Poul Anderson

Patrulla del Tiempo

1

SE PRECISAN HOMBRES. De entre 21 y 40 años, preferiblemente solteros, con experiencia militar o tecnológica y buenas condiciones físicas para trabajo bien remunerado que incluye viajes al extranjero. Compañía de Estudios de Ingeniería, 305 E. 45, de 9 a 12 y de 14 a 18.

—El trabajo, como podrá comprender, se sale un poco de lo corriente —dijo el señor Gordon—. Y es confidencial. ¿Puedo confiar en que sabe guardar un secreto?

—Normalmente sí —dijo Manse Everard—. Depende, por supuesto, de la naturaleza del secreto.

El señor Gordon sonrió. Era la suya una sonrisa curiosa, dibujaba con los labios una curva cerrada que no se parecía a ninguna sonrisa que Everard hubiese visto. Hablaba un americano general fluido y coloquial, y vestía un traje de negocios sin nada destacable, pero tenía un aire extranjero que no se debía sólo a la piel oscura, las mejillas lampiñas y la incongruencia de unos ojos mongólicos sobre una nariz caucasiana. Era difícil de situar.

—No somos espías, si eso es lo que piensa —dijo.

Everard sonrió.

—Lo siento. Por favor, no piense que me he vuelto tan histérico como el resto del país. En todo caso, jamás he tenido acceso a datos confidenciales. Pero el anuncio menciona operaciones en el extranjero, y tal y como están las cosas… espero que comprenda que me gustaría conservar el pasaporte.

Everard era un hombre grande, de hombros poderosos y con un rostro maltratado bajo un pelo castaño de corte militar. Tenía sus papeles justo delante: la licencia del Ejército, los informes de trabajo como ingeniero mecánico en varios lugares. El señor Gordon aparentemente apenas los había mirado.

La oficina era corriente: una mesa y un par de sillas, un archivador y una puerta al fondo; una ventana se abría al tráfico atronador de Nueva York, seis pisos más abajo.

—Un espíritu independiente —dijo el hombre desde detrás de la mesa—. Me gusta. Muchos vienen aquí arrastrándose, como si agradeciesen una patada. Claro está que con sus cualificaciones todavía no está desesperado. Todavía puede conseguir trabajo, incluso en… ah, creo que el término actual es reajuste progresivo.

—Estuve interesado —dijo Everard—. He trabajado en el extranjero, como puede ver, y me gustaría volver a viajar. Pero para ser sincero, todavía no tengo ni la más remota idea de a qué se dedica su empresa.

—Hacemos muchísimas cosas —dijo el señor Gordon—. Veamos… ha entrado en combate. Francia y Alemania. —Everard parpadeó; sus papeles incluían una lista de medallas, pero habría jurado que el hombre no había tenido tiempo de leerla—. Humm… ¿le importaría agarrar esos pomos de la silla? Gracias. Bien, ¿cómo reacciona ante el peligro físico?

Everard se mosqueó.

—Vamos a ver…

Los ojos del señor Gordon miraron brevemente un instrumento que tenía en la mesa: no era más que una caja con una aguja y un par de diales.

—No importa. ¿Cuál es su opinión sobre el internacionalismo? —Pero qué…

—¿Comunismo? ¿Fascismo? ¿Mujeres? ¿Sus ambiciones personales? Eso es todo. No tiene por qué responder.

—Pero ¿qué demonios es esto? —le dijo bruscamente Everard.

—Un breve examen psicológico. Olvídelo. No me interesan sus opiniones más que en la medida en que manifiestan una orientación emocional básica. —El señor Gordon se arrellanó, uniendo los dedos—. Hasta ahora es muy prometedor. Bien, de esto se trata. Hacemos un trabajo, como ya le he dicho, muy confidencial. Planeamos… planeamos dar una sorpresa a la competencia —rió—. Adelante, denúncieme al FBI si quiere. Ya nos han investigado y estamos completamente limpios. Descubrirá que realmente realizamos operaciones financieras y de ingeniería a escala mundial. Pero el trabajo tiene otro aspecto, para el que queremos hombres. Le pagaré cien dólares por entrar en la habitación trasera y someterse a una batería de pruebas. Durará unas tres horas. Si no las pasa, ahí acaba la historia. Si lo hace, le enrolaremos, le contaremos los hechos y empezará su entrenamiento. ¿De acuerdo?

Everard vaciló. Tenía la sensación de que todo iba demasiado rápido. Allí había algo más que una oficina y un tipo amable. Aun así… Una decisión:

—Firmaré cuando me haya dicho de qué va todo.

—Como desee. —El señor Gordon se encogió de hombros—. Como le convenga. Las pruebas dirán si va a hacerlo o no, ya sabe. Empleamos técnicas muy avanzadas.

Aquello, al menos, era completamente cierto. Everard sabía algo sobre psicología moderna: encefalogramas, pruebas de asociación, el perfil de Minnesota. No reconoció ninguna de las máquinas cubiertas que susurraban y parpadeaban a su alrededor. Las preguntas que le disparó el asistente —un hombre de piel blanca y completamente calvo de edad indeterminada, con un fuerte acento y sin expresión facial— le parecía que no guardaban relación con nada. ¿Y qué era el casco de metal que se suponía que debía llevar sobre la cabeza? ¿Adonde iban los cables que salían de él?

Miró furtivamente los indicadores, pero ni las letras ni los números se parecían a nada que hubiese visto. Ni inglés, ni francés, ni ruso, ni griego, ni chino, ni nada perteneciente al año 1954. Quizá, ya entonces, empezaba a intuir la verdad.

Un curioso conocimiento interior empezó a desarrollarse en él a medida que las pruebas se sucedían. Manson Emmert Everard, treinta años, antiguo teniente de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos; experiencia en diseño y producción en América, Suecia, Arabia; aun así soltero, aunque progresivamente más melancólico cuando pensaba en sus amigos casados; no tenía novia, ninguna relación fuerte de ningún tipo; algo bibliófilo; un jugador de póquer empedernido; le gustaban los botes de vela, los caballos y los rifles; iba de acampada y a pescar cuando estaba de vacaciones. Claro, esas cosas ya las sabía, pero hasta entonces constituían fragmentos aislados de sí mismo. Era curioso percibirse de pronto como un organismo integrado, comprender que cada característica era una faceta inevitable de una estructura global.

Terminó agotado y completamente empapado de sudor. El señor Gordon le ofreció un cigarrillo y repasó con rapidez una serie de páginas llenas de códigos que le había dado el asistente. De vez en cuando murmuraba una frase: «… Zeth20 cortical… aquí una evaluación no diferenciada … reacción psíquica a las antitoxinas … debilidad en la coordinación central…» Había cambiado a un acento, un ritmo alegre y una pronunciación de las vocales que nada tenía que ver con los modos de deformar el idioma inglés que Everard conocía.

Pasó media hora antes de que volviese a levantar la cabeza. Everard se impacientaba, una ligera agitación de su pose de caballero manifestaba su furia, pero el interés lo mantuvo sentado en silencio. El señor Gordon le mostró unos dientes de un blanco imposible en una amplia sonrisa de satisfacción.

—Ah. Por fin. ¿Sabe?, ya he tenido que rechazar a veinticuatro candidatos. Pero usted servirá. Definitivamente, servirá.

—¿Servir para qué? —Everard se inclinó hacia delante, consciente de que se le aceleraba el pulso.

—Para la Patrulla. Va a ser una especie de policía.

—¿Sí? ¿Dónde?

—En todas partes. Y en cualquier tiempo. Agárrase fuerte, esto va a resultarle impresionante.

»Verá, nuestra compañía, aunque más que legítima, no es más que una fachada y una fuente de fondos. Nuestro negocio real es patrullar el tiempo.

2

La Academia se encontraba en el Oeste americano. También estaba en el periodo Oligoceno, una época cálida de bosques y prados en la que los andrajosos antecesores del hombre huían de la amenaza de mamíferos gigantes. Se había construido hacía mil años; se mantendría otro medio millón —tiempo más que suficiente para graduar a todos los operativos que la Patrulla del Tiempo pudiese necesitar— y luego se demolería cuidadosamente para que no quedase ningún rastro de ella. Más tarde llegarían los glaciares, y habría hombres, y en el año 19352 d.C. (el año 7841 del Triunfo Moreniano), esos hombres descubrirían la forma de viajar en el tiempo y volverían al Oligoceno para fundar la Academia.

Se trataba de un complejo de edificios bajos y alargados, de curvas abiertas y diversos colores, que se extendía sobre la superficie verde entre enormes árboles antiguos. Más allá, la colinas y los bosques daban paso a un gran río marrón, y por la noche podía en ocasiones escucharse el bramido de titanoterios y el rugido lejano de un tigre dientes de sable.

Everard salió del transbordador temporal —una enorme caja de metal sin ninguna marca externa— con la garganta seca. Se sentía igual que en su primer día en el Ejército, doce años antes —o entre quince y veinte millones de años en el futuro, según se prefiriera—, solitario, indefenso y deseando desesperadamente que hubiese alguna forma honorable de volver a casa. Era un pequeño consuelo ver a los otros transbordadores descargando a unos cincuenta hombres y mujeres jóvenes. Los reclutas se movían juntos con lentitud, formando un grupo torpe. Al principio no hablaban, sino que se miraban los unos a los otros. Everard reconoció un cuello Hoover y un bombín; los estilos de ropa y peinado iban hasta 1954 y seguían adelante. ¿De dónde era la chica con la falda pantalón ajustada e iridiscente, el carmín verde y fantástico pelo amarillo ondulado? No… ¿de cuándo?

A su lado se encontraba un hombre de unos veinticinco años: sin duda británico, por la chaqueta gastada de cheviot y la cara larga y delgada. Parecía ocultar una amargura truculenta bajo la apariencia amanerada.

—Hola—saludó Everard—. Vale más que nos presentemos. —Dio su nombre y origen.

—Charles Whitcomb, Londres, 1947 —dijo el otro con cierta timidez—. Me acababan de desmovilizar… la RAF, y ésta parecía una buena oportunidad. Ahora tengo mis dudas.

—Podría serlo —dijo Everard, pensando en el salario. ¡Quince mil al año para empezar! Pero ¿cómo calculaban los años? Debía de ser en el sentido propio de duración.

Un hombre se les acercó. Era un joven esbelto que llevaba uniforme gris, ajustado, con una capa de color azul profundo que parecía titilar, como si tuviese estrellas cosidas. Poseía un rostro agradable, sonreía y habló con simpatía y sin acento:

—¡Hola! Bienvenidos a la Academia. Supongo que todos hablan inglés, ¿no?

Everard vio a un hombre con un raído uniforme alemán, a un hindú y a otros que probablemente procedían de varios países extranjeros.

—Entonces usaremos el inglés hasta que hayan aprendido temporal. —El hombre mantenía la postura con naturalidad, con las manos sobre las caderas—. Mi nombre es Dard Kelm. Nací… déjenme pensar… en el 9573 según el cómputo cristiano, pero me he convertido en un especialista de su periodo, que, por cierto, va desde 1850 hasta el año 2000, aunque todos ustedes vienen de años intermedios. Soy su muro de las lamentaciones oficial, por si algo sale mal.

