XXVII.
EN LAS LADERAS DE LA MONTAÑA
LOS PATOS TUVIERON una travesía pesada. Después de haber almorzado en los prados de Fellingsbro, dirigiéronse hacia el norte, atravesando Vatsmanlandia; pero como el fuerte viento del oeste fuese en aumento sintiéronse arrastrados hacia el este en dirección a Uppland.
Los patos volaban a gran altura y el viento, con su violencia, hacíales adelantar rápidamente. El pequeño Nils, sobre su palo, alargaba el cuello cuanto podía para ver mejor el aspecto de la región de Vatsmanlandia, pero no le era posible distinguir nada. Pudo observar, sin embargo, que los terrenos de la parte este eran uniformes, más no acertaba a comprender lo que eran ciertos surcos que iban de norte a sur, atravesando el llano. Lo que más le extrañaba era que los surcos fuesen casi rectos y marchasen en línea paralela.
—Esta tierra —decía Nils— tiene rayas como el delantal de mi madre. Quisiera saber qué clase de rayas son esas de ahí abajo.
—Riachuelos y arroyos, caminos y vías férreas —contestaron los patos.
—Nunca vi tantos caminos que partieran de un mismo sitio —continuó diciendo—. Habrá muchas mercancías procedentes del norte para llevar a través de esta tierra.
Al mismo tiempo consideraba esto muy extraño porque creía que al norte de Vastmanlandia finalizaba el territorio de Suecia o que más allá sólo habría bosques y lugares desiertos.
Al ser arrastrados los patos por el viento hasta Sagan, comprendió Okka que habían llegado a sitio muy distinto del que se proponían visitar, y con la bandada volvióse hacia el oeste, luchando pesadamente contra el viento, pasando de nuevo sobre los mismos terrenos a rayas que acababan de atravesar y continuando su camino más al oeste hasta llegar a terrenos montañosos cubiertos de bosques.
Mientras volaron sobre los llanos fijóse mucho Nils, sacando la cabecita por junto al cuello del pato, en cuanto veía; pero ahora que ante su vista sólo aparecían montes cubiertos de bosques, echóse hacia atrás para volar más cómodamente, ya que el aspecto de aquel paisaje no le ofrecía interés.
Volaban ya un buen rato cuando a oídos de Nils llegaron rumores que parecían quejidos y que subían de tierra. Instigado por la curiosidad sacó la cabeza y miró hacia abajo. Ahora volaban lentamente por las dificultades del viento contrario que acentuaba su violencia y pudo ver muy bien lo que había bajo sus pies.
Lo primero que observó fue un gran agujero que profundizaba rectamente en la tierra. En el agujero había un gran ascensor que descansaba sobre grandes troncos. Este ascensor, con agudos chirridos y estrépitos, llevaba en aquel mismo momento un barril cargado de piedras.
Alrededor de aquel agujero había grandes montones de piedras y una máquina de vapor que resoplaba en un cobertizo. Mujeres y niños se encontraban esparcidos sobre el terreno escogiendo las piedras y por una estrecha vía eran arrastrados por caballerías algunos vagones cargados de pedruscos rojizos. Junto a los linderos del bosque existían modestas viviendas obreras.
Nils no adivinaba lo que aquello pudiese ser y a voz en grito, preguntó:
—¿Qué sitio es éste del cual se sacan tantas piedras de la tierra?
—¡Mira el tonto! ¡Mira el tonto! —exclamaron unos gorriones nacidos en aquellos lugares y que estaban al tanto de lo que ocurría por allí—. ¡Ese no sabe distinguir la piedra mineral de la piedra ordinaria!
Entonces comprendió el chicuelo que lo que tenía delante era una mina, y en verdad que se extrañó porque creía que las minas sólo existían en las altas montañas y no en terreno llano, entre dos riachuelos que descendían de los montes.
Pronto dejaron tras sí estos terrenos llenos de abedules y abetos, y el pequeño sintió un gran calor que emanaba de la tierra y que le indujo a asomarse de nuevo para cerciorarse de lo que aquello pudiera ser. Allá abajo vio grandes montones de carbón y minerales y en medio de éstos elevábase una construcción octogonal pintada de rojo que lanzaba hacia el cielo un gran penacho de llamas.
En un principio no pudo creer que fuese otra cosa que un incendio; pero al fijarse en que la gente paseaba tranquilamente por las cercanías, sin preocuparse para nada del fuego, no acertaba a explicarse lo que estaba viendo.
—¿Qué sitio es éste —gritaba el chiquillo— en donde a nadie le llama la atención que arda una casa?
