Poul Anderson

Estrella del mar

I

De día, Niaerdh vagaba por entre las focas, ballenas y peces que había creado. Con la punta de los dedos lanzaba gaviotas y salpicaduras al viento. En el borde del mundo, sus hijas bailaban su canción, que traía lluvia del cielo o enviaba luz rielando por las aguas. Cuando la oscuridad fluía desde el este, buscaba una cama más allá. Pero a menudo se levantaba temprano, mucho antes que el sol, para vigilar el mar. Sobre su frente relucía el lucero de la mañana.

Entonces Frae se alzó en la playa.

—¡Niaerdh, te invoco! —gritó. Sólo la espuma respondió. Se puso el cuerno Reunión en los labios y sopló. Desde los arrecifes llegaron volando los cormoranes entre gritos. Al final desenvainó la espada y con su hoja plana golpeó los flancos del toro Agitador de la Tierra sobre el que estaba sentado. Ante el estruendo que se produjo, los pozos saltaron y los reyes muertos se despertaron en sus túmulos.

Niaerdh fue en su busca. Furiosa, navegaba en un iceberg, vestida con la niebla y llevando en una mano la red con la que atrapaba los barcos.

—¿Por qué te atreves a molestarme? —Le arrojó las palabras como piedras.

—Me casaré contigo —le dijo él—. Desde lejos, la luz que se refleja en tu pecho me ha cegado. He rechazado a mi hermana. La tierra enferma y todo se marchita por el anhelo de mi corazón.

Niaerdh rió:

—¿Qué puedes darme tú que no pueda darme mi hermano?

—Una casa de techo alto —dijo él—, ricas ofrendas, carne cálida en tu tajadero y sangre caliente en la copa, dominio sobre la siembra y la cosecha, sobre la concepción, el nacimiento y la vejez.

—Grandes cosas —le concedió ella—, pero ¿y si las rechazo?

—Entonces la vida morirá sobre la tierra, y al morir, te maldecirá —le advirtió él—. Mis flechas volarán hasta los caballos del Carro del Sol y los matarán. Cuando caiga envuelto en llamas, el mar hervirá; después se congelará bajo una noche que no tiene amanecer.

—No —dijo ella—, porque primero llevaré las olas sobre tu reino y lo ahogaré.

Hubo silencio durante un tiempo.

—Los dos somos fuertes —dijo ella al fin—. Mejor será que no destrocemos el mundo entre los dos. Volveré en la primavera con mi dote de lluvia, y juntos recorreremos la tierra para bendecirla. Tu regalo para mí será el toro sobre el que cabalgas.

—Eso es demasiado —dijo Frae—. En él está la fuerza para llenar el vientre de la tierra. Él dispersa a los enemigos, los cornea y los pisotea, destruye sus campos. Las rocas tiemblan bajo sus pezuñas.

—Puedes conservarlo en la tierra y usarlo como antes —contestó Niaerdh—, menos cuando yo tenga necesidad de él. Pero mío será, y al final habré de llamarlo para siempre. —Después de otro rato, siguió hablando—: Cada otoño te dejaré y volveré al mar. Pero en primavera regresaré. Así será este año y todos los años posteriores.

—Había esperado más —dijo Frac—, y creo que si separamos nuestros actos, los dioses de la guerra vagarán con mayor libertad que antes. Pero está predicho que tú ganarías. Esperaré por ti cuando el sol gire al norte.

—Vendré a ti en el arco iris —dijo Niaerdh.

Así fue. Así es.

1

Vista desde las murallas del Campamento Viejo, la naturaleza era terrorífica. Al este, en aquel año de sequía, el Rin relucía encogido. Los germanos lo atravesaban con facilidad, "entras que las naves de suministros con destino a los campamentos en su ribera izquierda a menudo encallaban y, antes de poder escapar, caían en manos enemigas. Era como si los mismos ríos, las antiguas defensas del Imperio, desertasen de Roma. Allí al otro lado, donde el bosque se elevaba de la planicie, las hojas resecas se teñían de ocre y caían. Las granjas habían estado marchitas hasta que la guerra las había convertido no en barro, sino en polvo para el cielo cegador, para teñir de gris las cenizas y restos de las casas.

Ahora esa tierra traía una nueva cosecha nacida de dientes de dragón: una horda bárbara. Grandes hombres rubios agitaban emblemas sacados de arboledas sagradas y ritos sangrientos, postes o palos con cráneos o burdos dibujos de osos, verracos, bisontes, toros, alces, venados, gatos monteses, lobos. La luz de la puesta de sol se reflejaba en la punta de las lanzas, los escudos reforzados, algún casco ocasional, rara vez una cota o una coraza tomada de un legionario muerto. Casi ninguno llevaba armadura, vestían túnicas y pantalones ajustados o iban desnudos hasta la cintura, quizá con una vieja piel de bestia por encima. Gruñían, ladraban, gritaban, rugían, daban patadas, un sonido similar a un trueno lejano.

Ciertamente lejano. Mirando más allá de la sombra que se extendía hacia ellos, Munio Luperco distinguió un largo pelo atado a la sien o en lo alto de la cabeza. Ése era el estilo de las tribus suevas en el corazón de Germania. No era común, debía de ser un grupo pequeño que había seguido hasta allí a un capitán aventurero, pero demostraba cuán lejos había llegado la palabra de Civilis.

Casi todos se trenzaban el pelo; algunos se lo teñían de rojo o se lo ponían de punta al estilo galo. Había bátavos, canninefates, tungros, frisios, brúcteros, otros nativos de aquellas partes… y muchos temibles no tanto por su número como por su conocimiento de los usos romanos. Vaya, por allí iba un escuadrón de téncteros, galopando sobre los ponis con la gracia de los centauros, lanzas y pendones en alto, las hachas en las sillas, ¡la caballería de los rebeldes!

—Tendremos una noche agitada —dijo Luperco.

—¿Cómo lo sabes, señor? —La voz del ordenanza no era del todo firme. Apenas era un muchacho, elegido apresuradamente para el puesto después de la caída del experimentado Rutilio. Cuando cinco mil soldados habían sido expulsados del campo de batalla hasta el siguiente fuerte, seguidos por dos o tres veces su número, cogías lo que podías.

Luperco se encogió de hombros.

—Uno acaba sintonizando con sus humores.

No todas las señales eran sutiles. Más allá del río y más allá del tu —multo masculino de la orilla, el humo se elevaba alejándose de hervidores y asados. Las mujeres y los niños de la región habían venido para incitar a sus hombre a la batalla. Nuevamente entre ellos había comenzado el lamento. Se extendió y se hizo más fuerte mientras escuchaba, como una sierra, con un ritmo subterráneo, ha-ba-da-ha-ba, ha-ba-da-da. Más y más oídos se pusieron a escuchar; el caos se acercaba.

—No creo que Civilis quiera acción —dijo Aleto. Luperco había separado al veterano centurión de los fragmentos que habían sobrevivido a su mando para que fuese su oficial y consejero. Aleto hizo un gesto hacia la empalizada de lo alto del terraplén—. Los últimos ataques le han costado mucho.

Los cuerpos tirados, hinchados, sin color, entre entrañas y sangre coagulada, armas rotas, ruinas cubiertas bajo las cuales los bárbaros habían intentado atacar la entrada. En su lugar llenaron la zanja. Las bocas se abrían alrededor de lenguas que las hormigas y los escarabajos se comían. Los cuervos habían sacado la mayoría de los ojos. Varios pájaros seguían picoteando, tomando la cena antes de la noche. Las narices se habían acostumbrado al olor, excepto cuando la brisa lo traía directamente y el frío de la tarde lo había humedecido.

—Tiene suficiente —dijo Luperco.

—Aun así, señor, no es tonto, ni ignorante, ¿no? —persistió el centurión—. He oído que marchó con nosotros veinte años o más, hasta la misma Italia, y recibió el máximo rango que puede recibir un auxiliar. Debe de saber que andamos escasos de comida y todo lo demás. Dejarnos morir de hambre tiene mucho más sentido que cargar contra soldados regulares y sus máquinas.

—Cierto —admitió Luperco—. Me atrevería a decir que ésa ha sido su intención desde que no pudo entrar. Pero sabes que no tiene un control romano sobre esos hombres. —Con ironía—. Aunque no es que nuestras legiones no se hayan salido de los límites últimamente, ¿eh?

Su vista buscó un centro de calma alrededor del cual se moviese el enemigo. El metal relucía en orden donde los hombres descansaban bajo los estandartes de sus unidades; los caballos, atados, comían tranquilamente la avena que les habían traído; recién construida, con madera nueva pero de sólida carpintería, una torre de asalto de dos pisos esperaba sobre sus ruedas. Más allá se encontraba Claudio Civilis, que antes había servido a Roma, y los hombres con los que había hecho campaña y que habían aprendido de él.

—Algo ha vuelto a sublevar a los germanos —dijo el legado—. Alguna noticia, inspiración, deseo o… lo que sea. Me gustaría saber qué ha sido. Pero repito, tenemos una noche difícil por delante. Preparémonos.

Abrió la marcha desde la torre de vigilancia. Casi era un descenso a la paz. En las décadas posteriores a su establecimiento, el Campamento Viejo había crecido, convirtiéndose casi en un asentamiento; no todos llevaban vestiduras militares. En aquel momento, estaba lleno de fugitivos, así como de los restos de la fuerza expedicionaria. Pero había conseguido imponer el orden: los soldados correctamente acuartelados y asignados, los civiles ocupados en trabajos útiles o al menos alejados para que no molestasen.

La tranquilidad se ocultaba en las sombras; durante un momento pudo cerrar los oídos al canto salvaje. Su mente vagó libre a lo largo de millas y años, sobre los Alpes y el sur hacia el mar azul a la bahía y las montañas majestuosas, una ciudad escondida, una casa y un patio de rosas, Julia, los niños… Publio debía de estar acercándose a la madurez, Lupercila sería una joven dama, y ¿habría superado Marco esos problemas con la lectura?… Las cartas llegaban tan irregularmente, eran tan infrecuentes. ¿Cómo les iba? ¿Cómo iban las cosas en Pompeya?

Olvídate de ellos. Tengo mis propios asuntos que tratar. Siguió, inspeccionando, planeando, dando instrucciones.

Cayó la noche. Los fuegos saltaban enormes alrededor del fuerte, donde los guerreros comían y bebían. Habían saqueado incontables ánforas de vino. Con el tiempo empezaron sus roncas canciones de guerra. Al fondo, sus mujeres aullaban como halcones.

Uno a uno, grupo a grupo, se pusieron en pie, cogieron las armas y se arrojaron contra la muralla. En la oscuridad, sus lanzas, flechas y hachas sólo hendían el aire. Los romanos los veían con claridad bajo la luz de sus fuegos. Jabalinas, hondas, catapultas se encargaban de ellos, primero de los más valientes y chillones.

—¡Una cacería egipcia de pájaros, por Hércules! —Aleto estaba exultante.

—Civilis también lo comprende —contestó Luperco.

De hecho, después de un par de horas las chispas se elevaron en lo alto y desaparecieron, los rastrillos separaron el carbón de la madera, botas y mantas apagaron las llamas. La precaución pareció enloquecer más a los germanos. Era una noche sin luna y una neblina había cubierto las estrellas. La lucha era a ciegas, mano a mano, golpeando donde oías un ruido y apreciabas una oscuridad aún mayor que venía hacia ti. Aun así, los legionarios conservaron su disciplina. Desde las murallas arrojaban piedras y estacas cubiertas de hierro todo lo bien que podían apuntar. Donde el sonido les indicaba una escalera alzada, empujaban con los escudos y las jabalinas iban detrás. Y ensartaban las espadas en aquellos hombres que llegaban a lo alto.

En algún momento pasada la medianoche, el combate se apagó. Durante un momento hubo casi completo silencio, ni siquiera el sonido que producen los moribundos. Los germanos habían encontrado y reclamado a sus heridos, sin que importase el peligro, y los romanos yacían bajo las lámparas al cuidado de los cirujanos. Pronto oyeron una voz arengando, luego gritos, después una vez más el canto de muerte.

—Vuelven —suspiró.

La primera luz le mostró la torre de asalto acercándose hacia la puerta pretoriana. Iba despacio, empujada por una veintena o dos de guerreros mientras el resto se agitaba impaciente detrás y la elite de Civilis esperaba a un lado. Luperco tuvo tiempo suficiente para examinar la situación, tomar una decisión, situar a sus hombres y distribuir su maquinaria militar. Había hecho que soldados y artesanos refugiados las construyesen.

La torre se acercó a la puerta. Los guerreros treparon por ella, agitando armas, lanzando misiles, colocándose para saltar desde abajo. El legado habló. Los romanos de las murallas llevaron estacas y vigas al punto de entrada. A cubierto por los escudos y los lanzadores empujaron, golpearon y cortaron. Obligaron a la torre a detenerse y empezaron a destrozarla. Mientras tanto sus compañeros salieron por ambos flancos y atacaron al enemigo.

Civilis guió a sus veteranos. Los ingenieros romanos extendieron un brazo de grúa sobre la muralla. Mandíbulas de hierro al final de una cadena se agitaron en un arco, se cerraron sobre un hombre, y lo elevaron en el aire. Felices, los ingenieros movieron los contrapesos. El brazo dio un giro, la mandíbula se abrió y el cautivo cayó a tierra en el interior del campamento. Un pelotón lo aguardaba.

—¡Prisioneros! —gritó Luperco—. ¡Quiero prisioneros!

La grúa volvió a salir, y a salir. Era un dispositivo lento y torpe, pero también nuevo y extraño, temible. Luperco nunca supo lo que contribuyó a desmoralizar las tropas enemigas. Era probable que nadie lo supiese. La destrucción de la torre y el asalto por parte de la infantería bien entrenada y coordinada ya eran muy malos.

Unas buenas tropas hubiesen conservado su territorio rodeando a los pocos hombres en la salida y haciéndolos pedazos. En las bandas bárbaras nadie tenía el mando más allá que sobre su seguidor inmediato, ni forma de saber qué pasaba en otra parte. Los que se encontraban con muchas bajas no recibían refuerzos. Estaban cansados después de su larga noche, muchos habían perdido sangre, ni camaradas ni dioses habían venido en su ayuda. Su valor se escapaba mientras corrían. Como una avalancha, el resto de la horda los siguió.

—¿Deberíamos perseguirlos, señor? —preguntó el ordenanza.

—Eso sería fatal —Una parte de Luperco se preguntó por qué lo explicaba, por qué no le ordenaba al chico que se callase—. No sienten verdadero pánico. Mira, están deteniéndose junto al río. Sus jefes los reunirán y Civilis les hará recuperar más o menos el sentido. Sin embargo, no creo que permita otro intento como éste. Se limitará a bloquearnos.

E intentará seducir a sus compatriotas entre nosotros —añadió la mente del legado—. Pero al menos ahora puedo dormir. Qué cansado estaba. Sentía el cráneo lleno de arena y la lengua como una tira de cuero.

Primero tenía obligaciones. Bajó las escaleras y recorrió el camino principal hasta el punto donde la grúa había arrojado a su presa. Un par yacían muertos, ya fuese porque se habían resistido demasiado o porque el pelotón se había emocionado en exceso. Uno gemía y se retorcía sobre el polvo. No movía las piernas, debía de tener la espalda rota, mejor sería cortarle la garganta. Tres caminaban atados bajo la mirada de sus guardias. El séptimo, también con las muñecas atadas y los talones trabados, permanecía de pie. El traje de un auxiliar bátavo cubría su cuerpo fornido.

Luperco se detuvo frente a él.

—Bien, soldado, ¿qué tienes que decir? —preguntó con calma.

La barba le crecía alrededor de los labios y habló en latín con acento gutural.

—Nos tienes. Pero eso es todo lo que tienes.

Un legionario levantó a medias su espada. Luperco agitó la mano para que la guardase.

—Vigila tus modales —le aconsejó—. Tengo algunas preguntas para tus compañeros. Coopera, y no sufrirás lo peor que puede sucederle a un traidor.

—No traicionaré a mi señor, hagas lo que hagas —dijo el bátavo. Su agotamiento hacía que el desafío fuese monótono—. Woen, Donar, Tiw sed testigos.

Mercurio, Hércules, Marte. Sus dioses principales, o al menos así los identificamos los romanos. No importa. Creo que lo dice en serio, y la tortura no servirá. Tendré que intentarlo, por supuesto. Quizá sus camaradas tengan menos decisión. Aunque no es que crea que alguno de ellos sepa algo útil. Qué pérdida.

Humm, una cosa… —Un ligero presentimiento erizó la piel del legado—. Podría estar dispuesto a decírmelo.

—Dime en todo caso, ¿qué os poseyó? Era una locura atacarnos. Civilis debe de estar tirándose de los pelos.

—Quería detenerlo —admitió el prisionero—. Pero los guerreros se desbocaron, y él… nosotros… sólo pudimos intentar que fuesen efectivos. —Una sonrisa canina—. Ahora quizá hayan aprendido la lección y hagan las cosas bien.

—Pero ¿qué desencadenó el ataque?

De pronto la voz vibró, los ojos se encendieron.

—Estaban equivocados en la táctica, sí, pero la palabra era cierta. Es cierto. Vino por los brúcteros que se han unido a nosotros. Veleda ha hablado.

—Eh, ¿Veleda?

—La sibila. Ha ordenado que todas las tribus se alcen. Roma está condenada, le ha dicho la diosa, y la victoria será nuestra. —El bátavo se cuadró de hombros—. Haz lo que quieras conmigo, romano. Eres hombre muerto, lo sois tú y todo tu apestoso Imperio.

2

En las últimas décadas del siglo XX, un pequeño negocio de importación—exportación era la fachada de la oficina de Ámsterdam de la Patrulla del Tiempo. Su almacén, con oficina anexa, se encontraba en el Indische Buurt, donde la gente de aspecto exótico llamaba poco la atención.

El cronociclo de Manse Everard apareció en la parte secreta del edificio una mañana de mayo. Tuvo que esperar un minuto o así en la salida cuando la puerta le indicó que alguien pasaba por el otro lado que no debería ver que no se trataba simplemente de un revestimiento… sin duda un empleado normal de la compañía. Luego se abrió a su llave. A él le parecía algo rudimentario, pero suponía que se ajustaba a las condiciones locales.

Encontró su camino hasta el administrador, que era también jefe de operaciones de la Patrulla en toda aquella zona de Europa. Normalmente esas operaciones eran rutinarias, o todo lo rutinarias que podían ser cuando se trataba de tráfico arriba y abajo por la historia. Después de todo, no era un cuartel general de entorno. Ni siquiera había parecido estar vigilando un sector especialmente importante, hasta ahora.

—No le esperábamos tan pronto, señor —dijo sorprendido Willem Ten Brink—. ¿Debo llamar a la agente Floris?

—No, gracias —contestó Everard—. Me encontraré con ella más tarde, como habíamos planeado. Simplemente se me ocurrió dar primero un vistazo a la ciudad. No había estado aquí desde… 1952, cuando pasé unos días de vacaciones. Me gustó.

—Bien, espero que lo pase bien. Ya sabe que las cosas han cambiado. ¿Desea un guía, un coche, cualquier tipo de asistencia? ¿Instalaciones para su conferencia?

—Creo que no será necesario. Su mensaje decía que podía explicármelo todo mejor, al menos al principio, en su casa.

A pesar de la obvia decepción del otro hombre, Everard no dejó escapar ninguna pista sobre la naturaleza de la cuestión. Ya era suficientemente delicada sin dar información a gente que no la requería y que no trabajaba fuera de su época de nacimiento. Además, Everard no estaba de¡ todo seguro de la amenaza.

Equipado con un mapa, una cartera llena de gulden, y un par de consejos prácticos, echó a caminar. En un estanco compró tabaco para su pipa y una styippenkart para el sistema de transporte público. No se había instalado el holandés, pero todos los que encontró hablaban un inglés excelente. Con los pies ligeros, vagó.

Treinta y cuatro años eran una larga ausencia (aún mayor, claro está, en su línea de mundo personal. En el ínterin se había unido a la Patrulla, se había convertido en agente No asignado y había serpenteado por el tiempo, por casi todo el planeta. Ahora el Londres de Isabel I o la Pasargadae de Ciro el Grande le eran más conocidas que las calles que recorrería ese día. ¿Había sido realmente tan maravilloso ese verano, o simplemente era joven, sin demasiadas preocupaciones? Medio se temía lo que iba a encontrar.

Las siguientes horas lo tranquilizaron. Ámsterdam no se había convertido en la alcantarilla que mucha gente decía que era. Desde la Presa hasta la Estación Central, estaba llena de jóvenes desaliñados, pero no vio a nadie que causase problemas. En callejones que venían directamente del Damrak podía pasar un rato muy agradable en un café o un pequeño bar con una enorme selección de cervezas. Las tiendas de trapicheo se encontraban a intervalos bastante amplios, colocadas entre negocios normales y librerías extraordinarias. Cuando fue en un recorrido por el canal, el guía con indiferencia señaló el barrio chino, Everard vio edificios de siglos de antigüedad que dignificaban toda la parte vieja de la ciudad. Le habían advertido contra los carteristas, pero no necesitó tomar precauciones contra los ladrones. Había respirado más contaminación en Nueva York y esquivado más cagadas de perro en el parque Gramercy que en cualquier distrito residencial de Ámsterdam. Para almorzar encontró un pequeño y agradable local donde preparaban un excelente plato de anguila. El museo Stedelijke fue una decepción —en lo referente a arte moderno se reconocía un filisteo— pero se perdió en los Rijks, olvidándose de todo lo demás, hasta la hora de cerrar.

Para entonces le quedaba poco tiempo para encontrarse con Floris. La hora había sido sugerencia de él en su conversación telefónica preliminar. Ella no se había opuesto. Era una agente de campo, Especialista de segunda clase, con un rango bastante alto, pero no se atrevía a discutir con un No asignado. Tampoco era una hora tan excéntrica, cuando podías saltar directamente desde donde estuvieses. Probablemente ella se había saltado todo el día después del desayuno.

Por su parte, ese interludio relajado no había matado su estado de alerta. Al contrario. Además, familiarizarse con la ciudad natal de ella, el escenario en el que había crecido, le daba cierto conocimiento sobre Floris. Lo necesitaba. Podrían llegar a trabajar muy estrechamente.

La ruta a pie desde el Musemplein lo llevó por la Singelgracht y por parte del Vondelpark. El agua rielaba, hojas y hierba relucían por la luz del sol. Un chico remaba en una barca alquilada, con su chica en la proa frente a sus ojos; una pareja de pelo gris caminaba de la mano bajo árboles con más años que ellos; una bandada de ciclistas pasó a su lado en medio de una tormenta de gritos y risas. Recordó nuevamente el Oude Kerk, los Rembrandt, sí, los Van Gogh que todavía no había visto, toda la vida que palpitaba en la ciudad hoy y en el pasado y el futuro, todo lo que la producía y la alimentaba. Y conocía toda su realidad por un parpadeo espectral, anillos de difracción sobre un espacio-tiempo abstracto e inestable, un resplandor plegado que en cualquier instante podía no sólo dejar de ser sino dejar de haber sido.

Las torres coronadas de nubes, los espléndidos palacios,
los solemnes imperios, el gran globo del mundo,
sí, todo lo que se hereda habrá de disolverse.
Y como este insustancial desfile desvanecido
no dejará tras de sí ni las ruinas…

¡No! Nunca debía permitirse preocuparse de esa forma. Simplemente le apartaría de su deber, que era realizar cualquier operación pragmática y prosaica que fuese necesaria para preservar esa existencia. Apuró el paso.

El edificio de apartamentos que buscaba era uno de una fila en una calle tranquila, una elegante reliquia de aproximadamente 1910. Un directorio de la entrada le indicó que Janne Floris vivía en el cuarto piso. Definía vagamente su profesión como bestuurder, administradora; a efectos de mantener una fachada, estaba en la nómina de la compañía de Ten Brink.

Aparte de eso, Everard sólo sabía que hacía investigaciones de campo en la Roma de la Edad de Hierro, ese periodo en el que la arqueología del norte de Europa empezaba a mezclarse con la historia escrita. Había estado tentado de pedir su informe de servicio, cosa que tenía autoridad para hacer dentro de ciertos límites. Ciertamente aquél no era un entorno cómodo para ninguna mujer, y menos aún una científica del futuro. Se había decidido en contra. Además, el asunto podría no resultar una crisis real. Quizá la investigación no revelaría nada más que un error o confusión, sin necesidad de adoptar medidas correctoras.

Encontró la puerta y pulsó el timbre. Ella abrió. Durante un momento los dos guardaron silencio.

¿Ella estaba también sorprendida? ¿Había ella esperado que un agente No asignado fuese algo más impresionante que un enorme y sencillo tipo con la nariz rota y con las palabras «Medio Oeste», después de todo lo que había pasado, aún escritas en la frente? Ciertamente no había esperado una aparición celestial como la de aquella rubia alta con un vestido tan elegante.

—¿Cómo está? —dijo en inglés—. Soy…

Ella sonrió, una boca ancha de grandes dientes. Nariz respingona, frente alta. Sus rasgos no eran lo que se dice hermosos, aparte del mutable turquesa de los ojos, pero él los admiraba, y su figura podía haber pertenecido a una Juno atlética.

—Agente Everard —terminó ella por él—. Es un honor, señor. —El tono era cálido sin ser sumiso y le estrechó la mano como a un igual—. Bienvenido.

Acercándose al entrar, vio que realmente no era joven. La piel clara había sufrido muchos climas; finas arrugas rodeaban sus labios y ojos. Bien, ella no podía haber conseguido lo que debía haberle valido su rango en unos pocos años, y el tratamiento de longevidad no eliminaba todas las marcas.

Echó un vistazo al salón. Estaba decorado con sencillez y comodidad, como el suyo propio, aunque las cosas de ella no estaban gastadas o apagadas y no se veía ningún recuerdo. ¿Quizá no se atrevía a inventar una explicación para sus visitantes normales… y amantes? Sobre las paredes reconoció una copia de un paisaje de Cuyp y una fotografía astronómica de la Nebulosa del Velo. Entre los libros, en las estanterías de suelo a echo, vio obras de Dickens, Mark Twain, Thomas Mann, Tolkien. Una lástima que los títulos holandeses no le dijesen nada.

—Por favor, siéntese —le animó Floris—. Fume si lo desea. He preparado café, o el té puede estar listo en unos minutos.

—Gracias, el café será perfecto. —Everard se sentó en un sillón. Ella trajo de la cocina la cafetera, tazas, eterna y azúcar, lo puso sobre la mesa baja y se sentó en el sillón frente a él.

—¿Prefiere el inglés o el temporal? —le preguntó.

A él le gustaba ese estilo, directo pero sin brusquedad.

—El inglés, por ahora —decidió. La lengua de la Patrulla tenía una gramática capaz de manejar la Cronoquinesia, el tiempo variable y las paradojas asociadas, pero cuando se trataba de asuntos humanos, era tan ineficaz como solían ser los lenguajes artificiales (era poco probable que un esperantista que se golpease el pulgar con un martillo gritase «¡Excremento!»)—. Pretendo entender de forma preliminar y por encima de qué va esto.

—Pensé que vendría preparado. Lo que tengo aquí que no está en la oficina son… oh, fotografías, pequeños objetos, el tipo de cosas que uno se trae de una misión, cosas que no tienen especial valor para la ciencia o cualquier otro más que como recuerdos. ¿No? —Everard asintió. Bien, pensé que si los sacaba del cajón eso le daría una mejor visión del entorno, o que me recordaría observaciones que podrían serle útiles.

Él bebió. El café estaba preparado como a él le gustaba, fuerte y caliente.

—Bien pensado. Los miraré más tarde. Pero, cuando es posible, me gusta empezar oyendo el caso en directo, de primera mano. Los detalles precisos, el análisis erudito, la imagen amplia, vienen más tarde. —En otras palabras, no soy un intelectual, soy un granjero que primero se hizo ingeniero y luego policía.

—Pero yo tampoco he estado en la escena —dijo ella.

—Lo sé. Nadie del cuerpo lo ha estado hasta ahora, ¿no? Sin embargo, se le ha informado del problema de forma detallada, y estoy seguro de que lo ha meditado a la luz de su experiencia, de su campo en particular. Eso la convierte en lo más cercano a un observador que tenemos.

Everard se inclinó hacia delante.

—Vale —siguió diciendo—, le puedo decir lo siguiente: el Mando Intermedio me preguntó si podría investigarlo. Habían recibido un informe sobre inconsistencias en una crónica de Tácito y los tenía preocupados. Los hechos evidentemente se centran en los Países Bajos en el primer siglo d.C. Resulta que ése es su campo, y que usted y yo somos más o menos contemporáneos. —Una generación entre nuestros nacimientos, ¿no?— Así que podríamos cooperar con mayor o menor eficacia. Por eso soy yo el agente No asignado al que llamaron. —Everard señaló David Copperfield para mostrarle que los dos tenían algo más en común—. Barkis está dispuesto. Llamé a Ten Brink y luego a usted casi inmediatamente, y vine rápidamente. Quizá primero debería de haber estudiado mi Tácito. Lo he leído, claro, pero hace mucho tiempo en mi línea de mundo y ahora se me ha vuelto vago. Volví a repasar el material, pero fue un simple repaso, y resulta algo complejo, ¿no? Adelante, instrúyame desde el principio. Si repite algo que ya sepa, ¿qué tiene de malo?

Floris sonrió.

—Tiene unos modales de lo más encantadores, señor —murmuró ella—. ¿Es a propósito? —Por un instante, él se preguntó si no estaría flirteando; pero se puso tensa y procedió, con toda profesionalidad, de un modo académico—:

»Ciertamente sabe que tanto los Anales como las Historias nos llegaron incompletas. De las Historias, el ejemplar más antiguo que sobrevive contiene sólo cuatro libros de los doce originales, y parte del quinto. Esa parte se interrumpe en medio de una descripción de lo que nos preocupa. Naturalmente, cuando se desarrolle el viaje en el tiempo, una expedición irá a su época y recuperará las secciones perdidas. Son muy deseadas. Tácito no es uno de los cronistas más fiables, pero era un notable estilista, un moralista… y para algunos hechos, la única fuente escrita de importancia.

Everard asintió.

—Sí. Los exploradores leen a los historiadores en busca de pistas de lo que deberían buscar y a qué deberían prestar atención, antes de cartografiar lo que realmente ha sucedido. —Tosió—. ¿Por qué estoy explicándole su trabajo? Perdóneme. ¿Le importa si enciendo una pipa?

—En absoluto —dijo Floris ausente, antes de continuar—. Sí, las Historias completas, así como Germania, han sido mis guías personales. He encontrado incontables detalles que difieren de lo que él escribió, pero eso es de esperar. En general, y habitualmente en lo particular, su relato de la gran rebelión y su consecuencia es fiable.

Hizo una pausa, luego dijo con irremediable honradez:

—No he realizado mis investigaciones sola. Nada de eso. Otros están muy ocupados en cientos de años antes y después de mi periodo en particular, en áreas que van de Rusia a Irlanda. Y están ésos, los verdaderamente indispensables, que se quedan en casa para reunir, correlacionar y analizar nuestros informes. Pero, por casualidad, opero en los alrededores de lo que ahora es Holanda y las zonas cercanas de Bélgica y Alemania, durante la época en que la influencia celta estaba desapareciendo, después de la conquista romana de la Galia y cuando el pueblo germánico empezaba a desarrollar una cultura realmente distintiva. Tampoco hemos aprendido mucho, comparado con lo que no sabemos. Somos muy pocos.

Muy pocos, ciertamente —pensó Everard—. Con medio millón de años o más que vigilar, la Patrulla está siempre escasa de personal, siempre dispersa, siempre llegando a compromisos, improvisando. Obtenemos ayuda de los científicos civiles, pero la mayoría de ellos trabajan en civilizaciones milenios en el futuro; sus intereses son en ocasiones demasiado extraños. Y aun así, tenemos que descubrirlas verdades ocultas de la historia, tener una idea de cómo son los momentos cuando sería tan fácil cambiarlos… Desde un punto de vista divino, Janne Floris, probablemente tú vales más para la causa de preservar la realidad que nos produjo que yo.

Su risa afligida le sacó de sus ensoñaciones. Se sintió agradecido; ahora lo asaltaban de forma recurrente.

—Como una profesora, ¿no? —exclamó ella—. Y qué evidente. Por favor, créame, normalmente sé ir directamente al grano. Hoy estoy nerviosa. —Su humor se apagó. ¿Temblaba?—. No estoy acostumbrada a esto. Enfrentarse a la muerte, sí, pero al olvido, a la nada de todo lo que he conocido… —Se calló y se sentó recta—. Perdóneme.

Una vez llenada la pipa, Everard encendió una cerilla y envió la primera bocanada a la lengua.

—Descubrirá que es muy dura —le aseguró—. Lo ha demostrado. Quiero oír sus experiencias de campo.

—Más tarde. —Durante un instante apartó la vista. Él creyó detectar miedo, Sus ojos volvieron a él, las palabras se hicieron más intensas—. Hace tres días, un agente especial me llamó para una larga discusión. Un equipo de investigación había obtenido su propio texto de las Historias. ¿Lo sabía?

—Ajá. —Aunque su puesta al día había sido breve, a Everard se lo habían dicho. Pura casualidad; ¿o no? (la causalidad puede plegarse sobre sí misma de formas extrañas). Los sociólogos que estudiaban Roma, a principios del siglo II d.C., descubrieron en poco tiempo que necesitaban saber lo que opinaba la clase alta del emperador Domiciano, muerto un par de décadas antes. ¿Realmente le recordaban como a un Stalin o le concedían algunos hechos buenos? Las últimas secciones de Tácito expresaban elocuentemente la visión negativa. Parecía más fácil tomar su obra de una biblioteca privada y duplicarla furtivamente que pedir datos al futuro—. Apreciaron diferencias con respecto a la versión estándar tal y como la recordaban, si es la versión estándar, y una comparación demostró que las diferencias eran radicales.

—Más que errores de copia, revisiones del autor o cualquier cosa razonable —remarcó Floris—. Una labor detectivesca demostró que no era una falsificación, sirio una copia auténtica de un manuscrito del propio Tácito. Y, aunque varían la expresiones entre uno y otro, como se esperaría si llevan a dos finales diferentes, la crónica en sí, la línea narrativa, no se divide hasta el libro quinto, muy poco después de la escena en la que la copia que sobrevive se acaba. ¿Es una coincidencia?

—No lo sé —contestó Everard— y mejor que dejemos la cuestión. Da miedo, ¿no? —Se obligó a recostarse, cruzó las piernas, vació la taza y dejó escapar un lento hálito de humo—. Supongamos que me da una sinopsis de la historia… de las dos historias. No tema repetir lo que para usted es elemental. Confieso que sólo recuerdo que los galos y algunos holandeses se rebelaron contra el dominio romano y le dieron al Imperio una buena batalla antes de ser derrotados. Después, sus descendientes se convirtieron en tranquilos siervos romanos y, más tarde, en ciudadanos.

Le contestó la sobriedad.

—Tácito da detalles, y he… hemos confirmado que en general su relato está bien. Empieza con los bátavos, una tribu que vivía en lo que ahora es el sur de Holanda, entre el Rin y el Waal. Ellos, con un cierto número en esa área, no habían sido formalmente incorporados al Imperio, pero se les cobraban impuestos. Todos aportaban soldados a Roma, tropas auxiliares, que servían un tiempo en la Legión y se retiraban con una buena pensión, tanto si se asentaban allí donde se encontraban al ser licenciados como si regresaban a su tierra natal.

»Pero con Nerón el gobierno romano se hizo más y más abusivo. Por ejemplo, se suponía que los frisios debían enviar cierta cantidad de cuero cada año para la fabricación de escudos. En lugar de las pieles de los animales domésticos más pequeños, el gobernador ahora exigía las pieles mayores y más gruesas de los toros salvajes, que eran cada vez más escasos, o el equivalente. Era ruinoso.

Everard sonrió con el lado izquierdo de la cara.

—Los impuestos. Me resulta familiar. Siga.

El tono de Floris se hizo más intenso. Miraba al frente, con los puños sobre el regazo.

—Recuerde que a la caída de Nerón se desató una guerra civil. El año de los tres emperadores (Galba, Oto, Vitelio), luego, en Oriente Próximo, Vespasiano devastando el Imperio con su lucha. Cada uno conseguía las fuerzas que podía, lo que fuese, en cualquier sitio, por cualquier medio, incluido el reclutamiento. Los bátavos, especialmente, vieron cómo sus hijos les eran arrebatados, y no sólo para luchar en una guerra que no tenía sentido para ellos. Algunos oficiales romanos sentían gusto por los jóvenes atractivos.

—Sí. Dale un centímetro a un gobierno y siempre le hará eso a la gente. Ésa fue la razón por la que los padres fundadores de Estados Unidos intentaron limitar los poderes federales. Una lástima que su éxito fuese temporal. Lo siento, no pretendía interrumpirla.

—Bien, había una familia bátava noble, con propiedades, influencia, se decía que descendía de los dioses, que había suministrado a Roma cierto número de soldados. Destacaba entre ellos un hombre que había adoptado el nombre latino de Claudio Civilis. En su casa, descubrimos, se llamaba Burhmund. Se distinguió en muchas acciones durante una larga carrera. Luego llamó a las tribus a las armas, los bátavos y sus vecinos. No era un rústico ingenuo, entiéndalo.

—Lo entiendo. Medio civilizado, y sin duda un tipo inteligente y observador.