»Este lugar se rige según reglas probablemente diferentes a las que esperan. No transformamos a los hombres en masa, así que la complicada disciplina de un aula o un ejército resulta innecesaria. Cada uno de ustedes recibirá instrucción de manera individual y general. No necesitamos castigar los fallos en el estudio, porque las pruebas preliminares garantizan que no los habrá y hacen que las posibilidades de un fallo en el puesto sean pequeñas. Cada uno de ustedes posee un alto índice de madurez en términos de su propia cultura. Sin embargo, las variaciones en actitud implican que, si hemos de desarrollar cada individuo hasta su máximo potencial, debe haber instrucción personalizada.

»Aquí hay pocas formalidades más allá de la esperable cortesía. Tendremos oportunidades de divertirnos además de estudiar. Nunca esperaremos de ustedes más de lo que pueden dar. Me permitiré añadir que la pesca y la caza son todavía muy buenas incluso en esta región, y que son fantásticas si vuelan unos cientos de kilómetros. »Ahora, si no hay preguntas, síganme y los alojaré. Dard Kelm mostró el uso de los dispositivos en una habitación típica. Eran los que uno hubiese esperado en, digamos, el año 2000 d.C: mobiliario discreto a medida para que encajase perfectamente, cabinas de aseo, pantallas que daban acceso a una enorme biblioteca de imágenes y sonidos grabados para el entretenimiento. Nada demasiado avanzado. Cada cadete tenía una habitación propia en el edificio «dormitorio»; las comidas se tomaban en el refectorio central, pero podían celebrarse fiestas privadas. Everard notó evaporarse la tensión.

Se celebró un banquete de bienvenida. Los platos eran familiares, pero no así las máquinas que venían rodando a servirlos. Hubo vino, cerveza y una amplia provisión de tabaco. Quizá habían puesto algo en la comida, porque Everard se sentía tan eufórico como los otros. Acabó tocando un boogie al piano mientras media docena de personas llenaban el aire con patéticos intentos de cantar.

Sólo Charles Whitcomb se mantuvo a distancia, bebiendo triste de un vaso, en una esquina. Dard Kelm se comportó con tacto y no intentó obligarlo a unirse al grupo.

Everard decidió que aquello iba a gustarle. Pero el trabajo, la organización y los propósitos seguían en la sombra.

—El viaje en el tiempo se descubrió en el periodo en que la Heresiarquía Corita estaba fragmentándose —les dijo Kelm en la sala de conferencias—. Más tarde estudiarán los detalles; por ahora, créanme cuando les digo que se trató de un época turbulenta, durante la cual la rivalidad comercial y genética era un asunto importante entre grandes compañías; todo valía, y los distintos gobiernos eran peones en un juego galáctico. El efecto temporal fue un producto secundario de una investigación para buscar una forma de transmisión instantánea, lo que, como algunos de ustedes habrán comprendido, requiere para su demostración matemática funciones infinitamente discontinuas… al igual que el viaje al pasado. No expondré la teoría, ya la verán en las clases de física, pero me limitaré a decirles que requiere el concepto de relaciones infinitas en un continuo de 4n dimensiones, siendo n el número total de partículas del universo.

»Evidentemente, el grupo que lo descubrió, el Nueve, era consciente de las posibilidades que planteaba. No eran sólo comerciales, para la minería y otras actividades que no les costará imaginar, sino que también constituía la oportunidad de dar un golpe mortal a sus enemigos. Entiendan, el tiempo es variable; el pasado se puede cambiar…

—¡Pregunta! —Era una muchacha de 1972, Elizabeth Gray, en su propia época una físico prometedora.

—¿Sí? —dijo Kelm con amabilidad.

—Creo que está describiendo una situación lógicamente imposible. Le concedo la posibilidad del viaje en el tiempo, ya que estamos aquí, pero un suceso no puede simultáneamente haber sucedido y no haber sucedido. Eso es una contradicción.

—Sólo si insiste en mantener una lógica que no es de valor aleph sub aleph —dijo Kelm—. Lo que sucede es algo así: supongamos que retrocedo en el tiempo e impido que su padre conozca a su madre. Usted no habría nacido. Esa porción de la historia universal sería diferente; siempre habría sido diferente, aunque yo conservara recuerdos de la situación «original».

—Bien, ¿y si hace lo mismo con usted? —preguntó Elizabeth—. ¿Dejaría usted de existir?

—No, porque yo pertenecería a una sección de la historia anterior a mi propia intervención. Apliquémoslo a usted. Si fuese usted a, supongamos, 1946 y actuase para evitar el matrimonio de sus padres en 1947, usted todavía existiría en ese año; no dejaría de existir sólo por haber influido en los acontecimientos. Lo mismo se aplicaría aunque sólo hubiese estado en 1946 un microsegundo antes de disparar al hombre que en caso contrario se hubiese convertido en su padre.

—Pero entonces yo existiría… ¡sin origen! —protestó ella—. Tendría vida, recuerdos y… todo… aunque nada los habría producido.

Kelm se encogió de hombros.

—¿Y qué importancia tiene? Usted insiste en que la ley de causalidad o, hablando estrictamente, la ley de conservación de la energía, sólo trata de funciones continuas. En realidad, las discontinuidades son más que posibles. —Rió y se apoyó en el atril—. Claro está, hay cosas imposibles —dijo—. No podría ser usted su propia madre, por ejemplo, por razones puramente de genética. Si retrocediese y se casase con su propio padre, los hijos serían otros, ninguno de ellos usted, porque cada uno de ellos sólo tendría la mitad de sus cromosomas.

Se aclaró la garganta.

—No nos alejemos de lo importante. Aprenderán los detalles en otras clases. Sólo les estoy dando una visión general. Continuemos: el Nueve vio las posibilidades de retroceder en el tiempo y evitar que sus enemigos se armasen, incluso que naciesen.

Por primera vez, su aire desenfadado y humorístico se desvaneció y se quedó de pie como un hombre frente a lo desconocido. Habló despacio:

—Los danelianos son parte del futuro, de nuestro futuro, más de un millón de años por delante del mío. El hombre ha evolucionado para convertirse en algo… imposible de describir. Probablemente nunca se encontrarán con un daneliano. Si alguna vez lo hacen será toda una… conmoción. No son malignos… ni tampoco benévolos… están mucho más allá de cualquier cosa que podamos saber o sentir como nosotros estamos más allá de esos insectívoros que van a ser nuestros antepasados. No es bueno encontrarse cara a cara con algo así.

»Solamente les preocupa proteger su propia existencia. El viaje en el tiempo era ya viejo cuando ellos aparecieron, habían habido incontables oportunidades para que los tontos, los avariciosos y los locos cambiasen la historia de arriba abajo. No deseaban prohibir el viaje, era parte del complejo conjunto de acontecimientos que había llevado hasta ellos, pero tenían que regularlo. Se evitó que el Nueve ejecutase sus planes. Y se estableció la Patrulla para vigilar las autopistas del tiempo.

»Trabajarán principalmente en sus propias épocas, a menos que consigan graduarse para una asignación indeterminada. Vivirán, en su mayoría, vidas normales, con familia y amigos; la parte secreta de esas vidas tendrá las compensaciones de una buena paga, protección y vacaciones en lugares muy interesantes de vez en cuando, y la de realizar un trabajo muy valioso. Pero siempre estarán de servicio. A veces ayudarán a viajeros temporales que tengan dificultades, de una forma u otra. En ocasiones participarán en misiones, en el apresamiento de posibles conquistadores políticos, económicos y militares. En otras, la Patrulla asumirá los daños que se hayan producido y trabajará para evitar influencias negativas en periodos posteriores y devolver así la historia al curso deseado.

»Les deseo a todos mucha suerte.

La primera parte de la instrucción fue física y psicológica. Everard no había sabido hasta entonces hasta qué punto su propia vida le había lisiado, tanto mental como físicamente; era sólo la mitad del hombre que podía ser. Fue duro, pero al final era una satisfacción sentir el poder de los músculos completamente bajo control, las emociones que se habían hecho más profundas por la disciplina, la rapidez y precisión del pensamiento consciente.

En algún momento se le condicionó completamente para que no revelase nada sobre la Patrulla, aunque no fuese más que para dar a entender su existencia a cualquiera sin autorización. Simplemente le era imposible hacerlo, no importaba cuánto lo presionaran; le resultaba tan imposible como saltar hasta la luna. También aprendió todos los detalles de su personalidad pública en el siglo XX.

El temporal, la lengua artificial que los patrulleros de todas las épocas podían emplear para comunicarse sin que nadie lograra entenderlos, era un milagro de expresividad lógicamente organizada.

Pensaba que sabía algo sobre combate, pero tuvo que aprender los trucos y armas de cincuenta mil años, desde el espadín de la Edad de Bronce al rayo cíclico capaz de aniquilar todo un continente. De vuelta a su propia época, se le ciaría un arsenal limitado, pero podrían llamarle desde otros periodos y los anacronismos flagrantes no solían permitirse.

Hubo que estudiar historia, ciencia, artes y filosofías, pequeños detalles de dialectos y costumbres. Estos últimos, al menos, sólo se referían al periodo 18501975; si tenía ocasión de ir a otra época recibiría instrucción especial por medio de un condicionador hipnótico. Esas fueron las máquinas que le permitieron completar su entrenamiento en sólo tres meses.

Aprendió cómo se organizaba la Patrulla. Al «frente» se encontraba el misterio de la civilización daneliana, pero había poco contacto directo con ella. La Patrulla estaba estructurada de forma paramilitar, con rangos, aunque sin formalidades especiales. La historia se dividía en entornos, con una oficina principal situada en una ciudad importante por un periodo seleccionado de veinte años (disfrazada con alguna actividad evidente como el comercio) y varias oficinas menores. Para su tiempo había tres entornos: el mundo occidental con cuartel general en Londres, Rusia con sede en Moscú y Asia, en Peiping; todos ellos en los años fáciles de 18901910, cuando la ocultación era menos difícil que en décadas posteriores y había oficinas pequeñas, como la de Gordon. Un agente agregado normal vivía por lo común en su propio tiempo y a menudo realizaba un trabajo auténtico. La comunicación entre años se producía mediante diminutos robots o por mensajero, con sistemas automáticos que evitaban la acumulación en un instante de tales mensajes.

La organización en su conjunto era tan vasta que resultaba imposible abarcarla toda. Se había metido en algo nuevo y emocionante, eso era todo lo que comprendía con todas las capas de su conciencia… de momento.

Encontró a sus instructores amables y dispuestos a ayudar. El veterano entrecano que le enseñó a pilotar naves espaciales había luchado en la guerra marciana del 3890.

—Vosotros aprendéis muy rápido —dijo—. Pero realmente es complicado enseñar a gente de periodos preindustriales. Hemos dejado incluso de enseñarles otra cosa que los rudimentos. Tuvimos una vez a un romano, de la época de César. Era un chico bastante brillante, pero nunca consiguió meterse en la cabeza que a una máquina no se la trata como a un caballo. Y en cuanto a los babilonios, el viaje en el tiempo no entra siquiera en su concepción del mundo. Teníamos que limitarnos a la batalla entre dioses.

—¿Qué nos cuentan a nosotros? —preguntó Whitcomb.

El hombre del espacio lo miró con los ojos entornados.

—La verdad —dijo al fin—. En la medida en que podéis aceptarla.

—¿Cómo consiguió este trabajo?

