Edgar Wüpper
La sal se ha ido
Es un día gris de invierno. Por la mañana ha lloviznado algo, y ahora por la tarde hiela. El hielo en las calles y en los caminos está liso como un espejo. Justo en este momento el señor Meier vuelve del trabajo a casa. Con precaución enfila su coche por la calle Herden, pero no puede evitar que se le vaya un poco. El señor Meier lo detiene delante del garaje y camina deslizándose por las baldosas que conducen a la casa. —Uf, qué helado está —murmura.
Su aliento forma una pequeña nube.
Rápidamente abre la puerta de entrada, se sacude los pies en el zaguán y grita:
—¿Marina?
—Aquí estoy, en el salón —contesta su mujer al mismo tiempo que va a su encuentro.
—¿Dónde están los chicos?
—Ahora vendrán.
—¡Caramba, cómo se ha helado la calle! Voy a esparcir un poco de sal y luego meteré el coche en el garaje —concluye el señor Meier. A través de la cueva va al garaje. En la esquina interior derecha se halla siempre un saco de sal para esparcir. De repente se detiene asombrado—. ¿Dónde está el saco? —se pregunta. Busca también en la habitación contigua, donde tiene las herramientas, pero en vano. El saco de sal no aparece—. ¿Cómo es posible? —rezonga moviendo la cabeza. Vuelve a casa y pregunta a su mujer:
—¿Sabes tú, dónde está el saco de la sal?
—Pero, Fritz —dice ella—, si está siempre abajo, en el garaje.
—Pues no está —contesta él perplejo.
En ese momento suena el timbre.
—Aquí están los niños —dice la señora Meier abriendo la puerta, por la que se precipitan Nico y Susi en la vivienda.
—Papá, ven a mirar lo que hemos hecho.
—No tengo tiempo, estoy buscando el saco de la sal.
—No lo necesitas —dice Susi—. Ya lo hemos hecho nosotros. ¡Ven de una vez!
Los dos tiran de los brazos del padre llevándole a la puerta de entrada. La acera está llena de puntos negros. —¿Qué es esto? —pregunta el señor Meier.
—Esto es gravilla —aclara Nico orgulloso. El señor Meier tiene una intuición.
—¿Dónde está mi saco de sal?
—Se ha ido.
—¿Cómo?
—¡Que sí! ¡Que se ha ido! —dicen los niños alegremente.
—La sal no es buena para los árboles —dice Nico.
—Y a los perros, les duelen las patas con ella —completa Susi.
—¿Y qué habéis hecho con ella? —quiere saber el padre.
—Hoy era un día de cambio: gravilla por sal. Hemos cargado la sal en el carro de mano y la hemos llevado al depósito de la calle Ávila. Hemos tenido que hacer tres viajes para conseguir toda la gravilla que queríamos. Allí detrás la hemos depositado, junto a la arena de jugar. ¡Fantástico! ¿Verdad?
—Bueno, ¡qué le vamos a hacer! —dice el señor Meier, moviendo la cabeza.
—Ves —dice Susi riendo—, ya te decía yo que papá no se enfadaría —y da a su padre un beso muy fuerte.