego sube por medio de salientes de madera que sobresalen del falo, lo bastante anchas para apoyar el pie. A medida que se eleva levanta la cadena consigo del mismo modo que los carreros levantan las riendas. Si nunca han visto esto, seguramente han visto treparse a las palmeras, ya sea en Arabia, en Egipto o en otras partes, entonces comprenderán lo que quiero decir. Al llegar al término de su camino, nuestro hombre suelta otra cadena que lleva consigo y, por medio de esta cadena, que es muy larga, alza todo lo que necesita: maderas, ropas, utensilios. Con todo eso se confecciona una morada, una especie de nido, se sienta y permanece el tiempo mencionado. La muchedumbre que llega le trae, algunos oro, otros plata, otros cobre; depositan estas ofrendas delante de él y se retiran diciendo cada uno su nombre.

Allí hay otro sacerdote, de pie, que le va repitiendo los nombres, y en cuanto los escucha, dice una oración por cada uno de ellos. Al orar, golpea en un instrumento de bronce que produce un sonido estrepitoso y chillón.

El hombre no duerme. Se cuenta que, si se quedara dormido, un escorpión llegaría hasta él y lo despertaría con una picadura dolorosa. Tal es el castigo atribuido a su sueño. Lo que se cuenta del escorpión es santo y divino.

El templo mira al Sol naciente. Por su forma y estructura se asemeja a los templos construidos en Jonia».

Aquí es donde huele a mujer. Si en lugar de darnos una descripción exterior del templo de Hierápolis —y nunca es más exterior su descripción que cuando simula violar sus entrañas, introducirse en sus secretos—, Luciano hubiese tenido la menor curiosidad por los principios, habría buscado sobre las columnatas del templo el origen extrahumano de los sexos petrificados de hembra que forman su ornamento. Éste es el principio mismo de la arquitectura Jónica.

Pero volvamos a su descripción documental.

Esta descripción tiene la ventaja de precisar cierta cantidad de detalles concretos, aunque superficiales, y pone de manifiesto ese gusto innato del decoro, esa pasión por las magnificencias, verdaderas o falsas, en un pueblo para el que el teatro no estaba sobre la escena, sino en la vida.

«Del suelo se alza una base de una altura de dos brazas. Sobre esta base está asentado el templo. Al entrar uno se siente embargado por la admiración: las puertas son de oro, en el interior el oro brilla por todas partes, sobre toda la bóveda. Se siente un olor suave, semejante a aquel del cual se cuenta que está perfumada Arabia. Por más lejos que uno se encuentre al llegar al templo, puede respirar ese olor delicioso, y una vez fuera de él, éste no se disipa, sino que impregna profundamente la ropa, y siempre conserva uno el recuerdo. Adentro, en un recinto apartado están colocadas las estatuas de Júpiter y Juno, a quienes los habitantes de la ciudad llaman por un nombre que posee consonancias sacadas de su propio lenguaje. Esas dos estatuas son de oro y están sentadas: Juno sobre leones, Júpiter sobre toros. La estatua de Juno tiene un cetro en una mano, en la otra un tallo, su cabeza coronada de rayos sostiene una torre y está ceñida con la diadema con que por lo común no se adorna más que la frente de Urania. Sus ropas están cubiertas de oro, de piedras infinitamente preciosas, unas blancas, otras color de agua, una gran cantidad color de fuego; son sardónices, circones egipcios, esmeraldas que le traen los indios, los medos, los armenios, los babilonios.

La estatua lleva sobre la cabeza un diamante denominado Lámpara. Durante la noche arroja un resplandor tan intenso que el templo se ilumina como con antorchas; durante el día esa claridad es mucho más débil; sin embargo la piedra conserva una parte de su fuego. También hay otra maravilla en esta estatua; si se la mira de frente, ella lo mira, si uno se aleja, su mirada lo sigue. Si otra persona hace la misma experiencia desde otro lado, la estatua no deja de hacer lo mismo.

Entre esas dos estatuas se ve una tercera también de oro, pero que no tiene nada en común con las otras dos. Es el Semeión: sobre la cabeza soporta una paloma de oro.

Cuando se entra en el templo, a la izquierda se encuentra un trono reservado al Sol, pero la figura de ese dios no existe, el Sol y la Luna son las dos únicas divinidades cuyas imágenes no se muestran; ellos dicen que es inútil hacer estatuas de divinidades que todos los días se muestran en el cielo».