—Mirad, ahí tenéis a uno que tiene miedo al fuego —dijeron unos pajaritos que se encontraban junto al bosque y conocían cuanto ocurría por la comarca. Ese no sabe como se convierte en hierro el mineral; no sabe distinguir unos altos hornos de un incendio.
Pronto quedaron estos hornos a lo lejos y el chiquillo volvió a mirar otra vez hacia delante creyendo que no habría nada más que observar entre aquellos terrenos forestales; pero apenas se habían separado un poco oyeron un estrépito formidable que provenía de tierra. Al mirar hacia abajo pudo observar un pequeño torrente que en forma de cascada salía con fuerza de la ladera de una montaña. Junto a la cascada había un gran edificio de obscura techumbre y alta chimenea que lanzaba humo espeso salpicado de chispas y contiguo al edificio hierro en barras y planchas y montículos de carbón. Todo el terreno parecía ennegrecido y lo atravesaba una red de vías. Del edificio salía un ruido ensordecedor. No parecía sino que algún gigante trataba de defenderse contra los ataques de un rugiente animal salvaje. Pero lo más extraño era que allí nadie se preocupase de lo que pasaba.
No muy lejos de aquel sitio y bajo frondosos pinos tenían su vivienda los trabajadores y un poco más allá se elevaba una casa señorial.
—¿Qué sitio es éste —gritaba el chiquillo— en que nadie se cuida de que dentro de esa casa se estén matando unos a otros?
—¡Ja, ja, ja! —rió una paloma blanca—. ¡Ahí va uno que no sabe que aquí no hay nadie que se mate ni se haga pedazos, sino que es el hierro que hace ese ruido cuando se le golpea con el martillo!
Pronto se alejaron también de la fundición y el chiquillo cabalgaba sobre el pato convencido de que nada más quedaba por ver en el bosque.
Habían volado ya un buen rato después de esto cuando oyó el sonido de una campana y miró bacía abajo para ver de donde procedía. Entonces vio una casa de labor como no había visto nunca. La casa-vivienda era larga, con tejado rojo, y aunque no muy grande llamó en extremo su atención el gran número de dependencias bien construidas que contenía.
El chicuelo sabia cuantas dependencias puede haber en una casa de campo; pero no acertaba a saber por qué aparecían allí en número doble o triple que en otros sitios. Tal exceso nunca pudo imaginárselo y no adivinaba a qué pudieran estar destinadas, porque en las cercanías no había campos de labor.
Sobre la techumbre de la dependencia destinada a cuadra y bajo un pequeño cobertizo estaba la campana que le había llamado la atención. El amo, seguido de un gran número de criados, dirigíase hacia la cocina. Y movido de la curiosidad que sentía, gritó:
—¿Qué clase de gente es esta que construye tan grandes casas de labor en medio del bosque, no habiendo tierras de labradío en derredor?
Un gallo que se hallaba sobre un montón de basuras, le contestó:
—Esto es la antigua vivienda de un minero; las tierras de labor están en el subsuelo.
Y entonces comprendió el chicuelo que aquellos bosques que había atravesado no eran como muchos otros sobre los que había volado ya. En todas partes existen verdaderamente bosques y montañas; pero no todos ofrecían cosas tan notables ni riquezas tan grandes como aquéllos. Allí había extensos cotos mineros atravesados por túneles que llevaban a distintas direcciones para efectuar los trabajos; allí había viejas herrerías abandonadas, cuyas derruidas techumbres dejaban ver las herramientas abandonadas; allí había grandes talleres de nueva construcción donde se trabajaba dando tan fuertes martillazos que la tierra retemblaba; allí había albergues silenciosos que parecían no saber nada del movimiento que cerca de ellos se desarrollaba; allí había cables aéreos cuyas vagonetas llenas de mineral se deslizaban suavemente. En todos los torrentes oíase el ruido de las ruedas; conductores eléctricos cruzaban los bosques por todas partes y grandes convoyes que arrastraban sesenta o setenta vagonetas cargadas de mineral, de carbón, rieles, planchas o alambre de acero, circulaban en distintas direcciones.
Cuando ya llevaba un buen rato contemplando todo aquello, no pudo reprimir su silencio y prorrumpió diciendo, por más que presumiese que los pájaros pudiesen burlarse de él:
—¿Qué tierra es ésta en la que solamente crece el hierro?
Entonces despertó de su sueño una vieja lechuza que dormía en una casucha abandonada, y sacando su redonda cabeza, le contesto:
—Esta tierra se llama Bergslagerna, y si aquí no creciera el hierro no habría más, aun en estos tiempos, que búhos y osos.