—Abiertamente, se declaró a favor de Vespasiano y contra Vitelio, y le dijo a sus seguidores que Vespasiano les daría justicia. Eso facilitó que las tropas germánicas en cualquier lugar desobedeciesen las órdenes y se uniesen a él. Obtuvo varias victorias importantes. El noreste de la Galia se convirtió en un polvorín. Bajo julio Clásico y julio Tutor, los auxiliares galos se pasaron a Civilis, y proclamaron que su provincia era un imperio propio. En la tribu germana de los brúcteros, una profetisa llamada Veleda predijo la caída de Roma. Inspiró aún más los esfuerzos heroicos de los nativos, y su meta fue una confederación independiente.

Eso les suena mucho a los norteamericanos. Empezamos en 1775 luchando por nuestros derechos como ingleses. Luego una cosa llevó a la otra. Everard no habló.

Floris suspiró.

—Bien, la causa de Vespasiano prevaleció. Él mismo permaneció en Oriente Próximo durante varios meses. Tenía allí muchas cosas entre manos, pero escribió a Civilis pidiendo el fin de las hostilidades. Fue rechazado, por supuesto. Después de eso, envió al capaz general Petilio Cerial para que se ocupase del norte. Mientras tanto, los galos y las tribus germánicas luchaban, no podían coordinarse, estropeaban todas las oportunidades que se les presentaban. Entiéndalo, el mando unificado era algo que quedaba más allá de su horizonte intelectual. Los romanos los redujeron con facilidad. Al final, Civilis aceptó encontrarse con Cerial para discutir los términos. Es una escena dramática de Tácito… un puente sobre el Ljssel, del que los obreros habían retirado la parte central… Los dos hombres permanecieron cada uno al extremo del espacio vacío y hablaron…

—Eso lo recuerdo —dijo Everard—. Así terminaba el manuscrito, hasta que se recuperó el resto. Tal como lo recuerdo, los rebeldes recibieron una oferta bastante justa, que aceptaron.

Floris asintió.

—Sí. Fin de las hostilidades, garantías para el futuro y amnistía. Civifis se retiró a la vida privada. Veleda… Tácito no lo dice, pero, aparentemente, ayudó a establecer el armisticio. Me gustaría saber qué fue de ella.

—¿Alguna idea?

—Una suposición. Si va a los museos de Leiden y Middleburg, en Walcheren, verá piedras del siglo II y III, altares, bloques votivos tallados y escritos en latín… —Floris se encogió de hombros—. Probablemente no tiene importancia. El hecho es que esos antepasados nuestros, de los holandeses, se convirtieron en romanos provincianos, razonablemente contentos. —Abrió más los ojos. Agarró el borde del cojín—. Era un hecho.

Sobre ellos cayó el silencio. Qué frágil parecía el sol de la tarde y el sonido del tráfico más allá de las ventanas.

—Ése es Tácito uno, ¿no? —dijo Everard en voz baja al cabo de un rato—. La versión que hemos usado siempre y que yo repasé ayer. No tengo tan claro Tácito dos. ¿Qué cuenta?

Floris contestó sin alzar la voz.

—Que Civilis no se rindió, en gran parte porque Veleda hablaba en contra de la paz. La guerra siguió durante otro año, hasta que las tribus estuvieron completamente subyugadas. Civilis se suicidó antes que ir encadenado a Roma. Veleda escapó a la Alemania libre. Muchos la siguieron. Tácito, el dos, comenta cerca del final de las Historias que la religión de los germanos salvajes había cambiado desde que escribió su libro sobre ellos. Una deidad femenina estaba ganando importancia, la Nertho que describe en Germania. Ahora la compara con Perséfone, Minerva y Bellona.

Everard se pellizcó la barbilla.

—Las diosas de la muerte, la sabiduría y la guerra, ¿eh? Extraño. Los Anses o Aesir o como quiera que los llame, los dioses masculinos del cielo, deberían haber reducido hace tiempo a las viejas figuras telúricas a un segundo plano… ¿Qué tiene que decir sobre lo que sucedía en Roma y en otras partes?

—Esencialmente lo mismo que en el primer texto. Las frases varían a menudo. Igualmente las conversaciones y algunos incidentes; pero los cronistas antiguos y medievales se los inventaban con total libertad, ya sabe, o reflejaban tradiciones que podrían haberse apartado considerablemente de los hechos. Esas variaciones no demuestran que los acontecimientos en sí cambiasen.

—Aparte de en Germania. Bien, era el espacio salvaje. Lo que sucediese allí, durante las primeras décadas, no debería afectar especialmente a las altas civilizaciones, Pero las consecuencias a largo plazo…

—No fueron importantes, ¿no? —A Floris le temblaban las palabras—. Todavía estamos aquí, todavía existimos, ¿no?

Everard chupó la pipa con fuerza.

—Por ahora. Y «por ahora» no tiene sentido en inglés, holandés o lo que sea. Pero no cambiemos todavía al temporal. Lo que tenemos es una anomalía que merece investigarse. Me atrevería a decir que no fue apreciada antes, y «antes» tampoco tiene sentido, por su fecha. Casi toda la atención se centra en otra parte.

Annis Domini 69 y 70. No fueron sólo los años de las revueltas en el norte. No era sólo cuando Kwang Wu-Ti estaba estableciendo el dominio de la tardía dinastía Han, o los Satavahanas dominaban la India, o Vologaeses I luchaba contra los rebeldes e invasores de su propia Persia (comprobé los datos antes de venir aquí. Nada sucede de forma aislada). No era ni siquiera cuando Roma se estaba destruyendo a sí misma, después de que las legiones descubriesen que los emperadores podían hacerse fuera de Roma. No, fue en el año de la guerra judía. Eso era lo que había detenido a Vespasiano y a su hijo Tito después de la victoria sobre Vitelio. El levantamiento de los judíos, la supresión sangrienta de la revuelta, la destrucción del tercer templo… con todo lo que eso significaría para el futuro: judaísmo, cristiandad, el Imperio, Europa, el mundo.

—Entonces es un nexo, ¿no? —susurró Floris.

Everard asintió con gravedad. Siguió aparentando calma.

—Las unidades de la Patrulla están concentradas preservando Palestina. Puede imaginar con facilidad las emociones implicadas, durante cuántos siglos. Fanáticos y filibusteros que quieren cambiar lo que sucedió en Jerusalén, los investigadores apretujados y multiplicando las posibilidades de un fallo fatal, y la situación en sí, la casi infinitud de causas radiando a ese episodio y los efectos que se derivan de él… No pretendo entender la física, pero ciertamente creo en lo que me han enseñado, que el continuo es especialmente vulnerable alrededor de esos puntos. La realidad es inestable incluso tan lejos como en la Germania bárbara.

—¿Y qué podría haberlo cambiado?

—Eso es lo que tenemos que descubrir. Podría ser alguien aprovechándose de las preocupaciones de la Patrulla. O podría ser un accidente, podría ser… no sé. Quizá un daneliano sabría indicar las posibilidades. Nuestro trabajo… —Everard tomó aliento—. Como no tienen alguna improbable pero segura explicación, como una falsificación, esos dos textos son… un aviso. Una señal temprana, una arruga de cambio, algo que «podría haber tenido» consecuencias que hicieron que la historia cambiase a un canal diferente hasta que al final usted y yo y todo lo que nos rodea no hubiese existido… a menos que oigamos el aviso y tomemos los pasos adecuados para evitar lo que «no sucedió»… O, Señor, pasemos a temporal.

Floris miraba la taza.

—¿Podemos esperar? —Una pregunta apenas audible Necesito pensar en ello, para asimilarlo. Para mí nunca fue más que teoría. Realizaba mis investigaciones de campo como una exploradora del siglo XIX en el África negra. Había que tomar precauciones, sí, pero me dijeron que no es fácil alterar la estructura de los acontecimientos y que lo que hiciese, dentro de lo razonable, sería «siempre» parte del pasado. Hoy es como si la tierra se hubiese disuelto bajo mis pies.

—Lo sé. —Lo sé como una pesadilla. La segunda guerra púnica—. Claro. Tómese su tiempo, —«¡Tiempo!»—. Recupere la calma. —Su propia sonrisa le sorprendió por su sinceridad—. Yo tampoco tengo mucha. Mire, suponga que nos relajamos, ya sea por este tema o por cualquier otra cosa. Dentro de un rato, salgamos a tomar una copa y a cenar, a pasarlo bien, para empezar a conocernos. Mañana podemos meternos en esto en profundidad.

—Gracias. —Se pasó la mano por las gruesas trenzas amarillas que llevaba enrolladas sobre la cabeza. Él recordó que las mujeres germánicas llevaban el pelo largo. Como si ella sintiese esa magia que alrededor del mundo todos atribuyen al pelo humano, volvió a recobrar las fuerzas—. Sí, mañana nos enfrentaremos a ello.

3

El invierno trajo lluvia, nieve, lluvia otra vez, azotada por vientos crueles, un clima que continuó hasta la primavera. Los ríos corrían por los barrancos, los prados se inundaban, los pantanos rebosaban. Los hombres repartían el grano que tenían almacenado, mataban más ganado tembloroso y apiñado del que habían deseado, iban a cazar más a menudo y conseguían menos piezas que antes. Se preguntaban si los dioses se habrían cansado de la sequía del año anterior pero no de desgarrarla tierra.

Quizá fue un signo de esperanza que la noche en que los brúcteros se encontraron en su lugar sagrado fuese clara, aunque fría. Retazos de nubes corrían al viento, blancas como fantasmas al lado de la luna que se movía entre ellas. Unas pocas estrellas parpadeaban. Los árboles eran enormes oscuridades, sin forma excepto donde las ramas se elevaban casi desnudas hacia el cielo. Sus sonidos eran como una lengua desconocida, respuestas a los gemidos y gruñidos del viento.

El fuego rugía. Las llamas saltaban rojas y amarillas de¡ corazón blanco. Las chispas subían a lo alto para burlarse de las estrellas y morían. La luz apenas tocaba los grandes troncos que rodeaban el claro y parecía moverlos, tan inquietos como las sombras. Se reflejaba en las lanzas y globos oculares de los hombres reunidos, sacaba rostros sombríos de la oscuridad, pero se perdía en las barbas y las ropas gastadas.

Tras el fuego se alzaban las imágenes, formadas por troncos enteros. Woen, Tiw y Donar estaban rajados y grises, cubiertos de musgo y hongos venenosos. Nerha era más reciente, recién pintada para brillar bajo la luna, y la habilidad de un esclavo de las tierras del sur se había ocupado de la talla. Bajo el inquieto resplandor, podría haber estado viva, ser la diosa verdadera. El verraco salvaje que se encontraba sobre el carbón había sido cazado más por ella que por los otros.

No había muchos hombres, y sólo unos pocos eran jóvenes. Todos los que pudieron seguir a sus jefes a través del Rin el pasado verano, para luchar junto a Burhmund el Bátavo contra los romanos. Todavía estaban allí, y en casa se los echaba mucho de menos. Wael-Edh había enviado la noticia de que los jefes de las casas brúcteras deberían reunirse esta noche, hacer una ofrenda y escucharla.

El aliento se les escapó de entre los dientes cuando ella se presentó. Su atuendo era blanco como la luna, adornado con pelaje oscuro, y sobre el pecho relucía un collar de ámbar. El viento producía ondas en su falda y su capa se agitaba como grandes alas. ¿Quién sabía qué pensamientos se cobijaban bajo la capucha? Levantó los brazos, anillos de oro se cerraban a su alrededor como serpientes, y todas las lanzas se inclinaron por ella.

Heidhin, que había preparado el verraco, estaba más cerca del fuego, apartado de los otros. Sacó el cuchillo, se llevó la hoja a los labios, lo volvió a guardar.

—Bienvenida, nuestra dama —la saludó—. Contempla, hemos venido como ordenaste, los que hablan al pueblo, para que a través de ti los dioses les hablen a ellos. Si es tu deseo.

Edh bajo las manos. Aunque no habló alto, su voz se impuso al ruido de la noche. Más que Heidhin, mantuvo un tono desigual, subidas y bajadas como las olas que golpean una costa lejana. Quizá a eso se debía un poco de la grandeza que siempre la rodeaba.

—Escuchadme, hijos de Brucht, porque grandes son mis noticias. La espada está en alto, los lobos y los cuervos comen bien, las brujas de Nerha vuelan con libertad. ¡Salud a los héroes!

»Primero la verdad más antigua. Cuando os llamé aquí, mi deseo era simplemente confortaros. El tiempo ha sido largo, los invitados tienen hambre y el enemigo sigue resistiendo. Muchos de vosotros empiezan a preguntarse por qué estamos aliados con nuestros parientes más allá del río. Tenemos vergüenzas que vengar, pero ningún yugo que destruir. Tenemos un reino que construir con ellos, pero no si nos fallan.

»Sí, tribus entre los galos también se han alzado, pero son frívolos. Sí, Burhmund ha devastado a los ubios, esos perros de Roma, pero los romanos han asolado el campo de nuestros amigos los gugernos. Sí, hemos asediado Mongutiacum y Castra Vetera, pero nos tuvimos que retirar de la primera y la segunda ha resistido mes tras mes. Sí, hemos tenido nuestras victorias en el campo de batalla, pero también derrotas, y siempre muchas pérdidas. Por tanto renovaré mi promesa con vosotros: que Roma caerá, que los huesos de las legiones yacerán esparcidos y que el gallo rojo cantará en todos los tejados de Roma… la venganza de Nerha. Sólo tenemos que seguir luchando.

»Entonces, apenas hoy, seguro que por voluntad de la diosa, un jinete llegó hasta mí enviado por el mismo Burhmund. Castra Vetera, el Viejo Campamento del enemigo, ha caído. Vócula el legado, victorioso en Mongutiacum, está muerto, y Novesium, donde murió, también se ha rendido. Colonia Agripina, orgullosa ciudad entre los ubios, ha pedido conocer los términos de la rendición.

»Nerha mantiene la fe, hijos de Brucht. Éste es el comienzo de la promesa que se cumplirá por completo. ¡Roma caerá!

Sus gritos rasgaron el cielo.

Los arengó un poco más, aunque no mucho, y acabó con tranquilidad:

—Cuando finalmente los guerreros lleguen a casa, Nerha bendecirá sus semillas y tendrán como hijos a hombres para ocupar el mundo. Ahora comed frente a ella, y mañana llevad esperanza a vuestras mujeres.

Levantó una mano. Una vez más ellos bajaron las lanzas. Cogió una rama del fuego para iluminar el camino y se internó en la oscuridad.

Heidhin los guió mientras sacaban la ofrenda del asador, la trinchaban y devoraban la carne olorosa. Sin embargo, dijo poco mientras ellos hablaban de las maravillas que les habían contado. A menudo tenía esos ataques de silencio. Los demás se habían acostumbrado a ellos. Era suficiente con que fuese el hombre de confianza de Wael-Edh y, por derecho propio, un jefe sagaz y rápido. Era esbelto, de rasgos delgados, con entradas blancas en su pelo negro y la barba bien afeitada.

Cuando los huesos fueron depositados en el estercolero y el fuego ardía bajo, en nombre de todos deseó buenas noches a los dioses. Los hombres buscaron hospedaje cerca, donde podrían descansar antes del regreso por la mañana. Heidhin tomó un camino diferente. Su antorcha lo guió por un oscuro sendero hasta que salió de los árboles a un amplio claro, donde la dejó caer para que muriese. Allí la luna corría sobre los montes al oeste, por entre el viento y las nubes fantasmagóricas.

Frente a él había una casa. La escarcha relucía sobre el tejado de paja. En su interior sabía que los parientes dormían en una pared, la gente común en la otra, entremezclados con sus posesiones y herramientas, como en cualquier otro sitio; pero éstos servían a Wael-Edh. Su torre se alzaba más allá, de madera dura, sujetada con hierro, levantada para que ella pudiese estar a solas con su sueño. Heidhin siguió caminando.

Un hombre le interceptó el paso, con la lanza levantada y gritó:

—¡Alto! —Luego, mirando con la luz de la luna—: Oh, vos, mi señor. ¿Queréis dormir?

—No —dijo Heidhin—. La aurora está cerca y tengo un caballo en el refugio para llevarme a casa. Primero hablaré con la dama.

El guardia parecía inseguro.

—No la despertaréis, ¿no?

—No creo que duerma —dijo Heidhin. Indefenso, el hombre le dejó pasar.

Llamó a la puerta de la torre. Una esclava se despertó y la abrió. Al verlo, acercó una astilla de pino a la lámpara de barro y la usó para encender una segunda, que él cogió. Subió por la escalera hasta la habitación de lo alto.

Mientras esperaba —se conocían desde hacía mucho tiempo— Edh se sentó en su taburete alto, mirando las sombras producidas por su propia lámpara, Se agitaban inmensas y malformadas por entre las vigas, los cofres, pellejos y pieles, los artefactos de magia y las cosas que había traído de sus viajes. Debido al frío, se mantenía envuelta en la capa, con la capucha puesta; cuando lo miro, él vio que tenía el rostro tenebroso.

—Saludos —dijo ella en voz baja. Un fantasma de sus labios relució bajo la luz suave.

Heidhin se sentó en el suelo, recostándose contra el panel de la cama. —Deberías descansar —dijo.

—Sabes que no podría, tan pronto.

Él asintió.

—Aun así, deberías. El esfuerzo te dejará en nada.

Creyó detectar una media sonrisa.

—Llevo haciéndolo muchos años y todavía estoy sobre el suelo.

Heidhín se encogió de hombros.

—Bien, entonces duerme cuando puedas. —Sería a intervalos—. ¿En qué has estado pensando?

—En todo, por supuesto —dijo ella con cansancio—. En el significado de esas victorias. En qué hacer a continuación.

Él suspiró.

—Eso pensaba. Pero ¿por qué? Está claro.

La capucha se arrugó a medida que ella, en medio de las sombras, movía la cabeza.

—No lo está. Te comprendo, Heidhin. Un romano ha caído en nuestras manos y crees que deberíamos hacer lo que hacían los guerreros de antaño, dárselo todo a los dioses. Cortar gargantas, romper armas, destruir carros, arrojarlo todo a un cenagal para que Tiw esté contento.

—Una gran ofrenda. Aceleraría la sangre de nuestros hombres.

—Así como enfurecería a los romanos.

Heidhin sonrió.

—Conozco a los romanos mejor que tú, Edh. —¿Había hecho una mueca? Siguió hablando—: Es decir, he tratado con ellos y con los suyos, yo, un jefe guerrero. La diosa te dice poco de esas preocupaciones cotidianas, ¿no? Yo digo que los romanos no son como nosotros. Ellos son pensadores fríos…

—Por tanto los comprendes bien.

—Los hombres me llaman astuto —dijo, sin vergüenza—. Por tanto, empleemos mi ingenio. Yo te digo que una matanza animará a las tribus y nos traerá nuevos guerreros, más de lo que producirá deseos de venganza. —Fingió gravedad—. Además, los dioses estarán alegres. Lo recordarán.

—He pensado en ello —le dijo ella—. Burhmund dice que perdonará a sus hombres…

Heidhin se envaró.

—Ja —dijo—. Ése. Él, medio romano.

—Sólo que los conoce todavía mejor que tú. Considera que una carnicería no sería inteligente. Podría enfurecerlos de forma que cayesen sobre nosotros con toda su fuerza, sin que les importe el coste en cualquier otra zona de su reino. —Edh levantó una palma—. Pero espera. Él también sabe lo que los dioses podrían desear… lo que otros en casa podrían pensar que los dioses quieren. Va a enviarme a uno de los jefes romanos.

Heidhin se puso recto.

—Bien, ¡perfecto!

—Burhmund dice que podemos matar al hombre en el lugar sagrado si es necesario, pero aconseja que controlemos la mano. Un rehén, para cambiar por algo de mayor valor… —Se detuvo un momento—. He pasado este rato de calma invocando a Niaerdh. ¿Quiere sangre o no? No me ha dado ninguna señal. Creo que eso significa que no.

—Los Anses…

Sentada por encima de él, Edh dijo con repentina frialdad:

—Que Woen y el resto se quejen a Niaerdh, Nerha, si quieren. Yo la sirvo a ella. El cautivo vivirá.

Heidhin frunció el ceño mirando al suelo y se mordió el labio.

—Sabes que soy enemiga de Roma y por qué —siguió diciendo ella—. Pero todas esas palabras de destrozarla me parecen cada vez más, a medida que la guerra sigue y sigue, como simples gritos. No es realmente lo que la diosa me ordenó decir, es lo que yo me he dicho que ella quiere que diga. Tuve que repetirlo esta noche, o el encuentro hubiese estado desconcertado y aterrado. Pero ¿realmente podemos ganar algo más que la retirada de Roma de estas tierras?

—¿Podemos ganar incluso eso si nos olvidamos de los dioses? —le soltó él.

—¿O son tus esperanzas de poder y fama las que tendremos que sacrificar? —le respondió ella.

Él la miró con furia.

—Sólo de ti toleraría algo así.

Ella abandonó el taburete. La voz se suavizó.

—Heidhin, viejo amigo, lo siento. No pretendía hacerte daño. Nunca deberíamos pelearlos, nosotros dos.

El hombre también se puso en pie.

—Lo juré una vez… que te seguiría.

Ella tomó sus manos entre las suyas.

—Y bien que lo has hecho. Muy bien.

Cuando levantó la cabeza para mirarlo, la capucha cayó hacia atrás y él te vio el rostro a la luz de la lámpara. Las sombras rellenaban las arrugas y destacaban las mejillas, pero ocultaban el gris de los mechones de la frente.

—Juntos hemos recorrido un largo camino.

—No juré que te seguiría a ciegas —murmuró él, Y tampoco lo había hecho. En ocasiones iba en contra de los deseos de ella, después le demostraba que con razón.

—Muy, muy largo —susurró ella como si no lo hubiese oído. Sus ojos avellanados buscaron en la oscuridad de espaldas a él—. ¿Acabamos aquí, al este del gran río, por los años y las millas que nos han desgastado? Debíamos haber seguido vagando, quizá hasta los bátavos. Su tierra se abre al mar.

—Los brúcteros nos recibieron bien. Hicieron por ti todo lo que pediste.

—Oh, sí. Estoy agradecida. Pero algún día, desde un solo reino de todas las tribus, volveré a observar la estrella que Niaerdh hace brillar sobre el mar.

—Ese reino no será posible a menos que acabemos por completo con los romanos.

—No hables así. Después quizá tengamos que hacerlo. Ahora recordemos cosas más agradables.

La salida del sol teñía de rojo el cielo cuando él se despidió. El rocío manchaba el barro. Cruzó la pequeña arboleda en dirección al refugio y a su caballo. Ella tenía paz en la frente, lista para dormir, pero él sujetaba con dedos tensos la empuñadura de su cuchillo.

4

Castra Vetera, el Campamento Viejo, se encontraba cerca del Rin, más arriba de donde se encontraba Xanten en Alemania cuando Everard y Floris habían nacido. Pero toda aquella tierra en esa época era Germania: atravesaba Europa desde el mar del Norte hasta el Báltico, desde el río Scheldt hasta el Vístula, y por el sur el Danubio. Suecia, Dinamarca, Noruega, Austria, Suiza, Holanda, los estados germanos que nacerían en el curso de casi dos mil años, eran hoy una tierra salvaje rota aquí y allá por zonas cultivadas, pastos, villas, ocupada por tribus que guerreaban, emigraban y se mantenían en una eterna turbulencia.

Al oeste, en lo que serían Francia, Bélgica, Luxemburgo, la mayor parte del Renania, los habitantes eran galos, de lengua celta y costumbres celtas. Con una cultura desarrollada y capacidad militar, habían dominado a los germanos con los que tenían contacto —aunque la distinción nunca había sido absoluta, y se hacía imprecisa en la zona fronteriza— hasta que César los conquistó a ellos. Eso se había producido recientemente, y la asimilación no había progresado lo suficiente como para que el recuerdo de los viejos días se hubiese desvanecido.

Había parecido que lo mismo sucedería a sus rivales del este; pero cuando Augusto perdió tres legiones en el bosque de Teutoburgo, decidió fijar la frontera del Imperio en el Rin más que en el Elba, y sólo unas pocas tribus germanas permanecieron bajo dominio romano. Para las más periféricas, como los bátavos y los frisios, no se trataba de una ocupación real. Como a los estados nativos de la India del rajá británico, se les exigía pagar tributo y, en general, comportarse como dictara el procónsul más cercano. Aportaban muchas tropas auxiliares, originalmente voluntarios, más tarde reclutados. Fueron los primeros en rebelarse; después consiguieron aliados entre sus parientes del este, mientras que en el suroeste los galos se rebelaban.

—Fuego… he oído hablar de una sibila que profetiza que la misma Roma arderá —dijo julio Clásico—. Háblame de ella.

El cuerpo de Burhmund se movió incómodo sobre la silla.

—Con palabras como ésas unió a nuestra causa a los brúcteros, los téncteros y a los charriavos —reconoció él, con menos entusiasmo del esperado—. Su fama ha saltado sobre los ríos para llegar a nosotros. —Miró a Everard—. Debes de haber oído hablar de ella en tu viaje. Tu camino debe de haberse cruzado con el suyo, y aquellas tribus no han olvidado. Sus guerreros han seguido viniendo porque supieron que ella estaba con nosotros, invocando la guerra.

—Ciertamente oí hablar de ella —mintió el patrullero—, pero no sabía cómo tomarme esas historias. Cuéntame más.

Los tres montaban bajo un cielo gris, bajo una brisa fría, cerca de la vía que salía del Campamento Viejo. Era una carretera militar, pavimentada y recta como una flecha, siguiendo el sur junto al Rin hasta Colonia Agripina. Las legiones romanas habían estado allí durante muchos años. Ahora los restos de aquellos que habían defendido la fortaleza durante el otoño y el invierno se dirigían bajo vigilancia hacia Novesium, que había caído con mayor prontitud.

Formaban un grupo triste: andrajosos, sucios, esqueléticos. La mayoría caminaba con ojos vacuos, sin ni siquiera intentar mantener la fila, En su mayoría eran galos, tanto soldados regulares como auxiliares, y era al Imperio gato al que se habían rendido y jurado lealtad, según las exigencias y promesas del representante de Clásico. No es que hubiesen podido soportar un ataque directo, como habían hecho una y otra vez al comienzo del asedio. El bloqueo los había obligado a comer hierba y las cucarachas que un hombre pudiese atrapar.

La escolta era nominal: un puñado de compañeros galos, bien alimentados y vestidos, soldados ellos mismos antes de convertirse en seguidores de Clásico y sus colegas. Otros hombres vigilaban los carros tirados por bueyes que iban más atrás, cargados con despojos. Ésos eran germanos, algunos veteranos de la legión que mandaban a montañeses armados con lanzas, hachas y espadas largas. Era evidente que Claudio Civilis —Burhmund el Bátavo— tenía una fe muy limitada en sus asociados celtas.

Frunció el ceño. Era una hombre grande, de rasgos toscos, el ojo izquierdo ciego y lechoso por una infección del pasado, el derecho de un azul frío. Después de renegar de Roma se había dejado crecer la barba, mechones castaños con canas, como su pelo, también sin cortar, teñido de rojo al estilo bárbaro. Pero sobre el cuerpo llevaba una cota, un casco romano en la cabeza, y colgada de la cadera una espada de legionario diseñada para clavar, no para cortar.

—Me llevaría todo el día hablar de Wael-Edh… Veleda —dijo—. Tampoco estoy seguro que fuese muy afortunado. Sirve a una extraña diosa.

—¡Wael-Edh! —susurró una voz en el oído de Everard—. Su nombre real. Los hablantes latinos naturalmente lo alterarán un poco… —Los tres hombres empleaban la lengua de Roma, la que tenían en común.

Sorprendido por la tensión, Everard involuntariamente levantó la vista. Sólo vio una cubierta de nubes. Por encima, Janne Floris flotaba en el cronociclo, Una mujer no podría haber entrado cabalgando en el campamento rebelde. Aunque él hubiese podido explicar su presencia, era una idiotez asumir tal riesgo en una misión ya de por sí delicada. Además, era más útil donde estaba. Sus instrumentos vigilaban la zona de forma extensa, ampliando lo que deseaba. Por medio de dispositivos electrónicos en la banda ornamental que llevaba en la cabeza, podía ver y oír lo que él veía y oía, mientras que la conducción ósea le traía las palabras de ella. Si tenía dificultades serias, Floris intentaría rescatarle. Eso si podía hacerlo sin crear demasiada sensación. No había forma de saber cómo reaccionaría aquella gente —incluso el más sofisticado de los romanos creía al menos en los presagios— y el sentido de toda aquella operación era preservar la historia. Si era preciso, dejabas morir a tu compañero.

—En todo caso —siguió diciendo Burhniund, evidentemente deseoso de dar por zanjado el tema—, su ferocidad disminuye. Quizá la diosa misma quiera el final de la guerra. ¿Qué hay que ganar después de haber ganado aquello por lo que la empezamos? —Su suspiro se perdió en el viento—. Yo también he tenido ni¡ ración de batallas.

Clásico se mordió el labio. Era un hombre bajo, lo que podía haber alimentado la ambición que ardía en él, aunque un rostro aquilino apoyaba la ascendencia real que decía tener. Al servicio de Roma había mandado la caballería de térreos, y fue en la ciudad de esa tribu gala, la que se convertiría en Tréveris, donde él y otros conspiraron por primera vez para sacar partido del levantamiento germano.

—Nos queda por ganar el dominio —respondió—, la grandeza, la riqueza, la gloria.

—Bien, yo soy un hombre de paz —dijo Everard por un impulso. Si no podía detener lo que iba a suceder ese día, podría al menos, de forma débil y fútil, protestar.

Notó que lo miraban con escepticismo. Sería mejor que lo desmintiera. ¿Él, un pacifista? Fingía ser un godo, venido de las tierras que algún día serían Polonia, donde todavía habitaba su tribu. El hijo de Everard Arnalaric se encontraba entre la numerosa progenie del rey, su jefe guerrero, y por tanto tenía una posición social que le daba derecho a hablar con libertad frente a Burhmund. Nacido demasiado tarde para recibir una herencia que valiese la pena mencionar, se había dedicado al comercio de ámbar, realizando personalmente el costoso viaje hacia el Adriático, que es donde adquirió su latín tan acentuado. Finalmente lo dejó y se dirigió al oeste porque sentía deseos de aventura y había oído rumores de que en esas partes podían ganarse fortunas. Además, dio a entender, algunos problemas en casa precisaban de algunos años para enfriarse.

Era una historia inusual pero no increíble. Un hombre grande y formidable, que llevaba poco que valiese la pena robar, podía viajar solo sin ser asaltado, En realidad, se le recibiría bien en la mayoría de los sitios, un paréntesis en la monotonía, como portador de noticias, historias y canciones. Claudio Civilis se había sentido feliz de recibir a Everard cuando llegó. Tuviese o no Everard algo útil que decir, al menos le ofrecía algo de distracción en la larga campaña.

Pero no era creíble que no hubiese luchado nunca, o que hubiese perdido el sueño después de haber despedazado a un ser humano. Antes de que sospechasen que era un espía, el patrullero se apresuró a añadir:

—Oh, he tenido mis batallas y combates individuales. Cualquiera que me llame cobarde estará dando de comer a los cuervos antes de anochecer. —Hizo una pausa. Tengo la impresión de que puedo apelar a algo en Burbmund, hacer que se abra un poco conmigo. Tengo que saber cómo piensa el hombre clave en todo esto si hemos de descubrir cómo se desvía la línea temporal… y cuál es el curso correcto, cuál el erróneo para nosotros y nuestro mundo—. Pero soy razonable. Cuando es posible, el comercio es mejor que la guerra.

—Encontrarás rico comercio entre nosotros en el futuro —declaró Clásico—. El Imperio galo… —Pensativo—: ¿Por qué no? Traer el ámbar directamente al oeste por tierra así como por mar. Pensaré en ello cuando tenga tiempo.

—Alto —interrumpió Burhmund—. Tengo algo que hacer. —Dio con el talón al caballo y se alejó al trote.

La mirada de Clásico le siguió con cautela. El bátavo cabalgó hasta la línea de tropas rendidas. La cola de la triste procesión estaba pasando. Se acercó a un hombre, casi el único que caminada recto y con orgullo. Sin tener en cuenta lo práctico, el hombre se había envuelto en una toga, limpia y de color barro, el cuerpo desnutrido. Burhmund se inclinó y le habló:

—¿Qué se le ha metido en la cabeza? —murmuró Clásico. Inmediatamente se dio la vuelta y sonrió a Everard. Debía de haber recordado que el recién llegado le oiría. Las fricciones entre aliados no debían mostrarse a los extraños.

Tengo que distraerle, o podría ordenarme que me aleje, pensó el patrullero. En voz alta dijo:

—¿El Imperio galo? ¿Te refieres a esa parte del Imperio romano?

Ya conocía la respuesta.

—Es la nación independiente de todos los galos. La he proclamado. Soy el emperador.

Everard fingió estar impresionado.

—¡Os pido perdón, señor! No lo había oído, puesto que he llegado recientemente.

Clásico sonrió sardónico. Había algo más en él que vanagloria.

—El Imperio en sí es de reciente fundación. Pasará un tiempo hasta que reine desde un trono y no desde una montura.

Everard le sonsacó. Fue fácil. Rústico y sin influencias, aquel godo seguía siendo alguien con quien hablar y, después de todo, un hombre impresionante, que había visto mucho, y por tanto su interés era una forma sutil de halago.

El sueño de Clásico era fascinante en sus detalles, y estaba lejos de ser una locura. Separaría la Galia de Roma. Eso cerraría Bretaña. Con pocas guarniciones y con los nativos inquietos y resentidos, la isla acabaría en sus manos. Everard sabía que Clásico subestimada en demasía la fuerza y la determinación de Roma. Era un error natural. No podía decirle que las guerras civiles habían terminado y que Vespasiano gobernaría desde entonces de forma competente y sin disputas.

—Pero preciso aliados —admitió—. Civilis muestra señales de vacilación… —Cerró la boca, comprendiendo una vez más que había dicho demasiado—. ¿Cuáles son tus intenciones, Everard? —exigió saber.

—Sólo vagabundeo, señor —le aseguró el patrullero. Usa el tono justo, ni humilde ni arrogante—. Me hace un honor compartiendo conmigo sus planes. Las perspectivas comerciales…

Clásico hizo un gesto de desdén y apartó la vista. Su rostro se endureció. Está pensando, está tomando una decisión que estaba meditando, Puedo imaginar cuál es. Un escalofrío recorrió la espalda de Everard.

Burhmund había terminado su breve discusión con el romano. Le dio una orden a un guardia, que acompaño al prisionero desde la fila hasta los toscos refugios improvisados que los germanos habían dispuesto durante el asedio. Mientras tanto, Burhmund cabalgó hacia una veintena de hombres que se iban a caballo, a unos doce metros de distancia: sus tropas domésticas. Se dirigió al más pequeño y delgado. El muchacho asintió en obediencia y corrió hacia el campamento abandonado, alcanzando al romano y su escolta. Allí todavía quedaban algunos germanos para vigilar a los civiles que permanecían en la fortaleza. Tenían caballos de refuerzo, provisiones y equipo que podía reclamar.

Burhmund regresó con sus compañeros.

—¿De qué se trataba? —preguntó directamente Clásico.

—Un legado, como pensé que era —dijo Burhmund—. Había decidido enviarle uno a Veleda. Guthlaf se adelanta, mi jinete más rápido, para dar la noticia.

—¿Por qué?

—He oído quejas entre mis hombres. Sé que en casa creen lo mismo. Hemos tenido nuestras victorias, pero también hemos sufrido derrotas y la guerra se alarga. En Ascibergium, sé sincero, perdimos lo mejor de nuestro ejército, y yo sufrí heridas que me dejaron postrado durante días. Al enemigo han estado llegándole soldados nuevos. Los hombres dicen que es hora que hagamos a los dioses una ofrenda de sangre, y aquí tenemos este rebaño de enemigos en nuestras manos. Deberíamos matarlos, romper sus cosas, ofrecérselo todo a los dioses. Entonces ganaremos.

Everard oyó un jadeo desde lo alto.

—Si eso tiene que satisfacer a tus seguidores, puedes hacerlo.

—Clásico parecía más ansioso que frío, aunque los romanos habían apartado a los galos de los sacrificios humanos.

Burhmund le dedicó una acerada mirada con un solo ojo.

—¿Qué? Esos defensores se rindieron a ti, te dieron su juramento. —Estaba claro que le disgustaba la idea y la había seguido porque debía hacerlo.

Clásico se encogió de hombros.

—Son inútiles hasta que los alimentemos, y después no serán de fiar. Mátalos si quieres.

Burhmund se envaró.

—No quiero. Eso provocaría aún más a los romanos. No es prudente —vaciló—. Sin embargo, es mejor hacer un gesto. Voy a enviarle a Veleda el dignatario. Ella puede decidir qué hacer con él y convencer a la gente de que es lo correcto.

—Como desees. Ahora, por mi parte, tengo asuntos propios. Adiós.

Clásico azuzó el caballo y se alejó hacia el sur a medio galope. Rápidamente adelantó los carros y a los prisioneros, haciéndose más pequeño para desaparecer cuando la carretera entró en una gruesa arboleda. Más allá, Everard sabía que acampaban la mayoría de los germanos. Algunos se habían unido hacía poco al tren de Burhmund, algunos habían permanecido fuera de Castra Vetera durante meses y estaban cansados de las chozas sucias. Aunque todavía tenían pocas horas, los bosques ofrecían protección contra el viento; estaban vivos y limpios, como los bosques del hogar; el viento en las copas hablaba con las voces de los dioses oscuros. Everard reprimió un estremecimiento.