El culto de Baal en Emesa, representado por la vigorosa verga de Elagábalo, dios negro, es comparable, por sus ritos complejos y sobrecargados, al culto de Tanit-Astarté, la Luna, que, a algunos kilómetros de allí, imponía su rigor en las frescas profundidades del templo de Hierápolis. Era allí, en ese templo consagrado a la vagina de la mujer, a su sexo divinizado, donde un Apolo sudoroso y barbudo salía en las principales fiestas y consagraba sus oráculos a través de la voz del gran sacerdote, avanzando o retrocediendo sobre los hombros de sus portadores. Este Apolo, totalmente de oro, con un agregado de gruesas cerdas negras bajo el mentón, llega sostenido sobre las espaldas de una buena docena de portadores vacilantes y que apenas logran soportar su masa. La muchedumbre se inclina. El incienso se eleva, parece surgir de todos los orificios. En el fondo del templo, el gran sacerdote espera al dios, él mismo cubierto de insignias, sobrecargado de pedrerías, de oropeles, de plumajes, derecho, endeble, aéreo como el badajo de una campana, sudoroso de oro. En medio del súbito silencio se escuchan pasos, voces, idas y venidas de todo tipo en las cámaras subterráneas del edificio; todo eso forma como tajadas, como estratos superpuestos de murmullos y ruidos. Bajo el suelo, el templo desciende en espirales hacia las profundidades; las cámaras rituales se amontonan, se suceden verticalmente; ocurre que el templo es como un gran teatro, un teatro en que todo sería verdadero.

En el momento en que el dios aparece, el dios ebrio que hace vacilar a sus guardianes, el templo vibra, en correspondencia con los torbellinos estratificados de los subsuelos, conocidos y señalados desde la más remota antigüedad. En las cámaras rituales, y hasta a varios centenares de metros bajo el nivel del suelo, los guardianes se van pasando la noticia, dan voces, golpean gongs, hacen gemir unas trompas cuyos ecos son reproducidos por las bóvedas.

En el ala de los gritos, sobre las nubes giratorias del incienso y de los ruidos, semejantes a masas movibles de humo, el gran sacerdote interroga al oráculo, lo sondea, lo invoca a voz en cuello y rítmicamente. Entonces se ve al dios–loco, cuya barba produce un gran agujero negro en medio del oro en que está completamente ahogado, se lo ve agitarse, echar espuma, como rabioso o trastornado por la inspiración.

Si el oráculo es favorable, si la respuesta del oráculo es

«sí»

el dios empuja a sus portadores hacia delante.

Si el oráculo es desfavorable, si la respuesta del oráculo es «no» el dios lleva a sus portadores hacia atrás.

Luciano mismo pretende haber visto un día como ese dios, cansado de las preguntas que le hacían, se liberaba del abrazo de sus guardianes y se lanzaba de un vuelo hacia el cielo. Desde aquí vemos a la muchedumbre, sobrecogida por una especie de terror religioso, que se precipita fuera del templo, pisotea el atrio, tropieza y se arremolina alrededor de los dos grandes falos altos como pilares, y momentáneamente inutilizados, con sus casi cien codos de altura.

Todo esto apenas pone de manifiesto cierto aspecto exterior de la religión de Astarté, la Luna, extrañamente mezclada a los ritos de Apolo, el Sol barbudo. Pero es preciso insistir en la presencia de esos dos pilares, que se alzaban uno tras otro en la alineación interior del templo. Esos dos pilares, que representan falos, se alzan en el mismo eje del sol, de tal manera que forman, con el punto en que el Sol se eleva en cierta época del año, una especie de línea ideal en la que se inserta el templo, y que hace que la sombra de la primera columna, la columna más cerca al templo, se confunda exactamente con la sombra de la otra.

Ésta es la señal de un intenso desbordamiento de sexos, al que todo lo que es especialmente religioso en el reino, y hasta lo que no lo es, no vacila en mezclarse. Pero aquello que para los coribantes es un llamado a la mutilación, para la mayoría del pueblo es un estímulo a la fornicación. Mientras las nuevas vírgenes sacrifican sobre el altar de la Luna su virginidad recién adquirida, sus santas madres, que por un día salen del gineceo familiar, se entregan a los barrenderos del templo, a los guardianes de las esclusas sagradas, que también emergen de sus tinieblas por un día, y vienen a ofrecer su sexo macho a los rayos del sol exterior.

