Ursel Scheffler
Francisco mentiras
Había una vez una liebre que se inventaba las historias más divertidas. Siempre que alguien contaba alguna, ella sabía otra más extraordinaria y más interesante, aunque para ello tuviera que mentir como un sacamuelas.
Contaba de un cerdo al que se le ponían los pelos de punta y que a las gallinas, cuando se asombran, se les doblan los cuernos. También que desde lejos podía reconocer a Francisco Mentiras, porque su oreja del medio era algo más larga que las otras de la izquierda y la derecha. Que era inconfundible también cuando corría, por su hermosa colita marrón y blanca.
Que Francisco criaba remolachas en su jardín. Eran tan grandes que para sacarlas necesitaba una excavadora, ¡y lo más tarde en abril! Y crecían en la tierra hacia abajo de tal manera que asomaban por el otro lado del mundo como si fueran montañas.
Que de las patatas que crecían en sus manzanos, hacía una deliciosa compota de peras.
Que cuando tocaba sin flauta de plata, del susto, caían los peces de los árboles y los pájaros de las matas de rábanos.
La liebre decía:
—Cuando le visité en Pascua, estaba poniendo precisamente huevos cuadrados; setecientas piezas. Justo la cantidad que cabía en el portaequipajes de su helicóptero amarillo, con el que iba a repartirlos silenciosamente. Dejaba los huevos en los nidos que para él habían construido los pájaros en los árboles y arbustos. Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, jamás lo hubiera creído. Además no comprendo cómo se puede mentir de la manera en que Francisco miente.
—¿Podéis comprenderlo vosotros?
¡No, desde luego que no!