Burhmund vio cómo se alejaba su confederado.

—Me preguntó cuál es —dijo en su lengua nativa.

No pudo ser una idea consciente, sino simplemente una corazonada, lo que lo llevó a dar la vuelta, cabalgar tras el hombre de la toga y su guardián y hacer un gesto a los guardaespaldas. Éstos corrieron a su encuentro. Everard se aventuró a unirse a ellos.

Guthiaf, el mensajero, salió de entre las chozas, cabalgando un pony descansado y llevando tres monturas. Fue al trote hasta el río y subió a un transbordador que esperaba. Se alejó.

Al aproximarse al legado, Everard le echó un buen vistazo. Por su apariencia, belleza morena a pesar de lo macilento, había nacido en Italia. Se había detenido al oír la orden y esperaba su destino con antigua impasibilidad.

—Quiero ocuparme de esto inmediatamente, para que nada salga mal —dijo Burhmund. Al galo, en latín—: Vuelve a tu puesto. —A un par de sus guerreros—: Tú, Saeferth, Hnaef, quiero que llevéis a este hombre con Wael-Edh entre los brúcteros. Guthlaf acaba de partir, llevando la noticia, pero está bien. Tendréis que ir a un paso mucho más lento para no matar al romano, dado el estado en que se encuentra. —Con cierta amabilidad, le dijo en latín al cautivo—: Vas a ir con una mujer santa. Creo que te tratará bien si te comportas.

Sobrecogidos, los guerreros designados llevaron las monturas hacia el antiguo campamento para preparar el viaje. La voz de Floris tembló en la cabeza de Everard.

Ach, nie, de arme… ése debe de ser Munio Luperco. Sabes lo que va a pasarle.

El patrullero subvocalizó la respuesta.

—Sé lo que les va a pasar a todos.

—¿Hay algo que podamos hacer?

—Ni una maldita cosa. Está escrito. Contrólate, Janne.

—Pareces triste, Everard —dijo Burhrnund en su lengua germánica.

—Me siento… cansado —contestó Everard. El conocimiento de la lengua te había sido instalado antes de dejar el siglo XX (así como el godo, por si acaso). Era similar a la que había usado en Bretaña cuatro siglos después, cuando los descendientes de los miembros de las tribus del mar del Norte estaban invadiéndola.

—Yo también —murmuró Burhmund. Durante un momento pareció extraña y atractivamente vulnerable—. Los dos llevamos mucho en el camino, ¿no? Descansemos mientras podamos.

—Creo que tu sendero ha sido más duro que el mío —dijo Everard.

—Bien, un hombre viaja mejor solo. Y la tierra se pega a las botas cuando la sangre la ha convertido en barro.

La emoción trajo su presentimiento a Everard. Eso era lo que había estado esperando, por lo que había estado trabajando desde su llegada dos días antes. En muchos aspectos, los gerinanos eran infantiles, sin reserva, carentes de cualquier concepto de intimidad. Al contrario que julio Clásico, que se limitaba a alardear de su ambición, Claudio Civilis —Burhmund— deseaba hablar a un oído que le entendiese, desahogarse con alguien que no le pidiese nada.

—Escucha atentamente, Janne —le transmitió a Floris—. Dime cualquier pregunta que se te ocurra. —En el corto pero intenso periodo de preparación, había descubierto que Janne era rápida comprendiendo a la gente, Entre los dos podrían aprender algo, una idea de lo que sucedía y adónde podía llevar.

—Lo haré —le respondió entrecortadamente—, pero será mejor que también vigile a Clásico.

—Luchaste por Roma desde que eras joven, ¿no? —le preguntó Everard a Burhmund en germánico.

La risa del hombre fue como un ladrido.

—Cierto, y marché, me entrené, construí carreteras, dormí en barracones, me peleé, jugué a los dados, fui de putas, me emborraché, enfermé, bostecé en los largos periodos de aburrimiento… la vida del soldado.

—Pero he oído que tienes mujer, hijos, tierras.

Burhmund asintió.

—No fue todo hacer el equipaje e irse. Para mí y mis parientes menos que para la gente normal. Pertenecíamos a la casa del rey. Roma nos quería tanto para mantener a nuestra gente tranquila como para sus soldados. Así que nos convertimos rápido en oficiales, y a menudo tuvimos largos permisos cuando nuestras unidades estaban estacionadas en la Germania inferior. Y allí era donde estaban por lo general, hasta que comenzaron los problemas. Íbamos a casa de permiso, participábamos en las ceremonias, hablábamos bien de Roma además de ver a nuestras familias. —Escupió—. ¡Qué agradecimiento obtuvimos por nuestros servicios!

Los recuerdos empezaron a llegar. La presión de los ministros de Nerón había alimentado la furia de los tributarios; se produjeron motines; los recaudadores de impuestos y otros perros de plaga fueron asesinados. Civilis y un hermano suyo fueron arrestados acusados de conspiración. A Everard, Burhniund le dijo que se habían limitado a protestar, pero con palabras fuertes. El hermano fue decapitado, Civilis fue llevado encadenado hasta Roma para ser interrogado, sin duda bajo tortura, probablemente seguida de la crucifixión. La caída de Nerón retrasó los trámites. Galba perdonó a Civilis, entre otros gestos de buena voluntad, y le devolvió a sus deberes.

Muy pronto, Otón derrocó a su vez a Galba mientras los ejércitos en Germania proclamaban a Vitelio emperador y los ejércitos en Egipto elevaban a Vespasiano. La deuda de Civilis con Galba casi le valió ser condenado de nuevo, pero eso se olvidó cuando la decimocuarta legión fue retirada del territorio lingonio, llevándose también a los auxiliares que él mandaba.

Buscando asegurar la Galia, Vitelio entró en territorio de los tréveros. Sus soldados saquearon y asesinaron en Divodurum, la que sería Metz (eso ayudaba a explicar el apoyo instantáneo que recibió Clásico al rebelarse). Una lucha entre los bátavos y los regulares podría haber sido catastrófica, pero se evitó a tiempo. Civilis tomó el mando para poner las cosas bajo control. Con Fabio Valente como general, las tropas marcharon al sur en ayuda de Vitelio contra Otón. Por el camino, recogió grandes sobornos de las comunidades por evitar que su ejército las arrasase.

Cuando ordenó que los bátavos fuesen a Narbonensis, el sur de la Galia, para aliviar a las fuerzas asediadas, sus legionarios se amotinaron. Dijeron que eso los privaría de los hombres más valientes, El desacuerdo se solucionó y los bátavos siguieron con ellos. Después de cruzar los Alpes y llegar noticias de otra derrota de su bando, en Placentia, los soldados volvieron a amotinarse, en esta ocasión por su falta de acción. Querían ir a ayudar.

Burhmund rió desde el fondo de la garganta.

—Él nos hizo el favor de aceptar.

Los dos guerreros salieron de las chozas. El romano iba entre ambos, vestido para viajar. Detrás los seguían las monturas de refresco cargadas con comida y equipo. Fueron hacia el Rin. El transbordador había vuelto. Subieron a él.

—Los partidarios de Otón intentaron detenernos en el Po —dijo Burhmund—. Fue entonces cuando Valente descubrió que los legionarios habían tenido razón en conservarnos a nosotros, los germanos. Lo atravesamos a nado y creamos una posición segura, que mantuvimos hasta que el resto pudo seguirnos. Una vez que forzamos el río, el enemigo se deshizo y huyó. Grande fue la masacre en Bedriacum. Poco después, Otón se suicidó. —Hizo una mueca—. Pero Vitelio no tenía mejor dominio de sus tropas. Atravesaron alocadas Italia. Vi algo de eso. Fue desagradable. No era territorio enemigo que hubiesen conquistado, era la tierra que se suponía que debían defender, ¿no?

Ésa podría ser parte de la razón por la que la decimocuarta legión se volvió inquieta y gruñona. Una pelea entre regulares y auxiliares casi se convirtió en una batalla. Civilis se encontraba entre los oficiales que calmaron las cosas. El nuevo emperador Vitelio ordenó que los legionarios fuesen a Bretaña y asignó a los bátavos a sus tropas de palacio.

—Pero eso tampoco estuvo bien. No tenía ni idea de cómo manejar a los hombres. Los míos se volvieron descuidados, bebían durante el servicio y peleaban en los barracones. Al final nos devolvió a Germania. No podía hacer otra cosa, a menos que quisiese que se derramase sangre, entre la que podría haberse encontrado la suya. Estábamos hartos de él.

El transbordador, una chalana ancha con remos, había atravesado la corriente. Los viajeros desembarcaron y se perdieron en el bosque.

—Vespasiano controlaba África y Asia —siguió diciendo Burhmund—. Su general Primo llegó a Italia y me escribió. Sí, para entonces ya era muy conocido.

Burhmund envió mensajes a sus múltiples contactos. Un incompetente legado romano estuvo de acuerdo. Los hombres fueron a defender los pasos de los Alpes; ningún vitelista, galo o germano cruzaría hacia el norte mientras los italianos e iberos tuvieran tanto para mantenerse ocupados allí donde estaban. Burhmund convocó una reunión de las tribus. El reclutamiento de Vitelio era el último ultraje que soportarían. Golpearon las espadas contra los escudos y gritaron.

Para entonces, los vecinos canninefates y frisios sabían lo que pasaba. Sus asambleas jaleaban a los hombres para que se uniesen a la causa. Una cohorte de tungros abandonó su base y se unió a ellos. Los auxiliares germanos, enviados al sur por Vitelio, se enteraron de la noticia y desertaron.

Dos legiones avanzaron contra Burhmund, que las derrotó y llevó los restos hasta Castra Ventera. Cruzado el Rin, ganó una batalla cerca de Bonna. Sus mensajeros animaban a los defensores del Viejo Campamento a que se rindiesen en nombre de Vespasiano. Se negaron. Fue entonces cuando proclamó la secesión, guerra abierta por la libertad.

Los brúcteros, los tencteros y los camavos se unieron a la liga. Envió mensajeros por toda Germania. Los aventureros llegaban en oleadas para unirse a su estandarte. Wael-Edh predijo la caída de Roma.

—Y luego los galos —dijo Burhmund—, aquellos que Clásico y sus amigos pudieron hacer que se rebelaran. Sólo tres tribus por ahora… ¿Qué pasa?

Everard se había sobresaltado por un grito que sólo él había oído.

—Nada —dijo—. He creído ver un movimiento, pero no es nada. Ya sabes que el cansancio produce estos efectos.

—Los están matando en el bosque —dijo la voz entrecortada de Floris—. Es terrible. Oh, ¿por qué hemos tenido que venir en este día?

—Tú sabes por qué —le dijo él—. No mires.

Era imposible invertir años en descubrir toda la verdad. La Patrulla no podía permitirse derrochar tanta vida de sus agentes. Más aún, ese segmento del espacio-tiempo era inestable; cuantas menos personas del futuro entrasen en él, mejor. Everard había decidido empezar con una visita a Civilis varios meses antes de la divergencia de los acontecimientos. Las investigaciones preliminares sugerían que el bátavo sería más accesible después de aceptar la rendición de Castra Vetera; y la ocasión ofrecía la oportunidad de conocer a Clásico. Everard y Floris habían tenido la esperanza de obtener suficiente información y partir antes de que sucediese lo que Tácito contaba.

—¿Ha sido por orden de Clásico? —preguntó.

—No estoy segura —dijo Floris entre sollozos. No se lo reprochaba. Él mismo hubiese odiado presenciar la matanza, y ya estaba endurecido—. Está entre los germanos, sí, pero los árboles me impiden ver bien y el viento interfiere en la recepción de sonido. ¿Habla su lengua?

—Poco en todo caso, por lo que yo sé, pero algunos de ellos hablan latín…

—Tu alma está en otra parte, Everard —dijo Burhmund.

—Tengo un… presentimiento —contestó el patrullero. Bien podría darle a entender que tengo algo de profeta, un toque de magia. Más tarde podría serme útil.

El rostro de Burhrnund estaba desolado.

—Yo también, aunque por razones más terrenales. Será mejor que reúna a mis hombres, Hazte a un lado, Everard. Tu espada está llena de entusiasmo, pero no has marchado con la legión y creo que me será necesaria esa disciplina. —La última palabra fue en latín.

La verdad le llegó, traída por un jinete salido al galope del bosque. En una multitud rugiente, los germanos habían caído sobre los prisioneros. Los pocos guardias galos se apartaron como pudieron. Los germanos estaban masacrando a todos los hombres desarmados y destrozaban los tesoros. Les darían a los dioses su hecatombe.

Everard sospechaba que Clásico los había instigado. Hubiese sido muy fácil. Clásico quería que estuviesen dispuestos a luchar más allá del punto en que pudiesen negociar una paz por separado. Sin duda Burhmund compartía esa sospecha, por lo furioso que se veía al bátavo. Pero ¿qué podría hacer?

Ni siquiera había podido detener a sus bárbaros cuando surgieron del bosque deseosos de sangre para atacar el Campamento Viejo. El fuego ardía tras las murallas. Los gritos se mezclaban con el olor de la carne humana quemada.

Burhmund no se sentía horrorizado. Ese tipo de cosas eran habituales en su mundo. Lo que le enfurecía era la desobediencia y el secreto con que se había producido.

—Los convocaré a una reunión de guerreros —gruñó—. Los despellejaré con vergüenza. Para que sepan que hablo en serio, frente a ellos me cortaré el pelo al estilo romano y me lavaré el tinte. Y en cuanto a jurar lealtad a Clásico y su Imperio… si le disgusta lo que tengo que decir a propósito, que se atreva a tomar las armas contra mí.

—Creo que es mejor que me vaya —dijo Everard—. Aquí sólo estorbaría. Quizá nos volvamos a ver.

¿Cuándo, en los días tristes que se abren ante nosotros?

5

El viento soplaba sin piedad, llevando frente a él las nubes como si fuesen humo. Salpicaduras de lluvia volaban inclinadas más allá de las ramas inquietas. Los cascos hacían saltar los charcos en los caminos que los caballos recorrían con la cabeza gacha. Saeferth iba delante y Hnaef al final, guiando los animales de refresco. Entre ambos, inclinado por la capa mojada, estaba el romano. Con gestos e indicaciones, cuando se detenían a comer o descansar, el bátavo había descubierto que su nombre era Luperco.

Más allá de una curva apareció un grupo de cinco, seguramente brúcteros, porque los viajeros habían llegado a sus tierras. Pero sin embargo, se encontraban todavía en la zona que a las tribus germánicas les gustaba tener a su alrededor, donde no vivía nadie. El que estaba al frente era siniestro como un hurón, negro como un cuervo excepto allí donde los años habían tejido blanco en su pelo y su barba. Con la mano derecha sostenía una lanza.

—¡Alto! —gritó.

Saeferth obedeció.

—Venimos en paz, enviados por nuestro señor Burhmund a la profetisa Wael-Edh —dijo.

El hombre oscuro asintió.

—Hemos tenido noticia de ello.

—No puede haber sido hace mucho, porque seguimos de cerca al mensajero, aunque tenemos que viajar más despacio.

—Cierto. Ahora ha llegado el momento de actuar con rapidez. Soy Heidhin, el hijo de Viduhada, el hombre más importante de Wael-Edh.

—Te recuerdo —dijo Hnaef—, de cuando mi señor la visitó el año pasado. ¿Qué deseas de nosotros?

—El hombre que traéis —les dijo Heidhin—. Es el que Burhmund entrega a Wael-Edh, ¿no?

—Sí.

Consciente de que hablaban de él, Luperco se enderezó. Su mirada fue de hombre en hombre mientras las palabras guturales corrían alrededor de su cabeza.

—Ella a su vez se lo entrega a los dioses —dio Heidhin—. Os he esperado para poder hacerlo.

—¿Qué, no en vuestro lugar sagrado, con un festejo a continuación? —preguntó Saeferth.

—Os he dicho que es necesario apresurarse. Si lo supiesen, varios hombres importantes entre nosotros preferirían conservarlo con la esperanza de un rescate. No podemos permitirnos ir en su contra. Pero los dioses están furiosos. Mirad a vuestro alrededor. —Heidhin movió la lanza señalando el bosque mojado y rugiente.

Saeferth y Hnaef no podían negarse. Los brúcteros los superaban. Además, todos sabían que había estado con la profetisa desde que dejó la lejana tierra de su nacimiento.

—Sed todos testigos de que teníamos toda la intención de buscarla, y que aceptamos tu palabra de que ésta es su voluntad —dijo Saeferth.

Hnaef gruñó.

—Acabemos —dijo.

Desmontaron, como hicieron los otros, y le indicaron a Luperco que hiciese lo mismo. Necesitó ayuda, porque seguía débil y tembloroso por el agotamiento y el hambre. Cuando le ataron las muñecas a la espalda y Heidhin desenrolló una cuerda con un lazo, abrió los ojos y tomó aliento. Después se afianzó sobre los pies y murmuró lo que podría ser algo para sus propios dioses.

Heidhin miró al cielo.

—Padre Woen, guerrero Tiw, Donar del trueno, escuchadme —dijo lentamente y con gravedad—. Recibid esta ofrenda como lo que es, el regalo de Nerha para vosotros. Sabed que no fue nunca vuestra enemiga ni ladrona de vuestro honor. Si recientemente los hombres os han dado menos que antes, lo que ella recibía fue siempre en nombre de todos los dioses. ¡Poneos de su lado, poderosos, y concedednos la victoria!

Saeferth y Hnaef agarraron los brazos de Luperco. Heidhin se acercó. Con la punta de la lanza marcó en la frente del romano la marca del martillo; en su pecho, rasgando la túnica, grabó la esvástica. La sangre surgía roja bajo el aire gris. Luperco se mantuvo en silencio. Lo llevaron hasta un fresno elegido por Heidhin, pasaron la cuerda por una rama y le pusieron el lazo al cuello.

—Oh, Julia —dijo en voz baja.

Dos de los hombres de Heidhin lo levantaron mientras los demás golpeaban las espadas contra los escudos y rugían.

Pataleó en el aire hasta que Heidhin le clavó la lanza, por el estómago hasta el corazón.

Cuando se hubo completado el resto de lo que debía hacerse, Heidhin le dijo a Saeferth y Hnaef.

—Venid, os ofrezco hospitalidad en casa antes de que regreséis con vuestro señor Burhmund.

—¿Qué debemos decirle sobre esto? —preguntó Hnaef.

—La verdad —respondió Heidhin—. Decídselo todo. Al final los dioses han tenido su justa parte como antes. Ahora deberían luchar de todo corazón por nosotros.

Los germanos se alejaron. Un cuervo aleteó alrededor del hombre muerto, se posó en su hombro, picó y tragó. Vino otro, y otro, y otro. Sus chillidos resonaban roncos en el viento que lo agitaba de un lado a otro.

6

Everard le permitió a Floris quedarse dos días en casa para descansar y recuperarse. No era débil, pero era una persona civilizada con conciencia, que había presenciado horrores. Por suerte, no conocía a ninguna de las víctimas; no habría culpa del superviviente que superar.

—Pide ayuda a los psicoténicos si no desaparecen las pesadillas —le sugirió—. Por supuesto, tendremos que meditar nuevamente a la luz de lo que ahora hemos observado directamente y trazar un plan.

Duro como era, él también agradecía un descanso para asimilar las imágenes, olores y sonidos del Campamento Viejo. Recorrió las calles de Ámsterdam durante horas, empapándose de la decencia de la Holanda del siglo XX. El resto del tiempo lo pasaba en la oficina de la Patrulla, recogiendo archivos de datos —historia, antropología, geografía física y política, todo lo disponible— e imprimiendo los elementos que le parecían más esenciales.

Su preparación preliminar había sido superficial. No es que ahora tuviese conocimientos enciclopédicos. No estaban disponibles. La prehistoria germánica atraía a pocos investigadores; se repartían por grandes extensiones de kilómetros y siglos. Tantas otras cosas habían parecido mucho más interesantes e importantes. Era escasa la información fiable. Nadie excepto él y Floris habían investigado en persona a Civilis. La rebelión no había parecido compensar los múltiples Peligros del trabajo de campo, cuando de ella no salió nada más que un cambio para mejor en el tratamiento que daba Roma a algunas personas sin importancia.

Y quizá eso es todo —pensó Everard—. Quizá esas variaciones en el texto tengan un origen seguro que los detectives de la Patrulla pasaron por alto, y estamos persiguiendo sombras. Ciertamente no tenemos pruebas de que nadie intente alterar los acontecimientos. Bien, sea cual sea la respuesta, tengo que descubrirla.

Al tercer día telefoneó a Floris desde el hotel y le propuso ir a cenar, como habían hecho en su primer encuentro.

—Nos relajaremos, hablaremos de cosas intrascendentes, en todo caso tocaremos la misión de pasada. Mañana estableceremos el plan. ¿Vale?

A petición de él, ella eligió el restaurante y se reunieron allí.

El Ambrosía se dedicaba a la comida de Surinam y caribeña. Situado en Stadthouderskade, en una vecindario tranquilo cerca del Museumplein, era íntimo, justo en el canal. Además de tener camareras bonitas, el cocinero negro vino a discutir la comida con ellos en un inglés fluido. El vino también estaba bien. Quizá la sensación de evanescencia, ese calor, luz y sabor no más que un momento en una oscuridad sin límites, algo que podría resultar no haber sucedido nunca, añadía profundidad al placer.

—Volveré andando —dijo Floris al final—. La noche es preciosa. —Su casa estaba a dos o tres kilómetros.

—Te acompañaré hasta la puerta, si me dejas —le respondió Everard con alegría.

Ella sonrió. Su pelo relucía contra la oscuridad de las ventanas como el recuerdo de la luz del sol.

—Gracias. Eso esperaba.

Salieron al aire apacible. Olía a primavera, porque la lluvia lo había limpiado con antelación y había poco tráfico, en su mayoría un pulso de fondo. Pasó un bote por el canal, dejando una estela.

—Gracias —repitió ella—. Ha sido encantador. Exactamente lo que me alegra.

—Bien. —Él se sacó el tabaco del bolsillo y empezó a cargar la pipa—. Aunque estoy seguro de que en todo caso te habrías recuperado con rapidez.

Se alejaron del agua y pasaron entre viejas fachadas.

—Sí, he visto cosas terribles —admitió. El ambiente de la cena, que los dos habían mantenido cuidadosamente alegre, estaba alejándose, aunque su tono era firme y su expresión de calma—. No violencia a esa escala, eso no, pero sí hombres muertos y heridos después de una lucha, o una enfermedad mortal, y… muchos destinos crueles.

Everard asintió.

—Sí, esta época nuestra ha visto el infierno desatado, pero no más que las otras. La principal diferencia es que hoy en día imaginan que podría ser mejor.

Floris suspiró.

—Al principio era romántico, vivir en el pasado, pero luego…

—Bien, elegiste un entorno muy duro. Y sin embargo, el verdadero guiñol estaba en Roma.

Ella lo miró de cerca.

—No puedo creer que tengas ilusiones de que los bárbaros sean nobles por naturaleza. Yo pronto perdí las mías. Eran igualmente crueles. Simplemente resultaban menos eficientes.

Everard acercó la cerilla a la cazoleta.

—¿Por qué los elegiste como especialidad?, si puedo preguntar. Claro, alguien tiene que hacer el trabajo, pero por tus capacidades podrías haber elegido muchas sociedades.

Ella sonrió.

—Intentaron convencerme de eso, después de graduarme en la Academia. Un agente pasó horas diciéndome lo mucho que me gustaría su ducado de Brabante. Fue amable. Pero yo era testaruda.

—¿Por?

—Cuanto más lo pienso menos claros me parecen mis motivos. Me pareció en su momento que… Sí, si no te importa, me gustaría contártelo.

Él le ofreció el brazo. Ella lo aceptó. El paso de la mujer se ajustaba con facilidad al suyo y era más ágil. Con la mano libre, Everard acunaba la pipa.

—Hazlo, por favor —le dijo—. No he leído tu informe más allá de lo mínimo imprescindible, pero no puedo evitar sentir curiosidad. Y en todo caso, no creo que contenga la verdadera explicación.

—Supongo que se remonta a mis padres. —Miraba al frente, con una arruga diminuta en la frente. Su voz surgía soñadora—. Soy hija única, nacida en 1950. —Y ahora mucho mayor, en tu línea de mundo, de lo que dice el calendario, pensó él—. Mi padre creció en lo que eran Las Indias Orientales Holandesas. ¿Recuerdas que los holandeses fundamos Yakarta y que la llamábamos Batavia? Era joven cuando los nazis invadieron Holanda, luego los japoneses conquistaron el Sureste Asiático. Luchó contra ellos como marino en lo que quedaba de nuestra Marina. Mi madre, en casa, una escolar, estuvo implicada en la resistencia, la prensa clandestina.

—Gente orgullosa —murmuró Everard.

—Mis padres se conocieron y se casaron después de la guerra, y se establecieron en Ámsterdam. Todavía viven, retirados, él de su negocio, ella de enseñar historia, historia holandesa. —Sí, pensó él, vuelves de tus expediciones el día que partiste porque no quieres perderte oportunidades de verlos antes de que mueran, sin que sepan lo que haces realmente. Ya es malo que se sientan decepcionados por los nietos—. No presumen de su participación en la guerra. Pero yo estaba… ¿estaba destinada?… sí, destinada a vivir siempre sabiéndolo, y con todo el pasado de mi país. ¿Patriotismo? Llámalo como quieras. Son mi gente. ¿Qué los convirtió en lo que son? ¿Qué semilla? ¿Qué raíz? Los orígenes me fascinaban, y en la universidad estudié para convertirme en arqueóloga.

Everard ya sabía eso, así como que había sido una atleta cercana a los niveles de campeona y que había recorrido lejos de las rutas turísticas un par de lugares difíciles y peligrosos. Llamó la atención de un reclutador de la Patrulla, que le hizo pasar las pruebas y le reveló luego su sentido. Su reclutamiento había sido similar.

—Es igual —dijo él—, elegiste una cultura en la que la mujer tenía muchos obstáculos.

Ella respondió algo cortante.

—Al menos debes de haber visto un resumen que demuestra que lo conseguí. Debes de conocer los disfraces de la Patrulla.

—Lo siento. No pretendía ofenderte. Están bien para visitas cortas.

—En menos de un año cosas como las patillas y los registros vocales podían imitarse casi a la perfección. Telas bastas y holgadas, con rellenos adecuados, ocultaban las curvas. Las manos podían ser un problema, pero las suyas eran grandes para una mujer y si decía ser joven la falta de pelo y la forma podrían no llamar la atención—. Pero… —Con facilidad se daban situaciones en las que la ropa desaparecía entre compañeros, como en el baño. O algo como una pelea podía iniciarse por una cara que permanecía inconfundiblemente afeminada… pensaría un bárbaro. Por bien entrenada que estuviese, una mujer, en una situación donde las armas de alta tecnología estaban prohibidas, carecía de la musculatura superior y la potencia de arranque de un hombre.

—Usos limitados —admitió ella—. A menudo era frustrante. Incluso consideré… —Dejó de hablar.

—¿Cambiar de sexo? —preguntó él con amabilidad después de medio minuto.

El asentimiento fue rígido.

—Ya sabes que no tiene por qué ser permanente. —Las operaciones del futuro no requerían cirugía o inyecciones de hormonas; se realizaban a nivel molecular, reconstruyendo el organismo partiendo del ADN—. Claro está, es un cambio muy importante. Sólo podrías hacerlo para misiones de varios años, como mínimo.

Ella lo miró con desafío.

—¿Lo harías tú?

—¡Diablos, no! —exclamó. Inmediatamente pensó: ¿Ha sido una reacción demasiado rápida? ¿Intolerante?—. Pero recuerda, nací en el Medio Oeste, en 1924.

Floris rió y le apretó el brazo.

—Dudaba de que mi mente, mi personalidad básica, pudiese cambiar. Como hombre, sería homosexual. En esa sociedad habría sido peor que ser mujer, que, además, me gusta ser.

Él sonrió.

—Eso es evidente.

Calma, chico. Nada de relaciones personales en el trabajo. Podría resultar letal. Intelectualmente, me gustaría que fuese un hombre.

Los sentimientos de ella debían de ser equivalentes, porque también se acobardó y caminaron un rato sin hablar. Pero era un silencio de compañerismo. Atravesaban el parque, rodeados de verde, con la luz de las farolas atravesando el follaje para marcar el camino, cuando él habló:

—A pesar de eso, has llevado a cabo un gran proyecto. No consulté el archivo. Esperaba que me lo contases, lo que es mejor.

Lo había dejado caer un par de veces, pero ella había eludido, o evitado, el tema. No era difícil entenderlo, cuando tenla tanto que contar.

Oyó y vio que ella tomaba aliento.

—Sí, debo hacerlo —admitió—. Necesitas saber qué experiencia tengo. Es una larga historia, pero podría empezar ahora —vaciló—. He llegado a sentirme más cómoda contigo. Al principio estaba aterrorizada. ¿Yo, trabajar con un agente No asignado?

—Lo ocultaste bien. —Arrastró las palabras en medio del humo de la pipa.

—En el trabajo de campo se aprende a ocultar las emociones, ¿no? Pero esta noche puedo hablar con libertad. Eres un hombre muy agradable.

Él no supo qué decir.

—Viví quince años con los frisios —comenzó.

Everard agarró la pipa antes de que chocase contra el pavimento.

—¿Cómo?

—Desde el 22 hasta el 37 a.C. —siguió diciendo ella con decisión—. La Patrulla quería conocimiento, más que una aproximación, de la vida en el oeste de la zona germánica, en el periodo en que la influencia romana reemplazaba la celta. Específicamente, estaban preocupados por los trastornos entre las tribus después del asesinato de Arminio. Las consecuencias eran potencialmente importantes.

—Pero no surgió nada alarmante, ¿no? Mientras que Civilis, que la Patrulla creía que podía menospreciar con toda tranquilidad… Bien, está formada por humanos falibles. Y, claro está, un informe detallado sobre una sociedad típica es valioso en muchos contextos diferentes. Sigue, por favor.

—Los colegas me ayudaron a establecerme. Mi disfraz era el de una mujer joven de los casuarios, viuda después del ataque de los cerusci. Huyó a territorio frisio con algunas posesiones y un par de hombres que habían servido a su esposo y seguían siéndole fieles. El jefe de la tribu que encontramos nos recibió con generosidad. Traía oro así como noticias; y para ellos la hospitalidad era sagrada.

No resultó un inconveniente que fueras, seas, tan atractiva.

—No mucho después, me casé con un joven hijo suyo —dijo Floris, resueltamente objetiva—. Mis «sirvientes» se excusaron para ir a una «aventura» y nunca más se supo nada de ellos. Todos supusieron que tuvieron mal fin. ¡Cuántas formas había de morir!

—¿Y? —Everard contempló su perfil. Vermeer podría haberlo evocado en el crepúsculo que lo envolvía bajo su cubierta dorada.

—Fueron años difíciles. A menudo sentía nostalgia, en ocasiones desesperación. Pero entonces pensaba que estaba investigando, descubriendo, explorando todo un universo de formas y creencias, conocimientos, habilidades, gente. Me encariñé mucho con la gente. Tenían buen corazón de una forma tosca, dentro de la tribu, y mi Garulf y yo… nos hicimos íntimos. Le di dos hijos, y en secreto me aseguré de que vivirían. Él esperaba más, naturalmente, pero eso fue otra cosa de la que me ocupé, y era común que una mujer perdiera la fertilidad.

—Su boca se dobló hacia arriba con aflicción—. Tuvo otros hijos con una chica de la granja. Nos llevábamos bien, ella me trataba con deferencia y … No importa. Era algo aceptado y normal, no una mancha para mí, y … sabía que algún día me iría.

—¿Cómo sucedió? —preguntó Everard en voz baja.

Su voz se volvió plana.

—Garulf murió. Cazaba toros, y uno de ellos lo corneó. Llore, pero simplificó las cosas. Debía haberme ido mucho antes, desaparecer como mis asistentes, pero él y nuestros hijos… de poco más de diez años, lo que significa que eran casi hombres. El hermano de Garulf se ocuparía de ellos.

Everard asintió. Sus estudios le habían enseñado que los antiguos germanos veneraban la relación entre tío y sobrino. Una de las tragedias que Burhmund, Civilis, había soportado, era la ruptura con el hijo de su hermana, que luchó y murió en el ejército romano.

—Aun así fue doloroso dejarlos —terminó diciendo Floris—. Dije que me iba por un tiempo, a llorar a solas, y dejé que se preguntasen después qué había sido de mí.

Y tú te preguntas qué fue de ellos, y sin duda siempre lo harás —pensó Everard—. A menos que, vigilando desde lejos, hayas seguido sus vidas hasta el final. Pero espero que seas más inteligente. Ahí tienes la aventura y el encanto de servir en la Patrulla del Tiempo.

Floris tragó… ¿algunas lágrimas? Después comentó con triste alegría:

—¡No puedes ni imaginar el rejuvenecimiento cosmético que necesité al regresar! ¡Y baños calientes, luces eléctricas, libros, espectáculos, aviones, todo!

—Y no digamos volver a ser una igual —añadió Everard.

—Sí, sí. Las mujeres disfrutaban de una alta posición, eran más libres de lo que volverían a ser hasta el siglo XIX, pero aun así… O, sí.

—Parece que Veleda era empedernidamente dominante.

—Eso era diferente. Ella hablaba por los dioses, creo.

Tenemos que estar seguros.

—La misión terminó hace varios años en mi línea de mundo personal —dijo Floris—. Mis posteriores esfuerzos fueron menos ambiciosos. Hasta ahora.

Everard mordió con fuerza la pipa.

—Tenemos el problema del sexo. No quiero jugar con disfraces, excepto por poco tiempo. Demasiadas limitaciones.

Ella se detuvo. Por tanto él también. Estaban cerca de una farola que daba a sus ojos un brillo gatuno. Levantó la voz.

—No me limitaré a quedarme en el cielo vigilándole, agente Everard. No lo haré.

Un ciclista pasó silbando, lo miró y siguió su camino.

—Sería útil tenerte conmigo en el suelo —le concedió Everard—. No de forma constante. Debes admitir que a menudo es mejor si uno de los compañeros permanece en reserva. Pero cuando nos dediquemos al verdadero trabajo de Sherlock Holmes, entonces tú, con tu experiencia… La pregunta es ¿cómo podremos hacerlo?

Cambiando de furiosa a deseosa, ella aprovechó la ventaja.

—Seré tu esposa. O tu concubina, o tu criada, o lo que mejor se ajuste a las circunstancias. No es extraño entre los germanos que una mujer acompañe a un hombre cuando viaja.

¡Maldición! ¡Realmente siento calor en las orejas!

—Podría complicarnos las cosas.

Su mirada se fijó en la de él.

—Eso no me preocupa, señor. Sois un profesional y un caballero.

—Bien, gracias —dijo, aliviado—. Supongo que puedo controlar mis modales.

¡Si tú controlas los tuyos!

7

De pronto la primavera recorrió la tierra. Calor y días más largos atrajeron las hojas. La hierba relucía. El cielo se llenó de alas y clamor. Corderos, becerros y potros jugueteaban en los prados. La gente salía de la oscuridad de las casas, del humo y el olor del invierno; parpadeaban por la luz, aspiraban la dulzura y se ponían a trabajar preparándose para el verano.

Pero tenían hambre después de las escasas cosechas del año anterior. Muchos hombres estaban en guerra más allá del Rin, y pocos de ellos regresarían con vida.

Edh y Heidhin todavía guardaban hielo en sus corazones. luz o la Caminaban por las tierras de ella sin prestar atención a la brisa. Los peones de sus campos la vieron y no se atrevieron a vitorearla ni a hacerle ninguna pregunta. Aunque los bosques del oeste relucían bajo el sol, el bosquecillo sagrado del este parecía tenebroso en la lontananza, como si su torre hubiese proyectado una sombra hasta tan lejos.

—Estoy furiosa contigo —le dijo a Heidhin—. Oh, debería apartarte de mí para siempre.

—Edh… —Su voz era severa. Tenía los nudillos blancos sobre el mango de la lanza—. Hice lo que había que hacer. Estaba claro que hubieses perdonado la vida a ese romano. Los Anses ya estaban suficientemente enfadados con nosotros.

—Eso murmuraban los imbéciles.

—Entonces la mayor parte de la tribu está formada por imbéciles. Edh, yo voy entre ellos como tú no puedes, porque soy un hombre, y sólo un hombre, y no el elegido de la diosa. La gente me dice lo que evitaría decirte a ti directamente. —Heidhin siguió caminando mientras buscaba las palabras—. Nerha ha estado tomando demasiado de lo que solía ir a los dioses del cielo. Conozco bien lo que tú y yo le debemos, pero para los brúcteros es diferente, e incluso nosotros dos debemos demasiado a los Anses. Si no hacemos las paces con ellos, nos negarán la victoria. Lo he leído en las estrellas, el tiempo, el vuelo de los cuervos, los huesos. ¿Y qué si me equivoco? El miedo en sí es real en el corazón de los hombres. Empezarían a fallar en la batalla y el enemigo ganaría.

»Ahora yo, en tu nombre, he dado un hombre a los Anses, no un mero esclavo sino un jefe guerrero. Que la noticia llegue lejos, ¡veremos la esperanza renacer entre los guerreros!

La mirada de Edh lo golpeó como una espada.

—Ja, ¿crees que tu pequeña matanza significará algo para ellos? Mientras estabas fuera, otro mensajero de Burhmund llegó hasta mí. Sus hombres mataron a todos los hombres y destrozaron todo lo que había en Castra Vetera. Saciaron a sus dioses.