Algunas mujeres se enamoran repentinamente de esos coribantes que arrojan sus miembros mientras corren, que pierden abundantemente su sangre sobre los altares del dios pítico. Y los maridos, los amantes de esas mujeres respetan esos amores sagrados.

Esas explosiones amorosas duran poco tiempo. Pronto las mujeres abandonan los cadáveres de esos hombres cubiertos de vestidos femeninos, que han recibido en su carrera mortal.

Dicho lo cual, debe reconocerse que Siria, que mezcla los templos, que ha olvidado la guerra que en otros tiempos la hembra y el macho sostuvieron en el caos, y las guerras que los feacios o fenicios, que no son semitas, sostuvieron en otros tiempos con los semitas, no por una idea de macho y hembra, sino de masculino y femenino, Siria que reconcilió en sus templos estos dos principios y sus múltiples encarnaciones, de todos modos tiene la disposición a cierta magia natural: cree en los prodigios, y los busca; pero, por sobre todas las cosas, conserva una idea de la magia que no es natural: cree en zonas de espíritus, en líneas místicas de influencia, en una especie de magnetismo errante, y que adopta una forma, y que expresa por medio de figuras sobre sus mapas del cielo Bárbaro, que no tienen nada que ver con mapas de astronomía.

Una mujer, única en su especie en la Historia, fue la encarnación de esa magia y de esas guerras: Julia Domna.

En la confluencia de lo real y lo irreal, ella erige sus grandiosos designios alimentados por debajo de la respiración de las piedras parlantes, sirviéndole lo maravilloso a la vez de decorado y espejo.

Julia Domna, que ha hecho la guerra, que ha encendido y suscitado guerras para servir a sus ambiciones de mujer y a sus ideas de dominación, también es responsable de esa acumulación de maravillas que llenan la «Vida de Apolonio de Tiana», escrita por Filóstrato; Apolonio de Tiana el blanco, que recarga la espiritualidad de la tierra con signos hechos en las tumbas.

Le perdono a Julia Domna su casamiento con esa especie de loco romano llamado Septimio Severo; y le perdono sus hijos, más locos aún y más criminales que su padre, por la «Vida de Apolonio de Tiana», escrita por orden suya, y en la cual tomo yo todo en su sentido literal.

Por otra parte, sin Julia Domna no habría existido Heliogábalo, pero creo que sin esa aleación pederástica de la realeza y el sacerdocio, en que la mujer aspira a ser macho, y el macho a adoptar maneras femeninas, la feminidad real de Julia Domna, que impregnaban lo maravilloso y la inteligencia, nunca habría pensado en brillar sobre el trono del imperio romano. Para ello se necesitaron circunstancias exteriores, y que ella fuera una verdadera mujer. Todo esto reunido configura un monstruo que conduce a un emperador a la guerra, pero que, una vez pasada la guerra, engendra poetas a su alrededor, como engendraría curanderos o brujos. Todos sus amantes son gente que sirve, que sirve para algo, y que le sirve. Ella mezcla el sexo y el espíritu, y nunca el espíritu sin el sexo, pero tampoco el sexo carente de espíritu. En Siria, y cuando todavía era una niña, se acuesta a diestro y siniestro, pero siempre con médicos, con políticos, con poetas. Se entrega a personas que están en su propia línea, sin preocuparse por las líneas de ellos. Primero ser reina: sus coitos la conducen a la realeza. Y es de suponer que a Septimio Severo lo habrá hecho desear, en el año 179, cuando venía a Siria a tomar el mando de la 4.ª. Legión Escítica, y así hasta su casamiento, un poco más tarde. E incluso después.

Gasta sin frenos; y aunque no sabe como Julia Mesa urdir una sutil intriga, prepara grandes planes. La ambición por sobre todas las cosas, y la fuerza. La ambición hasta en la sangre, e incluso una vez por encima de la sangre. Si sus dos hijos buscan matarse ante ella, abandona al muerto por el vivo, porque el vivo se llama Caracalla, y reina. Y porque ella domina a Caracalla con su cabeza y cuida el trono mientras lo envía a guerrear a lo lejos.

Un historiador latino, Dion Casius, cuenta que Julia Domna se acuesta con Caracalla sobre la sangre de su hijo Geta, asesinado por Caracalla. Pero Julia Domna nunca se acostó más que con la realeza, la del Sol primero, de quien es hija; la de Roma luego, que la recubre como un caballo cubre a una yegua.