—Oh… me hirieron cerca de Júpiter. No quedó mucho de mí. Me recogieron, me construyeron un nuevo cuerpo… como de los míos no quedaba ninguno vivo y me daban por muerto, no tenía mucho sentido volver a casa. No era divertido convivir con el Cuerpo de Comandancia. Así que acepté un puesto aquí. Hay buena compañía, la vida es fácil, y tengo vacaciones en muchas épocas. —El hombre del espacio sonrió—. ¡Esperad a experimentar la fase decadente del Tercer Matriarcado! Todavía no sabéis lo que es diversión.

Everard no dijo nada. Estaba demasiado hipnotizado por el espectáculo de la Tierra dando vueltas frente a las estrellas.

Hizo amigos entre los cadetes. Era un grupo sociable… naturalmente, del tipo elegido para los patrulleros, mentes audaces e inteligentes. Hubo un par de romances. Nada al estilo de El retrato de Jenny; el matrimonio era perfectamente posible, si la pareja elegía un año para establecer su residencia. A él le gustaban las chicas, pero no perdía la cabeza.

Curiosamente, fue con el silencioso y taciturno Whitcomb con quien trabó la amistad más íntima. Había algo atrayente en el inglés; era tan culto, un tipo tan agradable, y sin embargo estaba algo perdido.

Un día fueron a cabalgar. Los remotos antepasados de sus monturas correteaban frente a sus gigantescos descendientes. Everard llevaba un rifle, con la esperanza de cobrar un colmillos de azada que había visto. Los dos vestían el uniforme de la Academia gris claro, fresco y ligero bajo el intenso sol amarillo.

—Me sorprende que nos permitan cazar —comentó el americano—. Supongamos que disparo a un dientes de sable, digamos que en Asia, destinado en principio a comerse uno de esos insectívoros prehumanos. ¿No cambiaría eso todo el futuro?

—No —dijo Whitcomb. Había progresado rápido en el estudio de la teoría del viaje en el tiempo—. Verás, más bien es como si el continuo fuese una red de fuertes bandas de goma. No es fácil de deformar; tiende siempre a volver a su, ejem, forma «anterior». Un insectívoro por separado no importa, son todos los recursos genéticos de la especie lo que llevó al hombre.

»Igualmente, si matase una oveja en la Edad Media, no eliminaría a todos sus descendientes posteriores, digamos todas las ovejas que había en 1940. Más bien ésas seguirían en su sitio, porque durante periodos tan largos, todas las ovejas, o todos los hombres, son descendientes de todas las ovejas anteriores o todos los hombres. Es compensación, ¿entiendes?; en algún punto del proceso, algún otro antepasado aporta los genes que tú creías haber eliminado.

»De la misma forma… supongamos que voy al pasado y evito que Booth mate a Lincoln. A menos que tome muchísimas precauciones, probablemente sucederá que otra persona disparó y Booth cargó con la culpa. La resistencia del tiempo es la razón por la que el viaje está permitido. Si quieres cambiar las cosas, normalmente debes hacerlo de la forma correcta y trabajar muy duro. —Torció la boca—. ¡Adoctrinamiento! Se nos repite una y otra vez que, si interferimos, habrá un castigo para nosotros. No se me permite ir al pasado y asesinar al bastardo de Hitler en su cuna. Se supone que debo permitirle crecer como lo hizo, empezar la guerra y matar a mi chica.

Everard cabalgó en silencio un rato. El único sonido era el chirrido de la silla de cuero y el roce de la hierba.

—Oh—dijo al fin—. Lo siento. ¿Quieres hablar de ello?

—Sí, quiero. Pero no hay mucho que contar. Estaba en la W.A.A.F., Mary Nelson, íbamos a casarnos después de la guerra. Se encontraba en Londres en 1944. El diecisiete de noviembre, nunca olvidaré la fecha. Las bombas V la mataron. Había ido a visitar a unos vecinos en Streatham… estaba de permiso, en casa de su madre. La casa de los vecinos voló por los aires; la suya no recibió ni un rasguño.

Las mejillas de Whitcomb se quedaron sin sangre. Tenía la mirada vacía.

—Va a ser terriblemente difícil no… no volver al pasado, sólo unos cuantos años, y por lo menos verla. Sólo verla de nuevo… ¡No! No me atrevo.

Everard puso una mano, con algo de torpeza, sobre el hombro del hombre. Siguieron cabalgando en silencio.

La clase avanzaba, cada alumno a su ritmo, pero hubo suficiente compensación para que todos se graduasen juntos: una breve ceremonia seguida de una gran fiesta y muchos acuerdos sensibleros para reuniones posteriores. Luego cada uno volvió al mismo año del que había venido: a la misma hora.

Everard aceptó las felicitaciones de Gordon, cogió una lista de agentes contemporáneos (varios de ellos con trabajos en lugares como la inteligencia militar) y volvió a su apartamento. Más adelante tal vez le asignasen un trabajo en algún punto sensible, pero su misión actual —a efectos de impuestos, «asesor especial de la Compañía de Estudios de Ingeniería»— era simplemente leer una docena de periódicos al día buscando las señales de viaje en el tiempo que le habían enseñado a detectar, y estar pendiente de que le llamasen.

Resultó que él mismo descubrió su primera misión.

3

Era una sensación peculiar leer los titulares y saber, más o menos, lo que iba a suceder a continuación. Le quitaba hierro, pero le añadía tristeza, porque aquélla era una época trágica. Podía simpatizar con el deseo de Whitcomb de ir al pasado y cambiar la historia.

Sólo que, por supuesto, un solo hombre tenía muchas limitaciones. No podría cambiarla para mejor, a no ser por accidente; lo más probable era que la pifiara. Ve al pasado y mata a Hitler y a los líderes japoneses y soviéticos; probablemente algunos tipos listos ocuparían su lugar. Quizá la energía atómica quedara en barbecho y el glorioso Renacimiento Venusiano no llegara a producirse. No había forma de saberlo…

Miró por la ventana. La luces llameaban contra el cielo febril; la calle estaba repleta de automóviles y de una multitud apresurada y sin rostro; desde allí no podía ver las torres de Manhattan, pero sabía que se alzaban arrogantes hacia las nubes. Y todo no era más que un recodo en el río que fluía desde el pacífico paisaje prehumano hasta el inimaginable futuro daneliano. ¡Cuántos miles de millones y billones de criaturas humanas vivían, reían, lloraban, trabajaban, mantenían sus esperanzas y morían en su corriente!

Bien… Suspiró, avivó la pipa y se dio la vuelta. El largo paseo había disminuido su impaciencia; su mente y su cuerpo se morían por algo que hacer. Pero era tarde y… Se inclinó hacia la biblioteca, sacó un volumen más o menos al azar, y empezó a leer. Era una recopilación de historias victorianas y eduardianas.

Le sorprendió una referencia pasajera. Algo sobre una tragedia en Addleton y el singular contenido de un antiguo túmulo británico. Nada más… ¿Viaje en el tiempo? Sonrió para sí.

Sin embargo…

No —pensó—. Es una locura.

Pero no haría ningún daño comprobarlo. Se mencionaba que el incidente había tenido lugar en Inglaterra, en el año 1894. Podía buscar números atrasados del Times de Londres. No tenía otra cosa que hacer… Probablemente por eso le habían asignado aquella aburrida tarea periodística: para que su mente, nerviosa por el aburrimiento, examinase todo resquicio.

Cuando la biblioteca pública abrió él estaba ya en la escalinata.

La historia estaba allí, fechada el 25 de junio de 1894, y varios días después. Addleton era un pueblo de Kent, que se distinguía en particular por una hacienda jacobina propiedad de lord Wyndham y un túmulo de antigüedad desconocida. El noble, arqueólogo aficionado, lo había excavado con la ayuda de un tal James Rotherhithe, un experto del Museo Británico, al parecer pariente suyo. Lord Wyndham había descubierto una cámara funeraria bastante exigua: unos cuantos artefactos casi completamente destruidos por la corrosión y la podredumbre, huesos de hombres y caballos. También contenía un cofre en sorprendente buen estado, lleno de lingotes de un metal desconocido, supuestamente una aleación de plomo o plata. Cayó muy enfermo, con síntomas de un extraño envenenamiento letal; Rotherhithe, que apenas había mirado en el cofre, no se vio afectado, y las pruebas circunstanciales sugerían que había administrado al noble una dosis de algún oscuro preparado asiático. Scotland Yard arrestó al hombre cuando lord Wyndham murió, el día 25. La familia de Rotherhithe contrató los servicios de un detective privado muy conocido, que pudo demostrar, con un razonamiento muy ingenioso seguido de pruebas con animales, que el acusado era inocente y que una «mortal emanación» salida del cofre era la responsable del fallecimiento. Caja y contenido fueron arrojados al canal de la Mancha. Felicitaciones para todos. Final feliz y sanseacabó.

Everard se quedó sentado en silencio en la enorme y callada sala. La historia no decía mucho. Pero, por lo menos, era muy sugerente.

Entonces, ¿por qué no había investigado la oficina victoriana de la Patrulla? ¿O lo había hecho? Probablemente. No harían públicos los resultados, claro está.

De vuelta en el apartamento, cogió uno de los pequeños transbordadores de mensajes que le habían dado, puso un informe en su interior, y situó los controles para la oficina de Londres, 25 de junio de 1894. Cuando pulsó el último botón la caja desapareció con una ligera corriente de aire que ocupaba el espacio donde había estado.

Volvió al cabo de unos minutos. Everard la abrió y sacó una hoja de folio cuidadosamente escrita a máquina… sí, claro, ya se había inventado la máquina de escribir. La examinó con la rapidez que había adquirido.

Estimado Señor:

En respuesta a su misiva del 6 de septiembre de 1954, le agradezco la misma y elogio su diligencia. Aquí el asunto acaba de empezar, y en el momento presente estamos muy ocupados evitando el asesinato de Su Majestad, así como el problema de los Balcanes, el deplorable comercio de opio con China, etc. Aunque podemos, claro está, terminar con las ocupaciones actuales y volver a esta cuestión, es mejor evitar fenómenos curiosos como estar en dos lugares al mismo tiempo, que podrían no pasar desapercibidos. Por tanto, apreciaríamos enormemente que usted, con un agente británico cualificado, viniese a asistirnos. A menos que tengamos otras noticias, le esperaremos en el 14B de la calle Old Osborne, el 26 de junio de 1894, a las doce de la noche. Créame señor, soy su más humilde y fiel servidor.

J. MAINWETHERING

A continuación venía una nota con coordenadas espaciotemporales, incongruentes con todas aquellas florituras.

Everard llamó a Gordon, obtuvo su aprobación y preparó la recogida de un saltador temporal en el almacén de la «compañía». Luego le envió una nota a Charlie Whitcomb, en 1947. Recibió como respuesta una palabra —«Claro»— y se fue a buscar la máquina.

Era parecida a una motocicleta sin ruedas ni caballete. Tenía dos asientos y una unidad de propulsión antigravitatoria. Everard situó los indicadores para la época de Whitcomb, pulsó el botón principal y se encontró en otro almacén.

Londres, 1947. Se quedó sentado un momento, considerando el hecho de que en ese mismo momento, el mismo, siete años más joven, asistía a la universidad en Estados Unidos. Luego Whitcomb se apartó del vigilante y le estrechó la mano.

