Isolde Heyne
El narrador de cuentos
El duende Florián está sentado mirando perplejo el montón de cartas, que de nuevo ha traído hoy el duende cartero. Casi todas son quejas como:
—A mi hijo Tomás le cuesta tanto dormirse —escribe una madre—. Tu arena de los sueños no sirve de mucho.
Oh, —sueño cosas tan terribles… Lo mejor sería no ir más a la cama —escribe un niño.
En los últimos tiempos, también los colegas del duende Florián reciben ese tipo de cartas constantemente. Las mamas y papas, las abuelas y abuelos, las tías y tíos, todos se quejan de los caóticos sueños que los niños tienen, y hacen al duende del sueño responsable de ello. El duende Florián va rápidamente al cuarto de existencias, donde guarda la arena del sueño. Examina con un grueso termómetro la temperatura, mira también el aparato que mide la humedad, porque la arena del sueño no tiene que formar grumos y terrones. Todo está en orden: fina y liviana se escurre entre sus dedos la blanca arena. También la prueba de soplar da resultado satisfactorio. La arena del sueño flota y se aleja como una nubecita. No logra descubrir la causa del fallo.
—Pediré consejo al viejo narrador de cuentos —se propone el duende.
Aquella tarde salió el duende Florián antes que de costumbre, porque el camino a la casa del narrador de cuentos es largo y fatigoso. Él vive en una casa hecha de tejas rojas y la puerta está siempre abierta. No hay timbre ninguno. Siempre que un extraño viene por el estrecho camino, vuela rápidamente hacia la casa la urraca parlanchina y anuncia la visita golpeando en el cristal de la ventana, tras de la cual, sentado en una gran mesa, está el narrador inventando sus cuentos.
Así sucede hoy también. Cuando el duende del sueño llega, la tetera puesta al fuego hace ya tiempo que desprende un chorro de vapor. El duende del sueño siempre toma con gusto una taza de té de escaramujos. El narrador de cuentos lo sabe. Algo más tarde se han sentado juntos bajo el nogal. El narrador de cuentos ha sacado también al jardín su grueso libro. En él escribe las historias que se le ocurren. Pero esta vez, el duende no viene a escuchar las más recientes.
—Los niños tienen dificultades para dormirse —dice—, y cuando finalmente lo hacen, sueñan cosas muy raras. Los padres dicen que la arena del sueño no sirve para nada.
El narrador de cuentos piensa un buen rato antes de contestar. Pensativo, empuja las gafas sobre su nariz de un lado a otro. Después se rasca un rato la barba.
—Pienso —dice—, que el motivo es que los niños ven, oyen y leen muchas historias completas. Realmente no les quedan muchas cosas para hacer por sí mismos.
Florián asiente. También lo ha pensado. Es lo mismo que si uno va siempre al supermercado y compra su comida preferida, que sólo tiene que calentar, en vez de preparar una buena comida.
Pero el narrador de cuentos no puede ayudarle con su consejo.
—No soy capaz de contar solamente la mitad o tres cuartas partes de un cuento. Todo debe tener un orden —dice con firmeza.
Entonces el duende Florián tiene una idea.
—Por favor —ruega al narrador de cuentos—, léeme lo que has escrito hoy.
Como eso era lo que éste esperaba, se ajustó bien las gafas sobre la nariz y comenzó a leer el nuevo cuento de su libro.
—En una casita de gorriones vivía una mamá gorrión con sus cinco pequeños gorriones. Formaban una familia alegre. Cantaban todo el día y buscaban entre las flores y los arbustos los mejores granos.
Cada vez leía más despacio y finalmente bostezó ruidosamente.
—No lo tomes a mal —se disculpó—, pero hasta mañana no puedo terminar de leer el cuento. Estoy muy…
—Cansado —quería decir. Pero ya estaba dormido. El duende del sueño le quitó el libro de las manos y lo cerró. Hoy ha preparado para los niños una historia que ellos tienen que continuar durante el sueño, porque lo que el narrador de cuentos no ha notado, era lo siguiente:
Cuando estaba leyendo tan interesado su cuento, el duende Florián le sopló una porción doble de arena de la mejor, en los ojos, por detrás de las gafas.