Sin embargo, esta fuerza no carece de blandura. Hay mucha diversión en la corte de Julia Domna, desde que bajo los auspicios de Julia mesa, su hermana, y de las hijas de esta última, logró implantar en roma las costumbres de Siria.

El esperma corre a mares quizá, pero es un río inteligente ese río de esperma que corre y sabe que no se pierde.

Ya que la blandura, aquí, no es más que la espuma de la fuerza. Una cresta que tiembla en el viento.

Nada abate a esta mujer extraordinaria. Cuando se va la guerra, entra la poesía. Y mientras tanto, su hermana está allí, bajo su dominio, y con ella sus hijas, por quienes se perpetuará la raza del sol.

Heliogábalo nace en Antioquia, en el año 204, durante el reinado de Caracalla.

Y Caracalla, Mesa, Domna, Semia, la madre de Heliogábalo, entonces viuda de Varius Antoninus Macrinus, y Mamea, madre de Alejandro Severo y viuda de Gesius Marcianus, curador del trigo o de las aguas, todos ellos se acuestan todos juntos, se zarandean, banquetean, y excitan a su alrededor los trances de los faquires sirios.

Luego, a lo lejos, adviene cerca de un templo de la luna macho, del dios Lunus, el asesinato de Caracalla, cuando apeado del caballo estaba orinando.

Y Macrino, el nuevo emperador, se instala en el trono de Roma, sin volver nunca más a Roma, imaginando que gobierna todo desde el fondo de Siria, allí donde se encuentra, y donde perpetró el asesinato de Caracalla.

Parecía acabada entonces la realeza de Julia Domna. No obstante Macrino la deja donde está: la respeta; y Julia Domna no da crédito a sus ojos. Sin embargo ya no es verdaderamente reina. Conserva el título, los honores, la escolta (la fuerza armada es importante), y sobre todo el tesoro de una reina (el tesoro es lo más importante), pero ya no toma parte en el gobierno del imperio, y sigilosamente conspira, para recuperar ese gobierno.

Macrino se entera de todo eso, y apresuradamente llama a Siria a Julia Domna, Julia Mesa, Julia Semia y Julia Mamea, y, además, al pequeño Varius Antoninus, de la familia de los Basianos de Emesa, que llamaremos Heliogábalo, aunque todavía no haya recibido ese nombre.

La madre de Heliogábalo se encontraba en Roma, en el momento en que lo concibe, y en consecuencia Caracalla pudo haber sido su padre, aunque en esa época no tenía más de catorce años. Pero ¿por qué un romano de catorce años, hijo de una siria, no lograría hacerle un hijo a una siria de dieciocho años? No fue en Roma donde nació Heliogábalo, sino, por casualidad, en Antioquía, en el transcurso de uno de esos viajecitos misteriosos que la familia de los Basianos hacía de la corte de Roma al templo de Emesa, pasando por la capital militar de Siria.

De regreso a Siria, Julia Domna, que siempre amó la realeza por sobre todas las cosas, a quien en el fondo nunca le importó el amor (y la poesía de Apolonio de Tiana y de algunos otros siempre fue para ella la forma más alta de la realeza), Julia Domna que no puede soportar el hecho de haber perdido la corona, decide dejarse morir de hambre; y así lo hace.

Julia Mesa y su camada están instaladas nuevamente en Siria.

Estamos en el año 211 de Cristo.

Heliogábalo puede tener siete años, y desde hace ya dos años ha sido consagrado sacerdote del sol. Pero alrededor del pequeño reinado de Emat sobre el que reina Heliogábalo, está la Siria desértica y blanca, de la cual de todos modos sería importante saber algo.

Desde el punto de vista militar es tranquila. Desde el punto de vista físico y geográfico, es poco más o menos idéntica a lo que es hoy. Hoy el Orontes, que bañaba los muros del templo de Emesa como una especie de brazo desviado, ha dejado de bañarlos. Antioquía se llama Antioquía y Emesa se llama Homs. Del templo del Sol ya no queda nada, como si se lo hubiera tragado la tierra. Realmente se lo tragó la tierra, puesto que todavía está allí, se ha construido una mezquita a medio estadio a su derecha, que mira hacia el poniente; pero una simple plaza empedrada recubre sus fabulosos cimientos, donde a nadie se le ocurrió jamás ir a excavar.