—Es agradable verte de nuevo, compañero —dijo. Su rostro macilento se encendió con la sonrisa curiosamente encantadora que tan bien conocía—. Y a Victoria, ¿eh?

—Supongo. Sube. —Everard cambió los controles. Esta vez surgirían en una oficina. Una oficina muy privada.

Apareció de pronto a su alrededor. El mobiliario de roble, la gruesa alfombra y las llamas de gas encendidas produjeron un inesperado efecto de pesadez. La luz eléctrica era una opción disponible, pero Dalhousie Roberts era una empresa importadora sólida y conservadora. Mainwethering en persona se levantó de una silla y se acercó a saludarlos: era un hombre grande y pomposo de patillas pobladas que usaba monóculo. Pero también tenía un aire de fuerza, y un acento de Oxford tan cultivado que Everard apenas lograba entenderle.

—Buenas noches, caballeros. Confío en que hayan tenido un viaje agradable. O, sí… lo siento… los caballeros son todavía novatos en este asunto, ¿no? Un poco desconcertante al principio. Recuerdo lo sorprendido que me encontré en una visita al siglo XXI. Nada británico… Sólo una res naturae, opino, sólo otra faceta más de un universo siempre sorprendente, ¿eh? Deben excusar mi falta de hospitalidad, pero es cierto que estamos terriblemente ocupados. Un fanático alemán descubrió en 1917 el secreto del viaje en el tiempo de un antropólogo despistado, robó una máquina y ha venido a Londres a asesinar a Su Majestad. Estamos teniendo muchos problemas para encontrarle.

—¿Le encontrarán? —preguntó Whitcomb.

—Oh, sí. Pero será un trabajo doblemente duro, caballeros, especialmente al tener que actuar en secreto. Me gustaría contratar a un agente privado, pero el único que vale la pena es demasiado listo. Actúa según el principio de que cuando ha eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, debe ser cierto. Y moverse en el tiempo podría no resultarle demasiado improbable.

—Apuesto a que es el mismo hombre que está trabajando en el caso Addleton, o que lo hará mañana —dijo Everard—. Eso no es lo importante; sabemos que demostrará que Rotherhithe es inocente. Lo que importa es la gran probabilidad de que se hayan producido acontecimientos extraños en la antigua historia británica.

—Sajona, querrás decir —le corrigió Whitcomb, que había comprobado los datos por sí mismo—. Muchísima gente confunde a los británicos con los sajones.

—Casi tantos como los que confunden a los sajones con los jutos —añadió Mainwethering con sosería—. Tengo entendido que Kent fue invadida desde Jutlandia… Ah. Humm. Ropa, caballeros. Y fondos. Y papeles, todo preparado para ustedes. En ocasiones creo que los agentes de campo como ustedes no aprecian todo el trabajo que tenemos que hacer en las oficinas incluso para la más pequeña operación. ¡Ja! Perdonen. ¿Tienen un plan de campaña?

—Sí. —Everard empezó a quitarse la ropa del siglo XX—. Creo que sí. Los dos conocemos lo suficiente de la época victoriana para defendernos. Pero yo tendré que seguir siendo americano… sí, veo que lo ha puesto en mis papeles.

Mainwethering parecía apenado.

—Si el incidente del túmulo ha llegado hasta una famosa pieza literaria como dice usted, recibiremos cientos de memorandos sobre este asunto. El suyo simplemente fue el primero. Otros dos han llegado ya, de 1923 y 1960. ¡Me gustaría que me permitiesen tener un secretario robot!

Everard se retorció dentro del incómodo traje. Le quedaba bien, la oficina tenía sus medidas en los ficheros, pero hasta entonces nunca había apreciado la relativa comodidad de su propia moda. ¡Maldito chaleco!

—No se preocupe —dijo—, este asunto podría ser inofensivo. De hecho, puesto que estamos aquí ahora, debe haber sido inofensivo. ¿Eh?

—Por ahora —dijo Mainwethering—. Pero piense. Ustedes dos, caballeros, retroceden hasta los tiempos jutos y encuentran al merodeador. Pero fracasan. Quizá les dispare antes de que ustedes puedan dispararle; quizá ataque por sorpresa a los que enviamos a por ustedes. Luego se dedica a iniciar una revolución industrial o lo que quiera. La historia cambia. Ustedes, al estar aquí antes del momento del cambio, todavía existen… aunque sólo como cadáveres… pero aquí no hemos sido nunca. Esta conversación nunca ha tenido lugar. Como diría Horacio…

—¡No importa! —Rió Whitcomb—. Primero investigaremos el túmulo, en este año, luego volveremos y decidiremos qué hacer.

Se inclinó y empezó a pasar el equipo desde una maleta del siglo XX a una monstruosidad gladstoniana de tela floreada. Un par de pistolas, algunos aparatos físicos y químicos que su propia época todavía no había inventado, una diminuta radio para llamar a la oficina en caso de problema.

Mainwethering consultó su Bradshaw.

—Pueden coger el tren que sale a las 8.23 de Charing Cross mañana por la mañana —dijo—. Calculen media hora de margen para llegar de aquí a la estación.

—Vale.

Everard y Whitcomb volvieron a subirse al saltador y se desvanecieron. Mainwethering suspiró, bostezó, dejó instrucciones a su secretario y se fue a casa. A las 7.45 de la mañana, el secretario estaba allí cuando el saltador se materializó.

4

Esa fue la primera vez que Everard comprendió la realidad del viaje en el tiempo. Lo había entendido intelectualmente, se había sentido adecuadamente impresionado, pero era, para sus emociones, algo meramente exótico. Ahora, recorriendo un Londres que no conocía en un cabriolé (no un anacronismo para turistas, sino un vehículo en funcionamiento, sucio y maltratado), oliendo un aire que contenía más humo que una ciudad del siglo XX pero no vapores de gasolina, viendo las multitudes que pasaban a su lado —caballeros con sombrero de copa y bombín, peones sucios y mujeres de largas faldas, que no eran actores sino personas reales, seres humanos que hablaban, sudaban, estaban tristes o reían dedicándose a sus asuntos— comprendió con toda su fuerza que estaba allí. En ese momento su madre todavía no había nacido, sus abuelos eran dos parejas de jóvenes sin asentar, Grover Cleveland era presidente de Estados Unidos y Victoria reina de Inglaterra, Kipling escribía y la última revuelta india en América estaba por venir… Era como recibir un golpe en la cabeza.

Whitcomb lo aceptó con más calma, pero nunca tenía los ojos quietos mientras contemplaba aquel día de la gloria de Inglaterra.

—Empiezo a entenderlo —murmuró—. Nunca se han puesto de acuerdo en si éste fue un periodo de convenciones opresivas y artificiosas y de una brutalidad apenas disimulada, o la última flor de la civilización occidental antes de que se marchitase. Ver a esta gente me hace comprender; fue todo lo que dicen sobre él, lo bueno y lo malo, porque no se trataba de algo único que les sucedía a todos, sino a millones de vidas individualmente.

—Claro —dijo Everard—. Eso debe de ser cierto en todas las épocas.

El tren le era casi familiar, no muy diferente de los vagones de los ferrocarriles británicos en el año 1954, lo que dio a Whitcomb oportunidad de hacer comentarios sardónicos sobre las tradiciones inviolables. En una par de horas los dejó en una estación de pueblo somnolienta entre jardines bien cuidados, donde alquilaron una calesa para ir hasta la hacienda Wyndham.

Un amable policía les permitió entrar después de hacerles unas cuantas preguntas. Se hacían pasar por arqueólogos, Everard, de América, y Whitcomb, de Australia, que habían estado ansiosos por conocer a lord Wyndham y cuyo trágico final los había conmocionado. Mainwethering, que parecía tener tentáculos en todas partes, les había suministrado cartas de presentación de una bien conocida autoridad del Museo Británico. El inspector de Scotland Yard aceptó permitirles examinar el túmulo…

—El caso está resuelto, caballeros, no hay más pistas, incluso si mi colega no está de acuerdo, ¡ja, ja! —El investigador privado sonrió con tristeza y los observó con ojos entornados mientras ellos se acercaban al montículo; era alto, delgado, con rostro de halcón, e iba acompañado por un tipo regordete y bigotudo que cojeaba y parecía una especie de secretario.

El túmulo era largo y alto, cubierto de hierba excepto allí donde una hendidura señalaba la excavación de la cámara funeraria. Esta había estado apuntalada con vigas de madera que se habían desplomado hacía mucho; todavía cubrían el suelo fragmentos de lo que había sido madera.

—El periódico decía algo de un ataúd de metal —dijo Everard—. ¿Podríamos echarle un vistazo?

El inspector asintió y lo llevó hasta un edificio exterior, en donde los hallazgos más importantes descansaban sobre una mesa. Exceptuando la caja, sólo había fragmentos de metal corroído y huesos pulverizados.

—Humm —dijo Whitcomb. Miraba pensativo la superficie brillante y desnuda del pequeño cofre. Relucía, azul, de alguna aleación resistente al tiempo todavía por descubrir—. Muy extraño. No es primitivo. Casi se diría que está fabricado a máquina, ¿no?

Everard se acercó con cautela. Tenía una idea bastante aproximada de lo que contenía y actuaba con la prudencia natural de un ciudadano de la soidistant era atómica en lo que a esos asuntos se refería. Sacó un contador de la bolsa y lo apuntó a la caja. La aguja se agitó, pero no mucho…

—Interesante aparato —dijo el inspector—. ¿Puedo preguntar qué es?

—Es un electroscopio experimental —mintió Everard. Con cuidado, abrió la tapa y sostuvo el contador sobre la caja.

¡Dios! ¡Dentro había suficiente radiactividad para matar a un hombre en un día! Apenas alcanzó a ver unos pesados y apagados lingotes antes de volver a cerrar la tapa de golpe.

—Tenga cuidado con ese material —dijo, estremeciéndose. ¡Gracias al cielo que quien fuese que había traído la carga mortal procedía de una época en la que sabían bloquear la radiación!

El detective privado se había acercado sin hacer ruido. En su rostro agudo apareció una mirada de cazador.

—¿Reconoce el contenido, señor? —preguntó con calma.

—Sí. Eso creo. —Everard recordó que Becquerel no descubriría la radiactividad hasta dos años después; incluso los rayos X estaban a más de un año en el futuro. Tenía que tener cuidado—. Es… en el territorio indio he oído historias sobre un metal como éste que es venenoso…

—Muy interesante. —El detective comenzó a llenar una gran pipa curva—. ¿Como el vapor de mercurio?

—Así que Rotherhithe colocó la caja en la tumba, ¿no? —murmuró el inspector.

—¡No sea ridículo! —le contestó el detective—. Tengo tres razonamientos concluyentes que demuestran que Rotherhithe es completamente inocente. Lo que me sorprendía era la muerte del lord. Pero si, como afirma el caballero, resultó que había un veneno mortal enterrado en el montículo… ¿para desalentar a los ladrones de tumbas? Me pregunto sin embargo cómo consiguieron los antiguos sajones un mineral americano. Quizá sean acertadas esas teorías de primitivos viajes fenicios al otro lado del Atlántico. He hecho algunas investigaciones sobre una idea mía de que hay elementos caldeos en la lengua címbrica, y esto parece confirmarlo.