La lanza tembló en la mano de Heidhin antes de que pudiese controlarse. Pasó un momento. Al final dijo, despacio:

—¿Cómo podría haber previsto eso? Está bien.

—No lo está. Burhmund estaba furioso. Sabe que endurecerá la voluntad de Roma. Y ahora tú, tú me has robado un cautivo que podría habernos servido de intermediario.

Heidhin apretó la mandíbula.

—No podía saberlo —murmuró—. Y, en todo caso, ¿de qué nos iba a servir un solo hombre?

—Parece que también me has privado de ti mismo. —Edh adoptó una expresión sombría—. Había pensado que ¡rías a Colonia por mí.

Sorprendido, él dobló el cuello para mirarla. Las altas mejillas, la larga nariz recta, la boca llena permanecieron alejadas de él.

—¿Colonia?

—Eso también estaba en el mensaje de Burhmund. Desde Castra Vetera va a Colonia Agripina. Cree que podrían rendirse. Pero una vez que tengan noticias de la matanza, y las recibirán antes de que él llegue, ¿por qué iban a hacerlo? ¿Por qué no seguir luchando con la esperanza de una liberación cuando no tienes nada que perder? Burhmund quiere que maldiga, con la ira fulminante de Nerha, a todo el que rompa los términos de la rendición.

Su astucia habitual regresó y lo calmó.

—Humm, sí. —Con la mano libre se rozó la barba—. Sí, eso podría convencerlos en Colonia. Deben conocerte. Los ubios son germanos, por mucho que se consideren romanos. Si tu mensaje se dijese en alto a las tropas de Burhmund, cerca de las murallas, para que los defensores pudieran oírlo y verlo…

—¿Pero quién iba a decirlo?

—¿Tú?

—Imposible.

Él asintió.

—No, es cierto. Mejor mantenerte alejada. Pocos aparte de los brúcteros te han visto. Eres más impresionante en los relatos que en carne y hueso.

La risa de ella era lobuna.

—Carne y huesos que deben comer, beber, dormir, eliminar desechos, quizá pillar un resfriado, casarse ciertamente. —Bajó la voz. Agachó la cabeza—. Realmente estoy cansada —susurró—. Me gustaría estar sola.

—Una decisión sabia —dijo Heidhin—. Sí. Recluirte por un tiempo en tu torre, dejar claro que estás pensando, preparando brujerías, llamando a la diosa. Yo llevaré tu palabra al mundo.

Ella se enderezó.

—Eso pensaba —respondió—. Pero, después de lo que has hecho, ¿cómo voy a confiar en ti?

—Puedes. Te lo juro, —La voz de Heidhin vaciló un poco—. Si nuestros años juntos no son suficientes… —Una vez más cambió al orgullo—. Sabes que no tienes mejor representante. Soy más que el primero entre tus seguidores, soy un líder por propio derecho. Los hombres me obedecen.

Ella permaneció mucho tiempo en silencio. Pasaron cerca de un potrero donde había un toro, la bestia de Tiw, con sus poderosos cuernos al sol. Al final preguntó:

—¿Repetirás mis palabras sin alterarlas y trabajarás de buena fe para que se entienda su sentido?

Él expreso su respuesta con habilidad.

—Me duele que desconfíes de mí, Edh.

Entonces ella lo miró enternecida.

—Todos estos años… viejo amigo…

Se detuvieron donde estaban, en un camino embarrado en medio de la hierba.

—Para ti hubiese sido más que un amigo si me hubieses dejado —dijo él.

—Sabes que nunca podría. Y tú lo aceptaste. ¿Cómo no voy a perdonarte? Sí, ve a Colonia por mí.

La severidad cayó sobre él.

—Lo haré, e iré a cualquier otro sitio adonde me envíes, sirviéndote lo mejor que sepa, siempre que no me pidas romper el juramento que hice en la costa de Eyn.

—Eso… —su rostro empalideció—, fue hace mucho tiempo.

—Para mí es como si hubiese sido ayer. Nada de paz con los romanos. Guerra mientras viva, y cuando esté muerto los hostigaré en su camino al infierno.

—Niaerdh podría liberarte de esa promesa.

—Yo nunca me liberaría a mí mismo. —Como un martillo que golpease con fuerza, Heidhin declaró—: O me apartas de ti en este día, para siempre, o juras que jamás me pedirás que haga la paz con los romanos.

Ella negó con la cabeza.

—No puedo hacer eso. Si nos ofrecen, a nuestro pueblo, a todos, la libertad…

Él lo meditó antes de decir de mala gana.

—Bien, si lo hacen, acepta. Me atrevería a decir que tendrías que hacerlo.

—La propia Niaerdh querría. No es una Anse sedienta de sangre. —Vaya, antes dijiste lo contrario. —Heidhin sonrió—. No esperes que los romanos permitan alegremente que las tribus del oeste y sus tributos se vayan. Pero si lo hiciesen, yo me iré, con los hombres que quieran seguirme, y los atacaré en sus tierras hasta que caiga bajo sus espadas.

—¡Que eso no suceda nunca! —gritó ella.

Él le puso las manos sobre los hombros.

—Júrame, que Niaerdh sea testigo, que declararás la guerra sin cuartel hasta que los romanos hayan abandonado estas tierras o… o al menos, hasta que yo haya muerto. Si lo haces, entonces te concederé cualquier otra cosa que me pidas, sí, incluso dejar con vida a los romanos que capturemos.

—Si así lo deseas. —Edh suspiró. Se apartó de él. Dio una orden—: Vamos, busquemos el lugar sagrado, mezclemos nuestra sangre sobre la tierra y nuestras palabras en el aire para asegurar esta unión. Quiero que vayas con Burhmund mañana. El tiempo apremia.

8

Una vez la ciudad había sido Oppidum Ubiorum, o así la llamaban los romanos. Por otra parte, los germanos no construían ciudades; pero los ubios, en la orilla izquierda del Rin, estaban muy influenciados por los galos. Después de la conquista de César, no tardaron en formar parte del imperio y, al contrario que muchos de sus compatriotas, estaban contentos con la situación, con el comercio, el conocimiento, la apertura al mundo exterior. Durante el reinado de Claudio, la ciudad se convirtió en colonia romana y recibió el nombre de su esposa. Devotos latinizadores ellos mismos, los ubios cambiaron su propio nombre por el de agripinenses. La ciudad creció. Se convertiría en Köln —Colonia— en el lejano futuro.

Aquel día hervía la tierra bajo las sólidas murallas de construcción romana. El humo se elevaba de cientos de fuegos de campamento, los estandartes bárbaros flameaban sobre tiendas de cuero y, bajo pieles y mantas, yacían aquellos que no se habían traído ningún refugio. Los caballos relinchaban y coceaban. El ganado mugía, las ovejas balaban en los corrales improvisados que las guardaban hasta que fuesen sacrificadas para la tropa. Los hombres se movían de un lado a otro, salvajes guerreros de más allá del río, populacho galo de este lado. Más tranquilos eran los terratenientes armados bátavos y sus vecinos cercanos; disciplinados eran los veteranos de Civilis y Clásico. Aparte se apiñaban los abatidos legionarios que habían sido traídos desde Novesium. Durante el viaje habían soportado tales hostigamientos que, al final, una de sus tropas de caballería lo mandó todo al demonio, repudió el juramento de fidelidad al Imperio galo y se marchó al sur para unirse a Roma.

Un pequeño conjunto de tiendas se encontraba aislado cerca de la corriente. Ningún rebelde se aventuraba a acercarse a menos de unos cuantos metros a no ser que tuviese una buena razón, y en ese caso se aproximaba en completo silencio. Soldados brúcteros protegían sus cuatro esquinas, pero sólo como guardia de honor. Lo que allí se guardaba era una gavilla de paja con varias manzanas atadas en lo alto de un poste… del año anterior, secas y sin brillo pero seguían siendo el emblema de Nerha.

—¿De dónde vienes? —preguntó Everard.

Heidhin lo miró. La respuesta fue sibilante.

—Si vienes desde el este como afirmas, ya lo sabes. Los angrivarios recuerdan a Wael-Edh; los longobardos también, y otros muchos. ¿Ninguno de ellos te dijo nada sobre ella?

—Pasó por allí hace años…

—Sabemos que la recuerdan, porque tenemos noticias suyas por comerciantes, viajeros, y por los guerreros que han llegado hasta Burhmund. —La sombra de una nube pasó sobre el punto donde estaban sentados los hombres, en un banco tosco frente al pabellón de Heidhin. Le oscureció el rostro y pareció afilar su mirada. El viento trajo un hálito de humo, un olor a hierro—. ¿Quién eres realmente, Everard, y qué deseas de nosotros aquí?

Este es listo, y un verdadero fanático, comprendió el patrullero. Con rapidez dijo:

—Estaba a punto de decirlo. Me sorprendió que su nombre perviviese entre tribus lejanas, mucho después de que hubiese pasado por ellos.

—Humm. —Heidhin se relajó un poco. La mano derecha, que se había desplazado mucho hasta la empuñadura de la espada, ajustó más la capa negra para protegerse del sol—. Me pregunto por qué has seguido a Burhmund si no tienes deseos de unirte a su bandera.

—Es por lo que te dije, mi señor. —Heidhin no apreció el trato de respeto viniendo de Everard, que no le había jurado lealtad, pero no le dolió. Y en verdad Heidhin se había convertido en una figura importante entre los brúcteros, un jefe guerrero con tierra y posesiones, emparentado con una familia noble, y sobre todo en el confidente y principal interlocutor de Veleda—. Hablé con él en Castra Vetera porque había oído de su fama y buscaba aprender cómo iban las cosas en estos países. De camino a otra parte, oí que la profetisa venía aquí. Tenía la esperanza de conocerla, o al menos de verla y oírla.

Burhmund, que recibió con hospitalidad a Everard, le había explicado que la sibila había enviado a su representante. Pero la hospitalidad del bátavo fue parca, por lo ocupado que estaba. Cuando vio una oportunidad, Everard buscó a Heidhin por su cuenta. Un godo era lo suficientemente exótico como para ser recibido, pero la conversación resultaba incómoda, porque Heidhin pensaba en otras cosas hasta que, de pronto, le asaltaron las sospechas.

—Se ha retirado a su torre para estar a solas con la diosa —dijo. En él ardía la fe.

Everard asintió.

—Eso me dijo Burhmund. Y escuché tu discurso ayer, a las puertas de la ciudad. Mi señor, no recorramos la misma tierra una vez más. Lo que os pido es simplemente… ¿de dónde venís vos y la santa Wael-Edh? ¿Dónde empezasteis vuestro viaje? ¿Y cuándo y porqué?

—Venimos de los alvaringos —dijo Heidhin—. Quizá la mayoría de los hombres que forman esta multitud no habían nacido cuando partimos. ¿Por qué? La diosa se lo ordenó. —La intensidad cedió paso a la brusquedad—. Mejor que trabaje con las manos en lugar de iluminar a un extraño. Si sigues entre nosotros Everard, oirás más, o quizá tú y yo podamos hablar otra vez. Hoy debo despedirme.

Se pusieron en pie.

—Gracias por tu tiempo, mi señor —dijo el patrullero—. Algún día volveré con mi gente. Si tú o algún familiar busca a los godos, será bien recibido.

Heidhin no pasó por alto la despedida de cortesía.

—Podría ser —contestó—. Los mensajeros de Nerha… pero primero hay que ganar una guerra. Que te vaya bien.

Everard atravesó la turbulencia que lo rodeaba hasta un corral próximo al cuartel general de Civilis, donde cogió sus caballos. Eran viejos ponis germanos; cuando montó, los pies le colgaron a unos centímetros del suelo. Pero claro, era grande incluso entre aquellos hombres, y se hubiesen hecho demasiadas preguntas si no hubiese tenido animales para llevarlo a él y acarrear sus posesiones. Cabalgó hacia el norte. Colonia Agripina desapareció a sus espaldas.

La luz de la tarde teñía de oro el río. Las colinas eran casi como las recordaba de su época de nacimiento, pero el campo estaba destrozado por zonas de cultivo llenas de hierbajos y edificios destrozados allí por donde Civilis había pasado meses atrás. Aquí y allá, vio huesos, algunos humanos.

La desolación servía a sus propósitos. Sin embargo, esperó hasta que hubo oscurecido para hablar con Floris.

—Vale, manda el camión. —No debían verlo salir de la carretera, y un vehículo capaz de llevar caballos era más aparatoso que un cronociclo. Ella lo envió por control remoto, él metió las bestias y, en un instante, saltando en el espacio, llegó al campamento. Floris se reunió con él un minuto más tarde.

Podrían haber saltado a la comodidad de Ámsterdam, pero eso hubiese sido malgastar línea vital, no en el viaje sino en el traslado para ir y venir desde los alojamientos, quitarse y ponerse los trajes de bárbaro, quizá peor aún los cambios de registro mental. Era preferible vivir en la tierra arcaica, intimar no sólo con la gente sino con el mundo natural. La naturaleza —lo salvaje, los misterios del día y la noche, verano e invierno, tormentas, estrellas, crecimiento, muerte— lo ocupaba todo, también el alma de la gente. No podías realmente entenderlos o sentir con ellos, hasta que tú mismo no hubieses entrado en un bosque y hubieses dejado que él entrase en ti.

Floris había elegido el lugar: una colina remota sobre bosques que cubrían por completo el horizonte. Sólo algún cazados ocasional la conocía, y era poco probable que alguien la hubiese escalado, hasta la cima. La población de Europa del Norte era muy dispersa; una tribu de cincuenta mil personas era grande y ocupaba un territorio extenso. Otro planeta hubiese sido menos extraño que aquel país para el siglo XX.

Dos refugios unipersonales estaban colocados lado a lado bajo la suave luz y sabrosos olores llegaban desde una unidad de cocina: una tecnología procedente de un futuro posterior al nacimiento de cualquiera de ellos dos. Tras dejar su caballo junto al de Floris, se dedicó a reavivar el fuego que había encendido. Comieron en un silencio meditativo, luego apagaron la lámpara. La unidad de cocina se convirtió en otra sombra y se limpió sin molestar. Se sentaron sobre la hierba frente a las llamas. Ninguno de los dos lo había propuesto; simplemente sabían que era lo correcto.

Llegó una brisa fría. De vez en cuando un búho ululaba bajo, como si hiciese una pregunta a un oráculo. Las copas de los árboles relucían tenues como un mar bajo las estrellas. La Vía Láctea se extendía inmensa sobre sus cabezas. Más alta resplandecía la Osa Mayor, que allí se conocía como el Carro del Padre Cielo. Pero ¿cómo la llaman en el país natal de Edh? —se preguntó Everard—. Sea cual sea, si Janne no reconoció la denominación «alvaringo», entonces debe de ser tan oscura que nadie en la Patrulla ha oído hablar de ella.

Encendió la pipa. El fuego chasqueaba emitiendo su propio humo, destacando el rostro de Floris en la oscuridad, resaltando trémulo las trenzas desatadas y los huesos fuertes.

—Creo que tenemos que buscar en el pasado —dijo.

Ella asintió.

—Los últimos días han confirmado a Tácito, ¿no?

Durante esos días, él había sido necesariamente el que actuaba sobre el terreno y ella la observadora desde las alturas. Pero el papel de Floris había sido tan activo como el suyo. Él estaba confinado a las inmediaciones. Ella vigilaba sobre un área amplia, y luego enviaba diminutos espías robóticos por la noche para que observasen invisibles e informasen de lo que pasaba bajo varios techos escogidos.

Eran testigos… El senado de Colonia sabía que su situación era desesperada. ¿Podrían obtener términos de rendición algo menos que desastrosos? ¿Y serían respetados? La tribu de los téncteros, que vivían al otro lado del Rin, envió representantes para proponer una unidad independiente de Roma. Una de sus exigencias era que las murallas de la ciudad fuesen demolidas. Colonia se opuso; sólo aceptaría una sociedad flexible, y paso libre sobre el río únicamente de día, hasta que el uso generase más confianza. También propuso que los mediadores de cualquier tratado fuesen Civilis y Veleda. Los téncteros estuvieron de acuerdo. Entonces, Civilis-Burhmund y Clásico llegaron.

Clásico prefería saquear Colonia. Burhmund era reacio. Entre otras razones, la ciudad tenía a un hijo suyo, tomado como rehén durante el periodo ambiguo del año anterior cuando luchaba abiertamente para convertir a Vespasiano en emperador. A pesar de todo lo sucedido desde entonces, trataban bien al muchacho, y Burhmund deseaba recuperarlo. La influencia de Veleda haría posible una paz negociada.

Así fue.

—Sí —dijo Everard—. Supongo que el resto también seguirá el libro. Colonia se rendiría, no sufriría daño y se uniría a la alianza rebelde. Obtendría, sin embargo, nuevos rehenes, la hermana y la esposa de Burhmund y una hija de Clásico. Que esos hombres pusiesen tanto en juego indicaba algo más que realpolitik, el valor del acuerdo; indicaba el poder de Veleda.

(«¿Cuántas discordias afronta el Papa?» se mofaría Stalin. Sus sucesores descubrirían que eso nunca había tenido importancia. A la larga, los humanos vivían principalmente según sus sueños, y morían por ellos.)

—Bien, todavía no estamos en el punto de divergencia —dijo Floris, innecesariamente—. Estamos explorando su origen.

—Y reforzamos la idea de que Veleda es la clave de todo esto. ¿Crees que podríamos, y me refiero principalmente a ti, que podríamos acercarnos a ella directamente y conocerla?

Floris negó con la cabeza.

—No. Especialmente ahora, cuando se ha aislado. Probablemente se encuentra en un estado de crisis emocional, quizá religiosa. Una interrupción podría provocar… cualquier cosa.

—Ajá. —Everard chupó la pipa durante un minuto—. Religión… ¿Oíste ayer el discurso de Heidhin a las tropas, Janne?

—En parte. Sabía que estabas allí, tomando nota.

—No eres americana. Ni tampoco tienes antepasados calvinistas. Sospecho que no apreciaste lo que hacía.

Ella tendió las manos hacia el fuego y esperó.

—Si alguna vez he escuchado un sermón ferviente de condenación al fuego del infierno para meter miedo a la congregación, fue el que Heidhin dio —dijo Everard—. Muy efectivo, además. No habrá más atrocidades como la de Castra Vetera.

Floris se estremeció. —Espero que no.

—Pero… todo el enfoque… Me doy cuenta que no era desconocido para el mundo clásico. Especialmente desde que los judíos se instalaron en todos los puntos del Mediterráneo. Los profetas del Antiguo Testamento llegaron a tener influencia incluso en el paganismo. Pero aquí, entre los nórdicos… ¿un orador no hubiese apelado al machismo? Al menos, a su obligación de cumplir una promesa.

—Sí, claro. Sus dioses son crueles, pero, bien, tolerantes. Lo que hará a esta gente vulnerable a los misioneros cristianos.

—Veleda parece haber descubierto el mismo punto débil —dijo Everard pensativo—, seiscientos o setecientos años antes de que cualquier misionero cristiano llegue a estas tierras.

—Veleda —murmuró Floris—. Wael-Edh. Edh la extranjera, Edh la extraña. Ha llevado su mensaje, sea cual sea, por toda Germania. La segunda versión de Tácito dice que lo llevará de vuelta allí después de la caída de Civilis, y que la fe de los germanos empezará a cambiar… Sí, creo que debemos seguir sus pasos por el pasado, hasta donde ella comenzó.

9

Los meses pasaron, erosionando lentamente la victoria de Burhmund.

Tácito habría de escribir cómo ocurrió: las confusiones y los errores, las disensiones y traiciones mientras el peso de los refuerzos romanos aumentaba inexorablemente. Ya entonces, la memoria hubiese confundido o perdido mucho, y un individuo que mira la herida por la que se le escapaba la vida tendría poca memoria. Los detalles que sobrevivieron son los de interés, pero en su mayoría innecesarios para comprender el resultado final. Un boceto basta.

Al principio, Burhmund continuó disfrutando del éxito. Ocupó el país de los sunucos y reclutó a muchos de ellos. En el río Mosela derrotó a una banda de germanos imperialistas, tomó a algunos para su grupo y persiguió al resto y a su líder hacia el sur.

Eso fue un terrible error. Mientras luchaba en los bosques belgas, Clásico no hacía riada y Tutor ocupaba con lentitud fatal las defensas del Rin y los Alpes. La vigésima primera legión tomó ventaja, cruzando hacia la Galia. Allí se unió con sus auxiliares, incluida una tropa de caballería comandada por Julio Brigántico, sobrino y enemigo implacable de Civilis. Tutor fue derrotado, sus tréveros aplastados. Antes de eso, un intento rebelde entre secuanos había terminado en desastre, y las tropas romanas habían empezado a llegar de Italia, España y Bretaña.

Petilio Cerial estaba ahora al mando de los esfuerzos imperiales. Aunque derrotado nueve años antes por Boadicea en Bretaña, ese pariente de Vespasiano se había conseguido redimir tomando parte en la captura de Roma de manos de los vitelistas. En Maguncia, la que se convertiría en Mainz, envió a los reclutas galos a casa, declarando que su legión sería suficiente. Ese gesto prácticamente completó la pacificación de los galos.

Acto seguido entró en Augusta Treverorum, que se convertiría en Tréveris, ciudad de Clásico y Tutor, lugar de nacimiento de la rebelión gala. Concedió una amnistía general y aceptó nuevamente en su ejército aquellas unidades que habían desertado. Dirigiéndose a una asamblea de tréveros y lingones con un estilo desoladamente razonable, los convenció de que no tenían nada que ganar y sí mucho que perder con posteriores levantamientos.

Burhmund y Clásico habían reagrupado sus fuerzas dispersas, menos un sustancial contingente que Cerial había capturado. Le enviaron un heraldo, ofreciéndole el Imperio galo si se unía a ellos. Él se limitó a pasar la carta a Roma.

Ocupado con el aspecto político de la guerra, no estaba bien preparado para la matanza que vino a continuación. En una batalla dura, los rebeldes capturaron el puente sobre el Mosela. Cerial en persona dirigió el asalto para recuperarlo. Lanzando sus tropas mientras los bárbaros se encontraban en su propio campamento, los cogió desprevenidos, los derrotó y los puso en fuga.

Al norte por el Fin, los agripinenses —los antiguos ubios— habían establecido a su pesar un tratado con Burhmund. Ahora sorprendieron y masacraron a las guarniciones germanas que se encontraban entre ellos y pidieron ayuda a Cerial. Él avanzó para ayudar a la ciudad.

A pesar de algunos reveses menores, consiguió la capitulación de los nervios y los tungros. Cuando nuevas legiones hubieron redoblado sus fuerzas, se preparó para un encuentro con Burhmund. En una batalla de dos días cerca del Campamento Viejo, ayudado por un desertor bátavo que los guió en una maniobra envolvente, derrotó a los germanos. La guerra podría haber terminado allí si los romanos hubiesen tenido naves disponibles para bloquear la huida por el Pin.

Al enterarse, el resto de los líderes rebeldes tréveros también se batieron en retirada por el río. Burhmund se retiró a la isla bátava, donde los hombres que le quedaban se dedicaron a la guerra de guerrillas. Entre los que mataron se encontraba Brigántico. Pero no podían mantener posiciones. La lucha más feroz vio a Burhmund y a Cerial enfrentados el uno contra el otro. El germano, intentado reunir sus tropas mientras retrocedían, fue reconocido; los proyectiles llovieron sobre él; apenas pudo escapar saltando del caballo y nadando en la corriente. Sus barcos llevaron a Clásico y Tutor, que desde entonces no fueron más que desconsolados parásitos.

Cerial tuvo un contratiempo. Después de ir a inspeccionar los alojamientos de invierno que se construían para las legiones en Neuss y Bonn, regresaba por el Rin con su flota. Desde sus escondrijos, los vigilantes germanos vieron el descuido nacido de la excesiva confianza. Reunieron a un par de bandas fuertes y, en una noche nublada, atacaron. Los que invadieron el campamento romano cortaron las cuerdas de las tiendas y asesinaron a los que estaban dentro. Sus compañeros arrojaron rezones a los barcos y los hundieron. El gran premio fue el trirreme petroriano donde Cerial debería de haber estado durmiendo. Por casualidad, se encontraba en otra parte —con una mujer ubia, según los rumores— y salió medio dormido y casi desnudo para tomar el mando.

Sólo fue una acción sorpresa. Sin duda su principal resultado fue que los romanos se volvieron inmediatamente más precavidos. Los germanos llevaron el trirreme capturado por el río Lippe y se lo ofrecieron a Veleda.

Por pequeño que fuese, ese revés para la causa imperial podría haberse considerado un presagio. Cerial se internó más en la tierra de las tribus. Ninguna podía oponérsele. Pero tampoco conseguía él enfrentarse definitivamente con sus enemigos. Roma no podía darle más tropas. Los suministros eran escasos e irregulares. Mientras tanto, sobre él se cernía el invierno del norte.

10

60 D.C.

Sobre la tierras altas al este del valle del Rin serpenteaba una caravana de miles de individuos. En su mayor parte, las colinas estaban densamente cubiertas de bosque, por lo que los caminos eran poco más que senderos de animales. Caballos, bueyes Y hombres luchaban por hacer avanzar los carros; las ruedas gemían, la maleza crujía, la respiración se cortaba. En general los hombres iban a pie, atontados por el cansancio y el hambre.

Desde un promontorio, a tres o cuatro kilómetros, Everard y Floris observaban el éxodo mientras atravesaban una zona abierta cubierta de hierba. Los aparatos ópticos los situaban a poco más que un brazo de distancia. Podrían haber usado también sistemas de sonido, pero la imagen por sí sola ya era lo suficientemente dura.

Un hombre de cabeza blanca pero hombros rectos cabalgaba al frente. Cotas y lanzas brillaban allí donde la guardia de su casa lo seguía. Era lo único brillante, y bajo los cascos no había alegría. Después de ellos, algunos muchachos pastoreaban el escaso ganado esquelético, las ovejas, las vacas y cerdos que les quedaban. Aquí y allá en la procesión, un carro llevaba una jaula con pollos o gansos. Se vigilaba más el pan duro y la rara pieza de carne cruda que la ropa, las herramientas u otros bienes… incluso el burdo ídolo de madera sobre su carro relucía sin sentido. ¿De qué les habían servido los dioses a los ampsivarios?

Everard señaló:

—Ese viejo que va en cabeza —dijo—, ¿crees que es su jefe, Boiocalus?

—Como Tácito escribió su nombre —contestó Floris—. Sí, claro que sí. En esta época no son muchos lo que alcanzan su edad. —Con tristeza—: Imagino que lamenta lo que hizo.

—Y pasar la mayor parte de su vida al servicio de Roma. Sí.

Una joven, realmente una niña, pasó frente a ellos acunando a un niño entre los brazos. Lloraba ante un pecho desnudo, del que ya no fluiría más leche. Un hombre de mediana edad, quizá su padre, que usaba una lanza como bastón, mantenía el brazo libre listo para ayudarla cuando se tambaleaba. Sin duda su marido había muerto, decenas o cientos de kilómetros más atrás.

Everard se movió en la silla.

—Vamos —dijo con brusquedad—. Vamos camino del lugar de encuentro, ¿no? ¿Por qué hemos venido por aquí?

—Pensé que debíamos verlo de cerca —le explicó Floris—. Sí, a mí también me dará pesadillas. Pero los téncteros lo han experimentado directamente. Tenemos que saber bien qué es, si esperamos entender su reacción, y la de Veleda, y la de ellos hacia ella.

—Supongo. —Everard azuzó el caballo, tiró de la rienda de la montura de refresco, que en ese momento llevaba su modesto equipaje, y tomó el camino colina abajo—. Aunque la compasión es muy escasa en este siglo. La sociedad más cercana que la animó está en Palestina, y quedará dispersa al viento.

Sembrando así el judaísmo por el Imperio, cuya cosecha será el cristianismo. No es de extrañar que las luchas y la muerte en el norte se conviertan apenas en notas a pie de página de la historia.

—La lealtad familiar es tremendamente fuerte —le recordó Floris—, y enfrentados a Roma, hay un sentimiento embrionario entre los germanos occidentales de una relación básica más allá de las fronteras entre tribus.

Cierto —recordó Everard—, y sospechas que Veleda tiene mucho que ver con eso. Por eso la seguimos hacia atrás en el tiempo… para intentar descubrir lo que ella significa.

Volvieron a entrar en el bosque. Arcos verdes se elevaban frente a ellos, sobre un sendero amurallado de maleza. La luz del sol golpeaba la hojas para dispersarse sobre el moho y las sombras. Las ardillas corrían por las ramas. El canto de los pájaros y la fragancias se agitaban en la poderosa quietud. La naturaleza ya se había tragado la agonía de los ampsivarios.

Como una tela de araña que había visto reluciendo en un castaño, la piedad tendía una hebra entre ellos y Everard. Debía recorrer mucho camino antes de que se estirase tanto que se rompiese. No servía de nada repetirse que todos habían muerto anónimamente mil ochocientos años antes de su nacimiento. Estaban allí ahora, tan reales como los refugiados que había visto a no mucha distancia al este de aquellas tierras, huyendo hacia el oeste, en 1945. Pero éstos no encontrarían socorro.

Tácito aparentemente había descrito correctamente el esquema general de la situación. Los ampsivarios fueron expulsados de sus hogares por los caucos. Un robo de tierra; la gente aumentaba de número más allá de lo que la tecnología disponible podía mantener sobre los acres ancestrales; la superpoblación es relativa, tan vieja como el hambre y la guerra que provoca, y se repite infinitamente. Los derrotados buscaron la parte baja del Rin. Sabían que allí había un considerable territorio vacío del que los romanos habían expulsado a los anteriores habitantes y que pretendían reservar para propósitos de suministro militar y para asentar a los soldados licenciados. Dos tribus frisias habían intentado ocuparlo. Se les ordenó abandonarlo y, cuando se retrasaron en hacerlo, fueron expulsadas por un ataque que mató a muchos y envió a algunos al mercado de esclavos. Pero los ampsivarios eran federados leales. Boiocalus había sufrido prisión cuando se negó a participar en la revuelta de Arminio cuarenta anos antes. Después sirvió bajo Tiberio y Germánico hasta que se retiró del ejército y se convirtió en líder de su gente. Seguro que Roma les concedería a él y a sus exiliados un lugar para descansar.

Roma no lo haría. En privado, con la esperanza de evitar el desastre, el legado le ofreció a Boiocalus propiedades para él y su familia. El jefe guerrero rechazó el soborno: «Puede que nos falte tierra para vivir, pero no puede faltarnos para morir.» Llevó su tribu corriente arriba hasta el territorio de los téncteros. En una reunión masiva pidió a los brúcteros, y a cualquier otro que encontrase opresiva la cercanía del imperio, que se uniese a él en la guerra.

Mientras discutían a su manera semidemocrática, el legado llevó las legiones al otro lado del Rin y atravesó el mismo territorio. Amenazó con el exterminio a menos que los recién llegados fuesen expulsados. Hacia el norte, desde la Germania Superior, marchó un segundo ejército para situarse a la retaguardia de los brúcteros. Bajo esa tenaza, los téncteros expulsaron a sus invitados.

Mejor que no me sienta demasiado moralista. Estados Unidos cometerá una traición peor en Vietnam con menos razones.

El camino desembocó en algo vagamente similar a una carretera, estrecha, marcada, mantenida sólo por los pies, cascos y ruedas que la usaban. Everard y Floris siguieron sus subidas y bajadas durante horas. Espiando invisible desde arriba y con la ayuda de pequeños robots, labor de cortar y probar, uniendo pacientemente fragmentos de observaciones posiblemente útiles, Floris había planeado el camino. Era un poco peligroso para un hombre y una mujer viajar sin escolta, aunque los téncteros no se dedicaban demasiado al robo. Sin embargo, debían verlos llegar de forma normal. Podrían usar los aturdidores en defensa propia si eran asaltados y si no había un montón de testigos cuyo relato pudiese influir de forma significativa en la sociedad.

De todas formas, no tuvieron problemas. Más y más viajeros llegaron a la carretera, en dirección al mismo lugar. Todos eran hombres; casi todos parecían ansiosos o preocupados y hablaban poco. Una excepción fue un tipo grande con barriga cervecera, que se presentó como Gundicar. Cabalgó al lado de la inusual pareja y habló mucho, con incurable felicidad. En el siglo XIX o XX—pensó Everard—, habría sido un tendero o panadero de buena posición y cliente habitual de la Brauhaus local.

—¿Y cómo habéis llegado los dos hasta aquí ilesos?

El patrullero le contó la historia acordada.

—A duras penas, amigo. Soy de los reudungos, al norte del Elba; ¿has oído hablar de nosotros?… De comercio al sur… La guerra entre hermunduros y catos… Fuimos asaltados, creo que de mi banda fui el único en escapar con vida; mis productos perdidos excepto por este poco… Una mujer viuda, sin familia, feliz de unirse a mí … En dirección a casa por el Rin y la costa, esperando que haya menos penalidades… Habiendo oído hablar de la mujer sabia del este, y que ella hablará a los téncteros …

—Ah, realmente son momentos tenebrosos. —Gulidícar suspiro—. También hay enormes fuegos asolando a los ubios al otro lado del río. —Se alegró—, Creo que es la ira de los dioses por dedicarse a lamer tanto las botas de los romanos. Quizá pronto algún desastre caiga sobre todos vosotros.

—Entonces, ¿entonces estabas dispuesto a luchar cuando las legiones entraron en vuestras tierras?

—Bien, eso no hubiese sido muy inteligente, no estábamos preparados, y la cosecha del heno estaba cerca. Pero no me avergüenza decir que aullé velando a esos pobres desamparados. ¡Que la Madre sea generosa con ellos! Espero que la mujer Edh nos indique en qué mañana podremos arreglar esas desgracias. Buen saqueo en esa ciudad Colonia, ¿eh?

Floris se encargó de la mayor parte de la conversación. La mujer normalmente disfruta de respeto en una sociedad fronteriza, si no de completa igualdad. Ella dirige la casa cuando el marido se ha ido; si apareciesen los enemigos de la casa, los vikingos, los indios, es ella la que dirige la defensa. Aún más que los griegos o los hebreos, los germanos creían en la sibila, la profetisa, la mujer —casi en la posición de un chamán— a quien un dios daba poderes y revelaba el futuro. La reputación de Edh se había extendido mucho, y Gundicar hablaba con todos.

—No, no se sabe de dónde vino primero. Llegó aquí de entre los cheruscios, y he oído que pasó un tiempo con los longobardos… Creo que esa diosa Nerha suya es de los Wanes no de los Anses… a menos que sea otro nombre para la madre Fricka. Y sin embargo … dicen que Nerha es tan terrible en su furia como el mismísimo Tiw … Hay algo sobre una estrella y el mar, pero no sé nada, aquí somos de tierra adentro… Ella llegó aquí poco después de la retirada de los romanos. El rey la recibió. Invitó a los hombres a venir a escucharla. Eso debía de ser deseo de ella. Él no se lo hubiese negado.

Floris le tiró de la lengua. Lo que le contó ayudaría mucho a planear el siguiente paso en la búsqueda. Sería mejor que los agentes de la Patrulla no se encontrasen con la mismísima Edh. Hasta que no tuviesen más conocimientos sobre ella y qué fuerzas estaba desencadenando, sería una locura interferir.

Casi de noche llegaron a un claro, campos y pastos, las tierras principales del rey. Era básicamente un terrateniente, no exento de unirse a sus arrendatarios, empleados y esclavos en el trabajo de la granja. Presidía los consejos y los grandes sacrificios estacionales, tomaba el mando en la guerra, pero la ley y la tradición lo ataban como a cualquiera; su a menudo revoltoso pueblo lo echaría o le negaría si le apeteciese, y cualquier miembro de la casa real tenía tanto derecho al trono como la cantidad de hombres que pudiese reunir para defenderlo. No es de extrañar que estos germanos no puedan derrotar a Roma —pensó Everard—. Y tampoco lo harán. Cuando sus descendientes (godos, vándalos, burgundianos, lombardos, sajones y el resto) tomen el control, será en segundo lugar, porque el Imperio se habrá desmoronado desde dentro. Y además, ya los habrá conquistado antes… espiritualmente, convirtiéndolos al cristianismo, para que la nueva civilización occidental nazca sobre la clásica, en la costa del Mediterráneo, no por el Rin o el gris mar del Norte.

Era una pensamiento pasajero en el fondo de su mente, que repetía lo que ya sabía y desaparecía tan pronto como enfocaba la vista en lo que tenía enfrente.

El rey y los suyos vivían en una construcción alargada de madera con techo de paja. Cobertizos, graneros, un par de cuchitriles donde dormían los más humildes y algunos otros edificios formaban un cuadrado. A cierta distancia se veía un bosquecillo de árboles añejos, el lugar sagrado donde los dioses recibían las ofrendas y manifestaban sus presagios. La mayoría de los recién llegados acamparon frente a él, ocupando un prado. Cerca, terneros y cerdos se cocían sobre grandes fuegos, mientras que los sirvientes repartían cuernos o copas de madera de cerveza para todos. La hospitalidad ostentosa era esencial para mantener la reputación de un señor, algo de lo que bien podía depender su vida.

Everard y Floris se instalaron sin llamar la atención y se mezclaron con la multitud. Pasando por un hueco entre los edificios, pudieron mirar al patio toscamente empedrado. En aquel momento estaba ocupado por los caballos de los visitantes importantes, que se quedarían en la casa real. Entre ellos había cuatro bueyes blancos y el carro del que seguramente habían tirado. Era un vehículo extraordinario, de hermosa carpintería, delicadamente tallado. Tras el asiento del conductor, los laterales sin ventanas se elevaban hasta formar un techo.