En cuanto a la ciudad de Homs, apesta como Emesa, ya que el amor, la carne y la mierda, todo se hace al aire libre. Y las pastelerías al lado de las letrinas, como las carnicerías rituales junto a las otras carnicerías. Todo esto grita, se destapa, hace el amor, arroja el veneno y la esperma como se arrojan escupitajos. En las callejuelas, a grandes pasos rítmicos y semejantes a los que debían dar las grandes estatuas de Asuerus, los comerciantes salmodian en Homs como salmodiaban en Emesa, delante de sus comercios semejantes a verdaderas ferias.

Tiene esos vestidos largos que se ven en los Evangelios, y se ajetrean en medio de olores espantosos, como si fueran saltimbanquis o bufones orientales. Y frente a ellos, pero en el año 211, pasa una muchedumbre, mezclada de esclavos y aristócratas, y por encima de ellos, sobre las alturas de la ciudad, resplandecen las murallas ardientes del templo milenario del Sol.

Al salir de las callejuelas comerciales, donde, entre los detritus de alimentos, se pudren grandes ratas de albañal, acerquémonos al templo mismo, cuyo secreto esplendor hizo soñar a una parte de la antigüedad. A medio estadio del templo los olores se acaban, se hace el silencio. Un vacío atiborrado de sol separa el templo de la ciudad baja, ya que el templo del Sol en Emesa, como casi todos los templos sirios, domina en un montículo elevado. Ese montículo está hecho de las entrañas de otros templos, de restos de palacios, y de los vestigios de antiguas convulsiones terrestres, que, si se quisiera determinar su origen, nos llevaría a un Diluvio mucho más remoto que el de Deucalión. Un recinto bajo, de adobe rosado, cierra el templo en la cima del montículo, seguido a una distancia del ancho de la plaza de la Concordia, por un segundo recinto de piedras raras, recubiertas por una veladura de mica brillante. Una vez abierta la puerta del segundo recinto, comienzan los ruidos sagrados, los ruidos interiores, y ante la vista se ofrece un espectáculo desconcertante.

Allí está el templo, con su águila de alas abiertas, y que cuida al Falo sagrado. Sobre sus paredes de mármol se estremecen grandes olas de resplandores argentíferos, que recuerdan al espíritu los múltiples gritos que parece lanzar el Apolo Pitio, durante el transcurso de las grandes fiestas solares. Y alrededor del templo, a raudales, saliendo de las grandes alcantarillas negras, desfilan los servidores rituales, como nacidos del sudor del suelo. Ya que en el templo de Emesa, la entrada de servicio está bajo tierra, y nada debe turbar el vacío que bordea al templo más allá del recinto más alejado. Un río de hombres, animales, objetos, materiales, vituallas, nace en varios rincones de la ciudad comercial, y converge hacia los subterráneos del templo, creando alrededor de sus cámaras alimenticias como la trama de una inmensa telaraña.

Este entrecruzamiento misterioso de hombres, animales vivos o desollados, metales llevados por especies de pequeños cíclopes que sólo verían la luz del día una vez al año, alimentos, objetos fabricados, crea en ciertas horas del día un paroxismo, nudos de gritería y de ruidos, pero puede decirse que no se detiene jamás.

Bajo tierra, los carniceros, las escoltas, los carreteros, los distribuidores, que salen del templo por sus partes bajas y hurgan en la ciudad a lo largo de todo el día, para dar al dios rapaz sus cuatro partes cotidianas de alimentos, se cruzan con los sacrificadores, ebrios de sangre, incienso y oro fundido, con los fundidores, con los heraldos de las horas, con los batidores de metales, clavados en sus cuartos bajos durante todos los días del año, y que sólo emergen el día fatídico de los Juegos Píticos, también llamados Helia Pitia.

Sucede que alrededor de las cuatro grandes comidas rituales del dios solar, gira un pueblo de sacerdotes, esclavos, heraldos, párrocos. Y estas mismas comidas no son simples, sino que a cada gesto, a cada rito, a cada manipulación sangrienta, a cada cuchillo bañado en ácido y secado, a cada nueva vestimenta que Basianus se saca o pone, a cada ruido de golpes, a cada mezcla precipitada de oro, plata, amianto o electro, a cada gozne que gira y que atraviesa los subterráneos radiantes con el ruido de la Rueda Cósmica, responde un vuelo de ideas sombrías y torturadas, de ideas enamoradas de formas que arden en deseos de reencarnarse.