Everard se sintió culpable por lo que le estaba haciendo a la ciencia de la arqueología. Oh, bien, iban a arrojar aquel cofre al canal y a olvidarse de él. Con Whitcomb se excusaron lo más rápidamente posible.

En el camino de vuelta a Londres, cuando estaban seguros en su compartimento, el inglés sacó un fragmento podrido de madera.

—Me lo he metido en el bolsillo —dijo—. Nos ayudará a datar esa cosa. Pásame el contador radiométrico. —Metió la madera en el dispositivo, ajustó algunos diales y leyó la respuesta—. Mil cuatrocientos treinta años, más o menos diez. El montículo se erigió más o menos… humm… en el 464 d. C, cuando los jutos se establecían en Kent.

—Si esos lingotes siguen siendo tan infernales después de tanto tiempo —murmuró Everard—, me preguntó cómo serían originalmente. Es difícil entender cómo pueden tener tanta actividad con una vida media tan larga; pero claro, en el futuro son capaces de hacer cosas con el átomo que en mi época ni siquiera se han soñado.

Después de entregar su informe a Mainwethering, pasaron un día haciendo turismo mientras aquél enviaba mensajes por el tiempo y ponía en marcha la gran maquinaria de la Patrulla. Everard estaba interesado en el Londres Victoriano, casi cautivado, a pesar de la extrema pobreza y la suciedad. Whitcomb tenía una mirada ausente en los ojos.

—Me hubiese gustado haber vivido aquí—dijo.

—¿ Sí? ¿ Con su medicina y sus dentistas ?

—Y sin bombas cayéndote sobre la cabeza. —La respuesta de Whitcomb era desafiadora.

Cuando regresaron a la oficina, Mainwethering lo tenía todo listo. Chupando un puro, iba de arriba abajo con las manos regordetas cruzadas a la espalda, y les contó toda la historia.

—El metal ha sido identificado con bastante certeza. Se trataba de un combustible isotópico de alrededor del siglo XXX. Las comprobaciones revelan que un mercader del Imperio Ing visitaba el año 2987 para intercambiar sus materias primas por su sintropo, cuyo secreto se había perdido en el Interregno. Naturalmente, tomó precauciones, intentó hacerse pasar por un comerciante del Sistema de Saturno, pero sin embargo desapareció. Y también el transbordador temporal. Es de suponer que alguien en el 2987 descubrió quién era y lo asesinó para apropiarse de la máquina. La Patrulla lanzó una notificación, pero ni rastro de la máquina. Fue finalmente recuperada en la Inglaterra del siglo V por dos patrulleros llamados, ¡ah!, Everard y Whitcomb.

Si ya hemos tenido éxito, ¿por qué molestarnos? —El americano sonrió.

Mainwethering parecía asombrado.

—¡Pero querido amigo! Todavía no han tenido éxito. El trabajo está por hacer, en términos de su sentido de la duración y del mío. Y por favor, no den el éxito por supuesto sólo por los archivos históricos. El tiempo no es rígido; el hombre tiene libre albedrío. Si fracasan, la historia cambiará y nadie habrá registrado su éxito; no les habré hablado de él; yo no los habré informado. Eso sin duda es lo que pasó, si puedo usar el término «pasó», en los pocos casos en que la Patrulla ha registrado un fracaso. Esos casos todavía están siendo investigados, y si al final se consigue el éxito, la historia cambiará y siempre habrá habido éxito. Tempus non nascitur, fit, si puedo concederme un pequeño chiste.

—Vale, vale, sólo era una broma —dijo Everard—. Pongámonos en marcha. Tempus fugit —añadió con malicia una «g» de más y Mainwethering dio un salto.

Resultó que incluso la Patrulla sabía poco del periodo oscuro en que los romanos habían abandonado Inglaterra. La civilización romano británica se desmoronaba y los ingleses estaban llegando. Nunca había parecido importante. La oficina de Londres, 1000 d.C, envió el material que tenía, junto con juegos de ropa que podrían dar el pego. Everard y Whitcomb pasaron una hora inconscientes bajo los educadores hipnóticos, para salir con conocimientos fluidos de latín y de varios dialectos sajones y jutos, y con un conocimiento adecuado de los alrededores.

La ropa era incómoda: pantalones, camisa y abrigo de lana, capa de cuero, y una colección interminable de correas y nudos. Largas pelucas rubias cubrían los cortes de pelo modernos; un afeitado apurado pasaría desapercibido, incluso en el siglo V. Whitcomb llevaba un hacha, Everard una espada, las dos hechas a medida con acero con alto contenido en carbono, pero confiaban más en los pequeños aturdidores del siglo XXVI que llevaban escondidos. No usaban armadura, pero los saltadores temporales tenían un par de cascos de motocicleta que no llamarían demasiado la atención en una época de objetos de fabricación casera, y eran mucho más fuertes y cómodos que un yelmo. También se guardaron un almuerzo y varios frascos de barro llenos de buena cerveza victoriana.

—Excelente. —Mainwethering se sacó un reloj del bolsillo y consultó la hora—. Los espero de vuelta… ¿digamos a las cuatro en punto? Tendré preparados algunos guardias armados, en caso de que traigan un prisionero, y después podemos ir a tomar el té. —Les estrechó la mano—. ¡Buena caza!

Everard se subió al saltador temporal, dispuso los controles para el año 464 d.C. en Addleton Barrow, una medianoche de verano, y le dio al interruptor.

5

La luna se encontraba en todo su esplendor. Bajo ella, la tierra se extendía inmensa y solitaria, con una oscuridad de bosques ocultando el horizonte. En algún lugar aulló un lobo. El túmulo ya estaba allí; habían llegado tarde.

Elevándose en la unidad de antigravedad, miraron más allá de un denso y oscuro bosque. Como a un kilómetro y medio del túmulo había un caserío, una casa comunal de madera y una grupo de edificios menores alrededor de una plaza. Bajo la luz de la luna estaba en silencio.

—Campos cultivados —observó Whitcomb. Mantenía la voz baja en la quietud—. Los jutos y los sajones eran en su mayoría pequeños terratenientes, ya lo sabemos, que vinieron aquí en busca de tierra. Me imagino que echaron a los britanos de esta zona hace varios años.

—Tenemos que descubrir lo que podamos sobre el enterramiento —dijo Everard—. ¿Deberíamos volver atrás y localizar el momento en que se construyó la tumba? No, sería más seguro preguntar ahora, en una fecha posterior, cuando el asunto se haya calmado. Digamos mañana por la mañana.

Whitcomb asintió, y Everard hizo descender el saltador hasta esconderlo entre la espesura y lo hizo saltar cinco horas. El sol brillaba cegador en el noreste, el rocío relucía en la hierba crecida y los pájaros producían un estruendo terrible. Después de desmontar, los agentes enviaron el saltador a una fantástica velocidad, para que flotase a quince kilómetros del suelo y volviese por ellos cuando lo llamasen con una radio en miniatura que llevaban en los cascos.

Se acercaron abiertamente al caserío, alejando a los perros de aspecto salvaje que se les acercaron usando la espada y el hacha. Al entrar en el patio, se encontraron con que no estaba pavimentado, sino profusamente cubierto de barro y estiércol. Una par de niños desnudos se asustaron al verlos desde una choza de tierra y zarzo. Una muchacha que estaba sentada en el exterior ordeñando una vaca raquítica dejó escapar un gritito; un peón ancho de hombros y de frente estrecha apartó los cerdos para coger una lanza. Arrugando la nariz, Everard deseó que algunos de los entusiastas «Nobles Nórdicos» de su siglo pudiesen visitar aquel otro.

En la entrada de la casa común apareció un hombre de barba gris con un hacha en la mano. Como todos en aquel periodo, era varios centímetros más bajo que la media del siglo XX. Los examinó con cautela antes de desearles buenos días.

Everard sonrió con amabilidad.

—Me llamo Uffa Hundingsson, y éste es mi hermano Knubbi —dijo—. Somos mercaderes de Jutlandia, llegados aquí para comerciar en Canterbury. —Dio el nombre contemporáneo Cantwarabyrig—. Al alejarnos del lugar donde ha atracado nuestra nave, nos hemos perdido, y después de andar a tientas toda la noche hemos encontrado su hogar.

—Soy Wulfnoth, hijo de Aelfred —dijo el terrateniente—. Entrad y romped vuestro ayuno con nosotros.

El salón, grande, oscuro y lleno de humo, estaba ocupado por una multitud charlatana: los hijos de Wulfnoth, sus esposas e hijos, subordinados con sus esposas, hijos y nietos. El desayuno consistía en grandes trozos de cerdo medio cocido, acompañados por cuernos de una ligera cerveza amarga. No fue difícil entablar conversación; aquella gente disfrutaba tanto de los cotilleos como cualquier paleto aislado de cualquier otra época. El problema era inventar relatos plausibles de lo que pasaba en Jutlandia. Una o dos veces Wulfnoth, que no era tonto, los pilló en falta, pero Everard dijo con aplomo:

—Has oído una falsedad. Las noticias adoptan extrañas formas cuando atraviesan el mar.

Le sorprendió descubrir cuánto contacto mantenían con la vieja patria. Pero la charla sobre el tiempo y la cosecha no era muy diferente de la que conocía en el medio oeste del siglo XX.

Más tarde pudo por fin deslizar una pregunta sobre el túmulo. Wulfnoth frunció el ceño y su gruesa y desdentada mujer realizó un rápido gesto de protección en dirección a un burdo ídolo de madera.

—No es bueno hablar de esas cosas —murmuró el juto—. Hubiese preferido que no enterraran al hechicero en mis tierras. Pero era íntimo de mi padre, que murió el año pasado y se negaba a oír algo en su contra.

—¿Hechicero? —Whitcomb se abrió de orejas—. ¿Qué historia es ésa?

—Bueno, bien podéis enteraros—gruñó Wulfnoth—. Era un extraño conocido como Stane, que apareció en Canterbury hace unos seis años. Debía de venir de muy lejos, porque no hablaba ni la lengua inglesa ni la británica, pero el rey Hengist le ofreció hospitalidad y no tardó en aprender. Entregó al rey extraños y buenos regalos, y era un hábil consejero en quien el rey se apoyaba más y más. Nadie se atrevía a oponérsele, porque poseía una barra que lanzaba rayos y se le había visto dividir rocas y, en una ocasión, en la batalla contra los britanos, quemar a los hombres. Había quienes creían que era Woden, pero no puede ser, ya que murió.

—Ah, sí. —Everard sintió la comezón del anhelo—. ¿Y qué hizo mientras vivía?

—Oh… le dio al rey sabios consejos, como he dicho. Fue idea suya que los de Kent dejásemos de atacar a los britanos y de llamar a más compatriotas de nuestro antiguo país; en lugar de eso, debíamos hacer las paces con los nativos. El pensaba que, con nuestra fuerza y sus conocimientos romanos, podríamos dar forma a un poderoso reino. Tal vez tuviera razón, aunque yo no veo demasiado uso para esos libros y baños, por no hablar de ese extraño dios crucificado…

»Bien, en todo caso, fue asesinado por desconocidos hace tres años y enterrado aquí con sacrificios y con aquellas posesiones que sus enemigos no se llevaron. Le hacemos ofrendas dos veces al año, y debo decir que su fantasma no nos ha importunado. Pero todavía me siento incómodo.