—Un carruaje cubierto —murmuró Everard—. Tiene que ser de Veleda… de Edh. Me pregunto si duerme ahí dentro cuando están en la carretera.

—Sin duda —dijo Floris—. Para no perder dignidad ni misterio. Sospecho que también contiene una imagen de la diosa.

—Humm. Gundicar mencionó a varios hombres que viajan con ella. Podría no necesitar una guardia armada si las tribus la respetan tanto como creo. Pero impresiona y, además, alguien tiene que hacer el trabajo. Aunque supongo que ser sus asistentes los convierte en importantes y los han hospedado en el lugar de los jefes, junto con los héroes y los caudillos locales. ¿Crees que a ella también?

—Claro que no. ¿Ella, yacer en un banco con un montón de hombres que roncan? O usará el carruaje o el rey le habrá preparado una habitación privada.

—¿Cómo lo hace? ¿Qué le da ese poder?

—Eso intentamos averiguar.

El sol se deslizó tras las copas de los árboles. La oscuridad empezó a llenar el valle. El viento corría frío. Ahora que los invitados habían comido, sólo olía a humo de madera y a bosque. Los esclavos alimentaron el fuego; las llamas crecieron, chisporrotearon, crujieron. En el aire aleteaban cuervos negros que se dirigían al nido y veloces golondrinas, runas mutables garabateadas en un cielo que se había vuelto púrpura hacia el este, verde frío al oeste. Las primeras estrellas aparecieron temblando.

Sonaron los cuernos. Procedentes del salón, los guerreros atravesaron el patio y llegaron a la tierra apisonada del exterior. Las lanzas reflejaron la moribunda luz del día. A su cabeza iba un hombre con una túnica ricamente decorada y hélices doradas cruzándole los brazos: el rey. Las voces se fueron apagando en la sombría reunión hasta que, en silencio, los hombres aguardaron. El corazón resonaba en el pecho de Everard.

El rey habló en voz alta pero con gravedad. Everard pensó que, pese a las apariencias, estaba conmovido. A ellos, desde lejos, dijo, había llegado Edh, de cuyos milagros todos habían oído hablar. Ella deseaba profetizar para los téncteros. En su honor y en el de la diosa que con ella viajaba, había ordenado a los habitantes más cercanos que se lo comunicasen a otros y, de esa forma, por toda la tierra. En aquellos tiempos desgraciados había que sopesar con cuidado cualquier señal enviada por los dioses. Les advirtió que las palabras de Edh causarían daño. Había que soportarlas con hombría, como se soporta la curación de un miembro roto. Habría que pensar en lo que significaban y en lo que habría que hacer o se podría hacer.

El rey se apartó. Dos mujeres —¿sus esposas?— trajeron un taburete alto de tres patas. Edh se adelantó y tomó asiento.

Everard se estiró en el crepúsculo. ¡Cómo deseaba poder usar el equipo óptico para que le ayudase a ver a la luz del fuego! Lo que vio le sorprendió. Había esperado que fuese una vieja harapienta. Iba bien vestida, con un traje de manga corta y falda larga hecho de lana blanca, una capa azul de piel sostenida con un broche dorado de bronce y fino calzado de cuero. Llevaba la cabeza desnuda, como una doncella, pero la melena castaña le colgaba no suelta sino en trenzas, bajo una cinta de piel de serpiente. Alta, de huesos fuertes pero delgada, se movía con cierta torpeza, como si ella y su cuerpo no fuesen del todo uno. Sus grandes ojos relucían en un alargado y hermoso rostro. Cuando abrió la boca, una dentadura aparentemente completa lanzó un destello blanco. Vaya, es joven—pensó. Y—:No. Tiene treinta y tantos, supongo. Eso aquí es mediana edad. Podría ser abuela, aunque dicen que nunca se ha casado.

Apartó la mirada de ella un instante y, con sorpresa, reconoció al hombre que la había acompañado y que permanecía a su lado, oscuro, saturnino, vestido de forma sombría. Heidhin. Claro. Diez años más joven que cuando le vi por primera vez. No aparenta serlos, mejor dicho: ya parece tan vicio como entonces.

Edh habló. No hizo ningún gesto, mantuvo las manos en el regazo y su voz de contralto, ronca, no subió de tono. Pero atraía la atención y era como el acero, como los vientos del invierno.

—Oídme y prestadme atención —dijo, con los ojos enfocados más allá de ellos hacia el lucero de la mañana—, de alta o de baja cuna, todavía con fuerzas o ya en declive, condenados a la muerte y afrontando lo sobrenatural con valor o sin él. Os pido que escuchéis. Cuando la vida se pierde, sólo queda, para vosotros y vuestros hijos, lo que de vosotros se dice. Las actos de valor nunca mueren, sino que permanecen por siempre en la mente de los hombres… ¡la noche y la nada para los nombres de los cobardes! Los dioses no darán don alguno a los traidores, sólo furia a los apáticos. El que tema luchar perderá su libertad, se agachará y se arrastrará para conseguir pan mohoso, sus hijos serán atados con cadenas y vergüenza. Sus mujeres llorarán arrojadas indefensas a la prostitución. Esas desgracias son suyas. Mejor que una tea queme su hogar mientras él, el héroe, siega enemigos hasta caer desafiante e ir hacia el cielo.

»Los cascos resuenan con fuerza en el firmamento. Los rayos caen como lanzas ardientes. Toda la tierra resuena con furia. Los mares golpean las costas. Ahora Nerha no sufrirá más. Cabalga briosa para derrocar a Roma, los dioses de la guerra con ella, los lobos y los cuervos.

Recordó humillaciones soportadas, fortunas pagadas, muertos que yacían sin ser vengados. Con frialdad arremetió contra los téncteros por haberse rendido al invasor y abandonar a los suyos que pedían ayuda. Sí, parecía que no tenían elección; pero lo que eligieron realmente era la infamia. Que sacrificasen cuanto quisieran en los lugares sagrados: no les devolvería el honor. La deuda que pagarían sería dolor sin medida. Roma lo recogería.

Pero el día llegaría. Aguantad y esperad a que salga ese sol rojo.

Después, examinando los audiovisuales, Everard y Floris sintieron nuevamente algo de su magia. Ellos mismos podrían haberse visto arrastrados, humildes, exaltados, con la muchedumbre que levantaba las armas y gritaba mientras Edh volvía al salón.

—Es muy convincente —dijo Floris.

—Algo más que eso —contestó Everard—. Tiene un don, un poder… el verdadero liderazgo tiene un toque de misterio, algo que va más allá de lo humano… Pero me pregunto si la corriente temporal no la estará arrastrando también.

—Al norte con los brúcteros, donde se establecerá, y luego…

Y en cuanto a los ampsivarios, vagaron año tras año. En ocasiones encontraron refugio brevemente, en ocasiones fueron hostigados hasta que, como escribió Tácito, «mataron a todos sus jóvenes en tierra extranjera, y los que no podían luchar fueron repartidos como botín».

II

Desde el este, dejando la mañana a sus espaldas, los Anses caminaban hacia el mundo. Las chispas producidas por las ruedas de sus carros, que traqueteaban tanto que las montañas se estremecían, llenaban el cielo. Las huellas de los caballos eran negras. Sus flechas oscurecían el cielo. El sordo de sus cuernos de batalla provocaba una furia asesina en los hombres.

Contra los recién llegados marcharon los Wanes. Froh al frente, a horcajadas sobre su toro, con la Espada Viva en la mano. El viento azotó el mar hasta que sus olas rompieron a los pies de la luna, que huyó. Por encima de ellos, en su nave, venía Naerdha. Su mano derecha la gobernaba con el Hacha del Árbol como timón. Su mano izquierda enviaba águilas para que chillasen, atacasen y rasgasen. Sobre su frente ardía una estrella tan blanca como el corazón del fuego.

De esa forma guerrearon unos contra otros los dioses, mientras los eotan del alto norte y del bajo sur observaban y comentaban que eso les dejaría a ellos el camino libre. Pero los pájaros de Wotan lo vieron y le advirtieron. La cabeza de Mim lo oyó y advirtió a Froh. Allí mismo los dioses acordaron una tregua, intercambiaron rehenes y celebraron un consejo.

En la paz que pactaron, se repartieron el mundo. Celebraron bodas, Anse con Wane —padre con madre, hechicero con esposa— y Wane con Anse —cazadora con artesano, bruja con guerrero—. Por él a quien colgaron, por ella a quien ahogaron, y por su propia sangre entremezclada juraron fe, que duraría hasta el día del fin del mundo.

Luego elevaron murallas para su defensa —una empalizada de madera al norte, piedras apiladas hasta lo alto en el sur— y se dispusieron a dominar sobre esas cosas que están bajo la ley.

Pero uno entre los Anses, Leokaz el Ladrón, medio eotan, estaba incómodo. Sentía nostalgia de los viejos tiempos salvajes y consideraba que se le daba poco valor. Finalmente se fue sin decírselo a nadie. Por el sur llegó hasta la pared de piedra. En la puerta lanzó un hechizo de sueño sobre el guardián, cogió la llave de su escondite y pasó a la Tierra de Hierro. Allí negoció con sus señores. Cuando le dieron la lanza de La Perdición del Verano, él les entregó la llave.

De esta forma consiguieron los Señores de Hierro entrar en el Mundo. Sus tropas llegaron trayendo esclavitud y matanzas. Fue el oeste quien los conoció primero y a menudo el sol se oculta en un mar de sangre.

Pero el gigante Hoadh se dirigió al norte, pensando en llegar hasta la Tierra Helada y establecer una alianza con los eotan. Allí donde iba cogía lo que quería. Arrancaba las vacas de los prados. Destrozaba casas para robar su pan. Sembraba fuego y mataba hombres por diversión. Trazó un sendero de destrucción.

Llegó a la costa. Desde lejos espió a Naerdha. Ella estaba sentada en un arrecife, espillándose el pelo. Sus rizos relucían como el oro y sus pechos como la nieve allí donde las sombras yacen azules. La lujuria se desató. En silencio, a pesar de su tamaño, Hoadh se acercó a su lado y la atrapó. Cuando se resistió, él le golpeó la cabeza contra una piedra y la aturdió. Allí mismo, entre la espuma, la violó.

Las aguas se habían elevado sobre aquel arrecife, para ocultar la vergüenza incluso durante la marea baja. Por esa razón, muchos barcos se habían estrellado y los cachones se habían llevado a sus tripulaciones. Eso no sació la furia y la pena de Naerdha.

Se despertó con el rugido de un gato montés para encontrarse nuevamente sola. Sobre las alas de la tormenta, corrió a su casa más allá del amanecer.

—¿Dónde ha ido? —gritó.

—No lo sabemos —gimieron sus hijas—, sólo que se alejó del mar.

—La venganza lo seguirá —dijo Naerdha. Volvió tierra adentro y buscó la morada que compartía con Froh para pedirle que la ayudase. Pero era primavera y él había ido a agitar la vida, como ella también debería haber hecho. Por tanto no podía reclamar el toro Agitador, como era su derecho.

En lugar de eso, invocó a su hijo mayor y lo convirtió en un gran semental negro. Montada sobre él, cabalgó hasta Ansaheim. Wotan le cedió su lanza que nunca falla. Tiwaz su Casco del Terror. A continuación se apresuró en seguir a Hoadh. Ése fue un año siniestro, tras abandonar a Froh y a su mar.

Hoadh la oyó ir tras él. Escaló una montaña y levantó su maza para la batalla. Cayó la noche. Se alzó la luna. Bajo su luz él vio, desde muchas millas, la lanza, el casco y el sombrío semental. El corazón le falló y huyó al oeste. Corría tan rápido que ella apenas podía mantenerlo en su mirada.

Hoadh llegó hasta sus compañeros los Señores de Hierro y les rogó ayuda. Escudo contra escudo se plantaron frente a él. Naerdha lanzó la flecha sobre sus cabezas y atravesó a su enemigo. Su sangre inundó las tierras bajas.

Ella se dirigió a casa, furiosa con Froh por su promesa rota.

—Cogeré el toro cuando quiera —dijo—, y mucho lo echarás de menos el día del fin del mundo.

Él también estaba enfadado, por lo que había hecho con su hijo. Se separaron.

En víspera del solsticio Naerdha dio a luz a la prole de Hoadh, nueve hijos. Los convirtió en perros tan negros como su caballo.

Thonar del Trueno llegó hasta su casa.

—Frob dejó a su hermana y tú dejaste a tu hermano para que los dos estuvieseis juntos —dijo—. Si ya no lo estáis, la vida morirá de la tierra y del mar. Después, ¿qué alimentará a los dioses? —Por tanto, en primavera, Naerdha regresó con su esposo, pero sin alegría. Lo dejó una vez más en otoño. Así ha sido desde entonces.

—Leokaz rompió la promesa que hicimos —le dijo Wotan—. A partir de ahora, el mundo no conocerá la paz. Tenemos mucha necesidad de mi lanza.

—La recuperaré para ti —contestó Naerdha—, si me la prestas de nuevo, y Tiwaz su casco, cuando vaya de caza.

La inundación la había llevado hasta el mar. Larga fue la búsqueda de Naerdha. Muchos fueron las historias de una extraña mujer que llegó a esta tierra o a aquella. Ella pagó a aquellos que la acogieron sanando sus heridas, enderezando sus males y prediciendo su mañana. Todavía sigue enviando mujeres por el mundo para hacer lo que ella hizo, en su nombre y por su orden. Al final encontró la lanza flotando bajo el lucero de la mañana.

La venganza no podía morir en su interior. Durante el cambio de año, y en cualquier momento en que su corazón se congele por el recuerdo, ella parte. Con caballo y perros, casco y lanza, cabalga en el viento nocturno, para atacar a los Señores de Hierro, hostigar los fantasmas de los malvados y traer enfermedad a los enemigos de aquellos que la adoran. Terrible es oír ese ímpetu y ese clamor en el cielo: cuernos, cascos, aullido, la Caza Salvaje. Por tanto, los hombres que alcen sus armas contra aquellos que ella odia obtendrán su adusta bendición.

11

49 D.C.

Al oeste del Elba, al sur de donde algún día se alzará Hamburgo, se extendía el reino de los longobardos. Siglos en el futuro, sus descendientes terminaron varias generaciones de emigración conquistando el norte de Italia y fundando lo que se conocería como el reino de Lombardía. Por el momento, sólo eran otra tribu germana, aunque una poderosa, que había asestado muchos de los golpes más dolorosos que los romanos hubiesen recibido en el bosque de Teutoburgo. Recientemente, sus hachas habían tomado la decisión de quien debería ser rey de sus vecinos cheruscios. Ricos y arrogantes, comerciaban y llevaban noticias desde el Rin hasta el Vístula, desde los cimbros en Jutlandia hasta los quadios a lo largo del Danubio. Floris había decidido que ella y Everard no podían limitarse a acercarse cabalgando, diciendo ser viajeros con problemas venidos de alguna otra parte. Eso era posible en los años setenta y sesenta, entre gente de la frontera occidental enfrentada a Roma —ya fuese hostil, servil o pacíficamente— más que con los orientales. Allí el riesgo de cometer un error sería demasiado grande.

Pero aquí y ahora se encontraba Edh, durante una estancia de dos años. Allí era donde podría encontrarse la siguiente clave de su origen, así como una oportunidad de observar con mayor profundidad su efecto sobre la gente con la que se cruzaba.

Por suerte, aunque con lógica, había un etnógrafo residente, como fuera Floris entre los frisios. La Patrulla también quería una muestra de la Europa central durante el siglo I, y aquél era mejor sitio que muchos.

Jens Ulstrup se había establecido una docena de años antes. Contó que se llamaba Domar, de lo que se convertiría en la zona noruega de Bergen, virtualmente tierra incógnita para los longobardos atados a la tierra. Un problema familiar lo llevó al exilio. Tomó pasaje a Jutlandia; los escandinavos del sur ya habían desarrollado naves muy grandes. Desde allí había vagado como podía, siempre bien recibido por sus canciones y poesías. Como era costumbre, el rey recompensó algunos versos halagadores con oro y una invitación a quedarse. Domar invirtió en bienes de comercio, amasó fortuna con rapidez y, a su debido tiempo, había adquirido una hacienda propia. Tanto sus intereses mercantiles como su curiosidad por el mundo, natural en un poeta, explicaban sus frecuentes y largas ausencias. Muchos de sus viajes eran realmente en el territorio contemporáneo, aunque podía acelerarlos con su cronociclo.

Tras caminar hasta un punto donde sabía que no sería observado, llamó a la máquina desde su escondite. Un momento más tarde, pero días antes, se encontraba en el campamento de Everard y Floris. Se habían establecido más al norte, en la franja deshabitada —en americano, la zona desmilitarizada— entre longobardos y chaucianos.

Desde un acantilado oculto por árboles, miraban al río. Fluía ancho por entre orillas profundamente verdes; las cañas se agitaban, las ranas croaban, los peces saltaban plateados, las aves acuáticas volaban en millares tumultuosos; de vez en cuando los hombres llevaban un bote a los largo de la orilla opuesta, suarinianos.

—Seremos poco en la vida del país —dijo Floris—, no exactamente como espíritus sin cuerpo pasando de largo.

Se pusieron en pie al aparecer Ulstrup. Era una hombre esbelto de pelo rubio, de aspecto tan bárbaro como ellos. Eso no significaba que llevara faldas de piel de oso. Su camisa, abrigo y pantalones eran de una tela bien tejida, de exquisito diseño y buen corte. El joyero que había fabricado su broche no se atenía a los cánones helénicos, pero era un artista. Llevaba el pelo peinado y atado al lado derecho. El bigote estaba recortado y, si no iba del todo bien afeitado, era porque las hojas no tenían la calidad de una Gillette.

—¿Qué has descubierto? exclamó Floris.

La sonrisa de Ulstrup demostró lo cansado que estaba.

—Llevará un rato contarlo —contestó.

—Dale un respiro —dijo Everard—. Toma, siéntate. —Le señaló un tronco mohoso—. ¿Quieres un poco de café? Puedes oler que es recién hecho.

—Café —canturreó Ulstrup—. A menudo lo bebo en sueños.

Es extraño —pensó Everard momentáneamente—, que los tres estemos usando inglés del siglo XX. Pero no. Él también viene de allí, ¿no? Durante un tiempo, el inglés realizará el mismo papel que el latín hoy. No por mucho tiempo.

Hablaron un poco antes de que Ulstrup pasase a lo serio. Su mirada se fijó en los otros dos como un animal podría mirar desde una trampa. Habló con cuidado.

—Sí, creo que tenéis razón. Es algo único. Confieso que las posibilidades me dan miedo; no tengo experiencia ni soy experto en realidades variables.

»Como os dije antes, había oído historias de una sibila itinerante, o bruja, o lo que fuese, pero no presté especial atención— Esas cosas son… oh, no comunes en su cultura, pero tampoco extraordinarias. Estaba preocupado por la lucha civil entre los cheruscios y, francamente, me resistía a vuestra petición de que investigase a una extraña. Mis disculpas, agente Floris, agente No asignado Everard. Ahora la he conocido. La he escuchado. He hablado largamente sobre ella con muchos hombres. Mi mujer longobarda me ha contado lo que las mujeres se dicen unas a otras.

»Me contasteis el tremendo impacto que Edh tendrá en las tribus occidentales. Sospecho que no anticipasteis lo poderosa que ya era aquí, o con qué rapidez aumenta su poder. Llegó en un carro primitivo. He oído que los lemovios se lo entregaron después de que llegase hasta ellos a pie. Nos dejará en un carruaje magnífico cuya construcción ha ordenado el rey, tirado por los mejores bueyes. Llegó con cuatro hombres. Se irá con una docena. Podría haber tenido muchos más que ésos (y también mujeres) pero ella los escogió y fijó el límite con inteligencia práctica. Creo que eso fue por consejo del Heidhin que describisteis… No importa. He visto a orgullosos jóvenes guerreros rogar abandonarlo todo y seguirla como sirvientes. He visto cómo sus labios temblaban y sus ojos parpadeaban con fuerza cuando ella les dijo que no.

—¿Cómo lo hace? —susurró Everard.

—Construye un mito —dijo Floris—. ¿Es cierto?

Sorprendido, Ulstrup asintió.

—¿Cómo lo supisteis?

—La oí en el futuro, y sé bien lo que podría influir en los frisios. No pueden ser muy diferentes a estos orientales.

—No. Quizá una diferencia comparable a la que hay entre holandeses y alemanes de nuestra época. Claro está, Edh no está predicando el evangelio de una religión completamente nueva. Eso queda fuera de la mentalidad pagana. De hecho, imagino que sus ideas evolucionan sobre la marcha. Ni siquiera está añadiendo una nueva deidad. Su diosa es conocida en la mayoría del territorio germano. Su nombre local es Naerdha. Ese ser más o menos idéntico a la Nertho cuyo culto describió Tácito. ¿Lo recuerdan?

Everard asintió. En Germania hablaba de un carro de bueyes cubierto que cada año llevaba una imagen en procesión por la tierra. Era una época en que se dejaba de lado la guerra, tiempo de regocijo y ritos de fertilidad. Después de que la diosa regresase a su arboleda, el ídolo era llevado a un lago oculto y lavado por esclavos, que inmediatamente después se ahogaban. Nadie preguntaba: «¿Qué imagen es esa que sólo pueden ver los ojos de los que van a morir?»

—Bastante sombrío —dijo Everard. Los neopaganos de su entorno de origen no la incluían en sus cuentos de hadas de un matriarcado prehistórico en el que todo el mundo era amable.

—Llevan una vida bastante sombría —señaló Floris.

El estudioso en Ulstrup tomó el control.

—Claramente es una figura de un panteón telúrico aborigen, los Wanes o Vanir —dijo—. Se originó antes de que los indoeuropeos llegasen a estas tierras. Ellos trajeron a sus característicos, belicosos y masculinos dioses del cielo, los Anses o Aesir. Lejanos recuerdos del conflicto entre las culturas sobreviven en los mitos de una guerra entre dos razas divinas, que finalmente se resolvió por medio de negociaciones y matrimonios mixtos. Nertho, Naerdha, es todavía mujer. Siglos después se convertirá en hombre, el dios Njordh de las Eddas, el padre de Freyja y Frey, que todavía es su esposo. Njordh será dios del mar, al igual que Nertho está asociada con el mar, aunque es también una deidad agrícola.

Floris tocó el brazo de Everard.

—De pronto pareces desolado —murmuró.

Se agitó.

—Lo siento. Divagaba. Recordaba un episodio que no ha sucedido aún, entre los godos. Implica a sus dioses. Pero eso no fue más que un remolino menor en la corriente temporal, fácil de corregir exceptuando a la persona implicada. Esto es diferente. No sé cómo lo es, pero lo siento en el fondo del corazón.

Floris se volvió hacia Ulstrup.

—¿Qué predica Edh? —le preguntó.

Él se estremeció.

—«Predicar.» Qué palabra tan horripilante. Los paganos no predican, al menos los germanos paganos no lo hacen, y en estos momentos el cristianismo no es más que una herejía judía perseguida. No, Edh no niega a Wotan ni al resto. Simplemente cuenta nuevas historias sobre Naerdha y los poderes de Naerdha. Pero no hay nada simple en lo que implican. Y… por su intensidad y elocuencia, sí, es justo decir que da sermones. Estas tribus nunca han conocido nada así. No están… inmunizadas. Es por eso que tantos de ellos se convertirán con facilidad al cristianismo cuando los misioneros lleguen aquí. —Como a la defensiva, el tono se hizo más seco—. Eso sí, también habrá razones políticas y económicas para la conversión, lo que sin duda decide la situación en la mayoría de los casos. Edh no ofrece nada así, a menos que tengas en cuenta el odio a Roma y las profecías de su caída.

Everard se rozó la barbilla.

—Entonces ha inventado el sermón y el fervor religioso de forma independiente —dijo—. ¿Cómo? ¿Por qué?

—Debemos descubrirlo —respondió Floris.

—¿Cuáles son esos nuevos mitos? —preguntó Everard.

Ulstrup frunció el ceño.

—Me llevaría mucho tiempo contaros todo lo que he descubierto. Y es rudimentario, no un perfecto sistema teológico, comprended. Y dudo haberlo oído todo, escuchándola a ella o de segunda mano. Ciertamente no he descubierto lo que desarrollará con el paso del tiempo.

»Pero… bien, no lo dice directamente, quizá ni ella sea consciente, pero está convirtiendo a su diosa en un ser al menos tan poderoso, tan… cósmico… como cualquier otro dios. Naerdha no está exactamente usurpando la autoridad de Wotan sobre los muertos, pero ella también los recibe en su casa, ella también los dirige en cacerías por el cielo. Se está convirtiendo en una deidad de la guerra tan importante como Tiwaz, y la destructora profética de Roma. Como Thonar, tiene control sobre las fuerzas elementales, el clima, la tormenta, junto con los mares, los ríos, lagos, toda el agua. Suya es la luna…

—Hécate —murmuró Everard.

—Pero conserva su antigua precedencia sobre la concepción y el nacimiento. —Ulstrup concluyó—: Las mujeres que mueren de parto van directamente a ella, como los guerreros caídos al Odín de las Eddas.

—Eso debe de atraer a las mujeres —dijo Floris.

—Así es, así es —admitió Ulstrup—. No es que tengan una fe separada. Los cultos mistéricos y las sectas son desconocidos para los germanos, pero aquí hay una devoción especial para ellos.

Everard paseaba de un lado a otro en la cañada. Se golpeaba la palma con el puño.

—Sí —dijo—. Eso fue importante para el éxito del cristianismo, tanto en el sur como en el norte. Tenía más que ofrecer a las mujeres que el paganismo, incluso la Magna Mater. Podrían no convertir a sus maridos, pero seguro que influirían en sus hijos.

—Los hombres también pueden tener visiones. —Ulstrup miró a Floris—. ¿Ves las mismas posibilidades que yo?

—Sí —contestó ella, no del todo firme—. Podría pasar. Tácito… En la segunda versión Veleda regresó a la Germania libre, después del aplastamiento de Civilis, llevando su mensaje, y una nueva religión se extendió entre los bárbaros… podría crecer y desarrollarse después de su muerte. No tendría competencia. Oh, no se volvería monoteísta ni nada parecido. Pero su diosa sería una figura suprema, alrededor de la cual todos se reunirían. Ella le daría al pueblo tanta espiritualidad como podría darle el Cristo. Muy pocos se unirían a la Iglesia.

—Menos aún si careciesen de razones políticas —añadió Everard—. Observé el proceso en la Escandinavia vikinga. El bautismo era el billete de admisión a la civilización, con todas su ventajas culturales y comerciales. Pero un Imperio romano occidental en ruina no será tan atractivo y Bizancio está demasiado lejos.

—Cierto —dijo Ulstrup—. Es concebible que la fe de Nertho se pudiese convertir en la semilla y el núcleo de una civilización germánica, no barbarismo, sino una civilización, no importa cuán turbulenta, con la riqueza interior para resistir al cristianismo, como hará la Persia de Zaratustra. Aquí ya no son habitantes de los bosques. Saben que el mundo exterior existe y se relacionan con él. Cuando los longobardos intervinieron en las luchas dinásticas de los cheruscios, fue para restaurar a un rey que había sido depuesto por haber crecido en Roma y haber sido enviado a petición de Roma. No es que los longobardos estén domesticados; fue una maniobra maquiavélica. El comercio con el sur aumenta año a año. Las naves romanas o galorromanas en ocasiones llegan incluso a Escandinavia. Los arqueólogos de nuestra época hablarán de una Edad del Hierro romana, seguida de una Edad de Hierro germana. Sí, estos bárbaros están aprendiendo. Han asimilado lo que les resulta útil. No se sigue que ellos mismos deban ser asimilados.

Bajó la voz.

—Claro está, si no son asimilados, el futuro será diferente. Nuestro siglo xx no habrá existido nunca.

—Eso es lo que intentamos evitar —dijo Everard con dureza.

Se hizo el silencio. El viento ululaba, las hojas se agitaban, la luz del sol saltaba en la corriente alborotada. La paz hacía que el paisaje pareciese irreal.

—Pero debemos descubrir cómo empezó esta desviación, antes de poder hacer nada —siguió diciendo Everard—. ¿Descubriste de dónde vino Veleda?

—Me temo que no —confesó Ulstrup—. Pobres comunicaciones, grandes extensiones deshabitadas… y Edh no habla sobre su pasado, ni tampoco su socio Heidhin. Puede que se sienta más cómodo contigo dentro de veintiún años, cuando te mencione a los alvaringos, sean quiénes sean. Incluso entonces, creo, será peligroso preguntar por los detalles. En este momento, tanto él como ella son totalmente reticentes a hablar.

»Sin embargo, oí que apareció por primera vez entre los rugios en el litoral báltico, hace cinco o seis años, por lo que puedo determinar de las vagas informaciones. Dicen que vino por barco, como es propio de la profetisa de una deidad marina. Eso y su acento me sugieren un origen escandinavo. Siento no poder hacerlo mejor.

—Servirá —contestó Everard—. Lo has hecho bien, compañero. Con paciencia e instrumentos, quizá preguntando en tierra de vez en cuando, descubriremos el lugar y el momento de su llegada.

—Y entonces… —Floris dejó de hablar. Miró más allá del río y del bosque, al noreste, hacia una costa invisible.

12

43 D.C.

La playa se extendía de izquierda a derecha, la arena elevándose en dunas donde crecía una hierba gruesa, hasta que la neblina nublaba la vista. Algas, conchas, espinas de pescado y huesos de pájaros yacían esparcidos en la zona más oscura por debajo de la línea de la marea alta. Una pocas gaviotas volaban al viento, que soplaba salvaje, helado. El frío tenía una regusto a sal, tenía el olor de las profundidades. Las olas rompían bajas contra la orilla, se retiraban, volvían a chocar un poco más alto. Más allá rompían con fuerza, resonando huecas, cubiertas de blanco sobre un gris acero en un horizonte que igualmente se perdía en el cielo. Presionaba contra el mundo, aquel cielo, tan incoloro como el mar. Por debajo, las nubes corrían sucias y harapientas. La lluvia caminaba al oeste.

En el interior, las juncias rodeaban los charcos cuyo tono verde alga era la única nota de color. El bosque se alzaba en la distancia. Un arroyo rompía el pantanal hasta la playa. Sin duda los habitantes lo usaban para mover cualquier bote que poseyesen. Sus casas estaban a más de un kilómetro y medio de la costa, una chozas pobres y encorvadas bajo tejados de césped. Salía humo; aparte de eso, nada más se movía.

La nave trajo una viveza súbita. Era una belleza, larga y esbelta, de buena construcción, la proa y la popa elevándose, sin palos pero conducida con rapidez por treinta remeros. Aunque la pintura roja se había desteñido, la madera seguía siendo sólida. Al canto del timonel, la tripulación la trajo a tierra, los hombres saltaron por la borda y la sacaron del agua.

Everard se acercó. Lo esperaron con precaución comedida. Al acercarse, habían visto que estaba sólo. Se aproximó y apoyó la base de la lanza en el suelo.

—Saludos—dijo.

Un tipo grande y lleno de cicatrices que debía de ser el capitán le preguntó:

—¿Eres de esas casas?

Su dialecto hubiese sido difícil de entender si Everard y Floris no hubiesen recibido improntas. (De una lengua danesa de cuatrocientos años en el futuro, lo más cercano disponible. Por suerte, las antiguas lenguas nórdicas no cambiaban muy rápido. Sin embargo, los agentes no podían esperar pasar por nativos, ya fuese del hogar de la nave o de aquellas regiones.)

—No, soy un viajero. Me dirigía allí en busca de refugio para la noche, pero os vi y pensé en oír primero vuestro relato. Debería ser mejor que cualquier cosa que puedan contar ellos. Me llamo Maring.

Normalmente el patrullero simplemente hubiese dicho «Everard», que sonaba como un nombre en otras lenguas. Pero lo usaría en el futuro cuando conociese a Heidhin, a quien esperaba fijar este día. No podían permitirse ser reconocidos… otro cambio en la realidad con imprevistas consecuencias. Floris había sugerido ese apodo, realmente del sur de Germania. También había insistido en que llevara una larga peluca rubia y una barba falsa, así como una nariz a lo Jimmy Durante que desviaría la atención del resto de su persona. Considerando cómo se desvanecían los recuerdos con los años, eso bastaría.

Una sonrisa se abrió en el rostro del marino.

—Y yo soy Vagnio, hijo de Thuthevar, de Hairu, en la tierra de los alvaringos. ¿De dónde vienes tú?

—De lejos. —El patrullero señaló con un pulgar al asentamiento—. Se quedan tras sus paredes. ¿Os tienen miedo?

Vagnio se encogió de hombros.

—Podríamos ser saqueadores, por lo que ellos saben. Esto no es un puerto de escala. Es simplemente una recalada…

Everard ya lo sabía. Flotando en los cronociclos, él y Floris habían observado a la nave, una vez que el análisis reveló que, entre todas las que habían observado, llevaba a una mujer. Un salto al futuro les mostró dónde iba a detenerse; un salto de vuelta al pasado los situó cerca. Floris permaneció sobre las nubes. Explicar su presencia hubiese sido demasiado problemático.

—… para pasar la noche —siguió diciendo Vagnio— y llenar por la mañana los toneles de agua. Pero luego nos dirigiremos a Anglii, con productos para un gran mercado que celebran en esta época del año. Si esa gente quiere, pueden venir, en caso contrario los dejaremos en paz. No tienen nada que valga la pena robar.

—¿Ni siquiera ellos mismos, para ser vendido como esclavos? —La pregunta repugnaba a Everard, pero era natural en la época.

—No, se dispersarían en cuanto nos viesen acercarnos, y también sacarán el ganado que tengan. Por esa razón construyeron ahí. —Vagnio entrecerró los ojos—. Debes de ser de tierra para no saber eso.

—Sí, de los marcomannios. —La tribu estaba a una distancia segura, más o menos donde caería la Checoslovaquia occidental—. Vosotros sois, ¿de Scania?

—No. Los alvaringos tienen media isla en la costa de Geatisb. Pasa la noche con nosotros, Maring, e intercambiaremos historias… ¿Qué miras?

Los marineros se habían reunido deseosos de oír. En su mayoría eran rubios y altos, por lo que bloqueaban la visión de la nave. Un par de ellos se habían movido inquietos, y pudo ver sin trabas. Un joven delgado acababa de saltar a la playa. Levantó los brazos y ayudó a una mujer. Veleda.

No había confusión. Conozco esa cara, esos ojos en el fondo del océano de su diosa. Pero qué joven era hoy, una adolescente esquelética. El viento agitó las trenzas castañas y arremolinó la falda alrededor de sus talones. En los diez o quince metros que los separaban, Everard pensó que veía… ¿qué? Una mirada que buscaba algo más allá de aquel lugar, labios que de pronto se estremecerían y quizá susurrarían, una pena, una pérdida, un sueño. No lo sabía.

Ciertamente no mostraba por él ningún interés, al contrario de lo que había esperado. Se preguntó si siquiera le había mirado. El rostro pálido se apartó. Habló brevemente con su compañero de pelo oscuro. Se alejaron juntos por la playa.

—Ah, ella. —Dedujo Vagnio. Le tocó la inquietud—. Una pareja extraña.

—¿Quiénes son? —preguntó Everard. Ésa también era una pregunta natural, cuando eran muy pocas las mujeres que atravesaban el mar sin ser cautivas. Con el tiempo, los invasores de las costas frisias y jutas traerían a su familias hasta Bretaña, pero eso no sucedería hasta unos siglos después.

A menos que las mujeres escandinavas usasen barcos en esa fecha tan temprana. No tenía esa información. Esas tierras en esos años se habían estudiado poco. No había parecido que representasen ningún problema para el mundo hasta la Völkerwanderung. Sorpresa, sorpresa.

—Edh, hija de Hlavagast y Heidhin, hijo de Viduhada —dijo Vagnio. Everard notó que la había nombrado a ella primero—. Compraron pasaje, pero no para comerciar junto con nosotros. Es más, ella no busca un mercado, sino que quiere que los dejemos, a los dos, en algún sitio. Todavía no ha dicho dónde.

—Mejor será prepararse para la noche, capitán —gruñó un hombre. Los otros lanzaron un murmullo de acuerdo. La oscuridad tardaría horas en llegar y no era probable que empezase a llover. Prefieren no hablar de ella —comprendió Everard—. Vagnio asintió con rapidez. No tienen nada contra ella, estoy seguro, pero ella es, sí, extraña.

Everard se ofreció a ayudar con los preparativos. Con amabilidad brusca, porque un invitado era sagrado, el capitán expresó dudas de que alguien de secano pudiese agilizar los preparativos. Everard se alejó hacia donde Edh y Heidhin habían ido.

Los vio detenerse muy por delante de él. Parecían discutir. Ella realizó un gesto extrañamente imperioso para alguien tan pequeño. Heidhin se dio la vuelta y regresó a grandes zancadas. Edh siguió adelante.

—Ésta podría ser mi oportunidad —subvocalizó Everard—. Veré si puedo entablar conversación con el muchacho.

—Ten cuidado —contestó Floris—. Creo que está molesto.

—Sí. Pero tengo que intentarlo, ¿no?

Era la razón de aquel encuentro, en lugar de simplemente seguir la nave por el agua hacia atrás en el tiempo. No se atrevían a entrar a ciegas en lo que podría ser la fuente de la inestabilidad, el oscuro y fácilmente anulado suceso del que podría surgir todo un futuro. Allí, o eso esperaban, tenían la oportunidad de aprender algo de antemano con riesgo mínimo.