Una masa de oro arrojada en un abismo alimentado por cíclopes, en el preciso instante en que el Gran Sacrificador destroza frenéticamente la garganta de un gran buitre, y bebe su sangre, responde a una idea de la transmutación alquímica de los sentimientos en formas y de las formas en sentimientos, sobre el rito transmitido por los sacerdotes egipcios.

Pero a esta idea de la sangre derramada y de la transmutación material de las formas, corresponde una idea de la purificación. Se trata de aislar la ganancia obtenida de todo sentimiento de goce inmediato y personal por parte del sacerdote; y que este estallido, esta explosión de rápido frenesí puedan volver, sin la sobrecarga de materia, al principio del cual salieron.

Por esto esas innumerables cámaras consagradas a una acción o incluso a un simple gesto, y de las cuales estaban como rellenos los subterráneos del templo, sus entrañas hirvientes. El rito de la ablución, el rito del abandono, de la depravación, del despojo; el rito de la desnudez completa y en todos los sentidos; el rito de la fuerza corrosiva y del salto imprevisto del sol correspondiente a la aparición del jabalí salvaje; el rito de la rabia del lobo alpino y el de la obstinación del carnero; el rito de la emanación de los tibios calores y el de la gran crepitación solar en la época en que el principio macho marca su victoria sobre la serpiente; todos esos ritos, a través de diez mil cámaras, se corresponden diariamente, o de mes en mes, y de par de años en par de años; se corresponden de un vestido a un gesto, y de paso a un chorro de sangre.

Porque lo que se transmitió al exterior de la religión del sol, tal como se practicaba en Emesa, y que el grueso del pueblo veía, no es más que la parte edulcorada y reducida, y cuya torturadora y abominable inspiración sólo podrían revelar los sacerdotes del dios Pítico.

Si un falo giratorio, y cubierto con múltiples vestidos, señala lo que tiene de negro el culto del sol, los estratos ruidosos que conducen la idea del sol bajo la tierra, realizan de una manera física, con sus trampas y sus encantos tajantes, un mundo de ideas infinitamente sombrías y cuyas ordinarias historias de sexo no son más que el revestimiento.

Esas ideas que determinan el culto del sol, tal como se practicaba en Emesa, conciernen a la maldad cósmica de un principio, al que los pueblos periódicamente cometieron el error de facilitar un detestable escape en las cosas, venerándolo en lo que tiene de negro.

El triángulo invertido que forman los muslos, cuando el vientre se hunde en medio de ellos como una cuña, reproduce el cono oscuro del Erebo, en cuyo espacio maléfico, introducen sus exaltaciones los adoradores del falo solar, que en esto le dan la mano a los devoradores de menstruaciones lunares.

Por lo tanto no es el coito, sino la muerte, y la muerte en la luz desesperante, en la caída de una parte de dios, cuya figura impotente revelan todas esas religiones iniciáticas, impotente y malvada a la vez, como un oro que, para mostrar su soberanía en el terreno de la baja realización, vería desprenderse una parte de sí mismo con el peso del plomo.

Y todo esto, que revela el carácter espantoso de una religión no obstante monoteísta, prueba que Dios mismo es más que lo que de él se hace.

Allí donde las pirámides de Egipto, con sus triángulos construidos, son un llamado a la luz blanca, en el centro subterráneo del templo de Emesa es preciso pensar en una especie de filtro triangular, un filtro para la sangre humana.

La sangre de los sacrificios de arriba no puede perderse en las cloacas comunes; no debe llegar a las aguas primitivas del mar mezclada con las ordinarias deyecciones humanas: orina, sudor, esperma, escupitajos o excrementos. Y bajo el templo de Emesa hay un sistema de cloacas especiales, donde la sangre del hombre se une al plasma de ciertos animales.

Por esas cloacas en forma de espiral ardiente, cuyo círculo disminuye a medida que avanzan en las profundidades del suelo, esa sangre de seres sacrificados con los ritos requeridos va a llegar a los rincones sagrados de la tierra, a los primitivos filones geológicos, a los estremecimientos coagulados del caos. Esa sangre pura, esa sangre aligerada y sutilizada por los ritos, y que se hizo placentera para el dios de abajo, rocía a los dioses rugientes del Erebo, cuyo hálito termina de purificarla.