—Tres años, ¿eh? —dijo Whitcomb—. Entiendo…

Les llevó toda una hora poder irse, y Wulfnoth insistió en enviar al muchacho para que los guiase hasta el río. Everard, que no se sentía con ganas de caminar tanto, sonrió y llamó al saltador. Mientras él y Whitcomb montaban, le dijo con seriedad al chico con ojos saltones:

—Sabed que habéis ofrecido hospitalidad a Woden y Thunor, que desde ahora protegerán a vuestra familia de todo mal. —Y saltó tres años al pasado.

—Ahora viene lo difícil —dijo, mirando desde la espesura hacia el caserío. El montículo no estaba allí, el hechicero Stane seguía vivo—. Es muy fácil montar un espectáculo de magia para un niño, pero tenemos que sacar a ese personaje de en medio de una gran ciudad dura donde es la mano derecha del rey. Y tiene un rayo.

—Por lo que parece tuvimos éxito… o lo tendremos —dijo Whitcomb.

—No. No es irrevocable, ya lo sabes. Si fallamos, Wulfnoth nos contará otra historia dentro de tres años, probablemente que Stane está allí… ¡podría matarnos dos veces! E Inglaterra, lanzada desde la Edad Media a una cultura neoclásica, se convertirá en algo que no reconocerás en 1894… Me pregunto qué pretende Stane.

Elevó el saltador y lo envió por el cielo hacia Canterbury. El viento nocturno le azotaba la cara. Por fin se acercaron a la ciudad y aterrizaron en una arboleda. La luna era blanca sobre las semiderruidas murallas romanas de la antigua Durovernum, moteadas de negro por las reparaciones con tierra y madera de los jutos. Nadie saldría después de la puesta de sol.

Una vez más el saltador los llevó al día —cerca del mediodía— y lo enviaron al cielo. El desayuno de hacía dos horas antes y tres años en el futuro le pesaba a Everard en el estómago mientras recorría la vía romana en ruinas hacia la ciudad. Había mucho tráfico, principalmente de granjeros que llevaban chirriantes carros tirados por bueyes hacia el mercado. Un par de guardas de aspecto amenazador los pararon en la puerta y exigieron saber sus razones para entrar. En esta ocasión eran agentes de un comerciante de Thanet que los había enviado a entrevistar a varios artesanos. Los matones no parecían muy satisfechos hasta que Whitcomb les entregó un par de monedas romanas; entonces bajaron las lanzas y se les permitió pasar.

A su alrededor la ciudad bullía de ajetreo, aunque nuevamente lo que más impresionó a Everard fue el olor. En medio del gentío de jutos vio algún que otro romano britano abriéndose paso desdeñoso por entre la porquería y evitando que la túnica gastada entrase en contacto con los salvajes. Hubiese resultado gracioso de no ser patético.

Una posada extraordinariamente sucia ocupaba las ruinas cubiertas de moho de lo que había sido la casa de un rico. Everard y Whitcomb descubrieron que su dinero era muy apreciado allí donde el comercio se efectuaba principalmente mediante el trueque. Pagando un par de rondas, consiguieron toda la información que querían. La residencia del rey Hengist estaba cerca del centro de la ciudad… no era realmente un palacio, sino más bien un viejo edificio deplorablemente embellecido bajo la dirección de ese extranjero Stane… no es que nuestro buen y voluntarioso rey sea un debilucho, no me malinterpretéis, extraño… es más, sólo el mes pasado… ¡oh, sí, Stane! Vive en la casa de al lado. Un tipo extraño, algunos dicen que es un dios… ciertamente tiene ojo para la chicas… Sí, dicen que estaba detrás de todas esas conversaciones de paz con los britanos. Cada día vienen más y más de esos tiparracos, de tal forma que un hombre honrado no puede derramar un poco de sangre sin que… Oh, claro, Stane es muy sabio, no diría nada en su contra, comprended, después de todo, puede lanzar rayos…

—¿Qué hacemos? —preguntó Whitcomb cuando hubieron vuelto a su habitación—. ¿Vamos y le arrestamos?

—No, dudo que sea posible —dijo Everard con cautela—. Tengo una especie de plan, pero depende de que intuyamos qué pretende realmente. Veamos si podemos conseguir una audiencia. —Al levantarse del montón de paja que servía de cama, empezó a rascarse—. ¡Maldición! ¡Lo que esta época necesita no es alfabetización sino algo para matar las pulgas!

La casa había sido reformada cuidadosamente. Tenía la fachada blanca y un pórtico casi dolorosamente limpio en comparación con la suciedad que lo rodeaba. Dos guardias que descansaban en la escalinata se pusieron en alerta al acercarse los agentes. Everard les dio dinero y les contó la historia de que eran visitantes que traían noticias que sin duda interesarían al gran hechicero.

—Llamadlo «Hombre del mañana». Es una contraseña, ¿entendido?

—No tiene sentido —se quejó el guarda.

—Las contraseñas no tienen por qué tener sentido —dijo Everard, altivo.

El juto se alejó, agitando la cabeza con pena. ¡Todas esas nuevas ideas!

—¿Estás seguro de que esto es lo mejor? —preguntó Whitcomb—. Ya sabes que ahora estará a la defensiva.

También sé que un tío importante no va a malgastar su tiempo con cualquier extraño. ¡Este asunto es urgente! Hasta ahora no ha conseguido nada permanente, ni siquiera lo suficiente para convertirlo en una leyenda duradera. Pero si Hengist logra una verdadera unión con los britanos…

El guarda regresó, gruñó algo y los llevó escaleras arriba y por el peristilo. Más allá se encontraba el atrio, una sala de buen tamaño en la que alfombras de oso contemporáneas desentonaban con el mármol veteado y los mosaicos difundidos. Un hombre esperaba de pie frente a un tosco banco de madera. Cuando entraron, levantó la mano y Everard vio el delgado cañón de un rayo del siglo XXX.

—Pongan las manos a la vista y apartadas de los costados —dijo el hombre con suavidad—. En caso contrario, tendré que fulminarlos con un rayo.

Whitcomb tragó aire, consternado, pero Everard había esperado aquello. Aun así, notaba un nudo en el estómago.

El hechicero Stane era un hombre pequeño, vestido con una túnica delicadamente bordada que debía de venir de alguna población británica. Su cuerpo era ágil, la cabeza grande, con una cara de una fealdad agradable bajo un mechón de pelo negro. Una sonrisa tensa le curvaba los labios.

—Regístralos, Eadgar —ordenó—. Saca lo que puedan ocultar entre sus ropas.

El cacheo del juto fue torpe, pero aun así encontró los aturdidores y los lanzó al suelo.

—Puedes irte —dijo Stane.

—¿No representan ningún peligro, señor? —preguntó el soldado.

La sonrisa de Stane se ensanchó.

—¿Teniendo esto en las manos? No, vete.

Eadgar salió. Al menos todavía tenemos la espada y el hacha —pensó Everard—. Pero no son muy útiles con esa cosa apuntándonos.

—Así que vienen del mañana —murmuró Stane. De pronto una delgada capa de sudor le cubrió la frente—. Estoy intrigado. ¿Hablan la posterior lengua inglesa?

Whitcomb abrió la boca, pero Everard, improvisando ahora que su vida estaba en juego, le hizo callar.

—¿Qué lengua es ésa?

—Así. —Stane cambió a un inglés que tenía un acento peculiar pero que todavía era reconocible para oídos del siglo XX—: Quiero saber de dónde y de cuándo vienen, cuáles son sus intenciones señores, y todo lo demás. Denme los hechos o los achicharraré.

Everard negó con la cabeza.

—No —contestó en juto—. No os entiendo. —Whitcomb lo miró, pero le dejó hacer, dispuesto a seguir al americano. La mente de Everard corría desbocada; bajo la desesperación sabía que la muerte le aguardaba al primer error—. En nuestro día hablamos así… —Y le ofreció un párrafo en mexicano, alterándolo todo lo que se atrevió.

—Por tanto… ¡es una lengua latina! —A Stane le brillaban los ojos. Agitó el rayo en la mano—. ¿De cuándo vienen?

—Del siglo XX después de Cristo, y nuestra tierra se llama Lyonesse. Se encuentra a lo largo del océano occidental…

—¡América! —Era un jadeo—. ¿Se llamó alguna vez América?

—No. No sé de qué hablas.

Stane se estremeció sin control. Dominándose dijo: —¿ Conoces la lengua romana ? Everard asintió. Stane rió nervioso.

—Entonces usémosla. No saben lo cansado que estoy de esta lengua de cerdos… —Su latín era algo entrecortado, evidentemente lo había aprendido en aquel siglo, pero era fluido. Agitó el rayo—. Perdonen mi descortesía. Pero tengo que ser cuidadoso.

—Naturalmente —dijo Everard—. Ah… mi nombre es Mencius, y mi amigo es Iuvenalis. Venimos del futuro, como ha adivinado; somos historiadores y el viaje en el tiempo acaba de inventarse.

—Hablando estrictamente, soy Rozher Schtein, del año 2987. ¿Han… oído hablar de mí?

—¿Quién no? —dijo Everard—. Vinimos buscando al misterioso Stane que parecía ser una de las figuras cruciales de la historia. Sospechábamos que podría ser un viajero temporal, un peregrinator temporis. Ahora lo sabemos.

—Tres años. —Schtein empezó a moverse febril, agitando el rayo en la mano; pero estaba demasiado lejos para saltar de pronto sobre él—. He estado aquí tres años. Si supiesen las veces que he permanecido despierto preguntándome si habría tenido éxito… Díganme, ¿está su mundo unido?

—El mundo y los planetas —dijo Everard—. Desde hace mucho tiempo. —Temblaba interiormente. Su vida dependía de su habilidad para adivinar cuáles eran los planes de Schtein.

—¿Son gente libre?

—Lo somos. Es decir, el emperador preside, pero el Senado dicta las leyes y es elegido por el pueblo.

Había una expresión casi gloriosa en el rostro de gnomo de Schtein, que lo transfiguraba.

—Como soñaba—susurró—. Gracias.

—¿Vino de su época para… crear la historia? —No —dijo Schtein—. Para cambiarla.

Las palabras le salieron en torrente, como si hubiese deseado hablar durante muchos años pero no se hubiese atrevido:

—Yo también era un historiador. Por casualidad conocí a un hombre que decía ser un mercader de las lunas de Saturno, pero como yo había vivido allí vi que era un fraude. Investigando, descubrí la verdad. Era un viajero temporal del futuro lejano.

»Deben comprenderme, la época en la que vivía era terrible, y como historiador psicográfico comprendía que la guerra, la pobreza y la tiranía que nos asolaban no eran debidas a la maldad innata del hombre, sino simplemente a la causa y el efecto. La tecnología de las máquinas había aparecido en un mundo dividido contra sí mismo, y la guerra creció hasta convertirse en una empresa mayor y más destructiva. Ha habido periodos de paz, incluso algunos bastante largos; pero la enfermedad era demasiado profunda, el conflicto formaba parte de nuestra civilización.

»Mi familia había sido masacrada en un ataque venusiano, no tenía nada que perder. Cogí la máquina del tiempo después de… deshacerme… de su dueño.