Heidhin se detuvo de golpe, con el ceño fruncido, frente al extranjero. También era un adolescente, quizá un año o dos mayor que Edh. En ese entorno eso lo convertía en adulto, pero todavía era larguirucho, sin haberse llenado del todo, el rostro anguloso oscurecido por poco mas que pelusa. Vestía wadmanl de lana, perfumado en el aire húmedo, y botas manchadas de sal. Al costado le colgaba una espada.

—Saludos —dijo Everard con amabilidad. Eso, en apariencia. Por dentro tenía sudores fríos.

—Saludos —gruñó Heidhin. La hosquedad se hubiese considerado apropiada en la América del siglo xx. Aquí significaba muchos problemas—. ¿Qué quieres? —Hizo una pausa antes de añadir con brusquedad—: No sigas a la mujer. Quiere estar sola.

—¿Está segura aquí? —preguntó Everard: otra pregunta natural.

—No irá muy lejos, y regresará antes de anochecer. Además… —Una vez más se calló. Parecía estar luchando consigo mismo. Everard supuso que el deseo juvenil de ser importante y misterioso derrotó a la discreción. Sin embargo, escuchó palabras de una sinceridad casi horripilante—. Los que la ofendan sufrirán algo peor que la muerte. Es la elegida de una diosa.

¿Realmente el viento soplaba de pronto con más intensidad?

—Entonces, ¿la conoces bien?

—Yo… viajo a su lado.

—¿Desde dónde?

—¿Por qué quieres saberlo? —estalló Heidhin—. ¡Déjame en paz!

—Tranquilo, amigo, tranquilo —dijo Everard. Le ayudaba el hecho de ser grande y maduro—. Me limito a preguntar. Soy extranjero. Con gusto oiría más sobre… Edh, ¿la llamó así el capitán? Y tú Heidhin, creo.

Despertó la curiosidad. El muchacho se relajó un poco.

—¿Qué hay de ti? Nos lo preguntábamos al acercarnos.

—Soy un viajero. Maring de los marcomannios, una gente de la que es posible que no hayas oído hablar nunca. Esta noche ofreceré in¡ relato.

—¿Adónde te diriges?

—A donde me lleve mi suerte.

Heidhin permaneció inmóvil por un momento. Las olas rompieron. Una gaviota chilló.

—¿Podrías ser un enviado? —dijo.

A Everard se le disparó el pulso. Se esforzó en hablar como si tal cosa.

—¿Quién iba a enviarme y por qué?

—Entiende —le soltó Heidhin—, Edh va a donde Niaerdh le indica, en los sueños o por medio de portentos. Ahora ha pensado que es aquí donde deberíamos abandonar la nave e ir a tierra. Intenté decirle que ésta es una región pobre, de población muy dispersa, incluso con criminales en libertad. Pero ella… —Tragó saliva. Se suponía que la diosa la protegía. La fe luchó con el sentido común y encontró un punto medio—. Si viene con nosotros un segundo guerrero…

—¡Oh, maravilloso! —cantó la voz de Floris.

—No sé lo bien que puedo actuar como alguien marcado por el destino —le advirtió Everard.

—Al menos podrás hablar con él.

—Lo intentaré.

A Heidhin:

—Eso es una novedad para mí, compréndelo. Pero podemos hablar sobre ello. Ahora mismo no tengo nada que hacer, ¿y tú? Vamos, paseemos un poco mientras me hablas de ti y de Edh.

El muchacho lo miró cabizbajo. Se mordió el labio, se puso rojo, luego blanco, rojo de nuevo.

—Es más difícil de lo que crees —dijo.

—Pero debo saber, ¿no?, antes de comprometer mi fe. —Everard palmeó el hombro encorvado que tenía delante—. Tómate tu tiempo, pero cuéntamelo todo.

—Edh… ella debería… ella decidirá…

—¿Qué tiene ella que hace que tú, un hombre, esté pendiente de sus palabras? —Muéstrate muy respetuoso—. ¿Es una adivina, una muchacha a la que adorar? Eso sería extraordinario.

Heidbin levantó la vista. Se estremeció.

—Sí, es eso y más que eso. La diosa vino a ella y, ahora que pertenece a Niaerdh, extenderá la furia de Niaerdh por el mundo.

—¿Qué? ¿Y con quién está enfadada la diosa?

—¡Con el pueblo de Romaburh!

—¿Por qué? ¿Qué mal han hecho? En este lugar tan lejano.

—Ellos… ellos… No, es demasiado sagrado para contarlo. Espera a conocerla. Ella te hará tan sabio como considere oportuno.

—Eso es pedirme demasiado —protestó compresiblemente Everard, como habría hecho un vagabundo de mente práctica—. No dices nada de lo que sucedió antes, nada acerca de dónde venís, aunque me harías defender con mi vida a una doncella que provocaría la lujuria de cualquier saqueador, la avaricia de cualquier esclavo…

Heidhin gritó. Desenvainó con rapidez la espada.

—¡Cómo te atreves! —La hoja atacó.

Los reflejos salvaron a Everard. Interpuso la lanza con suficiente rapidez para bloquearla. El hierro se hundió con fuerza. El fresno seco no se rompió. Heidhin volvió a levantar la hoja. Everard agitó su arma. No debo matarlo, está vivo en el futuro, y, además,—no es más que un niño… El impacto hizo un ruido sordo. El golpe en la cabeza debía de haber dejado aturdido a Heidhin, si no, se hubiese roto el mango. En realidad, él se tambaleó.

—¡Contente, patán asesino! —rugió Everard. La alarma y la rabia resonaban en su cráneo. ¿Qué demonios pasa?—. ¿Quieres hombre para tu chica o no?

Aullando, Heidhin saltó hacia él. Esa finta era débil, fácil de evitar. Everard dejó caer la lanza, se acercó, agarró la túnica, asió el cuerpo en movimiento por las caderas y lanzó a Heidhin a dos metros de distancia.

El joven se puso en pie. Buscó el cuchillo al cinto. Hay que acabar con esto. Everard le dio un golpe de kárate en el plexo solar. No muy fuerte. Heidhin se dobló y cayó al suelo, luchando por respirar. Everard se agachó para asegurarse de que no había daños serios, vómitos o algo así.

Wat drommel… ¿Qué es eso? —gritó Floris, consternada.

Everard se puso en pie.

—No lo sé —contestó con sinceridad—, excepto que de alguna forma, en mi ignorancia, he tocado el punto sensible y equivocado. Debe de haber estado muy nervioso, quizá ha pasado días y semanas de preocupación. Recuerda que es muy joven. Algo que he dicho o hecho le ha provocado un ataque de histeria. En esta cultura, ya sabes, entre los hombres, eso suele desembocar en ansia asesina.

—Supongo que no… podrás… arreglar la situación.

—No. Especialmente teniendo en cuenta lo precario que es todo este asunto. —Everard miró a lo largo de la playa. Edh era un diminuto punto de oscuridad, medio perdido en la neblina del mar en la que se internaba. Envuelta en sus sueños, o sus pesadillas, o lo que fuesen, no se había enterado de la pelea—. Mejor que me vaya. Los marineros aceptarán que estoy desconcertado, cierto, ¿no?, pero sin deseos de cortarle la garganta a Heidhin mientras esté indefenso, o darle a él la oportunidad de cortármela más tarde, o molestarme en negociar una reconciliación. Diré que para mí él no es nada, y me iré.

Cogió la lanza, como habría hecho Maring, y se dirigió hacia la nave. Se sentirán decepcionados —pensó con sorna—. Los cotilleos de tierras lejanas son un raro tesoro. Bien, así no tendré que contar esa enrevesada historia que nos inventamos.

—Entonces bien podemos ir directamente a Öland —dijo Floris, en tono igualmente desabrido.

—¿Adónde?

—El hogar de Edh. El capitán lo identificó sin error. Es una larga y estrecha isla en la costa báltica de Suecia. La ciudad de Kalmar se construirá al lado opuesto. Estuve allí una vez de vacaciones. —La voz se hizo nostálgica—. Fue, será, bastante encantadora. Viejos molinos de viento por todas partes, viejos túmulos, villas acurrucadas y, a cada extremo, un faro mirando a un mar por el que flotan los barcos de vela… Pero eso será entonces.

—Parece un lugar que visitaría para visitarme a mí mismo —dijo Everard—. Entonces.

Quizá. Depende de los recuerdos que me lleve de él ahora, mil novecientos años en el pasado. Caminó con dificultad por la playa.

13

El hijo de Hlavagast Unvod era rey de los alvaringos. Su esposa era Godhahild. Vivían en Laikian, el mayor asentamiento de su tribu, más de una veintena de casas tras un muro de piedra. A su alrededor no había mas que brezo, allí sólo podían vivir las ovejas. Tampoco nadie podía atacar sin ser visto desde lejos. El camino oriental a la playa era corto, no mucho más largo al oeste, y allí crecía el monte. Al sur no tardaba en haber buena tierra de pasto y cultivo, que seguía durante una buena distancia hasta llegar a su propia playa.

Una vez los alvaringos habían poseído todo Eyn, hasta que los getas llegaron desde la península y, durante muchas generaciones, invadieron la parte norte más rica. Al final los alvaringos pudieron luchar para detenerlos. Muchos entre los getas decían que no valía la pena ocupar el sur; muchos entre los alvaringos decían que el temor de Niaerdh los había detenido. Los alvaringos todavía la adoraban a ella tanto como a los Anses, o más, mientras que los getas sólo le daban a la diosa una vaca en primavera. Pero fuera como fuese, desde entonces ambas tribus habían comerciado más que guerreado.

Las dos tenían hombres que llevaban cargas por el mar para intercambiar, tan lejos como los rugios al sur y los anglos al oeste. Los getas de Eyn también celebraban un mercado anual en el refugio de Kaupavik, que atraía visitantes desde muy lejos. A él, los alvaringos llevaban lana, pescado salado, pieles de foca, grasa de ballena, plumas y plumón, ámbar cuando una tormenta había dejado una reserva en su costa. De vez en cuando, un joven de los suyos se unía a la tripulación de una nave; si vivía, podía regresar a casa con historias de extraños países.

Hlavagast y Godhahild perdieron tres hijos muy pronto. Luego él juró que si Niaerdh salvaba a los que viniesen después, cuando el primero de ellos hubiese cambiado todos sus dientes de leche él le entregaría a un hombre… no a los dos esclavos, normalmente viejos y enfermos, que recibía cuando había bendecido los campos, sino un joven robusto. Nació una niña. Él le puso Edh, Juramento, para recordárselo a la diosa. Los hijos que esperaba la siguieron.

Cuando llegó el momento, llevó una nave y guerreros al otro lado del canal, no para atacar a los getas de la península. Navegó más allá de ellos y cayó sobre el campamento de los skridhfennios. De los cautivos que trajo de vuelta, sacrificó el mejor en la arboleda de Niaerdh. El resto los vendió en Kaupavik. Hlavagast realizó aquella expedición guerrera como excepción, porque era un hombre pacífico y reflexivo.

Quizá por sus comienzos, quizá porque sólo tenía hermanos, Edh creció como una niña callada y retraída. Tenía amigos en el asentamiento, pero ninguno íntimo, y cuando jugaban juntos ella siempre se mantenía apartada. Aprendía sus tareas con rapidez y las ejecutaba con fidelidad, pero era mejor en las que podía realizar sola, como tejer. Rara vez hablaba o reía.

Pero cuando se expresaba con libertad, las chicas la escuchaban. Al cabo de un tiempo, los chicos también lo hicieron, y a veces los adultos: porque sabía inventar historias. Esas historias se hicieron más maravillosas con el paso de los años, y empezó a añadirles versos, casi como un skald. Trataban sobre hombres lejanos, encantadoras doncellas, hechiceros, brujas, animales parlantes, gente del mar, tierras más allá del océano donde cualquier cosa podía suceder. A menudo Niaerdh iba a ellos, como consejera y para rescatarlos. Al principio Hlavagast temió que la diosa pudiese tomárselo a mal; pero no pasó nada malo, así que no se lo prohibió. Después de todo, su hija tenía cierto lazo con ella.

En el asentamiento Edh nunca estaba sola. Nadie lo estaba nunca. Las casas se apretaban contra la muralla. En cada una había establos para las vacas y los caballos que algunos hombres poseían a un lado, camastros al otro. Un telar con contrapeso de piedra se encontraba cerca de la puerta, por la luz, para poder tejer y coser, un banco y una mesa al extremo opuesto, un hogar de barro en el centro. La comida y los utensilios de cocina colgaban de las vigas del techo o se encontraban encima de ellas. Los edificios se abrían a un patio donde cerdos, ovejas, aves de corral y perros demacrados corrían con libertad. La vida se juntaba, hablando, riendo, cantando, llorando, mugiendo, relinchando, gruñendo, balando, cacareando, ladrando. Los cascos resonaban, las ruedas de los carros gemían, el martillo golpeaba el yunque. Tendido en la oscuridad entre paja y piel de oveja, entre los cálidos olores a animales, estiércol, heno, ascuas, se podía oír a un bebé llorar hasta que su madre le daba de mamar, o ella y el padre se buscaban a tientas gruñendo y tomando aire, o del exterior llegaba un ulular a la luna, el sonido de la lluvia cayendo, el soplo del viento, su gemir, su rugir… y ese otro ruido, en alguna parte, ¿un cuervo nocturno, un troll, un muerto salido de su tumba?

Había mucho que una niña podía ver cuando estaba libre; ¡das y venidas, concepción y nacimiento, trabajo duro y feliz diversión, manos habilidosas dando forma a la madera, al hueso, al cuero, al metal, a la piedra, los días sagrados cuando la gente hacía ofrendas a los dioses y lo festejaba… Cuando crecías te llevaban con ellos y te enseñaban el carro que usaba Niaerdh, cubierto para que nadie la viese; llevabas una guirnalda de hojas perennes y arrojabas las flores del año anterior a su paso y le cantabas con tu voz aguda; era alegría y renovación, pero también adoración y un silencioso terror subterráneo…

Edh creció. Poco a poco le asignaron nuevas tareas que la llevaron más y más lejos. Recogía ramitas secas para el fuego, hierbas y rubia para tintes, bayas y flores de temporada. Más tarde iba con un grupo al bosque a recolectar frutos secos y a la playa en busca de conchas. Más tarde aun, primero con un cesto y un año o dos después con una hoz, ayudó a cosechar los campos del sur. Los muchachos pastoreaban el ganado, pero a menudo las chicas les llevaban comida y podían pasar juntos la mayor parte de un largo, largo día de verano. Aparte de esos breves pero agitados momentos del año, la gente rara vez tenía razón para apresurarse. Tampoco temían otra cosa que a la enfermedad, la magia venenosa, los seres nocturnos y la furia de los dioses. No había ni osos ni lobos en Eyn, y ningún enemigo había llegado desde que se tenía memoria hasta aquella pobre región.

Por tanto, cada vez con mayor frecuencia a medida que pasaba de niña a doncella, Edh podía alejarse a solas más allá del brezal, hasta que su estado de ánimo cambiaba. Normalmente acababa cerca del mar, y allí podía sentarse, perdida en el paisaje, hasta que las sombras y la brisa le tiraban de las mangas para indicarle que era hora de volver a casa. Desde las cumbres de piedra caliza de la costa occidental miraba hacia el continente oscurecido por la distancia; desde el este arenoso sólo veía agua. Era suficiente. En cualquier clima era suficiente. Las olas danzaban más azules que el cielo, con blancas manchas de espuma en los hombros, sobrevoladas por una tormenta de nieve en forma de gaviotas. Se abatían con fuerza, grises y verdes, sus crines al viento, y el ritmo de su galope atravesaba la tierra para meterse en los huesos. Se elevaban, golpeaban, bramaban, llenaban el aire de espuma. Construían un camino fundido desde ella hasta el sol bajo, marcaban la lluvia que caía y le devolvían su sonido, se escondían en la niebla y susurraban invisibles sobre cosas que nadie veía. Niaerdh estaba en ellas con temor y bendición. Suyos eran las algas y el ámbar que miraba al cielo, de ella los peces, las aves, las focas, las grandes ballenas y los barcos. Suyo era el despertar del mundo cuando venía a tierra con su Frae, porque su mar lo abrazaba, lo protegía, lloraba su muerte en invierno y le devolvía la vida en primavera. Muy pequeña entre esas cosas, suya era la niña que había conservado en este mundo.

Así se acercó Edh a la vida adulta, una niña alta, tímida y ligeramente torpe con el don de la palabra cuando decidía hablar de cosas diferentes a la vida ordinaria. Pensaba mucho en ellas, y pasaba mucho tiempo soñando despierta, y cuando estaba sola podía echarse a llorar sin saber exactamente por qué. Nadie la rechazaba pero tampoco nadie la buscaba, porque había dejado de compartir las historias que inventaba y bahía algo ligeramente extraño en la hija de Hlavagast. Eso fue aún más cierto cuando tras morir su madre él tomó una nueva esposa. Las dos no se llevaban bien. La gente murmuraba que Edh se sentaba a menudo junto a la tumba de Godhabíld.

Entonces, un día, un joven de la aldea la vio pasar a su lado. El viento soplaba fuerte y su pelo suelto se agitaba lleno de luz de sol. Él, que nunca había temido a nada, sintió que se le helaba la garganta y el corazón se le agitaba en el pecho. Pasó mucho tiempo antes de que pudiese dirigirle la palabra. Ella bajó los ojos y el muchacho apenas oyó su respuesta. Pero al cabo de cierto tiempo aprendieron a sentirse más cómodos.

Aquél era Heidhin, hijo de Viduhada. Era un muchacho esbelto, de pelo oscuro, falto de alegría pero agudo de ingenio, duro y flexible, bueno con las armas, un líder entre sus compañeros aunque algunos lo odiaban por los aires que se daba. Nadie se metió con él por lo de Edh.

Cuando vieron cómo iban las cosas, Hlavagast y Viduhada se apartaron para hablar. Estuvieron de acuerdo en que tal unión de sus familias sería bien recibida, pero los esponsales debían esperar. El flujo de Edh apenas había comenzado el año anterior; los jóvenes podrían pelearse y un matrimonio infeliz significaba problemas para todos; esperar y ver, y mientras tanto beber una jarra de cerveza con la esperanza de que todo saliese bien.

Pasó el invierno, la lluvia, la nieve, la oscuridad cavernosa, la noche de terror antes del regreso del sol y el día de fiesta siguiente, cielos iluminados, el deshielo, corderos recién nacidos, ramas con brotes. La primavera trajo hojas y alas en dirección al norte; Niaerdh recorría la tierra; hombres y mujeres se emparejaban en los campos donde labrarían y sembrarían. El Carro del Sol corría más alto y más despacio, el verde crecía, las grandes tormentas resplandecían sobre el brezal, los arco iris relucían en el mar.

Llegó la época de] mercado en Kaupavik. Los alvaringos reunieron sus mercancías y se prepararon. La noticia fue de casa en casa: ese año había llegado una nave desde más allá de anglos y cimbrios, de la tierra de los mismísimos romanos.

Nadie sabía mucho de Romaburh. Se encontraba en algún remoto lugar del sur. Pero sus guerreros eran como langostas, que habían comido tierra tras tierra, y cosas preciosas venían de esas regiones: recipientes de vidrio y plata, discos de metal con rostros, diminutas figuras que parecían increíblemente vivas. El tráfico debía de estar reforzándose, porque cada vez llegaban más de esas cosas hasta Eyn. ¡Ahora, por fin, los comerciantes romanos habían llegado al país de los getas! Los que se quedaron en Laikian miraron con envidia a los que se fueron.

Como tenían poco trabajo que hacer, se consolaron con la inactividad. Ningún signo de maldad marcaba el día una semana después, cuando Edh y Heidbin se dirigieron al oeste, hacia la orilla.

El brezal era alto. No se veía una alma cuando hubieron dejado atrás la aldea en el terreno llano y sin árboles, así que la mayor parte del mundo era cielo. Las nubes se alzaban vertiginosamente altas, asombrosamente blancas sobre un azul sin límites. Del cielo caían luz y calor como lluvia. Las amapolas relucían rojas, las aulagas amarillas en medio del brezo oscuro. Cuando se sentaron un rato percibieron el olor de hierba quemada; las abejas zumbaban en un silencio por el que se deslizaban a la tierra las canciones de las alondras; luego las alas se agitaron, un urogallo pasó bajo, se miraron el uno al otro a los o¡ os y se rieron de su asombro. Caminando, iban de la mano, sólo eso, porque el suyo era un pueblo casto y él se sentía guardián de una santidad sagrada.

En su camino esquivaron los acantilados que se extendían al norte de las granjas y anduvieron por el bosque hasta la playa. Salpicada de florecillas, la hierba crecía casi hasta el borde del agua. Las olas acariciaban las piedras que hacía tiempo se habían vuelto suaves. Más lejos relucían y lanzaban reflejos. Al otro lado del canal, el continente se veía en el horizonte. Más cerca, los cormoranes, sobre una roca, se secaban las alas con la brisa. Pasó volando una cigüeña, portadora blanca de la suerte y la fertilidad.

Heidhin contuvo el aliento. Su dedo saltó para señalar.

—¡Mira! —gritó.

Edh entrecerró los ojos para mirar al norte contra el resplandor. Le falló la voz:

—¿Qué es?

—Un barco —dijo él—, que viene hacia aquí. Un gran, gran barco.

—No, no puede ser. Esa cosa que tiene encima…

—He oído hablar de eso. Los hombres que han estado fuera en ocasiones las han visto. Atrapan el viento y empujan el casco. ¡Ésa es la nave romana, Edh, tiene que serlo, que viene de Kaupavik, y hemos llegado justo a tiempo para verla!

Hipnotizados, miraron, olvidando todo lo demás. El barco se movía rápido. Ciertamente era una maravilla. Negro, ribeteado de oro, no era mayor que la mayor de las naves del norte, pero mucho más ancha, de fondo redondeado para contener cargas increíbles de tesoros. Tenía cubierta, con los hombres situados sobre la bodega. Parecían un enjambre, suficientes para luchar contra los piratas. La proa se curvaba grandiosa y se alzaba, mientras que la talla del un gigantesco cuello de cisne se levantaba a popa. Entre ambos extremos descansaba una casa de madera. Ningún remo impulsaba la nave. En un poste con un travesaño se hinchaba un trapo tan ancho como la viga que lo sostenía. Se movía en silencio, una onda al frente y una estela detrás.

—Seguro que Niaerdh los ama —dijo Edh.

—Ahora puedo comprender por qué dominan medio mundo —dijo Heidhin estremeciéndose—. ¿Quién podría oponerse a ellos?

La nave cambió de rumbo, acercándose a la isla. El joven y la doncella vieron cómo los marineros los miraban. Un saludo llegó débilmente a sus oídos.

—Vaya, creo que nos miran a nosotros —dijo Edh entrecortadamente—. ¿Qué querrán?

—Quizá… quieran que me una a ellos —dijo Heidhin—. He oído de los viajeros de las partes orientales que los romanos aceptan a los miembros de las tribus en sus ejércitos. Si les faltan hombres por enfermedad o algo así.

Edh lo miró dolida.

—¿Te irías con ellos?

—¡No, nunca! —Ella cerró los dedos con fuerza alrededor de los del joven. Él le devolvió el apretón—. Pero escuchemos lo que tienen que decir, si llegan a tierra. Podrían querer otra cosa y pagarnos bien por nuestra ayuda. —Sentía el pulso en la garganta.

La maroma restalló. Aquello que bajó por su extremo debía de ser un ancla, porque no era una piedra sino un garfio. Un bote seguía la nave tirado por otra maroma. Los marineros tiraron de ella y desplegaron una escala, descendieron y se sentaron en los bancos. Sus compañeros les pasaron los remos. Uno se puso en pie y agitó una tela bonita que llevaba.

—Sonríe y nos hace señas —dijo Heidhin—. Sí, tienen un deseo que esperan que podamos cumplir.

—Qué tela más hermosa —murmuró Edh—. Creo que Niaerdh la viste cuando visita a los otros dioses.

—Quizá sea nuestra antes de la puesta de sol.

—Oh, no me atrevería a pedirla.

—¡Eh, allá! —gritó un hombre desde el bote. Era el mayor y de pelo más claro, sin duda un intérprete nacido en Germania. Los demás pertenecían a diversas razas, algunos de piel blanca, otros más morenos que Heidhin. Pero, por supuesto, los romanos podían elegir entre muchos tipos distintos de gente. Todos llevaban túnicas hasta las rodillas sobre las piernas desnudas. Edh enrojeció y apartó la vista de la nave, donde la mayoría iban desnudos.

—No temáis —gritó el germano—. Nos gustaría negociar con vosotros.

Heidhin también se puso rojo.

—Un alvaringo no conoce el miedo —gritó. Al fallarle la voz se puso aún más rojo.

Los romanos se acercaron remando. Los dos de la costa esperaron, con la sangre agolpada en la cabeza. El bote llegó a tierra. El de la capa los llevó a la playa. Sonreía y sonreía.

Heidhin agarró con fuerza su lanza.

—Edh —dijo—. No me gusta su aspecto. Creo que será mejor que nos mantengamos alejados…

Era demasiado tarde. El líder gritó una orden. Sus seguidores corrieron. Antes de que Heidhin pudiese levantar su arma, otras manos la agarraron. Un hombre se adelantó detrás de él y le agarró los brazos en una llave de lucha. Se resistió, chillando. Un palo corto, al que no había prestado atención —la banda iba desarmada a no ser por los cuchillos— le dio en el cogote. Fue un golpe certero, para aturdirlo sin hacerle daño. Dejó de resistirse y lo ataron.

Edh se había dado la vuelta para correr. Un marinero la agarró por el pelo. Dos más se acercaron. La tiraron sobre la hierba. Ella gritaba y daba patadas. Otro par le agarró los tobillos. El líder se arrodilló entre las piernas abiertas. Sonrió. Le caía la baba por la comisura de la boca. Le levantó la falda.

—Trolls, mierdas de perro, os mataré —gritaba Heidhin con debilidad, por entre el dolor que le martilleaba el cráneo—. Juro por todos los dioses de la guerra, que vuestra raza jamás tendrá paz conmigo. Vuestra Romaburh arderá…

Nadie lo escuchaba. Donde Edh yacía atrapada, el acto seguía y seguía.

14

43 D.C.

Fue fácil seguir el viaje de Vagnio desde su partida de Öland. Con habilidad y persistencia, fue posible descubrir que el muchacho y la muchacha habían llegado a su casa desde una aldea situada unos treinta kilómetros al sur. Pero ¿qué había sucedido antes? Eran necesarias algunas preguntas discretas sobre el terreno. Pero primero, Everard y Floris planearon un reconocimiento aéreo durante los meses anteriores. Cuantas más claves tuviesen de antemano, mejor. Vagnio no tenía necesariamente que haberse enterado de un acontecimiento como un asesinato; quizá la familia pudiese ocultarlo. O él y sus hombres podían mantenerlo en secreto frente a un extraño. O Everard podía simplemente no tener la oportunidad de preguntar antes de que las circunstancias lo obligaran a abandonar el campamento de la playa.

Dejando atrás camioneta y caballos, los agentes revolotearon juntos en saltadores separados. Sus plan de búsqueda consistía en una serie de saltos de punto apunto sobre una cuadrícula del espacio-tiempo calculada previamente. Si veían algo inusual, echarían un vistazo más concienzudo durante el tiempo que fuese necesario. El procedimiento no ofrecía garantías, pero era mejor que nada y no tenían una vida infinita que invertir en aquello.

A unos mil quinientos metros por encima de la villa, saltaron de los fuegos del verano a un par de semanas más tarde y permanecieron tras una enorme nube azul. El viento corría penetrante y frío. La vista ofrecía un mar Báltico iluminado por el sol, colinas suecas y bosques al oeste, Öland una mota en el estrecho, con brezo, hierba, madera, rocas, arena… palabras que ningún habitante pronunciaría en los siglos por venir.

Everard activó el escáner a su alrededor. De pronto, se envaró.

—¡Allí! —exclamó al transmisor que llevaba al cuello—. Como a las siete en punto… ¿lo ves?

Floris silbó.

—Sí. Una nave romana, ¿no?, anclada frente a la costa —dijo pensativa—. Es más probable que sea galorromana, de algún puerto como Burdeos o Bolonia, más que del Mediterráneo. Nunca mantuvieron un comercio regular con Escandinavia, pero los hechos hablan de unas cuantas visitas oficiales, y emprendedores ocasionales navegaban hasta Dinamarca y más allá, saltándose la larga cadena de intermediarios. Especialmente por el ámbar.

—Esto podría ser importante. Comprobémoslo. —Everard amplió la imagen.

Floris ya lo había hecho. Soltó un grito.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Everard.

Floris se lanzó hacia abajo. El aire hendido gemía a su espalda.

—¡Detente, loca! —gritó Everard—. ¡Vuelve!

Floris no le hizo caso, no hizo caso a sus oídos a punto de estallar, a nada, sólo a lo que tenía justo delante. Su grito seguía resonando. Podría haber sido el de un halcón, o el de una valquiria furiosa. Everard golpeó los controles con el puño, soltó una maldición e, inexorable, aunque no indefenso, la siguió a menor velocidad. Se detuvo a unos treinta metros de altura, manteniendo el sol a la espalda.

Los hombres, reunidos para contemplar el espectáculo o esperar su turno, lo oyeron. Levantaron la vista y vieron un caballo de la muerte que se abalanzaba sobre ellos. Gimieron y corrieron en todas direcciones. El que estaba sobre la chica la soltó, se puso de rodillas y sacó el cuchillo. Quizá pretendía matarla, quizá sólo fuese un reflejo defensivo. No importaba. Un rayo de energía color zafiro le golpeó la boca. Cayó a sus pies. De un agujero en la base del cráneo salía el humo de su cerebro.

Floris hizo girar el ciclo. Situada a la altura de un hombre, disparó al que estaba más cerca. Herido en el vientre, gimió y pataleó sobre la hierba, para Everard como un escarabajo al que hubiesen dado la vuelta. Floris persiguió a un tercero y lo derribó con limpieza. Entonces se detuvo, inmóvil sobre la silla durante un minuto. El sudor se le mezclaba con las lágrimas en la cara, tan fría como sus manos.

De pronto respiró profundamente. Guardó la pistola y, con suavidad, descendió al lado de Edh.

Lo hecho hecho está, pensó Everard. Con rapidez, consideró las opciones. Presas de un pánico ciego, los marineros supervivientes corrían por la playa o en dirección a los bosques. Dos que conservaban la cabeza se habían alejado y nadaban en dirección a la nave, donde bullía el horror. El patrullero se mordió el labio hasta que le salió sangre.

—Bueno —dijo en voz alta y monótona. Con saltos por el espacio y puntería precisa mató a todos los que habían bajado a tierra— Finalmente sacó de su dolor al hombre herido. No creo que Janne lo dejase asía propósito. Simplemente se olvidó. Everard volvió a una altitud de quince metros y esperó. Por medio del escáner y el amplificador siguió lo que sucedía debajo.

Edh se sentó. Tenía la mirada perdida, pero se agarró la falda y se la puso por encima de las caderas marcadas. Atado como un cerdo, Heidhin se acercaba a ella.

—Edh, Edh —gemía. Se detuvo cuando el cronociclo se situó entre ellos—. Oh, diosa, vengadora…

Floris desmontó y se arrodilló al lado de Edh. Abrazó a la muchacha.

—Ya ha pasado, cariño —sollozó—. Todo irá bien. Algo así, nunca mas. Eres libre.

—Niaerdh —oyó—. Madre de todos, has venido.

—No tiene sentido negar tu divinidad —gruñó Everard en el receptor de Floris—. Sal de ahí antes de que compliques aún más las cosas.

—No —contestó la mujer—. No lo entiendes. Tengo que darle el poco consuelo del que sea capaz.

Everard permaneció mudo. Los marineros del canal tiraban frenéticos del ancla.

—Desátame —suplicó Heidhin—. Déjame llegar hasta ella.

—Quizá sí que lo entiendo —dijo Everard—. Pero hazlo con rapidez, ¿vale?

El aturdimiento de Edh desaparecía, pero lo sobrenatural le teñía los ojos avellanados.

—¿Qué deseas de mí, Niaerdh? —susurró—. Soy tuya. Como siempre lo fui.

—¡Mata a los romanos, a todos los romanos! —bramó Heidhin—. Te pagaré con mi vida si lo deseas.

Pobre muchacho —pensó Everard—, tu vida ya nos pertenece cuando nosotros decidamos. Pero no podría esperar que actuaras de forma inteligente después de esto, ¿no? O nunca, por lo que sé. No eres un europeo occidental educado en la era poscristiana. Para ti, los dioses son reales y tu mayor deber es la venganza.

Floris acarició el pelo enmarañado. Con el brazo libre atrajo hacia sí el cuerpo ligero, apestoso y tembloroso.

—Sólo quiero tu seguridad, tu felicidad —dijo—. Te quiero.

—Me salvaste porque —murmuró Edh—, porque… porque debo … ¿qué?

—Escúchame, Floris, por el bien de todos —dijo Everard entre dientes—. El tiempo está desarticulado y no puedes enderezarlo hoy. No puedes, No interfieras mas, o te juro que no habrá un libro de Tácito, quizá ni siquiera dos. No pertenecemos a estos acontecimientos y por eso el futuro está en peligro. ¡Déjalos!

Su compañera se quedó completamente quieta.

—¿Estás preocupada, Niaerdh? —preguntó Edh, como lo haría un niño—. ¿Qué puede preocuparte a ti, la diosa? ¿Que los romanos contaminen tu mundo?

Floris cerró los ojos, los abrió y soltó a la muchacha.

—Es… tu congoja, querida —dijo. Poniéndose en pie—: Vive bien. Vive con valor, libre de temores y pesares. Nos volveremos a ver. —A Everard—: ¿Debo soltar a Heidhin?

—No, Edh puede coger un cuchillo y cortar la cuerda. Él puede ayudarla a regresar a la aldea.

—Cierto. Y eso les vendrá bien a los dos, ¿no? Un pequeño y minúsculo de bien.

Floris montó en el cronociclo.

—Supongo que será mejor que ascendamos en lugar de desaparecer —dijo Everard—. Vamos.

Miró abajo por última vez. Era como si sintiese a los dos mirando y mirando. En el agua, con las velas hinchadas, la nave se dirigía hacia el oeste. Con varias manos de menos y, sin duda, como mínimo un par de oficiales, podría llegar o no a casa. Si lo hacía, la tripulación contaría o no lo que había visto. No tendría mucha credibilidad. Sería más inteligente inventar algo plausible. Claro está, cualquier historia podría ser considerada mentira, un intento de encubrir un motín. En ese caso, los esperaba una muerte desagradable. Quizá probasen suerte entre los germanos, por poco probables que fuesen las expectativas. Sabiendo que su destino no afectaría a la historia, a Everard le importaban bien poco.

15

70 D.C.

El sol acababa de ponerse, las nubes eran rojas y doradas al oeste, al este el cielo se oscurecía a medida que la noche se alzaba como una ola sobre la naturaleza. La luz se rezagó en lo alto de una colina desnuda de la Germania central, pero la hierba ya estaba llena de sombras y el calor escapaba del aire.

Después de encargarse de los caballos, Janne Floris se agachó en la zona frente a los dos refugios y empezó a recoger madera para el fuego. Algo quedaba, roto y apilado, de la última vez que los agentes de la Patrulla habían usado aquella zona, una día antes si se contaban por los giros del planeta. Una ráfaga y un golpe la hicieron levantar. Everard bajó del vehículo.

—¿Por qué has…? Te esperaba antes —dijo ella, con cierta timidez.

Él encogió los anchos hombros.

—Pensé que tú podrías ocuparte de las tareas del campamento mientras yo me ocupaba de las mías —contestó—. Y el anochecer es un punto lógico de retorno. No quiero más que un bocado para comer, pero luego necesito doce buenas horas de sueño. Estoy agotado. ¿Tú no?

Ella apartó la vista.

—Todavía no. Demasiado tensa. —Tragando saliva, se obligó a enfrentarse a él—. ¿Adónde has ido? Me dijiste que esperase, inmediatamente después de regresar aquí, y te fuiste.

—Supongo que sí. Lo siento. No lo había pensado. Me ha parecido evidente.

—Pensaba que me estabas castigando.

Él negó con la cabeza, con más vigor que si lo hubiese hecho de palabra.

—Buen Dios, no. De hecho, tenía la vaga intención de evitarte la discusión. Lo que hice fue regresar a Öland, después de que anocheciese… ese día. Los chicos se habían ido y no había nadie, como esperaba. Levanté los cuerpos uno por uno, los llevé mar adentro y los arrojé. No fue divertido. No había razón para que estuvieses allí.

Ella lo miró fijamente.

—¿Por qué?

—¿Tampoco es evidente? —contestó—. Piensa. Por la misma razón que disparé al cerdo que tú dejaste. Para minimizar el impacto en los habitantes locales, porque ya hemos alterado demasiadas variables. Me atrevería a decir que creerán a Edh y Heidhin, mas o menos, pero ya viven en un mundo de dioses, trolls y magia. Las pruebas materiales O los testigos independientes les causarían un impacto mucho mayor que una historia sin duda incoherente.

—Entiendo. —Se retorció las manos—. Me estoy comportando de un modo bastante estúpido y poco profesional, ¿no? No me entrenaron para este tipo de misiones, pero eso no es excusa. Lo siento mucho.

—Bien, me cogiste por sorpresa —gruñó—. Cuando saltaste a la acción me quedé pasmado durante un momento. Y luego, ¿qué podía hacer? Nada de jugar con la causalidad, eso seguro, ni arriesgarme a que Heidhin viese mi cara, para que me reconociese en Colonia ese año. ¿Ir al futuro, ponerme un disfraz diferente al que usé en la playa y volver al mismo minuto? No, no estaría bien que los mortales viesen a los dioses peleándose; confundiría aún más las cosas. Sólo podía seguirte la corriente.