Ahora, de la punta de su falo al último circuito de sus cloacas solares, el templo, con las protuberancias de sus nichos, de sus fuentes, de sus bajorrelieves, de sus piedras vibrantes plantadas como clavos en los muros, está totalmente incluido en una especie de inmenso círculo, que corresponde al círculo espasmódico del cielo.

Allí, en el centro de ese círculo ilusorio, y como en el punto viviente de una tela en el minuto en que se sostiene la araña, es donde se encuentra la cámara del filtro semejante a un triángulo invertido. Y la punta hueca del filtro corresponde en sentido inverso a la punta del falo de arriba.

En esta cámara cerrada, sólo el gran sacerdote desciende con una cuerda, como un cubo en las profundidades de un pozo.

Se lo baja una vez al año, a medianoche, en medio de un acompañamiento de ritos extraños en los que el sexo físico del hombre adquiere una importancia desmesurada.

Ese triángulo tenía en sus bordes una especie de adarve cerrado por una gruesa baranda. Y a ese adarve daban otras cámaras, sin salida hacia la luz exterior, pero en las cuales durante siete días, en un período que corresponde a las Saturnales griegas o romanas, se ejecutaban atroces matanzas.

Vuelvo ahora a Heliogábalo que es joven y se divierte. De tiempo en tiempo lo visten. Lo arrojan sobre los peldaños del templo, le hacen ejecutar ritos que su cerebro no comprende.

Oficia con seiscientos amuletos que crean zonas en su cuerpo. Da vueltas alrededor de los altares consagrados a los dioses y a las diosas; se impregna de ritmos, cantos, olores y múltiples ideas; y llega el día en que todo eso se reúne, en que la sangre del sol sube como rocío en su cabeza, y cada gota de rocío solar se vuelve energía e idea.

Es demasiado fácil decir que fue Julia Mesa, la rata o el azufre, la que condujo toda la intriga destinada a poner a Heliogábalo en el trono de los Césares romanos. Todos aquellos que triunfaron en la vida e hicieron hablar de ellos, no hay duda que tenían algo; y los que, como Heliogábalo, llegaron a ofuscar a la Historia, tenían cualidades que habrían podido cambiar el curso de la misma si las circunstancias hubiesen estado a su favor.

Julia Mesa posee sobre Domna, su hermana, la superioridad de no haber buscado jamás nada para ella misma, de no haber confundido jamás ni la realeza romana, ni la realeza solar de los Basianos con su pequeña persona, y de haber sabido despersonalizarse.

Enviada a Emesa por Macrino, allí transporta tanto el tesoro del imperio acumulado por Julia Domna como el tesoro del sacerdocio sirio que se enmohecía en algún sitio en Antioquía; y encierra todo eso en el interior del recinto del templo, considerado por todos como inviolable y sagrado.

Como rata, hace su trabajo de rata que gira sin descanso alrededor de las cosas. Estimula, alimenta sigilosamente la gloria de Heliogábalo, la alimenta por todas partes y por todos los medios posibles. Y no se preocupa por la calidad de esos medios.

En ese pedestal que pone bajo la estatua sagrada del principito, la belleza de Heliogábalo desempeña un papel, pero también la sorprendente inteligencia de Heliogábalo, y su precoz desarrollo.

Desde muy pequeño Heliogábalo posee el sentido de la unidad, que están en la base de todos los mitos y de todos los nombres; y su decisión de llamarse Elagabalus, y el encarnizamiento con que se obstinó en hacer olvidar su familia y su nombre, y en identificarse con el dios que los cubre, es una primera prueba de su monoteísmo mágico, que no sólo es verbo, sino acción.

Ese monoteísmo, luego, lo introduce en las obras. Y es ese monoteísmo, esa unidad de todo que entorpece el capricho y la multiplicidad de las cosas, lo que yo llamo anarquía.

Poseer el sentido de la unidad profunda de las cosas es poseer el sentido de la anarquía, y del esfuerzo necesario para reducir las cosas llevándolas a la unidad.

Quien posee el sentido de la unidad posee el sentido de la multiplicidad de las cosas, de ese polvo de aspectos por los que se debe pasar para reducirlas y destruirlas.

Y Heliogábalo, como rey, se encuentra en el mejor sitio posible para reducir la multiplicidad humana, y por medio de la sangre, la crueldad, la guerra, llevarla hasta el sentimiento de la unidad.