»El gran error, creía, se había producido en la Edad Oscura. Roma había fundado un gran imperio en paz, y de la paz siempre puede surgir la justicia. Pero Roma se había agotado por el esfuerzo y estaba desmoronándose. Los bárbaros que venían eran vigorosos, podían hacer mucho, sin embargo se los corrompía con facilidad.

»Pero aquí está Inglaterra. Había quedado aislada de la estructura en descomposición de la sociedad romana. Los germanos venían, patanes sucios pero fuertes y dispuestos a aprender. En mi historia, se limitaron a eliminar la sociedad britana y luego, por estar indefensos intelectualmente, fueron tragados por la nueva, y malvada, civilización llamada Occidental. Quería que pasase algo mejor.

»No ha sido fácil. Se sorprenderían de los difícil que es sobrevivir en una época diferente hasta que sabes cómo desenvolverte, incluso si dispones de armas modernas y de regalos interesantes para el rey. Pero ahora me he ganado el respeto de Hengist, y los britanos confían en mí cada vez más. Puedo unir a los pueblos en una guerra contra los pictos. Inglaterra será un solo reino, con la fuerza sajona y los conocimientos romanos, lo suficientemente poderoso como para rechazar a los invasores. El cristianismo es inevitable, claro, pero me aseguraré de que sea el tipo de cristianismo adecuado, uno que educará y civilizará a los hombres sin atar sus mentes.

»Con el tiempo, Inglaterra estará en condiciones de dominar el continente. Al final, un solo mundo. Permaneceré aquí el tiempo suficiente para asegurarme de que la alianza contra los pictos se produce, y luego desapareceré con la promesa de volver. Si reaparezco, digamos, a intervalos de cincuenta años durante los próximos siglos, seré una leyenda, un dios, que podrá asegurarse de que se mantienen en el camino correcto.

—He leído mucho sobre san Stanius —dijo Everard, despacio.

—¡He ganado! —gritó Schtein—. He dado paz al mundo. —Las lágrimas le corrían por las mejillas.

Everard se acercó. Schtein le apuntó al estómago con el rayo, sin confiar del todo en él. Everard se dio la vuelta como si nada y Schtein también se giró para mantenerlo a tiro. Pero el hombre estaba demasiado emocionado por la aparente prueba de su éxito para acordarse de Whitcomb. Everard miró al inglés por encima del hombro.

Whitcomb lanzó el hacha. Everard se echó al suelo. Schtein gritó y el rayo se disparó. El hacha se le había clavado en el hombro. Whitcomb dio un salto y le agarró la mano con la que sostenía el arma. Schtein rugió, luchando por apuntar el rayo. Everard se puso en pie para ayudar. Hubo un momento de confusión.

Luego el rayo volvió a dispararse y Schtein se convirtió de pronto en un peso muerto en sus brazos. La sangre que manaba de una terrible abertura en el pecho manchaba su abrigo.

Los dos guardas entraron corriendo. Everard cogió el aturdidor del suelo y lo situó a intensidad máxima. Una lanza le rozó el brazo. Disparó dos veces y las grandes formas cayeron al suelo. Estarían inconscientes durante horas.

Agachándose un momento, Everard prestó atención. Un grito femenino se oía en las cámaras interiores, pero nadie entraba por la puerta.

—Supongo que lo hemos hecho —dijo jadeando.

—Sí. —Whitcomb miraba con tristeza el cuerpo tirado frente a él. Parecía patéticamente pequeño.

—No pretendía que muriese —aseguró Everard—. Pero el tiempo es… cruel. Supongo que estaba escrito.

—Mejor así que frente a un tribunal de la Patrulla y el planeta de exilio —comentó Whitcomb.

—Al menos, técnicamente, era un ladrón y un asesino —dijo Everard—. Pero tenía un gran sueño. —Y nosotros lo estropeamos.

—La historia podía haberlo estropeado. Probablemente lo habría hecho. Un hombre simplemente no es lo suficientemente poderoso o lo suficientemente sabio. Creo que la mayor parte de la miseria humana se debe a fanáticos de buenas intenciones como éste.

—Así que nos cruzamos de brazos y aceptamos lo que venga.

—Piensa en todos tus amigos en 1947. Nunca hubiesen existido.

Whitcomb se quitó el abrigo e intentó limpiarse la sangre de la ropa.

—Vámonos —dijo Everard. Salió por la puerta de atrás. Una concubina asustada le miró con los ojos muy abiertos.

Tuvo que forzar con el rayo la cerradura de una puerta interior. La habitación a la que daba acceso contenía un transbordador temporal modelo Ing, unas cajas con armas y suministros, algunos libros. Everard lo cargó todo en la máquina, a excepción de la caja de combustible. Eso tenía que quedarse, para que en el futuro pudiesen descubrirlo y volver a detener al hombre que sería Dios.

—Lleva esto al almacén de 1894 —dijo—. Yo volveré con nuestro saltador y nos encontraremos en la oficina.

Whitcomb le dedicó una larga mirada. Su rostro era el de un hombre preocupado. Mientras Everard lo miraba a su vez, se endureció con una decisión.

—Vale, viejo amigo —dijo el inglés. Sonrió, casi melancólico, y le estrechó la mano a Everard—. Hasta otra. Buena suerte.

Everard lo miró mientras entraba en el gran cilindro de acero. Era un comentario algo raro, dado que al cabo de un par de horas estarían tomando el té en 1894.

La preocupación le acosaba mientras salía del edificio y se mezclaba con la gente. Charlie era un tipo peculiar. Bien…

Nadie se metió con él mientras salía de la ciudad y se internaba en la arboleda. Volvió a llamar el saltador temporal y, a pesar de la necesidad de darse prisa antes de que alguien se acercase a ver qué tipo de pájaro había aterrizado, abrió una jarra de cerveza. La necesitaba. Luego echó un último vistazo a la vieja Inglaterra y saltó a 1894.

Mainwethering y sus guardias estaban allí, tal como habían prometido. El oficial pareció alarmado al ver llegar a un hombre con la ropa manchada de sangre, pero Everard le dio un informe tranquilizador. Tardó un rato en lavarse, cambiarse de ropa y ofrecer un relato completo al secretario. Para entonces, Whitcomb tendría que haber llegado en cabriolé, pero no había ni rastro de él. Mainwethering llamó al almacén por radio y se volvió con el ceño fruncido.

—No ha llegado todavía—dijo—. ¿Puede haber ido mal algo?

—Nada. Esas máquinas son a prueba de fallos. —Everard torció el labio—. No sé qué pasa. Quizá no me entendió y se ha ido a 1947.

Un intercambio de notas reveló que Whitcomb tampoco se había presentado allí.

Everard y Mainwethering salieron a tomar el té. Cuando volvieron seguía sin haber rastro de Whitcomb.

—Será mejor que informe a la agencia de campo —dijo Mainwethering—. Eh, vaya, deberían ser capaces de encontrarle.

—No. Espere. —Everard se detuvo un momento a pensar. Se había estado formando esa idea desde hacía tiempo. Era terrible.

—¿Tiene alguna idea?

—Sí. Más o menos. —Everard empezó a quitarse el traje victoriano. Le temblaban las manos—. Consígame ropa del siglo XX, ¿quiere? Tal vez pueda encontrarle solo.

—La Patrulla querrá un informe preliminar de sus ideas e intenciones —le recordó Mainwethering.

—Al infierno la Patrulla —repuso Everard.

6

Londres, 1944. La temprana noche del invierno ya había llegado y por las calles, golfos de oscuridad, soplaba una brisa fría. El ruido de una explosión llegó procedente de algún lugar. Ardía un fuego, grandes banderas rojas ondeaban sobre los tejados.

Everard dejó su saltador en la acera —nadie salía cuando caían las bombas V— y se movió despacio en la oscuridad. Diecisiete de noviembre; su memoria entrenada le había dado la fecha. Mary Nelson había muerto ese día.

Encontró una cabina de teléfonos en una esquina y consultó la guía. Había muchos Nelson, pero sólo una Mary en el área de Streatham. Debía de ser la madre, por supuesto. Suponía que la hija tendría el mismo nombre de pila. Tampoco sabía a la hora en que había caído la bomba, pero había formas de descubrirlo.

Al salir rugieron el fuego y el trueno. Se echó al suelo mientras los cristales volaban donde había estado. Diecisiete de noviembre, 1944. El joven Manse Everard, teniente del Cuerpo de Ingenieros de Estados Unidos, está en algún lugar al otro lado del canal de la Mancha, cerca de los cañones alemanes. No recordaba el lugar exacto, y no se detuvo a esforzarse. No importaba. Sabía que iba a sobrevivir a ese peligro.

El nuevo resplandor bailaba tras él mientras corría hacia la máquina. Saltó a ella y se elevó en el aire. Al sobrevolar Londres, sólo vio una vasta oscuridad punteada de llamas. ¡Walpurgisnacht, y el infierno desatado sobre la tierra!

Recordaba bien Streatham, una monótona extensión de ladrillo habitada por oficinistas, tenderos y mecánicos, la mismapetit bourgeoisie que se había plantado y luchado contra el poder que había conquistado Europa. Allí vivía una chica en 1943… al final se había casado con otro.

Volando bajo, intentó localizar la dirección. No muy lejos estalló un volcán. La montura se agitó en el aire y a punto estuvo de perder el equilibrio. Apresurándose hacia su objetivo, vio una casa inclinada, destruida y en llamas. Estaba a sólo tres manzanas de la casa de los Nelson. Llegaba tarde.

¡No! Comprobó la hora —sólo las diez y media— y saltó dos horas atrás. Todavía era de noche, pero la casa destruida se elevaba sólida en la oscuridad. Durante un segundo deseó avisar a los que estaban dentro. Pero no. En todo el mundo moría gente. No era Schtein, para cargar la historia sobre los hombros.

Sonrió con tristeza, desmontó y cruzó la cancela. Tampoco era un maldito daneliano. Llamó a la puerta y ésta se abrió. Una mujer de mediana edad le miró desde la oscuridad y él comprendió que era raro en aquellas circunstancias ver a un americano vestido de civil.

—Perdóneme —dijo—. ¿Conoce a la señorita Mary Nelson?

—Claro que sí. —Una vacilación—. Vive cerca. Vendrá pronto. ¿Es un amigo?

Everard asintió.

—Me ha enviado con un mensaje para usted, señora… —Enderby.

—Oh, sí, señora Enderby. Tengo una memoria terrible. Mire, la señorita Nelson quería que le dijese que lo siente mucho pero que no vendrá. Sin embargo, quiere verla a usted y a toda su familia a las diez y media.

—¿A todos, señor? Pero los niños…

—Por supuesto, los niños también. A todos ustedes. Ha preparado una sorpresa muy especial, algo que sólo ella puede mostrarles. Todos deben estar allí.

—Bien… vale, señor, si ella lo dice.

—Todos ustedes a las diez y media, sin falta. La veré entonces, señora Enderby. —Everard asintió y salió a la calle.

Había hecho lo que había podido. Ahora la casa de Nelson. Llevó el saltador tres manzanas más allá, aparcó en la oscuridad de un callejón y caminó hasta la casa. Ahora también era culpable, tan culpable corno Schtein. Se preguntó cómo sería el planeta de exilio.

No había ni rastro del transbordador Ing, y era demasiado grande para ocultarlo. Así que Charlie todavía no había llegado. Hasta entonces, tendría que tocar de oído.