—Lo siento —dijo desesperada—. No pude evitarlo. Allí estaba Edh, la Veleda que vimos entre los longobardos. Ninguna mujer me había impresionado tanto, la conocía, pero era una niña y esos animales…

—Sí. Furia seguida de simpatía insuperable.

Floris se enderezó. Con los puños apretados, miro directamente a Everard y dijo:

—Estoy explicándome, no excusándome. Aceptaré cualquier pena que me imponga la Patrulla, sin quejas.

Él permaneció unos segundos sin hablar antes de sonreír y contestar.

—No la habrá si te comportas con honradez y competencia. Y así estoy seguro que será. Como agente No asignado en este caso, puedo realizar juicios sumarísimos. Estás perdonada.

Ella parpadeo con fuerza, se frotó los ojos con las muñecas y dijo, trabándose:

—Señor, sois demasiado amable. Él hecho de que hayamos trabajado juntos…

—Eh, confía un poco en mí —protestó—. Sí, has sido una acompañante genial, pero no dejaría que eso me influyese… demasiado. Lo que cuenta es que has demostrado ser una agente dura, de las que siempre hacen falta. Y más importante aún, no ha sido realmente culpa tuya.

Perplejidad.

—¿Qué? He permitido que las emociones me controlasen…

—Considerando las circunstancias, eso no te desacredita. No estoy del todo seguro de qué habría hecho yo mismo, aunque quizá hubiese sido más sutil; y no soy una mujer. No me importó matar a esas sabandijas. No disfruté, claro, especialmente considerando que no tenían ninguna oportunidad contra mí. Pero había que hacerlo, así que dormiré tranquilo. —Hizo una pausa—. ¿Sabes?, en mis días de juventud, antes de unirme a la Patrulla, estaba a favor de la pena de muerte por violación, hasta que una dama me señaló que entonces el bastardo tendría un incentivo para asesinar a su víctima y ningún motivo para no hacerlo. Mis sentimientos siguieron siendo los mismos. Si no recuerdo mal, los holandeses del siglo xx, a vuestra manera civilizada y clínica, tratáis el problema con la castración.

—Sin embargo, yo…

—Deja de culparte. ¿Qué eres, una liberal o algo así? Dejemos los sentimientos a un lado y analicemos el asunto desde el punto de vista de la Patrulla. Escucha. Parece claro, ¿estás de acuerdo?, que eran mercaderes marítimos que habían terminado sus negocios en Öland y se dirigían a otra parte, a su hogar probablemente. Resulta que vieron a Edh y Heidhin en esa playa solitaria y aprovecharon la oportunidad. Cosas así son comunes por todo el mundo antiguo. Quizá no tenían intención de volver o quizá pensaban unirse a una tribu diferente, desde el aire tuve la impresión de que la isla estaba dividida, o quizá pensaron que nadie lo sabría. En cualquier caso, atraparon a los chicos. Si no hubiésemos intervenido, se hubiesen llevado a Heidhin para venderlo como esclavo. A Edh también, a menos que la hubiesen destrozado tanto que sólo valiese para cortarle la garganta como diversión final. Eso es lo que hubiese sucedido. Un incidente como otros miles, sin importancia para nadie más que para los que lo sufren, y ellos pronto estarán muertos, olvidados, perdidos para siempre.

Floris cruzó los puños sobre el pecho. La luz menguante relucía en sus ojos.

—En lugar de eso…

Everard asintió.

—Sí. En lugar de eso, apareciste tú. Tendremos que buscar su ciudad natal, unos años antes de que se vaya, establecernos por un tiempo como visitantes, hacer preguntas discretas, conocer a la gente. Entonces quizá tengamos alguna idea de cómo la pobrecita Edh se convirtió en la terrible Veleda.

Floris hizo una mueca.

—Me parece que lo sé. De manera general. Puedo ponerme en su lugar. Creo que era más inteligente y sensible que la mayoría, si, devota, si podemos decir eso de una pagana. Le ocurrió este suceso terrible: miedo, vergüenza, desesperación, no sólo su cuerpo sino también su espíritu aplastado bajo esos pesos insistentes y, de pronto, la venerable diosa llega para matarlos y abrazarla. Desde el fondo del infierno hasta la gloria… Pero después, ¡después! El envilecimiento, la sensación de haberse convertido en algo sin valor, nunca abandona del todo a una mujer, Manse. Peor para ella, porque en la Germania de la Edad del Hierro la sangre, el útero, es sagrado para el clan y el adulterio de una mujer se castiga con la muerte más brutal, No la culparían por lo que no pudo evitar, supongo, pero estaría mancillada y… y creo que el elemento sobrenatural produciría más temor que reverencia. Los dioses paganos son engañosos, a menudo crueles. Me pregunto si Edh y Heidhin se habrán atrevido a decir mucho. Quizá no dijeron nada, y eso por sí solo les causaría una conflicto desgarrador.

Everard deseó tener la pipa, pero ti o creyó conveniente ir al saltador a buscarla. Floris se había vuelto muy vulnerable. Nunca antes me había llamado por mi nombre de pila, por el cuidado que hemos tenido en evitar un enredo. Dudo que ni siquiera se haya dado cuenta.

—Probablemente tengas razón —admitió—. Al mismo tiempo se ha producido la aparición sobrenatural. Los ha dejado con vida y libres. Si su cuerpo fue degradado, su alma no. De alguna forma, era merecedora de la diosa. Debe de ser porque tenía un destino, fue elegida para algo enorme. Aunque, ¿para qué? Bien, con Heidhin hablando con ella, una y otra vez, lleno de venganza masculina… En términos de su cultura, tendría sentido. Fue señalada para causar la destrucción de Roma.

—No podía conseguir nada en su isla perdida —terminó Floris—. Ni tampoco podía ya encajar en su vida. Iría al oeste, confiando en la protección de la diosa. Heidhin fue con ella. Entre los dos pudieron reunir bienes suficientes para comprar pasaje al otro lado del ruar, Lo que vieron y oyeron de los actos de Roma durante el viaje no hizo más que alimentar su odio, su sentido de cumplir una misión. Pero creo, a pesar de todo, y por raro que sea en su sociedad, creo que él la ama.

—Yo también lo sospecho. Asombroso, cuando está muy claro que jamás lo ha dejado meterse en su cama.

—Comprensible —suspiró Floris—. Para ella, por esa experiencia… y él, si no por otra cosa, jamás forzaría la entrada en un receptáculo de la diosa. Oí que tiene mujer e hijos entre los bructeros.

—Ajá. Bien, lo que hemos descubierto es la ironía de que una investigación de una alteración es lo que la produjo. Para ser sincero, ese tipo de nexos tiene precedentes. Otra razón para no condenarte, Janne. En ocasiones un bucle causal posee una fuerza sutil y potente. Lo que debemos hacer es evitar que se convierta en un vértice causal. Debemos evitar los acontecimientos que llevarían a la segunda versión de Tácito sin perturbar en demasía los descritos en la primera.

—¿Cómo? —preguntó desesperada—. ¿Nos atreveremos a intervenir mas? ¿No deberíamos pedir ayuda a los… danelianos?

Everard sonrió ligeramente.

—Bueno, la situación no me parece tan mala. Se espera de nosotros que resolvamos todo lo que podamos, ¿sabes?, para economizar vida de otros agentes. Primero, como dijiste, parece adecuado pasar un tiempo en Öland, investigando el pasado. Luego regresaremos a este año, los bátavos, los romanos y… bien, tengo algunas ideas preliminares, pero quiero discutirlas en profundidad contigo, y serás vital para lo que haga.

—Lo intentaré.

Permanecieron en silencio. El aire se hizo más frío. La noche trepó por las colinas. Los colores de la puesta de sol se consumieron en gris. Sobre ellos relucía el lucero de la noche.

Everard oyó un suspiro irregular. En la oscuridad vio a Floris estremecerse y abrazarse a sí misma.

—Janne, ¿qué sucede? —preguntó, suponiéndolo.

Ella miró desde la oscuridad.

—Toda esta muerte y este dolor, toda esta pérdida y este pesar.

—La norma de la historia.

—Lo sé, lo sé, pero… Y pensaba que vivir entre los frisios me había endurecido. Pero hoy, en este hoy mío, he matado a hombres y, y yo no dormiré tranquila…

Él se acercó, le puso las manos sobre los hombros, murmuró algo. Ella se dio la vuelta para abrazarlo ¿Qué podía hacer sino lo mismo? Cuando ella levantó el rostro hacia él, ¿qué podía hacer sino besarla?

Ella respondió con pasión. Sus labios sabían a sal.

—Oh, Manse, sí, sí, por favor, ¿no necesitas olvidar por esta noche?

16

El aguanieve silbaba, agitada por un cielo oculto sobre una tierra que la lluvia ya había medio ahogado. La vista pronto se perdía; acres llanos, hierba marchita, árboles sin hojas agitándose al viento, los restos quemados de una casa disueltos en las tinieblas de un mediodía. La ropa protegía poco de la humedad del frío. El viento del norte olía a los pantanos sobre los que había soplado, al mar y al invierno que se aproximaba desde el Polo.

Everard se acurrucó sobre la silla, con la capa a su alrededor. El agua le goteaba de la capucha. Los cascos de los caballos producían un sonido amortiguado por el agua y el barro. Y, sin embargo, era la gran entrada a través de una finca hasta la casa principal.

El edificio apareció frente a él, de estilo mediterráneo modificado, techos inclinados, estucado, construido por Burhmund cuando era Civilis, aliado y oficial de Roma. Su esposa era la matrona, sus hijos la llenaban con sus risas. Ahora servía de cuartel general a Petilio Cerial.

Había dos centinelas en el pórtico. Como los de la puerta, se dirigieron al patrullero cuando se detuvo al pie de la escalera.

—Soy Everardo, el godo —les dijo—. El general me espera.

Uno de los soldados dirigió a su compañero una mirada inquisitiva. Este último asintió.

—Me han dado instrucciones —dijo—. De hecho, escolté al mensajero previo.

¿Estaba buscando demostrar un poco de importancia, de orgullo? Sorbió y tosió. Probablemente aquel hombre fuese un reemplazo de última hora para alguien que estaba enfermo, castañeteando los dientes, en la enfermería. Aunque parecían galos, no tenían demasiado buen aspecto. El metal manchado, las faldas sucias, los brazos con piel de gallina y las mejillas hundidas indicaban raciones muy pobres.

—Pasa —dijo el segundo legionario—. Llamaremos a un mozo para que lleve la montura al establo.

Everard entró en un atrio oscuro, donde un esclavo tomó su capa y su cuchillo. Varios hombres sentados y hundidos, personal sin nada que hacer, le dedicaron miradas en las que, quizá, de pronto había una ligera esperanza. Un asistente lo acompañó a una habitación en el ala sur. Llamó a la puerta, se oyó un «Abre», obedeció y anunció:

—Señor, el delegado germano está aquí.

—Que entre —rugió la voz—. Déjanos solos pero quédate fuera, por si acaso.

Everard entró. La puerta se cerró tras él. Una escasa luz entraba por la ventana emplomada, Había velas en sus palmatorias. De sebo, no de cera, que olían mucho y producían bastante humo. Las sombras se concentraban en las esquinas y se deslizaban sobre una mesa cubierta de informes redactados sobre papiro. Aparte de eso, había un par de taburetes y un cofre que podría contener una muda de ropa.

Una espada de infantería y su vaina colgaban lado a lado sobre la pared. Un brasero de carbón había calentado el aire, pero también lo había cargado.

Cerial estaba sentado tras la mesa. Vestía solamente túnica y sandalias: un hombre ancho con un rostro cuadrado y duro que en su cuidadoso afeitado mostraba grandes arrugas. Sus ojos examinaron al recién llegado.

—Eres Everardo, el godo, ¿eh? —saludó—. El intermediario dijo que hablabas latín. Mejor que sea así.

Sí. —Va a ser complicado, pensó el patrullero. No sería propio de este personaje humillarme, pero podría decidir que soy arrogante y que hay cosas que no soportará de un maldito nativo. Debe de tener los nervios destrozados, como todo el mundo—. El general demuestra amabilidad e inteligencia al recibirme.

—Bien, para ser francos, a estas alturas escucharía a un cristiano si afirmase tener algo que ofrecer. Si resultase que no era así, al menos tendría el placer de crucificarlo. —Everard fingió perplejidad—. Una secta judía —gruñó Cerial—. ¿Has oído hablar de los judíos? Otro montón de ingratos rebeldes. Pero en tu caso, tu tribu está muy al este. ¿Por qué, en nombre de Tártaro, estás corriendo por aquí?

—Pensé que eso se lo habían explicado al general. No soy enemigo de Roma, ni tampoco de Civilis. He pasado tiempo en el Imperio así como en diferentes partes de Germania. Conocí a Civilis un poco, y un poco más a jefes guerreros menores. Confían en que hable directamente por ellos, porque al ser un extranjero Roma no tiene nada contra mí. Y porque al conocer los usos romanos, de alguna forma puedo transmitir las palabras con claridad, sin confusión. Y en cuanto a mí, soy un comerciante al que le gusta hacer negocios en esta región. Pienso beneficiarme de la paz y de su agradecimiento.

Persuadirlos había sido más complicado que lo relatado, pero no mucho más. De hecho, los rebeldes estaban cansados y descorazonados. El godo podría conseguir acceso personal al comandante imperial. Podría hacer algún bien y apenas causar mal. Cuando los heraldos hubieron llevado la petición, la facilidad con la que se habían establecido los preparativos sorprendió a los germanos. Everard lo había esperado. Sabía mejor que ellos, por Tácito y por el reconocimiento aéreo, lo mal que también lo pasaban los romanos.

—¡Lo sé! —contestó Cerial—. Excepto que no dijeron qué ganabas tú. Muy bien, hablaremos. Te lo advierto, vuelve a dar tantos rodeos y te echo de una patada. Siéntate. No, primero sírvenos vino. Hace que este país de ranas sea algo menos horrible.

Everard llenó dos copas de plata con una elegante licorera de vidrio. El asiento que tomó era igualmente agradable, y la bebida sabía bien, aunque algo demasiado dulce para su gusto. Todo aquello debía de haber pertenecido a Civilis. A la civilización.

Nunca me han gustado los romanos, pero traen otras cosas con ellos aparte del comercio de esclavos, impuestos para los agricultores y juegos sádicos. Paz, prosperidad, un mundo más amplio… No durará, pero cuando la marea baje dejará atrás, dispersos por el desastre, libros, tecnología, creencias, ideas, recuerdos de lo que una vez fue, material que generaciones posteriores podrán recuperar, atesorar y usar para volver a construir. Y entre los recuerdos, que una vez hubo, por un tiempo, una vida no dedicada por completo a la supervivencia pura.

—Así que los germanos están listos para rendirse, ¿no? —preguntó Cerial.

—Ruego perdón al general si he dado la impresión equivocada. No dominamos la lengua latina.

Cerial golpeó la mesa.

—Te lo he dicho, ¡deja de hablar sin comprometerte o sal de aquí! Eres de casa real, descendiente de Mercurio. Tienes que serlo por la forma en que te comportas. Y yo soy pariente del emperador, pero él y yo somos soldados que hemos soportado mucho. Los dos aquí podemos ser bruscos, mientras estemos solos.

Everard se aventuró a sonreír.

—Como desee, señor. Me atrevería a decir que el general realmente no nos entendió mal. Entonces, ¿por qué no va al grano? Los jefes guerreros que me enviaron no se proponen ir bajo el yugo o encadenados en triunfo. Pero les gustaría terminar con esta guerra.

—Qué descaro tienen para pedir condiciones. ¿Qué les queda para luchar? Nosotros apenas vemos ya a nadie hostil. El último intento de Civil que vale la pena mencionar fue una demostración naval en otoño. No me preocupo, me sorprendió que se molestasen. No sacó nada y se retiró al otro lado del Rin. Desde entonces hemos asolado su tierra natal.

—Lo he visto, incluido el hecho de que se ha perdonado su propiedad.

Cerial soltó una risotada.

—Claro. Para meter cuña entre él y el resto, hacer que se pregunten por qué deberían sangrar y morir para beneficio suyo. Sé que están bastante hartos. Tú vienes en nombre de un grupo de jefes tribales, no de él.

Cierto, y es usted sagaz, caballero.

—Las comunicaciones son lentas. Además, los germanos estamos acostumbrados a actuar con independencia. Eso no quiere decir que me enviase a traicionarlo.

Cerial bebió de la copa, la dejó de un golpe y dijo:

—Vale, oigámoslo. ¿Qué se me ofrece?

—Paz, ya se lo he dicho —declaró Everard—. ¿Puede permitirse rechazarla? Tienen ustedes tantos problemas como ellos. Dice que ya no ven guerreros enemigos. Eso es debido a que ya no avanzan. Están atascados en una tierra desnuda, con cada carretera convertida en un cenagal, sus tropas congeladas, mojadas, hambrientas, enfermas y miserables. Tiene terribles problemas de suministros y no mejorarán hasta que el Estado no se haya recuperado de la guerra civil, lo que llevará más tiempo del que puede esperar. —Me gustaría poder citar esa frase genial de Steinbeck sobre que las moscas han conquistado el papel matamoscas—. Mientras tanto Burhmund, Civilis, está reclutando en Germania. Podría perder, Cerial, de la misma forma que Varo perdió en el bosque de Teutoburgo, con las mismas consecuencias a largo plazo. Mejor llegar a un acuerdo mientras tenga la oportunidad. Bien, ¿he sido lo suficientemente claro?

El romano había enrojecido y tenía las manos entrecruzadas.

—Ha sido insolente. No recompensamos la rebelión. No podemos.

Everard suavizó el tono.

—Les parece… a aquellos por quienes hablo… que la ha castigado adecuadamente. Si los bátavos y sus aliados vuelven a su lealtad y a la paz más allá del río, ¿no habrá conseguido sus objetivos? Lo que piden a cambio no es más de lo que deben a la gente. Nada de diezmar, nada de esclavitud, nada de cautivos para el triunfo o la arena. En lugar de eso, amnistía, incluido a Civilis. Restauración de las tierras tribales, si estuviesen ocupadas. Corrección de los abusos que se produjeron durante la revuelta. Es decir, principalmente tributos razonables, autonomía local, acceso al comercio y el fin de la conscripción. Si se concede eso, volverá a tener tantos voluntarios para alistarse en Roma como pueda emplear.

—No son pocas exigencias —dijo Cerial—. Sobrepasan mi autoridad.

Ah, estás dispuesto a considerarlo. La emoción recorrió el cuerpo de Everard. Se inclinó hacia delante.

—General, eres de la casa de Vespasiano, el Vespasiano por el que también luchó Civilis. El emperador le escuchará. Todos dicen que es un hombre de cabeza fría que está interesado en hacer que las cosas funcionen, no en la gloria vana. El Senado… escuchará al emperador. Puede lograr este tratado, general, si quiere, si hace el esfuerzo. Puede ser recordado no como un varo sino como un germánico.

Cerial lo miró con ojos entrecerrados desde el otro lado de la mesa.

—Hablas con muchísima astucia para ser un bárbaro —dijo.

—He tenido experiencia, señor —respondió Everard.

Oh, sí la he tenido, sí la he tenido, por todo el globo, arriba y abajo por los siglos. Más recientemente en la fuente de tus más temibles enemigos, Cerial.

Cuán lejos parecía ya ese idilio en Öland, no, en Eyn. Veinticinco años atrás en el calendario. Hlavagast y Viduhada y la mayoría de aquellos que habían parecido tan hospitalarios probablemente estaban ya muertos, huesos en la tierra y nombres en lenguas que se dirigían al olvido. Con ellos se habían ido el dolor y el desconcierto que habían dejado unos niños a los que lo extraño había reclamado. Pero para Everard apenas había pasado un mes desde que él y Floris habían dicho adiós a Laikian. Un hombre y su esposa, vagabundos desde el lejano sur, que habían conseguido pasaje por mar para ellos y sus caballos, y a los que les gustaría plantar la tienda cerca de ese asentamiento hospitalario… Era extraordinario, por tanto, encantador; hacía que la gente hablase con mayor libertad que nunca antes en sus vidas; pero también estaban las horas a solas, en la tienda o en el brezal veraniego… Después los agentes de la Patrulla se pusieron en marcha con celeridad.

—Y tengo mis contactos —dijo Everard.

Las historias, los archivos de datos, los grandes ordenadores de coordinación, los expertos de la Patrulla del Tiempo. El conocimiento de que ésta es la configuración adecuada de un pleno que tiene una fuerte retroalimentación negativa. Hemos identificado el factor aleatorio que podría producir una avalancha de cambios; debemos atenuarlo.

—Humm —dijo Cerial—. Quiero un informe completo. —Se aclaró la garganta—. Más tarde. Hoy nos centraremos en los negocios. Quiero que mis hombres salgan del barro.

Resulta que hasta me cae bien este tipo. Me recuerda de muchas formas a George Patton. Sí, podemos regatear.

Cerial sopesó sus palabras.

—Diles esto a tus señores, y que se lo transmitan a Civilis. Veo un único obstáculo. Hablas de los germanos del otro lado del Rin. No puedo conceder lo que quiere y retirar a las legiones mientras esperan a alguien que los vuelva a alborotar.

—No lo hará, se lo aseguro —dijo Everard—. Bajo las condiciones propuestas, él habrá obtenido todo aquello por lo que luchaba, o al menos un compromiso decente. ¿Quién más podría empezar una nueva guerra?

Cerial apretó la mandíbula.

—Veleda.

—¿La sibila de los brúcteros?

—La bruja. ¿Sabes?, he considerado un ataque a esa región sólo para capturarla. Pero se perdería en los bosques.

—Y si tuviese éxito, sería como atrapar un nido de avispas.

Cerial asintió.

—Todos los nativos locos desde el Rin hasta el mar Suevo levantados en armas. —Se refería al Báltico y tenía razón—. Pero podría ser peor para mis nietos, si no para mí, dejar que siga extendiendo su veneno entre ellos. —Suspiró—. Exceptuando por eso, el furor podría caer. Pero tal como es…

—Creo —dijo Everard con cuidado—, que si a Civilis y a sus aliados se les prometen condiciones honorables, creo que podrían conseguir que reclamase la paz.

Cerial se quedó atónito.

—¿Lo dices en serio?

—Inténtelo —dijo Everard—. Negocie con ella así como con los líderes masculinos. Puedo ser el intermediario.

Cerial negó con la cabeza.

—No podríamos dejarla libre. Demasiado peligroso. Tendríamos que vigilarla.

—Pero no retenerla.

Cerial parpadeó, luego rió.

—¡Ja! Entiendo lo que quieres decir. Tienes el don de la labia, Everardo. Cierto, si alguna vez la arrestamos o algo similar tendríamos una nueva rebelión entre manos. Pero ¿y si ella la provocase? ¿Cómo sabemos que se comportará?

—Lo hará, una vez que se haya reconciliado con Roma.

—¿De qué valdrá eso? Conozco a los bárbaros. Son frívolos como los gansos. —Evidentemente, no se le había ocurrido al general que podía ofender al emisario, a menos que no le importase—. Por lo que sé, sirve a una diosa de la guerra. ¿Y si a Veleda se le mete en la cabeza que su Bellona vuelve a reclamar sangre? Podríamos tener a otra Boadicea entre manos.

Ahí te duele, ¿eh? Everard tomó vino. La dulzura se deslizó por su garganta, invocando veranos y el sur frente al clima del exterior.

—Inténtelo —dijo—. ¿Qué puede perder intercambiando mensajes con ella? Creo que es viable un acuerdo con el que todos puedan vivir.

Ya fuese por superstición o como metáfora, Cerial respondió con voz sorprendentemente tranquila:

—Eso dependerá de la diosa, ¿no?

17

La temprana puesta de sol ardía sobre el bosque. Las ramas eran como huesos negros retorcidos. Los charcos en campos y prados ardían de un rojo apagado bajo un cielo verdoso tan frío como el viento que se movía entre ellos. Pasó tina bandada de cuervos. Los graznidos ásperos resonaron durante un tiempo después de que la oscuridad se los hubiese tragado.

Un gañán que llevaba heno desde el montón hasta la casa se estremeció, no sólo por el tiempo, cuando vio pasar a Wael-Edh. Ella no era desconsiderada, a su modo austero, pero estaba en contacto con los Poderes, y ahora salía del lugar sagrado. ¿Qué había oído y dicho allí? Durante meses ningún hombre había conseguido hablar con ella, como había sido común antaño. Durante el día recorría los campos o se sentaba bajo un árbol a meditar, sola, por su propio deseo, pero ¿por qué? Era una época terrible, incluso para los brúcteros. Demasiados de sus hombres habían regresado de tierras bátavas o frisias con historias de percances y desgracias, o ni siquiera habían vuelto. ¿Podrían los dioses estar dando la espalda a su profetisa? El gañán murmuró un hechizo de buena suerte y se alejó apresuradamente.

La torre se alzaba tenebrosa frente a la mujer. El guerrero de guardia bajó la lanza ante ella, que asintió y abrió la puerta. En la habitación más allá, un par de esclavos estaban sentados con las piernas cruzadas frente a un fuego bajo, las palmas unidas. El humo dio vueltas amargo hasta que encontró una salida. Sus alientos se mezclaban con el humo, pálido bajo la luz de dos lámparas. Se pusieron en pie.

¿Desea la dama comida o bebida? —preguntó el hombre.

Wael-Edh negó con la cabeza.

—Voy a dormir —contestó.

—Guardaremos vuestro sueño —dijo la muchacha. Era innecesario, nadie excepto Heidhin se atrevería a subir la escalera sin ser anunciado, pero ella era nueva. Le dio a su ama una de las lámparas y Wael-Edh subió.

Un espíritu de luz diurna colgaba en la ventana cubierta con tripa fina, y la llama ardió amarilla. Por otra parte, la alta habitación estaba ya llena de oscuridad, en la que sus cosas se acurrucaban como trolls bajo tierra. No deseaba irse todavía a la cama. Dejó la lámpara en un estante y se sentó en el alto asiento de bruja de tres patas, envuelta en la capa. Su mirada buscó en las sombras cambiantes.

El aire le golpeó la cara. El suelo gimió bajo un súbito peso. Edh retrocedió de un salto. El taburete chocó con el suelo. Tomó aliento.

Una luz suave fluía de una esfera sobre los cuernos de la cosa que tenía frente a ella. Tenía dos asientos en el lomo, Era el toro de Frac, hecho de hierro, y sobre él cabalgaba la diosa que lo había reclamado para sí.

—Niaerdh, oh, Niaerdh …

Janne Floris bajó del cronociclo y se mantuvo todo lo regia que pudo. La última vez, tomada por sorpresa, iba vestida como una mujer germana de la Edad de Hierro. Entonces no había importado, pero sin duda el recuerdo la hacía más impresionante, y para esta visita se había vestido con cuidado. Su traje era de un blanco inmaculado, en el cinturón relucían joyas, el pectoral de plata tenía el dibujo de una red de pesca y el pelo le colgaba en dos trenzas bajo una diadema.

—No temas —dijo. La lengua que usó era el dialecto de la infancia de Edh—. Habla bajo. He regresado como te prometí.

Edh se enderezó, apretó las manos contra el pecho, tragó una o dos veces. Tenía los ojos enormes en el rostro delgado de fuertes huesos. La capucha había caído hacia atrás y la luz resaltaba el gris que recorría su cabeza. Durante unos segundos se limitó a respirar. Luego, asombrosamente rápido, a ella fluyó una especie de calma, una aceptación más estoica que exaltada pero completamente voluntaria.

—Siempre supe que lo harías —dijo—. Estoy lista para irme. —Un susurro—: Estoy completamente dispuesta.

—¿Irte? —preguntó Floris.

—Por el camino del infierno. Me llevarás a la oscuridad y la paz. —La agitó la ansiedad—. ¿No lo harás?

Floris se puso tensa.

—Ah, lo que deseo de ti es más duro que la muerte.

Edh permaneció en silencio un momento antes de responder:

—Como desees. No soy extraña al dolor.

—¡No te haría daño! —exclamó Floris. Recobró la debida gravedad—. Me has servido durante muchos años.

Edh asintió.

—Desde que me devolviste la vida.

Floris no pudo reprimir un suspiro.

—Una vida incompleta y retorcida, me temo.

La emoción se agitó.

—No me salvaste por nada, lo sé. Era por todos los demás, ¿no? Todas las mujeres violadas, hombres asesinados, niños privados, gente libre encadenada. Yo debía invocar su venganza sobre Roma. ¿No era así?

—¿Ya no estás segura?

Las pestañas se llenaron de lágrimas.

—Si estaba equivocada, Niaerdh, ¿por qué me dejaste continuar?

—No estabas equivocada. Pero, escucha. —Floris extendió las manos. Como una niña real, Edh las cogió. Las suyas estaban frías y temblaban ligeramente. Floris tomó aliento. Surgieron las palabras majestuosas—. Todo tiene su tiempo, y todo bajo el cielo tiene un propósito: hay un tiempo de nacer y un tiempo de morir; un tiempo de plantar y un tiempo de arrancar lo que se plantó; un tiempo de dar muerte y un tiempo de dar vida; un tiempo de derribar y un tiempo de edificar; un tiempo para llorar y un tiempo de reír; un tiempo de luto y un tiempo de gala; un tiempo para esparcir piedras y un tiempo de recogerlas; un tiempo de abrazar y un tiempo de alejarse de los abrazos; un tiempo de ganar y un tiempo de perder; un tiempo de conservar y un tiempo de arrojar; un tiempo de rasgar y un tiempo de coser; un tiempo de callar y un tiempo de hablar; un tiempo de amor y un tiempo de odio; un tiempo de guerra y un tiempo de paz.

La miró con sobrecogimiento.

—Te escucho, diosa.

—Es una vieja sabiduría, Edh. Sigue escuchando. Has labrado bien, has plantado para mí como yo deseaba. Pero tu obra todavía no ha terminado. Ahora recoge la cosecha.

—¿Cómo?

—Gracias a la voluntad que despertaste en ellos, la gente del oeste ha luchado por sus derechos, hasta que al final los romanos devolverán lo robado. Pero ellos, los romanos, todavía temen a Veleda. Y mientras tú sigas pidiendo su caída, no se atreverán a retirar sus tropas. Es tiempo de que tú, en mi nombre, pidas las paz.

El éxtasis ardió.

—¿Y entonces se irán? ¿Nos libraremos de ellos?

—No. Recogerán sus tributos y tendrán sus carceleros entre las tribus como antes. —Añadió con rapidez—: Pero serán justos, y los habitantes de este lado del Rin también ganarán con el comercio y el orden.

Edh parpadeó, agitó la cabeza con violencia, engarfió los dedos.

—¿No verdadera libertad? ¿No venganza? Diosa, no puedo…

—Es mi voluntad —ordenó Floris—. Obedece. —Una vez más suavizó la voz—. Y en cuanto a ti, niña, habrá una recompensa, un nuevo hogar, un lugar de calma y comodidad donde atenderás mi santuario, que a partir de entonces será el lugar sagrado de la paz.

—No —tartamudeó Edh—. Debes, debes saber que he… jurado…

—¡Dime! —exclamó Floris. Después de un instante—: Me… me gustaría que fueses clara contigo misma.

La figura temblorosa y tensa recuperó el equilibrio. Edh había soportado durante mucho tiempo amenazas y horrores. Podría superar la confusión. Durante un momento pareció incluso nostálgica.

—Me pregunto si alguna vez lo he sido… —Se enderezo—. Heidhin y yo, Me hizo jurar que nunca haría la paz con los romanos mientras él viviese y los romanos permaneciesen en tierra germana. Unimos nuestras sangres en un bosquecillo frente a los dioses. ¿Estabas en otra parte?

Floris frunció el ceño.

—No tenía derecho.

—Él… invocó a los Anses…

Floris simuló arrogancia.

—Yo me encargaré de los Alises. Te libero de esa promesa.

—Heidhin nunca… ha sido fiel durante todos estos años. —Edh vaciló—~ ¿Me obligarás a echarlo como a un perro? Porque él nunca dejará la guerra contra los romanos, no importa lo que otros hombres o los dioses digan.

—Dile que te di mi orden.

—¡Lo sé, lo sé! —saltó de la garganta de Edh. Se hundió en el suelo y escondió la cara entre las rodillas que abrazaba. Se le agitaban los hombros.

Floris miró a lo alto. Las vigas del techo se perdían en la oscuridad. La luz había abandonado la ventana y el frío entraba. El viento aullaba.

—Me temo que tenemos una crisis —subvocalizó—. La lealtad es la forma más alta de moral que conoce esta gente. No estoy segura de que Edh consiga romper la promesa. O, si lo hace, puede quedar destrozada.

—Lo que la haría inútil —dijo Everard en inglés en su cabeza—, y debemos tener su autoridad para que el trato salga adelante. Además, esa pobre mujer torturada…

—Debemos hacer que Heidhin la libere del juramento. Espero que me escuche. ¿Dónde está?

—Estoy comprobándolo. Está en casa. —Habían puesto micrófonos un tiempo antes—. Vaya, resulta que Burhmund está con él, en su viaje para mantener conversaciones con los jefes de más allá del Rin. Encontraré otro día para que hables con él.

—No, espera. Esto podría ser un golpe de suerte. —¿O las líneas del mundo se tensan para recuperar la configuración adecuada?—. Como Burhniund intenta que las tribus colaboren en un nuevo esfuerzo…

—Mejor que con él no usemos una aparición. No sabemos cómo podría reaccionar.

—Claro que no. Es decir, no apareceré directamente frente a él. Pero si de pronto ella ve al implacable Heidhin convertido…

—Bien… vale. Hagas lo que hagas es peligroso, así que confiaré en tu buen juicio, Janne.

—¡Tranquila!

Edh levantó la vista. Por las mejillas le corrían las lágrimas, pero había contenido los sollozos.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó, pálida.

Floris se movió para colocarse sobre ella, se inclinó y le volvió a ofrecer las manos. La ayudó a ponerse en pie, la abrazó y permaneció así un minuto dándole el calor que tenía su cuerpo. Luego, apartándose, dijo:

—La tuya es un alma limpia, Edh. No necesitas traicionar a tu amigo. Iremos juntas a hablar con él. Entonces tendrá que entender.

La admiración y el temor se hicieron uno.

—¿Nosotras dos?

—¿Es conveniente? —preguntó Everard—. Bueno, sí, supongo que llevarla a ella te reforzará.

—El amor puede ser más fuerte que la religión, Manse —dijo Floris.

A Edh:

—Vamos, monta en mi corcel, detrás de mí. Agárrate con fuerza a mi cintura.

—El toro sagrado —dijo Edh—. ¿O el caballo del infierno?

—No —dijo Floris—. Ya te lo he dicho, tu camino es más duro que el del infierno.

18

El fuego saltaba y chasqueaba en una cavidad en medio de la casa de Heidhin. El humo no se elevaba bien hacía las salidas, sino que se demoraba y volvía amargo un aire que las llamas apenas calentaban. La luz roja luchaba con la oscuridad entre los pilares y las vigas. Se agitaba frente a los hombres de los bancos y de las mujeres que les traían bebidas. La mayoría estaban sentados en silencio. Aunque el hogar de Heidhin era tan grandioso como muchos salones reales, normalmente había conocido menos alegría que la choza de un colono. Esa noche no la había. Fuera, el viento soplaba en una oscuridad creciente.

—De ahí no puede venir nada más que traición —contestó Heidhin.

Sentado a su lado, Burhmund movió lentamente la cabeza. El fuego lanzó un reflejo de sangre sobre el blanco de su ojo ciego.

—No lo sé —contestó—. Ese Everard es extraño. Sería capaz de obtener algo.

—Lo mejor que él, o cualquiera, podría traer, es una negativa. Cualquier oferta significaría nuestra ruina. Nunca debiste dejarle ir.

—¿Cómo podía detenerlo? Habló con los señores de las tribus y ellos lo enviaron. Ya te dije que no me enteré hasta después, cuando ya estaba de viaje.

El labio de Heidhin se retorció.

—¡Se atrevieron!

—Tenían derecho. —El tono de Burhmund cayó directamente al suelo—. No traicionan simplemente por hablar con el enemigo. Ahora creo que, de haber estado presente, no hubiese intentado detenerlos. Están cansados de esta guerra. Quizá Everard pueda encontrarles esperanza. Yo también estoy agotado.

—Tenía mejor concepto de ti —dijo Heidhin con burla.

Burhmund no demostró furia; pero claro, el hermano de juramento de Wael-Edh tenía su misma posición.

—Eso es fácil decirlo para ti —dijo el bátavo con paciencia—. Tu casa no ha sido ocupada. El hijo de mi hermana cayó en batalla contra mí. Mi esposa y mi otra hermana son rehenes en Colonia; no sé si siguen vivas. Mi tierra natal está destrozada. —Miró fijamente el cuerno de bebida—. ¿Han acabado los dioses conmigo?

Heidhin se sentó con la lanza recta.

—Sólo si te rindes. Yo nunca lo haré.

En la puerta se oyó una llamada. El hombre sentado más cerca cogió un hacha y fue a abrir. El viento entró; las llamas saltaron y soltaron chispas. El barro manchaba la sombra que entró.

Heidhin se puso en pie de un salto.

—¡Edh! —gritó y fue hacia ella.

—Dama —susurró Burhmund. Un murmullo recorrió todo el salón. Los hombres se pusieron en pie.

Con la cabeza descubierta, ella se desplazó siguiendo el dique de fuego. Todos vieron que iba envarada y pálida, y que miraba más allá.

—¿Cómo… cómo has llegado aquí? —Heidhin dio un traspié. Verlo así, tan inquieto, tan agitado, desalentaba a todos los corazones—. ¿Por qué?

Ella se detuvo.

—Debo hablar contigo a solas —le dijo. El destino resonaba en la voz baja—. Sígueme. Nadie más.

—Pero… tú… qué…

—Sígueme, Heidhin. Han sucedido cosas prodigiosas. Vosotros esperad. —Wael-Edh se dio la vuelta y volvió a salir.

Como un sonámbulo, Heidhin fue tras ella. En la entrada, su mano, por voluntad propia, cogió una lanza de entre las armas que estaban apoyadas contra la pared. Los dos se internaron en la oscuridad. Temblando, un hombre fue a cerrar la puerta.

—No, no la atranques —le dijo Burhmund—. Esperaremos como nos ha dicho hasta que regrese ella o la mañana.

Las primeras estrellas parpadeaban débiles. Los edificios se acurrucaban sin forma. Edh abría el camino desde el patio hasta las tierras de fuera. La hierba marchita y los charcos agitados por el viento se perdieron en la oscuridad. Cerca del limite de visión se encontraba el gran roble donde Heidhin hacía ofrendas a los Anses. De detrás de él salía una intensa luz blanca. Heidhin se detuvo de pronto. Hizo un ruido gutural.

—Esta noche debes tener valor —dijo Edh—, Allí está la diosa.

—Niaerdh… ella… ¿ha vuelto?

—Sí, a mi torre, desde donde me ha traído aquí. Ven. —Edh marchó con firmeza. La capa le aleteaba al viento, que agitó el pelo suelto alrededor de la cabeza que llevaba tan alta. Heidhin agarró la lanza y la siguió.

Por todas partes había ramas torcidas casi invisibles. El viento hacía entrechocar las ramitas. Las hojas muertas sonaban húmedas al pisarlas. Los dos dieron la vuelta al tronco y vieron a la que permanecía al lado de un toro o un caballo de hierro.

—Diosa —gimió Heidhin. Se apoyó sobre una rodilla e inclinó el cuello. Pero cuando se puso en pie, se mantuvo firme. Si agitaba la lanza, era con la misma gran alegría que salía de sus labios—, ¿Nos guiarás ahora a la última batalla?

Floris lo examinó con la mirada. Era esbelto y oscuro, iba vestido de forma sombría, con la cara marcada y los rizos con mechas por sus años de cazador, el hierro del arma pálido sobre ellos. Su lámpara proyectaba sobre Edh la sombra del hombre.

—No —dijo Floris—. Ha pasado el tiempo de la guerra.

El aliento vibro entre sus dientes.

—¿Han muerto los romanos? ¿Los has matado a todos por nosotros?

Edh hizo una mueca.

—Viven —dijo Floris—, como vosotros habréis de vivir. Muchos han muerto en todas las tribus, en la suya también. Harán la paz.

La mano izquierda de Heidhin se unió a la derecha, agarrando la lanza.

—Nunca lo haré —dijo con voz áspera—. La diosa escuchó la promesa que hice en la costa. Cuando se vayan, yo les pisaré los talones, los hostigaré de día y los atacaré de noche… ¿Debo ofrecerte mis muertes, Niaerdh?

—Los romanos no van a irse. Se quedarán. Pero le devolverán a la gente sus derechos. Que eso sea suficiente.

Heidhin movió la cabeza, como derrotado. Miró de mujer a mujer durante un minuto antes de susurrar:

—Diosa, Edh, ¿las dos los traicionáis? No puedo creerlo.

Pareció no ser consciente de que Edh se le acercaba. El viento corrió entre ellos. Su tono era de súplica.

—Los bátavos y el resto no son nuestra tribu. Hemos hecho suficiente por ellos.

—Te lo digo, los términos serán honorables —dijo Floris—. Tu trabajo ha terminado. Has ganado lo que contentará al mismísimo Burhmund. Pero Veleda debe dar a conocer que esto es lo que los dioses desean y que los hombres deben dejar sus armas.

—Yo… tú… juramos, Edh. —Heidhin parecía confundido—. Nunca harías la paz mientras los romanos siguiesen aquí y yo estuviese vivo. Lo juraste. Mezclamos nuestra sangre sobre la tierra.

—La liberarás de esa promesa —ordenó Floris—, como ya lo he hecho yo.

—No puedo. No lo haré. —Duras por el dolor, las palabras castigaron a Edh—. ¿Has olvidado cómo te convirtieron en su puta? ¿No te importa ya tu honor?

Ella cayó de rodillas. Con la mano a la defensiva. La boca completamente abierta.

—No —gimió—. No, no, no.

Floris fue hacia el hombre. En la noche, Everard apuntó con una pistola aturdidora.

—Mira lo que has hecho —dijo—. ¿Eres un lobo que se ceba en la que ama?

Heidhin agitó los brazos, desnudando el pecho para ella.

—Amor, odios… soy un hombre, Lo juré por los Anses.

—Haz lo que quieras —dijo Floris—, pero perdona a mi Edh. Recuerda que me debes la vida.

Heidhin se desplomó. Apoyándose en la lanza, Edh se acurrucó a su lado, él la ensombreció mientras el viento soplaba a su alrededor y los árboles crujían como la cuerda del patíbulo.

De improviso, se rió, cuadró los hombros y miró directamente a los ojos de Floris.

—Dices la verdad, diosa —dijo—. Sí, me iré.

Bajó la lanza, la sostuvo con ambas manos debajo de la cabeza y se clavó la punta en la garganta. Con un solo movimiento deslizó el filo de un lado a otro.

El grito de Edh ahogó el de Floris, Heidhin cayó en un montón, La sangre salía a borbotones, reluciendo oscura. Pataleo y agarró la hierba, un reflejo ciego.

—¡Detente! —gritó Everard—. No intentes salvarlo. Esta maldita cultura guerrera… era su única salida.

Floris no se molestó en subvocalizar. Una diosa bien podía usar una lengua desconocida para indicar a un alma su camino.

—Pero el horror…

—Sí, Pero piensa, piensa en todos los que no morirán, si lo hacemos bien.

—¿Podremos ahora? ¿Qué va a pensar Burhmund?

—Que se lo pregunte. Dile a Edh que no conteste a ninguna pregunta. Una aparición suya, cuando estaba a millas de distancia… el hombre que no quería que terminase la violencia muerto por ella… Veleda hablando de paz… El misterio le dará fuerza, aunque supongo que la gente sacará la conclusión obvia, lo que será una gran ayuda.

Heidhin yacía inmóvil. Parecía empequeñecido. La sangre formaba un charco a su alrededor y manchaba la tierra.

—Primero debemos ayudar a Edh —dijo Floris.

Fue hacia la otra mujer, que se había puesto en pie y parecía aturdida. La sangre había salpicado la capa y el vestido de la mujer. Sin pensarlo, Floris la abrazó.

—Eres libre —murmuró Floris—. Compró tu libertad con su vida. Aprécialo.

—Sí —dijo Edh. Miraba a la oscuridad.

—Ahora podrás proclamar la paz. Debes hacerlo.

—Sí.

Floris le dio calor durante un buen rato.

—Dime cómo —dijo Edh—. Dime qué decir. El mundo se ha quedado vacío.

—¡Oh, niña! —Floris respiraba sobre las trenzas grisáceas—, Ten buen corazón. Te he prometido un nuevo hogar, una nueva esperanza. ¿Te gustaría oírlo? Es una isla, baja y verde, abierta al mar.

En la respuesta se agitaba algo de vida.

—Gracias. Eres buena. Lo haré lo mejor que pueda… en tu nombre.

—Ahora ven —dijo Floris—. Te llevaré de vuelta a la torre. Duerme. Cuando hayas dormido lo suficiente, di que quieres hablar con los reyes y jefes. Cuando se hayan reunido a tu alrededor, da la palabra de paz.

19

Nieve recién caída cubría las cenizas de lo que habían sido hogares, Allí donde los enebros habían retenido un poco sobre su verde profundo, era la blancura misma. Bajo, hacia el sur, el sol proyectaba sombras azules como el cielo. El hielo fino del río se había fundido por la mañana, pero todavía cubría las cañas secas a lo largo de la orilla, mientras que algunos otros navegaban en la corriente lentamente hacia el sur. Una zona oscura en el horizonte oriental marcaba el borde del páramo.

Burhmund y sus hombres cabalgaron hacia el oeste. Los cascos resonaban apagados sobre la tierra dura, abriendo surcos en el camino. El aliento salía de los belfos y se escarchaba en las barbas. El metal relucía congelado. Los jinetes rara vez hablaban. Mal vestidos con wadmal y piel, cabalgaron desde el bosque hasta el río.

Frente a ellos se alzaban los postes de ni, puente de madera. Los pilares surgían desnudos del agua. En la orilla opuesta se encontraba el otro fragmento. Los obreros que habían demolido el punto medio se habían reunido con los legionarios formados a su lado. Eran pocos, como los germanos. Sus armaduras relucían, pero las faldas, capas, botas y toda la ropa colgaba gastada y sucia. Las plumas de los cascos de los oficiales tenían colores apagados.

Burhmund soltó las riendas, desmontó y pasó al puente. Las botas sonaban a hueco sobre la madera. Vio que Cerial ya se encontraba en su lugar. Eso era una muestra de amabilidad, cuando era Burhmund quien había solicitado una negociación… aunque no significaba mucho, porque siempre había estado claro que la habría.

Al final de su sección, Burhmund se detuvo. Los dos hombres corpulentos se miraron a través de cuatro metros de aire invernal. El río borboteaba de camino al mar.

El romano separó los brazos y levantó la mano derecha.

—Saludos, Civilis —lo saludó. Acostumbrado como estaba a dirigirse a la tropa, su voz salvó con facilidad la distancia.

—Saludos, Cerial —respondió Burhmund de forma similar.

—Discutiremos los términos —dijo Cerial—. Eso será difícil con un traidor.

Su tono era impersonal, sus palabras una forma de empezar. Burhmund respondió:

—Pero no soy un traidor. —Lo dijo con gravedad y en latín, Señaló que no se encontraba con un legado de Vitelio; Cerial era de Vespasiano. Burhmund el bátavo, Claudio Civilis, procedió a enumerar los servicios que había prestado a Roma y a su nuevo emperador alo largo de los años.

III

Gutherius era el nombre del cazador que a menudo iba a cazar a los bosques salvajes, porque era pobre y sus tierras exiguas, Un día ventoso de otoño salió armado con arco y lanza. No esperaba realmente cobrar ninguna pieza grande, porque cada vez eran más escasas y recelosas. Pondría trampas para ardillas y liebres, luego las dejaría toda la noche mientras él seguía con su esperanza de derribar un urogallo o algo similar. Sin embargo, si se presentaba una pieza mejor, estaría preparado.

Su camino lo llevó a una bahía. Las olas corrían sobre los arrecifes exteriores y una capa blanca cubría el agua medio resguardada, aunque la marca bajaba, Una mujer mayor caminaba por la arena, agachada, buscando lo que pudiese encontrar, mejillones abiertos o peces muertos pero no podridos. Sin dientes, los dedos doblados y débiles, se movía como si le doliese cada paso. Sus harapos se agitaban bajo el viento frío.

—Buen día, abuela —dijo Gutherius—. ¿Cómo va?

—No va —dijo la vieja—. Si no encuentro nada que comer, me temo que no podré volver a arrastrarme a casa.

—Bien, eso no estaría bien —dijo Gutherius. De la bolsa sacó el pan y el queso que traía—. Te daré la mitad de esto.

—Tienes un corazón cálido —dijo ella con voz trémula.

—Recuerdo a mi madre y eso agrada a Nelialennia.

—¿Podrías dármelo todo? —preguntó ella—. Eres joven y fuerte.

—No, debo conservar esa fuerza si he de alimentar a mi mujer y a mis hijos —dijo Gutherius—. Acepta lo que te doy y da gracias.

—Estoy agradecida —dijo la vieja mujer—. Tendrás recompensa. Pero como retienes una parte, primero tendrás desgracia.

—¡Calla! —gritó Gutherius. Salió corriendo para huir de las palabras de mal agüero.

Al llegar al bosque, tomó un camino que conocía. De pronto, de la espesura, saltó un venado. Era una bestia poderosa, tan grande como un alce y blanco como la nieve. Sus cuernos se alzaban como un viejo roble.

—¡Ah! —gritó Gutherius.

Lanzó la lanza pero falló. El venado no emprendió la huida. Permanecía frente a él, una silueta oscura entre las sombras. Gutherius tensó el arco, colocó una flecha y disparó. Al oír la cuerda, el animal huyó, pero no más rápido de lo que podía correr un hombre, y Gutherius no vio la flecha por ninguna parte. Pensó que quizá hubiese acertado y podría perseguir la presa herida. Recuperó la lanza y emprendió la persecución.

La carrera fue larga y se internó cada vez más en la espesura. El venado blanco permanecía siempre a la vista. De alguna forma, Gutherius no se cansaba, nunca le fallaba el aliento y corrían sin cesar. Estaba borracho de correr, ajeno a sí mismo, todo olvidado salvo la caza.

El sol se hundió. El crepúsculo lo llenó todo. Al fallar la luz, el venado ganó velocidad y se desvaneció. El viento resonaba por entre los árboles. Gutherius se detuvo, superado por el cansancio, el hambre y la sed. Vio que estaba perdido.

«¿Realmente me maldijo la vieja bruja?», se preguntó.

Sentía un miedo intenso, más frío que la noche que se acercaba. Extendió la manta que llevaba y yació despierto toda la noche.

Al día siguiente dio vueltas sin encontrar nada que reconociera. Realmente se encontraba en una zona extraña del bosque. No había animales en la maleza ni cantaban los pájaros en la espesura, sólo el viento agitaba las copas y arrancaba hojas muertas. No crecían ni nueces ni bayas, ni siquiera setas, sólo musgo sobre los troncos caídos y las piedras. Las nubes ocultaban el sol, por el que hubiese podido guiarse. Desesperado, fue de un lado a otro.

Luego, al anochecer, encontró una fuente. Se echó sobre el vientre para calmar el ardor de la sed.

Eso le devolvió la serenidad y miró a su alrededor Había entrado en un claro desde el que podía ver el cielo que se despejaba. Con un azul violeta relucía la estrella del crepúsculo.

—Nehalennia —rezó—, ten piedad. A ti te ofrezco lo que debía haber entregado voluntariamente. —Sediento como estaba, le había sido imposible comer. La esparció bajo los árboles para cualquier criatura a la que pudiese ayudar. Se echó a dormir al lado de la fuente.

Durante la noche se desató una tormenta. Los árboles se agitaron y resistieron. Los ramas se soltaron al viento. La lluvia caía como lanzas. Gutherius buscó a ciegas un refugio. Dio con un tronco que por el tacto sintió hueco. Allí pasó la noche.

La mañana llegó soleada y en calma. Las gotas de lluvia relucían de muchos colores sobre las ramitas y el musgo. En lo alto pasaban las alas, Mientras Gutherius estiraba el cuerpo envarado, un perro salió de un matorral y se le acercó, No era un perro perdido sino un alto animal de caza de color gris. La alegría renació en el hombre.

—¿A quién perteneces? —preguntó—. Llévame hasta tu amo. El perro se dio la vuelta y se alejó. Gutherius lo siguió. Con el tiempo llegaron hasta un sendero y lo tomaron. Pero en ningún momento vio rastro de la humanidad. En su interior creció una idea.

—Eres el sabueso de Nehalennia —se atrevió a decir—. Te ha ordenado que me guíes a casa, o al menos hasta un arbusto lleno de bayas o nueces Para que pueda calmar mi hambre. Doy gracias a la diosa.

El perro no contestó, se limitó a seguir andando. No apareció nada de lo que el hombre esperaba, En lugar de eso, al cabo de un rato, se abrió el bosque. Oyó el mar y olió la sal. El perro se hizo a un lado y se perdió entre las sombras. Gutherius siguió avanzando. A pesar del cansancio, la alegría ardía en su interior, porque sabía que si seguía la línea de la costa hacia el sur llegaría a una aldea de pescadores donde tenia parientes.

En la playa se detuvo asombrado. Una nave yacía entre las sombras, varada por la tormenta, sin vela e incapaz de volver al mar, aunque no destrozada. La tripulación había sobrevivido. Estaban sentados, desesperados, puesto que eran extranjeros que nada sabían de esa costa. Gutherius fue hacia ellos y descubrió la gravedad de su situación. Por señas les indicó que él podía ser su guía. Le dieron de comer y dejaron algunos hombres de guardia mientras que otros lo acompañaron con raciones.

De esa forma se ganó Gutherius la recompensan que le había sido prometida: porque el barco llevaba una rica carga y el procurador decidió que al que había salvado a la tripulación le correspondía una parte justa. Gutherius pensó que la vieja mujer debía de haber sido la mismísima Nehalennia.

Al ser la diosa de los barcos y el comercio, él invirtió sus ganancias en una nave que hacía viajes a Britania. Siempre disfrutó de buen tiempo y viento seguro, mientras que las mercancías que transportaba siempre obtuvieron grandes precios. Gutherius se convirtió en un hombre rico.

Sabiendo lo que debía, levantó un templo a Nehalennia, donde después de cada viaje realizaba generosas ofrendas, y cuando veía relucir el lucero del alba o de la noche, se inclinaba, porque eran las estrellas de Nehalennia.

De ella son los árboles, las vides y los frutos que producen. De ella son el mar y las naves que lo surcan. De ella son el bienestar de los mortales y la paz entre ellos.

20

—Acabo de recibir tu carta —le había dicho Floris por teléfono—. Oh, sí, Manse, ven tan pronto como puedas.

Everard no había malgastado el tiempo tomando un avión. Se metió el pasaporte en un bolsillo y saltó directamente desde la oficina de la Patrulla en Nueva York a la de Ámsterdam. Allí consiguió algo de dinero holandés y cogió un taxi hasta su casa.

Cuando entraron en el apartamento y se abrazaron, el beso de ella fue más cariñoso que apasionado y acabó pronto. Él no estaba seguro de si eso le sorprendía o no, de si estaba decepcionado o aliviado.

—Bienvenido, bienvenido —le dijo al oído—. Ha pasado mucho tiempo. —Pero el cuerpo apenas presionaba contra él y pronto se apartó. El pulso empezó a ir más despacio.

—Tienes tan buen aspecto como siempre —dijo.

Era cierto. Un corto vestido negro realzaba la alta figura y destacaba las trenzas ámbar. La única joya era un broche en forma de pájaro del trueno de plata sobre el pecho izquierdo. ¿En su honor?

Una leve sonrisa curvó los labios de Floris.

—Gracias, pero mira más de cerca. Estoy muy cansada, y bien dispuesta para mis vacaciones.

En los ojos turquesa veía recuerdos terribles. ¿Qué más ha visto desde que nos dijimos adiós? —pensó—. ¿Qué me he perdido?

—Entiendo, Sí, más que yo. Tuviste que realizar el trabajo de diez personas. Debía haberme quedado a ayudar.

Ella movió la cabeza.

—No. Lo comprendí entonces y todavía lo comprendo. Una vez que la crisis estuvo resuelta, la Patrulla tenía mejores misiones para ti, el agente No asignado. Tenías autoridad para asignarte a ti mismo al resto de la misión, pero a un alto coste para tu línea de vida. —Volvió a sonreír—. El vicio y leal Manse.

Mientras que tú, la Especialista que realmente conoce el entorno, debe asegurarse de que el trabajo se completa, Con la ayuda que puedas conseguir de tus colegas y de los auxiliares recientemente entrenados para el propósito (no es mucho, ¿eh?) debes vigilar los acontecimientos; asegurarte de que siguen el curso de la primera versión de Tácito,, sin duda intervenir, con todo cuidado, aquí y allá, antes y después: hasta que finalmente estuviesen fuera de la zona inestable del espacio-tiempo y pudiesen ser abandonados a sus propios recursos.

Oh, ciertamente te has ganado las vacaciones.

—¿Cuánto tiempo permaneciste sobre el terreno? —preguntó.

—Desde el 70 al 95 d.C. Claro está, di saltos, así que en mi línea del mundo da un total de… algo más de un año. ¿Y tú, Manse? ¿De qué te has ocupado?

—Para ser sinceros, de nada más que de mi recuperación —admitió—. Sabía que regresarías a esta semana por tus padres, así como por tu personalidad pública, así que vine directamente, te dejé un par de días de descanso y te escribí.

¿Fue justo? He saltado atrás. Primero, porque soy menos sensible que tú; lo que sucede en la historia me afecta menos. Y además, has soportado los meses extra allí.

Era como si la mirada de ella buscase más allá de la cara de Everard.

—Eres dulce, —Riendo, con rapidez le agarró las manos—. Pero ¿por qué te quedas ahí? Ven, pongámonos cómodos.

Fueron a la sala de las pinturas y los libros. Ella había preparado una mesa baja con café, canapés, diversos accesorios, el whisky escocés que sabía que a él le gustaba… sí, Glenlivet, aunque él no recordaba habérselo nombrado específicamente, Se sentaron juntos en el sofá. Ella se recostó y sonrió.

—¿Comodidad? —ronroneó—, No, lujo. Una vez más estoy aprendiendo a apreciar mi época de nacimiento.

¿Está realmente relajada o es una fachada? Yo no puedo. Everard se sentó en el borde del cojín. Sirvió café para los dos y un buen whisky para sí mismo. Cuando la miró, ella le hizo un gesto de negativa y cogió la taza.

—Es temprano para mí —dijo.

—Eh, no estaba proponiendo atamos —le aseguró—. Nos lo tomaremos con calma, hablaremos e iremos a cenar, o eso espero. ¿Qué te parece ese delicioso local caribeño? O puedo hacer estragos en un rijstaffel, si lo prefieres.

—¿Y después? —preguntó ella con calma.

—Bien… —Sintió la sangre en las mejillas.

—¿Entiendes por qué tengo que mantener la cabeza despejada?

—Janne! ¿No creerás que … ?

—No, claro que no. Eres un hombre de honor. Creo que más honorable de lo que te conviene. —Le puso una mano en la rodilla—. Como has sugerido, hablaremos.

Levantó la mano antes de que él pudiese pasarle un brazo por encima. Por una ventana abierta entraba la suavidad de la primavera. El tráfico sonaba como un mar distante.

—No tiene sentido fingir felicidad —dijo ella al cabo de un rato.

—Supongo que no. Bien, podemos ir directamente a lo serio. —Extrañamente, eso lo tranquilizó un poco. Se recostó, con el vaso en la mano. Se inhala su aroma delicado tanto como se bebe.

—¿Qué harás a continuación, Manse?

—¿Quién sabe? Nunca tenemos escasez de problemas. —Se volvió para mirarla—. Quiero oír tu relato. Tuviste éxito, evidentemente, porque me hubiesen informado de cualquier anomalía.

—¿Tales como más copias de Tácito?

—Ninguna. Ese único manuscrito existe, y cualquier trascripción que haya hecho la Patrulla, pero ahora no es más que urja curiosidad.

Notó el ligero estremecimiento de Floris.

—Un objeto sin causa, formado de la nada sin razón. Qué universo tan aterrador. Es más fácil no hacer caso a la realidad variable. A veces lamento haber sido reclutada.

—Y también cuando estás presente en ciertos episodios. Lo sé. —Él quería eliminar las infelicidad de sus labios con besos. ¿Debería intentarlo? ¿Podría?

—Sí. —La brillante cabeza se levantó, la voz se hizo más fuerce—. Pero entonces pienso en la exploración, el descubrimiento, la ayuda, y vuelvo a alegrarme.

—Buena chica. Bien, cuéntame tus aventuras. —Una lenta aproximación a la verdadera pregunta—. Todavía no he leído tu informe, porque quería oírlo de ti en persona.

La alegría decayó.

—Mejor que busques el informe si estás interesado —dijo, mirando al otro lado de la habitación hacia la fotografía de la Nebulosa del Velo.

—¿Qué?… Oh. Te resulta difícil hablar de ello.

—Sí.

—Pero tuviste éxito. Aseguraste la historia y de la forma correcta, con paz y justicia.

—Una medida de paz y justicia. Durante un tiempo.

—Eso es lo mejor que los seres humanos pueden llegar a esperar, Janne.

—Lo sé.

—Nos saltaremos los detalles. —¿Fueron realmente tan sangrientos? Mi impresión era que la reconstrucción se había producido con facilidad, y a los Países Bajos les fue muy bien en el Imperio hasta que éste empezó a descomponerse—. Pero ¿no puedes contarme un par de cosas? ¿Qué hay de la gente que conocimos? ¿Burhmund?

El tono de Floris se aligeró un poco.

—Fue amnistiado, como todos los demás. Su mujer y hermana regresaron con él ilesas. Se retiró a sus tierras en Batavia, donde acabó sus días en modesta prosperidad, como una especie de viejo estadista. Los romanos también lo respetaban, y a menudo le consultaban.

»Cerial se convirtió en gobernador de Bretaña, donde conquistó a los brigantes. El suegro de Tácito, Agrícola, sirvió bajo su mando, y según recordarás los historiadores le tenían en buena consideración.

»Clásico…

—No importa por ahora. —La interrumpió Everard—. ¿Veleda… Edh?

—Ah, sí. Después de convocar el encuentro en el río, desaparece de la crónica. —La crónica completa, rescatada por los viajeros temporales.

—Lo recuerdo. ¿Cómo fue? ¿Murió?

—No hasta pasados veinte años, a una edad avanzada para esa época. —Floris frunció el ceño. ¿La asaltaba otra vez el miedo?—. Me pregunto una cosa, ¿no crees que su suerte habría interesado lo suficiente a Tácito como para mencionarla?

—No si pasó a la oscuridad.

—No exactamente. ¿Podría ser que haya estado causando mi propio cambio en el pasado? Cuando informé de mis dudas se me ordenó continuar y se me dijo que, efectivamente, era parte del pasado histórico.

—Vale, en ese caso lo era. No te preocupes. Podría ser un fallo trivial en la causalidad. Si es así, no importa. Sucede a menudo y no tiene consecuencias de importancia. O podría ser directamente achacable a que Tácito no conocía, o no le importaba, el destino de Veleda una vez que dejó de ser una fuerza política. Así fue, ¿no?

—En cierta forma. Aunque… el programa que inventé y propuse, y que la Patrulla aprobó, se me ocurrió por lo que sabía, lo que había visto, antes de saber que la Patrulla existía. Animé a Edh, predije lo que haría y debía hacer, me encargué de los arreglos pertinentes, cuidé de ella, aparecía ante ella cuando parecía que necesitaba a su diosa… —Una vez más Everard captó la inquietud de Floris—. El futuro estaba creando el pasado. Espero no tener que enfrentarme a otra experiencia igual. No es que fuese horrible. No, valió la pena, sentía que justificaba mi vida. Pero… —Dejó de hablar.

—Es misterioso —le dijo Everard—. Lo sé.

—Sí —murmuró—. Tú tienes tus propios secretos, ¿no?

—No con la Patrulla.

—Con los que te importan. Cosas de las que te dolería demasiado hablar, o que a ellos les dolería demasiado oír.

Esto ha estado demasiado cerca.

—Vale, ¿qué hay de Edh? Confío en que la hicieses lo más feliz posible. —Hizo una pausa—. Estoy seguro de que así fue.

—¿Has estado alguna vez en la isla de Walcheren? —preguntó Floris.

—Humm, no. Está cerca de la frontera belga, ¿no? Espera. Recuerdo vagamente que comentaste algo de unos descubrimientos arqueológicos.

—Sí. En su mayoría piedras con inscripciones latinas, del segundo o tercer siglo. Ofrendas de agradecimiento por un viaje seguro a Britania y de vuelta. La diosa a la que están dedicadas tenía un altar en uno de los templos del norte. Está representada en alguna de las piedras, con una nave o un perro, a veces llevando un cuerno de la abundancia o rodeada de fruta y grano. Su nombre era Nehalennia.

—Entonces era muy importante, al menos en esa zona.

—Hacía lo que se suponía que hacían los dioses: dar coraje y solaz, hacer que los hombres fuesen un poco más decentes de lo que habrían sido sin ella y, en ocasiones, abría sus ojos a la belleza.

—¡Espera! —Everard se sentó derecho. Un escalofrío le recorría la espalda—. Esa diosa de Veleda…

—La antigua diosa nórdica de la fertilidad y el mar, Nerthus, Niaerdh, Naerdha, Nerha, muchas versiones diferentes del nombre. Veleda la convirtió en la divinidad vengadora de la guerra.

Everard miró a Floris durante un intenso momento antes de decir:

—E hiciste que Veleda la declarase una vez más pacífica y que la llevase al sur. Ésa… ésa es una de las operaciones más maravillosas que he oído.

Ella apartó la mirada.

—No, realmente no. El potencial estaba allí, especialmente en la misma Edh. Era toda una mujer. ¿Qué hubiese podido hacer en una época con mayor suerte?… En Walcheren a la diosa se la llamaba Neha, Se había vuelto incluso una divinidad marítima y agrícola menor. Todavía conservaba una primitiva asociación con la caza. Veleda llegó, revitalizó el culto, le dio elementos nuevos adecuados a la civilización que estaba transformando a su gente. Finalmente acabaron hablando de la diosa con una coletilla latina, Neha Lenis, Neha la Benévola. Con el tiempo, se convirtió en Nehalennia.

—Debe de haber tenido mucha importancia, si todavía la veneraban siglos después.

—Evidentemente. Alguna vez me gustaría seguir la historia, si la Patrulla puede permitirse prescindir de mi línea vital tanto tiempo. —Floris suspiró—. Al final, claro está, el Imperio cayó, los francos y salones devastaron por ahí y, cuando se estableció un nuevo orden de cosas, era cristiano. Pero me gusta imaginar que algo de Nehalennia persistió.

Everard asintió.

—A mí también y, por lo que dices, bien podría sen Muchos de los santos medievales eran dioses paganos disfrazados, y aquellos que eran personajes históricos adoptaban los atributos de los dioses, en el folclore de la misma Iglesia. Todavía se celebraba el solsticio, pero ahora en honor a san Juan. El santo Olaf luchaba contra monstruos y trols como Thor antes que él, Incluso la Virgen María tiene aspecto de Isas, y me atrevería a decir que muchas de las leyendas sobre ella fueron originalmente mitos locales… —Él movió la cabeza—. Ya sabes todo esto. Y me estoy yendo por las ramas. ¿Cómo fue la vida de Edh?

Floris miró más allá de él y aquel año. Sus palabras fluyeron lentamente.

—Se hizo vieja con honor. Nunca se casó, pero era como una madre para la gente. La isla era baja, lugar de nacimiento de barcos, como su hogar de la infancia, y el templo de Nehalennia se encontraba a orillas de su querido mar, Creo… no puedo estar segura, porque ¿cuánto conoce una diosa del corazón de un mortal?, creo que se volvió… serena. ¿Es eso lo que intento decir? Mientras agonizaba… —se le quebró la voz— en su lecho de muerte… —Floris luchó contra las lágrimas y perdió.

Everard la atrajo hacia sí, pero apoyó la cabeza sobre su hombro y le acarició el pelo. Ella le agarraba la camisa con los dedos.

—Tranquila, chica, tranquila —susurró él—. Algunos recuerdos siempre harán daño. Fuiste a ella una última vez, ¿no?

—Sí —murmuró contra el cuerpo de él— ¿Qué otra cosa podía hacer?

—Claro. ¿Cómo podías no hacerlo? Aliviaste su muerte. ¿Que tiene de malo?

—Ella… ella me pidió… y yo le prometí…

Floris lloro.

—Una vida más allá de la tumba, —Comprendió Everard—. Una vida contigo, por siempre en el hogar del mar de Niaerdh. Y fue feliz hacia la oscuridad.

Floris se apartó de él.

—¡Era una mentira! —gritó. Se puso en pie de un salto, caminó alrededor de la mesa de café, de un lado a otro. A veces las manos luchaban una con la otra, a veces el puño golpeaba la palma, una y otra vez—. Todos esos años fueron una mentira, un truco, ¡estaba usándola! ¡Y ella creía en mí!

Everard decidió que era mejor permanecer sentado. Se sirvió una nueva bebida.

—Cálmate, Janne —le dijo—. Hiciste lo que debías, por bien del mundo. Y lo hiciste con amor. Y en cuanto a Edh, le diste todo lo que podía desear.

Bedriegerij.— falso, vacío, como tantas otras cosas que he hecho.

Everard dejó que el sedoso fuego le corriese por la lengua.

—Escucha, he llegado a conocerte muy bien. Eres las persona más honrada que he conocido. De hecho, demasiado honrada. También eres una persona muy buena por naturaleza, lo que importa más. La sinceridad es la virtud más sobrevalorada del catálogo, Janne, te equivocas al pensar que aquí hay algo que perdonar. Pero adelante, pon en marcha tu sentido común y perdónate a ti misma.

Ella se detuvo, se enfrentó a él, tragó, se limpió las lágrimas y habló con una firmeza cada vez mayor.

—Sí, yo… entiendo. Yo, yo pensé en todo esto… durante días… antes de hacer mi propuesta a la Patrulla. Después, estaba atrapada por ella. Tienes razón, era necesario, y sé que muchas de las historias que dan forma a la vida de la gente son mitos, y muchos mitos se inventaron. Perdóname por la escena. Fue hace muy poco, en mi línea de mundo, que Veleda murió en brazos de Nehalennia.

—Y el recuerdo te ha superado. Claro. Lo siento.

—No ha sido culpa tuya. ¿Cómo podías saberlo? —Floris respiró profundamente. Tenía las manos a los lados—. Pero no quiero mentir más de lo necesario. No quiero mentirte a ti, Manse.

—¿A qué te refieres? —preguntó, un tanto temeroso, presintiéndolo a medias.

—He estado pensando en nosotros —dijo ella—. Pensando mucho. Supongo que lo que hicimos, estar juntos, estuvo mal…

—Bien, normalmente no tendría que haber sido así, pero en ese caso no afectó al trabajo. De cualquier forma, me sentí inspirado. Fue maravilloso.

—Lo fue para mí. —Aun así, ella estaba cada vez más calmada—. Has venido hoy con la esperanza de renovar esa sensación, ¿no?

Él intentó una sonrisa.

—Me confieso culpable. Eres el demonio sobre ruedas en la cama, cariño.

—Tú no eres un prutsener. —La débil sonrisa desapareció—. ¿Qué más tenías en la cabeza?

—Más de lo mismo. Más a menudo.

—¿Siempre?

Everard permaneció sentado en silencio.

—Sería difícil —dijo Floris—. Tú eres un No asignado, yo soy una agente Especialista de campo. Pasaríamos la mayor parte de la vida separados.

—A menos que tú te trasladaras a coordinación de datos o algo en lo que pudieras trabajar desde casa. —Everard se inclinó hacia delante—. ¿Sabes?, ésa es una buena idea. Tienes el cerebro. Acaba con tanto riesgo y tantas penalidades y, sí, deja de presenciar sufrimientos que se te ha prohibido evitar.

Ella negó con la cabeza.

—No lo deseo. A pesar de todo, me considero más válida sobre el terreno, en mi campo, y lo seré hasta estar demasiado vieja y débil.

Si sobrevives tanto tiempo.

—Sí. El desafío, la aventura, la satisfacción y la oportunidad ocasional de ayudar. Eres de ese tipo.

—Podría acabar odiando al hombre que me obligase a dejarlo. Tampoco deseo eso.

—Bien, humm… —Everard se puso en pie—. Vale —dijo, tenía la sensación de estar saltando de un avión. Aunque en ese caso confías en el paracaídas—. No habrá demasiada bendición doméstica, pero entre misiones, algo especial y completamente nuestro. ¿Te apetece?

—¿Te apetece a ti? —contestó ella.

Empezó a caminar hacia ella, se detuvo.

—Sabes lo que exige mi trabajo —dijo Janne. Se había puesto pálida. No es para sonrojarse, pensó él en el fondo de su mente—. También en esta pasada misión, no fui una diosa todo el tiempo, Manse. De vez en cuando me resultaba útil ser una mujer germana lejos del hogar. O simplemente quería olvidar por una noche.

La sangre martilleaba en las sienes de Everard.

—No soy un mojigato, Janne.

—Pero eres un muchacho de granja del Medio Oeste. Tú me lo has dicho, y he descubierto que es verdad. Puedo ser tu amiga, tu compañera, tu amante, pero nunca, en tu interior, nada más. Sé sincero.

—Lo intento —dijo él con brusquedad.

—Sería peor para mí —terminó diciendo Floris—. Tendría que ocultarte demasiado. Me sentiría como si te traicionase. Eso no tiene sentido, no, pero es lo que sentiría. Manse, será mejor que no nos enamoremos más. Mejor que nos digamos adiós.

Pasaron las siguientes horas juntos, hablando. Luego ella apoyó la cabeza sobre su pecho, él la abrazó un minuto y se fue.

IV

María, la madre de Dios, madre del dolor, madre de la salvación, ven con nosotros ahora en la hora de nuestra muerte.

Hacia el oeste navegamos, pero la noche nos atrapa. Cuídanos en la oscuridad y llévanos hasta el día. Concédenos que nuestra nave lleve la más preciosa de las cargas, tu bendición.

Pura como tú, tu estrella brilla sobre la puesta de sol. Guíanos con tu luz. Deposita tu bondad sobre el mar, empújanos en nuestro viaje y de vuelta a casa con los que amamos, y llévanos finalmente por tus plegarias al Cielo.

¡Ave Stella Maris!