Al llamar a la puerta se preguntó qué representaría haber salvado a la familia Enderby. Esos niños crecerían, tendrían hijos propios; sin duda ingleses insignificantes de clase media, pero en algún lugar de los siglos por venir un hombre importante nacería, o no. Claro está, el tiempo no era muy flexible. Excepto en contados casos, los antepasados exactos no importaban, sólo la reserva genética y la sociedad humana. Aun así, ése podría ser uno de esos raros casos.

Una joven le abrió la puerta. Era una muchacha bonita, no espectacular, pero de aspecto cuidado, vestida de uniforme.

—¿Señorita Nelson?

¿Sí?

—Mi nombre es Everard. Soy amigo de Charlie Whitcomb. ¿Puedo pasar? Tengo noticias un tanto sorprendentes.

—Estaba a punto de salir —dijo, disculpándose.

—No, no lo hará. —Error; ella se había envarado, indignada—. Lo siento. Por favor, permita que se lo explique.

Ella le guió hasta un salón abarrotado y sin gracia.

—¿Quiere sentarse, señor Everard? Por favor, no hable demasiado alto. La familia duerme. Se levantan temprano.

Everard se puso cómodo. Mary se sentó en el borde del sofá, observándole con los ojos muy abiertos. Él se preguntó si Wulfnoth y Eadgar se contaban entre sus antepasados. Sí… sin duda así era, después de tantos siglos. Incluso Schtein, también.

—¿Está en la fuerza aérea? —pregunto la chica—. ¿Así conoció a Charlie?

—No. Estoy en Inteligencia, que es la razón de que vaya de paisano. ¿Puedo preguntarle cuándo le vio por última vez?

—Oh, hace semanas. Ahora mismo está destinado en Francia. Espero que la guerra acabe pronto. Es tan tonto que sigan en ello cuando se saben acabados, ¿no? —Inclinó curiosa la cabeza—. Pero ¿cuál es esa noticia que tiene?

—Llegaré a eso enseguida. —Empezó a hablar todo lo que se atrevía, comentándole las condiciones al otro lado del canal. Era extraño estar sentado hablando con un fantasma. Y el condicionamiento le impedía decirle la verdad. Quería, pero cuando lo intentó se le congeló la lengua.

—… y el coste de conseguir un bote de tinta roja… —Por favor —ella le interrumpió con impaciencia—. ¿Le importaría ir al grano? Tengo un compromiso esta noche.

—Oh, lo siento. Lo siento mucho. Entienda, es esta forma… Una llamada a la puerta le salvó.

—Perdóneme —murmuró ella, y fue más allá de las pesadas cortinas negras para abrirla. Everard la siguió. Ella retrocedió con un gritito. —¡Charlie!

Whitcomb la apretó contra sí, sin pensar en la sangre que todavía tenía en las ropas de juto. Everard salió a la entrada. El inglés lo miró horrorizado.

—Tú…

Intentó coger el aturdidor, pero Everard ya empuñaba el suyo.

—No seas tonto —dijo el americano—. Soy tu amigo. Quiero ayudarte. ¿Qué estúpido plan se te había ocurrido?

—Yo… obligarla a permanecer aquí… evitar que fuese a…

—¿Y crees que ellos no tienen manera de localizarte? —Everard pasó al temporal, el único lenguaje posible en presencia de la asustada Mary—. Cuando dejé a Mainwethering, empezaba a sospechar. A menos que lo hagamos bien, van a alertar a todas las unidades de la Patrulla. El error será rectificado, probablemente matándola a ella. Tú irás al exilio.

—Yo… —Whitcomb tragó saliva. Su rostro era una máscara de terror—. Tú… ¿la dejarías ir al encuentro de la muerte? —No. Pero hay que hacerlo con el mayor cuidado.

—Escaparemos… encontraremos algún periodo lejos de todo… iremos hasta la misma época de los dinosaurios si es preciso.

Mary se liberó de él. Abrió la boca, dispuesta a gritar.

—¡Cállate! —le ordenó Everard—. Tu vida corre peligro y estamos intentando salvarte. Si no confías en mí, confía en Charlie.

Se volvió hacia el hombre y siguió hablando en temporal:

—Mira, amigo, no hay ningún lugar en el tiempo donde puedas esconderte. Mary Nelson murió esta noche. Eso es historia. No estaba en 1947. Eso es historia. Yo ya me he metido en líos: la familia a la que iba a visitar estará fuera de su hogar cuando caiga la bomba. Si intentas escapar con ella, te encontrarán. Es pura suerte que todavía no haya llegado una unidad de la Patrulla.

Whitcomb luchó por conservar la calma.

—Supón que salto con ella a 1948. ¿Cómo sabes que no reapareció de pronto en 1948 ? Quizá eso también sea historia.

—Tío, no puedes. Inténtalo. Adelante, dile que vas a llevarla cuatro años hacia el futuro.

Whitcomb gruñó.

—Una revelación… y estoy condicionado.

—Sí. Apenas tienes libertad suficiente para aparecer frente a ella con ese aspecto, pero para hablarle tendrías que mentir porque no podrías evitarlo. En todo caso, ¿cómo ibas a explicárselo? Si sigue siendo Mary Nelson, será una desertora de la W.A.A.F. Si adopta otro nombre, ¿dónde está su certificado de nacimiento, sus informes escolares, su libreta de racionamiento, todos esos fragmentos de papel que los gobiernos del siglo XX tanto veneran? No es posible, muchacho.

—Entonces, ¿qué podemos hacer?

—Enfrentarnos a la Patrulla y darle un porrazo. Espera aquí un minuto. —Everard sentía una calma fría, no había tiempo para estar asustado y cuestionar su propio comportamiento.

De regreso a la calle, localizó el saltador y lo preparó para que reapareciese cinco años en el futuro, a mediodía, en Piccadilly Circus. Le dio al interruptor principal, vio desaparecer la máquina y volvió a entrar. Mary estaba en brazos de Whitcomb, temblando y lloriqueando. ¡Las malditas pobres niñas en el bosque!

—Vale. —Everard los llevó al salón y se sentó con la pistola en la mano—. Ahora esperemos un poco más.

No fue mucho. Apareció un saltador, con dos patrulleros vestidos de gris a bordo. Empuñaban armas.

Everard los derribó con un rayo aturdidor de poca potencia. —Ayúdame a atarlos, Charlie —dijo.

Mary estaba acurrucada en una esquina, en completo silencio.

Cuando los hombres despertaron, Everard se plantó frente a ellos con una sonrisa helada.

—¿De qué se nos acusa, chicos? —preguntó en temporal.

—Creo que lo sabes —repuso con calma uno de los prisioneros—. La oficina principal nos ordenó localizaros. Comprobando la semana siguiente, descubrimos que habías evacuado a una familia cuya casa estaba destinada a ser bombardeada. El registro de Whitcomb sugiere que después viniste aquí a ayudarle a salvar a una mujer que se suponía que iba a morir esta noche. Más vale que nos liberes o será peor para ti.

—No he cambiado la historia —dijo Everard—. Los danelianos siguen ahí, ¿no?

—Sí, claro que sí, pero…

—¿Cómo sabéis que la familia Enderby debía morir? —Su casa recibió un impacto, y dijeron que habían salido simplemente porque…

—Ah, pero la cuestión es que se fueron. Eso está escrito. Ahora sois vosotros los que queréis cambiar el pasado. —Pero esa mujer de ahí…

—¿ Estáis seguros de que no hubo una Mary Nelson que, digamos, se estableció en Londres en 1850 y murió de vieja en 1900 ? El rostro delgado sonrió.

—Realmente lo estás intentando, ¿no? No saldrá bien. No puedes luchar contra toda la Patrulla.

—¿No puedo? Puedo dejaros aquí para que os encuentren los Enderby. He programado el saltador para que aparezca en público en un instante que sólo yo conozco. ¿Qué va a suponer eso para la historia?

—La Patrulla adoptará medidas correctoras… como hicisteis vosotros en el siglo V.

—¡Quizá! Pero puedo ponérselo mucho más fácil, si escuchan mi apelación. Quiero un daneliano.

¿Que?…

—Me habéis oído —dijo Everard—. Si es necesario, me montaré en vuestro saltador y avanzaré un millón de años hacia el futuro. Les mostraré lo simple que sería si nos diesen un respiro.

Eso no será necesario.

Everard se dio la vuelta boquiabierto. El aturdidor se le cayó de la mano.

No podía mirar a la forma que relucía ante sus ojos. De su garganta escapó un sollozo seco mientras retrocedía.

Su apelación ha sido considerada —dijo la voz sin sonido—. Se conocía y se sopesó mucho antes de su nacimiento. Pero usted seguía siendo un eslabón necesario en la cadena del tiempo. Si hubiese fallado esta noche, no hubiese habido misericordia.

A nosotros nos constaba que Charles y Mary Whitcomb vivieron en la Inglaterra victoriana. También nos constaba que Mary Nelson murió con la familia que visitaba en 1944, y que Charles Whitcomb había vivido soltero y finalmente había muerto estando de servicio con la Patrulla. La discrepancia había sido percibida, y en cuanto incluso la más pequeña paradoja es una debilidad peligrosa en la estructura del espacio-tiempo, debía ser rectificada eliminando de la existencia uno u otro hecho. Usted ha decidido cuál será.

En algún lugar de su cerebro tembloroso Everard supo que, de pronto, los patrulleros estaban libres. Supo que su saltador había sido… estaba siendo… sería hecho desaparecer de forma imperceptible en cuanto se materializara. Supo que la historia ahora decía: «W.A.A.F Mary Nelson desaparecida, presumiblemente fallecida a causa de una bomba caída cerca de casa de los Enderby, que se encontraban en casa de ella cuando la suya propia fue destruida; Charles Whitcomb desapareció en 1947, presumiblemente ahogado por accidente.» Supo que a Mary se le había dicho la verdad, se la había condicionado para que no la revelase, y se la había enviado junto con Charlie a 1850. Y que vivirían su vida de clase media, sin sentirse del todo cómodos, durante el reinado de Victoria, que Charlie a menudo fantasearía sobre cómo le hubiese ido en la Patrulla… y luego miraría a su mujer y a sus hijos y decidiría que, después de todo, no había sido un sacrificio tan grande.

Eso supo, y luego el daneliano desapareció. Y la tormentosa oscuridad de su cabeza decreció y miró con ojos despejados a los dos patrulleros; no conocía su propio destino.

—Ven —le dijo el primer hombre—. Salgamos de aquí antes de que alguien despierte. Le llevaremos a su año. 1954, ¿no?

—¿Y luego qué? —preguntó Everard.

El patrullero se encogió de hombros. Bajo sus maneras normales subyacía la emoción que le había embargado ante la presencia del daneliano.

—Preséntate a tu jefe de sector. Has demostrado que, evidentemente, no estás capacitado para un trabajo fijo.

—Por tanto… se me da de baja, ¿eh?

—No hay necesidad de ser tan melodramático. ¿Creías que este caso era el único de su tipo en un millón de años de actividad de la Patrulla? Hay procedimientos regulares para esto.

»Necesitarás más entrenamiento, claro. Tu personalidad se ajusta mejor a la condición de No asignado… cualquier época, cualquier lugar, dondequiera y cuando se te necesite. Creo que te gustará.

Everard montó con debilidad en el saltador. Cuando se apeó, había pasado una década.